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¿Cómo vivimos el Primer Mandamiento?
23 mayo 2008
Sección: De la Ley de Dios


Nuestra fe y amor a Dios crece si recibimos debidamente dispuestos los
sacramentos, nos esforzamos por ser almas de oración y llevamos una vida
coherente entre la fe y las obras.

Primer mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas

No deja de ser una enorme superficialidad el comentario de aquellos que, con
ganas de polemizar, dicen que Dios es egoísta porque nos ha hecho para darle
gloria. Olvidan que otro fin hubiera sido indigno de Él, al grado de quedar
subordinado a aquella otra finalidad y dejar, por ello, de ser Dios.

Ya dijimos que, al darle gloria encontramos nuestra felicidad. Es, pues, correcto
afirmar que Dios nos ha hecho para ser eternamente felices con Él. Y que esa
felicidad se gana a través de los actos libres, pues sólo en la libertad cabe el
amor. Nada debe, pues, estar subordinado al Amor que nos dará esa eterna
dicha: ni las cosas del mundo, ni los seres queridos, ni la propia salud o la vida.
“Con todo el corazón, el alma, la mente, las fuerzas”: consecuencia ineludible de
ser Dios el Ser Supremo, Infinitamente Bueno, que nos ha hecho para
comunicarnos su inefable felicidad.

Resulta claro que de este precepto se derivarán muchísimas consideraciones.
Incluso es válido afirmar que resume a todos los demás: si amo a Dios honraré
su nombre, le daré culto, amaré a mis padres, serviré a mi prójimo, controlaré
mis tendencias rebeldes, etcétera. Pero los moralistas van por orden: nos dicen
que, bajo este primer mandamiento, hemos de incluir ante todo aquellas
virtudes que más directamente se relacionan con Dios: la fe -hemos de creer en
Él para amarlo-; la esperanza -debemos confiar que alcanzaremos a poseer el
objeto de nuestro amor-; la caridad, que es la virtud específica de este precepto,
y, por último, la virtud de la religión, reguladora de las relaciones entre Dios y el
hombre.

La fe: para amar debo empezar por creer

La fe es el primer contacto con Dios. El inicio de toda posible comunicación se
da con esta virtud por la que, como dice San Agustín, “tocamos a Dios”.
Esta virtud se infunde en nuestra alma, junto con la gracia, al ser bautizados. Y
crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, somos almas de
oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras. Pero es muy
oportuno, para que la virtud crezca, ejercitarnos haciendo actos de fe. Esta
virtud podría quedar anquilosada, “vieja”, si no la vitalizamos haciendo actos de
fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos conscientemente a las
verdades reveladas por Dios; no precisamente porque nos hayan sido
demostradas y convencido científicamente, sino primordialmente porque Dios
las ha revelado. Dios, al ser infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al
ser infinitamente veraz, no puede mentir. Por eso, si cuando Dios dice que algo
es de una manera, no se puede pedir certidumbre mayor. La palabra divina
contiene más certeza que todos los razonamientos filosóficos, pruebas de
computación y demostraciones matemáticas posibles.

Por otra parte, para nosotros que ya poseemos la fe, es muy importante no
dormirnos en nuestros laureles. No podemos estar tranquilos pensando que,
porque de niños se nos enseñó el catecismo, ya sabemos todo lo que nos hace
falta sobre religión. Una inteligencia adulta necesita una comprensión de adulto
de las verdades divinas. Oír con atención homilías y pláticas, leer libros y
folletos doctrinales, asistir a cursos o conferencias, no son simples aficiones,
actividades sólo para quienes tengan esa “especial” sensibilidad. Éstas no son
prácticas “devotas” para “personas peculiares”.

Para todos los hombres es un deber procurarnos un adecuado grado de
conocimiento de nuestra fe, deber que establece el primero de los
mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o verdades que
ni siquiera conocemos, pues fides ex auditu, dice San Pablo, la fe viene del oír.
Nuestras dudas contra la fe desaparecerían si nos tomáramos la molestia de
estudiar un poco más el contenido de sus verdades.

