1. -Los «desguazadores» que vienen por mí
- dijo impetuoso don José María levantándose
de un salto .
-¡Virgen Santísima! -clamó la señora pues-
ta de rodillas, implorando ante la Virgen, y baña-
do el rostro de lágrimas- . ¡Sálvanos, por amor
de Dios!
El ilustre hombre se acercó a una de las ven-
tanas con el objeto de escrutar los rostros de los
recién llegados .
-¿Oyes? - le dijo en voz baja a su esposa .
Y ella respondió para engañar su corazón y
O
mitigar la angustia que la ahogaba .
-Debe ser la ronda, la ronda que se va . . .
De un soplo apagó la lamparita y la estancia
quedó a oscuras . Pero en seguida sonó el aldabo-
nazo, que cayó como un golpe de muerte sobre
el alma de los circunstantes . Tomasita corrió deso-
O
lada hacia su madre y se arrojó llorando con
desconsuelo sobre su regazo, mientras don José
María iba a abrir la puerta .
-Buenas noches, señores -les dijo al grupo
que esperaba afuera con sus rostros patibularios
ST
y fieros-. ¿Qué se les ofrece?
-¡Qué buenas noches ni qué niño muerto¡
-respondió el que servía de jefe- . ¡Queremos
ahora mismo mil pesos o no respondemos de vues-
tra vida ni de la de los suyos¡
Don José María, abrumado por el terror, corrió
a su recámara y trajo no sólo el dinero pedido
sino las prendas de su esposa para saciar las exi-
SY
gencias de la banda de criminales .
Cuando ya se retiraba, uno de ellos lo tomó
por el cuello y le dijo :
-¡Abajo el maldecido Herrera¡
Y él tuvo que repetir el grito .
La casa quedó envuelta en una penumbra de
153
2.
3. mañana de gloria, y el aire traía el bálsamo acari-
ciador de los perfumes silvestres . Pero ella no
atendía a sus quehaceres porque dejaba vagar su
pensamiento en alas de los recuerdos que ahora
se le hacían ingratos .
Los rumores de que estaban acorralando a
Daniel en alguna casa de la ciudad se hacían cada
vez más persistentes . Las visitas de Gonzalo a su
padre menudeaban, porque él insistía en buscar
un indicio que le descubriera el escondite del que
más que enemigo era su rival afortunado .
Se decía que el ejército de Herrera, mediante
O
una hábil maniobra del Comandante Obaldía se
había apoderado del Castillo de Cragres sin dispa-
rar un tiro e hizo prisionero al Comandante Hand .
Se contaba que Daniel era uno de los cabeci-
llas que había entrado en la ciudad burlando la
O
vigilancia de los guardianes para levantar el pue-
blo en rebelión .
Se rumoreaba que estaba refugiado en una
casa de distinguida familia panameña y que el
General Urdaneta estaba ya sobre la pista .
ST
¿Pero qué podía decir Gabriela si ella misma
ignoraba los pasos de Daniel, porque él la enga-
ñaba también como si fuera su enemiga?
Mientras tanto la duda seguía corroyendo su
corazón . No eran celos, ella misma lo aceptaba,
pero una eterna congoja la abatía hasta llevarla
a la desesperación .
¿Por qué Daniel la trataba así? ¿Qué lazos lo
unían a Alicia Delvalle para que buscase refugio
SY
a su lado y evitara el encuentro con ella?
El mismo tío Agustín evadía sus preguntas .
-Eres muy niña para que comprendas ciertas
cosas - le respondía cariñoso .
Y ella tenía que aceptar en principio esa razón
porque lo único que sabía era que ambos se ama-
1 55
4.
5. -¿No le dije, mi niña, que estaban fresquitas?
¡Si las cortaron anoche mismo!
La tienda de don Antonio Escobar era un
amplio bodegón situado en el barrio de Boyaín .
Dueño de una apreciable fortuna, pagaba mal a
sus empleados y procuraba compensar esa eco-
nomía con su trato cortés y refinado .
Era muy amigo de dar consejos, aún en los
asuntos amorosos, en los cuales se consideraba la
O
autoridad que le daba el ser prometido oficial
de la señorita Ramona Urriola .
Aunque entre la gente del arrabal se rumorea-
ba que la bella dama comenzaba a inclinarse por
el apuesto Coronel Herrera, esos comentarios no
O
se hicieron latentes temerosos de que la vengan-
za de Alzuru fuera a llegar hasta los padres de
ella.
Como don Antonio era lego en el arte de es-
cribir y todo su interés se fincaba en los números,
ST
que eran los que le daban dinero, los ratos que
su contador Arturo Delvalle tenía libres, los dedi-
caba a redactarle las cartas a la señorita Ramo-
na, que el acaudalado comerciante firmaba con
sus garabatos parecidos a los jeroglíficos .
Delvalle se avenía a todos los papeles que po-
día desempeñar . Tan apegado estaba al puesto
que ya lo consideraba parte de su vida y al arran-
carlo de allí se le hubiera condenado a un letargo
SY
mortal.
Cuando llegaba el invierno, tenía que cuidarse
de que las goteras no dañases los pesados libro-
tes en donde llevaba la contabilidad de la casa con
esos hermosos números que no tenían rival en
la ciudad . Era de ver cómo se llenaba el viejo
157
6.
7. bajar los sueldos de sus subalternos . Así se con-
graciaba con el tirano, y sus intereses económi-
cos no sufrían menoscabo alguno.
Cuando don Arturo llegó a su casa y contó la
miseria de su patrón, Mariquita habló de ir a in-
juriarlo por su actitud ingrata . Pero Alicia, más
apacible y sensata, calmó a la pobre tía con argu-
mentos que pesaron lo suficiente para conven-
cerla .
Alicia tenía un profundo ascendiente sobre la
tía Mariquita, a quien quería como una madre y
aconsejaba como una hermana . Daniel, que se
desesperaba ya de pasar los días en el altillo
O
cuando sus sentimientos eran los de lanzarse a la
calle a desafiar la tiranía de Alzuru, oyó después
de labios de Mariquita la tragedia económica de
Delvalle . Y tuvo que callar derrotado, porque era
inútil su ayuda en esos momentos de peligro, ya
O
que su hacienda estaba en manos del Gobierno,
y por otra parte estaba seguro de que Alicia ja-
más le hubiera aceptado un solo centavo .
Sin embargo, no por eso se abatió el viejo . Su
hija se repuso valientemente, y a pesar de las pro-
ST
testas de su padre instaló una dulcería que muy
pronto se hizo popular entre las gentes del barrio .
Cuando Delvalle regresaba cansado del traba-
jo, le dolía el corazón al ver las finas manos de
su hija trabajar con harina y huevos para hacer
sabrosas «bicotelas» y exquisitos «merengues» .
-Si yo fuera rico . . . - decía suspirando .
-¿Qué harías, papá? - preguntaba ella dulce-
SY
mente.
Y él tenía que encogerse de hombros y meterse
en su cuarto porque se sentía impotente para con-
testarle .
Como eran tiempos de persecuciones y zozo-
bras, con las primeras horas del crepúsculo, Alicia
1 59
8.
9. -Oh, no tanto, General - respondió avergon-
zado el viejo- . Apenas alcanzo la mitad .
-¿Veinte pesos? ¡Eso es inhumano¡ -excla-
mo Urdaneta fingiendo indignación- . Un hombre
de su mentalidad y su eficiencia no merece tan ri-
dícula subvención .
-Esa es la verdad, la verdad amarga - dijo
Delvalle moviendo con tristeza la cabeza .
-¿Y el Gobierno no lo remunera por sus ser-
vicios?
-Hace muchos meses deja de llamarme . Ade-
más me debe.. .
O
Delvalle cortó repentinamente la frase, porque
había notado, sin desearlo, que estaba haciéndole
graves cargos a la administración.
Pero el militar, que era un profundo psicólogo
y llevaba a su acompañante por otro camino, son-
rió con benevolencia .
O-No se apene, don Arturo, y dígame toda la
verdad . ¿Tiene alguna cuenta pendiente?
-Sí, Excelencia .
Urdaneta guardó silencio un instante, y al cabo
le dijo :
ST
-Mañana le llevaré el dinero. ¿Dónde es su
casa?
-No se tome esa molestia, General, yo mismo
iré al Cuartel.
-Tendré infinito placer en visitarlo .
-Mi humilde hogar está a tres cuadras de
aquí. Es una casita verde, sembrada de arbustos
en el portal.
SY
-Mañana en la tarde pasaré por allá . ¿Vive us-
ted solo?
-Con mi hija Alicia y su tía Mariquita .
-Y Daniel . . . Daniel Montenegro ¿no vive ya
con usted?
-No, mi General . El vivió cuando era niño,
1 61
10.
11. tadoras de Urdaneta . El tendero miró hacia atrás
sin notar la persecución de que era objeto, pero
el General se lanzó en seguida tras sus pasos, tra-
tando de ocultarse tras los huecos de los portones .
