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-Los «desguazadores» que vienen por mí
 - dijo impetuoso don José María levantándose
 de un salto .
    -¡Virgen Santísima! -clamó la señora pues-
 ta de rodillas, implorando ante la Virgen, y baña-
 do el rostro de lágrimas- . ¡Sálvanos, por amor
 de Dios!
    El ilustre hombre se acercó a una de las ven-
 tanas con el objeto de escrutar los rostros de los
 recién llegados .
    -¿Oyes? - le dijo en voz baja a su esposa .
    Y ella respondió para engañar su corazón y




                                  O
 mitigar la angustia que la ahogaba .
    -Debe ser la ronda, la ronda que se va . . .
    De un soplo apagó la lamparita y la estancia
 quedó a oscuras . Pero en seguida sonó el aldabo-
 nazo, que cayó como un golpe de muerte sobre
 el alma de los circunstantes . Tomasita corrió deso-
   O
 lada hacia su madre y se arrojó llorando con
 desconsuelo sobre su regazo, mientras don José
 María iba a abrir la puerta .
    -Buenas noches, señores -les dijo al grupo
 que esperaba afuera con sus rostros patibularios
 ST
 y fieros-. ¿Qué se les ofrece?
    -¡Qué buenas noches ni qué niño muerto¡
 -respondió el que servía de jefe- . ¡Queremos
 ahora mismo mil pesos o no respondemos de vues-
 tra vida ni de la de los suyos¡
    Don José María, abrumado por el terror, corrió
 a su recámara y trajo no sólo el dinero pedido
 sino las prendas de su esposa para saciar las exi-
SY


 gencias de la banda de criminales .
    Cuando ya se retiraba, uno de ellos lo tomó
 por el cuello y le dijo :
    -¡Abajo el maldecido Herrera¡
    Y él tuvo que repetir el grito .
    La casa quedó envuelta en una penumbra de
                                                 153
mañana de gloria, y el aire traía el bálsamo acari-
  ciador de los perfumes silvestres . Pero ella no
  atendía a sus quehaceres porque dejaba vagar su
  pensamiento en alas de los recuerdos que ahora
  se le hacían ingratos .
     Los rumores de que estaban acorralando a
  Daniel en alguna casa de la ciudad se hacían cada
  vez más persistentes . Las visitas de Gonzalo a su
  padre menudeaban, porque él insistía en buscar
  un indicio que le descubriera el escondite del que
  más que enemigo era su rival afortunado .
     Se decía que el ejército de Herrera, mediante




                                  O
  una hábil maniobra del Comandante Obaldía se
  había apoderado del Castillo de Cragres sin dispa-
  rar un tiro e hizo prisionero al Comandante Hand .
     Se contaba que Daniel era uno de los cabeci-
  llas que había entrado en la ciudad burlando la
    O
  vigilancia de los guardianes para levantar el pue-
  blo en rebelión .
     Se rumoreaba que estaba refugiado en una
  casa de distinguida familia panameña y que el
  General Urdaneta estaba ya sobre la pista .
  ST
     ¿Pero qué podía decir Gabriela si ella misma
  ignoraba los pasos de Daniel, porque él la enga-
 ñaba también como si fuera su enemiga?
     Mientras tanto la duda seguía corroyendo su
 corazón . No eran celos, ella misma lo aceptaba,
 pero una eterna congoja la abatía hasta llevarla
  a la desesperación .
     ¿Por qué Daniel la trataba así? ¿Qué lazos lo
 unían a Alicia Delvalle para que buscase refugio
SY


  a su lado y evitara el encuentro con ella?
     El mismo tío Agustín evadía sus preguntas .
     -Eres muy niña para que comprendas ciertas
 cosas - le respondía cariñoso .
     Y ella tenía que aceptar en principio esa razón
  porque lo único que sabía era que ambos se ama-

                                                 1 55
-¿No le dije, mi niña, que estaban fresquitas?
 ¡Si las cortaron anoche mismo!



     La tienda de don Antonio Escobar era un
 amplio bodegón situado en el barrio de Boyaín .
 Dueño de una apreciable fortuna, pagaba mal a
 sus empleados y procuraba compensar esa eco-
 nomía con su trato cortés y refinado .
     Era muy amigo de dar consejos, aún en los
 asuntos amorosos, en los cuales se consideraba la




                                 O
 autoridad que le daba el ser prometido oficial
 de la señorita Ramona Urriola .
    Aunque entre la gente del arrabal se rumorea-
 ba que la bella dama comenzaba a inclinarse por
 el apuesto Coronel Herrera, esos comentarios no
   O
 se hicieron latentes temerosos de que la vengan-
 za de Alzuru fuera a llegar hasta los padres de
 ella.
    Como don Antonio era lego en el arte de es-
 cribir y todo su interés se fincaba en los números,
 ST
 que eran los que le daban dinero, los ratos que
 su contador Arturo Delvalle tenía libres, los dedi-
 caba a redactarle las cartas a la señorita Ramo-
 na, que el acaudalado comerciante firmaba con
 sus garabatos parecidos a los jeroglíficos .
    Delvalle se avenía a todos los papeles que po-
 día desempeñar . Tan apegado estaba al puesto
 que ya lo consideraba parte de su vida y al arran-
 carlo de allí se le hubiera condenado a un letargo
SY


 mortal.
    Cuando llegaba el invierno, tenía que cuidarse
 de que las goteras no dañases los pesados libro-
 tes en donde llevaba la contabilidad de la casa con
 esos hermosos números que no tenían rival en
 la ciudad . Era de ver cómo se llenaba el viejo

                                                157
bajar los sueldos de sus subalternos . Así se con-
 graciaba con el tirano, y sus intereses económi-
 cos no sufrían menoscabo alguno.
    Cuando don Arturo llegó a su casa y contó la
 miseria de su patrón, Mariquita habló de ir a in-
 juriarlo por su actitud ingrata . Pero Alicia, más
 apacible y sensata, calmó a la pobre tía con argu-
 mentos que pesaron lo suficiente para conven-
 cerla .
    Alicia tenía un profundo ascendiente sobre la
 tía Mariquita, a quien quería como una madre y
 aconsejaba como una hermana . Daniel, que se
 desesperaba ya de pasar los días en el altillo




                                  O
 cuando sus sentimientos eran los de lanzarse a la
 calle a desafiar la tiranía de Alzuru, oyó después
 de labios de Mariquita la tragedia económica de
 Delvalle . Y tuvo que callar derrotado, porque era
 inútil su ayuda en esos momentos de peligro, ya
   O
 que su hacienda estaba en manos del Gobierno,
 y por otra parte estaba seguro de que Alicia ja-
 más le hubiera aceptado un solo centavo .
    Sin embargo, no por eso se abatió el viejo . Su
 hija se repuso valientemente, y a pesar de las pro-
 ST
 testas de su padre instaló una dulcería que muy
 pronto se hizo popular entre las gentes del barrio .
    Cuando Delvalle regresaba cansado del traba-
 jo, le dolía el corazón al ver las finas manos de
 su hija trabajar con harina y huevos para hacer
 sabrosas «bicotelas» y exquisitos «merengues» .
    -Si yo fuera rico . . . - decía suspirando .
    -¿Qué harías, papá? - preguntaba ella dulce-
SY


 mente.
     Y él tenía que encogerse de hombros y meterse
 en su cuarto porque se sentía impotente para con-
 testarle .
     Como eran tiempos de persecuciones y zozo-
 bras, con las primeras horas del crepúsculo, Alicia

                                                  1 59
-Oh, no tanto, General - respondió avergon-
  zado el viejo- . Apenas alcanzo la mitad .
     -¿Veinte pesos? ¡Eso es inhumano¡ -excla-
  mo Urdaneta fingiendo indignación- . Un hombre
  de su mentalidad y su eficiencia no merece tan ri-
  dícula subvención .
     -Esa es la verdad, la verdad amarga - dijo
  Delvalle moviendo con tristeza la cabeza .
     -¿Y el Gobierno no lo remunera por sus ser-
  vicios?
     -Hace muchos meses deja de llamarme . Ade-
  más me debe.. .




                                  O
     Delvalle cortó repentinamente la frase, porque
  había notado, sin desearlo, que estaba haciéndole
  graves cargos a la administración.
      Pero el militar, que era un profundo psicólogo
  y llevaba a su acompañante por otro camino, son-
  rió con benevolencia .
    O-No se apene, don Arturo, y dígame toda la
  verdad . ¿Tiene alguna cuenta pendiente?
     -Sí, Excelencia .
      Urdaneta guardó silencio un instante, y al cabo
  le dijo :
  ST
     -Mañana le llevaré el dinero. ¿Dónde es su
  casa?
     -No se tome esa molestia, General, yo mismo
  iré al Cuartel.
     -Tendré infinito placer en visitarlo .
     -Mi humilde hogar está a tres cuadras de
 aquí. Es una casita verde, sembrada de arbustos
  en el portal.
SY


     -Mañana en la tarde pasaré por allá . ¿Vive us-
  ted solo?
      -Con mi hija Alicia y su tía Mariquita .
      -Y Daniel . . . Daniel Montenegro ¿no vive ya
  con usted?
      -No, mi General . El vivió cuando era niño,
                                                 1 61
tadoras de Urdaneta . El tendero miró hacia atrás
 sin notar la persecución de que era objeto, pero
 el General se lanzó en seguida tras sus pasos, tra-
 tando de ocultarse tras los huecos de los portones .
     La ciudad estaba dormida y el viento en calma .
  Ni siquiera el mar entonaba la romanza de sus
 olas, y en el ambiente de la naturaleza toda flota-
 ba una melancolía indefinible .
     Delvalle había tomado la calle Real para alar-
 gar la caminata . Entonces Chico atravesó audaz-
 mente los patios que daban a la calle siguiente, y
 echó a correr sin pensar que podía atraer las sos-
 pechas de algún sereno .




                                   O
     Urdaneta, asombrado de la desaparición, no
 atinó a seguir la pista . Tuvo que regresar malhu-
 morado al Cuartel, con el amargo quebranto de
 perder, quizá, una pista que le hubiera indicado
 el escondite de algún cabecilla revolucionario .
    OCuando Chico llegó a casa de los Delvalle, ya
 Alicia se preparaba a dormir, cansada de esperar
   su padre que seguramente había encontrado al-
 gún viejo amigo con quien formar tertulia en la
 plaza .
  ST
     El le relató la conversación que había oído en-
 tre su padre y Urdaneta, con todo el lujo de deta-
 lles de que siempre hacía gala . Montenegro oyó el
 rumor de voces y al reconocer a Chico bajó del
 altillo. Cuando se enteró de que el General ven-
  cría al día siguiente a entregar los sueldos atrasa-
 dos a Delvalle, su imaginación sagaz abarcó en
 seguida los motivos de tan precipitada visita y la
SY


 manera fácil como había arreglado la cuenta, en
 esos días en que el erario era insuficiente para
 satisfacer siquiera la paga del ejército . Y como
 hallaba peligroso el escondite, no tuvo otra solu-
 ción que acudir al subsuelo.
     Ayudado por Guerrero, levantó cuidadosamen-
                                                  163
-Es usted muy galante, General, pero estas
 flores crecen lozanas por la tierra y no por la jar-
  dinera.
     -Dicen que la curiosidad es innata en las mu-
 jeres, pero yo quiero cerciorarme de las razones
 que usted aduce - dijo él levantándose de la silla .
     Fue entonces cuando comprendió Alicia que
 las circunstancias que la rodeaban eran peligro-
 sas . Y cerrando los ojos a la realidad y el cora-
 zón a las emociones que pudieran delatarla, res-
 pondió :
     -Puede usted pasar, General, a sabiendas de




                                  O
 que nos honra con su visita .
     La tía Mariquita se disponía a sacar agua del
 pozo de brocal cuando notó que se abría la rejilla
 que separaba el patio de la casa . Y vio tanta in-
 quietud en la mirada que le dirigió Alicia, que
   O
 comprendió al instante sus deseos .
     Junto a ella estaba la azada que la noche ante-
 rior habían usado en la ingrata tarea de abrir el
 hueco para esconder a Daniel . Ella la cogió apa-
 rentando ignorar la presencia del visitante y se
 ST
 puso a remover la tierra aun fresca y húmeda .
     Urdaneta pasó los ojos interesados por el jar-
 dín profusamente florido, mientras Alicia se diri-
 gía con natural desenfado a la tía para que prepa-
 rase un fresco con las granadillas recién cortadas .
 Cuando se lo ofreció al General, le temblaban las
 manos, pero él no sospechó la causa de esa de-
 sazón porque observaba con deleite los ramos de
 jazmines y magnolias cuyo aroma le traía el vien-
SY


 to en suaves y pausados giros .
     Don Arturo no había llegado aún del trabajo
 cuando él se despidió de Alicia, tranquilizado por-
 que no había muestra alguna de que Montenegro
 estaba en la casa .
     Dolorosamente aceptaba que el Gobierno había

                                                  1 65
-¿Enferma? ¿De qué? - exclamó él, asustado .
      -Desde el día aquel en que recibió la ingrata
  impresión en el portal, no la abandona la fiebre .
  ¡Usted ignora todo lo que ella esá sufriendo¡
     -¡ Yo sé todo, señorita Ramona 1 ¡ Yo com-
  prendo todo lo que la martiriza 1
     -Ella cree que usted ya no la quiere, que cada
  día se aparta más de su lado .
      Daniel cerró los ojos con vergüenza. ¿Qué po-
  día responder si todo se conjuraba contra la ver-
  dad? Quería seguir siendo firme, leal a sus convic-
  clones y seguro para defender a Gabriela de un




                                  O
  inútil sacrificio . Pero las palabras de Ramona sig-
  nificaban la desesperación, y eso lo turbó .
     -¿Verdad que la ha olvidado? - insistió ella.
     -No, no la he olvidado.
     ¡Qué frías sonaron sus palabras¡ ¿Por qué no
    O
  tenían ya el calor de las lejanas emociones, cuan-
  do pensaba que nunca dejaría de quererla ni ja-
 más habría fuerza en el mundo capaz de sepa-
  rarlos?
     Por un momento deseó rebelarse a la ruta que
  ST
 escogió su destino, y sobre la cual marchaba con
 los ojos vendados y el corazón ajeno a la quimera .
     La voz serena, dulce, de ella lo sacudió nueva-
 mente .
     -¿Por qué, entonces, se esconde, Daniel? ¿Por
 qué le huye si acaso no la ha olvidado? ¿No com-
 prende lo que ella sufre con su ausencia?
     -Yo no le huyo, no ¿por qué había de huirle
SY


 si la quiero cada día más?
     -Hace muchos días que ella no lo ve ; sus úl-
 timas palabras no fueron de amor, porque las
 ideas de una revolución lo cegaron y le hicieron
 olvidar que ella estaba junto a usted ¡ para seguir-
 lo, para defenderlo aún con el escudo de su pro-
 pia vida 1
                                                  167
yacía envuelto en silencio y humedad, y disfraza-
 do de campesino desafió con valor el peligro que
 entrañaba su presencia en las calles vigiladas de
 la ciudad . La barba le daba un aspecto respetable
 y el vestido andrajoso y polvoriento lo puso a cu-
 bierto de cualquier sospecha .
     Iba triste y cansado, como si un presentimien-
 to cruel le avisara la cercanía de la muerte.
     Cuando llegó a casa de los Ocampo, se deslizó
 por el portal y golpeó con el puño la puerta que
 daba a la sala .
     Todo daba la impresión de que no había na-
 die . Un silencio absoluto rodeaba la calle entera




                                 O
 y Daniel temió que no lo escucharan . Pero no
 tuvo que insistir porque el propio Goyo le abrió
 la puerta en el instante en que Ocampo pregun-
 taba
     -¿Quién es, Goyo?
   O -¡ Soy yo, don Octavio, soy Daniel !
     -Adelante, mi querido amigo, pase sin temor .
     Daniel entró con el sombrero en la mano y
 sonrió al notar el gesto de sorpresa de Ocampo .
     -Pero, ¿por qué andurriales se ha metido us-
 ST
 ted, amigo mío?
     -Soy un sencillo campesino, don Octavio, y a
 pesar de ello, sentía miedo de que me fuera a re-
 conocer una banda de «desguazadores ..
     -Tiene entonces una suerte espantosa, porque
 a estas horas el que se aventura por esas calles va
 a dar en la cárcel o en el cementerio .
     -Y Gabriela, ¿cómo sigue? - inquirió él.
SY


     -Hoy ha pasado el día sin fiebre . ¿Quiere
 verla?
     Cuando entraron en la alcoba, Gabriela dor-
 mía . Pero su padre alzó la luz de la lámpara y su
 reflejo hizo que despertara . Daniel se acercó al
 lecho y la miró con honda ternura .
                                                 169
desamparado . ¡Y era que usted estaba enferma y
 yo no lo sabía ¡ ¡Ya ve si tanto necesito de su pa-
 labra para conformarme, que cuando estoy solo
 me vuelvo cobarde!
    Ella sonrió levemente, y respondió :
    -Un hombre que se ha echado sobre sus hom-
 bros la responsabilidad de una revolución no pue-
 de ser cobarde . ¿Por qué entonces no se entregó
 aquella noche a sus perseguidores? ¿Por qué tan-
 tas veces como ahora ha desafiado al enemigo para
 recorrer la ciudad que lo tiene encerrado en sus
 murallas?




