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¿HACIA DONDE VA LA SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION?
Mariano F. Enguita en F. Ortega, E. González, A. Guerrero y E. Sánchez, comps.,
Manual de sociología de la Educación, pp. 50-57, Madrid, Visor, 1989.

La sociología de la educación, en su doble vertiente de especialización de una disciplina
más amplia y de incorporación de una nueva perspectiva a un campo de interés
preexistente, es algo comparativamente reciente. Mientras la pedagogía tiene ya una
tradición secular y la psicología arranca de los comienzos de este siglo, la sociología de la
educación solamente despega después de la Segunda Guerra Mundial en los países
capitalistas avanzados, aunque pueda considerarse a Durkheim, cuyo mejor trabajo es de
comienzos del siglo, como su padre fundador.

Este despegue tardío tiene su base en que fue entonces cuando la lógica meritocrática de
las sociedades occidentales se volvió del mercado a la escuela en busca de un
mecanismo de selección y asignación de las posiciones sociales en una sociedad
presuntamente abierta.

La universalización de la escolarización, la prolongación del período obligatorio y, más en
general, la expansión de los servicios públicos, la ideología del Estado del bienestar y la
igualdad de oportunidades fueron formas de desactivar las contradicciones sociales y
buscar un consenso básico frente a la polarización de la preguerra, la guerra y la
postguerra. Aunque la producción sociológica en el campo de la educación se cuenta ya
en muchas toneladas, no podemos aquí siquiera intentar una revisión general. Por ello
nos limitaremos a tratar lo que han sido los enfoques dominantes desde sus orígenes
hasta hoy.

El reinado funcionalista
Recogiendo la herencia de Durkheim, fue Parsons quien primero codificó una visión de
la escuela que ha venido siendo conocida como la visión funcionalista o estructural-
funcionalista. Extensiones de la misma fueron y son la teoría del capital humano (Schultz)
y la teoría técnico funcionalista de la modernización (Davis y Moore, Inkeles).

El funcionalismo considera a la educación, doblemente, como un mecanismo de
distribución y asignación de las posiciones sociales y como un proceso de producción que
modifica a los individuos. En ambas "funciones", su visión es básicamente apologética: la
escuela hace lo que tiene que hacer y lo hace bien.

Como mecanismo de distribución, selecciona a los individuos, certifica sus capacidades
--sean naturales o adquiridas, cognitivas o no cognitivas-- y estas certificaciones hacen
que luego cada cual ocupe un puesto u otro (un rol y el status asociado) en la estructura
ocupacional. Tanto la sociología liberal bienintencionada o crítica como la radical se
movieron durante mucho tiempo dentro de estas coordenadas, preguntándose si,
efectivamente, la escuela trataba a todos por igual o si debían introducirse correcciones y
medidas compensatorias, por un lado, y si el éxito escolar garantizaba efectivamente o no
el éxito social, por otro. El marco teórico estaba dado, y el terreno de la discusión lo
constituían multitud de estudios sobre la realidad o irrealidad de la igualdad de
oportunidades en la escuela y el empleo.

Como proceso de producción, el funcionalismo atribuía a la escuela la facultad de
modificar la conducta y las disposiciones de los alumnos (Parsons, Dreeben, Inkeles).
Este era, sin duda, el lado más brillante del análisis funcionalista, pero también fue el más
ignorado por sus críticos, que preferían seguir considerando la escolarización, sin más,
como un bien en sí mismo y ocuparse tan sólo de su accesibilidad.

La triple reacción

El funcionalismo excluía de la escuela dos ideas básicas: el conflicto y la actividad
humana. La reacción contra lo primero se produjo en la forma de las llamadas teorías de
la reproducción (Bourdieu y Passeron, Baudelot y Establet) y de la correspondencia
(Bowles y Gintis). Para éstas, la función de la escuela no era simplemente integrar a los
individuos en una sociedad no problemática, sino reproducir las relaciones sociales de
producción, la división del trabajo, las clases sociales y la ideología dominante que
permitían a la sociedad capitalista organizarse y mantenerse como dominio de una
minoría sobre la mayoría.