La ciudad estaba dormida y el viento en calma .
Ni siquiera el mar entonaba la romanza de sus
olas, y en el ambiente de la naturaleza toda flota-
ba una melancolía indefinible .
Delvalle había tomado la calle Real para alar-
gar la caminata . Entonces Chico atravesó audaz-
mente los patios que daban a la calle siguiente, y
echó a correr sin pensar que podía atraer las sos-
pechas de algún sereno .
O
Urdaneta, asombrado de la desaparición, no
atinó a seguir la pista . Tuvo que regresar malhu-
morado al Cuartel, con el amargo quebranto de
perder, quizá, una pista que le hubiera indicado
el escondite de algún cabecilla revolucionario .
OCuando Chico llegó a casa de los Delvalle, ya
Alicia se preparaba a dormir, cansada de esperar
su padre que seguramente había encontrado al-
gún viejo amigo con quien formar tertulia en la
plaza .
ST
El le relató la conversación que había oído en-
tre su padre y Urdaneta, con todo el lujo de deta-
lles de que siempre hacía gala . Montenegro oyó el
rumor de voces y al reconocer a Chico bajó del
altillo. Cuando se enteró de que el General ven-
cría al día siguiente a entregar los sueldos atrasa-
dos a Delvalle, su imaginación sagaz abarcó en
seguida los motivos de tan precipitada visita y la
SY
manera fácil como había arreglado la cuenta, en
esos días en que el erario era insuficiente para
satisfacer siquiera la paga del ejército . Y como
hallaba peligroso el escondite, no tuvo otra solu-
ción que acudir al subsuelo.
Ayudado por Guerrero, levantó cuidadosamen-
163
12.
13. -Es usted muy galante, General, pero estas
flores crecen lozanas por la tierra y no por la jar-
dinera.
-Dicen que la curiosidad es innata en las mu-
jeres, pero yo quiero cerciorarme de las razones
que usted aduce - dijo él levantándose de la silla .
Fue entonces cuando comprendió Alicia que
las circunstancias que la rodeaban eran peligro-
sas . Y cerrando los ojos a la realidad y el cora-
zón a las emociones que pudieran delatarla, res-
pondió :
-Puede usted pasar, General, a sabiendas de
O
que nos honra con su visita .
La tía Mariquita se disponía a sacar agua del
pozo de brocal cuando notó que se abría la rejilla
que separaba el patio de la casa . Y vio tanta in-
quietud en la mirada que le dirigió Alicia, que
O
comprendió al instante sus deseos .
Junto a ella estaba la azada que la noche ante-
rior habían usado en la ingrata tarea de abrir el
hueco para esconder a Daniel . Ella la cogió apa-
rentando ignorar la presencia del visitante y se
ST
puso a remover la tierra aun fresca y húmeda .
Urdaneta pasó los ojos interesados por el jar-
dín profusamente florido, mientras Alicia se diri-
gía con natural desenfado a la tía para que prepa-
rase un fresco con las granadillas recién cortadas .
Cuando se lo ofreció al General, le temblaban las
manos, pero él no sospechó la causa de esa de-
sazón porque observaba con deleite los ramos de
jazmines y magnolias cuyo aroma le traía el vien-
SY
to en suaves y pausados giros .
Don Arturo no había llegado aún del trabajo
cuando él se despidió de Alicia, tranquilizado por-
que no había muestra alguna de que Montenegro
estaba en la casa .
Dolorosamente aceptaba que el Gobierno había
1 65
14.
15. -¿Enferma? ¿De qué? - exclamó él, asustado .
-Desde el día aquel en que recibió la ingrata
impresión en el portal, no la abandona la fiebre .
¡Usted ignora todo lo que ella esá sufriendo¡
-¡ Yo sé todo, señorita Ramona 1 ¡ Yo com-
prendo todo lo que la martiriza 1
-Ella cree que usted ya no la quiere, que cada
día se aparta más de su lado .
Daniel cerró los ojos con vergüenza. ¿Qué po-
día responder si todo se conjuraba contra la ver-
dad? Quería seguir siendo firme, leal a sus convic-
clones y seguro para defender a Gabriela de un
O
inútil sacrificio . Pero las palabras de Ramona sig-
nificaban la desesperación, y eso lo turbó .
-¿Verdad que la ha olvidado? - insistió ella.
-No, no la he olvidado.
¡Qué frías sonaron sus palabras¡ ¿Por qué no
O
tenían ya el calor de las lejanas emociones, cuan-
do pensaba que nunca dejaría de quererla ni ja-
más habría fuerza en el mundo capaz de sepa-
rarlos?
Por un momento deseó rebelarse a la ruta que
ST
escogió su destino, y sobre la cual marchaba con
los ojos vendados y el corazón ajeno a la quimera .
La voz serena, dulce, de ella lo sacudió nueva-
mente .
-¿Por qué, entonces, se esconde, Daniel? ¿Por
qué le huye si acaso no la ha olvidado? ¿No com-
prende lo que ella sufre con su ausencia?
-Yo no le huyo, no ¿por qué había de huirle
SY
si la quiero cada día más?
-Hace muchos días que ella no lo ve ; sus úl-
timas palabras no fueron de amor, porque las
ideas de una revolución lo cegaron y le hicieron
olvidar que ella estaba junto a usted ¡ para seguir-
lo, para defenderlo aún con el escudo de su pro-
pia vida 1
167
16.
17. yacía envuelto en silencio y humedad, y disfraza-
do de campesino desafió con valor el peligro que
entrañaba su presencia en las calles vigiladas de
la ciudad . La barba le daba un aspecto respetable
y el vestido andrajoso y polvoriento lo puso a cu-
bierto de cualquier sospecha .
Iba triste y cansado, como si un presentimien-
to cruel le avisara la cercanía de la muerte.
Cuando llegó a casa de los Ocampo, se deslizó
por el portal y golpeó con el puño la puerta que
daba a la sala .
Todo daba la impresión de que no había na-
die . Un silencio absoluto rodeaba la calle entera
O
y Daniel temió que no lo escucharan . Pero no
tuvo que insistir porque el propio Goyo le abrió
la puerta en el instante en que Ocampo pregun-
taba
-¿Quién es, Goyo?
O -¡ Soy yo, don Octavio, soy Daniel !
-Adelante, mi querido amigo, pase sin temor .
Daniel entró con el sombrero en la mano y
sonrió al notar el gesto de sorpresa de Ocampo .
-Pero, ¿por qué andurriales se ha metido us-
ST
ted, amigo mío?
-Soy un sencillo campesino, don Octavio, y a
pesar de ello, sentía miedo de que me fuera a re-
conocer una banda de «desguazadores ..
-Tiene entonces una suerte espantosa, porque
a estas horas el que se aventura por esas calles va
a dar en la cárcel o en el cementerio .
-Y Gabriela, ¿cómo sigue? - inquirió él.
SY
-Hoy ha pasado el día sin fiebre . ¿Quiere
verla?
Cuando entraron en la alcoba, Gabriela dor-
mía . Pero su padre alzó la luz de la lámpara y su
reflejo hizo que despertara . Daniel se acercó al
lecho y la miró con honda ternura .
169
18.
19. desamparado . ¡Y era que usted estaba enferma y
yo no lo sabía ¡ ¡Ya ve si tanto necesito de su pa-
labra para conformarme, que cuando estoy solo
me vuelvo cobarde!
Ella sonrió levemente, y respondió :
-Un hombre que se ha echado sobre sus hom-
bros la responsabilidad de una revolución no pue-
de ser cobarde . ¿Por qué entonces no se entregó
aquella noche a sus perseguidores? ¿Por qué tan-
tas veces como ahora ha desafiado al enemigo para
recorrer la ciudad que lo tiene encerrado en sus
murallas?
O
-Así es, Gabriela, pero ya esos hechos son pa-
sados y mi estado de ánimo es distinto . Tal vez
hice aquellas cosas cegado por la ira, como uno
tiene a veces ciertos ímpetus inspirado en el licor,
en la cólera, en la venganza . Y eso no es valor . Yo
O
tengo la infinita fatalidad de ser oscuro en mis
apreciaciones y cuando dejo de sentir una voz de
esperanza como la suya, decaen mis ambiciones .
-Usted puede luchar sin mi, Daniel, porque
hay algo más efectivo en este momento que yo ;
ST
y es la patria que está en peligro, son sus amigos
que confían en Ud., con sus parientes que esperan
de usted su salvación.
-Hay ciertos hechos en la vida, Gabriela, que
aparentemente carecen de importancia . Yo estaba
acostumbrado a marcar mi derrotero de acuerdo
con mi corazón, sin intromisión de nadie . Si en-
contraba una dificultad, la vencía porque tenía di-
nero, o la apartaba de mi lado . Desde niño me
SY
fueron acostumbrando a hacer de mis deseos un
mandato. Por eso la vida tenía para mí el ropaje
blanco ajeno a las contrariedades. Pero cuando
surgió la tiranía de Alzuru y en mi alma creció un
instinto rebelde de combatir, aprendí a saber lo
que es no bastarse a sí mismo, ceder ante ciertas
171
20.