                                 O
    -Así es, Gabriela, pero ya esos hechos son pa-
 sados y mi estado de ánimo es distinto . Tal vez
 hice aquellas cosas cegado por la ira, como uno
 tiene a veces ciertos ímpetus inspirado en el licor,
 en la cólera, en la venganza . Y eso no es valor . Yo
   O
 tengo la infinita fatalidad de ser oscuro en mis
 apreciaciones y cuando dejo de sentir una voz de
 esperanza como la suya, decaen mis ambiciones .
    -Usted puede luchar sin mi, Daniel, porque
 hay algo más efectivo en este momento que yo ;
 ST
 y es la patria que está en peligro, son sus amigos
 que confían en Ud., con sus parientes que esperan
 de usted su salvación.
    -Hay ciertos hechos en la vida, Gabriela, que
 aparentemente carecen de importancia . Yo estaba
 acostumbrado a marcar mi derrotero de acuerdo
 con mi corazón, sin intromisión de nadie . Si en-
 contraba una dificultad, la vencía porque tenía di-
 nero, o la apartaba de mi lado . Desde niño me
SY


 fueron acostumbrando a hacer de mis deseos un
 mandato. Por eso la vida tenía para mí el ropaje
 blanco ajeno a las contrariedades. Pero cuando
 surgió la tiranía de Alzuru y en mi alma creció un
 instinto rebelde de combatir, aprendí a saber lo
 que es no bastarse a sí mismo, ceder ante ciertas
                                                  171
estrellas y en donde sus almas se bañaran para
 sentir un alivio eterno .
    Era ya la media noche . El se levantó y la miró
 por última vez . Se encaminó entonces a la puerta .
 Todo parecía brillar a su alrededor : el suelo, los
 muebles, los cuadros de la alcoba que se imagina-
 ba esplendorosamente iluminada .
    Y recogiendo su sombrero se volvió hacia ella
 y le dijo sencillamente :
    -Adiós, Gabriela . Sólo puedo agregarle que su
 amor sigue siendo mi única guía .
    Aquellas palabras fueron para la muchacha




                                  O
 una revelación más que la conmovió intensamen-
 te. Y cuando él cerró la puerta, pensó que la luz
 de la lámpara se había apagado y la alcoba había
 quedado en penumbra .
    Cuando Daniel salió por la puerta principal,
   O
 encontró al viejo Ocampo dormido en una mece-
 dora de la sala .
    A esas horas, las calles estaban solitarias . Pero
 él temió que lo estuviesen espiando, y se deslizó
 por entre los portales .
 ST
    Al llegar junto a la plaza notó que un grupo
 de soldados venía en dirección contraria . Rápida-
 mente se ocultó tras una de las columnas del Ca-
 bildo, con tan mala suerte que se le cayó el cu-
 chillo que llevaba al cinto .
    -¿Qué pasa allí? - preguntó el Teniente Hi-
 nestroza dirigiéndose al sitio donde él se hallaba .
     Daniel se sentó entonces en la base e inclinan-
SY


 do la cabeza sobre uno de sus hombros cerró los
 ojos y se echó el sombrero sobre la frente .
     La tenue luz de la luna menguante no alcanza-
 ba a alumbrar lo suficiente la escena . A pesar de
 que los hombres estaban cerca, sus rostros no se
  distinguían claramente. Daniel sintió que la san-
 gre se le helaba en las venas, porque aunque no
                                                  173
capital, para lo cual transportó sus tropas de Por-
 tobelo a Chagres en los barcos «Zullas y «Pro-
 tector» .
    De esta última población marchó por tierra
 hacia Gorgona . A través de selvas inhóspitas, don-
 de las fieras acechaban el paso de los soldados,
 parecía una caravana famélica que en vez de la
 victoria buscaba la muerte .
    Pero los corazones se engrandecieron en medio
 de las penalidades, y después de varios días de
 angustiosa marcha llegaron a su destino .
    Allí pernoctaron tres días . Después de haber




                                 O
 recibido municiones de Chagres, avanzaron hacia
 la capital por la ruta de La Chorrera y acamparon
 en la hacienda del Aguacate, cerca de los llanos
 de Bique .
    Un emisario audaz y valiente atravesó las lí-
   O
 neas de defensa de la atemorizada ciudad, y avisó
 a los conjurados que había llegado la hora de le-
 vantarse en armas . Una gran cantidad de rifles
 pudo ser introducida procedente de la aldea de la
 Boca, y depositada en una casa que Agustín Talla-
 ST
 ferro poseía en el barrio de Boyaín.
    Después del toque de ánimas, Daniel salió del
 refugio en que a duras penas podía mantenerse y
 bajó la luz de la lámpara colocada en la mesa del
 comedor . Se sentó con las manos en la cabeza,
 mientras Alicia lo miraba con profunda inquietud .
    A lo lejos se oía el grito del sereno, y a
 ratos, una brisa fría mecía las persianas de las
 puertas .
SY


    Don Arturo y la tía Mariquita se habían acos-
 tado . En la penumbra del comedor, Alicia parecía
 dominada por el sueño. Pero no dormía, atenta al
 menor movimiento de Daniel cuya vida estaba
 ahora más en peligro que nunca .
    Daniel estaba intranquilo. A veces cerraba los

                                                 175
-¿Conoces la casa del tío de tu amita?
           -¿El niño Agutín? Sí, pué, batante recao llevo
         de niña Gabriela.
            -Pues bien, llévale esta carta ahora mismo, y
         no te la dejes ver de nadie .
            -No tenga cuidado, mi amo .
            -Fíjate que no tiene ningún nombre escrito
         en el sobre, pero eso no importa porque ya él sabe
         de qué se trata . Y toma estos dos reales para que
         te compres unos tamalitos .
            -Mucha gracia, mi amo . Su mercé pué confiar
         en mí .




                                       O
            Cuando la negrita se fue, Daniel volvió donde
         Alicia. Ella, que conocía todos los pormenores de
         la revolución, le cogió la mano entre las suyas
         con indecible ternura.
            -Tengo miedo, Daniel, tengo mucho miedo de
    O    que te maten .
            -No seas tontuela, Alicia, ten confianza en mi
         destino como lo tengo yo. Anda a dormir y reza
         por nuestra próxima victoria .
            Y para que ella olvidara los sinsabores de la
  ST
         espera y tuviese un sueño consolador, le tomó el
         rostro entre sus manos frías y la besó en los la-
         bios . Era la primera vez en su vida que ella sentía
         esa caricia y sonrió a través de sus lágrimas, por-
         que inocentemente creía que su amor florecía
 t.relas como en la noche oscura resplandecen las es-

   Rato después él se deslizó por el patio, saltó la
 muralla y se encaminó al barrio de Boyaín, en
SY


 una de cuyas casas estaban escondidas las armas.
   Urdaneta no volvió a visitar más a don Arturo.
 Pero aunque no pudo descubrir indicio alguno de
 la existencia de Daniel, no por eso abandonó la
 idea de ejercer cierta vigilancia en los alrededo-
 del barrio .

                                                         177
-Llévela al Cuartel y manténgala a buen re-
 caudo, sin permitirle que hable con nadie - agre-
 gó dirigiéndose al soldado .
    -Pierda Ud. cuidado, mi General.
     El soldado tomó por un brazo a Chanita y la
 llevó al Cuartel en una de cuyas celdas fue alo-
 jada .
    La negrita era valiente y audaz, pero las cir-
 cunstancias en que se hallaba no eran propicias
 para desempeñarse con la sangre fría que el mo-
 mento exigía.
    El sitio donde había sido llevada era estrecho




                                 O
 y húmedo . Una reja defendida por gruesos barro-
 tes dejaba entrar un aire frío que hacía más des-
 agradable la estancia . De vez en cuando se oía el
 golpe sordo de las olas contra el acantilado de las
 Bóvedas .
   OChanita volvió los ojos hacia la reja y notó con
 desaliento que por allí no había señal de salva-
 ción. Buscó luego la puerta y la encontró inexpug-
 nable, con la barra de hierro que la atravesaba .
    Entonces comenzó a invadirla la desespera-
 ción . Pensó que el viejo Goyo había descubierto
 ST
 su fuga y se la había comunicado a la niña Ga-
 briela. Seguramente ella habría llorado mucho
 porque la quería como una hija, y luego, acom-
 pañada de Goyo, habría salida a buscarla por la
 ciudad .
    Tal vez pasarían por la tienda de Chico, a esas
 horas desierta de parroquianos, y habrían inquiri-
 do por ella . Ante el dolor de la amita, Guerrero
SY


 se habría compadecido viéndose obligado a reve-
 lar el secreto, ese secreto inviolable por el que
 ella hubiese dado la vida . Continuaba luego la bús-
 queda incesante, Gabriela temblando de miedo,
 Goyo con el látigo en la mano, dispuesto a «mar-
 carla a cuerazos» . Pero los Delvalle, a quienes

                                                 179
-¿Y tú quedaste en avisarle?
    -Esta noche le envié un mensaje, y aunque
 no le decía el sitio, él debía comprenderlo de an-
 temano .
    -¿Es fiel el mensajero? - preguntó Lasso de
 la Vega .
    -De mi absoluta confianza . Estoy seguro de
 que ha recibido la carta .
    -l Es raro que no haya venido!
    En ese momento se oyó el ruido de una rama
 al quebrarse y los tres se levantaron instantánea-
 mente . Pero antes de que llegaran a la puerta,




                                 O
 sonó un golpe tremendo y una voz que gritaba :
    -!Ríndanse en nombre del Gobierno!
    Lasso de la Vega y González sacaron sus pisto-
 las y se agazaparon debajo de la mesa. Daniel se
 ocultó en un rincón y preparó su sable .
   OLa puerta crujió al empuje que los soldados
 hacían con las culatas de los rifles y se abrió de
 golpe. Los asaltados respondieron disparando va-
 rios pistoletazos que tendieron sin vida a los pri-
 meros que penetraron .
     Pero los soldados se repusieron y cargaron a
 ST
 su vez con saña cruel . La estancia se volvió en-
 tonces una confusión enorme . Los valientes cons-
 piradores se defendían con desesperación, atacan-
 do y respondiendo a los numerosos ataques que
 les caían como un alud .
     Daniel comprendió que la acción estaba perdi-
 da, y de un sablazo tumbó la vela quedando el
 cuarto a oscuras . Se entabló así un combate cuer-
SY


 po a cuerpo en el que no se distinguían unos de
 otros. El aire se hacía cada vez más irrespirable
  por el humo de la pólvora y el jadear de unos se
  mezclaba con los ayes de los otros . Lasso de la
  Vega y González cayeron al fin mortalmente heri-
  dos y Daniel se replegó hacia la puerta trasera

                                                181
-La niña Gabriela anda desesperada buscan-
  do a la negrita que se ha perdido, después que
  usted me mandó a llamarla - manifestó Guerre-
  ro sin aprensión .
     -¿Cómo dices, Chico? ¿Chinita perdida?
     -Como usted lo oye, don Daniel .
     -!Entonces la han capturado!
     Sólo así vino a comprender Montenegro la cau-
  sa por la cual Tallaferro no había acudido a la
  cita y el descubrimiento del complot por los sica-
  rios del Gobierno.
 Cuando llegó el alba, se había rendido al sue-




                                  O
  ño y al pesar.
     La noticia del fracaso de la conspiración para
  derrocar a Alzuru y abrir las puertas de la ciudad
  al Ejército del Coronel Herrera produjo un estu-
  por enorme en los sectores de la sociedad istme-
   O
  ña. La muerte de dos de sus valerosos miembros
  causó, más que indignación, tremendo descon-
  cierto. Pero cuando se supo que el más peligroso
  y audaz había logrado escapar, una esperanza
  alentó en todos los corazones .
     Había que ayudarlo a huir, que precipitar los
 ST
  acontecimientos, que levantarse en armas antes
  de que fuese demasiado tarde . Pero faltaba la ca-
  beza y era necesario conseguirla .
     Muy pronto los «desguazadores» iniciaron la
  búsqueda del cabecilla, registrando cuidadosamen-
  te las casas . Daniel comprendió que su situación
  se hacía insostenible y en la noche abandonó re-
  sueltamente la tienda para ir a refugiarse en la
SY


  casa del Dr. Blas Arosemena .
      El inclito varón le arregló un escondrijo provi-
  sional, porque el objeto de Montenegro era acer-
  carse a la playa para escapar en una de las balan-
  dras surtas en la bahía .
     Uno de los sirvientes del Dr . Arosemena se en-

                                                   183
ban para salvarle, no se cuidaba como aquel náu-
 frago que rehuyó salvarse para no quebrantar su
 voluntad de rendirse a la oscuridad del mar.
    El Dr . Blas Arosemena estuvo hasta el último
 momento de partir dándole consejos .
    El Gobierno vigilaba todas las salidas . La ciu-
 dad había llegado a la cumbre de las zozobras .
 Había que llegar cuanto antes al lado de Herrera
 para avisarle que una flota de barcos saldría en
 breve a obstaculizar su marcha por el Río Grande .
    Daniel no le oía, atento como estaba a otras
 cosas que le parecían menos inútiles .




                                   O
    De repente, sintió una loca ambición de lanzar-
 se a la lucha para que lo mataran y olvidar así la
 congoja que lo abatía . Sólo así podría olvidar el
 fracaso de la reunión, en la que hallaron la muerte
 sus amigos Lasso de la Vega y González . Se sentía
 culpable de esa sangre inocente que le pesaba
   O
 como un fardo en el corazón .
    Cuando el Dr. Blas lo despidió, él le dijo lleno
 de amargos presentimientos
    -Doctor, voy en busca de la muerte o de la
 victoria . Si la suerte me es adversa, dígale a Ga-
 ST
 briela que mi último pensamiento fue para ella .
     El ilustre ciudadano lo abrazó emocionado . Le
 dio luego un par de pistolas inglesas y le puso
 la capa . Parecía un padre que diera el adiós a su
 hijo . Daniel se escabulló por la calle oscura y soli-
 taria . Hacía un frío húmedo y tuvo que apresurar
 el paso porque ya el alba no tardaría en despun-
 tar . No había una sola sombra que llenara su
SY


 espíritu de temor. Sin embargo, tenía miedo de
 abandonarse a su debilidad y jugarse tan fríamen-
 te la vida al azar .
     Antes de llegar a la playa, quiso pasar por .La
 Estrella del Istmo» para decirle a Chico su parti-
 da . Si algún transeúnte hubo que se lanzó a esas

                                                   185
Estaban, como siempre, frente a frente, tra-
   tando de ocultarse las debilidades para que su
   amor no se mellara con rasgos imprecisos y faltos
  de fe .
       -¿No teme usted que lo maten, ahora que no
  quiere seguir mi consejo? -le preguntó ella- .
  Siempre sigue con el deseo de enfrentarse a las
  circunstancias ciegamente, amparado por su estre-
  lla . ¡Si supiese lo valioso que es la prudencia!
       El no temía ya al peligro que lo cercaba, porque
  encontraba otra vez la palabra de ella que vivifi-
  caba sus intenciones de seguir luchando . Y si por




                                   O
  una ingratitud del destino caía víctimas de las
  balas enemigas, ella debía tener la seguridad de
  que había muerto en defensa de la patria y por
  su amor.
      -¡ Oh! - dijo Gabriela desfallecida .
    O -Perdóneme si le he hablado así . Pero usted
  debe ser valiente en estas horas aciagas que nos
  rodean, sobre todo ahora que vamos a separamos .
      En ese momento se acercó Zenón, que venía
 de la playa y le dijo que se apresurara pues había
 notado ciertos movimientos sospechosos cercanos
  ST
 al lugar del embarque .
      En efecto, Urdaneta, apenas recibió el aviso de
 la fuga de Daniel, distribuyó varias patrullas en
 diversos puntos de la costa . Escondidos entre los
 matorrales, entre las murallas, entre las barcas
 viejas y carcomidas, los soldados esperaron la
 llegada del fugitivo . Pero ellos no escaparon a
 la curiosidad de Zenón quien, intranquilo por la
SY


 demora del revolucionario fue a buscarlo .
     Daniel comprendió dolorosamente que era hora
 de partir. Tomó a Gabriela por los hombros y se la
 quedó mirando . En sus ansias, creía notar su ima-
 gen en las pupilas de ella y recoger toda la emoción
 que se asomaba silenciosa . Pero Gabriela no se

                                                  187
llegaron al trecho de la plana que los separaba de
 la balandra, los ralearon los secuaces de Urdaneta
 intimidándoles rendición .
     Ante el ataque inesperado, Daniel no tuvo tiem-
 po siquiera de acudir a las pistolas . Se encogió de
 hombros y dejó que lo ataran lo mismo que a
 Zenón . El propio Urdaneta se extrañó de la pasi-
 vidad del revolucionario, que sólo dejó entrever
 una sonrisa de amargura .
     En el instante en que la patrulla llegaba jubi-
 losa al Cuartel, salía disparada la mulatita Chana .
 Se detuvo para dar paso al grupo y reconoció en




                                  O
 seguida a uno de los prisioneros a Daniel .
     Al llegar a la casa ante el asombro de Goyo
 que la creía perdida, relató la odisea de su vida
 en la prisión, y el encuentro casual que había te-
 nido con Daniel . Estos datos la salvaron de una
   O
 segura tunda que Goyo le tenía preparada, porque
 el viejo mayordomo se olvidó de ella para correr
 donde Gabriela y darle la triste noticia .
     Cuando él se fue Gabriela rompió a llorar como
 una chiquilla . Había tenido hasta entonces, la fuer-
 za de los cantiles que soportaban el golpe de las
 ST
 olas . Los momentos de paz que habían sido leves,
 no pudo disfrutarlos porque sentía que males ma-
 yores vendrían alguna vez a continuar golpeando,
 como el mar, su corazón . ¿Cómo pudo entonces
 ser dueña de su conciencia y de su voluntad si
 estaba atada al destino de un hombre que llevaba
 tras sí el sello de la persecución?
    Por eso, cuando al fin quiso detenerse en un
SY


 remanso de paz que deseaba con toda su alma,
 se rindió al cansancio de la eterna aprensión ya
 que su cuerpo le negaba apoyo aunque fuese para
 anunciarle una pena mayor .
    Todo el día estuvo luchando con la tristeza y
 el desaliento que la invadían . Hubiera querido ir