Ahora bien, es en nuestro interior donde comienzan los deberes para con la fe.
En nuestra mente Dios nos pide que hagamos actos de fe, que le demos culto
por el asentimiento explícito a sus dogmas. ¿Con qué frecuencia hay que hacer
actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente debo
hacerlos cuando llega a mi conocimiento una verdad de fe que antes ignoraba.
Debo hacer un acto de fe (por ejemplo, rezando el Credo) cada vez que se
presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté
implicada. Debo hacer un acto de fe cada vez que paso delante del Sagrario, o
cuando el sacerdote muestra la Sagrada Hostia en la Consagración. Debo hacer
actos de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de
ejercicio.

Los deberes hacia la fe no sólo se refieren al ámbito interior. Hace falta que esa
fe se manifieste, es decir, que hagamos profesión externa de nuestra fe. Este
deber resulta imperativo cuando lo exijan el honor de Dios o el bien del prójimo.
El honor de Dios lo exige cuando omitir esta profesión de fe equivaldría a su
negación. Este deber no obliga sólo en las circunstancias extremas, como en la
Roma de Nerón o en la Rusia de Stalin. Se aplica también a la vida cotidiana de
cada uno de nosotros cuando, por ejemplo, sentimos vergüenza de manifestar
nuestra fe por miedo a que eso perjudique nuestros negocios, por miedo a
llamar la atención, a las ironías o al ridículo. El católico que asiste a un
espectáculo inmoral, aquel que estudia en la universidad agnóstica, la católica
que tiene reuniones sociales, y miles de ocasiones parecidas, pueden dar lugar a
que disimular nuestra fe equivalga a su negación, con menoscabo del honor que
a Dios se le debe.

Además, si dejamos de profesar nuestra fe por cobardía, es frecuente que el
prójimo también resulte perjudicado. Muchas veces el católico o la católica
menos fuertes en la fe, observan nuestra conducta antes de decidir su forma de
actuar. Tendremos muchas ocasiones en que la necesidad concreta de dar
testimonio de nuestra fe surgirá de la obligación de sostener con nuestro
ejemplo el valor de otros. Nadie se salva ni se condena solo.

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Mandamientos > El segundo Mandamiento                        Página inicial   • Contacto • Infos-Gratis




El segundo Mandamiento dice lo siguiente en la Biblia de Lutero: «No profanarás el nombre del
Señor, tu Dios, pues el Señor no dejará sin castigo al que profane Su nombre».

Nosotros los Cristianos Originarios consideramos que el nombre de Dios lo profanan las personas
que conocen los Mandamientos de Dios y las enseñanzas de Cristo, que han dicho sí a ellos, pero
que a pesar de todo no los cumplen; que eventualmente llaman incluso la atención a otros sobre los
Mandamientos, imparten enseñanzas sobre los mismos, pero por su propia parte obran de forma
totalmente distinta.
Una profanación no sólo sucede cuando utilizamos Su nombre para imprecar, hacer juramentos o
cosas similares, sino que también cuando sin pensar utilizamos el nombre del Santo eterno al decir
por ejemplo: «¡Ay, Dios mío!» O bien uando usamos saludos como «Vaya usted con Dios», «Un
saludo en Dios» o «Adiós», sin tener en cuenta lo que decimos, sin expresarlo conscientemente.

En muchas conversaciones utilizamos la palabra «Dios», pero, ¿qué pensamos cuando la decimos?
Con frecuencia no estamos pensando en nada, son palabras vacías, de cortesía. No obstante, todo es
energía. De ello se deduce que somos responsables de cada palabra que sale de nuestra boca. Así lo
ha enseñado el Espíritu profético, Cristo; también está escrito así de modo semejante en la Biblia.
Por lo tanto deberíamos cumplir el segundo Mandamiento estando atentos a lo que pensamos cuando
decimos la palabra «Dios».

Con frecuencia decimos: «¡Gracias a Dios que no me ha ocurrido esto o lo otro!». Sí que podemos
decir las palabras «Gracias a Dios», pero, ¿estamos realmente agradecidos a Dios? En la mayoría de
los casos no es otra cosa que una expresión que muchas personas utilizan, pero ellas aprovechan
muy pocas veces esta situación como una oportunidad para reflexionar sobre sí mismas, sobre su
forma de pensar y vivir, sobre su siembra y sobre su correspondiente cosecha, y sobre Dios y Sus
Mandamientos.

Si en esa situación nos interiorizamos y nos preguntamos, ¿cómo es que exclamamos aliviados
«¡Gracias a Dios!»?, esto seguramente nos quiere decir algo. Si nos reconocemos en el movimiento
de nuestras sen-saciones, aprendemos a dar gracias a Dios de corazón. Al mismo tiempo nos
esforzamos en no volver a cometer este error, este pecado que hemos reconocido y que también
hemos purificado con Cristo. Este es el agradecimiento activo a Dios, nuestro Padre, y a Cristo,
nuestro Redentor.



