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EL DESTINO
DE CORNELIUS
POR LLORET & SIREROL
LLORET & SIREROL
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formato, no obstante, la omisión de la autoría o falseamiento de la misma y la
modificación y/o elisión de partes, así como la comercialización no autorizada, NO
están permitidas sin explícito consentimiento del autor.
Autor: Carlos Lloret Sirerol.
Año: 2018.
e-mail: carloslls@hotmail.es Firma:
EL DESTINO DE CORNELIUS
1
Si todas las personas que se vieron implicadas en los funestos hechos que
marcaron el final de la vida de Cornelius Anderson, o, mejor dicho, en los
acontecimientos que forzaron tan truculento desenlace, hubiesen tenido la suficiente
probidad como para narrarlos de forma fidedigna, honrando a la fetén y sin trufarlos
impunemente de oprobiosas y enconadas falsedades, el sino del viejo bibliotecario no
habría sido tan aciago, mas, teniendo en cuenta la gran plétora de mentiras y medias
verdades que sobre aquellos astrosos acontecimientos se narraron, el destino final del
desgraciado carcamal toma sentido; empero, empecemos por el principio. Cornelius
nació en el seno de una acogedora familia obrera afincada en una pequeña puebla
rodeada de bucólicas montañas que, siempre que llegaba el crudo invierno, se cubrían
por una fulgente capa de nieve que las había brillar como estrellas bajadas a la tierra; era
un paraje frío pero idílico. Su carácter siempre fue pacífico, muy comedido, y, si algo
descollaba particularmente en el mismo, era su gran sociabilidad y su tendencia a trabar
amistad con cualquiera, conocido o no, doquiera que fuera, pues tan afable era; y esta
característica, tan suya, no la perdió, como suele ser, por desgracia, habitual, con el
inexorable paso del tiempo, de tal forma que, progresivamente, fue dándose cuenta de
cuán feliz se sentía atendiendo a los demás. No obstante, pese a esta desmedida
sociabilidad, prontamente descubrió dos grandes pasiones, la una, el amor por los
animales, cuyo origen se halla en una epifanía infantil, pues, con tan solo cinco
seráficos años llegó a ser consciente de la trasparencia del carácter de estos seres, tal
que nunca ocultan sus verdaderas emociones, que le duraría hasta el final de sus días, y
la otra, la pasión por la lectura, que hizo de él un asiduo lector, no llegando a abandonar
nunca la lectura hasta el final de sus días.
De joven, cuando aun disfrutaba del hálito de belleza proporcionado por la
mocedad, cuando sus sienes aun se hallaban frondosamente pobladas por una hirsuta
cabellera, Cornelius no destacaba, precisamente, por ser un excelente estudiante, si bien,
tampoco era malquistado por sus profesores, de modo que, cuando creció, era
plenamente consciente de que carecía de las aptitudes necesarias para el estudio, por lo
que decidió, sin pena ni arrepentimiento, que buscaría un trabajo modesto en su pequeña
puebla que le permitiese vivir cómodamente, hallándolo finalmente como custodio de la
biblioteca de su pequeño municipio, que consiguió gracias a las amistades de su padre,
del cual, por cierto, heredó su carácter, y al tratarse de una faena que solo le requería
recordar la localización de los libros. Aquella labor, inicialmente, pese a cumplir con los
LLORET & SIREROL
requisitos que él mismo había estipulado, como sería un bajo nivel de exigencia y un
sueldo moderado, pues no creía necesitar excesiva suntuosidad como para disfrutar del
día a día, no le reportó la satisfacción que él había augurado, ya que, en suma, siendo
una puebla tan pequeña, su trabajo se limitaba a atender a las poquísimas personas que
acudían a aquel sanctasanctórum a lo largo de la jornada. Sin embargo, no obstante de
ello, fue pasados tres meses tras el inicio de su labor cuando un hecho fortuito logró
trocar sus ánimos: cuando se hallaba ordenando una de las astrosas estanterías de aquel
inveterado lugar, sin pretenderlo, uno de los antiguos libros que sostenía con sus por
aquel entonces robustas manos, casi como si hubiese, por un instante, adquirido
albedrío, saltó de entre sus dedos y fue a parar en el suelo, dejando tras sí a un joven
Cornelius que, pese a tratar de empalmar el libro en el aire, tan solo pudo observar,
cariacontecido, como el mismo generaba un fuerte estruendo al chocar contra el
pavimento. Tras verse obligado a bajar de la pequeña escalerilla de la que se valía para
acceder al último anaquel, donde estaba colocando aquellos olvidados libros, nunca
solicitados por nadie, tan aburrido se hallaba dada la poca carga de trabajo, que decidió
realizar un acto que jamás en sus años estudiantiles había llevado a cabo: decidió leer
aquel libro que, fuera por azar o por la voluntad de algún hado, fue a parar en el frío
suelo de la vetusta y olvidada biblioteca. No bien hubo empezado a leer las primeras
páginas de aquel pequeño opúsculo, encabezado por el críptico y laberíntico título de
«Edda prosaica» y escrita por un ignoto Snorri Sturluson, Snorri hijo de Sturla, quedó
completamente embelesado por las divinales lides que aquel libro narraba, pues hablaba
de un tal Odín, padre de dioses y hombres, que, junto con sus dos hermanos, Vili y Ve,
creó el mundo a partir de las partes descuartizadas de gigante primigenio, Ýmir;
también hablaba del hijo principal de aquel, Oku-Tor, matador de gigantes y protector
de los seres humanos. Fue a partir de entonces, tras la fortuita lectura de aquel prístino
tratado, cuando Cornelius paso de ser un estudiante tardo a un asiduo lector, habiendo
empezado su personal odisea por los ases escandinavos y continuándola con un prolijo
estudio de aquellos celestiales númenes moradores del nevado Monte Olimpo. ¡Y cuán
afortunado fue el afable doncel al hallarse con tan grato tesoro, pues, céleremente, se
torno en el báculo de sus jornadas! Tan radiosa fue la llama que estalló en las sienes de
Cornelius que, tras desarrollar un dilatado amor hacia las múltiples mitologías, fue
ampliando su rango de lecturas hasta tornarse una persona sabida en no pocos temas.
Ítem más, aquello solo fue el resorte que liberó la chispa que encendería una gran
fogata, pues llegó a aficionarse, también, a la entomología, tanto a su lectura como a su
EL DESTINO DE CORNELIUS
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práctica, si bien, tan afable era su talante, que fue incapaz, tras enamorarse de la belleza
y donosidad de los insectos, de, sádicamente, aguijonearlos para exponerlos, por lo que
desarrolló el gusto por perderse en medio de idílicos parajes con el fin de quedar
inmerso durante horas observando la grandiosidad de aquellos minúsculos seres.
Dada su sociabilidad y sus nuevos conocimientos, sumada a su belleza, las pocas
personas que acudían a la biblioteca quedaron fascinadas con él, pues, más allá de su
siempre amable sonrisa y dedicación a las necesidades de los demás, demostró ser un
hombre inteligente, de modo que su presencia en aquella angosta estancia hizo que no
pocos de los oriundos de la pequeña villa se animaran primero a visitarle y, después, a
empezar a leer tal y como Cornelius siempre les aconsejaba. Y entre libros y
conversaciones, fueron pasando los años…. Sin embargo, sería erróneo hirmar que
fueron los gruesos y sapienciales libros de la modesta biblioteca municipal que él
regentaba los que le infundieron una boyante felicidad, pues la veleidosa providencia le
deparaba algo más: un acontecimiento que marcaría el resto de su porvenir acaeció en
las anuales fiestas en honor del “El Alto”.
Hete aquí la breve historia de éste último: «Mucho ha por un intrépido cazador,
apodado como “El Alto” por su incomparable altura, vio frustrado sus intentos de cazar
a un conejo de rápido saltar cuando el mismo, logrando esquivar a los múltiples perros
que trataban de atraparlo en múltiples ocasiones tras una larga persecución, se metió en
una madriguera foránea a la base de un escarpado acantilado, si bien, tan desesperado
intento por parte del animalillo, no truncó el afán del feral cazador, que pasó entonces a
introducir duchamente su hurón en el conejuno escondrijo con el fin de que lo hiciese
salir. Durante largo rato estuvo El Alto avizorando expectante a que su preciado trofeo
asomase las largas y blancas orejas, sin embargo, ni de la presa ni de su compañero
recibió noticia alguna, por lo que, preocupado, empezó a apartar las rocas de la entrada,
quedando cariacontecido cuando descubrió el motivo de la dilatada tardanza de su
hurón: unas vasta cueva, desbordada de preciosísimos e inverosímiles accidentes
geológicos, se le presentó ante sus esplendentes ojos, y tal fue la sorpresa del hallazgo
que no pudo evitar gritar de admiración y seguir apartando piedras a rodo tan presto
como pudo con la finalidad de trasponer la entrada, pues la poca belleza que pudo
atisbar desde el exterior ejerció tal magnetismo sobre él que no pudo soslayar el
impulso de escrutarla detalladamente; de modo que, pasados unos pocos minutos,
lanzóse al interior de la gruta acompañado solamente por el tenue haz de su gastada
LLORET & SIREROL
linterna. Hallándose ya en el oscuro y frio interior, volvió a exclamar admirado, y
aquella exclamación se tornó en la esperanza del pequeño hurón, pues, en reconociendo
la voz de su amo, chilló desde allá en donde se encontraba como berrearía una cría
perdida en busca de su madre, provocando con ello que el Alto fuese en pos de su
compañero. Pero fue durante esta robinsoniana aventura cuando un inesperado traspié
del neófito espeleólogo, que se hallaba completamente obnubilado, el muy tunante,
pensando los precioso tesoros que allí dentro podría hallar, le segó la vida, pues cayó a
una espaciosa gruta de la que ya no pudo salir; en donde dicen algunos que sigue
atrapada su desdichada ánima, sollozando perdida en el fuliginosa caverna. Pasados
unos días tras el astroso óbito del doncel, una de las múltiples patrullas de búsqueda,
organizadas por sus familiares y amigos y capitaneada por los agentes de la ley, dio con
el can de “El Alto”, que aun en la entrada de la terrígena hendidura esperaba
pacientemente el retorno de su querido amo. Es por él, por este cazador, por quien todos
los años, con el fin de honrarle y de agradecerle tan exquisito descubrimiento, pues fue
este turístico paraje el que le valió la fama a la puebla, se celebra una animosa fiesta
desde hace ya más de cinco lustros.»
Hallábase, entonces, hace ya sesenta inviernos, el joven Cornelius tan absorto en
la beldad de la glosa de Ovidio, celebérrimo autor que regaló a la humanidad el
compendio de más de dos cientos cincuenta mitos griegos, que, pese a que la pequeña
urbe brillaba y resonaba bajo el son de la alegre música y del animado y jocundo
griterío propio de las fiestas, siquiera se dignaba a levar la mirada de las viejas y
apergaminadas páginas de los libros que con tanto ahínco saboreaba, de modo que, casi
de forma descarada, permaneció inmoto en su puesto, sentado en su correspondiente
silla, con el citado libro abierto sobre su regazo. Empero, tan estrafalario e inusual acto,
más infrecuente al ser perpetrado por un joven, fue, sin haberlo él planificado, lo mejor
que el acaso le deparó, pues con su alienado talante logró captar la atención de la bella
Teódula, de lindas trenzas, una muchacha, tres años más joven que Cornelius, hija de un
padre temeroso de la ira de Dios que, ante la precoz muerte de su esposa Séfora, madre
lícita de Teódula, decidió dejar la custodia de su impúber hija al fraile de la puebla por
considerar que el fallecimiento de su amada era un castigo de «El Shaddai», pues veíase
a sí mismo como un impenitente pecador objeto de la ira del colérico Dios, y, habiendo
dejado a la pequeña en manos indudablemente más aptas que las suyas propias,
abandono su resquebrajada y astillada voluntad a los bebedizos báquicos que, según
EL DESTINO DE CORNELIUS
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decían, abrieron las puertas de su mente al propio demonio, pues acabó tiznado y
perturbado el final de sus días, defendiendo que la pequeña urbe, émula de Sodoma,
acabaría siendo arrasada por cuatro ángeles castigadores enviados por el todopoderoso
para castigarles en pago por sus pecados. Sin embargo, tan onerosos antecedentes no
hicieron mella en la lapídea personalidad de Teódula que, pese a haber recibido una
estricta educación de la mano de un exigente fraile, resultó ser una abnegada sacerdotisa
de los desamparados, tal que se dedicaba hasta su último resuello a los más
desfavorecidos, a los repudiados por la sociedad.
Era una chica alta, de enjuta facha, ojizarca y de blonda e intonsa cabellera, que
le llegaba, ondeante, hasta las caderas pero solo permitía ondear al albur del viento
cuando ninguna mirada ajena no se posaba, curiosa o lujuriosa, sobre ella, pues
consideraba que, con la fina cabella suelta, daba la impresión de ser una libertina,
cuando su más honda voluntad le dictaminada ser una fiel sierva de Dios; de modo que
aquel día, como era consuetudinario en ella, se había engalanado con una modesta
vestimenta: un bello y cuidado recogido sujetado por una sencilla peineta, una camisa
blanca, sin tacha, que no presentaba tampoco ninguna arruga, metida dentro de una
larga y ancha falta que le colgaba hasta los tobillos, eran los elementos que componían
su comedido atuendo; no obstante, pese a la recatada vestimenta, la doncella era
manifiestamente una de las más bellas de entre todas las muchachas, por lo que
destacaba sobremanera sobre las mismas aun sin pretenderlo. Hete aquí que, cuando la
bella sombra se ennegreció la sabiduría de los inveterados escritos mitológicos, al
ponerse ella ante el foco de luz que iluminaba la estancia, pues se sintió
irremediablemente atraída por la solitaria figura del joven lector y no pudo evitar
entremeterse, quizá por la inescrutable e incomprensible voluntad de la providencia,
Cornelius levantó la mirada, algo molesto por habérsele interrumpido cuando leía sobre
las chanzas del veleidoso Cupido y sobre como las mismas hicieron caer en desgracia a
la desdicha Dafne, para hallar una angelical figura flanqueada por una brillante aura,
casi celestial, que le contemplaba, henchida de franca curiosidad, con una sonrisa casi
batiente y expectante por obtener una respuesta. Sería equívoco afirmar que él quedó
inmediatamente prendado de Teódula, mas si los ángeles existen, tal sería el impacto
que causarían sobre el ánima de un terrestre, pues, pese a su extraordinario don de
gentes, pese a su dilatada capacidad de tratar con el prójimo, por muy ilustre que este
fuere, Cornelius quedó impávido ante aquella meliflua figura, no sabiendo qué palabras
LLORET & SIREROL
debía utilizar para dirigirse a tan patricia persona. Y, aun siendo él quien, finalmente,
pasados unos largos segundos, hizo ademán de hablar, fue ella quien tomó el cetro de la
palabra, quedando las frases que pronunció con su dulce voz hondamente guardadas en
las ahora viejas remembranzas del viejo decrépito, pues, estando ella dotada de una gran
afabilidad, dirigióle una agradable lisonja al desconocido; le dijo la doncella, enhiesta
pero mientras reclinaba suavemente ante el desconocido:
– ¡Cuán agradable se hace a los ojos ajenos ver que alguien dedica su invaluable
tiempo a expandir los confines de sus mientes con la lectura, pese a que los demás
oriundos del pueblo se hallen festejando en el exterior dados a la jocundidad y a la
desembarazo! – injirió la chiquilla – ¿De quién son, decidme si queréis, las palabras que
tanto os absorben y que hacen que vos permanezcáis apartado del alegre tumulto, que
baila al ritmo de la armoniosa música? ¿Y cuál es la sabiduría que amaga, si es que
serías vos tan amable de hacerme partícipe de ella? – preguntó henchida de sincera
curiosidad con su dulce voz, agradable a todos los oídos, medio ensombrecida por las
folclóricas canciones que por entonces sonaban vivamente y que eran escuchadas
doquiera que uno se hallara.
Cornelius no supo, in primis, que contestar, tan sorprendido se hallaba, por lo
que, mostrándose poco perito en el arte de tratar a los demás al estar crispado por la
súbita aparición de la muchacha, contestó con indecorosas palabras:
– Ovidio es quien las firma, querida – dijo en un tono innecesariamente
condescendiente – Y esos conocimientos que me instáis, aun cuando no os habéis
presentado – añadió torvamente –, que os trasmita son los que siguen: el autor fabla de
la osadía y del el pago de la misma para quienes osan desafiar y se burlan de la voluntad
del caprichoso Amor y sobre cómo los sinsabores de los amoríos, aun provocados por
uno de los amantes, pueden derivar en el mefistofélico fin del otro. Así, en el relato que
me ocupaba hasta que vos, que no parecéis en absoluto interesada en sustraer algún
interesante libro de este sanctasanctórum, prorrumpisteis casi a hurto en la estancia,
cuenta como Cupido, Eros, nacido del propio Caos primigenio, que todo lo poblaba
antes de la era de los olímpicos dioses y de las cuatro edades de los hombres,
sintiéndose burlado por Febo Apolo, hijo de Leto, de blonda cabellera y de bruñido arco
de plata, le disparó una flecha de amor cuando éste miraba a Dafne, hija de Peneo, pero
no sin antes haberle acertado a ésta última una flecha roma, que le hizo rehuir al joven
EL DESTINO DE CORNELIUS
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dios, tan enamorado de ella y que supuso su primera amada. Empero – prosiguió
Cornelius con una consumada grandilocuencia –, no queriendo ella con nadie contraer
matrimonio al haber sido herida por el rencoroso querubín, huía tan luego como veía
acercarse al poseído Delios; sobrenombre que se le daba a Febo por ser nacido en la Isla
de Delos, por cierto. Tal fue la desesperación de la joven, en viéndose perpetuamente
perseguida, que ploró a su padre Peneo para que la salvara; y éste, al punto que su
infortunada hija acabó su súplica, hizo que su pecho se recubriera de corteza, que sus
cabellos se tornaras hojas, sus brazos, ramas, y sus antes rápidos pies, raíces;
convirtiéndola así en un laurel. Así pues, no pudiéndola desposar, Apolo la hizo su árbol
y la honró haciendo que los vencedores lucieran sus magnas hojas. Esta es la historia,
contada brevemente, que hasta ahora me ocupaba – dijo sentenciosamente sin ser
consciente de que, según las viejas creencias de la mitología que tanto le agradaba, la
propia joven hubiese podido ser Citerea disfrazada, habiendo provocado, con sus
onerosas palabras, la cólera de la afrodisíaca deidad; si bien la joven se holgó de oír tal
historia contada con la pasión que lo hizo Cornelius, que indicaba que él sentía
verdadero amor por aquellas cosas.