                                                  1 89
de .cundeamores» que daba sombra al pozo, un
  día se secó . Y así pareció que el dolor de Gabriela
 impregnaba las cosas con un aliento fatídico y mis-
 terioso .
     A veces llegaba su tío Agustín, escapado mila-
 grosamente de caer prisionero gracias a la habi-
 lidad de Daniel y al valor de Chanita que se negó
 a delatarlo a pesar de las torturas a que la some-
 tieron, y la consolaba con palabras de esperanza
 que ella sabía que eran engañosas . Porque él se
 sentía cobarde para decirle la cruel verdad, el
 destino fatal que esperaba al infeliz revolucio-




                                   O
 nario .
     Un día, compadecido de su dolor silencioso,
 prometió hablarle al Teniente Hinestroza, con
 quien lo ligaba cierta amistad, para que le conce-
 diese una entrevista . El era el guardián de Daniel
   O
 y podría ablandarse su corazón ante el ruego de la
 mujer que callada e inútilmente seguía amando .
     Esta vez lo pasó embargada por el soplo sutil
 de una esperanza . Pero al llegar la noche parecía
 nuevamente cansada de la lucha y cerró los ojos
 al sueño como un consuelo final que la arrastrara
 ST
 a la voluntad de Dios .

                       f   •   k



    Una mañana, antes de que Arturo Delvalle se
 fuera al trabajo entró Alicia a su alcoba y le dijo :
    -Papá, el Gobierno asaltó una casa en Boyaín
 y cogió preso a Daniel . Dicen que lo van a fusilar .
SY


    La buena estrella había salvado al viejo em-
 pleado de que Urdaneta pudiera encontrar en su
 casa indicios de estar mezclado, en alguna forma,
 en los sucesos de la rebelión . El sagaz militar no
 estaba seguro del sitio de que había salido la mula-
 ta Chanita la noche aciaga de su captura . A esa

                                                  191
cultivando caña, rodeado de plácidas colinas y
 quietas florestas, con la riqueza de los bosques
 y el manantial de estrellas por techumbre, ella no
 hubiese tenido que sentir la rotura de su corazón,
 y su propia vida sería dulce y serena como las
 alboradas en el mar .
     Ella no podía concebir cómo Daniel buscaba
 la muerte en una aventura de guerra que no lle-
 gaba a un práctico final . ¡Si hubiese sido por con-
 quistar tierras, por aumentar sus caudales, por
 merecer un amor! Pero no, en su obstinación se
 impuso la responsabilidad de destruir un régimen




                                  O
 que no se había cruzado aún en su camino .
     ¡Nada de lo que había hecho le enseñó a ser
 prudente! ¡Oh, Daniel, cómo te equivocaste hasta
 caer tan hondo!
     En las ramas de un naranjo florido cantaba un
   O
 azulejo . Ella lo miró saltar jubiloso en el follaje
 tachonado de azahares y se detuvo a observarlo .
     ¡Oh, no! ¿Por qué había sido tan ciega? ¿Cómo
 pudo pensar que la jornada de Daniel era inútil
 si con ella se buscaba la libertad? ¿Cómo podían
 vivir los hombres enjaulados en las rejas de una
 ST
 tiranía, si afuera estaban el aire y la tierra y el
 mar para trabajarlos y amarlos sin que la volun-
 tad de uno de ellos se opusiera?
     ¡Qué noble filosofía encerraba el azulejo en el
 naranjo florido! Su padre, al notar que ella se
 paraba a contemplarlo, preguntó :
     -¿Qué te pasa, hija mía? ¿Ya te arrepentiste
 de ir?
SY


     -No, papá. Al contrario . Vamos pronto, antes
 de que se vaya el General .
     Cuando llegaron al Cuartel, el propio Urdaneta
 les salió al encuentro, y al conocer el objeto de la
 visita, él mismo los condujo a la celda donde es-
  taba Daniel .

                                                  1 93
Ella era profundamente religiosa y creyó en
 sus frases alentadoras .
    -Que El oiga tus palabras - respondió.
    El tiempo corría y era preciso despedirse . Da-
 niel los acompañó hasta la puerta de su celda, y
 cuando se iban, ella le preguntó con un leve tem-
 blor en la voz :
    -Y ella . . . ¿no ha venido?
    El le respondió con la cabeza que no, y vio
 tanta dicha en sus ojos que sintió no haber avi-
 vado ese fuego lento de amor que encendió en sus
 primeros años . En ese momento fugaz, Alicia apa-




                                 O
 recía ante él con el ropaje de una novia doliente
 y silenciosa .
    Cuando llegaron al portón, el viejo Delvalle
 inquirió por el General Urdaneta .
    -Está en audiencia con el Coronel Alzuru -le
   O
 contestó un ordenanza .
    Y tuvieron que irse y esperar mejor ocasión
 para solicitar el salvoconducto.
    Las noticias que llegaban a la ciudad en rela-
 ción con los movimientos del Coronel Herrera eran
 alarmantes . El entusiasmo en los pueblos del in-
 ST
 terior se desbordaba, y sin interrupción iban los
 hombres a enrolarse en las filas libertadoras .
    El ejército montaba ya a mil quinientos hom-
 bres entre los cuales figuraba la guarnición de
 Natá al mando del aguerrido Coronel José Antonio
 Miró, que anteriormente se había distinguido en
 las campañas del Perú . Figuraban además el Ge-
 neral José de Fábrega, el Comandante Mariano
SY


 Arosemena, don Sebastián Arze, que había esca-
 pado de la ciudad a raíz de la muerte de su hijo,
 el Comandante Juan de la Cruz Pérez y don Justo
 Paredes, ex Prefecto .
    Mientras tanto, Alzuru continuaba su obra ne .
 fasta de crímenes .

                                               1 95
canso eterno, porque ya no abrigaba esa fe reli-
 giosa que un día la hizo resignada para recibir
 la desolación de una amargura .
    Era inútil ya que pudiera asirse a una mano
 leal, porque todos tenían miedo de un gesto que
 los delatara, todos se empeñaba en huir de la
 caridad que bien salvaría a un alma de la desespe-
 ración como también la precipitarían a la muerte .
    Por eso esa mañana, después de haber pensado
 y soñado su destino, creyó haber encontrado el
 sendero que la llevaría a su anhelo final .
    Iría al arsenal y buscaría al Teniente Hines-




                                 O
 troza . Ella no creía que él fuese tan innoble para
 rechazar su petición de indulto . Por el amor que
 le profesaba, por ese amor que tuvo la constancia
 a pesar de su ingratitud, él no dejaría que ella
 sufriera, no, él no tendría valor para olvidarla y
   O
 dejarla morir de desesperación y abandono .
    El alma parecía llenársele de gratitud, y cuan-
 do llegó al Cuartel, entró con la seguridad de
 haber vencido con sus lágrimas y con su piedad .
    El ambiente estaba caldeado de angustias, por-
 que nadie tenía tranquilidad en la conciencia . Los
 ST
 soldados la miraron con desconfianza, porque se
 sospechaba de todos : ¡el amigo de la amiga, el
 hermano de la hermana, el padre del hijo!
    Todos temían ser delatados y todos eran dela-
 tores, no porque pertenecieran al partido de Al-
 zuru sino porque temían las represalias y busca-
 ban un pretexto para asegurar sus vidas .
    !Cuántos ojos se quedaron secos de llorar y
SY


 cuántos cabellos encanecieron en una sola noche!
    Gabriela se sintió arrepentida de su audacia .
 Los soldados seguían mirándola recelosos, y ella
 tuvo intenciones de huir . Pero cuando se proponía
 hacerlo apareció en una de las puertas laterales
 del vestíbulo el Teniente Hinestroza .

                                                197
ofrecer hasta su vida en cambio de la libertad
 de Daniel .
    -Ud . puede evitar esa injusticia, Teniente Hi-
 nestroza -respondió con voz apagada- . Los car-
 gos que se le imputan no tienen pruebas para
 que se le condene ciegamente . Ud . es más religioso
 y yo sé que Dios es muy grande para premiar la
 nobleza de su alma . ¿Se manchará con la sangre
 de un inocente?
    -La justicia, Gabriela, es una sola, y está en
 este Cuartel . Me pide que la viole, que rompa mi
 juramento de soldado, que destruya el código de




                                  O
 honor, basado en sentimientos de humanitarismo .
 Pero, olvida que si se hubiesen llevado a cabo
 los planes de Montenegro, ¿cuántas madres no
 llorarían hoy la desaparición de sus hijos, cuántas
 viudas la de sus esposo, cuántas novias como Ud.
   O
 la de sus novios? Me pide la vida de un reo conde-
 nado a muerte, de un traidor que ha atentado
 contra la seguridad de mi patria que es también
 la suya, de un hombre a quien se me ha confiado
 porque creen en mi palabra de soldado y en mi
 ST
 rectitud de patriota . ¿Y Ud . Gabriela, quiere que
 lo olvide todo, que destruya mi vida pasada, que
 levanté con desvelos y sacrificios, para satisfacer
 los deseos de su corazón? Además -prosiguió
 Hinestroza- el General Urdaneta me lo confió
 y si yo accediera a su petición, él comprenderla
 que había sido débil por Ud. y tarde o temprano
 pagaría la culpa de los dos .
    -No me importa mi vida si la de Daniel está
SY


 en peligro .
    -¿Tanto así lo quiere? ¿No ve que él pien-
 sa más en la gloria de su patria que en el amor
 que le ha inspirado?
    -Ud . parece odiarlo . ¿Por qué es tan cruel?
 ¿Qué mal le ha hecho?

                                                  199
-Ud Gabriela -dijo quedamente - es una
 mujer comprensiva y sagaz . ¿No ve acaso que
 quien la mira por primera vez no puede olvidarla
 nunca? ¿Por qué pretende salvar de la muerte a
 un hombre que su fiel mulatita delató? Ayer no
 más sentía desconfianza por él . Ud . no me puede
 negar que le dolía ese gesto muy natural en él
 de posponer la dicha de su amor por el peligro de
 las aventuras revolucionarias . ¿Por qué quiere
 ahora que ofrezca una ilusión si ya el destino quiso
 separarlos?
    -Eso fue antes, Teniente - contestó ella con




                                  O
 hondo acento de amargura-. Estaba ciega, ciega
 de amor, y no comprendía la sublimidad de su
 alma, el sacrificio de su propia vida en aras de esa
 patria que Uds . están traicionando . Pero ya he
 visto la verdad y creo que debo salvarlo .
     -¿Para bien de su amor y deshonra de su
    O
 nombre?
     -No sé lo que piensa de ello, pero lo que sí
 le aseguro es que Dios premiará su acción.
     -Yo no quiero bienaventuranzas en el cielo .
     -¿Entonces qué pretende?
  ST
     -Hace poco me dijo Ud . que sólo ansiaba sal-
 var la vida al reo para tranquilizar su conciencia,
 aunque tuviese que ofrecer su vida . Ud . Gabriela,
 debe haber pensado mucho lo que dice, y ni él,
 que cree amarla tanto, piensa el daño que sus
 palabras le causan . Porque por encima del amor
 que le profesa, están sus compromisos con la pa-
 tria. ¿Si yo le concedo la libertad, seguirá Ud .
SY


 atada a él? Tendría la suficiente entereza de carác-
  ter para amoldarse a una situación molesta en
  la cual siempre, como un fantasma, surgiría el
  recuerdo de su gesto? ¿Acaso no le duele el cora-
 zón al pensar que él fue cobarde para atarla a
  su destino?

                                                  20 1
nal, contemplaba la salida de la escuadra que al
 mando del General Urdaneta iba en busca de
 la flotilla del Coronel Herrera, mandada por el Co-
 mandante George .
     Sobre su mesa de trabajo reposaban los partes
 de sus oficiales, algunas sentencias en espera de
 su firma y otros detalles relacionados con la cam-
 paña.
     El alma de Alzuru era negra como la noche . La
 indecisión comenzaba a quebrantar su voluntad
 antes férrea, y por todas partes creía ver descon-
 fianza, traiciones .




                                  O
     Las noticias que le traían del campo enemigo
 eran cada vez más desalentadoras . La marcha del
 ejército libertador hacia la capital continuaba con
 ímpetu arrollador . En la hacienda de Bique, en
 las sabanas de Bernardino, don Carlos Icaza y
    O
 don Luis Lasso de la Vega le habían proporcio-
 nado caballos, y de la ciudad salían frecuente-
 mente hombres a engrosar sus filas, a pesar de la
 vigilancia de los guardias .
     El ruido de la puerta que se abría, le hizo
  ST
 volver la mirada . Era su Secretario Privado, el
 Doctor González, que entraba .
    -¿Su Excelencia tiene algo que mandar? - le
 preguntó temeroso .
     -Venga y siéntese junto a mi mesa -respon-
 dió él con ceño torvo- . Tendremos que trabajar
 mucho . ¿Ya despacharon los partes para nuestras
 avanzadas?
    -Se hizo como Ud . lo mandó, Excelencia.
SY


     -¿Qué informe ha rendido Estrada de los sol-
 dados que mandó asesinar al traidor Herrera?
    -Desgraciadamente fueron descubiertos antes
 de que llenaran su cometido .
     -¡Imbéciles! Bien merecieron su muerte .
     -Perdone, Excelencia .

                                                203
quiere ni aunque lo sometan a los más crueles
 tormentos, porque él sí es un hombre valiente, a
 pesar de que es mi enemigo . l Y ésos son los hom-
 bres que yo necesito, no los que aquí tengo que
 en vez de pantalones deberían llevar faldas!
     -Es verdad, Excelencia .
     -Déjese de cuentos, González, y sepa que lo
 que mis ojos ven es un grupo de traidores . El
 tiempo pasa y nuestra seguridad peligra . Dígale
 a ese bandido de Estrada que quiero vivo o
 muerto a Herrera . Mientras él se dedica a aterro-
 rizar a unos niños, el autor principal se acerca




                                  O
 a la ciudad . ¿Tendré necesidad de salir a buscarlo?
     -Oh, no, Excelencia . Ud. es muy digno para
 que se constituya en carcelero de un bribón . Inme-
 diatamente voy a transmitir sus órdenes .
     El secretario quiso aprovechar, el momento
   O
 para salir escapando de la furia que Alzuru desen-
 cadenaba sobre su cabeza . Pero él lo detuvo con
 un gesto :
    -No se vaya, que lo necesito . Vamos a des-
 pachar estos asuntos que están pendientes . Sién-
 ST
 tese .
     González acercó la silla a la mesa . Alzuru co-
 menzó a leer la lista de los condenados a muerte .
    -¿Cómo se llama el prisionero?
    -Daniel Montenegro, Excelencia .
    -¿Y cómo no está en la lista?
    -Porque el General Urdaneta pensaba que él
 podía dar ciertos detalles que nos interesan, a
 cambio de su vida .
SY


    -¡ Otro pazguato que cree en la debilidad de
 los hombres! Ponga en seguida su nombre para
 que lo fusilen dentro de tres días . Vamos a some-
 terlo antes a las torturas del hambre .
    -¡Su Excelencia es un genio!
    -i Y a Ud . sólo le faltan unas orejas muy gran-

                                                 2 05
-¿Y hará la ejecución de noche?
    -¡Mejor! ¡Así a la luz de las estrellas, les pa-
 recerá más sentimental el adiós a la vida!



