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35 AÑOS DESPUÉS
1
Ciudad Fortuna es recóndita, laberíntica, hechizante, insondable y so-
ñadora; cómplice de pensamientos no pronunciados y sentimientos no
mostrados. Contiene luz y oscuridad, palabra y silencio, verdad y menti-
ra. Es el vórtice alrededor del cual orbitan constelaciones desconocidas.
Sus vías urden entramados para el perpetuo extravío. Sus habitantes
siguen un ritmo incógnito. Hay mentes aletargadas. Hay corazones des-
trozados. Los días relucen con ímpetu. Las noches se prometen inter-
minables.
En el verano del año catorce, un polvo rojizo se sublima en un hálito
escarlata. Y los horizontes de la ciudad adoptan un amenazante, mas
desapercibido, color encarnado.
2
Alexander Berkel respiró hondo el aire de la desértica madrugada. Se
mimetizaba con lo nocturno, con lo tenebroso. Nadie le veía, ni siquiera
quienes tanto pretendían descubrirle. Le aliviaban aquellos ratos, durante
los cuales tan solo escuchaba sus pisadas y el único rostro que vislum-
braba era el suyo, reflejado en los escaparates de las tiendas cerradas. Por
un instante, llegaba a creer que era libre, que la ciudad entera podía per-
tenecerle. Luego, no tardaba en recordar cuál era su vida actual.
Disfrutaba de un refresco, sentado en la acera, junto al portal de un
elevado y vetusto bloque de viviendas. Era el único en la calle a esas ho-
ras. No oía nada. No circulaba ningún coche. Los que estaban aparcados
habían aprovechado el mínimo hueco posible. Los árboles lucían longe-
vos y frondosos. Los bancos se veían desgastados. Los edificios eran ele-
vados. A su lado, se hallaba una panadería de aspecto moderno; al otro
lado, una tienda de telas. Las farolas escaseaban. La quietud y la penum-
bra lo envolvían todo.
Aquella era una calle secundaria, otra de las muchas que recorrían la
ciudad. Se situaba entre las avenidas Majstro y Fabriko, en el difuso linde
entre el centro y el barrio obrero. Era el tipo de vía discreta y vacía que él
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ahora transitaba. Para Alexander, el sigilo y la prudencia se habían con-
vertido en requisitos inexcusables para sobrevivir.
Pero, por secundaria que fuera, tan inadvertida en la urbe como sí
mismo, él conocía aquella calle. De hecho, recordaba momentos vividos
en ella. En efecto, sabía que, a pocos metros hacia su izquierda, en la ace-
ra opuesta, se ubicaba un centro municipal de salud. El sitio era conoci-
do por no solicitar documentación alguna a quienes se atendía. En una
ocasión, tres o cuatro años antes, Alexander había llevado allí a su her-
mana, que se había cortado con una herramienta oxidada y temía que su
vacunación contra el tétanos no estuviese al día. Su padre les acercó en
una furgoneta del empleo que tenía por aquel entonces.
Alexander jamás dejaría de asombrarse ante lo irregular y tornadiza
que era su memoria. Mientras era incapaz de recapitular tantos y tantos
episodios de su infancia, se acordaba de una escena en apariencia insig-
nificante como esa, cuando llevó a su hermana a curarse y vacunarse.
Esto se debía a que, en realidad, tales vivencias poseían gran valor sim-
bólico. Al menos, para él, suponían una muestra de todo cuanto ya no
recuperaría. Le mostraban otra vida, la que pertenecía al pasado, la que
había perdido.
La silueta de su sombra sobre el adoquinado le sobresaltó. Se había
encendido la luz en el interior del edificio. Alguien se encaminaba al por-
tal, de modo que se puso en pie, tiró la lata de refresco en una repleta
papelera y echó a andar hacia su derecha, en dirección al noreste. No te-
nía por qué ocurrir nada, pero era mejor prevenir, ya que ahora era un
proscrito. Nunca se sabía dónde podían reconocerle.