21. estrellas y en donde sus almas se bañaran para
sentir un alivio eterno .
Era ya la media noche . El se levantó y la miró
por última vez . Se encaminó entonces a la puerta .
Todo parecía brillar a su alrededor : el suelo, los
muebles, los cuadros de la alcoba que se imagina-
ba esplendorosamente iluminada .
Y recogiendo su sombrero se volvió hacia ella
y le dijo sencillamente :
-Adiós, Gabriela . Sólo puedo agregarle que su
amor sigue siendo mi única guía .
Aquellas palabras fueron para la muchacha
O
una revelación más que la conmovió intensamen-
te. Y cuando él cerró la puerta, pensó que la luz
de la lámpara se había apagado y la alcoba había
quedado en penumbra .
Cuando Daniel salió por la puerta principal,
O
encontró al viejo Ocampo dormido en una mece-
dora de la sala .
A esas horas, las calles estaban solitarias . Pero
él temió que lo estuviesen espiando, y se deslizó
por entre los portales .
ST
Al llegar junto a la plaza notó que un grupo
de soldados venía en dirección contraria . Rápida-
mente se ocultó tras una de las columnas del Ca-
bildo, con tan mala suerte que se le cayó el cu-
chillo que llevaba al cinto .
-¿Qué pasa allí? - preguntó el Teniente Hi-
nestroza dirigiéndose al sitio donde él se hallaba .
Daniel se sentó entonces en la base e inclinan-
SY
do la cabeza sobre uno de sus hombros cerró los
ojos y se echó el sombrero sobre la frente .
La tenue luz de la luna menguante no alcanza-
ba a alumbrar lo suficiente la escena . A pesar de
que los hombres estaban cerca, sus rostros no se
distinguían claramente. Daniel sintió que la san-
gre se le helaba en las venas, porque aunque no
173
22.
23. capital, para lo cual transportó sus tropas de Por-
tobelo a Chagres en los barcos «Zullas y «Pro-
tector» .
De esta última población marchó por tierra
hacia Gorgona . A través de selvas inhóspitas, don-
de las fieras acechaban el paso de los soldados,
parecía una caravana famélica que en vez de la
victoria buscaba la muerte .
Pero los corazones se engrandecieron en medio
de las penalidades, y después de varios días de
angustiosa marcha llegaron a su destino .
Allí pernoctaron tres días . Después de haber
O
recibido municiones de Chagres, avanzaron hacia
la capital por la ruta de La Chorrera y acamparon
en la hacienda del Aguacate, cerca de los llanos
de Bique .
Un emisario audaz y valiente atravesó las lí-
O
neas de defensa de la atemorizada ciudad, y avisó
a los conjurados que había llegado la hora de le-
vantarse en armas . Una gran cantidad de rifles
pudo ser introducida procedente de la aldea de la
Boca, y depositada en una casa que Agustín Talla-
ST
ferro poseía en el barrio de Boyaín.
Después del toque de ánimas, Daniel salió del
refugio en que a duras penas podía mantenerse y
bajó la luz de la lámpara colocada en la mesa del
comedor . Se sentó con las manos en la cabeza,
mientras Alicia lo miraba con profunda inquietud .
A lo lejos se oía el grito del sereno, y a
ratos, una brisa fría mecía las persianas de las
puertas .
SY
Don Arturo y la tía Mariquita se habían acos-
tado . En la penumbra del comedor, Alicia parecía
dominada por el sueño. Pero no dormía, atenta al
menor movimiento de Daniel cuya vida estaba
ahora más en peligro que nunca .
Daniel estaba intranquilo. A veces cerraba los
175
24.
25. -¿Conoces la casa del tío de tu amita?
-¿El niño Agutín? Sí, pué, batante recao llevo
de niña Gabriela.
-Pues bien, llévale esta carta ahora mismo, y
no te la dejes ver de nadie .
-No tenga cuidado, mi amo .
-Fíjate que no tiene ningún nombre escrito
en el sobre, pero eso no importa porque ya él sabe
de qué se trata . Y toma estos dos reales para que
te compres unos tamalitos .
-Mucha gracia, mi amo . Su mercé pué confiar
en mí .
O
Cuando la negrita se fue, Daniel volvió donde
Alicia. Ella, que conocía todos los pormenores de
la revolución, le cogió la mano entre las suyas
con indecible ternura.
-Tengo miedo, Daniel, tengo mucho miedo de
O que te maten .
-No seas tontuela, Alicia, ten confianza en mi
destino como lo tengo yo. Anda a dormir y reza
por nuestra próxima victoria .
Y para que ella olvidara los sinsabores de la
ST
espera y tuviese un sueño consolador, le tomó el
rostro entre sus manos frías y la besó en los la-
bios . Era la primera vez en su vida que ella sentía
esa caricia y sonrió a través de sus lágrimas, por-
que inocentemente creía que su amor florecía
t.relas como en la noche oscura resplandecen las es-
Rato después él se deslizó por el patio, saltó la
muralla y se encaminó al barrio de Boyaín, en
SY
una de cuyas casas estaban escondidas las armas.
Urdaneta no volvió a visitar más a don Arturo.
Pero aunque no pudo descubrir indicio alguno de
la existencia de Daniel, no por eso abandonó la
idea de ejercer cierta vigilancia en los alrededo-
del barrio .
177
26.
27. -Llévela al Cuartel y manténgala a buen re-
caudo, sin permitirle que hable con nadie - agre-
gó dirigiéndose al soldado .
-Pierda Ud. cuidado, mi General.
El soldado tomó por un brazo a Chanita y la
llevó al Cuartel en una de cuyas celdas fue alo-
jada .
La negrita era valiente y audaz, pero las cir-
cunstancias en que se hallaba no eran propicias
para desempeñarse con la sangre fría que el mo-
mento exigía.
El sitio donde había sido llevada era estrecho
O
y húmedo . Una reja defendida por gruesos barro-
tes dejaba entrar un aire frío que hacía más des-
agradable la estancia . De vez en cuando se oía el
golpe sordo de las olas contra el acantilado de las
Bóvedas .
OChanita volvió los ojos hacia la reja y notó con
desaliento que por allí no había señal de salva-
ción. Buscó luego la puerta y la encontró inexpug-
nable, con la barra de hierro que la atravesaba .
Entonces comenzó a invadirla la desespera-
ción . Pensó que el viejo Goyo había descubierto
ST
su fuga y se la había comunicado a la niña Ga-
briela. Seguramente ella habría llorado mucho
porque la quería como una hija, y luego, acom-
pañada de Goyo, habría salida a buscarla por la
ciudad .
Tal vez pasarían por la tienda de Chico, a esas
horas desierta de parroquianos, y habrían inquiri-
do por ella . Ante el dolor de la amita, Guerrero
SY
se habría compadecido viéndose obligado a reve-
lar el secreto, ese secreto inviolable por el que
ella hubiese dado la vida . Continuaba luego la bús-
queda incesante, Gabriela temblando de miedo,
Goyo con el látigo en la mano, dispuesto a «mar-
carla a cuerazos» . Pero los Delvalle, a quienes
179
28.
29. -¿Y tú quedaste en avisarle?
-Esta noche le envié un mensaje, y aunque
no le decía el sitio, él debía comprenderlo de an-
temano .
-¿Es fiel el mensajero? - preguntó Lasso de
la Vega .
-De mi absoluta confianza . Estoy seguro de
que ha recibido la carta .
-l Es raro que no haya venido!
En ese momento se oyó el ruido de una rama
al quebrarse y los tres se levantaron instantánea-
mente . Pero antes de que llegaran a la puerta,
O
sonó un golpe tremendo y una voz que gritaba :
-!Ríndanse en nombre del Gobierno!
Lasso de la Vega y González sacaron sus pisto-
las y se agazaparon debajo de la mesa. Daniel se
ocultó en un rincón y preparó su sable .
OLa puerta crujió al empuje que los soldados
hacían con las culatas de los rifles y se abrió de
golpe. Los asaltados respondieron disparando va-
rios pistoletazos que tendieron sin vida a los pri-
meros que penetraron .
Pero los soldados se repusieron y cargaron a
ST
su vez con saña cruel . La estancia se volvió en-
tonces una confusión enorme . Los valientes cons-
piradores se defendían con desesperación, atacan-
do y respondiendo a los numerosos ataques que
les caían como un alud .
