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CAPÍTULO I
El segundo dogma
1979
Lo único que tenía claro era el nombre, pero incluso esa cuestión era
una disyuntiva.
Había decidido un nombre para niño y otro para niña. Lo que desco-
nocía era el sexo del bebé. Ella había preferido no saberlo porque le
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Por esa razón estaban allí los dos hombres que murmuraban junto al
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parle, pues el parto se había adelantado. La sobrecogía el presentimiento
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Le gustaba asegurarse de que sus cultivos invernales estaban bien prote-
gidos contra las heladas. Vivían un febrero gélido. Las luces del ocaso
sumían la finca en una cómplice penumbra. El silencio tranquilizaba. Ella
vestía una falda larga y se había puesto una rebeca sobre la camisa, pero
se le helaban los tobillos. Decidió volver adentro.
En la escalerilla que conducía a la puerta de la cocina, justo al pisar el
primer escalón, un súbito latigazo sacudió su interior más íntimo. Soltó
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un grito y se dobló afligida, a punto de caerse. Enseguida, una voz briosa
y varonil la invitó a tranquilizarse. Una figura apareció de la nada y corrió
hacia ella. Le reconoció al cabo de unos segundos. Se trataba del leñero.
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segunda figura intervino. Era una mujer de mediana edad, algo más jo-
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quedaron a ayudar. La llevaron a su habitación y la tendieron en la cama.
Llamaron al médico. Para cuando este llegó, tanto ella como los demás
ya sabían que aquel parto no se podía retrasar. No lograron contactar
con su marido, el padre de la criatura prematura. Los que sí aparecieron
fueron los dos hombres de traje, que ocuparon su puesto junto al chifo-
nier. Ella, cada vez que le sobrevenía una contracción, gruñía constreñida
por el dolor mientras les miraba con toda su inquina. Detestaba todo lo
que ellos representaban. Las horas pasaron en un santiamén. Pronto, ella
sustituyó el frío por el ardor de sus entrañas.
Al filo de la medianoche, estaba acostada, abierta de piernas, encima
de una cama tan mojada de sudor como su propio cuerpo. Se sentía ago-
tada. Le costaba escuchar al médico. Se le nublaba la vista. No distinguía
la madera de las paredes, tampoco los cuadros. El resto del cuarto pare-
cía alejarse. Solo veía la cama. La luz de las lámparas de noche la cegaba.
Le prometieron que ese sería el último empujón. Ella aguardó hasta
que le indicaron. En el momento preciso, entornó los ojos, apretó los
dientes, chilló y empujó. Le asombró notar cómo la criaturita emergía de
su interior. Nunca sabría si fue su imaginación pero, en algún rincón re-
moto del dormitorio, una bombilla brilló con gran brío y, de pronto, se
apagó. Acto seguido, la luz de una de las lámparas de noche hizo lo
mismo.
Sintió que desfallecía. Miró angustiada al médico y las criadas. No
conseguía articular palabra. No veía al bebé. Escuchó el llanto. El sonido
la impresionó. La criada más joven la miró sonriente y anunció que el
recién nacido era un niño. Estaba sano.
Ella trató de incorporarse. Recordó sus elecciones y anunció el nombre:
–Alexander –exhaló.
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Entonces, los dos hombres cogieron al crío y lo colocaron encima del
chifonier para examinarle. Ella quiso decirles que le dejaran en paz, que
se lo dieran, pero le faltaba el aire. Oyó cómo una criada avisaba al médi-
co de que ella no dejaba de sangrar. Se preguntó cuál era, al final, su au-
téntica suerte. Y cayó en un largo, largo sueño.

