El Señor Jesús, en el relato elaborado por el evangelista Mateo, en el capítulo 24, verso 35, registra una declaración tremenda: "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Todo a nuestro alrededor, excepto, nuestro Señor.
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“YO NO CAMBIO”.-
Retiro congregacional, 05-07-2015.
La Florida, Santiago, Chile.
Pr. Mario.-
Mateo 24, 35 (RVR1960):
“... (35) El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán...”.
Todo a nuestro alrededor cambia, pero Jesucristo, sigue siendo el mismo. La gente, cambia de
ánimo, la familia cambia, todo; sin embargo, el único inmutable, es el Señor. Su palabra, es eterna.
Cuando transcurran 100 años más, sus palabras seguirán siendo las mismas. El Señor no ha
cambiado.
Debemos entender esta verdad. Arrepentirnos. Si el Señor no ha cambiado jamás -ni cambiara-
entonces ¿por qué nosotros cambiamos? ¿por qué nuestros estados anímicos cambian?. Muchas
veces, vivimos igual que un adolescente: voluble. Inestable. ¿Cuántas veces, nuestra vida en Cristo,
evidencia la misma inestabilidad? El Señor anhela que vivamos en una estabilidad espiritual,
emocional, intelectual, etc.
Si el Señor no cambia, nosotros no debemos cambiar, pues estamos llamados a vivir como el
Señor. Una vez que nosotros abrazamos el propósito eterno de Dios: “una familia de muchos hijos
semejantes a Jesús”, nos entregamos totalmente a ser semejantes a Jesús. No es una broma, no es
jocoso ni ligero, es verdad: nuestro único anhelo y proyecto de vida, es ser como Jesús. Por lo cual,
si queremos ser como Jesús, debemos analizar su vida, y su vida, siempre fue estable; nunca
estuvo expuesto a altibajos emocionales que impidieran que hiciera la voluntad de Dios. Por ende,
nuestra vida, debe ser igual: debemos ser personas estables.
Si el Señor no cambia, nosotros no podemos cambiar. Debemos ser gente de palabra; que nuestro
sí, sea sí, y nuestro no, sea no, pero no una permanente “montaña rusa”: un tiempo arriba, y otro
tiempo abajo. Debemos ser hijos de Dios, estables.
Los únicos niños que deben existir en la familia de Dios, son aquellos que recién se han convertido
a Jesús, pero alguien que lleva años escuchando las verdades de Cristo, y sigue viviendo en la
inestabilidad propia de un niño, lamentablemente, ya quedó como un “niño espiritual”.
Para tal efecto, es imperioso buscar al Señor. El que no busca al Señor, morirá, y cuando alguien
muere espiritualmente, a causa de una raquítica búsqueda del Señor, siempre comienza a culpar a
otro/as, pero nunca, así mismo.
Imaginemos por un segundo, el siguiente cuadro: un hombre ingresa al mar, comienza a nadar y,
luego de un rato, se ahoga. El motivo de su ahogo -y posterior muerte-, fue no obedecer a las
normas de seguridad que impedían que ingresara a distancias muy lejanas de la orilla del mar. Si
lográramos hablar con el fallecido del ejemplo mencionado, probablemente escucharíamos lo
siguiente:
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- ¡Nadie corrió a salvarme!
-¡Los salvavidas tienen la culpa! ¡Si ellos hubiesen actuado rápido, nada de esto me hubiese
acontecido!
-¡La culpa de mi muerte la tiene la guardia marina: si hubiesen destinado algún helicóptero en aquel
momento, rondando por el sector, yo no hubiese muerto!
-¡Si la gente hubiese sido más solidaria conmigo, me hubiesen sacado de alguna forma!
Quizás, estas serían las respuestas del sujeto del ejemplo mencionado. Pero a este sujeto, sería
bueno formularle la siguiente pregunta: “... Bien, después de tus descargos, una pregunta; ¿Quién
te mandó a nadar tan lejos de la orilla?...”. Probablemente, el respondería: “... ¡Yo quise hacerlo!...”.
Muchas veces, tomamos decisiones por nuestra propia cuenta, sin consultar a Dios su anuncia, y
luego, en virtud de las consecuencias de nuestras propias decisiones, culpamos a otras personas u
otras situaciones, cuando los únicos culpables, somos nosotros.