La segunda reacción vino de la llamada sociología interaccionista o humanista que, frente
a la sola consideración de unas estructuras sociales anónimas, subrayó el papel de los
agentes del proceso educativo, profesores y alumnos. Su expresión más acabada fue la
llamada "nueva sociología de la educación" británica (Young, Keddie, Whitty, etc.)
La primera conducía más bien a un discurso paralizante que, impresionado por la eficacia
de las estructuras en su reproducción, no dejaba espacio para el cambio, la libertad o la
acción individual. Paradójicamente, su acerba crítica conducía a llamamientos en favor de
una transformación que difícilmente podrían encontrar eco si la institución era tan eficaz.

Lógicamente, esta visión se extendió rápidamente entre los sociólogos pero encontró
poco eco entre los enseñantes, a los que no podía aportar sino una capacidad autocrítica
que sólo podía traducirse en angustia. La segunda empujaba, por el contrario, a un
discurso voluntarista que ignoraba las constricciones externas e internas que condicionan
la interacción pedagógica. Las escuelas eran vistas como espacios aislados en los que
todo era posible, pero, al no ser cierto lo primero, tampoco resultó serlo lo segundo. Como
era de esperar, esta visión se abrió paso entre los especialistas en didáctica y estudios
curriculares, pero no entre los sociólogos.

La tercera reacción fue la credencialista (Collins, Thurow). Para esta corriente, de
inspiración weberiana, la escuela era simplemente un lugar donde adquirir títulos que
luego serían utilizados por los individuos y los grupos como un instrumento legítimo --es
decir, aceptado—en la pugna por ventajas relativas en la vida adulta, especialmente en la
esfera ocupacional. Aquí la escuela era considerada como una simple "caja negra" cuyo
interior carecía de interés analizar.

El credencialismo, pues, considera a la escuela, exclusivamente, como un mecanismo de
distribución. No obstante, tuvo y tiene la virtud de señalar que la sociedad no se divide
simplemente en grandes clases sociales, sino en multitud de pequeños y grandes
colectivos que pugnan entre sí, a lo que deben añadirse las pugnas interindividuales, y
que la educación es un instrumento en esta lucha de todos contra todos.

El doble ajuste

A pesar de sus limitaciones, estas críticas no cayeron en saco roto, y las tres corrientes
citadas en el apartado anterior se han beneficiado, cada una de ellas, de lo aportado por
las otras. No importa si los mismos autores han rectificado y sofisticado sus posiciones o
lo han hecho otros en su lugar. El caso es que se ha tratado de integrar en un único
cuerpo teórico estructura social y actividad humana, reproducción y contradicción.

Desde las teorías de la reproducción, que integraban el conflicto pero en forma tal que
una de las partes jugaba un papel enteramente pasivo, se ha pasado a analizar la
educación como escenario de las contradicciones sociales, particularmente las debidas a
la lógica distinta del Estado --de cuya esfera forma parte la educación, aunque sea
privada-- y la economía -- para la cual prepara-- (Bowles y Gintis, Levin y Carnoy) y a las
contradcciones internas de cada una de estas esferas (Enguita).

Así, los conflictos en el campo de la educación serían el producto del enfrentamiento
entre la dinámica democrática del Estado y la dinámica autoritaria o totalitaria de la
economía, o de ambas lógicas en cada una de estas esferas: la fundamentación
democrática del Estado frente a su organización centralizada y autoritaria, y la lógica
democrática del mercadofrente a la totalitaria de la producción en la esfera de la
economía. Así se restablece el carácter recíproco del conflicto sin renunciar a buscar sus
orígenes en la estructura social.

Desde las teorías interaccionistas, o más bien desde la etnografía y los llamados estudios
culturales, se mantiene la idea básica de poner en el centro del análisis la actividad de los
sujetos, su capacidad de aceptar, resistir o mediar la dinámica estructural, pero buscando
la base de sus estrategias en sus vínculos con su cultura de clase o étnica y su género --
sexo--. Así han nacido las llamadas teorías de la resistencia, que devuelven a los
individuos su posición activa pero no ya en el vacío voluntarista sino en un marco de
constricciones y condicionamientos (Willis, Giroux, Apple).