De este modo, haciendo ella alarde de su gran templanza y siendo consciente de
que cualquier palabra que pretendiese zaherir aquellos relatos ofendería al joven, ella
respondió mientras se llevaba sus níveas manos a la cara:
– ¡Cuán funesto fue el destino de aquellos de quien me habláis y en qué
desgracia tan profunda cayó aquel Dios que desafió al pequeño ángel, arrastrando tras sí
a su amada! – exclamó verdaderamente sorprendida, dirigiéndose a continuación al
torvo bibliotecario con estas aladas palabras – Le agradezco que me haya narrado tales
historias y me disculpo por mi completa falta de tacto al haber irrumpido en su
mitológica ensoñación sin haberme siquiera presentado. ¡Más nunca es tarde para
enmendar dicho error! ¿No os parece? – dijo exhibiendo una perfecta hilera de blancos
dientes – Me llamo Teódula, hija de Melquíades y Séfora, pero criada por el buen fraile
– y añadió antes de que él pudiese contestar – ¡No os preocupéis, marcho ya hacia
donde me esperan y no os importunaré más con mis veleidades, pues hay quien solo
hace feliz a los demás cuando se marcha! Adiós – y, acabado esto y hecha la condigna
genuflexión, la muchacha dio una grácil vuelta sobre sus talones y traspuso prestamente
la entrada de la biblioteca, dejando al joven completamente pasmado y sin saber qué
añadir.
LLORET & SIREROL
Mas hete aquí un hecho sorprendente, y es que pese a la rudeza del encuentro,
Teódula se llevó una grata imagen en su corazón, pues le pareció que Cornelius era un
hombre sabido que, no obstante de estar empecinado en leer inveterados relatos sobre
inexistente y paganas deidades, trataba de alzarse hasta la vera efigies de Dios, luego
debía ser un hombre docto digno de respetar y de ser atentamente escuchado, pues
muchas verdades habría aquilatado de aquellos que existieron mucho ha y que
inventaron tan épicas historias a cerca de númenes y de hombres; y así, con esta
agradable impresión final, que alígeramente se impuso a la acritud que Cornelius, aun
sin malas intenciones, había manifestado, se fue la muchacha a la alegre francachela en
la plazoleta principal del pueblo. Asé pues, fue el joven doncel quien se quedó con ácida
sensación tras el breve encuentro, ya que, cuando la bella se marchó presurosamente
ahuyentada por su desabrimiento y él recuperó la razón, antes perdida merced de la
beldad de la muchacha, dióse cuenta de cuán pueril había sido su comportamiento, y se
sintió, en consecuencia, grandemente turbado por aquel pequeño incidente, más aun
teniendo en cuenta que tan ingrato recibimiento como el que le había dado derivó en
que ella acabase por no querer ni saber su nefando nombre. Pese a tan desagradable
encuentro, decidió Cornelius que no debía turbarse por ello, pues creyó que, en el fondo,
había sido él el injuriado al haber la joven interrumpido su momento de tranquila
lectura, y, así, siguió leyendo hasta el final de la jornada sobre Io, Argos y Siringe.
Al orto, cuando el Sol brillaba ya anaranjado sobre unas montañas azuladas,
acompañado por una rosáceas nubes, se fue el joven hacia su modesta morada, situada
no lejos de la biblioteca, a tan solo dos calles, girando a la izquierda por el extremo
norte de la biblioteca, avanzando por la calle paralela y torciendo a derecha para, al final
de una pequeña pendiente, agradable de bajar por las tardes pero fatigosa de ascender
por las mañanas, hallar su vacía casa. Dado que el día siguiente sería domingo, diada
que él reservaba para descansar acompañado de un buen té verde, decidió prolongar su
lectura por unas horas más, por lo que se quedó sentado en su cama leyendo hasta que
sus párpados pesaron más que su voluntad de seguir aprendiendo más. Cornelius no era
excesivamente soñador, ni muy imaginativo tampoco, por lo que nunca solían los
sueños y las pesadillas hacer de su dormir un huracanado descanso, si bien aquella
oscura noche, en donde las estrellas fueron tapadas por densos nubarrones, soñó
vívidamente: revivió por entero lo acaecido con la tal Teódula, aquella manceba que tan
EL DESTINO DE CORNELIUS
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pía aparentaba ser, pero esta vez, en los confines de su noctívaga imaginación, no todo
sucedió de la misma manera, sino que fue esto lo que pasó:
«Cuando el Cornelius de los sueños se mostró altanero con Teódula, ésta dejó de
serlo, pues tan presto como él acabó su abyecta y altisonante perorata, en la que hacía
alarde de conocer los entresijos de los sacros númenes, la remilgada Teódula se
transfiguró en la tan sapiencial como belicosa Minerva, vestida con su panoplia y
armada con la sacrosanta égida, en la que lucía la cabeza de la única mortal de entre las
tres gorgonas, hijas del Dios del Mar, la malhadada Medusa, que le habló de esta forma:
» – ¡Tú, rufián! ¿Cómo os atrevéis, más que tunante, a dirigiros a una diosa con
tan encopetadas palabras? Con intenciones buenas me presenté ante vos, ¿y de esta
guisa me lo pagáis, creyéndote un hombre versado en los saberes de los dioses, para
nadie accesibles pero completamente escrutados por vos? No quedarán sin castigo
vuestras bajezas, pues habéis ofendido, vasallo, inope, a los que reinan desde el nevado
Olimpo creyéndote digno de contar sus lides, mas ahora ya no podréis hacerlo, pues yo,
hija de Zeus Crónida, amontonador de nubes, padre de hombres y de dioses, os lo
prohíbo – sentenció encolerizada la diosa.
» Ante tan gran severidad intentó él, empequeñecido y sintiéndose como un
indefenso niño siendo amonestado por su madre, disculparse, pues no era su intención
ofender a tan preclara deidad, pero estando tan desconcertado al haber recibido la visita
de una diosa no pudo sino balbucear unos pocos sonidos guturales, que no hicieron sino
enfurecer aun más a la laureada diosa. Viéndose entonces Atenea, la de los ojos de
lechuza, doblemente ofendida, hizo que la cabeza de aquel desagradecido se quedará
casi calva, lo empequeñeció y lo dividió en tres partes, una cabeza con unos grandes
ojos, un cuerpo alado y un tórax provisto de un largo pero endeble aguijón; le
metamorfoseó en una zumbante abeja, para que no pudiese narrar nunca más las
chanzas de los venerables dioses». Entonces, acabado el sueño, despertó bañado en
sudor y creyéndose partícipe de las advertencias de la diosa, y, quedando insomne en
medio de la noche, no logró reconciliarse con la blanda almohada hasta haber tomado la
resolución de disculparse debidamente con la nívea joven, Teódula, a quien había
zaherido con su impúdico comportamiento; no volvió a soñar durante el resto de la
noche. Fue pues la mañana siguiente, cuando, resuelto a ser exonerado de su anterior
comportamiento, interpretó el sueño de forma profética, creyendo que su transformación
LLORET & SIREROL
en abeja respondía a la necesidad de cubrir de flores a la joven tan malsanamente
vilipendiada por él con el fin de redimirse y de poder evitar el funesto destino que la
diosa le había augurado; lo cual le llevó, en tanto el Sol alumbró lo suficiente los
anchurosos campos, a recolectar ceremoniosamente una gran copia de bellas y bien
formadas flores silvestres, con en el fin de entregárselas a la damisela.
Hecho el ramo y ya de camino hacia la Iglesia, pues sabía que, si había sido
criada por el fraile, debería poder hallarla en tan sacro emplazamiento, pensó que un
pobre ramillete de flores, aunque la varona fuese muy humilde, no sería lo suficiente
como para que su falta le fuera perdonada, luego que resolvió que, de parecerle bien a la
muchacha, le llevaría al monte más alto de entre los circundantes con el fin de cumplir
un doble cometido, en primer lugar, para poder enseñarle los idílicos parajes que a lo
largo de sus expediciones entomológicas había ido descubriendo y, en el segundo,
siendo esto lo más importante, para narrarle las venerables historias relativas a Palas
Atenea, ya que, amedrentado por el advenimiento de la diosa, infirió la necesidad de
ensalzarla debidamente mediante la bella glosa, no viéndose él capaz de, como se hacía
en los libros, rendirle culto ofreciéndole una suntuosa hecatombe. Sin embargo, pese a
haber tomado esta resolución y aun siendo consciente del tranquilo carácter de la
muchacha, creyó poder ofenderla si le narraba historias sobre, desde su perspectiva,
falsos dioses, por lo que decidió que no procedería de manera tal, que no le contaría
dichas historias, a menos que Teódula le diese su consentimiento. De este modo,
teniendo presentes todos estos pensamientos y habiendo tomado la definitiva resolución,
llegó el joven a la plazoleta que daba paso a la Iglesia y, después de trasponer las
bruñidas puertas de acero bien trabajado que custodiaban la entrada y tras haberse
purificado y santificado antes de entrar en la casa de Yavé, halló a la muchacha
contemplando quedamente los brillantes cirios que, colocados en la parte izquierda de la
sala principal, en pasillo anexo separado de los bancos por encimadas arcadas, acabadas
en punta, ardían en honor de los muertos. Esta vez, puesto que las municipales
festividades habían terminado la víspera anterior, Teódula vestía de una forma más
modesta, de modo que había añadido a su atuendo un negro velo que, cuidadosamente
colocado alrededor de su esplendente figura, la cubría desde la cabeza hasta la cintura,
mas no le restaba ninguna fracción de su natural belleza. Fue ella quien, tras haber dado
un súbito movimiento de cabeza al haber detectado la presencia de alguien, tomó la
palabra, y, obedeciendo a su natural garbo, le habló con delicadeza.
EL DESTINO DE CORNELIUS
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– Cuan extraño es veros sin las narices entre las páginas de alguno de sus libros,
querido Cornelius, pues así me han dicho que se llama usted – dijo sonriente, alegre de
volver a ver a quien le había suscitado una gran curiosidad – Si venís – continuó – en
busca de Fray Joan para confesaros, lamento traeros un mal nuncio, pues se ha
marchado montando en su mula al pueblo vecino a hacer unos recados, empero, no creo
que demore su retorno en demasía, no más allá de las cinco de la tarde, hora en la que
podréis venir a buscarle nuevamente, si ese es el deseo que os ha empujado hasta este
santo lugar. Sin embargo, como es la primera vez que venís por aquí – añadió
vivarachamente – permitidme que os pregunte a qué habéis venido, no sea que esperéis
innecesariamente al fraile pudiendo ser yo quien os satisfaga. Decidme pues.
– Teódula, pues ese me dijisteis que era vuestro nombre ayer cuando, sin aviso,
vinisteis a mí, no son, como bien preconizabais, motivos de índole religiosa los que me
han conminado a apersonarme ante vos, sino que es el remordimiento el acicate que me
mueve – habló sinceramente mostrando un rictus de clara verecundia –. Ayer, tan
absorto me hallaba en mis habituales lecturas, que vuestra grata visita no fue
correspondida con un comportamiento solícito, mesurado, sino que, por el contrario,
mostré yo, casi asustado, una rudeza impropia de mí. Permitidme, dado lo acaecido,
rogar por vuestro perdón, y tomad vos este ramo – añadió mientras le extendía las
flores, que ella recibió levemente ruborizada ante tan inesperado comportamiento –,
símbolo de mi arrepentimiento – sentenció finalmente.
No bien hubo ella asido las flores, una abeja, aparecida allí como por ensalmo,
prorrumpió en la estancia de entre las mismas y se perdió rápidamente de la mirada de
entrambos, que quedaron sorprendidos ante la presencia del alado insecto. Hete aquí
algo curioso, y es que cada cual le dio a tal advenimiento su personal interpretación:
para Cornelius fue una personificación de la diosa, que, marchándose prestamente por el
aire, se mostraba satisfecha de sus actos, y, así como un amo perdona a su siervo
después de que se le haya exonerado de una falta, así, del mismo modo, él se sintió
perdonado; y para la dama, aquella abeja representaba una señal del Hijo del Hombre,
de Jesús el llamado Cristo, mesías anunciado por los profetas, que daba su bendición a
aquella nueva amistad, de tan inicua manera un día ha iniciada. Fue ella quien retomó la
conversación, pero no sin antes conducirle hasta una pequeña sala adyacente al altar, un
pequeño despacho en donde podrían hablar sosegadamente, huyendo de los ecos en la
LLORET & SIREROL
voz generados por la espaciosa sala en la que se hallaban; llegados allí y habiéndose
sentado en dos sillas de madera, dijo ella en tono socarrón:
– ¡Vaya! – exclamó – Si ahora resultará que el enconado vocinglero es todo un
gallardo caballero que galantea a las jóvenes del pueblo con ramos flores – dicho lo
cual, risueña, le guiñó un ojo – Bien, bien, ¿qué clase de mujer pensarías que soy si me
mostrara incapaz de perdonar a un arrepentido? Sea pues, os perdono la falta; no os
preocupéis más por ella. ¿Necesitáis algo más?
– Como diestramente aventuráis, no eran solo un ramo y una disculpa lo que me
han hecho venir, no, sino que, además, vengo a haceros la siguiente proposición – dijo
él mientras ella, que había notado el claro nerviosismo de su interlocutor, con el fin de
generar un ambiente más informar, se arrellanaba cómodamente en su asiento –: dentro
de dos días, con el buen tiempo, marcharé yo hacia la Carena – así se llamaba el monte
más encumbrado de los aledaños del pueblo – con el fin en mente de pasar allí un día
tranquilo deleitándome con cantar de los pájaros y con la observación de los insectos y
de los eclécticos parajes que la naturaleza nos ofrece; carezco de conocimientos sobre
ornitología, más, si me honráis con vuestra presencia, podré haceros partícipe de los
misterios del mundo de la entomología, y, en añadidura,… – e iba ahora a proponerle
hablarle también circunstanciadamente sobre las hazañas de Palas Atenea, ya que, según
los nocturnos presagios tenidos, así debía proceder, pero fue ella, sin dejarle hacer al
joven su propuesta, quien, tras incorporarse, le habló fingiendo estar confundida a la par
que ofendida:
– ¡Cesad inmediatamente tan desvergonzada proposición, pues avanzáis como
un corcel desbocado! – terció mientras se le dibuja en la faz una sonrisa guasona; y
prosiguió en claro tono de burla – Primero, venís vos a mí, tras ofenderme ayer, y, a
modo de disculpa, me regaláis un bonito ramo – dijo mientras señalaba las flores, que
esplendían sobre la mesa iluminadas bajo los haces de luz solar que manaban de la
enrejada ventana – y me tratáis como a toda una damisela, empero, ¿cómo os atrevéis,
ahora, deslenguado impetuoso, a hacerme tan indecentes proposiciones? – sentenció
mientras se colocaba los puños cerrados sobre los flancos de su cadera queriendo dar
una satírica apariencia de autoridad –. Pretendéis, si no entiendo mal, que yo, una mujer
a la que apenas conoce y de la que muy poco sabe, me vaya con usted a solas a un
páramo desconocido más allá de las lindes del pueblo, ¿es eso lo que me proponéis?
EL DESTINO DE CORNELIUS
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No obstante del claro tono burlesco que ella había adoptado queriendo fingir
estar ofendida, pues realmente había Cornelius despertado en ella la necesidad de
conocer a tan extraño personajillo, pensó él que había procedido de forma poco ducha,
por lo que esbozó una improvisada justificación de aquella, en realidad, precipitada
invitación al campo, y dijo humildemente creyendo haberla ofendido con sus atrevidas
insinuaciones:
– Bienadquirida Teódula, mujer santa, no pretendía blasfemarla yo con mis
incircuncisas proposiciones, sino que detentaba redimirme de mi anterior
comportamiento invitándola a pasar el día conmigo y haciéndola partícipe de los pocos
conocimientos que he podido ir acopiando gracias a la ventajosa posición que adquirí
como bibliotecario – y, acordándose del pacto silente que con la diosa debía cumplir,
añadió –: quería decirle que, además de lo comentado, me gustaría endulzar sus
venerables oídos con las gestas de los antiguos dioses griegos, si es que me permitís
que, habiendo yo empezado a hablarle de ellos, le cuente tales historias. Sin embargo, si
os parece que no soy digno de estas confianzas por ser aun un desconocido suyo y de
los suyos, decidme otro modo en que pueda yo obtener su perdón, pues creo haberla
ofendido – concluyó.