En la iglesia del Señor, el que se muere espiritualmente, es porque no se alimenta de él: no asiste a
reuniones, no ora, no escudriña, no ayuna. No hay otro culpable, que aquel que deja de comer del
Señor por su propia cuenta. Hay personas que, aún no asistiendo a la congregación -por motivos
plausibles, como por ejemplo, una enfermedad que impide el movimiento- se encuentran llenos
del Espíritu Santo. Aquí, vale aclarar algunas cosas, pues si nosotros analizamos este último hecho
de manera ligera, perderemos el objetivo de lo que Dios nos quiere decir. En este último ejemplo,
cabe señalar que, primero; son personas que se ven imposibilitadas físicamente para poder asistir
a la reunión, por lo cual, no existiendo este “impedimento”, por supuesto estarían presentes en
todas las plenarias. Estas personas, no están llenas del Espíritu Santo por un azar “místico”, sino,
hay una búsqueda constante del Señor y, su permanencia en el hogar, no se debe a pereza y/o
comodidad, sino, a fuerza mayor. Por lo tanto, aquel que teniendo la posibilidad de asistir a la
congregación, no va, está pecando. Sí, no asistir a la reunión es un pecado cuando existen todas
las posibilidades de hacerlo, esto, lo corrobora la palabra del Señor en Santiago 4, 17 (NTV):
“... (17) Recuerden que es pecado saber lo que se debe hacer y luego no hacerlo...”.
El Señor es claro; ¿es bueno asistir a la reunión? Claro que sí, pues ahí oímos y vemos al Señor, por
lo tanto, según el pasaje que acabamos de leer, si no asistimos a la reunión -por mera pereza,
comodidad o por excusas vanas- sabiendo que es bueno delante del Señor, estamos pecando.
El asistir a la reunión, no es un acto proselitista, sino, es uno de los medios a través de los cuales,
Dios nos nutre de su verdad y, por supuesto, es la instancia en la que, como familia de Dios,
podemos entregar juntos al Señor lo que hay en nuestros corazones.
El discípulo que se alimenta del Señor, siempre tiene algo para entregar. El que se alimenta
permanentemente, tiene alabanza, lectura bíblica, vida, testimonio, etc. La vida de Dios en un
discípulo, se percibe y cuando no hay vida de Dios en un determinado sujeto, comienzan a surgir
las excusas: “... Es que en este lugar no se canta de tal manera...”, “... Es que el hermano me miró
mal...”, “... Es que hay mucho calor... “, “... Es que hay mucho frío...”, etc.
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Nosotros, como discípulos, tenemos una responsabilidad ante Dios: buscar al Señor
constantemente. Nuestra responsabilidad, como hijos de Dios, es nutrirnos de las palabras del
Señor, que son eternas y son vida; debemos buscar al Señor y deleitarnos en estar junto con él.
A nosotros, como discípulos de Cristo, ¿debería afectarnos el entorno en el cual nos
desenvolvemos? Bajo ningún punto de vista. Si el Señor está en nosotros, ¿un ambiente
beligerante y hostil en todo sentido del quehacer humano, debería afectar nuestra forma de vivir?
Por ejemplo, si en nuestros trabajos todos fuman, beben alcohol, consumen drogas y llevan a cabo
un sin fin de perversiones, ¿eso nos da pie para que actuemos de la misma forma y adoptemos la
misma manera de vivir? Por supuesto que no, ¿verdad? Entonces, ¿por qué en una congregación en
donde algunas personas de nuestro entorno viven en frialdad espiritual, nos afecta también a
nosotros? Si estamos llenos del Señor, entonces, ni el ambiente más indiferente en el que nos
encontremos -incluso en medio de congregaciones- no nos debería afectar en lo más mínimo en
nuestra estabilidad con el Señor.
Si nosotros no aceptamos que -en el ejemplo antes mencionado- nuestra actitud se vea
modificada, entonces, no es aceptable que nuestra actitud como discípulos de Jesús cambie de
acuerdo a nuestro entorno. El único que puede afectar nuestra vida, es Cristo Jesús.
Si el Señor Jesús es nuestro fundamento, nada nos puede -ni podrá- cambiar. No hay ninguna otra
forma, por medio de la cual, un discípulo de Jesucristo pueda mantenerse estable en el Reino de
Dios. Imaginemos lo siguiente: un hombre tiene mucha hambre, pero no come. Aun cuando está
en su propia casa, con la alacena repleta de víveres y elementos para preparar comida, no come.
Producto de la falta de comida, comienzan a percibirse los estragos físicos que produce la
inanición. Nos encontramos con este sujeto y, obviamente, al ver su famélico estado, le
preguntamos: “... ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan delgado? ¿Estás enfermo?...”, y él nos responde:
“... Es que no he comido nada en semanas y meses...”, entonces nosotros, ante tal afirmación le
preguntamos: “... Pero ¿Por qué? ¿Por qué no has comido nada durante tanto tiempo?. El sujeto
responde: “... Porque he estado solo en mi casa, sin mi esposa que me prepare algo para comer...”.
