El documento presenta una introducción a la espiritualidad agustiniana. Explica que el carisma agustiniano se centra en el amor incondicional a Dios que une a las personas en comunidad. También describe algunos aspectos clave de la espiritualidad de san Agustín como la búsqueda innata del ser humano de Dios, la importancia de la interioridad y trascendencia, la sociabilidad y fraternidad, y la doctrina del amor ordenado que subordina todos los amores a Dios.
2. Constituciones OAR 6
El carisma agustiniano se resume en el amor a Dios
sin condición, que une las almas y los corazones en
convivencia comunitaria de hermanos, y que se
difunde hacia todos los hombres para ganarlos y
unirlos en Cristo dentro de su Iglesia.
3. Constituciones OAR 6
El espíritu de la primitiva legislación se expresa en la definición 5ª del
capítulo de Toledo: «Porque hay entre nosotros, o al menos puede
haber, algunos tan amantes de la perfección monástica que desean
seguir un plan de vida más austero, cuyo legítimo deseo debemos
favorecer para no poner obstáculos a la obra del Espíritu Santo…,
determinamos que en esta nuestra provincia se señalen o se funden de
nuevo tres o más monasterios de varones…, en los que se practique
una forma de vida más estricta»
4. Noción de Espiritualidad
Una Espiritualidad es una forma concreta, movida por el Espíritu,
de vivir el evangelio.
Una manera precisa de vivir «ante el Señor» en solidaridad con
todos los hombres, «con el Señor» y ante los hombres.
Ella surge de una experiencia espiritual intensa, que luego es
tematizada y testimoniada.
5. Noción de Espiritualidad
Una espiritualidad significa una reordenación de los grandes ejes
de la vida cristiana en función del contexto histórico.
Lo nuevo está en la síntesis que opera, en provocar la
profundización de ciertos temas, en hacer saltar a la superficie
aspectos desconocidos u olvidados, y, sobre todo, en la forma
como todo eso es hecho vida, oración, compromiso, gesto.
(Gustavo Gutierrez)
6. Dificultades para aproximarnos a la
espiritualidad en san Agustín:
1. La complejidad de la propia noción de espiritualidad, que hace referencia a la
concreta experiencia de vida de una persona, pero también a su propia visión y
comprensión del hombre y de la historia.
2. El carácter progresivo de la experiencia religiosa y de la reflexión de san
Agustín, que exigen una especial atención a los aspectos evolutivos, para evitar
superposiciones que no respeten la historia.
3. La extraordinaria riqueza de su pensamiento, que con sus amplísimos campos
hace extremadamente difícil cualquier intento de elaborar una síntesis unitaria y
completa, por hallarse diseminada en muchos libros, cartas y sermones.
7. Plan de trabajo
El proyecto de Dios
El ser humano busca a Dios y necesita de Dios
Interioridad y trascendencia
La sociabilidad – fraternidad
Corporeidad
La doctrina del amor ordenado
El ser humano y el mundo
El ser humano y el pecado
La unidad en Cristo
La comunión por el Espíritu Santo
La comunión de la Iglesia
8. El proyecto de Dios
San Agustín interpreta el proyecto de Dios sobre la historia de
los hombres: reconducir la multiplicidad de las criaturas a la
unidad.
El resultado final de este proyecto será la celestial Ciudad de
Dios, la sociedad perfectamente ordenada y concorde para
gozar de Dios y gozar todos juntos en Dios.
9. El proyecto de Dios
Esa misma voluntad se manifiesta en la misma naturaleza
humana, creada, no encerrada en sí misma, sino inclinada a
abrirse y a vivir en relación con los demás.
Los seres humanos, dotados de razón y de voluntad, son por
naturaleza capaces de conocer y de amar a Dios.
10. El ser humano busca a Dios y necesita
de Dios
Por naturaleza los seres humanos están
inclinados a comunicarse, a entablar amistad y a
vivir en paz entre ellos.
Están llamados por naturaleza a establecer
relaciones con las demás criaturas del mundo.
11. El ser humano busca a Dios y necesita
de Dios
La relación que mejor define a la naturaleza humana es
la que mantiene con Dios.
Por su inteligencia y voluntad, el hombre es capaz de
participar de la naturaleza de Dios
Esta es la explicación, ofrecida por san Agustín, de la
afirmación bíblica de que el hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios.
