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ESPERA ALESPERA ALESPERA ALESPERA AL PRÓPRÓPRÓPRÓXIMO AÑOXIMO AÑOXIMO AÑOXIMO AÑO
D O R I S K E A R N S
G O O D W I N
Versión al español: José Rafael Gamboa G.
Caracas, Venezuela
Mi amor por el beisbol está unido inseparablemente a la
memoria de mi padre. En las noches de verano, cuando él regresaba
del trabajo, los dos solíamos sentarnos en el porche para revivir
juntos el juego de los Dodgers de Brooklyn de ése día, el cual yo
había llevado cuidadosamente registrado en el gran libro rojo de
anotaciones que él me había regalado cuando cumplí siete años.
Aún puedo recordar cuán orgullosa me sentí desde el
momento en que por fin pude dominar todos esos pequeños
símbolos que me permitieron anotar las actuaciones, momento a
momento, jugada por jugada, de nuestros jugadores favoritos: Jackie
Robinson, Duke Snider, Pee Wee Reese y Gil Hodges. Con el libro
de anotaciones abierto ante nosotros, papá me hacía preguntas
acerca de diferentes jugadas, por ejemplo, si un ponche había sido
cantado o abanicado; y si yo había llevado cuidadosamente mi
anotación, podía responderle sin problemas. En esos momentos,
cuando se reía, yo tampoco podía contenerme, porque él tenía una
de esas risas contagiosas que comenzaba en sus ojos y viajaba a
través de su cara dejando unas líneas a cada lado de su boca.
Algunas veces, una jugada en particular despertaba en la
memoria de mi padre una situación similar que se había quedado
grabada en su mente y, de repente, retrocedíamos en el tiempo
recordando a los Dodgers de su infancia –Casey Stengel, Zack
Wheat y Jimmy Johnston. Mezclando juntos el presente y el pasado
nuestras conversaciones crearon en mí una irresistible fascinación
por la historia que aún permanece conmigo. Esto me hacía sentir que
éramos la familia anotadora, no sólo porque yo era la tercera hija y
la más pequeña, sino porque mi idea de una tarde perfecta era estar
tirada en frente de nuestro televisor de diez pulgadas viendo el
béisbol. Y aún más, había un poder real en el hecho de ser uno
quien anotara.
Durante toda mi infancia mi padre obtuvo de mí toda la
información que los periódicos publicaban en los box scores al día
siguiente. Esto me permitía imaginarme que sin las anotaciones que
yo le proveía de los juegos que se perdía cuando estaba trabajando,
él nunca hubiera sido capaz de seguir a los Dodgers de la única
forma que un equipo debe ser seguido, día a día, inning por inning.
En otras palabras, sin mí, su amor por el beisbol nunca hubiera sido
correspondido.
Hoja de anotación, Dodgers de
Brooklyn 1951
En nuestro vecindario en Rockville Centre, New York, el
favoritismo estaba igualmente dividido entre Dodgers, Yankees y
Gigantes. Cuando las familias emigraron desde diferentes partes de
la ciudad hacia los suburbios de Long Island las lealtades
permanecieron intactas, creando territorios de rivalidad en cada
calle. Nacido y criado en Brooklyn, mi padre siempre amaría a los
Dodgers, temería a los Gigantes y odiaría a los abominables
Yankees.
La carnicería del vecindario era propiedad del viejo Joe y de su
hijo, el joven Joe Smidt. Ambos eran furibundos fanáticos de los
Gigantes, así como lo era Max, el hombre a cargo de los vegetales.
Conocedores de mi gran amor por el beisbol todos sentían un gran
placer en molestarme. Me llamaban “ricitos”, por mi pelo
ensortijado, y constantemente se burlaban de mis Dodgers. Yo fingía
estar molesta, pero la verdad era que amaba ir a esa tienda; me
gustaba el aserrín en el piso, los costados de res guindando del
techo y el enorme refrigerador. Pero más que todo, amaba la
atención que recibía.