Entonces, lógicamente, lo emplazamos de la siguiente forma: “... Pero prepárate algo para comer
tú. Busca algunos víveres y elementos en tu cocina, y prepara algo para que comas y no mueras de
inanición...”. Por medio de este burdo ejemplo, describimos la vida espiritual de muchas personas:
sabiendo que deben someter al cuerpo a la oración, a la lectura de la palabra de Dios, al ayuno y la
comunión con los hermanos, no lo hacen y mueren espiritualmente, y cuando se les pregunta
porqué sucedió su muerte espiritual, responden lo mismo que el sujeto del ejemplo anterior: “... Es
que nadie me 'dio algo para comer'...”, siendo que el alimento -las palabras de vida eterna de Dios-
están al acceso de todo aquel que lo quiera.
Para mucha gente, su único alimento, es asistir a la reunión general el día domingo, y nada más. No
se han querido percatar; de a poco, están muriendo espiritualmente.
Producto de que muchas personas no se alimentan de la palabra de Dios, de oración, de búsqueda
constante del Señor, es que cuando llegan a la reunión el día domingo, y no se sienten edificados,
por lo tanto, se van tanto o más famélicos de lo que llegaron. Esto sucede a causa de que no han
entendido que, la reunión dominical -o reunión general- es el momento en que nuestro corazón
expresa todo lo que ha adquirido del Señor, durante la semana.
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Una persona que no busca al Señor; que no ora, que no lee la escritura, que no ayuna, que no está
en sujeción, que no es examinado por parte de su coyuntura y/o pastor, está destinado a morir.
Que nada ni nadie nos afecte en nuestra vida devocional con Dios. Que no nos afecte el que, a
nuestro alrededor, hayan personas que no vibran con el nombre ni con la presencia de nuestro
Señor Jesucristo; que no nos afecte que, en medio nuestro, hayan personas que vivan en un
contante “invierno espiritual”, sin percatarse que, el Señor, tiene el poder para hacer florecer la
primavera de su presencia.
Permítanme realizar una comparación que no siempre es agradable; pero nosotros, deberíamos
ser igual que los roedores. Los roedores, son siempre menospreciados dentro del amplio espectro
animal, pero tienen una particularidad que no todos los animales poseen: los roedores no saben
caminar hacia atrás. El roedor no sabe retroceder, por eso, siempre busca la forma de ir hacia
adelante. Nosotros como discípulos de Cristo, nunca deberíamos retroceder, por nada ni por
nadie; si a nuestro alrededor no hay fervor por el Señor, nosotros, no asumamos la misma “marcha
atrás” dejándonos adormecer y perdiendo la sensibilidad al Señor, por el contrario, vayamos
siempre adelante, contra cualquier tipo de corriente, en donde esta se encuentre. No mi porta que
los demás no den fruto, esforcémonos nosotros, cada día, en dar fruto de vida.
¿Cómo podríamos vivir una vida cristiana sin Cristo? ¿Cómo poder vivir una “vida de discípulo” sin
oración, sin lectura de la biblia, sin ayuno, sin sujeción, sin escuchar al Señor, sin ser examinado ni
formado? Es imposible. Dentro de la grey del Señor, es cierto que pueden existir “apariencias” de
cristianos y/o discípulos, pero el Señor, que ve todo en lo íntimo, sabe cuando realmente hay una
vida de Reino de Dios y cuando no.
Todo esto se relaciona intrínsecamente con el encuentro que cada uno de nosotros hayamos
tenido con el Señor Jesucristo y su potente voz; todo aquel que, de verdad, ha escuchado la voz
del Señor Jesús, no puede volver atrás. La voz eterna de Dios es tan potente que, por ejemplo, al
apóstol Pablo no le permitió retroceder en ningún caso. Aun cuando el apóstol se enfrentó a las
más terribles circunstancias y personas, el encuentro con Jesús y su voz, provocó tal
determinación que nunca pensó, siquiera por un segundo, en retroceder.
El problema, justamente, está dentro de nosotros: si no hemos experimentado un encuentro
genuino con Cristo, entonces, jamás podremos vivir en una constante determinación.
El Señor nos instruye, en el modelo de oración (Lucas 11) a que pidamos “el pan nuestro de cada
día”, este pan, por supuesto, es Jesús: el pan vivo que descendió del cielo. Por lo tanto, cuando
alguien no pide este pan, es notorio; su espíritu muere de “inanición espiritual”, porque ha decidido
comer del pan que este mundo entrega y satisface la carne, en detrimento del alimento con el que
nuestro espíritu debe nutrirse diariamente.