12. Interioridad y trascendencia
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en ti» (Conf. 1.1.1)
«El cuerpo, por su propio peso, tiende a su lugar. El peso no sólo
impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa. El fuego tira hacia
arriba, la piedra hacia abajo. Cada uno es movido por su peso, y
tiende a su lugar (..). Las cosas menos ordenadas se hallan
inquietas: ordénanse y descansan. Mi peso es mi amor; él me lleva
doquiera soy llevado» (Conf. 13, 9, 10)
13. Interioridad y trascendencia
El ser humano encuentra el lugar de su paz y de su reposo, es decir,
de su plena realización, no en sí mismo sino fuera de sí, en Otro
absolutamente transcendente, que es Dios, el Uno, fuente de la
unidad para cada uno de los hombres y para toda la sociedad
Sobre la llamada originaria del hombre a la unión con Dios ha
advertido algunos signos en su naturaleza entre ellos el deseo
universal de la felicidad, que no puede ser saciado de modo pleno y
verdadero sino por un bien eterno e inmutable, que es Dios
14. Interioridad y trascendencia
Creado en la sublime dignidad de poder participar de Dios, tiene
absoluta necesidad de Dios para realizarse
Si el proyecto de Dios sobre la historia es el de reconducir a la unidad
a las muchas criaturas, el primer deber del hombre es el de ponerse
en la presencia de Dios, y permanecer siempre unidos a él en la
morada interior del corazón.
La interioridad es la condición indispensable para que cada uno
pueda vivir en comunión con Dios, y en él, Creador de todo,
encontrarse con todas las demás criaturas (Conf 2,1,1)
15. La sociabilidad - fraternidad
El ser humano así como es llamado a vivir en
referencia a Dios, así también es llamado a vivir
con sus semejantes.
Y como no puede prescindir de la ayuda de Dios
si quiere realizarse, así también, si quiere
realizarse y ser feliz, tiene necesidad de la
amistad y de la ayuda de sus semejantes.
16. La sociabilidad - fraternidad
Signos de la índole social de la naturaleza humana son:
1. la fuerza innata de la amistad.
2. la necesidad de comunicarse.
3. el deseo de la paz.
Sobre la sinceridad de la amistad basta con recordar las
palabras que leemos en la Carta 130 (a Proba):
17. La sociabilidad - fraternidad
«Cuando nos angustia la pobreza, el luto nos entristece, el
dolor corporal nos intranquiliza, nos acongoja el destierro, o
cualquier otra calamidad nos angustia, hay hombres buenos
que no sólo saben alegrarse con los que se alegran (Rm 12,
15) sino también llorar con los que lloran (Ibid.), y saben
hablar y conversar amablemente. De esa manera se
suavizan las penalidades, se alivian las cargas, se pueden
superar las adversidades (...). (Carta 130, 2,4)
18. La sociabilidad - fraternidad
Por el contrario, cuando sobreabundan las riquezas y no se conoce la
orfandad, si se goza de salud en el cuerpo, si habitamos en una
patria exenta de calamidades, pero convivimos también con hombres
malos, entre los que no hay nadie del que pueda uno fiarse, de
quienes se temen y soportan el dolo, el fraude, la cólera, las
discordias y las insidias, ¿no es verdad que todos aquellos bienes se
convertirían en amargos e insoportables, no hallando en ellos ni
alegría ni dulzura? Así, en todo lo humano, no hay nada amable para
el hombre sin un hombre amigo» ?”. (Carta 130, 2,4)
19. La sociabilidad - fraternidad
Sin embargo el ser humano con demasiada frecuencia se
vuelve más feroz con sus semejantes que cualquier otro
animal, y para seguir sus propios intereses y dominar a los
demás no duda en encender las guerras más crueles.
Esto ocurre cuando en las relaciones con los demás
prevalece el desordenado amor de sí mismo sobre el amor
de Dios, es decir, cuando falta o es muy pobre la relación
íntima con Dios:
20. La sociabilidad - fraternidad
«No se puede fundar ni se puede mantener la ciudad
perfecta sino sobre el fundamento y el vínculo de la fe y
de una firme concordia, que se da cuando se ama el bien
común, sumo y sumamente verdadero, que es Dios, y
cuando en él se aman sinceramente los hombres entre sí,
es decir, cuando se aman por aquel a quien no pueden
ocultar con qué intenciones se aman» (Carta 137,17)
21. La sociabilidad - fraternidad
La dimensión religiosa no se opone a la dimensión social: es su fundamento y
garantía.
La paz y la concordia entre los hombres son el resultado de su relación con
Dios, y la sociedad humana vivirá en perfecta concordia cuando las voluntades
de los hombres estén unidas definitivamente en el amor al único e inmutable
Bien común, que de muchos hace un solo hombre, así como a Cristo y a su
Iglesia. (Cfr. Ep. 84, 1).
En resumen, así como Dios es la fuente de la unidad en cada una de las almas,
así es también la fuente de la unidad entre muchas almas.