Daniel comprendió que la acción estaba perdi-
da, y de un sablazo tumbó la vela quedando el
cuarto a oscuras . Se entabló así un combate cuer-
SY
po a cuerpo en el que no se distinguían unos de
otros. El aire se hacía cada vez más irrespirable
por el humo de la pólvora y el jadear de unos se
mezclaba con los ayes de los otros . Lasso de la
Vega y González cayeron al fin mortalmente heri-
dos y Daniel se replegó hacia la puerta trasera
181
30.
31. -La niña Gabriela anda desesperada buscan-
do a la negrita que se ha perdido, después que
usted me mandó a llamarla - manifestó Guerre-
ro sin aprensión .
-¿Cómo dices, Chico? ¿Chinita perdida?
-Como usted lo oye, don Daniel .
-!Entonces la han capturado!
Sólo así vino a comprender Montenegro la cau-
sa por la cual Tallaferro no había acudido a la
cita y el descubrimiento del complot por los sica-
rios del Gobierno.
Cuando llegó el alba, se había rendido al sue-
O
ño y al pesar.
La noticia del fracaso de la conspiración para
derrocar a Alzuru y abrir las puertas de la ciudad
al Ejército del Coronel Herrera produjo un estu-
por enorme en los sectores de la sociedad istme-
O
ña. La muerte de dos de sus valerosos miembros
causó, más que indignación, tremendo descon-
cierto. Pero cuando se supo que el más peligroso
y audaz había logrado escapar, una esperanza
alentó en todos los corazones .
Había que ayudarlo a huir, que precipitar los
ST
acontecimientos, que levantarse en armas antes
de que fuese demasiado tarde . Pero faltaba la ca-
beza y era necesario conseguirla .
Muy pronto los «desguazadores» iniciaron la
búsqueda del cabecilla, registrando cuidadosamen-
te las casas . Daniel comprendió que su situación
se hacía insostenible y en la noche abandonó re-
sueltamente la tienda para ir a refugiarse en la
SY
casa del Dr. Blas Arosemena .
El inclito varón le arregló un escondrijo provi-
sional, porque el objeto de Montenegro era acer-
carse a la playa para escapar en una de las balan-
dras surtas en la bahía .
Uno de los sirvientes del Dr . Arosemena se en-
183
32.
33. ban para salvarle, no se cuidaba como aquel náu-
frago que rehuyó salvarse para no quebrantar su
voluntad de rendirse a la oscuridad del mar.
El Dr . Blas Arosemena estuvo hasta el último
momento de partir dándole consejos .
El Gobierno vigilaba todas las salidas . La ciu-
dad había llegado a la cumbre de las zozobras .
Había que llegar cuanto antes al lado de Herrera
para avisarle que una flota de barcos saldría en
breve a obstaculizar su marcha por el Río Grande .
Daniel no le oía, atento como estaba a otras
cosas que le parecían menos inútiles .
O
De repente, sintió una loca ambición de lanzar-
se a la lucha para que lo mataran y olvidar así la
congoja que lo abatía . Sólo así podría olvidar el
fracaso de la reunión, en la que hallaron la muerte
sus amigos Lasso de la Vega y González . Se sentía
culpable de esa sangre inocente que le pesaba
O
como un fardo en el corazón .
Cuando el Dr. Blas lo despidió, él le dijo lleno
de amargos presentimientos
-Doctor, voy en busca de la muerte o de la
victoria . Si la suerte me es adversa, dígale a Ga-
ST
briela que mi último pensamiento fue para ella .
El ilustre ciudadano lo abrazó emocionado . Le
dio luego un par de pistolas inglesas y le puso
la capa . Parecía un padre que diera el adiós a su
hijo . Daniel se escabulló por la calle oscura y soli-
taria . Hacía un frío húmedo y tuvo que apresurar
el paso porque ya el alba no tardaría en despun-
tar . No había una sola sombra que llenara su
SY
espíritu de temor. Sin embargo, tenía miedo de
abandonarse a su debilidad y jugarse tan fríamen-
te la vida al azar .
Antes de llegar a la playa, quiso pasar por .La
Estrella del Istmo» para decirle a Chico su parti-
da . Si algún transeúnte hubo que se lanzó a esas
185
34.
35. Estaban, como siempre, frente a frente, tra-
tando de ocultarse las debilidades para que su
amor no se mellara con rasgos imprecisos y faltos
de fe .
-¿No teme usted que lo maten, ahora que no
quiere seguir mi consejo? -le preguntó ella- .
Siempre sigue con el deseo de enfrentarse a las
circunstancias ciegamente, amparado por su estre-
lla . ¡Si supiese lo valioso que es la prudencia!
El no temía ya al peligro que lo cercaba, porque
encontraba otra vez la palabra de ella que vivifi-
caba sus intenciones de seguir luchando . Y si por
O
una ingratitud del destino caía víctimas de las
balas enemigas, ella debía tener la seguridad de
que había muerto en defensa de la patria y por
su amor.
-¡ Oh! - dijo Gabriela desfallecida .
O -Perdóneme si le he hablado así . Pero usted
debe ser valiente en estas horas aciagas que nos
rodean, sobre todo ahora que vamos a separamos .
En ese momento se acercó Zenón, que venía
de la playa y le dijo que se apresurara pues había
notado ciertos movimientos sospechosos cercanos
ST
al lugar del embarque .
En efecto, Urdaneta, apenas recibió el aviso de
la fuga de Daniel, distribuyó varias patrullas en
diversos puntos de la costa . Escondidos entre los
matorrales, entre las murallas, entre las barcas
viejas y carcomidas, los soldados esperaron la
llegada del fugitivo . Pero ellos no escaparon a
la curiosidad de Zenón quien, intranquilo por la
SY
demora del revolucionario fue a buscarlo .
Daniel comprendió dolorosamente que era hora
de partir. Tomó a Gabriela por los hombros y se la
quedó mirando . En sus ansias, creía notar su ima-
gen en las pupilas de ella y recoger toda la emoción
que se asomaba silenciosa . Pero Gabriela no se
187
36.
37. llegaron al trecho de la plana que los separaba de
la balandra, los ralearon los secuaces de Urdaneta
intimidándoles rendición .
Ante el ataque inesperado, Daniel no tuvo tiem-
po siquiera de acudir a las pistolas . Se encogió de
hombros y dejó que lo ataran lo mismo que a
Zenón . El propio Urdaneta se extrañó de la pasi-
vidad del revolucionario, que sólo dejó entrever
una sonrisa de amargura .
En el instante en que la patrulla llegaba jubi-
losa al Cuartel, salía disparada la mulatita Chana .
Se detuvo para dar paso al grupo y reconoció en
O
seguida a uno de los prisioneros a Daniel .
Al llegar a la casa ante el asombro de Goyo
que la creía perdida, relató la odisea de su vida
en la prisión, y el encuentro casual que había te-
nido con Daniel . Estos datos la salvaron de una
O
segura tunda que Goyo le tenía preparada, porque
el viejo mayordomo se olvidó de ella para correr
donde Gabriela y darle la triste noticia .
Cuando él se fue Gabriela rompió a llorar como
una chiquilla . Había tenido hasta entonces, la fuer-
za de los cantiles que soportaban el golpe de las
ST
olas . Los momentos de paz que habían sido leves,
no pudo disfrutarlos porque sentía que males ma-
yores vendrían alguna vez a continuar golpeando,
como el mar, su corazón . ¿Cómo pudo entonces
ser dueña de su conciencia y de su voluntad si
estaba atada al destino de un hombre que llevaba
tras sí el sello de la persecución?
Por eso, cuando al fin quiso detenerse en un
SY
remanso de paz que deseaba con toda su alma,
se rindió al cansancio de la eterna aprensión ya
que su cuerpo le negaba apoyo aunque fuese para
anunciarle una pena mayor .
Todo el día estuvo luchando con la tristeza y
el desaliento que la invadían . Hubiera querido ir
1 89
38.
39. de .cundeamores» que daba sombra al pozo, un
día se secó . Y así pareció que el dolor de Gabriela
impregnaba las cosas con un aliento fatídico y mis-
terioso .
A veces llegaba su tío Agustín, escapado mila-
grosamente de caer prisionero gracias a la habi-
lidad de Daniel y al valor de Chanita que se negó
a delatarlo a pesar de las torturas a que la some-
tieron, y la consolaba con palabras de esperanza
que ella sabía que eran engañosas . Porque él se
sentía cobarde para decirle la cruel verdad, el
destino fatal que esperaba al infeliz revolucio-
O
nario .
Un día, compadecido de su dolor silencioso,
prometió hablarle al Teniente Hinestroza, con
quien lo ligaba cierta amistad, para que le conce-
diese una entrevista . El era el guardián de Daniel
O
y podría ablandarse su corazón ante el ruego de la
mujer que callada e inútilmente seguía amando .