En cuanto a las aportaciones del enfoque credencialista, su integración, que era imposible
desde perspectivas que negaban cualquier papel activo a los individuos --como la
funcionalista y las de la reproducción o la correspondencia-- o para las que carecía de
interés lo que ocurriera fuera de la escuela --como la interaccionista--, deja de ser
problemática una vez que se incorporan a la perspectiva estructural el conflicto y la
actividad humana, ya que el credencialismo nos habla precisamente de estrategias
individuales y grupales, o una vez que los análisis microsociológicos tienen en cuenta la
influencia de otras instituciones sobre la escuela y sus actores, ya que el credencialismo
supone una conducta finalista enfocada hacia el mercado de trabajo y las jerarquías
organizativas.

Todo esto no debe llevar a pensar que la sociología de la educación es ahora una balsa
de aceite en la que todo el mundo està de acuerdo. Las mismas polémicas citadas
continúan, se despliegan en una multiplicidad de debates parciales, paralelos o derivados.
Por otra parte, multitud de trabajos sociológicos discurren al margen de este debate o
tienen solamente relaciones implícitas con el mismo. Sin embargo, cabe decir que el
debate ha conducido a una visión más comprensiva y menos parcial de la problemática de
la escuela.

Los resultados de la investigación empírica

En este apartado quiero hacer una valoración muy general del tipo de conocimientos que
nos ha aportado la sociología de la educación. Sentiría que su título indujera al lector a
pensar que voy a resumir los resultados alcanzados: eso sería imposible, y quienquiera
conocerlos no tendrá más remedio que acudir directamente a las fuentes.
Lo que quiero señalar es otra cosa. En contra de la idea que a menudo se vende desde el
campo de la investigación profesional, no son los datos empíricos los que determinan las
teorías, sino más bien éstas las que sirven de base para decidir qué parte de la realidad
merece ser estudiada y en qué términos: esto es así en todas las ciencias, sean sociales
o naturales, humanas o exactas, aunque la impresionante parafernalia cuantitativa y de
laboratorio de las ciencias exactas y naturales lleve a menudo a olvidar el problema previo
de qué se investiga y por qué; a este respecto, lo único específico de las ciencias sociales
y humanas es que el problema es más evidente.

Esto no quiere decir que los datos empíricos sean meramente subsidiarios, pues las
polémicas se alimentan y se resuelven definitiva o provisionalmente, en gran parte,
gracias a ellos. Por otro lado, que la teoría determine la empiria no significa que aquélla
surja de la nada o de las cabezas puras de los científicos. Que una teoría pase de ser una
opción personal a orientar la actividad de un sector científico relevante, e incluso, hasta
cierto punto, que sea concebida, es algo que depende --limitándonos ahora al caso de las
ciencias sociales, aunque lo mismo podría decirse de las otras-- de los problemas a que
una sociedad se enfrenta y del grado en que las fuerzas sociales configuradas en torno a
ellos son capaces de sintetizar o destilar proyectos propios.

En el campo de la sociología de la educación, los lapsos temporales entre los distintos
enfoques, y el poder desigual de los colectivos sociales a los que representan, se han
traducido en un desarrollo desigual de distintos tipos de estudios. El reinado funcionalista
y su legado han traido consigo una gran cantidad de estudios sobre los factores del
rendimiento escolar y la relación entre los títulos escolares y las posiciones sociales que
los individuos ocupan, de manera que sin duda es de esto de lo que más sabemos.

Sabemos menos, en cambio, de la relación entre la educación y el trabajo, que fue puesta
en primer plano por las teorías de la reproducción y la correspondencia. Sabemos poco
sobre el funcionamiento interno de las escuelas y las actitudes de los agentes --
profesores y alumnos-- tema suscitado por la reacción interaccionista. Y no sabemos casi
nada sobre la articulación entre los mecanismos escolares y las estrategias de los
alumnos y las otras líneas de dominación, hasta ahora poco atendidas, que cruzan la
sociedad –las relaciones entre los géneros, los grupos étnicos, los grupos de edad-- o
sobre las mediaciones culturales de la línea más atendida --la explotación del trabajo
asalariado--. Hay numerosas y sugerentes investigaciones en todos estos campos, pero
no podemos decir todavía que la producción científica esté a la altura de la relevancia de
las preguntas planteadas. Es de esperar que la evolución del debate teórico traiga
consigo una evolución en consonancia de la investigación empírica.