Creyendo ella que Cornelius le seguía el juego de la burla, pensando que
entrambos habían adoptado el tácito pacto de rebajar la tensión de la conversa, una risa
hilarante prorrumpió en el orbe de los dientes de Teódula, pues hablóle él con tanto
refinamiento y con un tono excesivamente cordial, que la escena, tomada en conjunto, le
pareció tremendamente cómica y divertida; pero fue en aquella accidental confusión, en
que cada cual jugaba en distinto plano, en donde el corazón de él empezó a latir
diferente ante la presencia de la muchacha, pues fue tan angelical sonrisa, tan musical y
armoniosa, dotada de un singular e intangible magnetismo, la que hizo que Cornelius
empezara a quedarse prendado de ella. Al punto que hubo reído ella lo suficiente, aun
un tanto extrañada por la súbita mudez de él, fabló de esta manera:
– Hete aquí lo que haremos, si vos mostráis vuestra aquiescencia, como el Sol no
calienta aun lo suficiente como para que andemos pululando por los alrededores de
buena mañana, pues si uno marcha tan tempranamente por los campos quedará bañado
por la suave capa de rocío matinal, que sobre los labrantíos se cierne, quedaremos a las
diez en punto, ni antes ni después, cuando el astro ya esté lo suficientemente alto, allá al
LLORET & SIREROL
final de la avenida que da en dirección a la Carena, en el pequeño cruce que va hacia al
cementerio, dado que me figuro que ese es el camino que habréis resuelto en tomar por
ser el más directo hacia la montaña y, entonces, tomaremos rauta hacia allá a donde
queráis llevarme y yo escucharé gratamente todo lo que me queráis contar, sea sobre
pájaros, insectos u olímpicas deidades y, en suma, todo lo que deseéis. No obstante, son
tres las condiciones que necesito que cumpláis, la primera es que me traigáis una rosa,
que ambos ofreceremos a la desventura Urraca cuando pasemos por el cementerio,
haciendo, por ende, una rápida parada en el cementerio para entregársela, la segunda es
que seáis vos, ya que sois el invitador, quien se encargue de la comida y la tercera es
que, bajo ninguna circunstancia, podremos demorar nuestra campestre excursión más
allá de las cinco. ¿Qué os parece esta resolución? ¿Os place? Aceptad o no lo hagáis,
pero decidme, pues los quehaceres de este lugar me requieren ya, y vos deberías
ocuparos, igualmente, de los vuestros.
– Así lo haremos – dijo Cornelius lacónicamente –. Y acepto todas las
condiciones de las que me habláis, sin excepción alguna.
– Bien pues, procederemos de tal forma dentro de dos días, tal y como lo hemos
resuelto – dicho lo cual se levantó de la silla y, gestualmente, conminó a su compañero
a que hiciera lo propio –. Ahora, lamento tener que pedirle que se retire, ya que, como le
he dicho y como asegundo, hay ya asuntos clericales que no admiten más demora. Os
acompaño hasta la puerta, buen doncel – concluyo mientras le indicaba la salida.
Cuando ella se hubo despedido de él con una comedida genuflexión a las puertas
de la Iglesia, marchó Cornelius hacia la biblioteca, que ahora se le presentaba como un
lugar frio e inhóspito lejos de la seráfica sonrisa de Teódula, que, con sus juegos
vivarachos y su preciosísimo sonreír, había logrado secuestrarle su blando corazón,
propenso a enamorarse. El camino hasta la biblioteca, que conocía perfectamente, lo
anduvo como un autómata dirigido por alguna voluntad incomprensible, dado que, tan
turbado quedó por la beldad y por el proceder de la joven, que se movía preso de alguna
fuerza desconocida que lo hacía andar zozobrando sin comprender a dónde se dirigía; y
pasó aquel día completamente abstraído; obnubilación que no se desvaneció hasta que el
dulce Hipnos se enseñoreó de sus cansados párpados. El día siguiente, pese a
presentarse a la hora de siempre en la biblioteca, lo pasó descalabazándose a cerca de
qué debía llevar para comer, y las preguntas que le turbaban podían contarse por
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centenares, una más básicas, como preguntarse sobre los gustos culinarios de ella y
sobre cuánta comida debía llevar, y otras más abstractas e innecesarias, como su
preocupación a cerca de la elección de un sitio ideal en donde yantar. In fine, pese a que
muchas de sus divagaciones permanecieron irresueltas, acabó orillando que la forma
más acendrada de proceder consistía en preparar una buena cantidad de zumo natural
acompañado de un buen surtido de panes rellenos de múltiples manjares. Además,
pensó que también debería llevar agua, puesto que la podrían necesitar a lo largo del
camino, y también resolvió que prepararía una pequeña ensalada para la comida, pero
sin cebolla, pues, aun siendo su primera cita, si es que podía considerarse como tal,
Cornelius tenía la huera expectativa de poder robarle un beso a la linda muchacha; cosa
que no admitiría si se le preguntara directamente pero que innegablemente ya anhelaba.
Entre estos y otros pensamientos, entrecortados por las breves visitas de algunas
personas a la biblioteca, las cuales gustaban de charlas amistosamente con él, pasó
enteramente el día sin haber leído ni una sola página.
El día señalado decidió que, si se presentaba ante la damisela sin obsequio
alguno, pecaría por no haber demostrado la suficiente gallardía, por lo que decidió, aun
consciente de que estaba recurriendo a la misma treta, ir a recoger al campo unas pocas
flores más, si bien, habiendo tenido la experiencia previa de que la señorita las aceptó
muy gustosamente, procedió de forma un tanto más tranquila, por lo que se cuidó de
seleccionar las más frescas y coloridas de entre todas. Tan desbarajustado se hallaba
entonces, mientras recogía las flores que no recordó que una de las tres peticiones de la
muchacha fue que le trajera una rosa para ofrecérsela a la desventurada Urraca, una
señora mayor que, aun creyendo estar obrando correctamente, acabó cometiendo un
indecible crimen, pero, a pesar de que su pensamiento se hallase más allá de las pasadas
peticiones, entre las flores seleccionadas había dos rosas, una blanca y una roja, que
conformaban el pequeño ramo junto con tres margaritas y dos claveles blancos más
cuatro tulipanes.
Llegó veinte minutos antes al lugar convenido, empero, queriendo ser muy
puntual y no una persona malhadada de las que se presenta demasiado pronto y hace
sentir incómodos a los concurrentes aun cuando estos llegaren con el tañer de las
campanas, permaneció escondido en un portal hasta que se acercó el momento
dispuesto. Teódula se adelantó unos minutos, ¡y con cuánta fruición vio Cornelius a
cercarse a la muchacha! Cuando la vio andar hacia el cruce desde su privilegiada
LLORET & SIREROL
posición, vestida de forma modesta pero muy pulcra con una ropa algo holgada, lista
para enfrentarse a la montaña, su corazón dio un respingo, pues, en un intento casi
inconsciente de impresionarla, habíase vestido él con su mejor levita, y fue entonces
cuando un casi incontenible impulso le intimó a huir despavorido de la lumbre de la
radiosa dama por temor a las represalias, pues, ciertamente, vestida ella para ir a la
montaña y arreglado él con traje y empuñando un ramo de flores en la diestra y la
espaciosa cesta en la que había colocado los víveres en la siniestra, conformaban
entrambos un pareja harto abigarrada. Pero, como la necesidad de verla era muy
superior a la vergüenza sentida y al sentimiento de ridículo parejo a su desatinada
elección de atuendo, cuando fue la hora exacta, cosa que comprobó iteradas veces en su
astroso reloj de bolsillo, amaneció el galán con cuidadosos andares. Fue ella quien, con
un tono pícaro, tomo la palabra:
– ¡Vaya! – exclamó sonriente – Veo que cuando me decías que eráis dado a los
dilatados paseos alpestres me mentías, pillastre, pues andáis vestido como un apuesto
caballero, no listo para el lapídeo monte sino para una cita – dijo sonriente tratando de
vacilarle – ¡Bien, bien! Veo que me traéis un generoso ramo, cuando yo solo os había
pedido una, ¿cuál es para ella y cuáles son para mí? – preguntó poniendo a prueba a
Cornelius, que recordó súbitamente ante la pregunta la primera de las tres condiciones
dos días ha pautadas.
– Todas son para usted – contestó no atreviéndose a tutearla – excepto la rosa
roja, que la he rescatado para la señora Urraca. Como podéis observar – prosiguió,
tratando de evitar el tema de la vestimenta, mientras levantaba la mano izquierda – he
colocado todas nuestras viandas en esta cesta y, como no sabía cuáles eran vuestros
gustos, he preparado lo suficiente como para que podáis elegir – concluyó creyendo
haber esquivado la saeta, empero, incontinenti, dijo Teódula:
– Bien, bien, veo que soy persona muy cumplidora con sus promesas, y ello me
gusta desmedidamente – dijo tratando de lisonjear veladamente al joven – pero no
habéis mencionado en su discurso el tema de vuestro atuendo, que me parece una
elección un tanto osada como para pasearnos por la Carena, que tan encimada es, –y
añadió punzante – además espero que no hayáis sido lo suficientemente baladrón como
para llevar debajo vestimenta lista para nadar en el lago, cosa que yo ni ninguna dama
haría, tan helada como está el agua y tan atrevido como ello sería, ¿verdad? Decidme,
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atrevido – acabó tratando de limitarlo y queriendo jugar un poco con el temeroso
chaval.
– Si me veis vestido así no es por vos, sino por mí, pues me gusta ir arreglado
cuando voy al monte, pues para mí, tales marchas en las que me pierdo a mi mismo en
la naturaleza, son como un acto religioso, de harmonía con mi estado natural – explicó
nervioso y sin saber muy bien que decir –. Y ella, ante la desajustada respuesta, pues era
obvio que aquello respondía a su presencia, cosa de la que la doncella era muy
consciente, rió coquetamente y, sin añadir nada a lo dicho, emprendió la marcha.
No obstante de que el Sol ya brillaba en cielo, derritiendo con sus dorados rayos
la escarcha de la noche que cubría a las plantas doquiera que uno mirara, el paseo hasta
el cementerio, a través de un camino mal hollado pero flanqueado por encumbrados
chopos que daban al paraje cierto grado de majestuosidad, era aun bastante temprano
cuando llegaron hasta la marmórea arcada que daba paso al cementerio. Rápidamente
Teódula llegó hasta la tumba que buscaba y, tras santificarse, de forma muy
ceremoniosa, retiró los ramos que se le habían colocado a la finada Urraca mucho ha, y
los sustituyo por algunas de las flores que se le habían entregado, no sin contar antes
con la venia de su acompañante, pues solo se le había prometido una a la difunta. Hecha
esta pequeña parada, el camino hasta la cumbre de la Carena fue ameno para ambos
caminantes, pese que fuera él quieren fuere hablando casi ininterrumpidamente sobre
vetustos héroes mitológicos, cuyas historias, que había seleccionado e incluso ensayado
en voz alta el día anterior, narraba él grandemente ilusionado y sin casi prestar atención
a su acompañante, que le seguía el paso queda y jocundamente. Durante la ascensión
Cornelius empezó a transpirar notablemente debido a su inadecuada vestimenta y pese a
que, ahora, su sobretodo descansaba bien plegado sobre la cestita, por lo que Teódula,
disimuladamente, se ofreció a marcar el paso y a ser ella quien llevara ahora las viandas,
considerando que él las había preparado, creyó ella correcto transportarlas.
Cuando el astro rey alcanzó su cenit, la andariega pareja alcanzó la cima,
quedando ambos rebosantes de alegría ante tan bucólico paraje, pues las claras aguas del
lago allí emplazado resplandecían como un espejo y la verdeante flora se presentaba
como muy acogedora para comer, luego se sentaron cerca de la orilla y silenciosa pero
cómodamente echaron mano de las viandas, tan hambrientos estaban ambos después de
andar. Hete aquí que, entonces, sin que él lo pretendiera, logró prendar definitivamente
LLORET & SIREROL
a la muchacha, no con sus palabras, sino con sus actos: cuando se hallan en las lindes
del lago, observando el lento errar de las agua merced del siroco, Cornelius observó
como una colorida mariposa, chapoteaba atrapada en el agua y, sin pensar en las
posibles y nefastas consecuencias para sus recientemente pulidos zapatos, no dudó en
embarrase para alcanzar con la palma de la mano a aquel angelical ser y posarlo
dulcemente en el césped, esperando pacientemente a que se recuperara e iniciara
nuevamente su almibarado volar; y Teódula observó aquello a voz en cuello,
impresionada por la bondad del muchacho. Dijo él:
– ¿Sabe usted cuál es la diferencia entre una mariposa monarca y una virrey? – y
continuó después de que ella negara con la cabeza – La mariposa monarca es venenosa,
mientras que la virrey no lo es. Pero hete aquí lo más curioso de éstas dos, y es que la
mariposa virrey supo hacerse a sí misma indistinguible de una monarca, tal que, aun no
siendo venenosa, no es atacada por los demás no sabiendo diferenciarla de la otra. ¿No
os parece francamente fascinante? – preguntó exultante; y después siguió con una larga
e innecesariamente larga perorata sobre cómo habían evolucionado los insectos, no sin
detenerse múltiples veces a mitad discurso, para indicarle que ésta o aquella especie que
ahora volaba o se hallaba parada sobre una planta se llamaba desta o destotra manera,
haciendo mención, de forma petulante, tanto del nombre científico como del común; la
joven más que escuchar su discurso intelectualista, con el que trataba de impresionarla
pero no lo conseguía, le admiraba a él y se regocijaba en la sincera pasión que
demostraba hablando sobre estas cosas.
Fue a partir de entonces cuando Cornelius y Teódula empezaron a quedar
asiduamente, llegando a encontrase diariamente, aunque fuera por unos someros
minutos más allá de la mirada curiosa del padre putativo de ella, que observaba cómo se
iba enamorando y encaprichando de un buen chaval que la correspondía y que la trataba
debidamente. Pasado un año, cuando se celebraban nuevamente las fiestas del pueblo,
Cornelius se hallaba encapsulado en la biblioteca leyendo, pues su enamorada estaba
ocupada atendiendo a los parroquianos que acudían a la iglesia en tan señalado día, mas
Fray Joan, a sabiendas que tras la comedida sonrisa de su prohijada se hallaba el
ardientes deseo de ambular con él, pronto la liberó de sus quehaceres, para que volara
presta en busca de aquel. Cuando se hallaron en la intimidad, como ninguno de ambos
habría hallado lo que buscaba si se hubiesen reunido con la concurrencia, marcharon
hacia el campanario y, sabiendo ella donde se guardaban las llaves, se encaramaron por
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las angostas y concéntricas escaleras hasta el campanario, lugar en donde ella selló las
palabras de él con un primer beso. Tras la llegada de la quinta primavera desde que se
conocieron, Cornelius, a la sombra de los chopos del rio que no lejos de la Iglesia
quedaban, ahinojado, como está pautado culturalmente, le pidió que se uniera a él en
santo matrimonio, mostrándose ella asaz ilusionada con la petición que desde tiempo
ha, en sordina, se hallaba esperando, sin atreverse a ser ella quien diera el paso. Las
nupcias fueron sencillas y tuvieron lugar en la menuda Iglesia, sin embargo, la alegría
que allí se respiraba no tenía cabida entre las cuatro divinales paredes, tan contentos
estaban los enamorados de unirse bajo el techo de Dios. Pronto, pasados unos meses
desde el casamiento, el pensamiento de honrar al matrimonio con la descendencia
empezó a titilar subrepticiamente en la mente de ambos, impulsándoles ello a cavilar,
además, en trocarse de ciudad.
No muy lejos, bajando por una serpenteante carretera, quedaba un pueblo mucho
más grande que la rústica villa, menos idílicos pero dotados de los más excelentes
recursos, así que ellos, pensando en la necesidad de su descendencia de ser educada
debidamente y con las miras puesta a que el vástago escapara de las montañas para
erigirse como conquistador del anchuroso mundo, tal y como suelen pensar todos los
bienquistos padres, concluyeron que debían mudarse. Dicha decisión no se hallaba
extensa de inherente dificultad, pues no pocos quebraderos deberían flanquear antes de
poder desembarazarse de las rudas cadenas que les ataban al pueblo, siendo el hogar y el
trabajo los dos elementos más importantes del rocambolesco panorama. Cuando estos
pensamiento hubiéronse consolidado los suficiente en las mientes de los tórtolos,
hicéronse partícipes mutuamente de lo que pensaban, estando ambos de acuerdo en que
de tal modo deberían proceder. En cuanto al hogar, ni el uno ni el otro presentaban
excesivos caprichos, habiendo concertado, no obstante y como era menester esperar,
que la casa debería ser lo suficientemente grande como para que cupieran holgadamente
una o dos personas más; concluyeron tímidamente haciéndose entrever mutuamente la
posibilidad de tener no solo uno, sino dos, beatíficos hijos. Hallaron, poco después de
haber comunicado sus ahora ya irrefrenables planes al padrastro de ella y de haber
recibido el parabién de éste, una casa que cumplía con sus expectativas en los
alrededores del pueblo, no muy cerca del centro, pero, a la par, tampoco lejos del
mismo. Era una viejo y roído caserío, de paredes desconchadas, rodeada de un
jardincillo de amarillentas y ennegrecidas platas, que conservaba, pese a todo, una
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excelente majestuosidad, de aquella que es propia de los edificios bien construidos hace
mucho ha por diestros albañiles que no escatimaron ni en recursos ni en imaginación a
la hora de levantar el ahora envejecido palacio; tenía cuatro habitaciones y dos baños,
suponiendo ello una habitación más de la pensada; algo que, presos del enternecido
amor que les anegaba, no comentaron. Tomada la firme resolución de que ésta, y no
otra, sería la elegida, la compraron dilapidando todo el dinero que pudieron reunir,
resultante de una pequeña ayuda del padre y de la dificultosa venta de las pocas
posesiones que los enamorados poseían, y a costa, en añadidura, de un no muy elevado
préstamo que pronto saldaron.
Al punto que se hubieron mudado, la lar se fue, paulatinamente,
desguarneciendo de su inveterada apariencia; en la planta superior, en donde se hallaban
tres de los cuatro dormitorios, junto con un baño y una pequeña despensa, se instalaron
en la habitación más espaciosa, rellenándola con un gran camastro y un inmenso pero
compartido ropero para la ropa, y pasando a acondicionar, aunque de forma sencilla,
una de las otras dos habitaciones para que pronto fuese habitada. Finalmente, la tercera
habitación, de la que retiraron la cama ya que la misma, de rota, se hallaba inusable, y
trocaron la estancia en un despacho, pertrechándola de un escritorio y llenando los
muchos estantes y rinconeras que coloraron con los libros de Cornelius, principalmente,
y con algunos más que aportó la bienhadada Teódula. La planta inferior, formada por
una entrada a cuya derecha daba un saloncito, por un baño, una habitación y la cocina,
fue la última en ser arreglada, mas no lo fue con menor elegancia. Lo más remarcable de
la estancia, fue el pequeño santuario construido por ella en la entrada, bajo una elegante
cornucopia que decidieron conservar, al igual que la inveterada y principesca lámpara
de araña que colgaba en el salón, en donde colocó una cruz de madera, que todos los
días ella asía y besaba antes de salir de la casa, flanqueada por imágenes de santos y
engalanada con frescas flores, que cambiaba regularmente, primero, comprándolas en
una floristería, pero, después, cuando el jardín empezó a verdear con los adecuados
cuidados, con las flores de su propia entrada.