    El 22 del mismo mes, la escuadra enviada por
 Alzuru atacó al Coronel Herrera en las márgenes
 del Río Grande .
    El Comandante George, que dirigía las opera-
 ciones, resistió el ataque contra una cañonera, una
 lancha y cinco canoas que lanzó Urdaneta con




                                 O
 relativo éxito .
    Las fuerzas libertadoras se defendieron brava-
 mente, pero una de sus naves encalló en uno de
 los numerosos bancos de arena del río, y Herrera
 tuvo que desempeñarse con heroísmo y habilidad
   O
 para salvar a sus soldados de un desastre .
    La noticia de la victoria de Urdaneta enardeció
 los ánimos en la ciudad . Las esperanzas de unos
 se mezclaban con los temores de otros.
    En los hogares istmeños reinaba un caos enlo-
 quecedor; los «desguazadores» buscaban presas en
 ST
 quienes saciar su sed de sangre ; los soldados,
 ebrios, corrían en sus caballos a galope, de uno
 a otro confín de la ciudad, celebrando el triunfo
 prematuro .
    En el patio del Cuartel de Chiriquí se había
 reunido la turba de militares y escasos amigos de
 Alzuru que ¡barra felicitar al tirano .
    Entre ellos no faltaba esa clase de esbirros,
SY


 formada por mulatos del arrabal, genuinos expo-
 nentes del pueblo istmeño, que por temor o por
 dinero, o por saciar venganzas injustas en los pa-
 tronos o amos, eran partidarios de la tiranía.
    Alzuru gustaba de la lisonja, y ese espíritu de
 vanidad que siempre anidó en su alma, encontró

                                                 2 07
!Como un rayo improviso de luz, le vino en.
 tonces el recuerdo de Chico, dei fiel Chico Guerre-
 ro que seguramente los ayudaría! Y como el
 momento no era de indecisiones, apenas llegó a
 su casa, engañó a su padre con un pretexto baladí
 y se fue a «La Estrella del Istmo» .
    Con el advenimiento de la tiranía, la popular
 tienda de Guerrero había perdido mucho de su
 prestigio. Una tristeza amarga la invadía al caer
 la noche, cuando las calles se iban quedando oscu-
 ras y en silencio. Ya el banco de la carnicería
 estaba sumido en un letargo piadoso; las mesas,




                                 O
 los mostradores, todo el salón que abrigaba ani-
 madas tertulias, estaban llenos de una melancolía
 que al mismo Chico y a Rudecinda los llenaban
 el alma de infinito pesar .
    Cuando Alicia llegó, los dueños, sentados en
   O
 sendos taburetes en el portal que daba al patio,
 callaban por no hablar de los infortunios que los
 consumían.
    -Niña Alicia, ¿es usted? - exclamó Chico con
 la sorpresa pintada en el rostro .
 ST
    -Ya ve, Chico, en la situación en que me en-
 cuentro . Ud . no sabe lo que he sufrido en estos
 últimos instantes . Sólo Dios ha querido conservar-
 me la vida, y sin embargo, no por eso he dejado
 mis temores.
    -! Qué infamia, Virgen Santísima, se está co
 metiendo con nosotros! - exclamó encolerizada
 Rudecinda-. Pero ya les llegará a ellos la hora
 de pagar sus culpas . Nuestro amado Coronel He-
SY


 rrera no tardará en entrar en la ciudad .
    -Calla, calla, Chinda, que las paredes tienen
 oídos y en el momento menos pensado caen los
 criminales «desguazadores» sobre nosotros y en
 un abrir y cerrar de ojos nos rematan .
    -Tiene razón, Chico - dijo Alicia con triste
                                                209
Chico quedó un rato pensativo, y de pronto,
 dándose con la mano en la frente, exclamó
    -¡Ya está el asunto arreglado, niña Alicia!
 Rudecinda se va ahora mismo a su casa y le avi-
 sará a su padre y a su tía que apenas caiga la
 noche, se vayan a la playa de Trujillo y me es-
 peren .
    -¿Y si los sorprende una patrulla?
    -Ellos pueden disimular haciéndole alguna vi-
 sita a algún vecino .
    -¿Y yo?
     -Ud . s e quedará tranquila en esta casa mien-
 tras yo busco la balandra . Necesita de reposo para




                                  O
 soportar los peligros que pronto la rodearán .
    -¡Pero si yo no tengo nada! ¡Es preciso que
 vaya a mi casa a buscar ropa!
     -La ropa la tiene aquí .
     -¿La de Rudecinda? - inquirió ella con ironía .
   O -La mía. Ud . en adelante será un simpático
 marinerito . Vaya aprendiendo a decir unas cuan-
 tas palabritas vulgares por si acaso la sorprende
 un «desguazador» .
     Alicia abrió los ojos inocentes, en un gesto de
 ST
 sorpresa .
     -Pero Chico, ¿por qué no huimos mejor por
 la Puerta de Tierra? Si usted quiere disfrazarme
 de marinero, bien puede hacerlo de campesino .
     -Imposible, niña Alicia . Ud . no sabe cómo
 está de vigilada esa salida . Al primer paso que
 diéramos nos cogerían a todos y nos fusilarían .
     -¿Y acaso no vigilan con el mismo celo la
  costa?
SY


     -Ahora no, porque el General Urdaneta cargó
  con casi todos los buques para el Río Grande. La
  balandra que tengo contratada está en Boca de
  la Caja . Esta noche se acercará a la orilla y noso-
  tros andaremos listos para abordarla .
                                                   21 1
Chico tomó el borde de la falda de ella y besán-
 dolo exclamó
     -¡Bendita sea Ud . una y mil veces, mi niña!
     -No haga eso, por Dios, y preparémonos que
 la noche se nos viene encima .
     Cuando Rudecinda regresó con el consentimien-
 to de Don Arturo encontró a Alicia vestida de ma-
 rinero, y a fe de todos se veía linda y airosa con
 su ropa masculina . La abrazó entonces con lágri-
 mas en los ojos y Chico, que no gustaba de las
 escenas enternecedoras, le dijo :
      -Vamos, mujer, no llores que eso es señal de




                                   O
 mal agüero . Y Ud ., niña Alicia, no se amilane y
 siga mis pasos aparentando que no me conoce .
      Guerrero se echó a la calle y detrás siguió in-
 trépida la muchacha .
      La noche era tranquila y en el cielo brillaban
    O
 las estrellas . Una brisa suave y fresca bajaba del
 Ancón despeinando las solitarias y enhiestas pal-
  meras . El mar, oscuro y silencioso derramaba sus
  olas sin rumor en los pequeños arenales de la
  costa .
      Alicia seguía a duras penas la marcha forzada
  ST
  de Chico, atormentada por ideas desalentadoras .
  Su padre tal vez no habría comprendido las seña-
  les ; afectado por la edad confundiría, en las som-
  bras, las calles y las casas ; la misma tía Mariquita
  lo orientaría mal en medio de la zozobra ; ¡tal vez
  una ronda los habría sorprendido, obligándoles a
  confesar las causas de la fuga y ellos, llenos de
   panico, delatarían a todos!
SY


       «¿No tendría aún tiempo de evitar el desenla-
   ce?», se preguntaba su espíritu desviado .
       «¡Tengo que salvarlo antes de que sea dema-
   siado tarde!», repetía semiinconsciente .
       Y entonces echó a correr en dirección a la pla-
   ya por una vereda distinta a la que seguía el ten-

                                                    213
-¿No me engaña, Chico? - preguntó ella ado-
 lorida .
    -¿Por qué va a dudar ahora de mí, si Dios
 quiere que salve a la patria?
    El capitán ordenó alzar la mayor y la balandra
 dando un tumbo sobre las aguas enfiló mar afuera .
    -¡Adiós, mi niña! -gritó Chico emocionado .
    Y ella, que estaba asida a las jarcias de la
 nave, sin prestar atención a su padre y a tía Mari-
 quita que preparaban el lecho en la cubierta, no
 pudo responderle porque estaba llorando .
    Era porque su pensamiento volaba hacia una




                                   O
 celda inmunda donde se consumía el hombre a
 quien había entregado su alma sin ser compren-
 dida . Allí se iría muriendo con lentitud de las
 horas que suenan y no llegan nunca ; con la angus-
 tia de oír las descargas y no sentir el plomo en sus
 carnes ya cansadas ; con la tristeza de sentirse olvi-
   O
 dado en los momentos en que necesitaba más de
 una palabra de amor.
     i Todo acabaría para él : glorias, riquezas, es-
 peranzas, vida! Y ella tendría que soportar la
 ingratitud de los recuerdos que la azotaban in-
 ST
 clemente, con el silencio cómplice que le daba su
 resignación .
    Se sentó luego junto a la borda con la mirada
 perdida en las sombras que ocultaban la ciudad,
 mientras su padre refunfuñaba en voz baja :
    -Si yo fuera rico . . .
    Y se fue quedando dormida bajo el murmullo
 de las aguas serenas y el soplo escalofriante del
SY


 viento .


    Creció la luz del amanecer en los horizontes, y
 en la celda del prisionero se difundieron los pri-
 meros resplandores .

                                                   21 5
y persecuciones, había cegado de un soplo las dul-
 ces promesas de amor, de ese amor que nació con
 todo el aliento de su vida, y que estaba condenado
 a perecer .
     Después de la prisión de Daniel, ella creyó, por
 un momento, que las fuerzas avasalladoras del Co-
 ronel Tomás Herrera llegarían a tiempo de salvar-
 lo . Pero el General Urdaneta, con un golpe de
 audacia y aprovechando una maniobra infeliz del
 Comandante George, se había lanzado en las aguas
 del Río Grande asediándolo contra la ribera, y
 finalmente dispersándolo .




                                 O
     La noticia de la victoria cayó en Panamá como
 una bomba . ¡El General Urdaneta ha derrotado
 a las fuerzas invasoras ! ¡El enemigo en plena de-
 rrota ! ¡Un golpe más y se rendirá !
     Esas calles cobraron una falsa animosidad, ex-
   O
 citadas por las bandas de «desguazadores» que
 demostraban eterna sed de venganza .
     ¡Ahora verían los istmeños cómo iba a ser pul-
 verizado su ejército! i Ahora contemplarían en
 toda su plenitud la fuerza invencible del Gobierno
 ST
 a quien osadamente Herrera había querido opo-
 nérsele 1 ¡Ahora sabrían lo que era la formidable
 maquinaria que así como arrasaba soldados des-
 truía conciencias !
     El comienzo de la guerra había sido propicio
 a la tiranía . El primer encuentro demostraba a
 las claras que los imberbes soldados del Coronel
 Herrera no habían podido soportar el choque con-
 tra los maduros guerreros que dirigía Urdaneta.
SY


     Entonces salió Alzuru de la ciudad al mando
 de novecientos hombres .



    El día amaneció nublado . Una ligera llovizna

                                                 217
Alguna vez, cuando la revolución hubiese sido
 ahogada, él le llegaría a contar los últimos días
 del prisionero, y sentiría el placer de torturarla
 como ella un día torturó sus quimeras .
     Pero llegó el 25 de agosto, y las noticias que
 venían del frente comenzaron a llegar en medio
 de una espantosa zozobra . Una gran batalla se es-
 taba llevando a cabo en la Albina de Bique. Las
 fuerzas sutiles del General Luis Urdaneta habían
 acosado sin cesar al Coronel Herrera, quien se
 mantenía a la defensiva .
     El pueblo se lanzó a la calle, a las plazas, a los




                                  O
 cuarteles, ávido de noticias. El pánico comenzaba
 a apoderarse de las guarniciones .
     Nadie sabía lo que estaba ocurriendo a pocas
 millas de la ciudad .
    Al mediodía llegó un soldado de las fuerzas
   O
 de Alzuru . Venía cubierto de lodo, extenuado por
 la dura jornada . Las tropas comenzaban a ceder
 ante el empuje de los veteranos de Yaguachi, y
 Alzuru trataba de retirarse hacia la hacienda de
 Cárdenas, pero el fango impedía la rapidez de sus
 ST
 movimientos .
    Las horas pasaban en medio de una cruel in-
 certidumbre y sobre la ciudad cayó un velo de
 indecisión . La lluvia cesó de pronto pero el cielo
 continuó oscurecido como si se tratara de rodear
 el ambiente de misterio .
    En las esquinas y portales se formaban corri-
 llos tratando de comentar las incidencias de la
 batalla . Los rumores de que los soldados de la tira-
SY


 nía habían sido despedazados, de que Urdaneta
 venía desesperado hacia la ciudad con el fin de
 organizar la defensa, de que Alzuru huía en deman-
 da de las selvas para salvarse de la captura, llena-
 ban los ámbitos de la ciudad .
    Algunos corrían a los cuarteles, otros hacia la

                                                   2 19
cedente de las líneas de Alzuru comenzó la cara-
 vana incesante a arribar en caballos que parecían
 caerse de cansancio, en carretas tiradas por bue-
 yes, a hombros de aquellos que aún soportaban
 el peso de la retirada . Algunos iban desmayados,
 mezclada la sangre de sus heridas con el lodo, bajo
 la frialdad de la lluvia que no cesaba de caer . El
 hospital estaba colmado . No había vendajes y mu-
 chos morían sin recibir el primer auxilio .
     ¡Tres días antes, cómo gritaba y amenazaba la
 soldadesca que venía ahora a implorar clemencia!
 ¡ Entonces no se compadecía de la pobreza del pue-




                                   O
 blo, de las lágrimas de las mujeres, de los ayes de
 los niños!
     ¡Tres días apenas que a Gabriela le parecieron
 tres años! ¡Pero después habían venido una serie
 de combates, de batallas, de ataques desesperados .
    O
 Las tranquilas aguas del Río Grande, las llanadas
 del Aguacate, los campos anegadizos de Bique ya
 no tenían la sugestión de los paisajes . Ahora esta-
 ban teñidos en sangre, olientes a pólvora, estreme-
 cidos por las interjecciones militares y los gritos
  ST
 de dolor de los moribundos . Por donde antes tran-
  sitaban los campesinos con sus carretas llenas de
 provisiones, pasaban ahora los soldados iracundos,
  los cañones pesados, los caballos con sus bocas
  cubiertas de espuma, en un incontrolable deseo de
  destruir, de matar, de arrasar .
     En la tarde del 25 de agosto llegaron noticias
  más precisas . Ese mismo día, a las tres de la ma-
  nas, el ejército de Alzuru había roto el fuego,
SY


  secundado por los soldados de la escuadrilla de
  Urdaneta . El Coronel Herrera había contestado
  al ataque y aunque el batallón Ayacucho, defensor
  de la tiranía, probó a lucir sus antiguos bríos, fue
  contenido por las avanzadas del valeroso Yaguachi
  y de la columna Protectora . Alzuru no había con-

                                                   ?11
-¿Uté no sabe que todavía hay sordaos en el
 cuarté? Ta uté bucando que la maten y er niño
 Danié no la vaya a vé má .
    .Este mulato se ha vuelto muy insoportable»,
 decía ella para sus adentros . El no conocía el
 carácter de Hinestroza para pensar que estaba
 martirizando al prisionero, con ese espíritu ven-
 gativo que lo cegaba . Daniel tal vez se estaba
 muriendo de hambre y de sed, en esa celda fría
 que el mar golpeaba con lúgubre acento.
    Ella nunca había estado en una cárcel, pero se
 imaginaba que debía ser un suplicio, ya que Cha-
 nita le relató las horas angustiosas que pasó cuan-




                                  O
 do fue encarcelada . ¡ Y eso que apenas fue un
 corto lapso! ¡Ahora aquellos que no volvieron a
 ver nunca más el sol y que tuvieron el océano por
 tumba !
    ¡Pero no! ¡Daniel no podía estar moribundo!
   O
 ¡El era un hombre fuerte y cualquier cosa habría
 hecho para no morir de inanición!
    ¿Qué sería de ella, después de todo, si él moría?
 La idea resultaba demasiado inoportuna para to-
 marla en consideración .
 ST
    Uno de los soldados que venía en busca de refu-
 gio pasó por el portal y ella corrió a detenerlo por
 una manga del uniforme .
    -Dígame, por favor, ¿ya viene el ejército de
 Herrera? - le preguntó .
    El se encogió de hombros, como cansado de la
 marcha y de tener que contestar algo . Poco des-
 pués siguieron pasando otros y ella los llamaba
 suplicante, pero nadie le hacía caso . Algunos son-
SY


 reían con tristeza al verla tan linda y con la ansie-
 dad demostrada en sus gestos . Después seguían
 con pasos vacilantes, llenos de lodo, de pólvora, de
 sangre, con los zapatos rotos y el vestido en ji-
 rones .

                                                  223
La sorpresa de una transición tan rápida tenía
 anonadada a la ciudad . No creían que la tiranía
 tan sangrienta como había sido la de Alzuru fuese
 aplastada en tan poco tiempo . Cuando estaban
 abatidos por las persecuciones, los asesinatos, los
 destierros, se imaginaban que su destrucción re-
 quería una lucha titánica, algo así como un sitio
 a la ciudad, asaltos a los cuarteles, combates sin
 piedad, en donde tenían que parapetarse tras las
 casas, las murallas, los patios llenos de maleza .
 Y ahora sucedía que una victoria bastaba para
 destruir esa maquinaria formidable que reinó en
 el Istmo por breves meses .