22. Corporeidad
«Quienes afirman que preferirían desprenderse de su cuerpo se
engañan por completo, pues no es su propio cuerpo lo que odian sino
sus corrupciones y su pesadez. No es que no quieran tener un
cuerpo, sino que desearían que su cuerpo fuera incorruptible y ligero,
pero no advierten que un cuerpo así no sería cuerpo sino alma» (De
doc. christ. 1, 24, 24).
No es sólo que el cuerpo es absolutamente bueno; es natural y
lícito también el amor que cada hombre tiene por su cuerpo.
23. Corporeidad
«No hubo necesidad de obligar a cada cual a amar
su propio cuerpo, dado que por ley inviolable de la
naturaleza amamos lo que somos y lo que está bajo
nosotros, porque nos pertenece; de esa misma
manera se aman a sí mismos y a sus cuerpos los
animales» (De doc. Christ 1,26, 27).
24. Corporeidad
El amor natural por uno mismo se manifiesta en el instinto de
autoconservación, para la defensa de la propia vida, de la salud y de
la integridad física, así como en el instinto sexual (Cfr. doc. Christ. 1,
25, 26; 27, 28).
Igualmente, son naturales y lícitas las actividades físicas con las que
se provee a estas exigencias, y las actividades de los sentidos, que
tienen la función de hacerlas posibles, distinguiendo las cosas útiles a
la salud para buscarlas y las nocivas para evitarlas (Cfr. C. lul. 4, 14,
65.)
25. Corporeidad
Resumiendo, el cuerpo no tiene nada de malo, y en todo lo que
el hombre hace para proveer a las necesidades de la salud del
cuerpo o en orden a la conservación de la especie, no comete
culpa alguna, aunque a estas actividades acompañe el placer
sensible.
Son muchos los autores, sobre todo entre los moralistas, que
continúan pensando y escribiendo que san Agustín condena el
placer corpóreo a la manera de los platónicos y los maniqueos.
26. Corporeidad
Para desmentir esta opinión:
«El Señor no te ha dado un placer inmoderado, sino cual es
suficiente para el sustento y la salud de la naturaleza. Por tanto,
quien se da a una voracidad desmedida sigue su propio vicio y
no aquel placer que le dio el Señor (...). Pero cuando uno no
satisface sino aquel placer moderado y natural que el Señor le
dio, su corazón no se agobia ya con la gula, la embriaguez o los
cuidados del siglo» (C. Adim. 14, 1).
27. Corporeidad
Puesto que son buenas todas las cosas creadas por Dios,
desde la criatura racional hasta el cuerpo más pequeño, el
alma racional se comportará bien si guarda en ellas su
orden, y si al distinguirlas, elegirlas y apreciarlas, subordina
las más pequeñas a las mayores, las corporales a las
espirituales, las inferiores a las superiores, y las temporales
a las eternas (Ep. 140, 2, 4).
28. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Esta doctrina permite a san Agustín referir a Dios toda la actividad del hombre, sin
anular ninguna tendencia verdaderamente natural, sino subordinándolas todas al
amor a Dios (Cfr. De doc. christ. 1, 25, 26-27, 28).
Dudar de que el hombre se ama a sí mismo y que desea su bien, es propio de un falto
de juicio. Sin embargo, se ha de prescribir el modo de amarse a sí mismo, es decir,
cómo se ame con provecho. También se ha de establecer la norma de amar a su
cuerpo para que mire por él con prudencia y con orden. Porque es cierto que ama a
su cuerpo y que desea conservarlo sano y entero. Pero también alguno puede amar
alguna cosa más que la salud y la integridad de su cuerpo. (De doc. christ. 1,25, 26).
29. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
De muchos se dice que voluntariamente padecieron dolores y soportaron la
amputación de sus miembros para conseguir otras cosas que amaron con
amor más intenso. Mas por esto no se ha de decir que algún hombre no ame
la salud y la integridad de su cuerpo, porque ame más alguna otra cosa. El
avaro, aunque ame el dinero, sin embargo, lo emplea para comprar pan;
cuando lo hace, lo gasta, a pesar de que desea aumentarlo y del amor que le
tiene; pero es porque estima en más la salud de su cuerpo que con aquel
pan se sustenta. Es, pues, superfluo disputar por más tiempo de asunto tan
manifiesto; no obstante, muchas veces el error de algunos impíos nos obliga
a tratarlo (De doc. christ. 1,25, 26).
30. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Los placeres corpóreos no son condenados en sí mismos, sino
sólo en cuanto ligan al hombre a la tierra de tal manera que
impiden deseos mejores:
«Si sobreabundan los placeres, no pongas en ellos tu corazón, para
que no muera corrompiéndose en ellos, sino que se mantenga en
alto para vivir» (Ep. 130, 3, 8).
El amor no es una abstracción. Tiene siempre un término al cual va
dirigido: por el amor amamos personas o cosas.
31. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Por la diversidad de objeto y la motivación que lo anima
divide san Agustín el amor en caritas y cupiditas, caridad
y codicia, y los define así:
«Llamo caridad al movimiento del ánimo que tiende a gozar
de Dios por sí mismo, y de sí mismo y del prójimo por Dios»
(De doc. christ. 3, 10, 16).
32. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Con la actitud desinteresada de la caridad contrasta san
Agustín el egoísmo de la codicia:
«Llamo codicia al movimiento del ánimo orientado a
disfrutar (frui) de sí mismo, del prójimo y de todo bien
sensible excluyendo a Dios»
33. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Conocida es la tesis agustiniana de que dos amores luchan por la posesión del
corazón humano: el amor de Dios y el amor del mundo.
En toda tentación que el ser humano experimenta se libra una batalla entre dos
amores: el amor de Dios y el amor del mundo.
El amo que prevalece arrastra al hombre tras de sí, como por un «peso
interior», porque así como no caminamos hacia Dios con los pies del cuerpo,
observa san Agustín sino con los afectos del alma, así no nos hacemos
prisioneros de la tierra por cadenas de hierro sino por el amor contrario.
34. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
La gracia de la deleitación victoriosa no se ejerce tiránicamente, sino
que nos llama, nos atrae, nos invita.
La teoría de la atracción de la gracia explica el dinamismo del
espíritu; pone de relieve la primacía del amor, que es una nota
característica del sistema de la espiritualidad agustiniana.
El amor es la base de todas las virtudes, siendo éstas una mera
modulación del amor (Cfr De mor. eccl. cat. 1, 15,25)
35. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Ha definido la virtud como ordo amoris, el orden del amor.
Por ser un amor ordenado, la caridad no pierde jamás de vista la
referencia a Dios, bondad suma, de quien todos los bienes son
una participación.
«Tanto más nos complaceremos en obrar bien cuanto más
amemos a Dios bien sumo y principio de todos los bienes» (C. ep.
pelag. 2, 9,21.)
36. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
Para que el amor sea ordenado, debe corresponder al orden objetivo
de las cosas.
Hay que amar más lo que vale más, menos lo que vale menos.
Amar como fin, como objeto de complacencia, fruición (frui) y gozo,
amar total y plenamente aquello que constituye el fin.
Amar como medio (uti) y por tanto no plenamente, sino con cierta
medida, aquello que tan solo constituye un medio para el fin (Cfr De
doc. christ, 1, 27, 28).
37. La doctrina del amor ordenado
(dilectio ordinata u ordo amoris)
El valor de las cosas se mide por su relación con
nuestro último fin.
Hemos de amar las cosas temporales en cuanto nos
sirven de medios e instrumentos para la contemplación
de la eternas.
Para san Agustín el camino de la perfección es el
camino de la caridad.
38. El ser humano y el mundo
La actitud de san Agustín, en relación al mundo físico,
puede aparecer como muy lejana a la sensibilidad del
hombre de hoy.
No considera este mundo como la casa definitiva del
hombre, sino sólo como un lugar de paso, y un lugar de
destierro.
La patria verdadera del hombre es Dios. La vida sobre
la tierra no es sino una peregrinación.
39. El ser humano y el mundo
El propio hombre no es sino un desterrado y un
peregrino, que no se debe entretener con las cosas de
este mundo.
El mundo es indispensable para conocer a Dios, «para
que por medio de las cosas creadas contemplemos sus
perfecciones invisibles, es decir, para que por medio de
las cosas corporales y temporales alcancemos las eternas
y espirituales» (De doc. christ. 1 4, 4).
40. El ser humano y el mundo
El mundo y las cosas existentes en él son vestigios y señales
con los que Dios habla a los hombres (Cfr. De lib. arb. 2,
16,41)
Adondequiera que te vuelvas, te habla mediante ciertos
vestigios que ella (la Sabiduría) ha impreso en todas sus obras,
y cuando te tornas a las cosas exteriores, te vuelve ella a
llamar al interior mediante las mismas bellezas de las cosas
exteriores… (De lib. arb. 16, 41)
41. El ser humano y el mundo
… Así te darás cuenta de que todo cuanto hay de agradable en
los cuerpos y cuanto te cautiva mediante los sentidos externos,
es un efecto de los números, e investigarás cuál sea su origen,
entrarás otra vez dentro de ti mismo y entenderás que todo
esto que llega a tu alma por los sentidos corporales no podrías
aprobarlo o desaprobarlo si no tuvieras dentro de ti mismo
ciertas normas de belleza, que aplicas a todo cuanto en el
mundo exterior te parece bello… (De lib. arb. 16, 41)
42. El ser humano y el mundo
Por lo tanto, no los podemos esquivar ni evitar como un
obstáculo para la visión y la posesión de Dios.