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El nacimiento de Alexander

  • 1. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es 1 CAPÍTULO I El segundo dogma 1979 Lo único que tenía claro era el nombre, pero incluso esa cuestión era una disyuntiva. Había decidido un nombre para niño y otro para niña. Lo que desco- nocía era el sexo del bebé. Ella había preferido no saberlo porque le atraía el encanto de la incertidumbre y la sorpresa. Su marido tampoco había insistido en el tema, aunque, en su caso, el motivo era la indiferen- cia, pues otras eran las predicciones que le interesaban. Por esa razón estaban allí los dos hombres que murmuraban junto al viejo chifonier. Ella no lo sabía a ciencia cierta, solo lo sospechaba. La pareja desafinaba sobremanera en el, por otra parte, caótico panorama de la habitación. Entretanto, su marido se ausentaba. De eso no podía cul- parle, pues el parto se había adelantado. La sobrecogía el presentimiento de que todo iba a ir mal. La verdadera suerte no cambiaba en toda la vi- da. Ella, en breve, iba a descubrir cuál era, en realidad, la suya. Quedaba poco para que el reloj anunciase la medianoche. El Sol ya se había ocultado cuando ella advirtió los primeros dolores. Desde ese instante, todo había transcurrido de un modo precipitado. Aquel nacimiento se pre- sumía un acontecimiento imparable, inevitable. La ventura era caprichosa. Cuando todo empezó, ella se encontraba en el huertecillo del caserío. Le gustaba asegurarse de que sus cultivos invernales estaban bien prote- gidos contra las heladas. Vivían un febrero gélido. Las luces del ocaso sumían la finca en una cómplice penumbra. El silencio tranquilizaba. Ella vestía una falda larga y se había puesto una rebeca sobre la camisa, pero se le helaban los tobillos. Decidió volver adentro. En la escalerilla que conducía a la puerta de la cocina, justo al pisar el primer escalón, un súbito latigazo sacudió su interior más íntimo. Soltó
  • 2. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. 2 Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es un grito y se dobló afligida, a punto de caerse. Enseguida, una voz briosa y varonil la invitó a tranquilizarse. Una figura apareció de la nada y corrió hacia ella. Le reconoció al cabo de unos segundos. Se trataba del leñero. Le había visto en algunas ocasiones. Era un hombre muy afable. Una segunda figura intervino. Era una mujer de mediana edad, algo más jo- ven que él. También la identificó. Se trataba de la esposa del leñero. Mientras él acudía en busca de ayuda, ella la acarició e intentó calmarla con el tarareo de una nana. En el caserío solo estaban las dos criadas. El leñero y su esposa se quedaron a ayudar. La llevaron a su habitación y la tendieron en la cama. Llamaron al médico. Para cuando este llegó, tanto ella como los demás ya sabían que aquel parto no se podía retrasar. No lograron contactar con su marido, el padre de la criatura prematura. Los que sí aparecieron fueron los dos hombres de traje, que ocuparon su puesto junto al chifo- nier. Ella, cada vez que le sobrevenía una contracción, gruñía constreñida por el dolor mientras les miraba con toda su inquina. Detestaba todo lo que ellos representaban. Las horas pasaron en un santiamén. Pronto, ella sustituyó el frío por el ardor de sus entrañas. Al filo de la medianoche, estaba acostada, abierta de piernas, encima de una cama tan mojada de sudor como su propio cuerpo. Se sentía ago- tada. Le costaba escuchar al médico. Se le nublaba la vista. No distinguía la madera de las paredes, tampoco los cuadros. El resto del cuarto pare- cía alejarse. Solo veía la cama. La luz de las lámparas de noche la cegaba. Le prometieron que ese sería el último empujón. Ella aguardó hasta que le indicaron. En el momento preciso, entornó los ojos, apretó los dientes, chilló y empujó. Le asombró notar cómo la criaturita emergía de su interior. Nunca sabría si fue su imaginación pero, en algún rincón re- moto del dormitorio, una bombilla brilló con gran brío y, de pronto, se apagó. Acto seguido, la luz de una de las lámparas de noche hizo lo mismo. Sintió que desfallecía. Miró angustiada al médico y las criadas. No conseguía articular palabra. No veía al bebé. Escuchó el llanto. El sonido la impresionó. La criada más joven la miró sonriente y anunció que el recién nacido era un niño. Estaba sano. Ella trató de incorporarse. Recordó sus elecciones y anunció el nombre: –Alexander –exhaló.
  • 3. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es 3 Entonces, los dos hombres cogieron al crío y lo colocaron encima del chifonier para examinarle. Ella quiso decirles que le dejaran en paz, que se lo dieran, pero le faltaba el aire. Oyó cómo una criada avisaba al médi- co de que ella no dejaba de sangrar. Se preguntó cuál era, al final, su au- téntica suerte. Y cayó en un largo, largo sueño.