Durante el glorioso verano de 1951, cuando yo tenía ocho años
y los Dodgers parecían invencibles, visitaba a mis amigos en la
carnicería todos días. Jackie Robinson estuvo impresionante ese año
bateando 338; Roy Campanella fue el Jugador Más Valioso; Gil
Hodges bateó 40 jonrones. Parecía que nadie podía vencernos. Pero
entonces, en la tercera semana de agosto, los Gigantes comenzaron
una sorprendente seguidilla que acabó con la ventaja de los Dodgers
y produjo un empate en el primer lugar para el final de la temporada.
Jackie Robinson
Cuando el juego decisivo comenzó yo estaba tan nerviosa que
no podía quedarme sentada frente al televisor. Cada vez que los
Gigantes venían a batear me salía de la habitación y sólo regresaba
cuando sabía que se habían hecho los tres outs y era el turno de los
Dodgers. Comencé a relajarme un poquito cuando Brooklyn se puso
arriba 4-1, pero cuando los Gigantes vinieron a consumir su turno en
el final del noveno pude sentir los latidos de mi corazón. Entonces,
cuando Bobby Thomson caminó hacia el plato, ya con una carrera
anotada y dos hombres en base, mi hermana Charrlotte predijo que
él batearía un jonron y ganaría el juego para los Gigantes. Cuando
Thomson hizo precisamente eso, mandando un picheo de Ralph
Branca hacia las gradas del left field pensé, por un momento, que mi
hermana había hecho que eso pasara y la odié con todo mi corazón.
Bobby Thomson celebra su
histórico jonrón
En los días que siguieron me negué a ir a la carnicería, incapaz
de enfrentar las risas burlonas que yo imaginaba acompañarían mis
primeros pasos dentro de la tienda. Estaba equivocada. Después de
una semana de ausencia un ramo de flores llegó a mi puerta.
“Ricitos regresa”, decía la tarjeta, “Tus amigos de Bryn Mawr Meat
Market te extrañamos”.
“Espera al próximo año”, trato de consolarme mi padre,
utilizando esas tan trilladas palabras que se volverían muy familiares
en los años venideros. Pero a la edad de ocho años es fácil crearse
expectativas y pensar que tan pronto como el invierno dé paso a la
primavera una nueva y espléndida temporada comenzará de nuevo.
Esta indomable creencia en el futuro fue de vital importancia
para mí durante mi niñez. Mi madre siempre tuvo una salud muy
frágil; la fiebre reumática que sufrió durante su juventud había
dejado daños permanentes en su corazón. Cada año sufría alguna
recaída y tenía que ser trasladada al hospital por días o semanas.
Nunca se me ocultó la verdad de su enfermedad, todo lo contrario, y
eso me sirvió para sentirme tranquila al saber que cada vez que ella
se iba siempre regresaba. Es sólo una cuestión de tiempo, me decía a
mí misma, desde el momento en que la ambulancia se la llevaba
hasta verla nuevamente entrar por la puerta; y después de eso, todo
estaría bien nuevamente.
En mis plegarias los Dodgers ocupaban una posición
importante. Cada noche rezaba dos Ave Marías y dos Padre
Nuestros creyendo que cada oración valdría por cierto número de
días menos en mi inevitable sentencia al purgatorio; yo dedicaba el
primer set de oraciones a mi propia cuenta de días en el Paraíso. Al
final de la semana sumaba mis oraciones nocturnas y las plasmaba
en una nota: “Querido Dios. He orado 935 días esta semana. Por
favor ponlo a mi cuenta. Yo vivo en la 125 Southard Avenue.” El
segundo set de oraciones iba dirigida a mis deseos más inmediatos, y
entre ellos estaba principalmente la petición de que los Dodgers
ganaran por lo menos una vez la Serie Mundial antes de que yo
muriera.