Nosotros los Cristianos Originarios conocemos el saludo de la Paz. Y entretanto nos hemos
acostumbrado a reflexionar sobre ello. Si decimos la palabra «Paz» y la emitimos como saludo a
nuestro prójimo, también tenemos que esforzarnos diariamente en mantener la paz con nuestro
prójimo. Si le menospreciamos, si le envidiamos, si le odiamos y al mismo tiempo le deseamos la
paz, estamos burlándonos de Dios. Esto es profanar el nombre santo.



Con frecuencia se profana mucho más seriamente el nombre de Dios que lo que se podría suponer,
pues muchos engañan a otros y a sí mismos ocultando los verdaderos motivos de su forma de actuar.
Profanamos el nombre de Dios cuando ingresamos en una comunidad religiosa con la intención de
conseguir algo personal, cuando por ejemplo ocupamos un cargo en esa comunidad para tener un
nivel elevado de vida, prestigio y el asegurarse una vida sin preocupaciones. Lo mismo vale cuando
por ejemplo somos activos en la parroquia para ser bien vistos por las personas del vecindario, para
«ser alguien». Si en el nombre de un partido político se pone la denominación de «cristiano», para
hacer creer que aquí se viven los Mandamientos de Dios, o que estas personas son seguidores de
Cristo, esto es también profanar el nombre de Dios cuando se usa el nombre del Señor como
pretexto, a pesar de que en la vida y en las aspiraciones de estas personas no sea así como lo
requieren los Mandamientos y el Sermón de la Montaña.
El que quiera comprobar si la palabra «cristiano» se utiliza únicamente como pretexto o farsa, o si
realmente se aspira a las verdaderas metas cristianas, que mire los frutos, tal como Jesús nos
aconsejó en su Sermón de la Montaña como signo para distinguirlo: «Por sus frutos los
reconoceréis». Como medida nos ayudan también los Diez Mandamientos. ¿Está un grupo,
comunidad o partido político a favor del mandamiento: «No matarás» –o actúa de forma que a otras
personas se les pueda matar, por ejemplo en la guerra?

Nos tenemos que hacer conscientes de que las personas que apoyan una comunidad o partido de este
tipo, votándolos o aportando donativos, se hacen al mismo tiempo responsables y participan en la
profanación del Nombre de Dios. Cada uno debe responsabilizarse ante Dios de aquello a lo que
representa o a lo que se ha adherido. El que ve la injusticia y no dice nada, se hace igualmente
culpable.

En el segundo Mandamiento se establece: «... pues el Señor no dejará sin castigo al que profane
Su nombre». Cristo, el Espíritu profético, nos enseña que Dios no nos castiga, sino que nosotros
mismos nos castigamos según la Ley: «Lo que el hombre siembre, eso cosechará». No es Dios el que
siembra, sino que somos nosotros los que lo hacemos; y lo que nosotros sembramos es también lo
que nosotros cosecharemos. Sentiremos las consecuencias de nuestro modo de actuar, pues cada uno
es responsable de sí mismo. Dios no elevará al pecador al Cielo, sino que le mostrará su falta, para
que la purifique y no la vuelva a hacer.

Estas correlaciones no se pueden encontrar sin embargo en el texto de la Biblia unificada de las
Iglesias católica y protestante luterana, pues allí se dice: «No profanes el nombre del Señor, tu
Dios, pues el Señor castigará a cada uno que lo haga».

Vemos así que estaría bien cumplir primero los Mandamientos, en vez de juzgar y mostrar a Dios
como un Dios que castiga. El permite que pequemos, pues nos ha dado el libre albedrío. Como El
permite esto –como consecuencia del libre albedrío– , tampoco nos castigará por ello. Somos
nosotros los que nos castigamos a nosotros mismos.

Tenemos que captar el sentido de las palabras así como también el sentido de los Mandamientos. La
Biblia sólo puede ser comprendida de forma fiel a su contenido cuando nosotros cumplimos los
Mandamientos paso a paso; de otro modo tomamos lo dicho de manera literal e imputamos a Dios
que El castiga.