                                 O
     Gabriela no debía, pues, sorprenderse del es-
 tado asombrado de la capital . Largo tiempo per-
 maneció recostada en un pilar de la casa sin oír el
 más leve rumor. Su padre, cansado de la zozobra,
 se había acostado .
   O Tenía intenciones de entrar en la casa, cuando
 oyó de pronto un tumulto en dirección de la plaza
 Mayor . Y antes de que Goyo se diera cuenta y la
 detuviese, se lanzó ansiosa con la esperanza de
 la llegada del ejército libertador .
 ST
     De muchas casas comenzó a salir la gente . No
 sabían si se trataba de organizar una resistencia
 o de la huida final . Muy pronto los últimos solda-
 dos que estaban de guardia en los cuarteles aban-
 donaron sus puestos . Todos trataban de eludir el
 encuentro con las fuerzas de Herrera . Y fue cuan-
 do el pueblo comprendió que la derrota de Alzuru
 estaba confirmada y que la tiranía había dejado
 de existir . El propio General Urdaneta, el Secre-
SY


 tario Privado doctor González, Francisco Arau-
 jo, Manuel Estrada, cayeron en manos de los
  istmeños que trataban de restablecer el orden en
 la ciudad que despertaba a la libertad .
     Gabriela avanzaba entre el tumulto con la an-

                                                2 25
-¡Déjenme pasar -gritaba enfurecida-, dé-
 jenme pasar! ¡Cobardes!
    Pero nadie le hacía caso porque todos trataban
 de buscar una salida por alguna parte .
    Varias veces estuvo a punto de rodar por el
 suelo y otras tantas se vio sostenida por alguien
 que, inconscientemente la empujaba levantándola
 sobre la marejada de cuerpos jadeantes .
    Al fin, después de una lucha tremenda, con el
 cabello suelto y la ropa desgarrada, pudo salir a
 un claro en el momento en que aparecía un mili-
 tar. Gabriela lo reconoció en seguida, a pesar de




                                   O
 que su rostro estaba desfigurado por el terror.
    -¡Gonzalo, Gonzalo! -clamó agarrándolo por
 los hombros- . ¿Y Daniel?
    El se volvió asombrado .
    -¿Daniel Montenegro? Allá quedó en la cárcel,
   O
 esperándola . Vaya pronto antes de que lo mate
 la alegría - respondió torpemente .
    Gabriela tuvo miedo de que la engañase y quiso
 correr tras él para inquirirle sobre más detalles .
 Pero Hinestroza no se detuvo, ansioso como esta-
 ba de llegar pronto a la playa y escapar en un
 ST
 buque antes de caer en manos del enemigo .
    Ella sintió entonces que su odio cobraba nue-
 vos ímpetus, y siguió avanzando entre las sombras
 de la tarde.
    Al llegar a la plaza apareció la mole del Cuartel,
 oscura, tétrica . Las lluvias habían formado gran-
 des pantanos y tuvo que hacer un esfuerzo supre-
 mo para no hundirse en el fango . Los zapatos
SY


 humedecidos, el traje en jirones, cansado el cuer-
 po como si la hubiesen azotado ; en otras épocas
 se hubiera dejado caer al suelo y allí hubiera
 dormido el resto de la noche hasta que la desper-
 tase el sol. Pero estaba sola, sin un blando lecho
 que la acogiese entre la blancura de sus sábanas

                                                  227
baladizas y las subió como una exhalación . Por
 todas partes reinaba el silencio .
     -¡ Daniel! ¡ Daniel 1 - comenzó entonces a gri-
 tar- . ¿Dónde estás?
     ¡ Y el eco respondía al trágico llamado 1
     Parecía que el Cuartel estaba poblado de fan-
 tasmas . A través de las rejas se colaba un aire
 frío que daba la sensación de la muerte .
     Al fin, después de una búsqueda angustiosa,
 llegó a la última celda cuya puerta estaba abierta,
 y se acercó llena de esperanzas.
     Ya el ejército libertador del Coronel Herrera




                                 O
 penetraba en la ciudad, que se había rendido sin
 disparar un tiro, y las primeras avanzadas llega-
 ban a la plaza en el momento en que se oyó un
 grito pavoroso dentro del cuartel.
     Los soldados, que tenían alma de acero, no
   O
 pudieron evitar un estremecimiento, y uno de ellos,
 más audaz, se atrevió entonces a penetrar en el
 edificio y llegar hasta la fatídica celda .
     De pronto se oyó una carcajada y el soldado
 retrocedió lleno de horror. Ante él apareció Ga-
 ST
 briela, pálida como un sudario, con el cabello
 suelto y la mirada perdida, y en la boca un rictus
 de sarcasmo . Al notar su presencia, preguntó :
     -¿A quién busca, a Daniel?
     Y como él no respondía porque el terror lo
 paralizaba, ella prosiguió :
     -Dígale al Coronel Herrera que ahora no pue-
 de recibirlo, porque está dormido .
     Ya la noche había caído completamente y las
SY


 sombras invadían el Cuartel . En la lejanía sona-
 ban las dianas .
     Y su rumor llevado por el viento, llegó dema-
 siado tarde para hacerle comprender a la mente
 desvariada de Gabriela, la inútil victoria .

                       FIN
                                                22 9
Esta quinta edición de la novela "TU