Esto me tomó decenas de miles de Ave Marías y Padre
Nuestros, pero finalmente, el 4 de octubre de 1955, los Dodgers
ganaron su primera Serie Mundial. Este fue uno de los momentos
más felices de mi vida, y algo que lo hizo más especial fue el hecho
de que yo predije el final. En el sexto inning Sandy Amorós realizó
una espectacular atrapada en el left field ante un peligroso flay, que
con dos Yankees en circulación, hubiera empatado las acciones. Yo
supe entonces que los Dodgers ganarían, igual que en otras
ocasiones el fallo de un sacrificio o de un doble play marcaban la
inevitable derrota.
Hasta ese momento las cosas pasaron rápidamente, y
maravilloso fue el cierre del noveno inning con los Dodgers arriba
2-0 y ningún Bobby Thomson para destruir los sueños de felicidad
de los delirantes fanáticos de Brooklyn. Cuando papá regresó a casa
esa noche celebramos recreándonos en el juego, jugada por jugada, y
aún más, cuando el diario llegó a nuestro césped la mañana siguiente
con el fabuloso encabezado: ESTE ES EL PROXIMO AÑO, nosotros
disfrutamos leyendo cada palabra como si fuera la primera vez que
nos enterábamos de lo sucedido.
+
Campanella y Podres,
Serie Mundial de 1955
Todo se derrumbó rápidamente después de ese mágico verano.
Cuando por primera vez escuché el rumor de que el propietario de
los Dodgers, Walter O’Maley, estaba contemplando llevárselos a
Los Ángeles no quise creerlo y asumí que él estaba simplemente
presionando por un nuevo stadium. Yo odiaba todas las
conversaciones a cerca de un nuevo stadium. Cuando decían que
Ebbets Field era muy pequeño, que estaba muy arruinado, lo tomaba
como un insulto personal. Yo no me podía imaginar un lugar más
maravilloso que ese.
Una noche soñé que estaba siendo guiada a la oficina de
O’Malley para plantear el caso de Brooklyn. Él estaba parado detrás
de su escritorio con una diabólica expresión en su rostro que me
heló el corazón. Pero cuando empecé a hablar su cara se suavizó y,
al finalizar, me abrazó y me prometió que se quedarían en Ebbets
Field. ¡Yo había salvado a los Dodgers para Brooklyn!
Ebbets
Field
En la realidad, ni yo ni nadie pudo convencer al inexcusable
O’Malley de no completar su egoísta acto de traición. Cuando la
mudanza fue por fin oficializada en el otoño de 1957 sentí como que
si yo también estaba siendo desarraigada. Nunca más me sentaría en
las tribunas de Ebbets Field, nunca más buscaría en los diarios las
primeras noticias del spring training; eso era imposible de imaginar.
Mi sentido de desolación era real. Mientras se desarrollaba la
temporada de 1958, extraña y vacía, sin los Dodgers y sin los
Gigantes de Nueva York, mi madre sufrió otro ataque al corazón.
Como antes, se la llevaron, pero esta vez no regresó. Seis meses
después vendimos nuestra casa y nos mudamos a un apartamento.
Mi padre no podía dormir en su cama sin mi madre.
De repente, mis sentimientos hacia el béisbol parecieron un
aspecto más de mi pasada infancia, algo a ser descartado junto con
mis pecas y mi colección de revistas de Archie. Sin embargo, yo no
me olvidé completamente del béisbol en esos últimos años de
secundaria, pero sin un equipo a quien seguir mis emociones se
tornaron indiferentes, mi corazón ya no latía igual.
Entonces, un día de septiembre, habiéndome yo instalado en
Massachussets mientras obtenía mi Ph.D en Harvard, estuve de
acuerdo, aunque no de muy buena gana, en ir a Fenway Park. Y allí
estaba esto de nuevo: el confortable stadium hecho con las justas
dimensiones humanas, de tal manera que cada palabra de aliento y
cada grito de reprimenda podían ser escuchados en el campo de
juego. Esa ferviente multitud que podía, con igual pasión, condenar
a un pelotero por sus fallas de hoy después de haberlo ensalzado
como a un héroe el día anterior. El equipo que siempre parecía
romper nuestros corazones en la última semana de la temporada.