Jesús nos trajo el Padre del amor. Esto fue necesario pues en el Antiguo Testamento se evoca una y
otra vez al «Dios castigador». El vocabulario de aquellos tiempos surgió de la creencia del
politeísmo. Por esto el Antiguo Testamento, del que también forman parte los Diez Mandamientos,
está impregnado de expresiones basadas en la creencia en los muchos dioses que castigan, y del
politeísmo se transmitió mucho a la creencia en el Dios único.

Deberíamos hacernos conscientemente la pregunta: ¿creemos en el Dios que castiga, es decir en el
Antiguo Testamento, o creemos en el Dios del Amor, que nos enseñó Jesús, el Cristo? En el Nuevo
Testamento también se dice: «Lo que el hombre siembre, eso cosechará». Si creemos en el Dios que
castiga, negamos esta legitimidad, siembra y cosecha, a través de la cual somos conducidos al fin y
al cabo directamente, por medio del autorreconocimiento y la purificación del pecado.
Nosotros somos cristianos y deberíamos decidirnos: o creemos en el Dios que castiga, o creemos en
el Dios del Amor y de la Misericordia: en el Dios que reconcilia, que perdona, en el Dios que por Su
amor a nosotros nos envió a Su Hijo, Jesús, el Cristo.

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  • 2. Esta virtud se infunde en nuestra alma, junto con la gracia, al ser bautizados. Y crece si recibimos debidamente dispuestos los sacramentos, somos almas de oración y llevamos una vida coherente entre la fe y las obras. Pero es muy oportuno, para que la virtud crezca, ejercitarnos haciendo actos de fe. Esta virtud podría quedar anquilosada, “vieja”, si no la vitalizamos haciendo actos de fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos conscientemente a las verdades reveladas por Dios; no precisamente porque nos hayan sido demostradas y convencido científicamente, sino primordialmente porque Dios las ha revelado. Dios, al ser infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al ser infinitamente veraz, no puede mentir. Por eso, si cuando Dios dice que algo es de una manera, no se puede pedir certidumbre mayor. La palabra divina contiene más certeza que todos los razonamientos filosóficos, pruebas de computación y demostraciones matemáticas posibles. Por otra parte, para nosotros que ya poseemos la fe, es muy importante no dormirnos en nuestros laureles. No podemos estar tranquilos pensando que, porque de niños se nos enseñó el catecismo, ya sabemos todo lo que nos hace falta sobre religión. Una inteligencia adulta necesita una comprensión de adulto de las verdades divinas. Oír con atención homilías y pláticas, leer libros y folletos doctrinales, asistir a cursos o conferencias, no son simples aficiones, actividades sólo para quienes tengan esa “especial” sensibilidad. Éstas no son prácticas “devotas” para “personas peculiares”. Para todos los hombres es un deber procurarnos un adecuado grado de conocimiento de nuestra fe, deber que establece el primero de los mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o verdades que ni siquiera conocemos, pues fides ex auditu, dice San Pablo, la fe viene del oír. Nuestras dudas contra la fe desaparecerían si nos tomáramos la molestia de estudiar un poco más el contenido de sus verdades. Ahora bien, es en nuestro interior donde comienzan los deberes para con la fe. En nuestra mente Dios nos pide que hagamos actos de fe, que le demos culto por el asentimiento explícito a sus dogmas. ¿Con qué frecuencia hay que hacer actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente debo hacerlos cuando llega a mi conocimiento una verdad de fe que antes ignoraba. Debo hacer un acto de fe (por ejemplo, rezando el Credo) cada vez que se presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté implicada. Debo hacer un acto de fe cada vez que paso delante del Sagrario, o cuando el sacerdote muestra la Sagrada Hostia en la Consagración. Debo hacer