                            O
 SOLA EN MI VIDA", de Julio B . Sosa
 (1910-1946), estuvo a cargo de la Li-
 brería Cultural Panameña, S.A ., y ter-
 minó de imprimirse el mes de julio de
 1971 en los Talleres Rapid Offset, S .A .
   O
 El tiraje de esta edición es de 2,000
 ejemplares.
 ST
SY
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  • 1. -Los «desguazadores» que vienen por mí - dijo impetuoso don José María levantándose de un salto . -¡Virgen Santísima! -clamó la señora pues- ta de rodillas, implorando ante la Virgen, y baña- do el rostro de lágrimas- . ¡Sálvanos, por amor de Dios! El ilustre hombre se acercó a una de las ven- tanas con el objeto de escrutar los rostros de los recién llegados . -¿Oyes? - le dijo en voz baja a su esposa . Y ella respondió para engañar su corazón y O mitigar la angustia que la ahogaba . -Debe ser la ronda, la ronda que se va . . . De un soplo apagó la lamparita y la estancia quedó a oscuras . Pero en seguida sonó el aldabo- nazo, que cayó como un golpe de muerte sobre el alma de los circunstantes . Tomasita corrió deso- O lada hacia su madre y se arrojó llorando con desconsuelo sobre su regazo, mientras don José María iba a abrir la puerta . -Buenas noches, señores -les dijo al grupo que esperaba afuera con sus rostros patibularios ST y fieros-. ¿Qué se les ofrece? -¡Qué buenas noches ni qué niño muerto¡ -respondió el que servía de jefe- . ¡Queremos ahora mismo mil pesos o no respondemos de vues- tra vida ni de la de los suyos¡ Don José María, abrumado por el terror, corrió a su recámara y trajo no sólo el dinero pedido sino las prendas de su esposa para saciar las exi- SY gencias de la banda de criminales . Cuando ya se retiraba, uno de ellos lo tomó por el cuello y le dijo : -¡Abajo el maldecido Herrera¡ Y él tuvo que repetir el grito . La casa quedó envuelta en una penumbra de 153
  • 2.
  • 3. mañana de gloria, y el aire traía el bálsamo acari- ciador de los perfumes silvestres . Pero ella no atendía a sus quehaceres porque dejaba vagar su pensamiento en alas de los recuerdos que ahora se le hacían ingratos . Los rumores de que estaban acorralando a Daniel en alguna casa de la ciudad se hacían cada vez más persistentes . Las visitas de Gonzalo a su padre menudeaban, porque él insistía en buscar un indicio que le descubriera el escondite del que más que enemigo era su rival afortunado . Se decía que el ejército de Herrera, mediante O una hábil maniobra del Comandante Obaldía se había apoderado del Castillo de Cragres sin dispa- rar un tiro e hizo prisionero al Comandante Hand . Se contaba que Daniel era uno de los cabeci- llas que había entrado en la ciudad burlando la O vigilancia de los guardianes para levantar el pue- blo en rebelión . Se rumoreaba que estaba refugiado en una casa de distinguida familia panameña y que el General Urdaneta estaba ya sobre la pista . ST ¿Pero qué podía decir Gabriela si ella misma ignoraba los pasos de Daniel, porque él la enga- ñaba también como si fuera su enemiga? Mientras tanto la duda seguía corroyendo su corazón . No eran celos, ella misma lo aceptaba, pero una eterna congoja la abatía hasta llevarla a la desesperación . ¿Por qué Daniel la trataba así? ¿Qué lazos lo unían a Alicia Delvalle para que buscase refugio SY a su lado y evitara el encuentro con ella? El mismo tío Agustín evadía sus preguntas . -Eres muy niña para que comprendas ciertas cosas - le respondía cariñoso . Y ella tenía que aceptar en principio esa razón porque lo único que sabía era que ambos se ama- 1 55
  • 4.
  • 5. -¿No le dije, mi niña, que estaban fresquitas? ¡Si las cortaron anoche mismo! La tienda de don Antonio Escobar era un amplio bodegón situado en el barrio de Boyaín . Dueño de una apreciable fortuna, pagaba mal a sus empleados y procuraba compensar esa eco- nomía con su trato cortés y refinado . Era muy amigo de dar consejos, aún en los asuntos amorosos, en los cuales se consideraba la O autoridad que le daba el ser prometido oficial de la señorita Ramona Urriola . Aunque entre la gente del arrabal se rumorea- ba que la bella dama comenzaba a inclinarse por el apuesto Coronel Herrera, esos comentarios no O se hicieron latentes temerosos de que la vengan- za de Alzuru fuera a llegar hasta los padres de ella. Como don Antonio era lego en el arte de es- cribir y todo su interés se fincaba en los números, ST que eran los que le daban dinero, los ratos que su contador Arturo Delvalle tenía libres, los dedi- caba a redactarle las cartas a la señorita Ramo- na, que el acaudalado comerciante firmaba con sus garabatos parecidos a los jeroglíficos . Delvalle se avenía a todos los papeles que po- día desempeñar . Tan apegado estaba al puesto que ya lo consideraba parte de su vida y al arran- carlo de allí se le hubiera condenado a un letargo SY mortal. Cuando llegaba el invierno, tenía que cuidarse de que las goteras no dañases los pesados libro- tes en donde llevaba la contabilidad de la casa con esos hermosos números que no tenían rival en la ciudad . Era de ver cómo se llenaba el viejo 157
  • 6.
  • 7. bajar los sueldos de sus subalternos . Así se con- graciaba con el tirano, y sus intereses económi- cos no sufrían menoscabo alguno. Cuando don Arturo llegó a su casa y contó la miseria de su patrón, Mariquita habló de ir a in- juriarlo por su actitud ingrata . Pero Alicia, más apacible y sensata, calmó a la pobre tía con argu- mentos que pesaron lo suficiente para conven- cerla . Alicia tenía un profundo ascendiente sobre la tía Mariquita, a quien quería como una madre y aconsejaba como una hermana . Daniel, que se desesperaba ya de pasar los días en el altillo O cuando sus sentimientos eran los de lanzarse a la calle a desafiar la tiranía de Alzuru, oyó después de labios de Mariquita la tragedia económica de Delvalle . Y tuvo que callar derrotado, porque era inútil su ayuda en esos momentos de peligro, ya O que su hacienda estaba en manos del Gobierno, y por otra parte estaba seguro de que Alicia ja- más le hubiera aceptado un solo centavo . Sin embargo, no por eso se abatió el viejo . Su hija se repuso valientemente, y a pesar de las pro- ST testas de su padre instaló una dulcería que muy pronto se hizo popular entre las gentes del barrio . Cuando Delvalle regresaba cansado del traba- jo, le dolía el corazón al ver las finas manos de su hija trabajar con harina y huevos para hacer sabrosas «bicotelas» y exquisitos «merengues» . -Si yo fuera rico . . . - decía suspirando . -¿Qué harías, papá? - preguntaba ella dulce- SY mente. Y él tenía que encogerse de hombros y meterse en su cuarto porque se sentía impotente para con- testarle . Como eran tiempos de persecuciones y zozo- bras, con las primeras horas del crepúsculo, Alicia 1 59
  • 8.
  • 9. -Oh, no tanto, General - respondió avergon- zado el viejo- . Apenas alcanzo la mitad . -¿Veinte pesos? ¡Eso es inhumano¡ -excla- mo Urdaneta fingiendo indignación- . Un hombre de su mentalidad y su eficiencia no merece tan ri- dícula subvención . -Esa es la verdad, la verdad amarga - dijo Delvalle moviendo con tristeza la cabeza . -¿Y el Gobierno no lo remunera por sus ser- vicios? -Hace muchos meses deja de llamarme . Ade- más me debe.. . O Delvalle cortó repentinamente la frase, porque había notado, sin desearlo, que estaba haciéndole graves cargos a la administración. Pero el militar, que era un profundo psicólogo y llevaba a su acompañante por otro camino, son- rió con benevolencia . O-No se apene, don Arturo, y dígame toda la verdad . ¿Tiene alguna cuenta pendiente? -Sí, Excelencia . Urdaneta guardó silencio un instante, y al cabo le dijo : ST -Mañana le llevaré el dinero. ¿Dónde es su casa? -No se tome esa molestia, General, yo mismo iré al Cuartel. -Tendré infinito placer en visitarlo . -Mi humilde hogar está a tres cuadras de aquí. Es una casita verde, sembrada de arbustos en el portal. SY -Mañana en la tarde pasaré por allá . ¿Vive us- ted solo? -Con mi hija Alicia y su tía Mariquita . -Y Daniel . . . Daniel Montenegro ¿no vive ya con usted? -No, mi General . El vivió cuando era niño, 1 61
  • 10.
  • 11. tadoras de Urdaneta . El tendero miró hacia atrás sin notar la persecución de que era objeto, pero el General se lanzó en seguida tras sus pasos, tra- tando de ocultarse tras los huecos de los portones . La ciudad estaba dormida y el viento en calma . Ni siquiera el mar entonaba la romanza de sus olas, y en el ambiente de la naturaleza toda flota- ba una melancolía indefinible . Delvalle había tomado la calle Real para alar- gar la caminata . Entonces Chico atravesó audaz- mente los patios que daban a la calle siguiente, y echó a correr sin pensar que podía atraer las sos- pechas de algún sereno . O Urdaneta, asombrado de la desaparición, no atinó a seguir la pista . Tuvo que regresar malhu- morado al Cuartel, con el amargo quebranto de perder, quizá, una pista que le hubiera indicado el escondite de algún cabecilla revolucionario . OCuando Chico llegó a casa de los Delvalle, ya Alicia se preparaba a dormir, cansada de esperar su padre que seguramente había encontrado al- gún viejo amigo con quien formar tertulia en la plaza . ST El le relató la conversación que había oído en- tre su padre y Urdaneta, con todo el lujo de deta- lles de que siempre hacía gala . Montenegro oyó el rumor de voces y al reconocer a Chico bajó del altillo. Cuando se enteró de que el General ven- cría al día siguiente a entregar los sueldos atrasa- dos a Delvalle, su imaginación sagaz abarcó en seguida los motivos de tan precipitada visita y la SY manera fácil como había arreglado la cuenta, en esos días en que el erario era insuficiente para satisfacer siquiera la paga del ejército . Y como hallaba peligroso el escondite, no tuvo otra solu- ción que acudir al subsuelo. Ayudado por Guerrero, levantó cuidadosamen- 163
  • 12.
  • 13. -Es usted muy galante, General, pero estas flores crecen lozanas por la tierra y no por la jar- dinera. -Dicen que la curiosidad es innata en las mu- jeres, pero yo quiero cerciorarme de las razones que usted aduce - dijo él levantándose de la silla . Fue entonces cuando comprendió Alicia que las circunstancias que la rodeaban eran peligro- sas . Y cerrando los ojos a la realidad y el cora- zón a las emociones que pudieran delatarla, res- pondió : -Puede usted pasar, General, a sabiendas de O que nos honra con su visita . La tía Mariquita se disponía a sacar agua del pozo de brocal cuando notó que se abría la rejilla que separaba el patio de la casa . Y vio tanta in- quietud en la mirada que le dirigió Alicia, que O comprendió al instante sus deseos . Junto a ella estaba la azada que la noche ante- rior habían usado en la ingrata tarea de abrir el hueco para esconder a Daniel . Ella la cogió apa- rentando ignorar la presencia del visitante y se ST puso a remover la tierra aun fresca y húmeda . Urdaneta pasó los ojos interesados por el jar- dín profusamente florido, mientras Alicia se diri- gía con natural desenfado a la tía para que prepa- rase un fresco con las granadillas recién cortadas . Cuando se lo ofreció al General, le temblaban las manos, pero él no sospechó la causa de esa de- sazón porque observaba con deleite los ramos de jazmines y magnolias cuyo aroma le traía el vien- SY to en suaves y pausados giros . Don Arturo no había llegado aún del trabajo cuando él se despidió de Alicia, tranquilizado por- que no había muestra alguna de que Montenegro estaba en la casa . Dolorosamente aceptaba que el Gobierno había 1 65
  • 14.
  • 15. -¿Enferma? ¿De qué? - exclamó él, asustado . -Desde el día aquel en que recibió la ingrata impresión en el portal, no la abandona la fiebre . ¡Usted ignora todo lo que ella esá sufriendo¡ -¡ Yo sé todo, señorita Ramona 1 ¡ Yo com- prendo todo lo que la martiriza 1 -Ella cree que usted ya no la quiere, que cada día se aparta más de su lado . Daniel cerró los ojos con vergüenza. ¿Qué po- día responder si todo se conjuraba contra la ver- dad? Quería seguir siendo firme, leal a sus convic- clones y seguro para defender a Gabriela de un O inútil sacrificio . Pero las palabras de Ramona sig- nificaban la desesperación, y eso lo turbó . -¿Verdad que la ha olvidado? - insistió ella. -No, no la he olvidado. ¡Qué frías sonaron sus palabras¡ ¿Por qué no O tenían ya el calor de las lejanas emociones, cuan- do pensaba que nunca dejaría de quererla ni ja- más habría fuerza en el mundo capaz de sepa- rarlos? Por un momento deseó rebelarse a la ruta que ST escogió su destino, y sobre la cual marchaba con los ojos vendados y el corazón ajeno a la quimera . La voz serena, dulce, de ella lo sacudió nueva- mente . -¿Por qué, entonces, se esconde, Daniel? ¿Por qué le huye si acaso no la ha olvidado? ¿No com- prende lo que ella sufre con su ausencia? -Yo no le huyo, no ¿por qué había de huirle SY si la quiero cada día más? -Hace muchos días que ella no lo ve ; sus úl- timas palabras no fueron de amor, porque las ideas de una revolución lo cegaron y le hicieron olvidar que ella estaba junto a usted ¡ para seguir- lo, para defenderlo aún con el escudo de su pro- pia vida 1 167
  • 16.
  • 17. yacía envuelto en silencio y humedad, y disfraza- do de campesino desafió con valor el peligro que entrañaba su presencia en las calles vigiladas de la ciudad . La barba le daba un aspecto respetable y el vestido andrajoso y polvoriento lo puso a cu- bierto de cualquier sospecha . Iba triste y cansado, como si un presentimien- to cruel le avisara la cercanía de la muerte. Cuando llegó a casa de los Ocampo, se deslizó por el portal y golpeó con el puño la puerta que daba a la sala . Todo daba la impresión de que no había na- die . Un silencio absoluto rodeaba la calle entera O y Daniel temió que no lo escucharan . Pero no tuvo que insistir porque el propio Goyo le abrió la puerta en el instante en que Ocampo pregun- taba -¿Quién es, Goyo? O -¡ Soy yo, don Octavio, soy Daniel ! -Adelante, mi querido amigo, pase sin temor . Daniel entró con el sombrero en la mano y sonrió al notar el gesto de sorpresa de Ocampo . -Pero, ¿por qué andurriales se ha metido us- ST ted, amigo mío? -Soy un sencillo campesino, don Octavio, y a pesar de ello, sentía miedo de que me fuera a re- conocer una banda de «desguazadores .. -Tiene entonces una suerte espantosa, porque a estas horas el que se aventura por esas calles va a dar en la cárcel o en el cementerio . -Y Gabriela, ¿cómo sigue? - inquirió él. SY -Hoy ha pasado el día sin fiebre . ¿Quiere verla? Cuando entraron en la alcoba, Gabriela dor- mía . Pero su padre alzó la luz de la lámpara y su reflejo hizo que despertara . Daniel se acercó al lecho y la miró con honda ternura . 169
  • 18.
  • 19. desamparado . ¡Y era que usted estaba enferma y yo no lo sabía ¡ ¡Ya ve si tanto necesito de su pa- labra para conformarme, que cuando estoy solo me vuelvo cobarde! Ella sonrió levemente, y respondió : -Un hombre que se ha echado sobre sus hom- bros la responsabilidad de una revolución no pue- de ser cobarde . ¿Por qué entonces no se entregó aquella noche a sus perseguidores? ¿Por qué tan- tas veces como ahora ha desafiado al enemigo para recorrer la ciudad que lo tiene encerrado en sus murallas? O -Así es, Gabriela, pero ya esos hechos son pa- sados y mi estado de ánimo es distinto . Tal vez hice aquellas cosas cegado por la ira, como uno tiene a veces ciertos ímpetus inspirado en el licor, en la cólera, en la venganza . Y eso no es valor . Yo O tengo la infinita fatalidad de ser oscuro en mis apreciaciones y cuando dejo de sentir una voz de esperanza como la suya, decaen mis ambiciones . -Usted puede luchar sin mi, Daniel, porque hay algo más efectivo en este momento que yo ; ST y es la patria que está en peligro, son sus amigos que confían en Ud., con sus parientes que esperan de usted su salvación. -Hay ciertos hechos en la vida, Gabriela, que aparentemente carecen de importancia . Yo estaba acostumbrado a marcar mi derrotero de acuerdo con mi corazón, sin intromisión de nadie . Si en- contraba una dificultad, la vencía porque tenía di- nero, o la apartaba de mi lado . Desde niño me SY fueron acostumbrando a hacer de mis deseos un mandato. Por eso la vida tenía para mí el ropaje blanco ajeno a las contrariedades. Pero cuando surgió la tiranía de Alzuru y en mi alma creció un instinto rebelde de combatir, aprendí a saber lo que es no bastarse a sí mismo, ceder ante ciertas 171
  • 20.
  • 21. estrellas y en donde sus almas se bañaran para sentir un alivio eterno . Era ya la media noche . El se levantó y la miró por última vez . Se encaminó entonces a la puerta . Todo parecía brillar a su alrededor : el suelo, los muebles, los cuadros de la alcoba que se imagina- ba esplendorosamente iluminada . Y recogiendo su sombrero se volvió hacia ella y le dijo sencillamente : -Adiós, Gabriela . Sólo puedo agregarle que su amor sigue siendo mi única guía . Aquellas palabras fueron para la muchacha O una revelación más que la conmovió intensamen- te. Y cuando él cerró la puerta, pensó que la luz de la lámpara se había apagado y la alcoba había quedado en penumbra . Cuando Daniel salió por la puerta principal, O encontró al viejo Ocampo dormido en una mece- dora de la sala . A esas horas, las calles estaban solitarias . Pero él temió que lo estuviesen espiando, y se deslizó por entre los portales . ST Al llegar junto a la plaza notó que un grupo de soldados venía en dirección contraria . Rápida- mente se ocultó tras una de las columnas del Ca- bildo, con tan mala suerte que se le cayó el cu- chillo que llevaba al cinto . -¿Qué pasa allí? - preguntó el Teniente Hi- nestroza dirigiéndose al sitio donde él se hallaba . Daniel se sentó entonces en la base e inclinan- SY do la cabeza sobre uno de sus hombros cerró los ojos y se echó el sombrero sobre la frente . La tenue luz de la luna menguante no alcanza- ba a alumbrar lo suficiente la escena . A pesar de que los hombres estaban cerca, sus rostros no se distinguían claramente. Daniel sintió que la san- gre se le helaba en las venas, porque aunque no 173
  • 22.
  • 23. capital, para lo cual transportó sus tropas de Por- tobelo a Chagres en los barcos «Zullas y «Pro- tector» . De esta última población marchó por tierra hacia Gorgona . A través de selvas inhóspitas, don- de las fieras acechaban el paso de los soldados, parecía una caravana famélica que en vez de la victoria buscaba la muerte . Pero los corazones se engrandecieron en medio de las penalidades, y después de varios días de angustiosa marcha llegaron a su destino . Allí pernoctaron tres días . Después de haber O recibido municiones de Chagres, avanzaron hacia la capital por la ruta de La Chorrera y acamparon en la hacienda del Aguacate, cerca de los llanos de Bique . Un emisario audaz y valiente atravesó las lí- O neas de defensa de la atemorizada ciudad, y avisó a los conjurados que había llegado la hora de le- vantarse en armas . Una gran cantidad de rifles pudo ser introducida procedente de la aldea de la Boca, y depositada en una casa que Agustín Talla- ST ferro poseía en el barrio de Boyaín. Después del toque de ánimas, Daniel salió del refugio en que a duras penas podía mantenerse y bajó la luz de la lámpara colocada en la mesa del comedor . Se sentó con las manos en la cabeza, mientras Alicia lo miraba con profunda inquietud . A lo lejos se oía el grito del sereno, y a ratos, una brisa fría mecía las persianas de las puertas . SY Don Arturo y la tía Mariquita se habían acos- tado . En la penumbra del comedor, Alicia parecía dominada por el sueño. Pero no dormía, atenta al menor movimiento de Daniel cuya vida estaba ahora más en peligro que nunca . Daniel estaba intranquilo. A veces cerraba los 175
  • 24.
  • 25. -¿Conoces la casa del tío de tu amita? -¿El niño Agutín? Sí, pué, batante recao llevo de niña Gabriela. -Pues bien, llévale esta carta ahora mismo, y no te la dejes ver de nadie . -No tenga cuidado, mi amo . -Fíjate que no tiene ningún nombre escrito en el sobre, pero eso no importa porque ya él sabe de qué se trata . Y toma estos dos reales para que te compres unos tamalitos . -Mucha gracia, mi amo . Su mercé pué confiar en mí . O Cuando la negrita se fue, Daniel volvió donde Alicia. Ella, que conocía todos los pormenores de la revolución, le cogió la mano entre las suyas con indecible ternura. -Tengo miedo, Daniel, tengo mucho miedo de O que te maten . -No seas tontuela, Alicia, ten confianza en mi destino como lo tengo yo. Anda a dormir y reza por nuestra próxima victoria . Y para que ella olvidara los sinsabores de la ST espera y tuviese un sueño consolador, le tomó el rostro entre sus manos frías y la besó en los la- bios . Era la primera vez en su vida que ella sentía esa caricia y sonrió a través de sus lágrimas, por- que inocentemente creía que su amor florecía t.relas como en la noche oscura resplandecen las es- Rato después él se deslizó por el patio, saltó la muralla y se encaminó al barrio de Boyaín, en SY una de cuyas casas estaban escondidas las armas. Urdaneta no volvió a visitar más a don Arturo. Pero aunque no pudo descubrir indicio alguno de la existencia de Daniel, no por eso abandonó la idea de ejercer cierta vigilancia en los alrededo- del barrio . 177
  • 26.