La pequeña odisea de hallar trabajo, aun habiéndose presentado como una
dificultad no menor que la del hogar, también quedó resuelta con relativa presteza, pues
ella, que fue la primera en ser empleada, encontró faena como ayudante en la Parroquia
del Ecce Homo gracias a la recomendación de Fray Joan, que contactó con la misma y
recomendó su contratación como asistenta, alegando que la muchacha era capaz,
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incluso, de hacer las veces de enfermera, acopiando ella una dilatada experiencia
ayudando a los desamparados y errabundos enfermos en su anterior puesto; todas las
partes quedaron satisfechas con el trato, recibiendo la parroquia una excelente y
abnegada trabajadora y obteniendo ella a cambio un honrado emolumento que la
permitiera vivir. Cornelius, poco después de haberse ya mudado al nuevo pueblo,
solicitó trabajo en la biblioteca municipal, haciendo ver a la hora de debutar por el
puesto sus encumbrados conocimientos y, pese a su manifiesta juventud, su vasta
experiencia ejerciendo el puesto, empero, le fue imposible de conseguir, pues ya se
hallaba ocupado y el ayuntamiento no se podía permitir contratar un persona de más.
Aun decepcionado por este golpe, gracias a la recomendación de la veterana
bibliotecaria, quien compadeció al joven recién desposado, encontró trabajo como
dependiente en la única librería del pueblo, pudiendo así pasar a retomar sus viejos
hábitos de lectura en tanto no descuidaba ni un ápice su sacro quehacer; así, atendiendo
a los clientes del establecimiento con sus bien practicadas habilidades de buen tratador
de gentes y de excelso hablador, pronto se ganó la simpatía de los que eran los dueños,
una pareja de ancianos afincada desde siempre en el pueblo; de modo que gozó
nuevamente de sus largas lecturas entrecortadas por alguna que otra persona que
deseaba comprar y a la que atendía cordialmente.
Hete aquí que, ínterin, cuando trataron de bendecir el matrimonio con aquello
que les había movido a realizar aquel gran cambio, un sinsabor cayó como amargo
aluvión sobre los enamorados, pues, como le indicaron los médicos, ella era incapaz de
concebir a consecuencia, según decían aquellos expertos, de que su matriz era incapaz
de alojar la semilla de la vida. Aquel nuncio los resquebró enteramente a ambos, de la
cabeza a los pies, quedando harto contristados ante la astrosa situación y cuyo
recientemente adquirido hogar se les presentó como una innecesariamente espaciosa
mansión que nunca nadie ocuparía. Podría pensarse que, ante tan funesto
acontecimiento, el matrimonio quedó dañado, sin embargo, muy al contrario, la pareja
rejuveneció súbitamente con amor renovado ya que, no pudiéndose concentrar en la
crianza al no poder ella concebir y habiendo resuelto de que no adoptarían a ningún
pequeño, pues Teódula interpretó que, no pudiendo, como la bíblica Sara, concebir,
permanecer sin hijos era la voluntad de Dios, se concentraron el uno en el otro, y
comenzaron a tratarse como en los tiempos en los que se conocieron, con cándido amor
que deslumbraba a cualquiera. Así, habiendo quedado trabada la posibilidad de tener
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descendencia y estando mutuamente concentrados, entre largos paseos y mucha risa,
fueron pasando los años sin que nada perturbara a la ahora feliz pareja, que vivía
sencilla pero holgadamente sin olvidar sus rústicas raíces, hasta pasados diez años.
Diariamente y sin faltar nunca bajo ninguna circunstancia, ella se levantaba con
el alborear, pues las buenas costumbres que le había inculcado su padrastro, que
detentaban alejarla de la ponzoña, la intimaban a separarse de las cómodas y
algodonosas sábanas tempranamente para preparar el desayuno y para no demorar
innecesariamente sus trabajos, de modo que siempre era ella quien primero se
apersonaba en la Iglesia, pasando, con el tiempo y con el paulatino aumento de la
confianza, a ser la custodia de las llaves de la Casa de Dios. Primeramente, Cornelius se
opuso con vehemencia a que fue ella quien acarrease caritativamente con las tareas del
hogar, puesto que creía que él mismo, cohabitando solo con ella, debía compartir la
mitad, mas, poco a poco, Teódula lo fue convenciendo de que realizaba aquello por
gusto, y no por obligación, pasando él a dejarla proceder ad libitum pero no sin antes
haberle hecho prometer que, de necesitar ayuda cualquier día y ante cualquier
circunstancia, aunque esta fuese caprichosa, le dejaría participar a él de necesitarlo. Así,
de este modo, con esta ya bien asentada costumbre, Cornelius se despertaba todas las
mañanas en el tálamo, incorporándose dulcemente del sueño cuando la meliflua
fragancia del café recién molido y preparado lentamente en la cafetera llegaba hasta la
planta superior de la cada, perfumando toda la estancia. Cuando él se cubría con el batín
y bajaba al comedor de la planta inferior, a pesar de que el agradable olor del desayuno
fuera aumentando conforme uno se acercaba, no lo hacía en pro de la comida, sino que
esperaba siempre poder holgarse en la contemplación del matutino sonreír de su bella
esposa, que siempre con los brazos abiertos y con un suave beso en la boca lo recibía.
Acabado el desayuno, ambos marchaban a la par hacia sus sendos trabajos, no
volviéndose a encontrar hasta la tarde, allá a las siete, cuanto tornaban a su morada,
siendo Cornelius quien siempre se adelantaba unos minutos, pasando entonces a esperar
a su mujer en la entrada del jardín y retirando entrambos, a consuno, a preparar la última
comida del día, tras la cual descansaban leyendo junto a la lumbre del chispeante fuego
de la lar.
Sin embargo, aquella astrosa mañana no fue el aroma del café el que despertó a
Cornelius, sino que lo hicieron los rítmicos y contundentes golpes que alguien
descerrajó sobre la puerta principal del caserío con el oxidado pero bien conservado
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picaporte que, dada su añosa belleza, la pareja había decidido conservar. Cornelius, no
bien se hubo despertado, incorporándose, bajo confuso y desaliñado a la planta inferior,
en donde halló a un amedrentado Padre Antón, íntimo de su mujer, a quien había
conocido mucho ha y que había pasado largas veladas con ellos invitado por su mujer.
Antón no era un hombre joven, pero los años lo habían tratado justamente y aparentaba
unos pocos menos de los que realmente tenía pese a ser un hombre bajito, calvo y un
poco panzón. Tenía un carácter afable y siempre trataba solícitamente a todo el mundo
independientemente de su condición, si bien aquella mañana se hallaba neurasténico;
cuando Cornelius traspuso la puerta de la cocina, lo halló diciendo estas palabras:
– ¡Por la sangre santa derramada en la cruz por nuestro Señor Cristo, es una
desgracia! – dijo alarmado como nunca lo había estado antes – Cuarenta, son veinte y
otros veinte los que han caído gravemente enfermos y, como no tenían cabida en el
hospital, nos los están mandando a la Iglesia, que se ha convertido, como lo fuera
mucho ha, en un sanatorio y ahora muchas batas blancas corren acá y acullá atendiendo
a las almas desamparadas que por algún motivo están siendo torturadas. ¡Obra del
sulfúreo demonio es esta, que los ha condenado! – exclamó lloroso – ¿O es acaso el
castigo de Dios por nuestro terrígenos pecados? ¡Ah, pecados capitales, que nos
envilecen y taíman en el rojo corazón!
– Calmaros padre – cortó Teódula haciendo acopio de valentía – recordad que
nunca Dios deja que los males superen a la nobleza de la persona y a cada le cual le da
un desafío mesurado. Organicemos rápidamente a todos los parroquianos que se presten
y brindemos toda la ayuda que esté en nuestra mano. ¿No cree, acaso, que la Iglesia es
el mejor lugar en donde albergar a los que enferman, bajo el techo del Señor y ante la
cruz? – dijo retirando la cafetera y poniendo agua a calentar para ofrecerle un té al padre
–. Tranquilízate y cuéntame calmosamente, ¿de qué adolecen? – preguntó mientras un
legañoso Cornelius entraba aun ensoñado en la estancia y se incorporaba a la mesa tras
hacer una reverencia de bienvenida al visitante.
– ¡Sí! ¡Sí! – terció Fray Antón ahora un poco más tranquilo ante las ordenadas y
esperanzadoras palabras de ella – No hay lugar mejor que nuestro techo para amparar a
los aquejados, de ello no albergo yo ni el menor atisbo de duda, querida. ¿Pero cómo
podemos ayudarlos? Tienen fiebre, y los médicos tratan de bajársela con bebedizos y
otros cuidados, y todos se hallan afectados de fuertes dolores de jaqueca, pero quizá lo
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más preocupante es que tosen endiabladamente y no dejan de esputar copiosas
cantidades de ennegrecida sangre de sus pulmones. ¡Mórbida neumonía es lo que
tienen! Y ya nadie da abasto, querida. Ayer me fui a dormir pensando en el sermón del
domingo y hoy la Iglesia se ha convertido en el facsímil del averno, lleno de sufrientes
personas – sentenció contristado.
– Monseñor, si esta es la voluntad de Dios, hemos de acatarla. Dormiré allí con
vos si es menester – dijo resuelta mientras buscaba la venia de su marido con la mirada,
que éste le dio silenciosamente con un movimiento de cabeza – y haremos todo lo que
los sabidos médicos nos digan, nada más. Capearemos el temporal, no os preocupéis,
desayunad con nosotros tranquilamente como tantas otras veces y marchemos cuando
acabemos, ahora están en buenas manos.
Dicho esto los tres echaron mano de las ya servidas viandas y comieron a placer
pero de forma recatada y tranquila, aunque impacientes dada la problemática situación.
Cuando acabaron Fray Antón salió a la calle para dejar que los amados se despidieran
debidamente, cosa que hicieron en la entrada de la casa. Dijo Cornelius mientras asía las
manos de Teódula entre las suyas y se las besaba amorosamente:
– Bien, paloma, haz lo que debas, yo confío en ti y soy plenamente sabedor de
que vos lo hacéis en mí en la misma y justa medida, así que obrad conforme vuestro
corazón os dicte y vuestra mente os ordene, que mi persona siempre os apoyará con los
mejores deseos, tal y como os prometí con mis votos, que mantengo – a lo que ella,
siendo consciente de que no necesitaba él una respuesta, le besó en los labios después de
abrazarlo.
Hecha la despedida Teódula asió la cruz bajo la cornucopia para besarla con tan
mala suerte que se le mandó un barrunto, una astilla de la santa cruz se le hendió
impetuosa en la palma de la mano, haciendo brotar, tras ser retirada sin cuidado alguno,
con un súbito tirón, un tenue hilillo de sangre, que rápidamente restañó con un pañuelo.
Para Teódula aquello preconizó tiempos convulsos, pues habíase decidido así advertirla,
pero nada la pararía, ya que había resuelto que la voluntad del Él era que ayudara a los
aquejados. Ante aquello, Cornelius, por su parte, tampoco titubeó a la hora de
barruntarlo, pensando él que debía aconsejar a su esposa que se alejase de este pesaroso
asunto, mas no osó comentar nada de ello, pues pensó que, ante la resolución de su
EL DESTINO DE CORNELIUS
25
amada a ayudar, sus quejas podrían ser malentendidas. Una vez se hubieron ambos
cerciorado de que la herida no era sino superficial, marchó ella junto al padre.
El camino hasta la Iglesia fue silencioso dado que, estando nuevamente Fray
Antón muy exaltado, su nerviosismo le impedía platicar, luego los diez minutos a pie
que les separaban de su destino transcurrieron célere pero quedamente. Llegados a la
Iglesia, tras haber entrado a la sala principal, hallaron la imagen del propio caos, los
bancos, antes colocados en hilera separados entre sí a espacios regulares, habían sido
arrastrados y retirados a los lado de la estancia, y ahora el espacio vacío formado por los
mismos había sido repletado por múltiples camas y literas, prestadas por las
bienaventuradas gentes que habitaban en los aledaños del magno lugar, que eran
ocupadas por quejumbrosos y plañideros pacientes, y muchos médicos y enfermeras
corrían alígeramente por doquier cumpliendo con sus labores. Entretanto, la recién
llegada pareja, se quedó atorada en las lindes de aquel caótico e improvisado sanatorio,
sin saber muy bien qué era exactamente lo que debían hacer, hasta que Sixto, el médico
más experimentado entre éstos y que, por ende, se hallaba coordinado a todos los
demás, les divisó, pasmados, y acudió a saludarlos y a darles nuevas e instrucciones.
– ¡Hola! – dijo reteniendo el impulso de darles un inoportuno buen día a
sabiendas del desastre allí armado – Creo que no será menester, padre, que le reitere
cuán agradecidos estamos todos de que haya dispuesto estas sacras estancias para
nosotros – dijo con la respiración algo entrecortada – Bien, bien. Supongo que esta es
Teódula, la ayudante de la que me ha hablado – añadió mientras hacía una leve
genuflexión – Bien, bien – repitió – escúchenme, lo mejor que pueden hacer ustedes en
este momento, si bien les parece, es dar consuelo a quienes más los necesitan, a aquellos
cuya vida ya pende. En la parte izquierda empezando por aquí delante, en la tercera
cama está Vítores y en la última cama de la derecha está Prepedigna, además, al lado de
ésta se halla Canuta, que vuestras atenciones en absoluto desdeñará. ¡Ah! Que no se me
olvide, pese a que cuentan ustedes con la protección de Dios, hagan uso de máscaras y
nunca se las quiten.
Dicho esto Sixto viró sobre sus talones ante la llamada de uno de sus allegados
y, sin despedirse ni dar cuentas de lo dicho, se marcho presto. Fray Antón fue a ayudar a
Vítores, un hombre de 80 años cuyas esperanzas de sobrevivir eran muy pocas pese a
los pantagruélicos esfuerzos del personal, dado que su salud pecaba, por la edad, de
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demasiada endeblez, y Teódula, pertrechada con una Sagrada Biblia, se colocó entre
ambas señora, Prepedigna y Canuta, leyéndoles santificados pasajes y tratando de
consolarlas a las dos. A lo largo del día, cuatro pacientes ascendieron a los cielos,
habiendo llegado doce más derivados del centro de salud municipal, que, no cabiendo
ya en la reducida estancia, se agolpaban en condiciones nada envidiables. Fray Antón,
Teódula y dos mujeres más afines a la parroquia, Afrodisia y Serviliana, anduvieron
deambulando incesantemente, ellas encargándose de consolar a los enfermos,
leyéndoles y ayudándoles a escribir cartas a sus familias, habiéndose llegado a oír,
incluso, la almibarada voz de Serviliana cantando, y siendo él quien se encargaba de dar
la extremaunción a los moribundos, todo lo cual, ínterin, los médicos trataban de salvar
los cuerpos de los enfermos. Fue al final de aquel día, en el ocaso, cuando Teódula,
exhausta y febril, se desmayó súbitamente cuando se dirigía nuevamente a hablar con
Canuta, que la reclamaba. Cuando cayó presa de las aguzadas garras de la enfermedad
fue Sixto quien personalmente la atendió, mandando a Fray Antón a que buscara a
Cornelius, mas cuando estos llegaron, el fallecimiento ya había acaecido, atribuyéndolo
ello los médicos al cansancio y a una septicemia fulminante que se instauró a través de
la herida que, aun casi imperceptible y por mor del ajetreo, no había sido percibida por
nadie y nadie le había recomendado que se la desinfectara o vendara. Teódulo murió a
las nueve y cuarenta y siete del ocho de abril, sin testamento y sin haber podido
compartir unas últimas palabras.
La epidemia pasó, pero oscuros y pesarosos fueron los años venideros para el
desamparado Cornelius, que quedó inmerso en un infierno personal privado de la luz de
su vida, del báculo de su vejez, de Teódula. Desencantado con la vida Cornelius se
sumió hondamente en sus lecturas, tal que nunca volvió a ser el mismo, puesto que su
encomiable sociabilidad quedó ahogada en un mar de desesperanza llovido de las
lágrimas que derramó por su finada mujer, abandonado en un espacioso caserío que, do
fuera a plorar, le recordaba a ella. Así, pese a los múltiples golpes de suerte que le
brindo el vivir, como el amor de la hija del dueño de la librería, que él ignoró
manifiestamente, o su ulterior traslado al puesto de bibliotecario local, por
recomendación de no pocas personas, quedó desvencijado y al borde de la locura. Los
días se le hicieron cortos, con la cabeza gacha amagada tras los libros, pero las noches
se prolongaron deshonrosamente, pues, estando ella ausente y no habiendo tenido
descendencia, la casa se le personaba como una anchurosa mansión de paredes
EL DESTINO DE CORNELIUS
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susurrantes, que le torturaban sañudamente y sin descanso. Su camino, además, no se
halló exento de crudas vicisitudes, y quedó cojo cuando, descuidado, se dejó atropellar,
pasando desde entonces a tener que valerse de un callado del que nunca se desharía
jamás.
No pocas veces, insomne, pensó en volverse a mudar allá de donde era oriundo,
sin embargo, una vez que lo había resuelto, sus esfuerzos se vieron truncados cuando
halló ocupado su viejo hogar, que tiempo ha vendió para adquirir su actual casa, y no
viéndose capaz de habitar en otra. Cornelius rezó concienzudamente en estos oscuros
tiempos pero, harto y cansado, pensando que su santa consorte había fallecido como
sirvienta de un Dios que desalmadamente la había matado cual res, renunció a su fe e,
incluso, maldijo a Fray Antón, que nada había tenido que ver con el fallecimiento.