Todas las criaturas, con su propia belleza, son un
peldaño indispensable para elevamos hasta él, a
condición de que haya quien las sepa interpretar y no se
detenga aferrándose a ellas con el afecto. Las criaturas
corpóreas, en efecto, con su belleza hablan a todos de
Dios (Cfr. De nat. boni 3)
43. El ser humano y el mundo
Todas las cosas son tanto mejores cuanto son más mensuradas,
hermosas y ordenadas, y tanto menos bien encierran cuanto son
menos mensuradas, hermosas y ordenadas. Estas tres cosas,
pues: la medida, la forma y el orden —y paso en silencio otros
innumerables bienes que se reducen a éstos—, estas tres cosas,
repito, o sea: la medida, la belleza y el orden, son como bienes
generales, que se encuentran en todos los seres creados por
Dios, lo mismo en los espirituales que en los corporales. (De nat.
boni 3)
44. El ser humano y el mundo
Pero no todos saben escuchar su voz, porque se hacen esclavos de
las cosas, adhiriéndose a ellas de corazón, y como tales esclavos no
se hallan en situación de poder juzgar sobre ellas (Cfr. Conf. 10, 6,
10).
Todos estos bienes terrenales, necesarios para la vida humana, son
dones de Dios y se los debemos pedir a él cuando los necesitamos
(Cfr. In ps 62, 14).
Son en verdad bienes con los que Dios nos consuela durante nuestra
peregrinación terrena, y debemos darle gracias por ellos (Cfr. In ps
66, 3).
45. El ser humano y el mundo
Esto no significa que los debamos esperar del cielo sin
hacer nada. La divina providencia dispensa sus dones
por medio de la fecundidad de la naturaleza, pero
también por la laboriosidad de los hombres, que han
sido llamados a ser instrumentos de la providencia para
su bien propio y el de los demás. (Cfr. De g. ad lit, 8, 9,
17)
46. El ser humano y el mundo
Se extiende la mirada del pensamiento sobre todo el
mundo como sobre un inmenso bosque de cosas, y se
descubre en él la doble acción de la divina providencia, la
cual en parte es natural y en parte voluntaria. La natural
aparece en la oculta administración de Dios, por la que da
el incremento a los árboles y a las hierbas; la voluntaria,
en las obras de los ángeles y de los hombres. (De g. ad lit.
8, 9, 1-18)
47. El ser humano y el mundo
Conforme a la primera, se ordenan las cosas celestes en
lo más alto y las terrestres en lo más bajo; brillan los
luminares y las estrellas; se suceden los cambios del día y
de la noche; la tierra firme es regada y rodeada por las
aguas, se difunde el aire en las alturas; los árboles y los
animales conciben, crecen, se envejecen y mueren, y todo
lo demás que se obra en las cosas por un interno y natural
movimiento. (De g. ad lit. 8, 9, 1-18)
48. El ser humano y el mundo
Conforme a la segunda, se conocen los sucesos; se
enseña y se aprende; se cultivan los campos; se
gobiernan las sociedades; se ejercen las artes y se
ejecutan todas las demás cosas que se operan, ya sea en
la sociedad celeste o en la terrestre y mortal, en la que por
medio de los malos, ignorándolo ellos, se concurre al bien
de los buenos. (De g. ad lit. 8, 9, 1-18)
49. El ser humano y el mundo
También en el mismo hombre se encuentra esta doble acción
de la divina providencia. Primero, ejerce la natural, en cuanto al
cuerpo, mediante aquel movimiento por el que se forma, crece
y envejece; la voluntaria, cuando mira por el bien de él,
mediante la comida, el vestido y la conservación. En segundo
lugar, se encuentra igualmente esta doble acción en cuanto al
alma, obrando la natural para que viva y sienta, y la voluntaria,
para que entienda y quiera. (De g. ad lit. 8, 9, 1-18)
50. El ser humano y el pecado
En la condición originaria, el hombre no experimentaba ninguna
lucha interior y vivía en paz consigo mismo y con el resto de las
criaturas.