  • 27. -Llévela al Cuartel y manténgala a buen re- caudo, sin permitirle que hable con nadie - agre- gó dirigiéndose al soldado . -Pierda Ud. cuidado, mi General. El soldado tomó por un brazo a Chanita y la llevó al Cuartel en una de cuyas celdas fue alo- jada . La negrita era valiente y audaz, pero las cir- cunstancias en que se hallaba no eran propicias para desempeñarse con la sangre fría que el mo- mento exigía. El sitio donde había sido llevada era estrecho O y húmedo . Una reja defendida por gruesos barro- tes dejaba entrar un aire frío que hacía más des- agradable la estancia . De vez en cuando se oía el golpe sordo de las olas contra el acantilado de las Bóvedas . OChanita volvió los ojos hacia la reja y notó con desaliento que por allí no había señal de salva- ción. Buscó luego la puerta y la encontró inexpug- nable, con la barra de hierro que la atravesaba . Entonces comenzó a invadirla la desespera- ción . Pensó que el viejo Goyo había descubierto ST su fuga y se la había comunicado a la niña Ga- briela. Seguramente ella habría llorado mucho porque la quería como una hija, y luego, acom- pañada de Goyo, habría salida a buscarla por la ciudad . Tal vez pasarían por la tienda de Chico, a esas horas desierta de parroquianos, y habrían inquiri- do por ella . Ante el dolor de la amita, Guerrero SY se habría compadecido viéndose obligado a reve- lar el secreto, ese secreto inviolable por el que ella hubiese dado la vida . Continuaba luego la bús- queda incesante, Gabriela temblando de miedo, Goyo con el látigo en la mano, dispuesto a «mar- carla a cuerazos» . Pero los Delvalle, a quienes 179
  • 28.
  • 29. -¿Y tú quedaste en avisarle? -Esta noche le envié un mensaje, y aunque no le decía el sitio, él debía comprenderlo de an- temano . -¿Es fiel el mensajero? - preguntó Lasso de la Vega . -De mi absoluta confianza . Estoy seguro de que ha recibido la carta . -l Es raro que no haya venido! En ese momento se oyó el ruido de una rama al quebrarse y los tres se levantaron instantánea- mente . Pero antes de que llegaran a la puerta, O sonó un golpe tremendo y una voz que gritaba : -!Ríndanse en nombre del Gobierno! Lasso de la Vega y González sacaron sus pisto- las y se agazaparon debajo de la mesa. Daniel se ocultó en un rincón y preparó su sable . OLa puerta crujió al empuje que los soldados hacían con las culatas de los rifles y se abrió de golpe. Los asaltados respondieron disparando va- rios pistoletazos que tendieron sin vida a los pri- meros que penetraron . Pero los soldados se repusieron y cargaron a ST su vez con saña cruel . La estancia se volvió en- tonces una confusión enorme . Los valientes cons- piradores se defendían con desesperación, atacan- do y respondiendo a los numerosos ataques que les caían como un alud . Daniel comprendió que la acción estaba perdi- da, y de un sablazo tumbó la vela quedando el cuarto a oscuras . Se entabló así un combate cuer- SY po a cuerpo en el que no se distinguían unos de otros. El aire se hacía cada vez más irrespirable por el humo de la pólvora y el jadear de unos se mezclaba con los ayes de los otros . Lasso de la Vega y González cayeron al fin mortalmente heri- dos y Daniel se replegó hacia la puerta trasera 181
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  • 31. -La niña Gabriela anda desesperada buscan- do a la negrita que se ha perdido, después que usted me mandó a llamarla - manifestó Guerre- ro sin aprensión . -¿Cómo dices, Chico? ¿Chinita perdida? -Como usted lo oye, don Daniel . -!Entonces la han capturado! Sólo así vino a comprender Montenegro la cau- sa por la cual Tallaferro no había acudido a la cita y el descubrimiento del complot por los sica- rios del Gobierno. Cuando llegó el alba, se había rendido al sue- O ño y al pesar. La noticia del fracaso de la conspiración para derrocar a Alzuru y abrir las puertas de la ciudad al Ejército del Coronel Herrera produjo un estu- por enorme en los sectores de la sociedad istme- O ña. La muerte de dos de sus valerosos miembros causó, más que indignación, tremendo descon- cierto. Pero cuando se supo que el más peligroso y audaz había logrado escapar, una esperanza alentó en todos los corazones . Había que ayudarlo a huir, que precipitar los ST acontecimientos, que levantarse en armas antes de que fuese demasiado tarde . Pero faltaba la ca- beza y era necesario conseguirla . Muy pronto los «desguazadores» iniciaron la búsqueda del cabecilla, registrando cuidadosamen- te las casas . Daniel comprendió que su situación se hacía insostenible y en la noche abandonó re- sueltamente la tienda para ir a refugiarse en la SY casa del Dr. Blas Arosemena . El inclito varón le arregló un escondrijo provi- sional, porque el objeto de Montenegro era acer- carse a la playa para escapar en una de las balan- dras surtas en la bahía . Uno de los sirvientes del Dr . Arosemena se en- 183
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  • 33. ban para salvarle, no se cuidaba como aquel náu- frago que rehuyó salvarse para no quebrantar su voluntad de rendirse a la oscuridad del mar. El Dr . Blas Arosemena estuvo hasta el último momento de partir dándole consejos . El Gobierno vigilaba todas las salidas . La ciu- dad había llegado a la cumbre de las zozobras . Había que llegar cuanto antes al lado de Herrera para avisarle que una flota de barcos saldría en breve a obstaculizar su marcha por el Río Grande . Daniel no le oía, atento como estaba a otras cosas que le parecían menos inútiles . O De repente, sintió una loca ambición de lanzar- se a la lucha para que lo mataran y olvidar así la congoja que lo abatía . Sólo así podría olvidar el fracaso de la reunión, en la que hallaron la muerte sus amigos Lasso de la Vega y González . Se sentía culpable de esa sangre inocente que le pesaba O como un fardo en el corazón . Cuando el Dr. Blas lo despidió, él le dijo lleno de amargos presentimientos -Doctor, voy en busca de la muerte o de la victoria . Si la suerte me es adversa, dígale a Ga- ST briela que mi último pensamiento fue para ella . El ilustre ciudadano lo abrazó emocionado . Le dio luego un par de pistolas inglesas y le puso la capa . Parecía un padre que diera el adiós a su hijo . Daniel se escabulló por la calle oscura y soli- taria . Hacía un frío húmedo y tuvo que apresurar el paso porque ya el alba no tardaría en despun- tar . No había una sola sombra que llenara su SY espíritu de temor. Sin embargo, tenía miedo de abandonarse a su debilidad y jugarse tan fríamen- te la vida al azar . Antes de llegar a la playa, quiso pasar por .La Estrella del Istmo» para decirle a Chico su parti- da . Si algún transeúnte hubo que se lanzó a esas 185
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  • 35. Estaban, como siempre, frente a frente, tra- tando de ocultarse las debilidades para que su amor no se mellara con rasgos imprecisos y faltos de fe . -¿No teme usted que lo maten, ahora que no quiere seguir mi consejo? -le preguntó ella- . Siempre sigue con el deseo de enfrentarse a las circunstancias ciegamente, amparado por su estre- lla . ¡Si supiese lo valioso que es la prudencia! El no temía ya al peligro que lo cercaba, porque encontraba otra vez la palabra de ella que vivifi- caba sus intenciones de seguir luchando . Y si por O una ingratitud del destino caía víctimas de las balas enemigas, ella debía tener la seguridad de que había muerto en defensa de la patria y por su amor. -¡ Oh! - dijo Gabriela desfallecida . O -Perdóneme si le he hablado así . Pero usted debe ser valiente en estas horas aciagas que nos rodean, sobre todo ahora que vamos a separamos . En ese momento se acercó Zenón, que venía de la playa y le dijo que se apresurara pues había notado ciertos movimientos sospechosos cercanos ST al lugar del embarque . En efecto, Urdaneta, apenas recibió el aviso de la fuga de Daniel, distribuyó varias patrullas en diversos puntos de la costa . Escondidos entre los matorrales, entre las murallas, entre las barcas viejas y carcomidas, los soldados esperaron la llegada del fugitivo . Pero ellos no escaparon a la curiosidad de Zenón quien, intranquilo por la SY demora del revolucionario fue a buscarlo . Daniel comprendió dolorosamente que era hora de partir. Tomó a Gabriela por los hombros y se la quedó mirando . En sus ansias, creía notar su ima- gen en las pupilas de ella y recoger toda la emoción que se asomaba silenciosa . Pero Gabriela no se 187
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  • 37. llegaron al trecho de la plana que los separaba de la balandra, los ralearon los secuaces de Urdaneta intimidándoles rendición . Ante el ataque inesperado, Daniel no tuvo tiem- po siquiera de acudir a las pistolas . Se encogió de hombros y dejó que lo ataran lo mismo que a Zenón . El propio Urdaneta se extrañó de la pasi- vidad del revolucionario, que sólo dejó entrever una sonrisa de amargura . En el instante en que la patrulla llegaba jubi- losa al Cuartel, salía disparada la mulatita Chana . Se detuvo para dar paso al grupo y reconoció en O seguida a uno de los prisioneros a Daniel . Al llegar a la casa ante el asombro de Goyo que la creía perdida, relató la odisea de su vida en la prisión, y el encuentro casual que había te- nido con Daniel . Estos datos la salvaron de una O segura tunda que Goyo le tenía preparada, porque el viejo mayordomo se olvidó de ella para correr donde Gabriela y darle la triste noticia . Cuando él se fue Gabriela rompió a llorar como una chiquilla . Había tenido hasta entonces, la fuer- za de los cantiles que soportaban el golpe de las ST olas . Los momentos de paz que habían sido leves, no pudo disfrutarlos porque sentía que males ma- yores vendrían alguna vez a continuar golpeando, como el mar, su corazón . ¿Cómo pudo entonces ser dueña de su conciencia y de su voluntad si estaba atada al destino de un hombre que llevaba tras sí el sello de la persecución? Por eso, cuando al fin quiso detenerse en un SY remanso de paz que deseaba con toda su alma, se rindió al cansancio de la eterna aprensión ya que su cuerpo le negaba apoyo aunque fuese para anunciarle una pena mayor . Todo el día estuvo luchando con la tristeza y el desaliento que la invadían . Hubiera querido ir 1 89
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  • 39. de .cundeamores» que daba sombra al pozo, un día se secó . Y así pareció que el dolor de Gabriela impregnaba las cosas con un aliento fatídico y mis- terioso . A veces llegaba su tío Agustín, escapado mila- grosamente de caer prisionero gracias a la habi- lidad de Daniel y al valor de Chanita que se negó a delatarlo a pesar de las torturas a que la some- tieron, y la consolaba con palabras de esperanza que ella sabía que eran engañosas . Porque él se sentía cobarde para decirle la cruel verdad, el destino fatal que esperaba al infeliz revolucio- O nario . Un día, compadecido de su dolor silencioso, prometió hablarle al Teniente Hinestroza, con quien lo ligaba cierta amistad, para que le conce- diese una entrevista . El era el guardián de Daniel O y podría ablandarse su corazón ante el ruego de la mujer que callada e inútilmente seguía amando . Esta vez lo pasó embargada por el soplo sutil de una esperanza . Pero al llegar la noche parecía nuevamente cansada de la lucha y cerró los ojos al sueño como un consuelo final que la arrastrara ST a la voluntad de Dios . f • k Una mañana, antes de que Arturo Delvalle se fuera al trabajo entró Alicia a su alcoba y le dijo : -Papá, el Gobierno asaltó una casa en Boyaín y cogió preso a Daniel . Dicen que lo van a fusilar . SY La buena estrella había salvado al viejo em- pleado de que Urdaneta pudiera encontrar en su casa indicios de estar mezclado, en alguna forma, en los sucesos de la rebelión . El sagaz militar no estaba seguro del sitio de que había salido la mula- ta Chanita la noche aciaga de su captura . A esa 191
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  • 41. cultivando caña, rodeado de plácidas colinas y quietas florestas, con la riqueza de los bosques y el manantial de estrellas por techumbre, ella no hubiese tenido que sentir la rotura de su corazón, y su propia vida sería dulce y serena como las alboradas en el mar . Ella no podía concebir cómo Daniel buscaba la muerte en una aventura de guerra que no lle- gaba a un práctico final . ¡Si hubiese sido por con- quistar tierras, por aumentar sus caudales, por merecer un amor! Pero no, en su obstinación se impuso la responsabilidad de destruir un régimen O que no se había cruzado aún en su camino . ¡Nada de lo que había hecho le enseñó a ser prudente! ¡Oh, Daniel, cómo te equivocaste hasta caer tan hondo! En las ramas de un naranjo florido cantaba un O azulejo . Ella lo miró saltar jubiloso en el follaje tachonado de azahares y se detuvo a observarlo . ¡Oh, no! ¿Por qué había sido tan ciega? ¿Cómo pudo pensar que la jornada de Daniel era inútil si con ella se buscaba la libertad? ¿Cómo podían vivir los hombres enjaulados en las rejas de una ST tiranía, si afuera estaban el aire y la tierra y el mar para trabajarlos y amarlos sin que la volun- tad de uno de ellos se opusiera? ¡Qué noble filosofía encerraba el azulejo en el naranjo florido! Su padre, al notar que ella se paraba a contemplarlo, preguntó : -¿Qué te pasa, hija mía? ¿Ya te arrepentiste de ir? SY -No, papá. Al contrario . Vamos pronto, antes de que se vaya el General . Cuando llegaron al Cuartel, el propio Urdaneta les salió al encuentro, y al conocer el objeto de la visita, él mismo los condujo a la celda donde es- taba Daniel . 1 93
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  • 43. Ella era profundamente religiosa y creyó en sus frases alentadoras . -Que El oiga tus palabras - respondió. El tiempo corría y era preciso despedirse . Da- niel los acompañó hasta la puerta de su celda, y cuando se iban, ella le preguntó con un leve tem- blor en la voz : -Y ella . . . ¿no ha venido? El le respondió con la cabeza que no, y vio tanta dicha en sus ojos que sintió no haber avi- vado ese fuego lento de amor que encendió en sus primeros años . En ese momento fugaz, Alicia apa- O recía ante él con el ropaje de una novia doliente y silenciosa . Cuando llegaron al portón, el viejo Delvalle inquirió por el General Urdaneta . -Está en audiencia con el Coronel Alzuru -le O contestó un ordenanza . Y tuvieron que irse y esperar mejor ocasión para solicitar el salvoconducto. Las noticias que llegaban a la ciudad en rela- ción con los movimientos del Coronel Herrera eran alarmantes . El entusiasmo en los pueblos del in- ST terior se desbordaba, y sin interrupción iban los hombres a enrolarse en las filas libertadoras . El ejército montaba ya a mil quinientos hom- bres entre los cuales figuraba la guarnición de Natá al mando del aguerrido Coronel José Antonio Miró, que anteriormente se había distinguido en las campañas del Perú . Figuraban además el Ge- neral José de Fábrega, el Comandante Mariano SY Arosemena, don Sebastián Arze, que había esca- pado de la ciudad a raíz de la muerte de su hijo, el Comandante Juan de la Cruz Pérez y don Justo Paredes, ex Prefecto . Mientras tanto, Alzuru continuaba su obra ne . fasta de crímenes . 1 95
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  • 45. canso eterno, porque ya no abrigaba esa fe reli- giosa que un día la hizo resignada para recibir la desolación de una amargura . Era inútil ya que pudiera asirse a una mano leal, porque todos tenían miedo de un gesto que los delatara, todos se empeñaba en huir de la caridad que bien salvaría a un alma de la desespe- ración como también la precipitarían a la muerte . Por eso esa mañana, después de haber pensado y soñado su destino, creyó haber encontrado el sendero que la llevaría a su anhelo final . Iría al arsenal y buscaría al Teniente Hines- O troza . Ella no creía que él fuese tan innoble para rechazar su petición de indulto . Por el amor que le profesaba, por ese amor que tuvo la constancia a pesar de su ingratitud, él no dejaría que ella sufriera, no, él no tendría valor para olvidarla y O dejarla morir de desesperación y abandono . El alma parecía llenársele de gratitud, y cuan- do llegó al Cuartel, entró con la seguridad de haber vencido con sus lágrimas y con su piedad . El ambiente estaba caldeado de angustias, por- que nadie tenía tranquilidad en la conciencia . Los ST soldados la miraron con desconfianza, porque se sospechaba de todos : ¡el amigo de la amiga, el hermano de la hermana, el padre del hijo! Todos temían ser delatados y todos eran dela- tores, no porque pertenecieran al partido de Al- zuru sino porque temían las represalias y busca- ban un pretexto para asegurar sus vidas . !Cuántos ojos se quedaron secos de llorar y SY cuántos cabellos encanecieron en una sola noche! Gabriela se sintió arrepentida de su audacia . Los soldados seguían mirándola recelosos, y ella tuvo intenciones de huir . Pero cuando se proponía hacerlo apareció en una de las puertas laterales del vestíbulo el Teniente Hinestroza . 197
  • 46.
  • 47. ofrecer hasta su vida en cambio de la libertad de Daniel . -Ud . puede evitar esa injusticia, Teniente Hi- nestroza -respondió con voz apagada- . Los car- gos que se le imputan no tienen pruebas para que se le condene ciegamente . Ud . es más religioso y yo sé que Dios es muy grande para premiar la nobleza de su alma . ¿Se manchará con la sangre de un inocente? -La justicia, Gabriela, es una sola, y está en este Cuartel . Me pide que la viole, que rompa mi juramento de soldado, que destruya el código de O honor, basado en sentimientos de humanitarismo . Pero, olvida que si se hubiesen llevado a cabo los planes de Montenegro, ¿cuántas madres no llorarían hoy la desaparición de sus hijos, cuántas viudas la de sus esposo, cuántas novias como Ud. O la de sus novios? Me pide la vida de un reo conde- nado a muerte, de un traidor que ha atentado contra la seguridad de mi patria que es también la suya, de un hombre a quien se me ha confiado porque creen en mi palabra de soldado y en mi ST rectitud de patriota . ¿Y Ud . Gabriela, quiere que lo olvide todo, que destruya mi vida pasada, que levanté con desvelos y sacrificios, para satisfacer los deseos de su corazón? Además -prosiguió Hinestroza- el General Urdaneta me lo confió y si yo accediera a su petición, él comprenderla que había sido débil por Ud. y tarde o temprano pagaría la culpa de los dos . -No me importa mi vida si la de Daniel está SY en peligro . -¿Tanto así lo quiere? ¿No ve que él pien- sa más en la gloria de su patria que en el amor que le ha inspirado? -Ud . parece odiarlo . ¿Por qué es tan cruel? ¿Qué mal le ha hecho? 199
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  • 49. -Ud Gabriela -dijo quedamente - es una mujer comprensiva y sagaz . ¿No ve acaso que quien la mira por primera vez no puede olvidarla nunca? ¿Por qué pretende salvar de la muerte a un hombre que su fiel mulatita delató? Ayer no más sentía desconfianza por él . Ud . no me puede negar que le dolía ese gesto muy natural en él de posponer la dicha de su amor por el peligro de las aventuras revolucionarias . ¿Por qué quiere ahora que ofrezca una ilusión si ya el destino quiso separarlos? -Eso fue antes, Teniente - contestó ella con O hondo acento de amargura-. Estaba ciega, ciega de amor, y no comprendía la sublimidad de su alma, el sacrificio de su propia vida en aras de esa patria que Uds . están traicionando . Pero ya he visto la verdad y creo que debo salvarlo . -¿Para bien de su amor y deshonra de su O nombre? -No sé lo que piensa de ello, pero lo que sí le aseguro es que Dios premiará su acción. -Yo no quiero bienaventuranzas en el cielo . -¿Entonces qué pretende? ST -Hace poco me dijo Ud . que sólo ansiaba sal- var la vida al reo para tranquilizar su conciencia, aunque tuviese que ofrecer su vida . Ud . Gabriela, debe haber pensado mucho lo que dice, y ni él, que cree amarla tanto, piensa el daño que sus palabras le causan . Porque por encima del amor que le profesa, están sus compromisos con la pa- tria. ¿Si yo le concedo la libertad, seguirá Ud . SY atada a él? Tendría la suficiente entereza de carác- ter para amoldarse a una situación molesta en la cual siempre, como un fantasma, surgiría el recuerdo de su gesto? ¿Acaso no le duele el cora- zón al pensar que él fue cobarde para atarla a su destino? 20 1
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  • 51. nal, contemplaba la salida de la escuadra que al mando del General Urdaneta iba en busca de la flotilla del Coronel Herrera, mandada por el Co- mandante George . Sobre su mesa de trabajo reposaban los partes de sus oficiales, algunas sentencias en espera de su firma y otros detalles relacionados con la cam- paña. El alma de Alzuru era negra como la noche . La indecisión comenzaba a quebrantar su voluntad antes férrea, y por todas partes creía ver descon- fianza, traiciones . O Las noticias que le traían del campo enemigo eran cada vez más desalentadoras . La marcha del ejército libertador hacia la capital continuaba con ímpetu arrollador . En la hacienda de Bique, en las sabanas de Bernardino, don Carlos Icaza y O don Luis Lasso de la Vega le habían proporcio- nado caballos, y de la ciudad salían frecuente- mente hombres a engrosar sus filas, a pesar de la vigilancia de los guardias . El ruido de la puerta que se abría, le hizo ST volver la mirada . Era su Secretario Privado, el Doctor González, que entraba . -¿Su Excelencia tiene algo que mandar? - le preguntó temeroso . -Venga y siéntese junto a mi mesa -respon- dió él con ceño torvo- . Tendremos que trabajar mucho . ¿Ya despacharon los partes para nuestras avanzadas? -Se hizo como Ud . lo mandó, Excelencia. SY -¿Qué informe ha rendido Estrada de los sol- dados que mandó asesinar al traidor Herrera? -Desgraciadamente fueron descubiertos antes de que llenaran su cometido . -¡Imbéciles! Bien merecieron su muerte . -Perdone, Excelencia . 203