Esto fue amor a primera vista, de repente me encontré a mí misma
dirigiendo todas mis viejas intensidades hacia mi nuevo equipo: los
Medias Rojas de Boston.
Para ese tiempo, mi padre se había convertido en un fanático
de los Mets, así que no había necesidad en sentirme culpable con
relación a mi nuevo amor. Muy por el contrario, mi regreso al
béisbol reforzó los viejos lazos de unión con mi padre,
proporcionándonos absorbentes e interminables temas de
conversación. Una y otra vez nuestras charlas producían una
secuencia de imágenes mentales, vívidas recolecciones de similares
jugadas del pasado. Otra vez estábamos unidos por una gran pasión.
En el verano de 1972, estando yo aún soltera y dando clases en
Harvart, mi padre murió. Él se acababa de sentar en su sillón
favorito para ver a los Mets cuando sufrió un fatal infarto al corazón.
Recordé el sentimiento inconsolable que de niña sentía de sólo
imaginarme no haber conocido a ese extraordinario hombre que me
había colmado con un constante amor por tantos años.
Cuando me casé y tuve hijos mi pasión por los Medias Rojas
asumió una extraña urgencia; por momentos me sentía como si
estuviera regresando a mi niñez cuando, de pronto, me vi siguiendo
con los niños los mismos rituales que yo había practicado con mi
padre. En Fenway Park existen un número de rampas que pueden
llevarte desde los concurridos stands, donde venden perros calientes,
refrescos, tacos y cervezas, hacia el interior del parque mismo. La
rampa 33 era “mi rampa”. Curiosamente, apegada a una costumbre
que mi padre seguía para entrar a Ebbets Field en el mismo sentido
cada vez, yo lo hacía entrando exactamente por el mismo sitio a
cada juego, de tal manera que mi primera visión del campo era
siempre desde el mismo ángulo.
Fenway Park
Sin embargo, cuando me sentaba con mis muchachos en Fenway
algunas veces cerraba los ojos en contra del sol y regresaba de
repente a Ebbets Field como una niña que en compañía de su padre
miraba a los jugadores de su juventud, abajo en el campo. Había
magia en esos momentos. Y cuando abría mis ojos y veía a mis hijos
sentados en el mismo lugar donde una vez mi padre se sentó, yo
sentía un invisible lazo entre nuestras tres generaciones, un ancla de
lealtad uniendo a mis hijos con su abuelo, cuya cara ellos nunca
vieron, pero cuya persona ellos han conocido a través del más eterno
de todos los deportes.
Cuando los Medias Rojas ganaron el título divisional en 1986
mis hijos estaban convencidos de que también ganarían la Serie
Mundial. Yo, que había estado tantas veces al borde de la victoria,
sólo para ver mis esperanzas frustradas; por supuesto, estaba menos
segura.
Para el sexto juego, con los Medias Rojas arriba en la serie 3
juegos a 2 por encima de los Mets y ganando el partido 5-3 en el
cierre del décimo, le pedí a mi esposo que destapara el champán.
Entonces, de repente, en un agonizante replay del fiasco de Bobby
Thomson, el primera base de Boston, Bill Buckner, dejó que un
rolling de rutina se le colara por entre las piernas para permitir que
los Mets vinieran de atrás y ganaran tanto ese juego como la Serie
Mundial.
Yo traté de controlar mis emociones, pero no pude. “¿Mamá
estás bien?” Mis niños me consolaron. “Ellos ganaran el próximo
año, no te preocupes”.