Esta vez lo pasó embargada por el soplo sutil
de una esperanza . Pero al llegar la noche parecía
nuevamente cansada de la lucha y cerró los ojos
al sueño como un consuelo final que la arrastrara
ST
a la voluntad de Dios .
f • k
Una mañana, antes de que Arturo Delvalle se
fuera al trabajo entró Alicia a su alcoba y le dijo :
-Papá, el Gobierno asaltó una casa en Boyaín
y cogió preso a Daniel . Dicen que lo van a fusilar .
SY
La buena estrella había salvado al viejo em-
pleado de que Urdaneta pudiera encontrar en su
casa indicios de estar mezclado, en alguna forma,
en los sucesos de la rebelión . El sagaz militar no
estaba seguro del sitio de que había salido la mula-
ta Chanita la noche aciaga de su captura . A esa
191
40.
41. cultivando caña, rodeado de plácidas colinas y
quietas florestas, con la riqueza de los bosques
y el manantial de estrellas por techumbre, ella no
hubiese tenido que sentir la rotura de su corazón,
y su propia vida sería dulce y serena como las
alboradas en el mar .
Ella no podía concebir cómo Daniel buscaba
la muerte en una aventura de guerra que no lle-
gaba a un práctico final . ¡Si hubiese sido por con-
quistar tierras, por aumentar sus caudales, por
merecer un amor! Pero no, en su obstinación se
impuso la responsabilidad de destruir un régimen
O
que no se había cruzado aún en su camino .
¡Nada de lo que había hecho le enseñó a ser
prudente! ¡Oh, Daniel, cómo te equivocaste hasta
caer tan hondo!
En las ramas de un naranjo florido cantaba un
O
azulejo . Ella lo miró saltar jubiloso en el follaje
tachonado de azahares y se detuvo a observarlo .
¡Oh, no! ¿Por qué había sido tan ciega? ¿Cómo
pudo pensar que la jornada de Daniel era inútil
si con ella se buscaba la libertad? ¿Cómo podían
vivir los hombres enjaulados en las rejas de una
ST
tiranía, si afuera estaban el aire y la tierra y el
mar para trabajarlos y amarlos sin que la volun-
tad de uno de ellos se opusiera?
¡Qué noble filosofía encerraba el azulejo en el
naranjo florido! Su padre, al notar que ella se
paraba a contemplarlo, preguntó :
-¿Qué te pasa, hija mía? ¿Ya te arrepentiste
de ir?
SY
-No, papá. Al contrario . Vamos pronto, antes
de que se vaya el General .
Cuando llegaron al Cuartel, el propio Urdaneta
les salió al encuentro, y al conocer el objeto de la
visita, él mismo los condujo a la celda donde es-
taba Daniel .
1 93
42.
43. Ella era profundamente religiosa y creyó en
sus frases alentadoras .
-Que El oiga tus palabras - respondió.
El tiempo corría y era preciso despedirse . Da-
niel los acompañó hasta la puerta de su celda, y
cuando se iban, ella le preguntó con un leve tem-
blor en la voz :
-Y ella . . . ¿no ha venido?
El le respondió con la cabeza que no, y vio
tanta dicha en sus ojos que sintió no haber avi-
vado ese fuego lento de amor que encendió en sus
primeros años . En ese momento fugaz, Alicia apa-
O
recía ante él con el ropaje de una novia doliente
y silenciosa .
Cuando llegaron al portón, el viejo Delvalle
inquirió por el General Urdaneta .
-Está en audiencia con el Coronel Alzuru -le
O
contestó un ordenanza .
Y tuvieron que irse y esperar mejor ocasión
para solicitar el salvoconducto.
Las noticias que llegaban a la ciudad en rela-
ción con los movimientos del Coronel Herrera eran
alarmantes . El entusiasmo en los pueblos del in-
ST
terior se desbordaba, y sin interrupción iban los
hombres a enrolarse en las filas libertadoras .
El ejército montaba ya a mil quinientos hom-
bres entre los cuales figuraba la guarnición de
Natá al mando del aguerrido Coronel José Antonio
Miró, que anteriormente se había distinguido en
las campañas del Perú . Figuraban además el Ge-
neral José de Fábrega, el Comandante Mariano
SY
Arosemena, don Sebastián Arze, que había esca-
pado de la ciudad a raíz de la muerte de su hijo,
el Comandante Juan de la Cruz Pérez y don Justo
Paredes, ex Prefecto .
Mientras tanto, Alzuru continuaba su obra ne .
fasta de crímenes .
1 95
44.
45. canso eterno, porque ya no abrigaba esa fe reli-
giosa que un día la hizo resignada para recibir
la desolación de una amargura .
Era inútil ya que pudiera asirse a una mano
leal, porque todos tenían miedo de un gesto que
los delatara, todos se empeñaba en huir de la
caridad que bien salvaría a un alma de la desespe-
ración como también la precipitarían a la muerte .
Por eso esa mañana, después de haber pensado
y soñado su destino, creyó haber encontrado el
sendero que la llevaría a su anhelo final .
Iría al arsenal y buscaría al Teniente Hines-
O
troza . Ella no creía que él fuese tan innoble para
rechazar su petición de indulto . Por el amor que
le profesaba, por ese amor que tuvo la constancia
a pesar de su ingratitud, él no dejaría que ella
sufriera, no, él no tendría valor para olvidarla y
O
dejarla morir de desesperación y abandono .
El alma parecía llenársele de gratitud, y cuan-
do llegó al Cuartel, entró con la seguridad de
haber vencido con sus lágrimas y con su piedad .
El ambiente estaba caldeado de angustias, por-
que nadie tenía tranquilidad en la conciencia . Los
ST
soldados la miraron con desconfianza, porque se
sospechaba de todos : ¡el amigo de la amiga, el
hermano de la hermana, el padre del hijo!
Todos temían ser delatados y todos eran dela-
tores, no porque pertenecieran al partido de Al-
zuru sino porque temían las represalias y busca-
ban un pretexto para asegurar sus vidas .
!Cuántos ojos se quedaron secos de llorar y
SY
cuántos cabellos encanecieron en una sola noche!
Gabriela se sintió arrepentida de su audacia .
Los soldados seguían mirándola recelosos, y ella
tuvo intenciones de huir . Pero cuando se proponía
hacerlo apareció en una de las puertas laterales
del vestíbulo el Teniente Hinestroza .
197
46.
47. ofrecer hasta su vida en cambio de la libertad
de Daniel .
-Ud . puede evitar esa injusticia, Teniente Hi-
nestroza -respondió con voz apagada- . Los car-
gos que se le imputan no tienen pruebas para
que se le condene ciegamente . Ud . es más religioso
y yo sé que Dios es muy grande para premiar la
nobleza de su alma . ¿Se manchará con la sangre
de un inocente?
-La justicia, Gabriela, es una sola, y está en
este Cuartel . Me pide que la viole, que rompa mi
juramento de soldado, que destruya el código de
O
honor, basado en sentimientos de humanitarismo .
Pero, olvida que si se hubiesen llevado a cabo
los planes de Montenegro, ¿cuántas madres no
llorarían hoy la desaparición de sus hijos, cuántas
viudas la de sus esposo, cuántas novias como Ud.
O
la de sus novios? Me pide la vida de un reo conde-
nado a muerte, de un traidor que ha atentado
contra la seguridad de mi patria que es también
la suya, de un hombre a quien se me ha confiado
porque creen en mi palabra de soldado y en mi
ST
rectitud de patriota . ¿Y Ud . Gabriela, quiere que
lo olvide todo, que destruya mi vida pasada, que
levanté con desvelos y sacrificios, para satisfacer
los deseos de su corazón? Además -prosiguió
Hinestroza- el General Urdaneta me lo confió
y si yo accediera a su petición, él comprenderla
que había sido débil por Ud. y tarde o temprano
pagaría la culpa de los dos .
-No me importa mi vida si la de Daniel está
SY
en peligro .
-¿Tanto así lo quiere? ¿No ve que él pien-
sa más en la gloria de su patria que en el amor
que le ha inspirado?
-Ud . parece odiarlo . ¿Por qué es tan cruel?
¿Qué mal le ha hecho?
199
48.
49. -Ud Gabriela -dijo quedamente - es una
mujer comprensiva y sagaz . ¿No ve acaso que
quien la mira por primera vez no puede olvidarla
nunca? ¿Por qué pretende salvar de la muerte a
un hombre que su fiel mulatita delató? Ayer no
más sentía desconfianza por él . Ud . no me puede
negar que le dolía ese gesto muy natural en él
de posponer la dicha de su amor por el peligro de
las aventuras revolucionarias . ¿Por qué quiere
ahora que ofrezca una ilusión si ya el destino quiso
separarlos?
-Eso fue antes, Teniente - contestó ella con
O
hondo acento de amargura-. Estaba ciega, ciega
de amor, y no comprendía la sublimidad de su
alma, el sacrificio de su propia vida en aras de esa
patria que Uds . están traicionando . Pero ya he
visto la verdad y creo que debo salvarlo .
-¿Para bien de su amor y deshonra de su
O
nombre?