  • 3. actos de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de ejercicio. Los deberes hacia la fe no sólo se refieren al ámbito interior. Hace falta que esa fe se manifieste, es decir, que hagamos profesión externa de nuestra fe. Este deber resulta imperativo cuando lo exijan el honor de Dios o el bien del prójimo. El honor de Dios lo exige cuando omitir esta profesión de fe equivaldría a su negación. Este deber no obliga sólo en las circunstancias extremas, como en la Roma de Nerón o en la Rusia de Stalin. Se aplica también a la vida cotidiana de cada uno de nosotros cuando, por ejemplo, sentimos vergüenza de manifestar nuestra fe por miedo a que eso perjudique nuestros negocios, por miedo a llamar la atención, a las ironías o al ridículo. El católico que asiste a un espectáculo inmoral, aquel que estudia en la universidad agnóstica, la católica que tiene reuniones sociales, y miles de ocasiones parecidas, pueden dar lugar a que disimular nuestra fe equivalga a su negación, con menoscabo del honor que a Dios se le debe. Además, si dejamos de profesar nuestra fe por cobardía, es frecuente que el prójimo también resulte perjudicado. Muchas veces el católico o la católica menos fuertes en la fe, observan nuestra conducta antes de decidir su forma de actuar. Tendremos muchas ocasiones en que la necesidad concreta de dar testimonio de nuestra fe surgirá de la obligación de sostener con nuestro ejemplo el valor de otros. Nadie se salva ni se condena solo. Usted está aquí: Página inicial > Quiénes somos > Los Diez Mandamientos > El segundo Mandamiento Página inicial • Contacto • Infos-Gratis El segundo Mandamiento dice lo siguiente en la Biblia de Lutero: «No profanarás el nombre del Señor, tu Dios, pues el Señor no dejará sin castigo al que profane Su nombre». Nosotros los Cristianos Originarios consideramos que el nombre de Dios lo profanan las personas que conocen los Mandamientos de Dios y las enseñanzas de Cristo, que han dicho sí a ellos, pero que a pesar de todo no los cumplen; que eventualmente llaman incluso la atención a otros sobre los Mandamientos, imparten enseñanzas sobre los mismos, pero por su propia parte obran de forma totalmente distinta.
  • 4. Una profanación no sólo sucede cuando utilizamos Su nombre para imprecar, hacer juramentos o cosas similares, sino que también cuando sin pensar utilizamos el nombre del Santo eterno al decir por ejemplo: «¡Ay, Dios mío!» O bien uando usamos saludos como «Vaya usted con Dios», «Un saludo en Dios» o «Adiós», sin tener en cuenta lo que decimos, sin expresarlo conscientemente. En muchas conversaciones utilizamos la palabra «Dios», pero, ¿qué pensamos cuando la decimos? Con frecuencia no estamos pensando en nada, son palabras vacías, de cortesía. No obstante, todo es energía. De ello se deduce que somos responsables de cada palabra que sale de nuestra boca. Así lo ha enseñado el Espíritu profético, Cristo; también está escrito así de modo semejante en la Biblia. Por lo tanto deberíamos cumplir el segundo Mandamiento estando atentos a lo que pensamos cuando decimos la palabra «Dios». Con frecuencia decimos: «¡Gracias a Dios que no me ha ocurrido esto o lo otro!». Sí que podemos decir las palabras «Gracias a Dios», pero, ¿estamos realmente agradecidos a Dios? En la mayoría de los casos no es otra cosa que una expresión que muchas personas utilizan, pero ellas aprovechan muy pocas veces esta situación como una oportunidad para reflexionar sobre sí mismas, sobre su forma de pensar y vivir, sobre su siembra y sobre su correspondiente cosecha, y sobre Dios y Sus Mandamientos. Si en esa situación nos interiorizamos y nos preguntamos, ¿cómo es que exclamamos aliviados «¡Gracias a Dios!»?, esto seguramente nos quiere decir algo. Si nos reconocemos en el movimiento de nuestras sen-saciones, aprendemos a dar gracias a Dios de corazón. Al mismo tiempo nos esforzamos en no volver a cometer este error, este pecado que hemos reconocido y que también hemos purificado con Cristo. Este es el agradecimiento activo a Dios, nuestro Padre, y a Cristo, nuestro Redentor. Nosotros los Cristianos Originarios conocemos el saludo de la Paz. Y entretanto nos hemos acostumbrado a reflexionar sobre ello. Si decimos la palabra «Paz» y la emitimos como saludo a nuestro prójimo, también tenemos que esforzarnos diariamente en mantener la paz con nuestro prójimo. Si le menospreciamos, si le envidiamos, si le odiamos y al mismo tiempo le deseamos la paz, estamos burlándonos de Dios. Esto es profanar el nombre santo. Con frecuencia se profana mucho más seriamente el nombre de Dios que lo que se podría suponer, pues muchos engañan a otros y a sí mismos ocultando los verdaderos motivos de su forma de actuar. Profanamos el nombre de Dios cuando ingresamos en una comunidad religiosa con la intención