¡Oh, Dios!, pensé; estos chicos aún no saben que los Medias
Rojas no ganan desde 1918, que podría ser esta la última vez que los
vemos tan cerca del título. De repente, me sentí poseedora de una
terrible sabiduría que no quería compartir con mis hijos.
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Bill
Buckner

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Espera al próximo año

  • 1. ESPERA ALESPERA ALESPERA ALESPERA AL PRÓPRÓPRÓPRÓXIMO AÑOXIMO AÑOXIMO AÑOXIMO AÑO D O R I S K E A R N S G O O D W I N Versión al español: José Rafael Gamboa G. Caracas, Venezuela Mi amor por el beisbol está unido inseparablemente a la memoria de mi padre. En las noches de verano, cuando él regresaba del trabajo, los dos solíamos sentarnos en el porche para revivir juntos el juego de los Dodgers de Brooklyn de ése día, el cual yo había llevado cuidadosamente registrado en el gran libro rojo de anotaciones que él me había regalado cuando cumplí siete años. Aún puedo recordar cuán orgullosa me sentí desde el momento en que por fin pude dominar todos esos pequeños símbolos que me permitieron anotar las actuaciones, momento a momento, jugada por jugada, de nuestros jugadores favoritos: Jackie Robinson, Duke Snider, Pee Wee Reese y Gil Hodges. Con el libro de anotaciones abierto ante nosotros, papá me hacía preguntas acerca de diferentes jugadas, por ejemplo, si un ponche había sido cantado o abanicado; y si yo había llevado cuidadosamente mi anotación, podía responderle sin problemas. En esos momentos, cuando se reía, yo tampoco podía contenerme, porque él tenía una de esas risas contagiosas que comenzaba en sus ojos y viajaba a través de su cara dejando unas líneas a cada lado de su boca. Algunas veces, una jugada en particular despertaba en la memoria de mi padre una situación similar que se había quedado grabada en su mente y, de repente, retrocedíamos en el tiempo recordando a los Dodgers de su infancia –Casey Stengel, Zack
  • 2. Wheat y Jimmy Johnston. Mezclando juntos el presente y el pasado nuestras conversaciones crearon en mí una irresistible fascinación por la historia que aún permanece conmigo. Esto me hacía sentir que éramos la familia anotadora, no sólo porque yo era la tercera hija y la más pequeña, sino porque mi idea de una tarde perfecta era estar tirada en frente de nuestro televisor de diez pulgadas viendo el béisbol. Y aún más, había un poder real en el hecho de ser uno quien anotara. Durante toda mi infancia mi padre obtuvo de mí toda la información que los periódicos publicaban en los box scores al día siguiente. Esto me permitía imaginarme que sin las anotaciones que yo le proveía de los juegos que se perdía cuando estaba trabajando, él nunca hubiera sido capaz de seguir a los Dodgers de la única forma que un equipo debe ser seguido, día a día, inning por inning. En otras palabras, sin mí, su amor por el beisbol nunca hubiera sido correspondido. Hoja de anotación, Dodgers de Brooklyn 1951 En nuestro vecindario en Rockville Centre, New York, el favoritismo estaba igualmente dividido entre Dodgers, Yankees y Gigantes. Cuando las familias emigraron desde diferentes partes de la ciudad hacia los suburbios de Long Island las lealtades