Era muy extraño. A pesar del tiempo, no se acostumbraba. Siempre
se supo maldito, un excluido. Había experimentado el rechazo en su piel,
pero jamás había sido perseguido. Nunca había sido objeto del repudio y
el acecho. Ahora, lo era. Se le acusaba de dos asesinatos; dos que no ha-
bía cometido. Él era inocente, si bien a alguien con su tara, a un portador
del infortunio, nadie le creía, ni siquiera cuando muy pocos eran cons-
cientes del significado e influjo de la verdadera suerte.
Anduvo por esa calle. Minutos después, torció en una esquina hacia la
derecha. Enfiló una vía que discurría paralela a la avenida Fabriko, arteria
principal del barrio de Hornos. Aquel era su terreno, el que conocía. Se
trataba de la zona humilde y trabajadora, al este de la ciudad. Por allí dis-
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currían las rutas seguras por las que se movía cada noche, aunque hoy no
realizaría más escapadas. Era hora de retirarse.
En un momento dado, se cruzó con alguien. Se limitó a bajar la cabeza
y continuar su caminata. De refilón, el otro le pareció un borracho que
zigzagueaba en su soliloquio, otro prófugo de la realidad. No le preocupó.
Entre los tipos de la noche había complicidad. En cuestión de minutos, los
dos olvidarían que se habían visto. Podrían hasta pensar que había sido un
sueño o, más bien, parte de la pesadilla de la que no lograban despertar.
En una pequeña plazoleta, no lejos de su refugio, Alexander se acercó
a una fuentecilla para lavarse las manos. La lata de refresco que había
bebido estaba pegajosa. A la luz de las farolas, durante unos segundos,
atisbó su propio reflejo en el agua. Se había transformado. Su corte de
pelo y su barba endurecían sus facciones. Su mirada, de ojos marrones
casi negros, resultaba más esquiva. Su corriente vestimenta ocultaba un
poderío disminuido.
Y, con todo, el verdadero cambio, el que sin duda importaba, era el
obrado en su dolorido interior. Las tinieblas le engullían. La soledad le
lastimaba y confortaba a la par. Los pensamientos le atormentaban. Los
recuerdos le laceraban. Las disculpas se le atragantaban. Pensaba en ella.
Él había errado y ella lo había pagado. Las consecuencias de sus decisio-
nes se habían revelado terribles. Ahora, su castigo se imaginaba perpetuo.
Alexander apartó la mirada de su reflejo y prosiguió su recorrido por
esa madrugada. Aquel era el verano más cálido que la ciudad recordaba
en lustros. Pronto, haría siete años desde que llegara allí. ¡Tantas cosas
habían pasado! ¡Tantos cambios se habían precipitado! Cada vez más, le
costaba rememorar que hubo un tiempo en que todo era sencillo, aun-
que él, en ese momento, no lo supiera.
Llegó, al fin, a la calle de los Tragaluces, en la mitad sur del barrio.
Era una de las más largas, pobladas y concurridas, si bien, por la noche,
no había transeúntes. Bastantes de los edificios, bloques de pisos de dis-
tintas alturas, presentaban techos abuhardillados; de ahí el nombre de la
vía. Ahora, los comercios y locales estaban cerrados. Varios vecinos ha-
bían abierto las ventanas en busca de brisa para aplacar la temperatura.
Caminó junto al portal donde vivía antes. Más allá, a escasos metros
de su destino, se detuvo al advertir una figura oscura. Era un gato negro
que le miraba en la distancia. Reconoció sus llamativos ojos dorados. Es-
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bozó una sucinta sonrisa. Solo su colega felino se las arrancaba ahora. El
minino echó a correr y emprendió otro paseo nocturno.
Pasó por delante de La herradura de plata y se introdujo en el callejón
anejo a la misma. Triste, palpó el amuleto que pendía de su cuello: un
trébol de cuatro hojas tallado en madera. Ese estimado objeto era el
signo de su identidad, la seña de su maldición.
Alexander Berkel era gafe, uno al que le llegaba la hora de esconderse.
Debía ocultarse y dormir durante el día. Su suerte no variaría. Eso no
sucedería.