de conseguir algo personal, cuando por ejemplo ocupamos un cargo en esa comunidad para tener un nivel elevado de vida, prestigio y el asegurarse una vida sin preocupaciones. Lo mismo vale cuando por ejemplo somos activos en la parroquia para ser bien vistos por las personas del vecindario, para «ser alguien». Si en el nombre de un partido político se pone la denominación de «cristiano», para hacer creer que aquí se viven los Mandamientos de Dios, o que estas personas son seguidores de Cristo, esto es también profanar el nombre de Dios cuando se usa el nombre del Señor como pretexto, a pesar de que en la vida y en las aspiraciones de estas personas no sea así como lo requieren los Mandamientos y el Sermón de la Montaña.
  • 5. El que quiera comprobar si la palabra «cristiano» se utiliza únicamente como pretexto o farsa, o si realmente se aspira a las verdaderas metas cristianas, que mire los frutos, tal como Jesús nos aconsejó en su Sermón de la Montaña como signo para distinguirlo: «Por sus frutos los reconoceréis». Como medida nos ayudan también los Diez Mandamientos. ¿Está un grupo, comunidad o partido político a favor del mandamiento: «No matarás» –o actúa de forma que a otras personas se les pueda matar, por ejemplo en la guerra? Nos tenemos que hacer conscientes de que las personas que apoyan una comunidad o partido de este tipo, votándolos o aportando donativos, se hacen al mismo tiempo responsables y participan en la profanación del Nombre de Dios. Cada uno debe responsabilizarse ante Dios de aquello a lo que representa o a lo que se ha adherido. El que ve la injusticia y no dice nada, se hace igualmente culpable. En el segundo Mandamiento se establece: «... pues el Señor no dejará sin castigo al que profane Su nombre». Cristo, el Espíritu profético, nos enseña que Dios no nos castiga, sino que nosotros mismos nos castigamos según la Ley: «Lo que el hombre siembre, eso cosechará». No es Dios el que siembra, sino que somos nosotros los que lo hacemos; y lo que nosotros sembramos es también lo que nosotros cosecharemos. Sentiremos las consecuencias de nuestro modo de actuar, pues cada uno es responsable de sí mismo. Dios no elevará al pecador al Cielo, sino que le mostrará su falta, para que la purifique y no la vuelva a hacer. Estas correlaciones no se pueden encontrar sin embargo en el texto de la Biblia unificada de las Iglesias católica y protestante luterana, pues allí se dice: «No profanes el nombre del Señor, tu Dios, pues el Señor castigará a cada uno que lo haga». Vemos así que estaría bien cumplir primero los Mandamientos, en vez de juzgar y mostrar a Dios como un Dios que castiga. El permite que pequemos, pues nos ha dado el libre albedrío. Como El permite esto –como consecuencia del libre albedrío– , tampoco nos castigará por ello. Somos nosotros los que nos castigamos a nosotros mismos. Tenemos que captar el sentido de las palabras así como también el sentido de los Mandamientos. La Biblia sólo puede ser comprendida de forma fiel a su contenido cuando nosotros cumplimos los Mandamientos paso a paso; de otro modo tomamos lo dicho de manera literal e imputamos a Dios que El castiga. Jesús nos trajo el Padre del amor. Esto fue necesario pues en el Antiguo Testamento se evoca una y otra vez al «Dios castigador». El vocabulario de aquellos tiempos surgió de la creencia del politeísmo. Por esto el Antiguo Testamento, del que también forman parte los Diez Mandamientos, está impregnado de expresiones basadas en la creencia en los muchos dioses que castigan, y del politeísmo se transmitió mucho a la creencia en el Dios único. Deberíamos hacernos conscientemente la pregunta: ¿creemos en el Dios que castiga, es decir en el Antiguo Testamento, o creemos en el Dios del Amor, que nos enseñó Jesús, el Cristo? En el Nuevo Testamento también se dice: «Lo que el hombre siembre, eso cosechará». Si creemos en el Dios que castiga, negamos esta legitimidad, siembra y cosecha, a través de la cual somos conducidos al fin y al cabo directamente, por medio del autorreconocimiento y la purificación del pecado.
  • 6. Nosotros somos cristianos y deberíamos decidirnos: o creemos en el Dios que castiga, o creemos en el Dios del Amor y de la Misericordia: en el Dios que reconcilia, que perdona, en el Dios que por Su amor a nosotros nos envió a Su Hijo, Jesús, el Cristo.