Gozaba sobre todo de una gran familiaridad con Dios, que le hablaba
interiormente, revelándole la verdad: «Antes del pecado (....), Dios
regaba el alma con una fuente interior, hablando a su entendimiento,
de manera que no necesitaba recibir sus palabras exteriormente,
como si fuera la lluvia de las nubes citadas anteriormente, sino que
se saciaba en su propia fuente, es decir, con la verdad que brotaba
de su interior » (De g.c. man, 2,4, 5).
51. El ser humano y el pecado
Esta condición de interioridad, en la que Dios había creado
bondadosamente al hombre en su origen, para facilitarle la consecución
del fin de la creación, la perdió debido a la soberbia. Cfr. De g.c. man, 2,
5,6
Mas una fuente, dice, brotaba de la tierra y regaba toda la superficie de ella
(Gn 2, 6). Es evidente que se trata de la tierra de la cual se dijo: tú eres mi
esperanza, y porción mía en la tierra de los vivientes (Sal 141, 6). Mas
cuando el alma era regada con el agua de aquella fuente, aún no había
arrojado de su alma por la soberbia las cosas íntimas y de más preciado
valor, la gracia de Dios, porque lo primero que lleva consigo la soberbia del
hombre es apartarle de Dios (Si 10, 12); (De g. c. man. 2, 5, 6).
52. El ser humano y el pecado
… y porque comienza a no ser regada por la fuente interior
empieza también a hincharse exteriormente por la soberbia:
con razón es mofado el hombre y se le dice por aquellas
palabras proféticas de qué se ensoberbece la tierra y ceniza,
ya que en su vida arrojó las cosas más caras e íntimas (cfr.
Si 10, 9) 24, ¿Qué otra cosa es la soberbia sino abandonar el
interior de la conciencia y querer aparentar exteriormente lo
que uno no es? (De g. c. man. 2, 5, 6).
53. El ser humano y el pecado
Con el pecado Adán huyó de la presencia de Dios y cayó en la
sombra perdiendo la condición de familiaridad de la que gozaba, y
todos los otros dones que la acompañaban, arrastrándolo no sólo a
la mortalidad, sino también a los vicios de la ignorancia y la
infirmitas (debilidad moral).
Desde entonces, conocer la verdad ha resultado difícil, mientras
que es fácil el error; aún más difícil es realizar el bien, debido a una
voluntad enfermiza y proclive a darse a los bienes exteriores,
corporales y temporales, y no a los interiores y eternos.
54. El ser humano y el pecado
Los mismos apetitos naturales (el deseo de vivir, de conocer
y de obrar en libertad) quedaron desde entonces
desordenados y convertidos en los vicios de la cupido o
voluptas, la curiositas y la superbia (De la verdadera religión
70)
Alejándose de Dios por la soberbia, Adán y con él todos sus
descendientes experimentan la distentio animi, la dispersión
y la división interior y social (Cfr. Conf. 11, 29, 39).
55. El ser humano y el pecado
En la condición posterior al pecado, singularmente y como
totalidad, los hombres están llamados a pasar
progresivamente, y con la ayuda de Dios, de la condición de
exterioridad y carnalidad, en la que obligadamente nacen, a
la condición de perfecta interioridad y espiritualidad.
Sólo en esta condición podrán vivir unidos a Dios y gozar así
de la unidad y de la paz a nivel personal y social. (Cfr. De v.
rel. 26, 48-49)
56. El ser humano y el pecado
Muchos siguen íntegramente, desde la cuna hasta el sepulcro,
este género de vida del hombre, a quien acabamos de describir,
viejo, exterior y terreno, ora guarde alguna clase de moderación
que le es propia, ora vaya más allá de lo que exige una justicia
servil. En algunos, si bien comienzan necesariamente por ese
género de vida, se produce un segundo nacimiento, y eliminan y
acaban todas sus etapas con el vigor espiritual y el crecimiento
en la sabiduría, sometiéndolas a leyes divinas hasta la total
renovación después de la muerte. (De v. rel. 26, 49).
57. El ser humano y el pecado
Éste se llama el hombre nuevo, el interior y celestial, que tiene también,
a su manera, algunas edades espirituales, que no se cuentan por años,
sino por los progresos que el espíritu realiza.
La primera se amamanta en el regazo de la provechosa historia, que
nutre con sus ejemplos.
En la segunda, olvidándose de lo humano, se encamina a lo divino y,
saltando del regazo de la autoridad de los hombres, se esfuerza con
la razón para cumplir la ley soberana y eterna. (De v. rel. 26, 49).
58. El ser humano y el pecado
En la tercera, más afianzada y dominadora del apetito sensual con
la robustez de la razón, disfruta interiormente de cierto goce
conyugal, porque se espiritualiza la porción inferior y se abraza la
pudorosa continencia, amando por sí misma la rectitud del vivir y
aborreciendo el mal, aunque todos lo consintieran.