Algunas noches, atormentado por múltiples pensamientos y sufriendo un incurable
sentimiento de soledad, pensó en quitarse la vida, contando con que el de arriba o bien
se lo perdonara por estar haciéndole vivir aquel intolerable tormento, o bien, estando ya
condenado a arder eternamente sin consumirse en las calderas del ígneo báratro, ya todo
le daría igual, empero, aun cuando más de una vez tuvo un rapto de locura, nunca
acopió el suficiente valor como para llevarlo a cabo; de modo que se hallaba atrapado
entre el deseo de morir al haber perdido aquello que más amaba y un pequeño hálito de
vida cuyo origen desconocía.
Fueron pasando duramente los años, convirtiéndose él en un enjuto y cicatero
carcamal que no se reconocía ante el espejo y, con forme fue envejeciendo malamente
él, lo fue haciendo también la casa que, descuidada de las atenciones que requería,
acabó polvorienta y empobrecida. Así, Cornelius hallaba solo esperanza entre las
páginas y pasaba horas y más horas sentado en su correspondiente puesto de
bibliotecario leyendo a nobles autores y atendiendo a los interesados tan amablemente y
con tanta solicitud como los años y las desgracias le permitían. Finalmente, llegada la
pautada edad, se jubiló y, habiendo ahora perdido el goce de leer en su puesto, se
encapsuló en la vieja habitación de la planta superior en donde descansaban, silentes,
todos sus libros. Después, no viéndose capaz de continuar con sus hábitos, halló uno
nuevo que le proporcionó un nuevo soplo, pues, si cogía el módico autobús casi vacío
que partía a las nueve de la mañana desde cerca del instituto, tras dejar a los jóvenes
estudiantes, podía llegar hasta M., un pueblo de tamaño medio que habíase pertrechado
de una inconmensurable biblioteca pública, custodiada por Hermenegilda, junto con
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otros muchos trabajadores, que hacía alarde con contar con las obras más selectas,
incluyendo, ítem más, no solo las obras más reconocidas de los autores sino toda su
bibliografía, y, como culmen, el edificio contaba con pequeñas salas de lectura que
podían ser ocupadas individualmente por la gente mayor siempre y cuando las reservara
con antelación y solo pudiendo disponer de las mismas tres veces a la semana por lapso
de dos hora cada estancia. Convirtióse Cornelius en un asiduo de aquel lugar, no
desperdiciando bajo ninguna circunstancia sus tres reservas semanales, que le permitían
disfrutar, en un lugar alejado de sus pesares y asaz tranquilo, de excelentes lecturas,
inclusive algunos libros que, dados sus años o su exclusividad, solo podían ser
consultados en la propia biblioteca. Cogía el consabido autobús de las nueve, paseaba,
después, con su andar trifásico, por los frondosos parques del pueblo hasta las diez,
momento en el que trasponía las puertas de la reservada estancia y se deleitaba con
fruición de sus libros; tras ello, a las doce, volvía a pasear quedamente, ejercitándose,
hasta las dos, momento en el que, junto con muchos estudiantes que volvían hasta su
pueblo, retornada desde M.; realizándolo ello, semana tras semana, sin falta.
****
Ángel Torrado, de dieciséis años, más conocido entre sus amigos como Torri,
por sus inúmeras fechorías, que alcanzaban casi el nivel de delito, había sido expulsado
del instituto de su pueblo, por lo que se vio obligado a matricularse en el de M., lugar
donde, sin embargo, seguía comportándose incívicamente, tanto con sus compañeros
como con su profesores, diferenciación no hacía. Ahora bien, no se sienta uno proclive a
colegir, por su comportamiento aleve, que era un joven carente de inteligencia car, por
el contrario, se le había regalado el don de la elocuencia, tal que, guarnecido con un
aceptable intelecto, mediante no poca palabrería, siempre lograba convencer a los
demás de que sus pensamientos y planes eran los correctos, aunque los mismos en el
fondo fueren completamente reprobables. Cierto día, hallábase él, encopetado cual
gendarme, levantado ante sus compañeros de fechorías, confidentes de múltiples
maldades, que descansaban repantigados en un banco del patio, mientras, fuera de la
mirada de los profesores, su fumaban, compartiéndolo, un cigarro; y les arengó de esta
nefanda manera:
– ¡Ya estoy hasta las napias de ese mequetrefe mercachifle, hoy le caerá buena
manta! ¿Cómo se aventura, ante nosotros y ante el resto de la clase, a exhibir tales
EL DESTINO DE CORNELIUS
29
comportamientos meridianamente faltos de decoro y de toda muestra de garbo? No hay
otra que castigarlo con vehemencia, para que no repita lo que nos ha hecho ya múltiples
veces sin vergüenza ni atisbo de arrepentimiento alguno. Esto será lo que haremos –
pasando, a continuación, a detallar prolijamente a sus compañeros el papel de cada uno
así como las circunstancias en que el simple embeleco había de ser llevado a cabo.
El referido “criminal” al que hacía referencia Torri en su discurso era Jacobo
Guardiola, apodado con el despectivo sobrenombre de El coleta por una pequeña cola
que pendía de la parte posterior de su sien izquierda, un chico menudo cuyos delitos
podrían ser resumidos en los siguientes: solíase sentar en mesa más cercana a la pizarra
y, por consiguiente, al profesor, con un doble objetivo, atender mejor a las clases y
evitar las burlas de sus compañeros, pues, estando cercano a la autoridad no se las
podían proferir; lo cual, no provocaba sentimiento positivo alguno entre sus compañeros
ya que, viéndose protegido él por el profesor, le desdeñaban constantemente y le
ignoraban de forma sistemática. El referido día, el profesor de matemáticas, Carles,
como era costumbre en sus clases y en la de muchos otros profesores, tras hacer un
somero resumen de lo dado hasta el momento dentro de un determinado tema, pasó a
corregir los ejercicios mandados en la clase anterior, empero, se olvidó de brindar las
soluciones de los ejercicios extra que había encomendado hacer, ejercicios que toda la
clase resolvió a ocultas ignorar pero que Jacobo, desconocedor como era costumbre de
los tejemanejes de sus pares, le recordó que debía ilustrar. Así, cuando el alumno
estrella indujo al profesor a corregir los olvidados ejercicios, no pocos se vieron
obligados a mostrar su clara falta de pericia ante los demás, pese a que Jacobo, al
haberlos realizado, como siempre, se mostrase deslumbrante; tal había sido su horrendo
crimen. No obstante, a esta acción habría que añadir muchas otras de la misma índole
que, aun realizadas sin malicia alguna y más por desconocimiento que por afán de
destacar y de recibir los parabienes de los profesores, desquiciaban a los otros alumnos.
Jacobo permanecía, pues, aislado de sus iguales, de tal forma que vivía plenamente
dedicado a sus estudios y a sus aficiones, sin relacionarse con nadie más que con los
profesores y con sus padres, lo cual no hacía sino acrecentar el ya bien afincado
problema.
Siempre mantenía las mismas rutinas, nunca quebrantándolas ante la aparición
de adversidades, por lo que a aquellos que pretendían molestarlo no les era difícil
predecir su comportamiento y, en base a ello, adelantarse a sus actos, por lo que el
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artero Torri sabía perfectamente cómo actuar, así que aquel día salió velozmente del
instituto para adelantarse y colocarse en el lugar acordado. A la salida del recinto, ante
las blancas puertas de metal que lo custodiaban, hallábase la dulce María, tan bella
como malvada, que, haciendo uso de unas palabras similares a las que Torri había
empleado para guiarla, se dirigió al pobre Jacobo de esta manera:
– ¡Hola! – exclamó dejando ver estratégicamente su perfecta sonrisa – Si tienes
unos minutos, me gustaría hablar contigo a cerca del comportamiento de algunos de los
compañeros en respecto a tu persona, que tan mal es tratada algunas veces. Mira –
empezó a decir después de que el aludido se detuviese –, yo sé que algunas veces nos
metemos contigo – prosiguió mientras le acariciaba dulcemente el brazo sin poder evitar
una mueca al ser sabedora de que estaba descacharrando del chaval –, pero tú has de
entender que lo que haces en respecto a nosotros y al resto de la clase es indecoroso y
hasta vil, pues, ¿te parece bien que por tu afán de caer bien a los profesores, de que te
traten delicadamente como a un igual, sacrifiques la reputación del resto de la clase que,
no habiendo preparado sus quehaceres como tú, que eres muy responsable, se ve
conminada a improvisarlos? Lo que haces es incorrecto y por eso has de parar antes de
que la situación, calentándose, acabe afectándonos a todos, amor. Mira, quiero darte una
seña de paz, así que acompáñame hasta la parte posterior del instituto, allá donde los
huertos ahora ya abandonados, ¿sabes? Bien, vente allí conmigo que allí te espera un
regalo especialmente preparado para ti, señor.
Acto continuo, ingenuo y bien pensado como era Jacobo, siguió a la muchacha
hasta el lugar mencionado, hasta los abandonas labrantíos en la parte posterior del viejo
edificio. Una vez adentrados en el vergel, de súbito, emergieron Torri y sus dos amigos
pertrechados de muchas y aristosas piedras que, sin el menor atisbo de piedad, vertieron
cual aluvión sobre el pobre muchacho, el cual, no bien hubieron empezado a apedrearle,
corrió despavorido en busca de refugio; tal fue el castigo que recibió por sus supuestas
faltas. Acabado el espectáculo, los implicados, a sabiendas de que el damnificado su
boca no osaría jamás abrir por miedo a futuras y más truculentas represalias, se
carcajearon gustosamente por la huida de El coleta, que por poco no acabo resbalándose
en su atropellada corrida. Después, como el autobús ya había marchado, decidió Torri
que se iría a casa con el último, luego, con toda la tarde por delante, convenció a sus
amigos de, haciendo caso omiso a las instrucciones de sus sendos padres, quedarse a
comer guarrerías en el parque.
EL DESTINO DE CORNELIUS
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Entrada la tarde y ahitados todos de los manjares que más gustan a la juventud,
descansaban en el banco de un parque bajo la tupida sombra de un árbol dados a la
hilaridad propia de la adolescencia, sin menor preocupación que quedar abandonados a
la pueril jocundidad. Torri, desde siempre, había hecho lo posible para que ninguno de
sus amigos se apercibiera de sus fogosos deseos hacia la única muchacha que componía
el grupo, la consabida María, no obstante, tan manifiestas eran las intenciones tras sus
actos, que todos eran partícipes de este secreto a cuatro voces proclamado, a pesar de
que, por respeto hacia el que bien podríamos considerar como su legitimado amo, nadie
hablaba sobre ello y todos callaban cuando, aun tratando de ocultarlo, le hacía él la corte
a la chavala. Aquel día, después de no pocas muestras de dominancia hacia el resto de
los chicos del grupo, como, por ejemplo, cuando asió violentamente por el cuello a uno
de ellos mientras lo derrumbaba con la mirada por el mero hecho de haber desechado
una colilla de cigarro sin su explícito consentimiento, decidió, como solía hacer casi a
diario y siempre que contaba con la oportunidad, tratar de hacerla reír, cosa que solía
conseguir dado que ella, respondiendo a la dominancia de éste y albergando
simultáneamente sentimiento de amor y de rechazo, siempre respondía positivamente a
sus mofas. Entonces, con esta intención en mente, procedió a contarles a todos, aun
concentrándose en ella, unos chistes que había memorizado el día anterior, pero, no
siendo estos lo suficientemente desternillantes como para hacer morir de risa a la
muchacha, pasó a hacer uso de un ardid mucho más bajo, y, habiendo divisado a un
inope viejecito de lento andar en la cercanía, que bien podemos saber nosotros que se
trataba de Cornelius, púsose, descaradamente y ajeno a toda vergüenza, que a cualquier
otro hubiera cohibido, y a toda moralidad, a imitarlo maquiavélicamente, exagerando la
curvatura de la espalda que la edad había obligado a adoptar a nuestro protagonista y
haciendo marcadas muecas con la faz con la finalidad de vejarlo. Con esto último sí
logró su objetivo, de modo que sus compañeros rieron malsanamente ante la nefanda
imitación del chaval, que, contagiado por las risas y orgulloso de su, en el fondo y en la
superficie, despreciable hazaña, también empezó a carcajearse gustoso y libre de toda
inhibición. Acabadas las risas y ya todos más tranquilos, María, henchida de curiosidad,
no pudo evitar preguntar:
– ¿Por qué desdeñas tanto a la gente mayor? Hoy esto y el otro día, a la entrada
del cine, no te arrugaste nada en absoluto a la hora de emular los temblores de un
ancianito que, apenas llegando su altura a ser la suficiente como para asomarse a la
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ventanilla en donde se hallaba el cobrador, era incapaz de sacar los billetes de su ajado y
maltratado monedero al no poder controlar las convulsiones de sus manos. Mira, yo sé
que es gracioso lo que haces, no te lo niego, y en caso contrario no me reiría, pero no
logro entender completamente el por qué y por eso te lo pregunto, así que dime.
– ¿A sí, tórtola? ¿De verdad no entiendes por qué me burlo de esos paquidermos
cuando el motivo es tan obvio? – preguntó retóricamente mientras preparaba su discurso
a favor de sus onerosos actos – Mira, los carcamales me parecen detestables porque son
execrables desde múltiples flancos, y no desde uno solo, pues son un dechado de
bajezas. ¿Te has fijado alguna vez en la facha de los viejos? Son seres de tres patas, a
veces de cuatro si solo pueden andar apoyados en muletas, que, desgastados por el
draconiano paso del tiempo, han quedado menguados y arrugados y que, al tener tan
deplorable apariencia, no hacen sino herir la vista y todos los otros sentidos de quienes
tienen la desgracia de tener que soportarlos, en los viejos ya no hay belleza. Hay
quienes no se privan de lisonjear a la vejez, arguyendo que la edad próvida, diciendo
que aquellos que tienen la suerte de encanecer y de entrar en esta época de descenso, es
una edad de plata en que uno puede solazarse en todo aquello que han conseguido a lo
largo de la vida, pero, ¡ah, estúpidos!, que no saben que el ocaso de la vida es un
periodo infernal lleno de desesperanza, pues uno, de forma infranqueable, siempre
llegará a la solución de que ha desperdiciado la totalidad de sus tiempos mozos, cuando
su denuedo aun les permitía matar dragones, de que son unos seres abyectos que no
merecen sino la paz de una dulce muerte, a la cual, en el fondo, temen no pudiendo
evitar rezar para que esta les llegue sin dolor. Como en un bosque que ha sido
recientemente quemado, del mismo modo, los ancianos observan como los
ennegrecidos árboles de su alrededor, que antes eran sus amigos, desfallecen, mueren
bajo la guadaña de la parca, y se van quedando solos y abandonados en un mundo que
les rechaza. ¿Qué iba a hacer el mundo si los viejos no son otra cosa que una pesante
carga? Y este es el segundo camino en que los viejecillos pueden ser criticados, ¿os
habéis fijado alguna vez de qué sirven los viejos? ¡De nada! – exclamó casi airado
mientras alzaba, furibundo, los brazos al cielo – con el paso de los años la mente de
estos cenutrios se va arrugando, se va marchitando como se marchita una flor al sol, y
acaban siendo personas inservibles que condenan a sus familiar a tener que acarrear con
sus cuidados. Son feos a la vista y una carga para la sociedad. Atiende, abre bien los
odios que yo te ilustraré cómo se tendría que erigir la sociedad perfecta en relación a la
EL DESTINO DE CORNELIUS
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vejez: a ningún hombre ni a ninguna mujer de más de seis décadas y media se le debería
dejar vivir, sea piadosamente mediante medicamentos o de formas más violentas como
mediante el ahorcamiento o la defenestración, todos esos seres inútiles deberían perecer
sin más recompensa que un agradecimiento por sus servicios. Por eso, amasia María,
soy de los que defienden la necesidad de humillar de continuo a esos desastres para la
especie, para que, no pudiendo yo darles muerte porque la ignorante sociedad lo
considera como un acto ilegal del que sería yo, aun siendo un salvador, ajusticiado, se
animen ellos mismos y lo hagan por el bien de toda la sociedad. Deben morir por el bien
de todos – sentenció, no pudiendo amagar un clara mueca de satisfacción al haber
podido resumir detalladamente su postura en relación a la vejez.
Todo lo dicho fue escuchado sin perder detalle por parte de los que allí estaban,
y a María, así como a todos los demás, le plugo lo que habían podido escuchar; sin
embargo, no queriendo parecer una mensa sin opinión y no detentando que Ángel
creyese que, con su palabrería, la tenia conquistada, haciendo acopio de valor, le
contestó de esta manera:
– ¡Cuán equivocado estás en muchos puntos! ¿Por qué iba la madre naturaleza,
que es tan sabia y siempre lo será más que nosotros por más que la tratemos de
controlar, a crear algo connatural al ser humano que la acabara siendo tan detestable
como nos cuentas? ¿Y si el mundo y todas las cosas que existen en él son obra de la
Providencia, cómo iba esta, más inteligente que aquella, a hacer desgraciados a los seres
humanos obligándoles a quedar sumidos en ese estado tan deplorable? En la vejez solo
hay belleza – dijo tratando de contrariar diametralmente a lo dicho por su compañero –
cuando somos infantes aun sin destetar no somos conscientes ni de nuestra propia
existencia como individuos separados de los demás, luego no podemos sino disfrutar
inconscientemente de los placeres, no siendo correcto, en consecuencia, hablar de
verdadero disfrute, no como tal, puesto que no somos verdaderos participes de él, sino
que, llanamente, nos queda un mero eco de este mundano disfrutar; después, cuando
somos rientes impúberes tampoco podemos nunca llegar a disfrutar de la verdadera
felicidad, ya que, pese a que se supere la barrera de la inconsciencia que se lo impide a
los bebés, uno sigue siendo lo suficientemente inmaduro como para poder holgarse en el
propio disfrute; tras ello, con la adolescencia, aunque uno ya haya madurado lo
suficiente y a pesar de que ya sea bien consciente de sí mismo, el placer queda mermado
por el libertinaje y el desenfreno inherente a nuestra edad, así que, subsiguientemente,
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tampoco sería justo que hablásemos de ello en sentido estricto, puesto que uno anda
cual caballo desbocado; a continuación, la adultez tampoco es capaz de aportar mayores
placeres, sigue siendo, pues, un periodo fútil a la hora de traer dicha y felicidad, dado
que uno ha de ocuparse de los trabajos y de la familia y, a tenor de todo lo que he
comentado hasta el momento, podemos hirmar tranquilamente que, do uno mire, la
única conclusión que nos es admisible es que solo con la vejez llega la felicidad.