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Ciudad Fortuna II: Trébol de madera - Fragmento 2

  • 1. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es 1 35 AÑOS DESPUÉS 1 Ciudad Fortuna es recóndita, laberíntica, hechizante, insondable y so- ñadora; cómplice de pensamientos no pronunciados y sentimientos no mostrados. Contiene luz y oscuridad, palabra y silencio, verdad y menti- ra. Es el vórtice alrededor del cual orbitan constelaciones desconocidas. Sus vías urden entramados para el perpetuo extravío. Sus habitantes siguen un ritmo incógnito. Hay mentes aletargadas. Hay corazones des- trozados. Los días relucen con ímpetu. Las noches se prometen inter- minables. En el verano del año catorce, un polvo rojizo se sublima en un hálito escarlata. Y los horizontes de la ciudad adoptan un amenazante, mas desapercibido, color encarnado. 2 Alexander Berkel respiró hondo el aire de la desértica madrugada. Se mimetizaba con lo nocturno, con lo tenebroso. Nadie le veía, ni siquiera quienes tanto pretendían descubrirle. Le aliviaban aquellos ratos, durante los cuales tan solo escuchaba sus pisadas y el único rostro que vislum- braba era el suyo, reflejado en los escaparates de las tiendas cerradas. Por un instante, llegaba a creer que era libre, que la ciudad entera podía per- tenecerle. Luego, no tardaba en recordar cuál era su vida actual. Disfrutaba de un refresco, sentado en la acera, junto al portal de un elevado y vetusto bloque de viviendas. Era el único en la calle a esas ho- ras. No oía nada. No circulaba ningún coche. Los que estaban aparcados habían aprovechado el mínimo hueco posible. Los árboles lucían longe- vos y frondosos. Los bancos se veían desgastados. Los edificios eran ele- vados. A su lado, se hallaba una panadería de aspecto moderno; al otro lado, una tienda de telas. Las farolas escaseaban. La quietud y la penum- bra lo envolvían todo. Aquella era una calle secundaria, otra de las muchas que recorrían la ciudad. Se situaba entre las avenidas Majstro y Fabriko, en el difuso linde entre el centro y el barrio obrero. Era el tipo de vía discreta y vacía que él
  • 2. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. 2 Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es ahora transitaba. Para Alexander, el sigilo y la prudencia se habían con- vertido en requisitos inexcusables para sobrevivir. Pero, por secundaria que fuera, tan inadvertida en la urbe como sí mismo, él conocía aquella calle. De hecho, recordaba momentos vividos en ella. En efecto, sabía que, a pocos metros hacia su izquierda, en la ace- ra opuesta, se ubicaba un centro municipal de salud. El sitio era conoci- do por no solicitar documentación alguna a quienes se atendía. En una ocasión, tres o cuatro años antes, Alexander había llevado allí a su her- mana, que se había cortado con una herramienta oxidada y temía que su vacunación contra el tétanos no estuviese al día. Su padre les acercó en una furgoneta del empleo que tenía por aquel entonces. Alexander jamás dejaría de asombrarse ante lo irregular y tornadiza que era su memoria. Mientras era incapaz de recapitular tantos y tantos episodios de su infancia, se acordaba de una escena en apariencia insig- nificante como esa, cuando llevó a su hermana a curarse y vacunarse. Esto se debía a que, en realidad, tales vivencias poseían gran valor sim- bólico. Al menos, para él, suponían una muestra de todo cuanto ya no recuperaría. Le mostraban otra vida, la que pertenecía al pasado, la que había perdido. La silueta de su sombra sobre el adoquinado le sobresaltó. Se había encendido la luz en el interior del edificio. Alguien se encaminaba al por- tal, de modo que se puso en pie, tiró la lata de refresco en una repleta papelera y echó a andar hacia su derecha, en dirección al noreste. No te- nía por qué ocurrir nada, pero era mejor prevenir, ya que ahora era un proscrito. Nunca se sabía dónde podían reconocerle. Era muy extraño. A pesar del tiempo, no se