-No sé lo que piensa de ello, pero lo que sí
le aseguro es que Dios premiará su acción.
-Yo no quiero bienaventuranzas en el cielo .
-¿Entonces qué pretende?
ST
-Hace poco me dijo Ud . que sólo ansiaba sal-
var la vida al reo para tranquilizar su conciencia,
aunque tuviese que ofrecer su vida . Ud . Gabriela,
debe haber pensado mucho lo que dice, y ni él,
que cree amarla tanto, piensa el daño que sus
palabras le causan . Porque por encima del amor
que le profesa, están sus compromisos con la pa-
tria. ¿Si yo le concedo la libertad, seguirá Ud .
SY
atada a él? Tendría la suficiente entereza de carác-
ter para amoldarse a una situación molesta en
la cual siempre, como un fantasma, surgiría el
recuerdo de su gesto? ¿Acaso no le duele el cora-
zón al pensar que él fue cobarde para atarla a
su destino?
20 1
50.
51. nal, contemplaba la salida de la escuadra que al
mando del General Urdaneta iba en busca de
la flotilla del Coronel Herrera, mandada por el Co-
mandante George .
Sobre su mesa de trabajo reposaban los partes
de sus oficiales, algunas sentencias en espera de
su firma y otros detalles relacionados con la cam-
paña.
El alma de Alzuru era negra como la noche . La
indecisión comenzaba a quebrantar su voluntad
antes férrea, y por todas partes creía ver descon-
fianza, traiciones .
O
Las noticias que le traían del campo enemigo
eran cada vez más desalentadoras . La marcha del
ejército libertador hacia la capital continuaba con
ímpetu arrollador . En la hacienda de Bique, en
las sabanas de Bernardino, don Carlos Icaza y
O
don Luis Lasso de la Vega le habían proporcio-
nado caballos, y de la ciudad salían frecuente-
mente hombres a engrosar sus filas, a pesar de la
vigilancia de los guardias .
El ruido de la puerta que se abría, le hizo
ST
volver la mirada . Era su Secretario Privado, el
Doctor González, que entraba .
-¿Su Excelencia tiene algo que mandar? - le
preguntó temeroso .
-Venga y siéntese junto a mi mesa -respon-
dió él con ceño torvo- . Tendremos que trabajar
mucho . ¿Ya despacharon los partes para nuestras
avanzadas?
-Se hizo como Ud . lo mandó, Excelencia.
SY
-¿Qué informe ha rendido Estrada de los sol-
dados que mandó asesinar al traidor Herrera?
-Desgraciadamente fueron descubiertos antes
de que llenaran su cometido .
-¡Imbéciles! Bien merecieron su muerte .
-Perdone, Excelencia .
203
52.
53. quiere ni aunque lo sometan a los más crueles
tormentos, porque él sí es un hombre valiente, a
pesar de que es mi enemigo . l Y ésos son los hom-
bres que yo necesito, no los que aquí tengo que
en vez de pantalones deberían llevar faldas!
-Es verdad, Excelencia .
-Déjese de cuentos, González, y sepa que lo
que mis ojos ven es un grupo de traidores . El
tiempo pasa y nuestra seguridad peligra . Dígale
a ese bandido de Estrada que quiero vivo o
muerto a Herrera . Mientras él se dedica a aterro-
rizar a unos niños, el autor principal se acerca
O
a la ciudad . ¿Tendré necesidad de salir a buscarlo?
-Oh, no, Excelencia . Ud. es muy digno para
que se constituya en carcelero de un bribón . Inme-
diatamente voy a transmitir sus órdenes .
El secretario quiso aprovechar, el momento
O
para salir escapando de la furia que Alzuru desen-
cadenaba sobre su cabeza . Pero él lo detuvo con
un gesto :
-No se vaya, que lo necesito . Vamos a des-
pachar estos asuntos que están pendientes . Sién-
ST
tese .
González acercó la silla a la mesa . Alzuru co-
menzó a leer la lista de los condenados a muerte .
-¿Cómo se llama el prisionero?
-Daniel Montenegro, Excelencia .
-¿Y cómo no está en la lista?
-Porque el General Urdaneta pensaba que él
podía dar ciertos detalles que nos interesan, a
cambio de su vida .
SY
-¡ Otro pazguato que cree en la debilidad de
los hombres! Ponga en seguida su nombre para
que lo fusilen dentro de tres días . Vamos a some-
terlo antes a las torturas del hambre .
-¡Su Excelencia es un genio!
-i Y a Ud . sólo le faltan unas orejas muy gran-
2 05
54.
55. -¿Y hará la ejecución de noche?
-¡Mejor! ¡Así a la luz de las estrellas, les pa-
recerá más sentimental el adiós a la vida!
El 22 del mismo mes, la escuadra enviada por
Alzuru atacó al Coronel Herrera en las márgenes
del Río Grande .
El Comandante George, que dirigía las opera-
ciones, resistió el ataque contra una cañonera, una
lancha y cinco canoas que lanzó Urdaneta con
O
relativo éxito .
Las fuerzas libertadoras se defendieron brava-
mente, pero una de sus naves encalló en uno de
los numerosos bancos de arena del río, y Herrera
tuvo que desempeñarse con heroísmo y habilidad
O
para salvar a sus soldados de un desastre .
La noticia de la victoria de Urdaneta enardeció
los ánimos en la ciudad . Las esperanzas de unos
se mezclaban con los temores de otros.
En los hogares istmeños reinaba un caos enlo-
quecedor; los «desguazadores» buscaban presas en
ST
quienes saciar su sed de sangre ; los soldados,
ebrios, corrían en sus caballos a galope, de uno
a otro confín de la ciudad, celebrando el triunfo
prematuro .
En el patio del Cuartel de Chiriquí se había
reunido la turba de militares y escasos amigos de
Alzuru que ¡barra felicitar al tirano .
Entre ellos no faltaba esa clase de esbirros,
SY
formada por mulatos del arrabal, genuinos expo-
nentes del pueblo istmeño, que por temor o por
dinero, o por saciar venganzas injustas en los pa-
tronos o amos, eran partidarios de la tiranía.
Alzuru gustaba de la lisonja, y ese espíritu de
vanidad que siempre anidó en su alma, encontró
2 07
56.
57. !Como un rayo improviso de luz, le vino en.
tonces el recuerdo de Chico, dei fiel Chico Guerre-
ro que seguramente los ayudaría! Y como el
momento no era de indecisiones, apenas llegó a
su casa, engañó a su padre con un pretexto baladí
y se fue a «La Estrella del Istmo» .
Con el advenimiento de la tiranía, la popular
tienda de Guerrero había perdido mucho de su
prestigio. Una tristeza amarga la invadía al caer
la noche, cuando las calles se iban quedando oscu-
ras y en silencio. Ya el banco de la carnicería
estaba sumido en un letargo piadoso; las mesas,
O
los mostradores, todo el salón que abrigaba ani-
madas tertulias, estaban llenos de una melancolía
que al mismo Chico y a Rudecinda los llenaban
el alma de infinito pesar .
Cuando Alicia llegó, los dueños, sentados en
O
sendos taburetes en el portal que daba al patio,
callaban por no hablar de los infortunios que los
consumían.
-Niña Alicia, ¿es usted? - exclamó Chico con
la sorpresa pintada en el rostro .
ST
-Ya ve, Chico, en la situación en que me en-
cuentro . Ud . no sabe lo que he sufrido en estos
últimos instantes . Sólo Dios ha querido conservar-
me la vida, y sin embargo, no por eso he dejado
mis temores.
-! Qué infamia, Virgen Santísima, se está co
metiendo con nosotros! - exclamó encolerizada
Rudecinda-. Pero ya les llegará a ellos la hora
de pagar sus culpas . Nuestro amado Coronel He-
SY
rrera no tardará en entrar en la ciudad .
-Calla, calla, Chinda, que las paredes tienen
oídos y en el momento menos pensado caen los
criminales «desguazadores» sobre nosotros y en
un abrir y cerrar de ojos nos rematan .
-Tiene razón, Chico - dijo Alicia con triste
209
58.
59. Chico quedó un rato pensativo, y de pronto,
dándose con la mano en la frente, exclamó
-¡Ya está el asunto arreglado, niña Alicia!
Rudecinda se va ahora mismo a su casa y le avi-
sará a su padre y a su tía que apenas caiga la
noche, se vayan a la playa de Trujillo y me es-
peren .
-¿Y si los sorprende una patrulla?
-Ellos pueden disimular haciéndole alguna vi-
sita a algún vecino .
-¿Y yo?
-Ud . s e quedará tranquila en esta casa mien-
tras yo busco la balandra . Necesita de reposo para
O
soportar los peligros que pronto la rodearán .
-¡Pero si yo no tengo nada! ¡Es preciso que
vaya a mi casa a buscar ropa!
-La ropa la tiene aquí .