En la cuarta, todo lo anterior se asegura y ordena, y luce el decoro
del varón perfecto, fuerte y dispuesto para todas las persecuciones
y para sostener y quebrar en sí todas las tempestades y marejadas
de este mundo. (De v. rel. 26, 49).
59. El ser humano y el pecado
La quinta es apacible y tranquila de todo punto, y se solaza en las
riquezas y abundancia del reino inalterable de la soberana e
inefable sabiduría.
La sexta trae la transformación completa en la vida eterna y, con el
total olvido de lo temporal, el tránsito a la forma perfecta, que fue
hecha a imagen y semejanza de Dios.
La séptima es el descanso eterno y la bienaventuranza perpetua,
que ya no admite edades. Pues como el fin del hombre viejo es la
muerte, el del nuevo es la vida eterna. Pues aquél es el hombre del
pecado, éste el de la justicia (De v. rel. 26, 49).
60. El ser humano y el pecado
La fe cristiana consiste propiamente en la suerte de dos
hombres, Adán y Cristo:
«Por uno, todos hemos sido precipitados a la muerte, por
el otro hemos sido liberados para la vida; el primero causó
nuestra ruina en sí mismo, haciendo su propia voluntad en
lugar de la de su Creador, el otro nos ha salvado en sí
mismo, haciendo no su voluntad sino la del que lo había
enviado» (De gr. Chr. 2, 24, 28).
61. La unidad en Cristo
Cristo no es sólo el artífice de la unidad, el que congrega a los hijos de
Dios dispersos, sino que es además el centro mismo de la unidad
mediante la fuerza cohesiva del amor.
Comentando Jn 17, 20-22, observa san Agustín:
«Quiere que los suyos sean una sola cosa, pero en él; pues en sí mismos no
lo podrían ser, desunidos los unos de los otros por diversos placeres, deseos
e impurezas de pecados, de los cuales son purificados por el Mediador, para
ser una sola cosa en él, no sólo en cuanto a la naturaleza que, siendo
humana, será igualada a los ángeles, sino incluso por una misma voluntad
que aspira con una total concordia a la misma felicidad, fundida en cierto
modo en un solo espíritu por el fuego de la caridad… (De Trin. 4, 9; 10, 13)
62. La unidad en Cristo
... Es éste el sentido dela expresión que todos sean uno
como nosotros somos uno (Jn 17, 22): que así como el
Padre y el Hijo son uno no sólo en la igualdad de la sustancia
sino también en la voluntad, así también aquéllos, de los que
el Hijo es mediador ante Dios, son también uno no sólo por la
identidad de naturaleza sino también por la misma comunión
de amor (...). Esta es nuestra verdadera paz y nuestra firme
unión con nuestro Creador» (De Trin. 4, 9; 10, 13)
63. La comunión por el Espíritu Santo
«Por medio de aquello que es común al Padre y al Hijo, éstos han
querido que nosotros estemos unidos entre nosotros y con ellos, y
mediante este don congregaros en la unidad mediante el don que
ellos tienen en común, es decir, por el Espíritu Santo, Dios y don de
Dios» (Serm. 71, 12, 18).
Al Espíritu Santo compete, en efecto, «realizar la unión por la que
somos constituidos como el único cuerpo del único Hijo de Dios
(Serm. 71), ya que el Espíritu Santo es «la comunión misma
consustancial», el amor sustancial que une desde la eternidad al
Padre y al Hijo. (Cfr. De Trin. 6, 5,7).
64. La comunión por el Espíritu Santo
Es el Espíritu quien da vida y unifica los miembros mediante el don de la
caridad
Es también el Espíritu quien, distribuyendo dones diversos, hace capaces
a los miembros para desarrollar diferentes funciones para el bien de todo
el cuerpo, permaneciendo unidos por el vínculo de la caridad (Cfr. In lo. ev.
27, 6)
La unidad nos junta para que podamos ser sus miembros; y la unidad es
realizada por la caridad. ¿Y cuál es la fuente de la caridad? Pregúntalo al
Apóstol: La caridad de Dios, dice, es difundida en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5, 5). Luego es el Espíritu Santo
quien vivifica (Jn 6, 63), porque el Espíritu es quien hace que los miembros
tengan vida…(In lo. ev. 27, 6).