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  • 53. quiere ni aunque lo sometan a los más crueles tormentos, porque él sí es un hombre valiente, a pesar de que es mi enemigo . l Y ésos son los hom- bres que yo necesito, no los que aquí tengo que en vez de pantalones deberían llevar faldas! -Es verdad, Excelencia . -Déjese de cuentos, González, y sepa que lo que mis ojos ven es un grupo de traidores . El tiempo pasa y nuestra seguridad peligra . Dígale a ese bandido de Estrada que quiero vivo o muerto a Herrera . Mientras él se dedica a aterro- rizar a unos niños, el autor principal se acerca O a la ciudad . ¿Tendré necesidad de salir a buscarlo? -Oh, no, Excelencia . Ud. es muy digno para que se constituya en carcelero de un bribón . Inme- diatamente voy a transmitir sus órdenes . El secretario quiso aprovechar, el momento O para salir escapando de la furia que Alzuru desen- cadenaba sobre su cabeza . Pero él lo detuvo con un gesto : -No se vaya, que lo necesito . Vamos a des- pachar estos asuntos que están pendientes . Sién- ST tese . González acercó la silla a la mesa . Alzuru co- menzó a leer la lista de los condenados a muerte . -¿Cómo se llama el prisionero? -Daniel Montenegro, Excelencia . -¿Y cómo no está en la lista? -Porque el General Urdaneta pensaba que él podía dar ciertos detalles que nos interesan, a cambio de su vida . SY -¡ Otro pazguato que cree en la debilidad de los hombres! Ponga en seguida su nombre para que lo fusilen dentro de tres días . Vamos a some- terlo antes a las torturas del hambre . -¡Su Excelencia es un genio! -i Y a Ud . sólo le faltan unas orejas muy gran- 2 05
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  • 55. -¿Y hará la ejecución de noche? -¡Mejor! ¡Así a la luz de las estrellas, les pa- recerá más sentimental el adiós a la vida! El 22 del mismo mes, la escuadra enviada por Alzuru atacó al Coronel Herrera en las márgenes del Río Grande . El Comandante George, que dirigía las opera- ciones, resistió el ataque contra una cañonera, una lancha y cinco canoas que lanzó Urdaneta con O relativo éxito . Las fuerzas libertadoras se defendieron brava- mente, pero una de sus naves encalló en uno de los numerosos bancos de arena del río, y Herrera tuvo que desempeñarse con heroísmo y habilidad O para salvar a sus soldados de un desastre . La noticia de la victoria de Urdaneta enardeció los ánimos en la ciudad . Las esperanzas de unos se mezclaban con los temores de otros. En los hogares istmeños reinaba un caos enlo- quecedor; los «desguazadores» buscaban presas en ST quienes saciar su sed de sangre ; los soldados, ebrios, corrían en sus caballos a galope, de uno a otro confín de la ciudad, celebrando el triunfo prematuro . En el patio del Cuartel de Chiriquí se había reunido la turba de militares y escasos amigos de Alzuru que ¡barra felicitar al tirano . Entre ellos no faltaba esa clase de esbirros, SY formada por mulatos del arrabal, genuinos expo- nentes del pueblo istmeño, que por temor o por dinero, o por saciar venganzas injustas en los pa- tronos o amos, eran partidarios de la tiranía. Alzuru gustaba de la lisonja, y ese espíritu de vanidad que siempre anidó en su alma, encontró 2 07
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  • 57. !Como un rayo improviso de luz, le vino en. tonces el recuerdo de Chico, dei fiel Chico Guerre- ro que seguramente los ayudaría! Y como el momento no era de indecisiones, apenas llegó a su casa, engañó a su padre con un pretexto baladí y se fue a «La Estrella del Istmo» . Con el advenimiento de la tiranía, la popular tienda de Guerrero había perdido mucho de su prestigio. Una tristeza amarga la invadía al caer la noche, cuando las calles se iban quedando oscu- ras y en silencio. Ya el banco de la carnicería estaba sumido en un letargo piadoso; las mesas, O los mostradores, todo el salón que abrigaba ani- madas tertulias, estaban llenos de una melancolía que al mismo Chico y a Rudecinda los llenaban el alma de infinito pesar . Cuando Alicia llegó, los dueños, sentados en O sendos taburetes en el portal que daba al patio, callaban por no hablar de los infortunios que los consumían. -Niña Alicia, ¿es usted? - exclamó Chico con la sorpresa pintada en el rostro . ST -Ya ve, Chico, en la situación en que me en- cuentro . Ud . no sabe lo que he sufrido en estos últimos instantes . Sólo Dios ha querido conservar- me la vida, y sin embargo, no por eso he dejado mis temores. -! Qué infamia, Virgen Santísima, se está co metiendo con nosotros! - exclamó encolerizada Rudecinda-. Pero ya les llegará a ellos la hora de pagar sus culpas . Nuestro amado Coronel He- SY rrera no tardará en entrar en la ciudad . -Calla, calla, Chinda, que las paredes tienen oídos y en el momento menos pensado caen los criminales «desguazadores» sobre nosotros y en un abrir y cerrar de ojos nos rematan . -Tiene razón, Chico - dijo Alicia con triste 209
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  • 59. Chico quedó un rato pensativo, y de pronto, dándose con la mano en la frente, exclamó -¡Ya está el asunto arreglado, niña Alicia! Rudecinda se va ahora mismo a su casa y le avi- sará a su padre y a su tía que apenas caiga la noche, se vayan a la playa de Trujillo y me es- peren . -¿Y si los sorprende una patrulla? -Ellos pueden disimular haciéndole alguna vi- sita a algún vecino . -¿Y yo? -Ud . s e quedará tranquila en esta casa mien- tras yo busco la balandra . Necesita de reposo para O soportar los peligros que pronto la rodearán . -¡Pero si yo no tengo nada! ¡Es preciso que vaya a mi casa a buscar ropa! -La ropa la tiene aquí . -¿La de Rudecinda? - inquirió ella con ironía . O -La mía. Ud . en adelante será un simpático marinerito . Vaya aprendiendo a decir unas cuan- tas palabritas vulgares por si acaso la sorprende un «desguazador» . Alicia abrió los ojos inocentes, en un gesto de ST sorpresa . -Pero Chico, ¿por qué no huimos mejor por la Puerta de Tierra? Si usted quiere disfrazarme de marinero, bien puede hacerlo de campesino . -Imposible, niña Alicia . Ud . no sabe cómo está de vigilada esa salida . Al primer paso que diéramos nos cogerían a todos y nos fusilarían . -¿Y acaso no vigilan con el mismo celo la costa? SY -Ahora no, porque el General Urdaneta cargó con casi todos los buques para el Río Grande. La balandra que tengo contratada está en Boca de la Caja . Esta noche se acercará a la orilla y noso- tros andaremos listos para abordarla . 21 1
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  • 61. Chico tomó el borde de la falda de ella y besán- dolo exclamó -¡Bendita sea Ud . una y mil veces, mi niña! -No haga eso, por Dios, y preparémonos que la noche se nos viene encima . Cuando Rudecinda regresó con el consentimien- to de Don Arturo encontró a Alicia vestida de ma- rinero, y a fe de todos se veía linda y airosa con su ropa masculina . La abrazó entonces con lágri- mas en los ojos y Chico, que no gustaba de las escenas enternecedoras, le dijo : -Vamos, mujer, no llores que eso es señal de O mal agüero . Y Ud ., niña Alicia, no se amilane y siga mis pasos aparentando que no me conoce . Guerrero se echó a la calle y detrás siguió in- trépida la muchacha . La noche era tranquila y en el cielo brillaban O las estrellas . Una brisa suave y fresca bajaba del Ancón despeinando las solitarias y enhiestas pal- meras . El mar, oscuro y silencioso derramaba sus olas sin rumor en los pequeños arenales de la costa . Alicia seguía a duras penas la marcha forzada ST de Chico, atormentada por ideas desalentadoras . Su padre tal vez no habría comprendido las seña- les ; afectado por la edad confundiría, en las som- bras, las calles y las casas ; la misma tía Mariquita lo orientaría mal en medio de la zozobra ; ¡tal vez una ronda los habría sorprendido, obligándoles a confesar las causas de la fuga y ellos, llenos de panico, delatarían a todos! SY «¿No tendría aún tiempo de evitar el desenla- ce?», se preguntaba su espíritu desviado . «¡Tengo que salvarlo antes de que sea dema- siado tarde!», repetía semiinconsciente . Y entonces echó a correr en dirección a la pla- ya por una vereda distinta a la que seguía el ten- 213
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  • 63. -¿No me engaña, Chico? - preguntó ella ado- lorida . -¿Por qué va a dudar ahora de mí, si Dios quiere que salve a la patria? El capitán ordenó alzar la mayor y la balandra dando un tumbo sobre las aguas enfiló mar afuera . -¡Adiós, mi niña! -gritó Chico emocionado . Y ella, que estaba asida a las jarcias de la nave, sin prestar atención a su padre y a tía Mari- quita que preparaban el lecho en la cubierta, no pudo responderle porque estaba llorando . Era porque su pensamiento volaba hacia una O celda inmunda donde se consumía el hombre a quien había entregado su alma sin ser compren- dida . Allí se iría muriendo con lentitud de las horas que suenan y no llegan nunca ; con la angus- tia de oír las descargas y no sentir el plomo en sus carnes ya cansadas ; con la tristeza de sentirse olvi- O dado en los momentos en que necesitaba más de una palabra de amor. i Todo acabaría para él : glorias, riquezas, es- peranzas, vida! Y ella tendría que soportar la ingratitud de los recuerdos que la azotaban in- ST clemente, con el silencio cómplice que le daba su resignación . Se sentó luego junto a la borda con la mirada perdida en las sombras que ocultaban la ciudad, mientras su padre refunfuñaba en voz baja : -Si yo fuera rico . . . Y se fue quedando dormida bajo el murmullo de las aguas serenas y el soplo escalofriante del SY viento . Creció la luz del amanecer en los horizontes, y en la celda del prisionero se difundieron los pri- meros resplandores . 21 5
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  • 65. y persecuciones, había cegado de un soplo las dul- ces promesas de amor, de ese amor que nació con todo el aliento de su vida, y que estaba condenado a perecer . Después de la prisión de Daniel, ella creyó, por un momento, que las fuerzas avasalladoras del Co- ronel Tomás Herrera llegarían a tiempo de salvar- lo . Pero el General Urdaneta, con un golpe de audacia y aprovechando una maniobra infeliz del Comandante George, se había lanzado en las aguas del Río Grande asediándolo contra la ribera, y finalmente dispersándolo . O La noticia de la victoria cayó en Panamá como una bomba . ¡El General Urdaneta ha derrotado a las fuerzas invasoras ! ¡El enemigo en plena de- rrota ! ¡Un golpe más y se rendirá ! Esas calles cobraron una falsa animosidad, ex- O citadas por las bandas de «desguazadores» que demostraban eterna sed de venganza . ¡Ahora verían los istmeños cómo iba a ser pul- verizado su ejército! i Ahora contemplarían en toda su plenitud la fuerza invencible del Gobierno ST a quien osadamente Herrera había querido opo- nérsele 1 ¡Ahora sabrían lo que era la formidable maquinaria que así como arrasaba soldados des- truía conciencias ! El comienzo de la guerra había sido propicio a la tiranía . El primer encuentro demostraba a las claras que los imberbes soldados del Coronel Herrera no habían podido soportar el choque con- tra los maduros guerreros que dirigía Urdaneta. SY Entonces salió Alzuru de la ciudad al mando de novecientos hombres . El día amaneció nublado . Una ligera llovizna 217
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  • 67. Alguna vez, cuando la revolución hubiese sido ahogada, él le llegaría a contar los últimos días del prisionero, y sentiría el placer de torturarla como ella un día torturó sus quimeras . Pero llegó el 25 de agosto, y las noticias que venían del frente comenzaron a llegar en medio de una espantosa zozobra . Una gran batalla se es- taba llevando a cabo en la Albina de Bique. Las fuerzas sutiles del General Luis Urdaneta habían acosado sin cesar al Coronel Herrera, quien se mantenía a la defensiva . El pueblo se lanzó a la calle, a las plazas, a los O cuarteles, ávido de noticias. El pánico comenzaba a apoderarse de las guarniciones . Nadie sabía lo que estaba ocurriendo a pocas millas de la ciudad . Al mediodía llegó un soldado de las fuerzas O de Alzuru . Venía cubierto de lodo, extenuado por la dura jornada . Las tropas comenzaban a ceder ante el empuje de los veteranos de Yaguachi, y Alzuru trataba de retirarse hacia la hacienda de Cárdenas, pero el fango impedía la rapidez de sus ST movimientos . Las horas pasaban en medio de una cruel in- certidumbre y sobre la ciudad cayó un velo de indecisión . La lluvia cesó de pronto pero el cielo continuó oscurecido como si se tratara de rodear el ambiente de misterio . En las esquinas y portales se formaban corri- llos tratando de comentar las incidencias de la batalla . Los rumores de que los soldados de la tira- SY nía habían sido despedazados, de que Urdaneta venía desesperado hacia la ciudad con el fin de organizar la defensa, de que Alzuru huía en deman- da de las selvas para salvarse de la captura, llena- ban los ámbitos de la ciudad . Algunos corrían a los cuarteles, otros hacia la 2 19
  • 68.
  • 69. cedente de las líneas de Alzuru comenzó la cara- vana incesante a arribar en caballos que parecían caerse de cansancio, en carretas tiradas por bue- yes, a hombros de aquellos que aún soportaban el peso de la retirada . Algunos iban desmayados, mezclada la sangre de sus heridas con el lodo, bajo la frialdad de la lluvia que no cesaba de caer . El hospital estaba colmado . No había vendajes y mu- chos morían sin recibir el primer auxilio . ¡Tres días antes, cómo gritaba y amenazaba la soldadesca que venía ahora a implorar clemencia! ¡ Entonces no se compadecía de la pobreza del pue- O blo, de las lágrimas de las mujeres, de los ayes de los niños! ¡Tres días apenas que a Gabriela le parecieron tres años! ¡Pero después habían venido una serie de combates, de batallas, de ataques desesperados . O Las tranquilas aguas del Río Grande, las llanadas del Aguacate, los campos anegadizos de Bique ya no tenían la sugestión de los paisajes . Ahora esta- ban teñidos en sangre, olientes a pólvora, estreme- cidos por las interjecciones militares y los gritos ST de dolor de los moribundos . Por donde antes tran- sitaban los campesinos con sus carretas llenas de provisiones, pasaban ahora los soldados iracundos, los cañones pesados, los caballos con sus bocas cubiertas de espuma, en un incontrolable deseo de destruir, de matar, de arrasar . En la tarde del 25 de agosto llegaron noticias más precisas . Ese mismo día, a las tres de la ma- nas, el ejército de Alzuru había roto el fuego, SY secundado por los soldados de la escuadrilla de Urdaneta . El Coronel Herrera había contestado al ataque y aunque el batallón Ayacucho, defensor de la tiranía, probó a lucir sus antiguos bríos, fue contenido por las avanzadas del valeroso Yaguachi y de la columna Protectora . Alzuru no había con- ?11
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  • 71. -¿Uté no sabe que todavía hay sordaos en el cuarté? Ta uté bucando que la maten y er niño Danié no la vaya a vé má . .Este mulato se ha vuelto muy insoportable», decía ella para sus adentros . El no conocía el carácter de Hinestroza para pensar que estaba martirizando al prisionero, con ese espíritu ven- gativo que lo cegaba . Daniel tal vez se estaba muriendo de hambre y de sed, en esa celda fría que el mar golpeaba con lúgubre acento. Ella nunca había estado en una cárcel, pero se imaginaba que debía ser un suplicio, ya que Cha- nita le relató las horas angustiosas que pasó cuan- O do fue encarcelada . ¡ Y eso que apenas fue un corto lapso! ¡Ahora aquellos que no volvieron a ver nunca más el sol y que tuvieron el océano por tumba ! ¡Pero no! ¡Daniel no podía estar moribundo! O ¡El era un hombre fuerte y cualquier cosa habría hecho para no morir de inanición! ¿Qué sería de ella, después de todo, si él moría? La idea resultaba demasiado inoportuna para to- marla en consideración . ST Uno de los soldados que venía en busca de refu- gio pasó por el portal y ella corrió a detenerlo por una manga del uniforme . -Dígame, por favor, ¿ya viene el ejército de Herrera? - le preguntó . El se encogió de hombros, como cansado de la marcha y de tener que contestar algo . Poco des- pués siguieron pasando otros y ella los llamaba suplicante, pero nadie le hacía caso . Algunos son- SY reían con tristeza al verla tan linda y con la ansie- dad demostrada en sus gestos . Después seguían con pasos vacilantes, llenos de lodo, de pólvora, de sangre, con los zapatos rotos y el vestido en ji- rones . 223
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  • 73. La sorpresa de una transición tan rápida tenía anonadada a la ciudad . No creían que la tiranía tan sangrienta como había sido la de Alzuru fuese aplastada en tan poco tiempo . Cuando estaban abatidos por las persecuciones, los asesinatos, los destierros, se imaginaban que su destrucción re- quería una lucha titánica, algo así como un sitio a la ciudad, asaltos a los cuarteles, combates sin piedad, en donde tenían que parapetarse tras las casas, las murallas, los patios llenos de maleza . Y ahora sucedía que una victoria bastaba para destruir esa maquinaria formidable que reinó en el Istmo por breves meses . O Gabriela no debía, pues, sorprenderse del es- tado asombrado de la capital . Largo tiempo per- maneció recostada en un pilar de la casa sin oír el más leve rumor. Su padre, cansado de la zozobra, se había acostado . O Tenía intenciones de entrar en la casa, cuando oyó de pronto un tumulto en dirección de la plaza Mayor . Y antes de que Goyo se diera cuenta y la detuviese, se lanzó ansiosa con la esperanza de la llegada del ejército libertador . ST De muchas casas comenzó a salir la gente . No sabían si se trataba de organizar una resistencia o de la huida final . Muy pronto los últimos solda- dos que estaban de guardia en los cuarteles aban- donaron sus puestos . Todos trataban de eludir el encuentro con las fuerzas de Herrera . Y fue cuan- do el pueblo comprendió que la derrota de Alzuru estaba confirmada y que la tiranía había dejado de existir . El propio General Urdaneta, el Secre- SY tario Privado doctor González, Francisco Arau- jo, Manuel Estrada, cayeron en manos de los istmeños que trataban de restablecer el orden en la ciudad que despertaba a la libertad . Gabriela avanzaba entre el tumulto con la an- 2 25
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  • 75. -¡Déjenme pasar -gritaba enfurecida-, dé- jenme pasar! ¡Cobardes! Pero nadie le hacía caso porque todos trataban de buscar una salida por alguna parte . Varias veces estuvo a punto de rodar por el suelo y otras tantas se vio sostenida por alguien que, inconscientemente la empujaba levantándola sobre la marejada de cuerpos jadeantes . Al fin, después de una lucha tremenda, con el cabello suelto y la ropa desgarrada, pudo salir a un claro en el momento en que aparecía un mili- tar. Gabriela lo reconoció en seguida, a pesar de O que su rostro estaba desfigurado por el terror. -¡Gonzalo, Gonzalo! -clamó agarrándolo por los hombros- . ¿Y Daniel? El se volvió asombrado . -¿Daniel Montenegro? Allá quedó en la cárcel, O esperándola . Vaya pronto antes de que lo mate la alegría - respondió torpemente . Gabriela tuvo miedo de que la engañase y quiso correr tras él para inquirirle sobre más detalles . Pero Hinestroza no se detuvo, ansioso como esta- ba de llegar pronto a la playa y escapar en un ST buque antes de caer en manos del enemigo . Ella sintió entonces que su odio cobraba nue- vos ímpetus, y siguió avanzando entre las sombras de la tarde. Al llegar a la plaza apareció la mole del Cuartel, oscura, tétrica . Las lluvias habían formado gran- des pantanos y tuvo que hacer un esfuerzo supre- mo para no hundirse en el fango . Los zapatos SY humedecidos, el traje en jirones, cansado el cuer- po como si la hubiesen azotado ; en otras épocas se hubiera dejado caer al suelo y allí hubiera dormido el resto de la noche hasta que la desper- tase el sol. Pero estaba sola, sin un blando lecho que la acogiese entre la blancura de sus sábanas 227
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  • 77. baladizas y las subió como una exhalación . Por todas partes reinaba el silencio . -¡ Daniel! ¡ Daniel 1 - comenzó entonces a gri- tar- . ¿Dónde estás? ¡ Y el eco respondía al trágico llamado 1 Parecía que el Cuartel estaba poblado de fan- tasmas . A través de las rejas se colaba un aire frío que daba la sensación de la muerte . Al fin, después de una búsqueda angustiosa, llegó a la última celda cuya puerta estaba abierta, y se acercó llena de esperanzas. Ya el ejército libertador del Coronel Herrera O penetraba en la ciudad, que se había rendido sin disparar un tiro, y las primeras avanzadas llega- ban a la plaza en el momento en que se oyó un grito pavoroso dentro del cuartel. Los soldados, que tenían alma de acero, no O pudieron evitar un estremecimiento, y uno de ellos, más audaz, se atrevió entonces a penetrar en el edificio y llegar hasta la fatídica celda . De pronto se oyó una carcajada y el soldado retrocedió lleno de horror. Ante él apareció Ga- ST briela, pálida como un sudario, con el cabello suelto y la mirada perdida, y en la boca un rictus de sarcasmo . Al notar su presencia, preguntó : -¿A quién busca, a Daniel? Y como él no respondía porque el terror lo paralizaba, ella prosiguió : -Dígale al Coronel Herrera que ahora no pue- de recibirlo, porque está dormido . Ya la noche había caído completamente y las SY sombras invadían el Cuartel . En la lejanía sona- ban las dianas . Y su rumor llevado por el viento, llegó dema- siado tarde para hacerle comprender a la mente desvariada de Gabriela, la inútil victoria . FIN 22 9
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  • 79. Esta quinta edición de la novela "TU O SOLA EN MI VIDA", de Julio B . Sosa (1910-1946), estuvo a cargo de la Li- brería Cultural Panameña, S.A ., y ter- minó de imprimirse el mes de julio de 1971 en los Talleres Rapid Offset, S .A . O El tiraje de esta edición es de 2,000 ejemplares. ST SY