  • 3. permanecieron intactas, creando territorios de rivalidad en cada calle. Nacido y criado en Brooklyn, mi padre siempre amaría a los Dodgers, temería a los Gigantes y odiaría a los abominables Yankees. La carnicería del vecindario era propiedad del viejo Joe y de su hijo, el joven Joe Smidt. Ambos eran furibundos fanáticos de los Gigantes, así como lo era Max, el hombre a cargo de los vegetales. Conocedores de mi gran amor por el beisbol todos sentían un gran placer en molestarme. Me llamaban “ricitos”, por mi pelo ensortijado, y constantemente se burlaban de mis Dodgers. Yo fingía estar molesta, pero la verdad era que amaba ir a esa tienda; me gustaba el aserrín en el piso, los costados de res guindando del techo y el enorme refrigerador. Pero más que todo, amaba la atención que recibía. Durante el glorioso verano de 1951, cuando yo tenía ocho años y los Dodgers parecían invencibles, visitaba a mis amigos en la carnicería todos días. Jackie Robinson estuvo impresionante ese año bateando 338; Roy Campanella fue el Jugador Más Valioso; Gil Hodges bateó 40 jonrones. Parecía que nadie podía vencernos. Pero entonces, en la tercera semana de agosto, los Gigantes comenzaron una sorprendente seguidilla que acabó con la ventaja de los Dodgers y produjo un empate en el primer lugar para el final de la temporada. Jackie Robinson Cuando el juego decisivo comenzó yo estaba tan nerviosa que no podía quedarme sentada frente al televisor. Cada vez que los
  • 4. Gigantes venían a batear me salía de la habitación y sólo regresaba cuando sabía que se habían hecho los tres outs y era el turno de los Dodgers. Comencé a relajarme un poquito cuando Brooklyn se puso arriba 4-1, pero cuando los Gigantes vinieron a consumir su turno en el final del noveno pude sentir los latidos de mi corazón. Entonces, cuando Bobby Thomson caminó hacia el plato, ya con una carrera anotada y dos hombres en base, mi hermana Charrlotte predijo que él batearía un jonron y ganaría el juego para los Gigantes. Cuando Thomson hizo precisamente eso, mandando un picheo de Ralph Branca hacia las gradas del left field pensé, por un momento, que mi hermana había hecho que eso pasara y la odié con todo mi corazón. Bobby Thomson celebra su histórico jonrón En los días que siguieron me negué a ir a la carnicería, incapaz de enfrentar las risas burlonas que yo imaginaba acompañarían mis primeros pasos dentro de la tienda. Estaba equivocada. Después de una semana de ausencia un ramo de flores llegó a mi puerta. “Ricitos regresa”, decía la tarjeta, “Tus amigos de Bryn Mawr Meat Market te extrañamos”. “Espera al próximo año”, trato de consolarme mi padre, utilizando esas tan trilladas palabras que se volverían muy familiares en los años venideros. Pero a la edad de ocho años es fácil crearse expectativas y pensar que tan pronto como el invierno dé paso a la primavera una nueva y espléndida temporada comenzará de nuevo.
  • 5. Esta indomable creencia en el futuro fue de vital importancia para mí durante mi niñez. Mi madre siempre tuvo una salud muy frágil; la fiebre reumática que sufrió durante su juventud había dejado daños permanentes en su corazón. Cada año sufría alguna recaída y tenía que ser trasladada al hospital por días o semanas. Nunca se me ocultó la verdad de su enfermedad, todo lo contrario, y eso me sirvió para sentirme tranquila al saber que cada vez que ella se iba siempre regresaba. Es sólo una cuestión de tiempo, me decía a mí misma, desde el momento en que la ambulancia se la llevaba hasta verla nuevamente entrar por la puerta; y después de eso, todo estaría bien nuevamente. En mis plegarias los Dodgers ocupaban una posición importante. Cada noche rezaba dos Ave Marías y dos Padre Nuestros creyendo que cada oración valdría por cierto número de días menos en mi inevitable sentencia al purgatorio; yo dedicaba el primer set de oraciones a mi propia cuenta de días en el Paraíso. Al final de la semana sumaba mis oraciones nocturnas y las plasmaba en una nota: “Querido Dios. He orado 935 días esta semana. Por favor ponlo a mi cuenta. Yo vivo en la 125 Southard Avenue.” El segundo set de oraciones iba dirigida a mis deseos más inmediatos, y entre ellos estaba principalmente la petición de que los Dodgers ganaran por lo menos una vez la Serie Mundial antes de que yo muriera. Esto me tomó decenas de miles de Ave Marías y Padre Nuestros, pero finalmente, el 4 de octubre de 1955, los Dodgers ganaron su primera Serie Mundial. Este fue uno de los momentos más felices de mi vida, y algo que lo hizo más especial fue el hecho de que yo predije el final. En el sexto inning Sandy Amorós realizó una espectacular atrapada en el left field ante un peligroso flay, que con dos Yankees en circulación, hubiera empatado las acciones. Yo supe entonces que los Dodgers ganarían, igual que en otras