-¿La de Rudecinda? - inquirió ella con ironía .
O -La mía. Ud . en adelante será un simpático
marinerito . Vaya aprendiendo a decir unas cuan-
tas palabritas vulgares por si acaso la sorprende
un «desguazador» .
Alicia abrió los ojos inocentes, en un gesto de
ST
sorpresa .
-Pero Chico, ¿por qué no huimos mejor por
la Puerta de Tierra? Si usted quiere disfrazarme
de marinero, bien puede hacerlo de campesino .
-Imposible, niña Alicia . Ud . no sabe cómo
está de vigilada esa salida . Al primer paso que
diéramos nos cogerían a todos y nos fusilarían .
-¿Y acaso no vigilan con el mismo celo la
costa?
SY
-Ahora no, porque el General Urdaneta cargó
con casi todos los buques para el Río Grande. La
balandra que tengo contratada está en Boca de
la Caja . Esta noche se acercará a la orilla y noso-
tros andaremos listos para abordarla .
21 1
60.
61. Chico tomó el borde de la falda de ella y besán-
dolo exclamó
-¡Bendita sea Ud . una y mil veces, mi niña!
-No haga eso, por Dios, y preparémonos que
la noche se nos viene encima .
Cuando Rudecinda regresó con el consentimien-
to de Don Arturo encontró a Alicia vestida de ma-
rinero, y a fe de todos se veía linda y airosa con
su ropa masculina . La abrazó entonces con lágri-
mas en los ojos y Chico, que no gustaba de las
escenas enternecedoras, le dijo :
-Vamos, mujer, no llores que eso es señal de
O
mal agüero . Y Ud ., niña Alicia, no se amilane y
siga mis pasos aparentando que no me conoce .
Guerrero se echó a la calle y detrás siguió in-
trépida la muchacha .
La noche era tranquila y en el cielo brillaban
O
las estrellas . Una brisa suave y fresca bajaba del
Ancón despeinando las solitarias y enhiestas pal-
meras . El mar, oscuro y silencioso derramaba sus
olas sin rumor en los pequeños arenales de la
costa .
Alicia seguía a duras penas la marcha forzada
ST
de Chico, atormentada por ideas desalentadoras .
Su padre tal vez no habría comprendido las seña-
les ; afectado por la edad confundiría, en las som-
bras, las calles y las casas ; la misma tía Mariquita
lo orientaría mal en medio de la zozobra ; ¡tal vez
una ronda los habría sorprendido, obligándoles a
confesar las causas de la fuga y ellos, llenos de
panico, delatarían a todos!
SY
«¿No tendría aún tiempo de evitar el desenla-
ce?», se preguntaba su espíritu desviado .
«¡Tengo que salvarlo antes de que sea dema-
siado tarde!», repetía semiinconsciente .
Y entonces echó a correr en dirección a la pla-
ya por una vereda distinta a la que seguía el ten-
213
62.
63. -¿No me engaña, Chico? - preguntó ella ado-
lorida .
-¿Por qué va a dudar ahora de mí, si Dios
quiere que salve a la patria?
El capitán ordenó alzar la mayor y la balandra
dando un tumbo sobre las aguas enfiló mar afuera .
-¡Adiós, mi niña! -gritó Chico emocionado .
Y ella, que estaba asida a las jarcias de la
nave, sin prestar atención a su padre y a tía Mari-
quita que preparaban el lecho en la cubierta, no
pudo responderle porque estaba llorando .
Era porque su pensamiento volaba hacia una
O
celda inmunda donde se consumía el hombre a
quien había entregado su alma sin ser compren-
dida . Allí se iría muriendo con lentitud de las
horas que suenan y no llegan nunca ; con la angus-
tia de oír las descargas y no sentir el plomo en sus
carnes ya cansadas ; con la tristeza de sentirse olvi-
O
dado en los momentos en que necesitaba más de
una palabra de amor.
i Todo acabaría para él : glorias, riquezas, es-
peranzas, vida! Y ella tendría que soportar la
ingratitud de los recuerdos que la azotaban in-
ST
clemente, con el silencio cómplice que le daba su
resignación .
Se sentó luego junto a la borda con la mirada
perdida en las sombras que ocultaban la ciudad,
mientras su padre refunfuñaba en voz baja :
-Si yo fuera rico . . .
Y se fue quedando dormida bajo el murmullo
de las aguas serenas y el soplo escalofriante del
SY
viento .
Creció la luz del amanecer en los horizontes, y
en la celda del prisionero se difundieron los pri-
meros resplandores .
21 5
64.
65. y persecuciones, había cegado de un soplo las dul-
ces promesas de amor, de ese amor que nació con
todo el aliento de su vida, y que estaba condenado
a perecer .
Después de la prisión de Daniel, ella creyó, por
un momento, que las fuerzas avasalladoras del Co-
ronel Tomás Herrera llegarían a tiempo de salvar-
lo . Pero el General Urdaneta, con un golpe de
audacia y aprovechando una maniobra infeliz del
Comandante George, se había lanzado en las aguas
del Río Grande asediándolo contra la ribera, y
finalmente dispersándolo .
O
La noticia de la victoria cayó en Panamá como
una bomba . ¡El General Urdaneta ha derrotado
a las fuerzas invasoras ! ¡El enemigo en plena de-
rrota ! ¡Un golpe más y se rendirá !
Esas calles cobraron una falsa animosidad, ex-
O
citadas por las bandas de «desguazadores» que
demostraban eterna sed de venganza .
¡Ahora verían los istmeños cómo iba a ser pul-
verizado su ejército! i Ahora contemplarían en
toda su plenitud la fuerza invencible del Gobierno
ST
a quien osadamente Herrera había querido opo-
nérsele 1 ¡Ahora sabrían lo que era la formidable
maquinaria que así como arrasaba soldados des-
truía conciencias !
El comienzo de la guerra había sido propicio
a la tiranía . El primer encuentro demostraba a
las claras que los imberbes soldados del Coronel
Herrera no habían podido soportar el choque con-
tra los maduros guerreros que dirigía Urdaneta.
SY
Entonces salió Alzuru de la ciudad al mando
de novecientos hombres .
El día amaneció nublado . Una ligera llovizna
217
66.
67. Alguna vez, cuando la revolución hubiese sido
ahogada, él le llegaría a contar los últimos días
del prisionero, y sentiría el placer de torturarla
como ella un día torturó sus quimeras .
Pero llegó el 25 de agosto, y las noticias que
venían del frente comenzaron a llegar en medio
de una espantosa zozobra . Una gran batalla se es-
taba llevando a cabo en la Albina de Bique. Las
fuerzas sutiles del General Luis Urdaneta habían
acosado sin cesar al Coronel Herrera, quien se
mantenía a la defensiva .
El pueblo se lanzó a la calle, a las plazas, a los
O
cuarteles, ávido de noticias. El pánico comenzaba
a apoderarse de las guarniciones .
Nadie sabía lo que estaba ocurriendo a pocas
millas de la ciudad .
Al mediodía llegó un soldado de las fuerzas
O
de Alzuru . Venía cubierto de lodo, extenuado por
la dura jornada . Las tropas comenzaban a ceder
ante el empuje de los veteranos de Yaguachi, y
Alzuru trataba de retirarse hacia la hacienda de
Cárdenas, pero el fango impedía la rapidez de sus
ST
movimientos .
Las horas pasaban en medio de una cruel in-
certidumbre y sobre la ciudad cayó un velo de
indecisión . La lluvia cesó de pronto pero el cielo
continuó oscurecido como si se tratara de rodear
el ambiente de misterio .
En las esquinas y portales se formaban corri-
llos tratando de comentar las incidencias de la
batalla . Los rumores de que los soldados de la tira-
SY
nía habían sido despedazados, de que Urdaneta
venía desesperado hacia la ciudad con el fin de
organizar la defensa, de que Alzuru huía en deman-
da de las selvas para salvarse de la captura, llena-
ban los ámbitos de la ciudad .
Algunos corrían a los cuarteles, otros hacia la
2 19
68.
69. cedente de las líneas de Alzuru comenzó la cara-
vana incesante a arribar en caballos que parecían
caerse de cansancio, en carretas tiradas por bue-
yes, a hombros de aquellos que aún soportaban
el peso de la retirada . Algunos iban desmayados,
mezclada la sangre de sus heridas con el lodo, bajo
la frialdad de la lluvia que no cesaba de caer . El
hospital estaba colmado . No había vendajes y mu-
chos morían sin recibir el primer auxilio .
¡Tres días antes, cómo gritaba y amenazaba la
soldadesca que venía ahora a implorar clemencia!
¡ Entonces no se compadecía de la pobreza del pue-
O
blo, de las lágrimas de las mujeres, de los ayes de
los niños!
¡Tres días apenas que a Gabriela le parecieron
tres años! ¡Pero después habían venido una serie
de combates, de batallas, de ataques desesperados .