Cuando las barbas y el pelo encanecen fruto del paso del tiempo, paulatinamente, uno,
que se halla colmado de la sabiduría que solo una larga vida puede proporcionar, va
quedando desligado de sus obligaciones y, en este estado de liberación, solo bajo el
mismo, puede empezar a disfrutar de verdadero placer. ¿No son los mayores personas
cuyo porte ha quedado afectado? Sea, no lo negaré, ¿pero por qué su apariencia y forma
habría de ser motivo de desprecio? Los cabellos plateados y la piel lánguida son,
meramente, la muestra de que uno lleva mucho tiempo morando en este mundo, nada
más, y no debe juzgarse injustamente este porte meramente porque carezca de la beldad
propia de la juventud, dado que estáis comparando dos cosas completamente distintas,
se trata de dos bellezas distintas que no se pueden, en absoluto, equiparar, tal que cada
uno es bello a su propio modo. Además, finalmente, la desnortada idea de deshacerse de
las personas que hayan alcanzado cierto tope de edad, allende de ser una marca que vos
habéis establecido arbitrariamente, no sigue criterio alguno más que la aleatoria
voluntad, viene fundada en la inutilidad de mantenerlas vivas, cuando, en realidad,
susodichas personas pueden ser de muchos usos a la sociedad, realizando, citaré un solo
ejemplo aunque puedo daros más, algunas tareas cotidianas que los niños sean
incapaces de realizar y que los adultos no realicen por falta de tiempo. En consecuencia,
por todo lo dicho, vuestra animadversión a la gente mayor el resultado de un capricho y
no un respetable estándar de vida – orilló orgullosa de haber logrado provocar a aquel al
que pretendía y con cuya valerosidad jugaba.
– ¿Te crees muy inteligente, verdad, tratando de desvirtuar lo que hasta ahora yo
he dicho? Bien, bien. Concluyes, al final, que la única edad en la que se puede disfrutar
de la vida es en la vejez, pero te hallas equivocada a muchos niveles, ya que en
cualquiera de las edades que tú has mencionado, soslayando, quizás, la primera infancia,
en donde tenéis toda la razón en afirmar que uno no puede disfrutar de los placeres por
no ser consciente, siquiera, de la individual existencia, es posible obtener dilatado
disfrute siempre que se pueda compaginar diestramente con el resto de actividad, salvo,
EL DESTINO DE CORNELIUS
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claro está, en la vejez, que es enemiga de todos los placeres. Tan tronchada esta la
blanca osamenta cuando uno alcanza tan pudenda edad que, dolido por doquier, es
imposible hallar disfrute alguno, ya que cualquier esfuerzo que se realice acaba
feneciendo siempre en terribles dolores. Y esto mismo impide, a la par y en la misma
medida, que los ancianos se tornen en seres útiles para la sociedad, son solo una astrosa
carga de la que nos deberíamos, tan presto como pudiésemos, librar; atiende, desde un
punto de vista intelectual, aunque te veas tentada a decirme que el haber transitado por
casi la totalidad del estambre de la vida les ha proporcionado una dilatada inteligencia,
aunque me digas aquella inveterada máxima que alega que el demonio sabe más por
viejo, los ancianos son seres inservibles, sus mentes han quedado tan dañadas que no
tienen uso alguno, por más simple que sea la tarea que se les mande ellos siempre la
realizarán empleando más tiempo que el joven o que el adulto, pese a que al final
pudiesen concluirla exitosamente; por otro lado, nada hay que decir a cerca de la
posibilidad de que sean empleados para los quehaceres que impliquen al físico, por los
motivos obvios ya aducidos anteriormente. Si la sociedad fuera un inmenso barco, ellos
serían una inútil ancla – sentenció finalmente el muy disoluto. No obstante, cuando
María abrió la boca para replicarle, cortándola, prosiguió diciendo – No, no, a mis
palabras no quiero que se les siga una réplica ante tan agradable Sol, dejemos ya el
tema, ese viejo ya se ha ido y no tengo más ganas de seguir platicando sobre este tema,
pues solo hacer mención de ellos ya se me presenta como algo completamente
aborrecible.
– ¡Espera! No pretenderás, mameluco petulante, que, habiéndote tú tomado la
libertad de rebatir todos mis argumentos, quede yo ahora callada, ¡no caerá esa breva!
Sin embargo, como yo también estoy cansada de departir sobre estos temas, y como la
necesidad de comer es ya perentoria, si tú cedes, accederé yo a lo mismo, dejaremos
está discusión ahora mismo y la daremos por empatada, no siendo, por tanto, tus
argumentos mejores que los míos o los míos mejores que los vuestros, sino que todos
ellos los consideraremos por igual – dijo sonriéndole –. ¡Va, va! Vayamos a buscar algo
caliente de comer y dejémonos de estas habladurías sobre viejos – acabó diciendo
mientras se levantaba y se balanceaba, coqueta y provocativa, al lado de Torri.
Sería difícil y demasiado tedioso dar cuenta aquí del porqué del comportamiento
de este rufián que, aun poseyendo un aceptable seso, lo dedicaba a fraguar males, y,
además, siendo francos, se trataría de unas explicaciones que no es menester dar ya que
LLORET & SIREROL
se alejan de las desdichas de nuestros protagonista, aunque, por de pronto, con el fin de
satisfacer la curiosidad del lector, bastará con decir que el afán de granjearse un buen
lugar entre sus amigos, sazonado por un ya bien consolidado interés por el sexo
opuesto, y junto con una necesidad de dominar a los demás nacida de su propia
naturaleza, muy probablemente herencia de su finado abuelo, justificaban su nefando
comportamiento. Más ahora, que ya conocemos a este vil chaval, sigamos con las
desventuras y sinsabores del honorable señor que nos ocupa.
****
Era invierno, por lo que, aquel día, Cornelius, cansado tras no poder dormir,
decidió no salir de la cama hasta bien entrada la mañana, cuando el astro rey ya
esplendía ocultado por una tupida capa de grisáceos nubarrones que, amenazantes,
cubrían la cúpula celeste. Tras incorporase, aun sin vestirse, bajó a tientas, pues había
adquirido el ominoso hábito de mantener todas las puertas y ventanas de la casa
cerradas, dándole a toda la estancia un cariz lúgubre colmado por el sordo estertor del
sufrimiento de la vejez, hasta la planta inferior de la casa con su renqueante y trifásico
paso, tratando de no caer al pasar por el sexto escalón, ya que hacía unos años que se
había roto y aun no había reunido las fuerzan necesarias como para emprender él mismo
su reparación, con el fin de, pasando por el angosto pasillo que unía el saloncito
principal con la cocina, prepararse una generosa taza de café que le despejase. El día
anterior, cuando sus casi calvas y canosas sienes se acomodaron en el ya ajado cojín,
cuyas fundas, tras el deceso de Teódula, nunca más había cambiado, pensó que, con el
alborear, se levantaría con renovadas energías y marcharía a la biblioteca de M. con el
fin de proseguir con la estimulante y genialísima lectura de La Princesa de Babilonia de
aquel que se hacía llamar Voltaire, pero ahora, ya pasado el momento de coger el
autobús, se hallaba sumido en una vorágine sentimental que le hacía lamentarse,
plañidero, de haber perdido tan pronto a su amada y de no haber podido bendecir sus
nupcias con la santa descendencia. «¡Cuán feliz hubiese sido yo si ahora, viejo y
arrugado cual abandonada pasa, hubiere podido disfrutar de la crianza de los nietos,
fruto de los matrimonios de mis hijos! ¡Ay de mí, que mis huesos ya no me aguantan y
que muero estoy por dentro!» pensaba y se decía a sí mismo, y acto continuo
pronunciaba quejumbrosos aymés que acababan con el decrépito al borde del llanto;
llanto que, sin embargo, razas veces se solía presentar. Servido el café y sin el menor
remilgo de ánimo como para emplear el día paseando, se acomodó en el polvoriento
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  • 2. LLORET & SIREROL Esta obra dispone de una licencia: Creative Commons Attribution-NonCommercial- NoDerivatives 4.0 Está permitida la difusión del presente texto en su formato digital o bajo cualquier otro formato, no obstante, la omisión de la autoría o falseamiento de la misma y la modificación y/o elisión de partes, así como la comercialización no autorizada, NO están permitidas sin explícito consentimiento del autor. Autor: Carlos Lloret Sirerol. Año: 2018. e-mail: carloslls@hotmail.es Firma:
  • 3. EL DESTINO DE CORNELIUS 1 Si todas las personas que se vieron implicadas en los funestos hechos que marcaron el final de la vida de Cornelius Anderson, o, mejor dicho, en los acontecimientos que forzaron tan truculento desenlace, hubiesen tenido la suficiente probidad como para narrarlos de forma fidedigna, honrando a la fetén y sin trufarlos impunemente de oprobiosas y enconadas falsedades, el sino del viejo bibliotecario no habría sido tan aciago, mas, teniendo en cuenta la gran plétora de mentiras y medias verdades que sobre aquellos astrosos acontecimientos se narraron, el destino final del desgraciado carcamal toma sentido; empero, empecemos por el principio. Cornelius nació en el seno de una acogedora familia obrera afincada en una pequeña puebla rodeada de bucólicas montañas que, siempre que llegaba el crudo invierno, se cubrían por una fulgente capa de nieve que las había brillar como estrellas bajadas a la tierra; era un paraje frío pero idílico. Su carácter siempre fue pacífico, muy comedido, y, si algo descollaba particularmente en el mismo, era su gran sociabilidad y su tendencia a trabar amistad con cualquiera, conocido o no, doquiera que fuera, pues tan afable era; y esta característica, tan suya, no la perdió, como suele ser, por desgracia, habitual, con el inexorable paso del tiempo, de tal forma que, progresivamente, fue dándose cuenta de cuán feliz se sentía atendiendo a los demás. No obstante, pese a esta desmedida sociabilidad, prontamente descubrió dos grandes pasiones, la una, el amor por los animales, cuyo origen se halla en una epifanía infantil, pues, con tan solo cinco seráficos años llegó a ser consciente de la trasparencia del carácter de estos seres, tal que nunca ocultan sus verdaderas emociones, que le duraría hasta el final de sus días, y la otra, la pasión por la lectura, que hizo de él un asiduo lector, no llegando a abandonar nunca la lectura hasta el final de sus días. De joven, cuando aun disfrutaba del hálito de belleza proporcionado por la mocedad, cuando sus sienes aun se hallaban frondosamente pobladas por una hirsuta cabellera, Cornelius no destacaba, precisamente, por ser un excelente estudiante, si bien, tampoco era malquistado por sus profesores, de modo que, cuando creció, era plenamente consciente de que carecía de las aptitudes necesarias para el estudio, por lo que decidió, sin pena ni arrepentimiento, que buscaría un trabajo modesto en su pequeña puebla que le permitiese vivir cómodamente, hallándolo finalmente como custodio de la biblioteca de su pequeño municipio, que consiguió gracias a las amistades de su padre, del cual, por cierto, heredó su carácter, y al tratarse de una faena que solo le requería recordar la localización de los libros. Aquella labor, inicialmente, pese a cumplir con los
  • 4. LLORET & SIREROL requisitos que él mismo había estipulado, como sería un bajo nivel de exigencia y un sueldo moderado, pues no creía necesitar excesiva suntuosidad como para disfrutar del día a día, no le reportó la satisfacción que él había augurado, ya que, en suma, siendo una puebla tan pequeña, su trabajo se limitaba a atender a las poquísimas personas que acudían a aquel sanctasanctórum a lo largo de la jornada. Sin embargo, no obstante de ello, fue pasados tres meses tras el inicio de su labor cuando un hecho fortuito logró trocar sus ánimos: cuando se hallaba ordenando una de las astrosas estanterías de aquel inveterado lugar, sin pretenderlo, uno de los antiguos libros que sostenía con sus por aquel entonces robustas manos, casi como si hubiese, por un instante, adquirido albedrío, saltó de entre sus dedos y fue a parar en el suelo, dejando tras sí a un joven Cornelius que, pese a tratar de empalmar el libro en el aire, tan solo pudo observar, cariacontecido, como el mismo generaba un fuerte estruendo al chocar contra el pavimento. Tras verse obligado a bajar de la pequeña escalerilla de la que se valía para acceder al último anaquel, donde estaba colocando aquellos olvidados libros, nunca solicitados por nadie, tan aburrido se hallaba dada la poca carga de trabajo, que decidió realizar un acto que jamás en sus años estudiantiles había llevado a cabo: decidió leer aquel libro que, fuera por azar o por la voluntad de algún hado, fue a parar en el frío suelo de la vetusta y olvidada biblioteca. No bien hubo empezado a leer las primeras páginas de aquel pequeño opúsculo, encabezado por el críptico y laberíntico título de «Edda prosaica» y escrita por un ignoto Snorri Sturluson, Snorri hijo de Sturla, quedó completamente embelesado por las divinales lides que aquel libro narraba, pues hablaba de un tal Odín, padre de dioses y hombres, que, junto con sus dos hermanos, Vili y Ve, creó el mundo a partir de las partes descuartizadas de gigante primigenio, Ýmir; también hablaba del hijo principal de aquel, Oku-Tor, matador de gigantes y protector de los seres humanos. Fue a partir de entonces, tras la fortuita lectura de aquel prístino tratado, cuando Cornelius paso de ser un estudiante tardo a un asiduo lector, habiendo empezado su personal odisea por los ases escandinavos y continuándola con un prolijo estudio de aquellos celestiales númenes moradores del nevado Monte Olimpo. ¡Y cuán afortunado fue el afable doncel al hallarse con tan grato tesoro, pues, céleremente, se torno en el báculo de sus jornadas! Tan radiosa fue la llama que estalló en las sienes de Cornelius que, tras desarrollar un dilatado amor hacia las múltiples mitologías, fue ampliando su rango de lecturas hasta tornarse una persona sabida en no pocos temas. Ítem más, aquello solo fue el resorte que liberó la chispa que encendería una gran fogata, pues llegó a aficionarse, también, a la entomología, tanto a su lectura como a su
  • 5. EL DESTINO DE CORNELIUS 3 práctica, si bien, tan afable era su talante, que fue incapaz, tras enamorarse de la belleza y donosidad de los insectos, de, sádicamente, aguijonearlos para exponerlos, por lo que desarrolló el gusto por perderse en medio de idílicos parajes con el fin de quedar inmerso durante horas observando la grandiosidad de aquellos minúsculos seres. Dada su sociabilidad y sus nuevos conocimientos, sumada a su belleza, las pocas personas que acudían a la biblioteca quedaron fascinadas con él, pues, más allá de su siempre amable sonrisa y dedicación a las necesidades de los demás, demostró ser un hombre inteligente, de modo que su presencia en aquella angosta estancia hizo que no pocos de los oriundos de la pequeña villa se animaran primero a visitarle y, después, a empezar a leer tal y como Cornelius siempre les aconsejaba. Y entre libros y conversaciones, fueron pasando los años…. Sin embargo, sería erróneo hirmar que fueron los gruesos y sapienciales libros de la modesta biblioteca municipal que él regentaba los que le infundieron una boyante felicidad, pues la veleidosa providencia le deparaba algo más: un acontecimiento que marcaría el resto de su porvenir acaeció en las anuales fiestas en honor del “El Alto”. Hete aquí la breve historia de éste último: «Mucho ha por un intrépido cazador, apodado como “El Alto” por su incomparable altura, vio frustrado sus intentos de cazar a un conejo de rápido saltar cuando el mismo, logrando esquivar a los múltiples perros que trataban de atraparlo en múltiples ocasiones tras una larga persecución, se metió en una madriguera foránea a la base de un escarpado acantilado, si bien, tan desesperado intento por parte del animalillo, no truncó el afán del feral cazador, que pasó entonces a introducir duchamente su hurón en el conejuno escondrijo con el fin de que lo hiciese salir. Durante largo rato estuvo El Alto avizorando expectante a que su preciado trofeo asomase las largas y blancas orejas, sin embargo, ni de la presa ni de su compañero recibió noticia alguna, por lo que, preocupado, empezó a apartar las rocas de la entrada, quedando cariacontecido cuando descubrió el motivo de la dilatada tardanza de su hurón: unas vasta cueva, desbordada de preciosísimos e inverosímiles accidentes geológicos, se le presentó ante sus esplendentes ojos, y tal fue la sorpresa del hallazgo que no pudo evitar gritar de admiración y seguir apartando piedras a rodo tan presto como pudo con la finalidad de trasponer la entrada, pues la poca belleza que pudo atisbar desde el exterior ejerció tal magnetismo sobre él que no pudo soslayar el impulso de escrutarla detalladamente; de modo que, pasados unos pocos minutos, lanzóse al interior de la gruta acompañado solamente por el tenue haz de su gastada