  • 6. ocasiones el fallo de un sacrificio o de un doble play marcaban la inevitable derrota. Hasta ese momento las cosas pasaron rápidamente, y maravilloso fue el cierre del noveno inning con los Dodgers arriba 2-0 y ningún Bobby Thomson para destruir los sueños de felicidad de los delirantes fanáticos de Brooklyn. Cuando papá regresó a casa esa noche celebramos recreándonos en el juego, jugada por jugada, y aún más, cuando el diario llegó a nuestro césped la mañana siguiente con el fabuloso encabezado: ESTE ES EL PROXIMO AÑO, nosotros disfrutamos leyendo cada palabra como si fuera la primera vez que nos enterábamos de lo sucedido. + Campanella y Podres, Serie Mundial de 1955 Todo se derrumbó rápidamente después de ese mágico verano. Cuando por primera vez escuché el rumor de que el propietario de los Dodgers, Walter O’Maley, estaba contemplando llevárselos a Los Ángeles no quise creerlo y asumí que él estaba simplemente presionando por un nuevo stadium. Yo odiaba todas las
  • 7. conversaciones a cerca de un nuevo stadium. Cuando decían que Ebbets Field era muy pequeño, que estaba muy arruinado, lo tomaba como un insulto personal. Yo no me podía imaginar un lugar más maravilloso que ese. Una noche soñé que estaba siendo guiada a la oficina de O’Malley para plantear el caso de Brooklyn. Él estaba parado detrás de su escritorio con una diabólica expresión en su rostro que me heló el corazón. Pero cuando empecé a hablar su cara se suavizó y, al finalizar, me abrazó y me prometió que se quedarían en Ebbets Field. ¡Yo había salvado a los Dodgers para Brooklyn! Ebbets Field En la realidad, ni yo ni nadie pudo convencer al inexcusable O’Malley de no completar su egoísta acto de traición. Cuando la mudanza fue por fin oficializada en el otoño de 1957 sentí como que si yo también estaba siendo desarraigada. Nunca más me sentaría en las tribunas de Ebbets Field, nunca más buscaría en los diarios las primeras noticias del spring training; eso era imposible de imaginar. Mi sentido de desolación era real. Mientras se desarrollaba la temporada de 1958, extraña y vacía, sin los Dodgers y sin los Gigantes de Nueva York, mi madre sufrió otro ataque al corazón. Como antes, se la llevaron, pero esta vez no regresó. Seis meses
  • 8. después vendimos nuestra casa y nos mudamos a un apartamento. Mi padre no podía dormir en su cama sin mi madre. De repente, mis sentimientos hacia el béisbol parecieron un aspecto más de mi pasada infancia, algo a ser descartado junto con mis pecas y mi colección de revistas de Archie. Sin embargo, yo no me olvidé completamente del béisbol en esos últimos años de secundaria, pero sin un equipo a quien seguir mis emociones se tornaron indiferentes, mi corazón ya no latía igual. Entonces, un día de septiembre, habiéndome yo instalado en Massachussets mientras obtenía mi Ph.D en Harvard, estuve de acuerdo, aunque no de muy buena gana, en ir a Fenway Park. Y allí estaba esto de nuevo: el confortable stadium hecho con las justas dimensiones humanas, de tal manera que cada palabra de aliento y cada grito de reprimenda podían ser escuchados en el campo de juego. Esa ferviente multitud que podía, con igual pasión, condenar a un pelotero por sus fallas