O
Las tranquilas aguas del Río Grande, las llanadas
del Aguacate, los campos anegadizos de Bique ya
no tenían la sugestión de los paisajes . Ahora esta-
ban teñidos en sangre, olientes a pólvora, estreme-
cidos por las interjecciones militares y los gritos
ST
de dolor de los moribundos . Por donde antes tran-
sitaban los campesinos con sus carretas llenas de
provisiones, pasaban ahora los soldados iracundos,
los cañones pesados, los caballos con sus bocas
cubiertas de espuma, en un incontrolable deseo de
destruir, de matar, de arrasar .
En la tarde del 25 de agosto llegaron noticias
más precisas . Ese mismo día, a las tres de la ma-
nas, el ejército de Alzuru había roto el fuego,
SY
secundado por los soldados de la escuadrilla de
Urdaneta . El Coronel Herrera había contestado
al ataque y aunque el batallón Ayacucho, defensor
de la tiranía, probó a lucir sus antiguos bríos, fue
contenido por las avanzadas del valeroso Yaguachi
y de la columna Protectora . Alzuru no había con-
?11
70.
71. -¿Uté no sabe que todavía hay sordaos en el
cuarté? Ta uté bucando que la maten y er niño
Danié no la vaya a vé má .
.Este mulato se ha vuelto muy insoportable»,
decía ella para sus adentros . El no conocía el
carácter de Hinestroza para pensar que estaba
martirizando al prisionero, con ese espíritu ven-
gativo que lo cegaba . Daniel tal vez se estaba
muriendo de hambre y de sed, en esa celda fría
que el mar golpeaba con lúgubre acento.
Ella nunca había estado en una cárcel, pero se
imaginaba que debía ser un suplicio, ya que Cha-
nita le relató las horas angustiosas que pasó cuan-
O
do fue encarcelada . ¡ Y eso que apenas fue un
corto lapso! ¡Ahora aquellos que no volvieron a
ver nunca más el sol y que tuvieron el océano por
tumba !
¡Pero no! ¡Daniel no podía estar moribundo!
O
¡El era un hombre fuerte y cualquier cosa habría
hecho para no morir de inanición!
¿Qué sería de ella, después de todo, si él moría?
La idea resultaba demasiado inoportuna para to-
marla en consideración .
ST
Uno de los soldados que venía en busca de refu-
gio pasó por el portal y ella corrió a detenerlo por
una manga del uniforme .
-Dígame, por favor, ¿ya viene el ejército de
Herrera? - le preguntó .
El se encogió de hombros, como cansado de la
marcha y de tener que contestar algo . Poco des-
pués siguieron pasando otros y ella los llamaba
suplicante, pero nadie le hacía caso . Algunos son-
SY
reían con tristeza al verla tan linda y con la ansie-
dad demostrada en sus gestos . Después seguían
con pasos vacilantes, llenos de lodo, de pólvora, de
sangre, con los zapatos rotos y el vestido en ji-
rones .
223
72.
73. La sorpresa de una transición tan rápida tenía
anonadada a la ciudad . No creían que la tiranía
tan sangrienta como había sido la de Alzuru fuese
aplastada en tan poco tiempo . Cuando estaban
abatidos por las persecuciones, los asesinatos, los
destierros, se imaginaban que su destrucción re-
quería una lucha titánica, algo así como un sitio
a la ciudad, asaltos a los cuarteles, combates sin
piedad, en donde tenían que parapetarse tras las
casas, las murallas, los patios llenos de maleza .
Y ahora sucedía que una victoria bastaba para
destruir esa maquinaria formidable que reinó en
el Istmo por breves meses .
O
Gabriela no debía, pues, sorprenderse del es-
tado asombrado de la capital . Largo tiempo per-
maneció recostada en un pilar de la casa sin oír el
más leve rumor. Su padre, cansado de la zozobra,
se había acostado .
O Tenía intenciones de entrar en la casa, cuando
oyó de pronto un tumulto en dirección de la plaza
Mayor . Y antes de que Goyo se diera cuenta y la
detuviese, se lanzó ansiosa con la esperanza de
la llegada del ejército libertador .
ST
De muchas casas comenzó a salir la gente . No
sabían si se trataba de organizar una resistencia
o de la huida final . Muy pronto los últimos solda-
dos que estaban de guardia en los cuarteles aban-
donaron sus puestos . Todos trataban de eludir el
encuentro con las fuerzas de Herrera . Y fue cuan-
do el pueblo comprendió que la derrota de Alzuru
estaba confirmada y que la tiranía había dejado
de existir . El propio General Urdaneta, el Secre-
SY
tario Privado doctor González, Francisco Arau-
jo, Manuel Estrada, cayeron en manos de los
istmeños que trataban de restablecer el orden en
la ciudad que despertaba a la libertad .
Gabriela avanzaba entre el tumulto con la an-
2 25
74.
75. -¡Déjenme pasar -gritaba enfurecida-, dé-
jenme pasar! ¡Cobardes!
Pero nadie le hacía caso porque todos trataban
de buscar una salida por alguna parte .
Varias veces estuvo a punto de rodar por el
suelo y otras tantas se vio sostenida por alguien
que, inconscientemente la empujaba levantándola
sobre la marejada de cuerpos jadeantes .
Al fin, después de una lucha tremenda, con el
cabello suelto y la ropa desgarrada, pudo salir a
un claro en el momento en que aparecía un mili-
tar. Gabriela lo reconoció en seguida, a pesar de
O
que su rostro estaba desfigurado por el terror.
-¡Gonzalo, Gonzalo! -clamó agarrándolo por
los hombros- . ¿Y Daniel?
El se volvió asombrado .
-¿Daniel Montenegro? Allá quedó en la cárcel,
O
esperándola . Vaya pronto antes de que lo mate
la alegría - respondió torpemente .
Gabriela tuvo miedo de que la engañase y quiso
correr tras él para inquirirle sobre más detalles .
Pero Hinestroza no se detuvo, ansioso como esta-
ba de llegar pronto a la playa y escapar en un
ST
buque antes de caer en manos del enemigo .
Ella sintió entonces que su odio cobraba nue-
vos ímpetus, y siguió avanzando entre las sombras
de la tarde.
Al llegar a la plaza apareció la mole del Cuartel,
oscura, tétrica . Las lluvias habían formado gran-
des pantanos y tuvo que hacer un esfuerzo supre-
mo para no hundirse en el fango . Los zapatos
SY
humedecidos, el traje en jirones, cansado el cuer-
po como si la hubiesen azotado ; en otras épocas
se hubiera dejado caer al suelo y allí hubiera
dormido el resto de la noche hasta que la desper-
tase el sol. Pero estaba sola, sin un blando lecho
que la acogiese entre la blancura de sus sábanas
227
76.
77. baladizas y las subió como una exhalación . Por
todas partes reinaba el silencio .
-¡ Daniel! ¡ Daniel 1 - comenzó entonces a gri-
tar- . ¿Dónde estás?
¡ Y el eco respondía al trágico llamado 1
Parecía que el Cuartel estaba poblado de fan-
tasmas . A través de las rejas se colaba un aire
frío que daba la sensación de la muerte .
Al fin, después de una búsqueda angustiosa,
llegó a la última celda cuya puerta estaba abierta,
y se acercó llena de esperanzas.
Ya el ejército libertador del Coronel Herrera
O
penetraba en la ciudad, que se había rendido sin
disparar un tiro, y las primeras avanzadas llega-
ban a la plaza en el momento en que se oyó un
grito pavoroso dentro del cuartel.
Los soldados, que tenían alma de acero, no
O
pudieron evitar un estremecimiento, y uno de ellos,
más audaz, se atrevió entonces a penetrar en el
edificio y llegar hasta la fatídica celda .
De pronto se oyó una carcajada y el soldado
retrocedió lleno de horror. Ante él apareció Ga-
ST
briela, pálida como un sudario, con el cabello
suelto y la mirada perdida, y en la boca un rictus
de sarcasmo . Al notar su presencia, preguntó :
-¿A quién busca, a Daniel?
Y como él no respondía porque el terror lo
paralizaba, ella prosiguió :
-Dígale al Coronel Herrera que ahora no pue-
de recibirlo, porque está dormido .
Ya la noche había caído completamente y las
SY
sombras invadían el Cuartel . En la lejanía sona-
ban las dianas .
Y su rumor llevado por el viento, llegó dema-
siado tarde para hacerle comprender a la mente
desvariada de Gabriela, la inútil victoria .
FIN
22 9
78.
79. Esta quinta edición de la novela "TU
O
SOLA EN MI VIDA", de Julio B . Sosa
(1910-1946), estuvo a cargo de la Li-
brería Cultural Panameña, S.A ., y ter-
minó de imprimirse el mes de julio de
1971 en los Talleres Rapid Offset, S .A .
O
El tiraje de esta edición es de 2,000
ejemplares.
ST
SY