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Lectura Hacia Donde Va La Sociologia De La Educacion

  • 1. ¿HACIA DONDE VA LA SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION? Mariano F. Enguita en F. Ortega, E. González, A. Guerrero y E. Sánchez, comps., Manual de sociología de la Educación, pp. 50-57, Madrid, Visor, 1989. La sociología de la educación, en su doble vertiente de especialización de una disciplina más amplia y de incorporación de una nueva perspectiva a un campo de interés preexistente, es algo comparativamente reciente. Mientras la pedagogía tiene ya una tradición secular y la psicología arranca de los comienzos de este siglo, la sociología de la educación solamente despega después de la Segunda Guerra Mundial en los países capitalistas avanzados, aunque pueda considerarse a Durkheim, cuyo mejor trabajo es de comienzos del siglo, como su padre fundador. Este despegue tardío tiene su base en que fue entonces cuando la lógica meritocrática de las sociedades occidentales se volvió del mercado a la escuela en busca de un mecanismo de selección y asignación de las posiciones sociales en una sociedad presuntamente abierta. La universalización de la escolarización, la prolongación del período obligatorio y, más en general, la expansión de los servicios públicos, la ideología del Estado del bienestar y la igualdad de oportunidades fueron formas de desactivar las contradicciones sociales y buscar un consenso básico frente a la polarización de la preguerra, la guerra y la postguerra. Aunque la producción sociológica en el campo de la educación se cuenta ya en muchas toneladas, no podemos aquí siquiera intentar una revisión general. Por ello nos limitaremos a tratar lo que han sido los enfoques dominantes desde sus orígenes hasta hoy. El reinado funcionalista Recogiendo la herencia de Durkheim, fue Parsons quien primero codificó una visión de la escuela que ha venido siendo conocida como la visión funcionalista o estructural- funcionalista. Extensiones de la misma fueron y son la teoría del capital humano (Schultz) y la teoría técnico funcionalista de la modernización (Davis y Moore, Inkeles). El funcionalismo considera a la educación, doblemente, como un mecanismo de distribución y asignación de las posiciones sociales y como un proceso de producción que modifica a los individuos. En ambas "funciones", su visión es básicamente apologética: la escuela hace lo que tiene que hacer y lo hace bien. Como mecanismo de distribución, selecciona a los individuos, certifica sus capacidades --sean naturales o adquiridas, cognitivas o no cognitivas-- y estas certificaciones hacen que luego cada cual ocupe un puesto u otro (un rol y el status asociado) en la estructura ocupacional. Tanto la sociología liberal bienintencionada o crítica como la radical se movieron durante mucho tiempo dentro de estas coordenadas, preguntándose si, efectivamente, la escuela trataba a todos por igual o si debían introducirse correcciones y medidas compensatorias, por un lado, y si el éxito escolar garantizaba efectivamente o no el éxito social, por otro. El marco teórico estaba dado, y el terreno de la discusión lo constituían multitud de estudios sobre la realidad o irrealidad de la igualdad de oportunidades en la escuela y el empleo. Como proceso de producción, el funcionalismo atribuía a la escuela la facultad de modificar la conducta y las disposiciones de los alumnos (Parsons, Dreeben, Inkeles).
  • 2. Este era, sin duda, el lado más brillante del análisis funcionalista, pero también fue el más ignorado por sus críticos, que preferían seguir considerando la escolarización, sin más, como un bien en sí mismo y ocuparse tan sólo de su accesibilidad. La triple reacción El funcionalismo excluía de la escuela dos ideas básicas: el conflicto y la actividad humana. La reacción contra lo primero se produjo en la forma de las llamadas teorías de la reproducción (Bourdieu y Passeron, Baudelot y Establet) y de la correspondencia (Bowles y Gintis). Para éstas, la función de la escuela no era simplemente integrar a los individuos en una sociedad no problemática, sino reproducir las relaciones sociales de producción, la división del trabajo, las clases sociales y la ideología dominante que permitían a la sociedad capitalista organizarse y mantenerse como dominio de una minoría sobre la mayoría. La segunda reacción vino de la llamada sociología interaccionista o humanista que, frente a la sola consideración