65. La comunión por el Espíritu Santo
…El Espíritu sólo da vida a los miembros que encuentra unidos al cuerpo,
que informa y vivifica. Porque el espíritu que existe en ti, ¡oh hombre!, y por
el que eres hombre, ¿vivifica, por ventura, los miembros que del cuerpo
están separados? Yo llamo espíritu tuyo a tu alma; y tu alma sólo vivifica los
miembros que están unidos con tu cuerpo. Si separas uno, ya no es
vivificado por tu alma, porque ya no forma parte de la unidad de tu cuerpo.
Se dicen estas cosas para que nos enamoremos de la unidad y temamos la
división. Nada debe ser tan temible al cristiano como el separarse del cuerpo
de Cristo, porque, si se separa del cuerpo de Cristo, ya no es miembro suyo;
y si no es miembro suyo, no vive de su Espíritu (In lo. ev. 27, 6).
66. La comunión de la Iglesia
La Iglesia, por tanto, es la casa, el templo o la ciudad, en que
toma cuerpo históricamente el proyecto eterno de Dios para
reunir a los hombres en Cristo.
Ella es el pueblo de Dios, congregado en la unidad por el
Espíritu Santo” (Cfr. S. 71, 12. 19).
“Mediante el don de la caridad, funde a los hombres entre sí
hasta hacer de muchos corazones un solo corazón, y de
muchas almas una sola alma” (cfr In lo. ep. 10, 3).
67. La comunión de la Iglesia
En la Iglesia, los creyentes llegan a formar el único
cuerpo del único Hijo de Dios. (Cfr Serm. 71, 17.28)
La comunión que la constituye es, ante todo, espiritual,
ya que, «una sola fe, una sola esperanza y una sola
caridad han logrado que muchos santos, llamados a la
adopción de hijos y coherederos de Cristo, tuvieran una
sola alma y un solo corazón hacia Dios» (Ep. 238, 13).
68. Conclusión
Es una espiritualidad profundamente eclesial, porque la
Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, del que cada uno de
los creyentes son sus miembros, realiza ya en presente
esta unidad, aunque todavía no de la manera perfecta
que nos ha sido prometida.
Es una espiritualidad marcada por una fuerte tensión
escatológica, bien expresada en el lema: «¡Canta y
camina!» s.256, 3
69. Conclusión
«Llamamos hombre carnal o animal al que vive del cuerpo, carnal
porque busca lo carnal, y animal, porque se deja llevar por la
desenfrenada lascivia de su alma, que no se deja regir por el espíritu,
y a la que éste no logra mantener dentro de los fines del orden
natural, ya que él mismo no se somete a Dios para dejarse regir por
él» (De div. quaest. 83, 67, 5)
La vida espiritual no puede consistir sino en despojarse del
perverso amor de sí mismo, llamado cupiditas o soberbia, para
crecer en el amor de Dios, que es propiamente la caridad.
70. Conclusión
Nótese bien que el Obispo de Hipona no piensa que todo
amor de sí mismo sea perverso.
Se da un amor de sí mismo bueno, porque nos amamos en
Dios y por Dios.
El amor perverso de sí mismo es aquel que hace de menos a
Dios.
Este amor perverso e ilícito de sí mismo se opone a la
caridad, «que no busca su propio interés, es decir, que no se
complace de su propia excelencia y, por tanto, no se
enorgullece».
71. Conclusión
Agustín está plenamente convencido de que este perverso amor de
sí mismo no hace sino dividir y enfrentar a los hombres, unos contra
otros, mientras que sólo la caridad tiene la fuerza de unir
verdaderamente los corazones, y hacer de muchos uno solo (De g.
ad lit. 11, 15, 19-20)
No serían los hombres amantes de las riquezas si no se creyeran por
ellas tanto más excelentes cuanto más ricos son. La caridad que no
busca su propio interés, es decir, que no se alegra de la propia
excelencia y, por lo tanto, con razón no se envanece, es contraria a esta
enfermedad de la soberbia (cfr. 1 Co 13, 4)…(De g. ad lit. 11, 15, 19-
20).
72. Conclusión
De estos dos amores, uno es santo, el otro impuro; uno social, el otro
privado; uno busca el bien común en vistas a la ciudad celestial; el otro,
por el arrogante afán de dominación, se aprovecha del bien común en
beneficio propio; uno se somete a Dios, el otro es su contrincante; uno
es tranquilo, el otro violento; uno es pacífico, el otro sedicioso; uno
prefiere la verdad a las alabanzas de los que yerran, el otro ávido de
alabanzas; uno amistoso, el otro envidioso; uno quiere para el prójimo
lo mismo que para él, el otro quiere someter al prójimo a sí; uno, que
gobierna al prójimo procurando su bien, el otro, que lo hace buscando
su propio interés (De g. ad lit. 11, 15, 19-20).