  • 6. LLORET & SIREROL linterna. Hallándose ya en el oscuro y frio interior, volvió a exclamar admirado, y aquella exclamación se tornó en la esperanza del pequeño hurón, pues, en reconociendo la voz de su amo, chilló desde allá en donde se encontraba como berrearía una cría perdida en busca de su madre, provocando con ello que el Alto fuese en pos de su compañero. Pero fue durante esta robinsoniana aventura cuando un inesperado traspié del neófito espeleólogo, que se hallaba completamente obnubilado, el muy tunante, pensando los precioso tesoros que allí dentro podría hallar, le segó la vida, pues cayó a una espaciosa gruta de la que ya no pudo salir; en donde dicen algunos que sigue atrapada su desdichada ánima, sollozando perdida en el fuliginosa caverna. Pasados unos días tras el astroso óbito del doncel, una de las múltiples patrullas de búsqueda, organizadas por sus familiares y amigos y capitaneada por los agentes de la ley, dio con el can de “El Alto”, que aun en la entrada de la terrígena hendidura esperaba pacientemente el retorno de su querido amo. Es por él, por este cazador, por quien todos los años, con el fin de honrarle y de agradecerle tan exquisito descubrimiento, pues fue este turístico paraje el que le valió la fama a la puebla, se celebra una animosa fiesta desde hace ya más de cinco lustros.» Hallábase, entonces, hace ya sesenta inviernos, el joven Cornelius tan absorto en la beldad de la glosa de Ovidio, celebérrimo autor que regaló a la humanidad el compendio de más de dos cientos cincuenta mitos griegos, que, pese a que la pequeña urbe brillaba y resonaba bajo el son de la alegre música y del animado y jocundo griterío propio de las fiestas, siquiera se dignaba a levar la mirada de las viejas y apergaminadas páginas de los libros que con tanto ahínco saboreaba, de modo que, casi de forma descarada, permaneció inmoto en su puesto, sentado en su correspondiente silla, con el citado libro abierto sobre su regazo. Empero, tan estrafalario e inusual acto, más infrecuente al ser perpetrado por un joven, fue, sin haberlo él planificado, lo mejor que el acaso le deparó, pues con su alienado talante logró captar la atención de la bella Teódula, de lindas trenzas, una muchacha, tres años más joven que Cornelius, hija de un padre temeroso de la ira de Dios que, ante la precoz muerte de su esposa Séfora, madre lícita de Teódula, decidió dejar la custodia de su impúber hija al fraile de la puebla por considerar que el fallecimiento de su amada era un castigo de «El Shaddai», pues veíase a sí mismo como un impenitente pecador objeto de la ira del colérico Dios, y, habiendo dejado a la pequeña en manos indudablemente más aptas que las suyas propias, abandono su resquebrajada y astillada voluntad a los bebedizos báquicos que, según
  • 7. EL DESTINO DE CORNELIUS 5 decían, abrieron las puertas de su mente al propio demonio, pues acabó tiznado y perturbado el final de sus días, defendiendo que la pequeña urbe, émula de Sodoma, acabaría siendo arrasada por cuatro ángeles castigadores enviados por el todopoderoso para castigarles en pago por sus pecados. Sin embargo, tan onerosos antecedentes no hicieron mella en la lapídea personalidad de Teódula que, pese a haber recibido una estricta educación de la mano de un exigente fraile, resultó ser una abnegada sacerdotisa de los desamparados, tal que se dedicaba hasta su último resuello a los más desfavorecidos, a los repudiados por la sociedad. Era una chica alta, de enjuta facha, ojizarca y de blonda e intonsa cabellera, que le llegaba, ondeante, hasta las caderas pero solo permitía ondear al albur del viento cuando ninguna mirada ajena no se posaba, curiosa o lujuriosa, sobre ella, pues consideraba que, con la fina cabella suelta, daba la impresión de ser una libertina, cuando su más honda voluntad le dictaminada ser una fiel sierva de Dios; de modo que aquel día, como era consuetudinario en ella, se había engalanado con una modesta vestimenta: un bello y cuidado recogido sujetado por una sencilla peineta, una camisa blanca, sin tacha, que no presentaba tampoco ninguna arruga, metida dentro de una larga y ancha falta que le colgaba hasta los tobillos, eran los elementos que componían su comedido atuendo; no obstante, pese a la recatada vestimenta, la doncella era manifiestamente una de las más bellas de entre todas las muchachas, por lo que destacaba sobremanera sobre las mismas aun sin pretenderlo. Hete aquí que, cuando la bella sombra se ennegreció la sabiduría de los inveterados escritos mitológicos, al ponerse ella ante el foco de luz que iluminaba la estancia, pues se sintió irremediablemente atraída por la solitaria figura del joven lector y no pudo evitar entremeterse, quizá por la inescrutable e incomprensible voluntad de la providencia, Cornelius levantó la mirada, algo molesto por habérsele interrumpido cuando leía sobre las chanzas del veleidoso Cupido y sobre como las mismas hicieron caer en desgracia a la desdicha Dafne, para hallar una angelical figura flanqueada por una brillante aura, casi celestial, que le contemplaba, henchida de franca curiosidad, con una sonrisa casi batiente y expectante por obtener una respuesta. Sería equívoco afirmar que él quedó inmediatamente prendado de Teódula, mas si los ángeles existen, tal sería el impacto que causarían sobre el ánima de un terrestre, pues, pese a su extraordinario don de gentes, pese a su dilatada capacidad de tratar con el prójimo, por muy ilustre que este fuere, Cornelius quedó impávido ante aquella meliflua figura, no sabiendo qué palabras
  • 8. LLORET & SIREROL debía utilizar para dirigirse a tan patricia persona. Y, aun siendo él quien, finalmente, pasados unos largos segundos, hizo ademán de hablar, fue ella quien tomó el cetro de la palabra, quedando las frases que pronunció con su dulce voz hondamente guardadas en las ahora viejas remembranzas del viejo decrépito, pues, estando ella dotada de una gran afabilidad, dirigióle una agradable lisonja al desconocido; le dijo la doncella, enhiesta pero mientras reclinaba suavemente ante el desconocido: – ¡Cuán agradable se hace a los ojos ajenos ver que alguien dedica su invaluable tiempo a expandir los confines de sus mientes con la lectura, pese a que los demás oriundos del pueblo se hallen festejando en el exterior dados a la jocundidad y a la desembarazo! – injirió la chiquilla – ¿De quién son, decidme si queréis, las palabras que tanto os absorben y que hacen que vos permanezcáis apartado del alegre tumulto, que baila al ritmo de la armoniosa música? ¿Y cuál es la sabiduría que amaga, si es que serías vos tan amable de hacerme partícipe de ella? – preguntó henchida de sincera curiosidad con su dulce voz, agradable a todos los oídos, medio ensombrecida por las folclóricas canciones que por entonces sonaban vivamente y que eran escuchadas doquiera que uno se hallara. Cornelius no supo, in primis, que contestar, tan sorprendido se hallaba, por lo que, mostrándose poco perito en el arte de tratar a los demás al estar crispado por la súbita aparición de la muchacha, contestó con indecorosas palabras: – Ovidio es quien las firma, querida – dijo en un tono innecesariamente condescendiente – Y esos conocimientos que me instáis, aun cuando no os habéis presentado – añadió torvamente –, que os trasmita son los que siguen: el autor fabla de la osadía y del el pago de la misma para quienes osan desafiar y se burlan de la voluntad del caprichoso Amor y sobre cómo los sinsabores de los amoríos, aun provocados por uno de los amantes, pueden derivar en el mefistofélico fin del otro. Así, en el relato que me ocupaba hasta que vos, que no parecéis en absoluto interesada en sustraer algún interesante libro de este sanctasanctórum, prorrumpisteis casi a hurto en la estancia, cuenta como Cupido, Eros, nacido del propio Caos primigenio, que todo lo poblaba antes de la era de los olímpicos dioses y de las cuatro edades de los hombres, sintiéndose burlado por Febo Apolo, hijo de Leto, de blonda cabellera y de bruñido arco de plata, le disparó una flecha de amor cuando éste miraba a Dafne, hija de Peneo, pero no sin antes haberle acertado a ésta última una flecha roma, que le hizo rehuir al joven
  • 9. EL DESTINO DE CORNELIUS 7 dios, tan enamorado de ella y que supuso su primera amada. Empero – prosiguió Cornelius con una consumada grandilocuencia –, no queriendo ella con nadie contraer matrimonio al haber sido herida por el rencoroso querubín, huía tan luego como veía acercarse al poseído Delios; sobrenombre que se le daba a Febo por ser nacido en la Isla de Delos, por cierto. Tal fue la desesperación de la joven, en viéndose perpetuamente perseguida, que ploró a su padre Peneo para que la salvara; y éste, al punto que su infortunada hija acabó su súplica, hizo que su pecho se recubriera de corteza, que sus cabellos se tornaras hojas, sus brazos, ramas, y sus antes rápidos pies, raíces; convirtiéndola así en un laurel. Así pues, no pudiéndola desposar, Apolo la hizo su árbol y la honró haciendo que los vencedores lucieran sus magnas hojas. Esta es la historia, contada brevemente, que hasta ahora me ocupaba – dijo sentenciosamente sin ser consciente de que, según las viejas creencias de la mitología que tanto le agradaba, la propia joven hubiese podido ser Citerea disfrazada, habiendo provocado, con sus onerosas palabras, la cólera de la afrodisíaca deidad; si bien la joven se holgó de oír tal historia contada con la pasión que lo hizo Cornelius, que indicaba que él sentía verdadero amor por aquellas cosas. De este modo, haciendo ella alarde de su gran templanza y siendo consciente de que cualquier palabra que pretendiese zaherir aquellos relatos ofendería al joven, ella respondió mientras se llevaba sus níveas manos a la cara: – ¡Cuán funesto fue el destino de aquellos de quien me habláis y en qué desgracia tan profunda cayó aquel Dios que desafió al pequeño ángel, arrastrando tras sí a su amada! – exclamó verdaderamente sorprendida, dirigiéndose a continuación al torvo bibliotecario con estas aladas palabras – Le agradezco que me haya narrado tales historias y me disculpo por mi completa falta de tacto al haber irrumpido en su mitológica ensoñación sin haberme siquiera presentado. ¡Más nunca es tarde para enmendar dicho error! ¿No os parece? – dijo exhibiendo una perfecta hilera de blancos dientes – Me llamo Teódula, hija de Melquíades y Séfora, pero criada por el buen fraile – y añadió antes de que él pudiese contestar – ¡No os preocupéis, marcho ya hacia donde me esperan y no os importunaré más con mis veleidades, pues hay quien solo hace feliz a los demás cuando se marcha! Adiós – y, acabado esto y hecha la condigna genuflexión, la muchacha dio una grácil vuelta sobre sus talones y traspuso prestamente la entrada de la biblioteca, dejando al joven completamente pasmado y sin saber qué añadir.
  • 10. LLORET & SIREROL Mas hete aquí un hecho sorprendente, y es que pese a la rudeza del encuentro, Teódula se llevó una grata imagen en su corazón, pues le pareció que Cornelius era un hombre sabido que, no obstante de estar empecinado en leer inveterados relatos sobre inexistente y paganas deidades, trataba de alzarse hasta la vera efigies de Dios, luego debía ser un hombre docto digno de respetar y de ser atentamente escuchado, pues muchas verdades habría aquilatado de aquellos que existieron mucho ha y que inventaron tan épicas historias a cerca de númenes y de hombres; y así, con esta agradable impresión final, que alígeramente se impuso a la acritud que Cornelius, aun sin malas intenciones, había manifestado, se fue la muchacha a la alegre francachela en la plazoleta principal del pueblo. Asé pues, fue el joven doncel quien se quedó con ácida sensación tras el breve encuentro, ya que, cuando la bella se marchó presurosamente ahuyentada por su desabrimiento y él recuperó la razón, antes perdida merced de la beldad de la muchacha, dióse cuenta de cuán pueril había sido su comportamiento, y se sintió, en consecuencia, grandemente turbado por aquel pequeño incidente, más aun teniendo en cuenta que tan ingrato recibimiento como el que le había dado derivó en que ella acabase por no querer ni saber su nefando nombre. Pese a tan desagradable encuentro, decidió Cornelius que no debía turbarse por ello, pues creyó que, en el fondo, había sido él el injuriado al haber la joven interrumpido su momento de tranquila lectura, y, así, siguió leyendo hasta el final de la jornada sobre Io, Argos y Siringe. Al orto, cuando el Sol brillaba ya anaranjado sobre unas montañas azuladas, acompañado por una rosáceas nubes, se fue el joven hacia su modesta morada, situada no lejos de la biblioteca, a tan solo dos calles, girando a la izquierda por el extremo norte de la biblioteca, avanzando por la calle paralela y torciendo a derecha para, al final de una pequeña pendiente, agradable de bajar por las tardes pero fatigosa de ascender por las mañanas, hallar su vacía casa. Dado que el día siguiente sería domingo, diada que él reservaba para descansar acompañado de un buen té verde, decidió prolongar su lectura por unas horas más, por lo que se quedó sentado en su cama leyendo hasta que sus párpados pesaron más que su voluntad de seguir aprendiendo más. Cornelius no era excesivamente soñador, ni muy imaginativo tampoco, por lo que nunca solían los sueños y las pesadillas hacer de su dormir un huracanado descanso, si bien aquella oscura noche, en donde las estrellas fueron tapadas por densos nubarrones, soñó vívidamente: revivió por entero lo acaecido con la tal Teódula, aquella manceba que tan
  • 11. EL DESTINO DE CORNELIUS 9 pía aparentaba ser, pero esta vez, en los confines de su noctívaga imaginación, no todo sucedió de la misma manera, sino que fue esto lo que pasó: «Cuando el Cornelius de los sueños se mostró altanero con Teódula, ésta dejó de serlo, pues tan presto como él acabó su abyecta y altisonante perorata, en la que hacía alarde de conocer los entresijos de los sacros númenes, la remilgada Teódula se transfiguró en la tan sapiencial como belicosa Minerva, vestida con su panoplia y armada con la sacrosanta égida, en la que lucía la cabeza de la única mortal de entre las tres gorgonas, hijas del Dios del Mar, la malhadada Medusa, que le habló de esta forma: » – ¡Tú, rufián! ¿Cómo os atrevéis, más que tunante, a dirigiros a una diosa con tan encopetadas palabras? Con intenciones buenas me presenté ante vos, ¿y de esta guisa me lo pagáis, creyéndote un hombre versado en los saberes de los dioses, para nadie accesibles pero completamente escrutados por vos? No quedarán sin castigo vuestras bajezas, pues habéis ofendido, vasallo, inope, a los que reinan desde el nevado Olimpo creyéndote digno de contar sus lides, mas ahora ya no podréis hacerlo, pues yo, hija de Zeus Crónida, amontonador de nubes, padre de hombres y de dioses, os lo prohíbo – sentenció encolerizada la diosa. » Ante tan gran severidad intentó él, empequeñecido y sintiéndose como un indefenso niño siendo amonestado por su madre, disculparse, pues no era su intención ofender a tan preclara deidad, pero estando tan desconcertado al haber recibido la visita de una diosa no pudo sino balbucear unos pocos sonidos guturales, que no hicieron sino enfurecer aun más a la laureada diosa. Viéndose entonces Atenea, la de los ojos de lechuza, doblemente ofendida, hizo que la cabeza de aquel desagradecido se quedará casi calva, lo empequeñeció y lo dividió en tres partes, una cabeza con unos grandes ojos, un cuerpo alado y un tórax provisto de un largo pero endeble aguijón; le metamorfoseó en una zumbante abeja, para que no pudiese narrar nunca más las chanzas de los venerables dioses». Entonces, acabado el sueño, despertó bañado en sudor y creyéndose partícipe de las advertencias de la diosa, y, quedando insomne en medio de la noche, no logró reconciliarse con la blanda almohada hasta haber tomado la resolución de disculparse debidamente con la nívea joven, Teódula, a quien había zaherido con su impúdico comportamiento; no volvió a soñar durante el resto de la noche. Fue pues la mañana siguiente, cuando, resuelto a ser exonerado de su anterior comportamiento, interpretó el sueño de forma profética, creyendo que su transformación
  • 12. LLORET & SIREROL en abeja respondía a la necesidad de cubrir de flores a la joven tan malsanamente vilipendiada por él con el fin de redimirse y de poder evitar el funesto destino que la diosa le había augurado; lo cual le llevó, en tanto el Sol alumbró lo suficiente los anchurosos campos, a recolectar ceremoniosamente una gran copia de bellas y bien formadas flores silvestres, con en el fin de entregárselas a la damisela. Hecho el ramo y ya de camino hacia la Iglesia, pues sabía que, si había sido criada por el fraile, debería poder hallarla en tan sacro emplazamiento, pensó que un pobre ramillete de flores, aunque la varona fuese muy humilde, no sería lo suficiente como para que su falta le fuera perdonada, luego que resolvió que, de parecerle bien a la muchacha, le llevaría al monte más alto de entre los circundantes con el fin de cumplir un doble cometido, en primer lugar, para poder enseñarle los idílicos parajes que a lo largo de sus expediciones entomológicas había ido descubriendo y, en el segundo, siendo esto lo más importante, para narrarle las venerables historias relativas a Palas Atenea, ya que, amedrentado por el advenimiento de la diosa, infirió la necesidad de ensalzarla debidamente mediante la bella glosa, no viéndose él capaz de, como se hacía en los libros, rendirle culto ofreciéndole una suntuosa hecatombe. Sin embargo, pese a haber tomado esta resolución y aun siendo consciente del tranquilo carácter de la muchacha, creyó poder ofenderla si le narraba historias sobre, desde su perspectiva, falsos dioses, por lo que decidió que no procedería de manera tal, que no le contaría dichas historias, a menos que Teódula le diese su consentimiento. De este modo, teniendo presentes todos estos pensamientos y habiendo tomado la definitiva resolución, llegó el joven a la plazoleta que daba paso a la Iglesia y, después de trasponer las bruñidas puertas de acero bien trabajado que custodiaban la entrada y tras haberse purificado y santificado antes de entrar en la casa de Yavé, halló a la muchacha contemplando quedamente los brillantes cirios que, colocados en la parte izquierda de la sala principal, en pasillo anexo separado de los bancos por encimadas arcadas, acabadas en punta, ardían en honor de los muertos. Esta vez, puesto que las municipales festividades habían terminado la víspera anterior, Teódula vestía de una forma más modesta, de modo que había añadido a su atuendo un negro velo que, cuidadosamente colocado alrededor de su esplendente figura, la cubría desde la cabeza hasta la cintura, mas no le restaba ninguna fracción de su natural belleza. Fue ella quien, tras haber dado un súbito movimiento de cabeza al haber detectado la presencia de alguien, tomó la palabra, y, obedeciendo a su natural garbo, le habló con delicadeza.