de hoy después de haberlo ensalzado como a un héroe el día anterior. El equipo que siempre parecía romper nuestros corazones en la última semana de la temporada. Esto fue amor a primera vista, de repente me encontré a mí misma dirigiendo todas mis viejas intensidades hacia mi nuevo equipo: los Medias Rojas de Boston. Para ese tiempo, mi padre se había convertido en un fanático de los Mets, así que no había necesidad en sentirme culpable con relación a mi nuevo amor. Muy por el contrario, mi regreso al béisbol reforzó los viejos lazos de unión con mi padre, proporcionándonos absorbentes e interminables temas de conversación. Una y otra vez nuestras charlas producían una secuencia de imágenes mentales, vívidas recolecciones de similares jugadas del pasado. Otra vez estábamos unidos por una gran pasión. En el verano de 1972, estando yo aún soltera y dando clases en Harvart, mi padre murió. Él se acababa de sentar en su sillón
  • 9. favorito para ver a los Mets cuando sufrió un fatal infarto al corazón. Recordé el sentimiento inconsolable que de niña sentía de sólo imaginarme no haber conocido a ese extraordinario hombre que me había colmado con un constante amor por tantos años. Cuando me casé y tuve hijos mi pasión por los Medias Rojas asumió una extraña urgencia; por momentos me sentía como si estuviera regresando a mi niñez cuando, de pronto, me vi siguiendo con los niños los mismos rituales que yo había practicado con mi padre. En Fenway Park existen un número de rampas que pueden llevarte desde los concurridos stands, donde venden perros calientes, refrescos, tacos y cervezas, hacia el interior del parque mismo. La rampa 33 era “mi rampa”. Curiosamente, apegada a una costumbre que mi padre seguía para entrar a Ebbets Field en el mismo sentido cada vez, yo lo hacía entrando exactamente por el mismo sitio a cada juego, de tal manera que mi primera visión del campo era siempre desde el mismo ángulo. Fenway Park Sin embargo, cuando me sentaba con mis muchachos en Fenway algunas veces cerraba los ojos en contra del sol y regresaba de repente a Ebbets Field como una niña que en compañía de su padre miraba a los jugadores de su juventud, abajo en el campo. Había magia en esos momentos. Y cuando abría mis ojos y veía a mis hijos sentados en el mismo lugar donde una vez mi padre se sentó, yo sentía un invisible lazo entre nuestras tres generaciones, un ancla de
  • 10. lealtad uniendo a mis hijos con su abuelo, cuya cara ellos nunca vieron, pero cuya persona ellos han conocido a través del más eterno de todos los deportes. Cuando los Medias Rojas ganaron el título divisional en 1986 mis hijos estaban convencidos de que también ganarían la Serie Mundial. Yo, que había estado tantas veces al borde de la victoria, sólo para ver mis esperanzas frustradas; por supuesto, estaba menos segura. Para el sexto juego, con los Medias Rojas arriba en la serie 3 juegos a 2 por encima de los Mets y ganando el partido 5-3 en el cierre del décimo, le pedí a mi esposo que destapara el champán. Entonces, de repente, en un agonizante replay del fiasco de Bobby Thomson, el primera base de Boston, Bill Buckner, dejó que un rolling de rutina se le colara por entre las piernas para permitir que los Mets vinieran de atrás y ganaran tanto ese juego como la Serie Mundial. Yo traté de controlar mis emociones, pero no pude. “¿Mamá estás bien?” Mis niños me consolaron. “Ellos ganaran el próximo año, no te preocupes”. ¡Oh, Dios!, pensé; estos chicos aún no saben que los Medias Rojas no ganan desde 1918, que podría ser esta la última vez que los vemos tan cerca del título. De repente, me sentí poseedora de una terrible sabiduría que no quería compartir con mis hijos. ¡Correcto!, dije: “Esperemos al próximo año”.