acostumbraba. Siempre se supo maldito, un excluido. Había experimentado el rechazo en su piel, pero jamás había sido perseguido. Nunca había sido objeto del repudio y el acecho. Ahora, lo era. Se le acusaba de dos asesinatos; dos que no ha- bía cometido. Él era inocente, si bien a alguien con su tara, a un portador del infortunio, nadie le creía, ni siquiera cuando muy pocos eran cons- cientes del significado e influjo de la verdadera suerte. Anduvo por esa calle. Minutos después, torció en una esquina hacia la derecha. Enfiló una vía que discurría paralela a la avenida Fabriko, arteria principal del barrio de Hornos. Aquel era su terreno, el que conocía. Se trataba de la zona humilde y trabajadora, al este de la ciudad. Por allí dis-
  • 3. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es 3 currían las rutas seguras por las que se movía cada noche, aunque hoy no realizaría más escapadas. Era hora de retirarse. En un momento dado, se cruzó con alguien. Se limitó a bajar la cabeza y continuar su caminata. De refilón, el otro le pareció un borracho que zigzagueaba en su soliloquio, otro prófugo de la realidad. No le preocupó. Entre los tipos de la noche había complicidad. En cuestión de minutos, los dos olvidarían que se habían visto. Podrían hasta pensar que había sido un sueño o, más bien, parte de la pesadilla de la que no lograban despertar. En una pequeña plazoleta, no lejos de su refugio, Alexander se acercó a una fuentecilla para lavarse las manos. La lata de refresco que había bebido estaba pegajosa. A la luz de las farolas, durante unos segundos, atisbó su propio reflejo en el agua. Se había transformado. Su corte de pelo y su barba endurecían sus facciones. Su mirada, de ojos marrones casi negros, resultaba más esquiva. Su corriente vestimenta ocultaba un poderío disminuido. Y, con todo, el verdadero cambio, el que sin duda importaba, era el obrado en su dolorido interior. Las tinieblas le engullían. La soledad le lastimaba y confortaba a la par. Los pensamientos le atormentaban. Los recuerdos le laceraban. Las disculpas se le atragantaban. Pensaba en ella. Él había errado y ella lo había pagado. Las consecuencias de sus decisio- nes se habían revelado terribles. Ahora, su castigo se imaginaba perpetuo. Alexander apartó la mirada de su reflejo y prosiguió su recorrido por esa madrugada. Aquel era el verano más cálido que la ciudad recordaba en lustros. Pronto, haría siete años desde que llegara allí. ¡Tantas cosas habían pasado! ¡Tantos cambios se habían precipitado! Cada vez más, le costaba rememorar que hubo un tiempo en que todo era sencillo, aun- que él, en ese momento, no lo supiera. Llegó, al fin, a la calle de los Tragaluces, en la mitad sur del barrio. Era una de las más largas, pobladas y concurridas, si bien, por la noche, no había transeúntes. Bastantes de los edificios, bloques de pisos de dis- tintas alturas, presentaban techos abuhardillados; de ahí el nombre de la vía. Ahora, los comercios y locales estaban cerrados. Varios vecinos ha- bían abierto las ventanas en busca de brisa para aplacar la temperatura. Caminó junto al portal donde vivía antes. Más allá, a escasos metros de su destino, se detuvo al advertir una figura oscura. Era un gato negro que le miraba en la distancia. Reconoció sus llamativos ojos dorados. Es-
  • 4. © 2016 David Fernández-Cañaveral Rodríguez. Todos los derechos reservados. 4 Descubre Trébol de madera en www.davidfcanaveral.es bozó una sucinta sonrisa. Solo su colega felino se las arrancaba ahora. El minino echó a correr y emprendió otro paseo nocturno. Pasó por delante de La herradura de plata y se introdujo en el callejón anejo a la misma. Triste, palpó el amuleto que pendía de su cuello: un trébol de cuatro hojas tallado en madera. Ese estimado objeto era el signo de su identidad, la seña de su maldición. Alexander Berkel era gafe, uno al que le llegaba la hora de esconderse. Debía ocultarse y dormir durante el día. Su suerte no variaría. Eso no sucedería.