de unas estructuras sociales anónimas, subrayó el papel de los agentes del proceso educativo, profesores y alumnos. Su expresión más acabada fue la llamada "nueva sociología de la educación" británica (Young, Keddie, Whitty, etc.) La primera conducía más bien a un discurso paralizante que, impresionado por la eficacia de las estructuras en su reproducción, no dejaba espacio para el cambio, la libertad o la acción individual. Paradójicamente, su acerba crítica conducía a llamamientos en favor de una transformación que difícilmente podrían encontrar eco si la institución era tan eficaz. Lógicamente, esta visión se extendió rápidamente entre los sociólogos pero encontró poco eco entre los enseñantes, a los que no podía aportar sino una capacidad autocrítica que sólo podía traducirse en angustia. La segunda empujaba, por el contrario, a un discurso voluntarista que ignoraba las constricciones externas e internas que condicionan la interacción pedagógica. Las escuelas eran vistas como espacios aislados en los que todo era posible, pero, al no ser cierto lo primero, tampoco resultó serlo lo segundo. Como era de esperar, esta visión se abrió paso entre los especialistas en didáctica y estudios curriculares, pero no entre los sociólogos. La tercera reacción fue la credencialista (Collins, Thurow). Para esta corriente, de inspiración weberiana, la escuela era simplemente un lugar donde adquirir títulos que luego serían utilizados por los individuos y los grupos como un instrumento legítimo --es decir, aceptado—en la pugna por ventajas relativas en la vida adulta, especialmente en la esfera ocupacional. Aquí la escuela era considerada como una simple "caja negra" cuyo interior carecía de interés analizar. El credencialismo, pues, considera a la escuela, exclusivamente, como un mecanismo de distribución. No obstante, tuvo y tiene la virtud de señalar que la sociedad no se divide simplemente en grandes clases sociales, sino en multitud de pequeños y grandes colectivos que pugnan entre sí, a lo que deben añadirse las pugnas interindividuales, y que la educación es un instrumento en esta lucha de todos contra todos. El doble ajuste A pesar de sus limitaciones, estas críticas no cayeron en saco roto, y las tres corrientes citadas en el apartado anterior se han beneficiado, cada una de ellas, de lo aportado por las otras. No importa si los mismos autores han rectificado y sofisticado sus posiciones o
  • 3. lo han hecho otros en su lugar. El caso es que se ha tratado de integrar en un único cuerpo teórico estructura social y actividad humana, reproducción y contradicción. Desde las teorías de la reproducción, que integraban el conflicto pero en forma tal que una de las partes jugaba un papel enteramente pasivo, se ha pasado a analizar la educación como escenario de las contradicciones sociales, particularmente las debidas a la lógica distinta del Estado --de cuya esfera forma parte la educación, aunque sea privada-- y la economía -- para la cual prepara-- (Bowles y Gintis, Levin y Carnoy) y a las contradcciones internas de cada una de estas esferas (Enguita). Así, los conflictos en el campo de la educación serían el producto del enfrentamiento entre la dinámica democrática del Estado y la dinámica autoritaria o totalitaria de la economía, o de ambas lógicas en cada una de estas esferas: la fundamentación democrática del Estado frente a su organización centralizada y autoritaria, y la lógica democrática del mercadofrente a la totalitaria de la producción en la esfera de la economía. Así se restablece el carácter recíproco del conflicto sin renunciar a buscar sus orígenes en la estructura social. Desde las teorías interaccionistas, o más bien desde la etnografía y los llamados estudios culturales, se mantiene la idea básica de poner en el centro del análisis la actividad de los sujetos, su capacidad de aceptar, resistir o mediar la dinámica estructural, pero buscando la base de sus estrategias en sus vínculos con su cultura de clase o étnica y su género -- sexo--. Así han nacido las llamadas teorías de la resistencia, que devuelven a los individuos su posición activa pero no ya en el vacío voluntarista sino en un marco de constricciones y condicionamientos (Willis, Giroux, Apple). En cuanto a las aportaciones del enfoque credencialista, su integración, que era imposible desde perspectivas que negaban cualquier papel activo a los individuos --como la funcionalista y las de la reproducción o la correspondencia-- o para las que carecía de interés lo que ocurriera fuera de la escuela --como la interaccionista--, deja de ser problemática una vez que se incorporan a la perspectiva estructural el conflicto y la actividad humana, ya que el credencialismo nos habla precisamente de estrategias individuales y grupales, o una vez que los análisis microsociológicos tienen en cuenta la influencia de otras instituciones sobre la escuela y sus actores, ya que el credencialismo supone una conducta finalista enfocada hacia el mercado de trabajo y las jerarquías organizativas. Todo esto no debe llevar a pensar que la sociología de la educación es ahora una balsa de aceite en la que todo el mundo està de acuerdo. Las mismas polémicas citadas continúan, se despliegan en una multiplicidad de debates parciales, paralelos o derivados. Por otra parte, multitud de trabajos sociológicos discurren al margen de este debate o tienen solamente relaciones implícitas con el mismo. Sin embargo, cabe decir que el debate ha conducido a una visión más comprensiva y menos parcial de la problemática de la escuela. Los resultados de la investigación empírica En este apartado quiero hacer una valoración muy general del tipo de conocimientos que nos ha aportado la sociología de la educación. Sentiría que su título indujera al lector a pensar que voy a resumir los resultados alcanzados: eso sería imposible, y quienquiera conocerlos no tendrá más remedio que acudir directamente a las fuentes.
  • 4. Lo que quiero señalar es otra cosa. En contra de la idea que a menudo se vende desde el campo de la investigación profesional, no son los datos empíricos los que determinan las teorías, sino más bien éstas las que sirven de base para decidir qué parte de la realidad merece ser estudiada y en qué términos: esto es así en todas las ciencias, sean sociales o naturales, humanas o exactas, aunque la impresionante parafernalia cuantitativa y de laboratorio de las ciencias exactas y naturales lleve a menudo a olvidar el problema previo de qué se investiga y por qué; a este respecto, lo único específico de las ciencias sociales y humanas es que el problema es más evidente. Esto no quiere decir que los datos empíricos sean meramente subsidiarios, pues las polémicas se alimentan y se resuelven definitiva o provisionalmente, en gran parte, gracias a ellos. Por otro lado, que la teoría determine la empiria no significa que aquélla surja de la nada o de las cabezas puras de los científicos. Que una teoría pase de ser una opción personal a orientar la actividad de un sector científico relevante, e incluso, hasta cierto punto, que sea concebida, es algo que depende --limitándonos ahora al caso de las ciencias sociales, aunque lo mismo podría decirse de las otras-- de los problemas a que una sociedad se enfrenta y del grado en que las fuerzas sociales configuradas en torno a ellos son capaces de sintetizar o destilar proyectos propios. En el campo de la sociología de la educación, los lapsos temporales entre los distintos enfoques, y el poder desigual de los colectivos sociales a los que representan, se han traducido en un desarrollo desigual de distintos tipos de estudios. El reinado funcionalista y su legado han traido consigo una gran cantidad de estudios sobre los factores del rendimiento escolar y la relación entre los títulos escolares y las posiciones sociales que los individuos ocupan, de manera que sin duda es de esto de lo que más sabemos. Sabemos menos, en cambio, de la relación entre la educación y el trabajo, que fue puesta en primer plano por las teorías de la reproducción y la correspondencia. Sabemos poco sobre el funcionamiento interno de las escuelas y las actitudes de los agentes -- profesores y alumnos-- tema suscitado por la reacción interaccionista. Y no sabemos casi nada sobre la articulación entre los mecanismos escolares y las estrategias de los alumnos y las otras líneas de dominación, hasta ahora poco atendidas, que cruzan la sociedad –las relaciones entre los géneros, los grupos étnicos, los grupos de edad-- o sobre las mediaciones culturales de la línea más atendida --la explotación del trabajo asalariado--. Hay numerosas y sugerentes investigaciones en todos estos campos, pero no podemos decir todavía que la producción científica esté a la altura de la relevancia de las preguntas planteadas. Es de esperar que la evolución del debate teórico traiga consigo una evolución en consonancia de la investigación empírica.