  • 13. EL DESTINO DE CORNELIUS 11 – Cuan extraño es veros sin las narices entre las páginas de alguno de sus libros, querido Cornelius, pues así me han dicho que se llama usted – dijo sonriente, alegre de volver a ver a quien le había suscitado una gran curiosidad – Si venís – continuó – en busca de Fray Joan para confesaros, lamento traeros un mal nuncio, pues se ha marchado montando en su mula al pueblo vecino a hacer unos recados, empero, no creo que demore su retorno en demasía, no más allá de las cinco de la tarde, hora en la que podréis venir a buscarle nuevamente, si ese es el deseo que os ha empujado hasta este santo lugar. Sin embargo, como es la primera vez que venís por aquí – añadió vivarachamente – permitidme que os pregunte a qué habéis venido, no sea que esperéis innecesariamente al fraile pudiendo ser yo quien os satisfaga. Decidme pues. – Teódula, pues ese me dijisteis que era vuestro nombre ayer cuando, sin aviso, vinisteis a mí, no son, como bien preconizabais, motivos de índole religiosa los que me han conminado a apersonarme ante vos, sino que es el remordimiento el acicate que me mueve – habló sinceramente mostrando un rictus de clara verecundia –. Ayer, tan absorto me hallaba en mis habituales lecturas, que vuestra grata visita no fue correspondida con un comportamiento solícito, mesurado, sino que, por el contrario, mostré yo, casi asustado, una rudeza impropia de mí. Permitidme, dado lo acaecido, rogar por vuestro perdón, y tomad vos este ramo – añadió mientras le extendía las flores, que ella recibió levemente ruborizada ante tan inesperado comportamiento –, símbolo de mi arrepentimiento – sentenció finalmente. No bien hubo ella asido las flores, una abeja, aparecida allí como por ensalmo, prorrumpió en la estancia de entre las mismas y se perdió rápidamente de la mirada de entrambos, que quedaron sorprendidos ante la presencia del alado insecto. Hete aquí algo curioso, y es que cada cual le dio a tal advenimiento su personal interpretación: para Cornelius fue una personificación de la diosa, que, marchándose prestamente por el aire, se mostraba satisfecha de sus actos, y, así como un amo perdona a su siervo después de que se le haya exonerado de una falta, así, del mismo modo, él se sintió perdonado; y para la dama, aquella abeja representaba una señal del Hijo del Hombre, de Jesús el llamado Cristo, mesías anunciado por los profetas, que daba su bendición a aquella nueva amistad, de tan inicua manera un día ha iniciada. Fue ella quien retomó la conversación, pero no sin antes conducirle hasta una pequeña sala adyacente al altar, un pequeño despacho en donde podrían hablar sosegadamente, huyendo de los ecos en la
  • 14. LLORET & SIREROL voz generados por la espaciosa sala en la que se hallaban; llegados allí y habiéndose sentado en dos sillas de madera, dijo ella en tono socarrón: – ¡Vaya! – exclamó – Si ahora resultará que el enconado vocinglero es todo un gallardo caballero que galantea a las jóvenes del pueblo con ramos flores – dicho lo cual, risueña, le guiñó un ojo – Bien, bien, ¿qué clase de mujer pensarías que soy si me mostrara incapaz de perdonar a un arrepentido? Sea pues, os perdono la falta; no os preocupéis más por ella. ¿Necesitáis algo más? – Como diestramente aventuráis, no eran solo un ramo y una disculpa lo que me han hecho venir, no, sino que, además, vengo a haceros la siguiente proposición – dijo él mientras ella, que había notado el claro nerviosismo de su interlocutor, con el fin de generar un ambiente más informar, se arrellanaba cómodamente en su asiento –: dentro de dos días, con el buen tiempo, marcharé yo hacia la Carena – así se llamaba el monte más encumbrado de los aledaños del pueblo – con el fin en mente de pasar allí un día tranquilo deleitándome con cantar de los pájaros y con la observación de los insectos y de los eclécticos parajes que la naturaleza nos ofrece; carezco de conocimientos sobre ornitología, más, si me honráis con vuestra presencia, podré haceros partícipe de los misterios del mundo de la entomología, y, en añadidura,… – e iba ahora a proponerle hablarle también circunstanciadamente sobre las hazañas de Palas Atenea, ya que, según los nocturnos presagios tenidos, así debía proceder, pero fue ella, sin dejarle hacer al joven su propuesta, quien, tras incorporarse, le habló fingiendo estar confundida a la par que ofendida: – ¡Cesad inmediatamente tan desvergonzada proposición, pues avanzáis como un corcel desbocado! – terció mientras se le dibuja en la faz una sonrisa guasona; y prosiguió en claro tono de burla – Primero, venís vos a mí, tras ofenderme ayer, y, a modo de disculpa, me regaláis un bonito ramo – dijo mientras señalaba las flores, que esplendían sobre la mesa iluminadas bajo los haces de luz solar que manaban de la enrejada ventana – y me tratáis como a toda una damisela, empero, ¿cómo os atrevéis, ahora, deslenguado impetuoso, a hacerme tan indecentes proposiciones? – sentenció mientras se colocaba los puños cerrados sobre los flancos de su cadera queriendo dar una satírica apariencia de autoridad –. Pretendéis, si no entiendo mal, que yo, una mujer a la que apenas conoce y de la que muy poco sabe, me vaya con usted a solas a un páramo desconocido más allá de las lindes del pueblo, ¿es eso lo que me proponéis?
  • 15. EL DESTINO DE CORNELIUS 13 No obstante del claro tono burlesco que ella había adoptado queriendo fingir estar ofendida, pues realmente había Cornelius despertado en ella la necesidad de conocer a tan extraño personajillo, pensó él que había procedido de forma poco ducha, por lo que esbozó una improvisada justificación de aquella, en realidad, precipitada invitación al campo, y dijo humildemente creyendo haberla ofendido con sus atrevidas insinuaciones: – Bienadquirida Teódula, mujer santa, no pretendía blasfemarla yo con mis incircuncisas proposiciones, sino que detentaba redimirme de mi anterior comportamiento invitándola a pasar el día conmigo y haciéndola partícipe de los pocos conocimientos que he podido ir acopiando gracias a la ventajosa posición que adquirí como bibliotecario – y, acordándose del pacto silente que con la diosa debía cumplir, añadió –: quería decirle que, además de lo comentado, me gustaría endulzar sus venerables oídos con las gestas de los antiguos dioses griegos, si es que me permitís que, habiendo yo empezado a hablarle de ellos, le cuente tales historias. Sin embargo, si os parece que no soy digno de estas confianzas por ser aun un desconocido suyo y de los suyos, decidme otro modo en que pueda yo obtener su perdón, pues creo haberla ofendido – concluyó. Creyendo ella que Cornelius le seguía el juego de la burla, pensando que entrambos habían adoptado el tácito pacto de rebajar la tensión de la conversa, una risa hilarante prorrumpió en el orbe de los dientes de Teódula, pues hablóle él con tanto refinamiento y con un tono excesivamente cordial, que la escena, tomada en conjunto, le pareció tremendamente cómica y divertida; pero fue en aquella accidental confusión, en que cada cual jugaba en distinto plano, en donde el corazón de él empezó a latir diferente ante la presencia de la muchacha, pues fue tan angelical sonrisa, tan musical y armoniosa, dotada de un singular e intangible magnetismo, la que hizo que Cornelius empezara a quedarse prendado de ella. Al punto que hubo reído ella lo suficiente, aun un tanto extrañada por la súbita mudez de él, fabló de esta manera: – Hete aquí lo que haremos, si vos mostráis vuestra aquiescencia, como el Sol no calienta aun lo suficiente como para que andemos pululando por los alrededores de buena mañana, pues si uno marcha tan tempranamente por los campos quedará bañado por la suave capa de rocío matinal, que sobre los labrantíos se cierne, quedaremos a las diez en punto, ni antes ni después, cuando el astro ya esté lo suficientemente alto, allá al
  • 16. LLORET & SIREROL final de la avenida que da en dirección a la Carena, en el pequeño cruce que va hacia al cementerio, dado que me figuro que ese es el camino que habréis resuelto en tomar por ser el más directo hacia la montaña y, entonces, tomaremos rauta hacia allá a donde queráis llevarme y yo escucharé gratamente todo lo que me queráis contar, sea sobre pájaros, insectos u olímpicas deidades y, en suma, todo lo que deseéis. No obstante, son tres las condiciones que necesito que cumpláis, la primera es que me traigáis una rosa, que ambos ofreceremos a la desventura Urraca cuando pasemos por el cementerio, haciendo, por ende, una rápida parada en el cementerio para entregársela, la segunda es que seáis vos, ya que sois el invitador, quien se encargue de la comida y la tercera es que, bajo ninguna circunstancia, podremos demorar nuestra campestre excursión más allá de las cinco. ¿Qué os parece esta resolución? ¿Os place? Aceptad o no lo hagáis, pero decidme, pues los quehaceres de este lugar me requieren ya, y vos deberías ocuparos, igualmente, de los vuestros. – Así lo haremos – dijo Cornelius lacónicamente –. Y acepto todas las condiciones de las que me habláis, sin excepción alguna. – Bien pues, procederemos de tal forma dentro de dos días, tal y como lo hemos resuelto – dicho lo cual se levantó de la silla y, gestualmente, conminó a su compañero a que hiciera lo propio –. Ahora, lamento tener que pedirle que se retire, ya que, como le he dicho y como asegundo, hay ya asuntos clericales que no admiten más demora. Os acompaño hasta la puerta, buen doncel – concluyo mientras le indicaba la salida. Cuando ella se hubo despedido de él con una comedida genuflexión a las puertas de la Iglesia, marchó Cornelius hacia la biblioteca, que ahora se le presentaba como un lugar frio e inhóspito lejos de la seráfica sonrisa de Teódula, que, con sus juegos vivarachos y su preciosísimo sonreír, había logrado secuestrarle su blando corazón, propenso a enamorarse. El camino hasta la biblioteca, que conocía perfectamente, lo anduvo como un autómata dirigido por alguna voluntad incomprensible, dado que, tan turbado quedó por la beldad y por el proceder de la joven, que se movía preso de alguna fuerza desconocida que lo hacía andar zozobrando sin comprender a dónde se dirigía; y pasó aquel día completamente abstraído; obnubilación que no se desvaneció hasta que el dulce Hipnos se enseñoreó de sus cansados párpados. El día siguiente, pese a presentarse a la hora de siempre en la biblioteca, lo pasó descalabazándose a cerca de qué debía llevar para comer, y las preguntas que le turbaban podían contarse por
  • 17. EL DESTINO DE CORNELIUS 15 centenares, una más básicas, como preguntarse sobre los gustos culinarios de ella y sobre cuánta comida debía llevar, y otras más abstractas e innecesarias, como su preocupación a cerca de la elección de un sitio ideal en donde yantar. In fine, pese a que muchas de sus divagaciones permanecieron irresueltas, acabó orillando que la forma más acendrada de proceder consistía en preparar una buena cantidad de zumo natural acompañado de un buen surtido de panes rellenos de múltiples manjares. Además, pensó que también debería llevar agua, puesto que la podrían necesitar a lo largo del camino, y también resolvió que prepararía una pequeña ensalada para la comida, pero sin cebolla, pues, aun siendo su primera cita, si es que podía considerarse como tal, Cornelius tenía la huera expectativa de poder robarle un beso a la linda muchacha; cosa que no admitiría si se le preguntara directamente pero que innegablemente ya anhelaba. Entre estos y otros pensamientos, entrecortados por las breves visitas de algunas personas a la biblioteca, las cuales gustaban de charlas amistosamente con él, pasó enteramente el día sin haber leído ni una sola página. El día señalado decidió que, si se presentaba ante la damisela sin obsequio alguno, pecaría por no haber demostrado la suficiente gallardía, por lo que decidió, aun consciente de que estaba recurriendo a la misma treta, ir a recoger al campo unas pocas flores más, si bien, habiendo tenido la experiencia previa de que la señorita las aceptó muy gustosamente, procedió de forma un tanto más tranquila, por lo que se cuidó de seleccionar las más frescas y coloridas de entre todas. Tan desbarajustado se hallaba entonces, mientras recogía las flores que no recordó que una de las tres peticiones de la muchacha fue que le trajera una rosa para ofrecérsela a la desventurada Urraca, una señora mayor que, aun creyendo estar obrando correctamente, acabó cometiendo un indecible crimen, pero, a pesar de que su pensamiento se hallase más allá de las pasadas peticiones, entre las flores seleccionadas había dos rosas, una blanca y una roja, que conformaban el pequeño ramo junto con tres margaritas y dos claveles blancos más cuatro tulipanes. Llegó veinte minutos antes al lugar convenido, empero, queriendo ser muy puntual y no una persona malhadada de las que se presenta demasiado pronto y hace sentir incómodos a los concurrentes aun cuando estos llegaren con el tañer de las campanas, permaneció escondido en un portal hasta que se acercó el momento dispuesto. Teódula se adelantó unos minutos, ¡y con cuánta fruición vio Cornelius a cercarse a la muchacha! Cuando la vio andar hacia el cruce desde su privilegiada
  • 18. LLORET & SIREROL posición, vestida de forma modesta pero muy pulcra con una ropa algo holgada, lista para enfrentarse a la montaña, su corazón dio un respingo, pues, en un intento casi inconsciente de impresionarla, habíase vestido él con su mejor levita, y fue entonces cuando un casi incontenible impulso le intimó a huir despavorido de la lumbre de la radiosa dama por temor a las represalias, pues, ciertamente, vestida ella para ir a la montaña y arreglado él con traje y empuñando un ramo de flores en la diestra y la espaciosa cesta en la que había colocado los víveres en la siniestra, conformaban entrambos un pareja harto abigarrada. Pero, como la necesidad de verla era muy superior a la vergüenza sentida y al sentimiento de ridículo parejo a su desatinada elección de atuendo, cuando fue la hora exacta, cosa que comprobó iteradas veces en su astroso reloj de bolsillo, amaneció el galán con cuidadosos andares. Fue ella quien, con un tono pícaro, tomo la palabra: – ¡Vaya! – exclamó sonriente – Veo que cuando me decías que eráis dado a los dilatados paseos alpestres me mentías, pillastre, pues andáis vestido como un apuesto caballero, no listo para el lapídeo monte sino para una cita – dijo sonriente tratando de vacilarle – ¡Bien, bien! Veo que me traéis un generoso ramo, cuando yo solo os había pedido una, ¿cuál es para ella y cuáles son para mí? – preguntó poniendo a prueba a Cornelius, que recordó súbitamente ante la pregunta la primera de las tres condiciones dos días ha pautadas. – Todas son para usted – contestó no atreviéndose a tutearla – excepto la rosa roja, que la he rescatado para la señora Urraca. Como podéis observar – prosiguió, tratando de evitar el tema de la vestimenta, mientras levantaba la mano izquierda – he colocado todas nuestras viandas en esta cesta y, como no sabía cuáles eran vuestros gustos, he preparado lo suficiente como para que podáis elegir – concluyó creyendo haber esquivado la saeta, empero, incontinenti, dijo Teódula: – Bien, bien, veo que soy persona muy cumplidora con sus promesas, y ello me gusta desmedidamente – dijo tratando de lisonjear veladamente al joven – pero no habéis mencionado en su discurso el tema de vuestro atuendo, que me parece una elección un tanto osada como para pasearnos por la Carena, que tan encimada es, –y añadió punzante – además espero que no hayáis sido lo suficientemente baladrón como para llevar debajo vestimenta lista para nadar en el lago, cosa que yo ni ninguna dama haría, tan helada como está el agua y tan atrevido como ello sería, ¿verdad? Decidme,
  • 19. EL DESTINO DE CORNELIUS 17 atrevido – acabó tratando de limitarlo y queriendo jugar un poco con el temeroso chaval. – Si me veis vestido así no es por vos, sino por mí, pues me gusta ir arreglado cuando voy al monte, pues para mí, tales marchas en las que me pierdo a mi mismo en la naturaleza, son como un acto religioso, de harmonía con mi estado natural – explicó nervioso y sin saber muy bien que decir –. Y ella, ante la desajustada respuesta, pues era obvio que aquello respondía a su presencia, cosa de la que la doncella era muy consciente, rió coquetamente y, sin añadir nada a lo dicho, emprendió la marcha. No obstante de que el Sol ya brillaba en cielo, derritiendo con sus dorados rayos la escarcha de la noche que cubría a las plantas doquiera que uno mirara, el paseo hasta el cementerio, a través de un camino mal hollado pero flanqueado por encumbrados chopos que daban al paraje cierto grado de majestuosidad, era aun bastante temprano cuando llegaron hasta la marmórea arcada que daba paso al cementerio. Rápidamente Teódula llegó hasta la tumba que buscaba y, tras santificarse, de forma muy ceremoniosa, retiró los ramos que se le habían colocado a la finada Urraca mucho ha, y los sustituyo por algunas de las flores que se le habían entregado, no sin contar antes con la venia de su acompañante, pues solo se le había prometido una a la difunta. Hecha esta pequeña parada, el camino hasta la cumbre de la Carena fue ameno para ambos caminantes, pese que fuera él quieren fuere hablando casi ininterrumpidamente sobre vetustos héroes mitológicos, cuyas historias, que había seleccionado e incluso ensayado en voz alta el día anterior, narraba él grandemente ilusionado y sin casi prestar atención a su acompañante, que le seguía el paso queda y jocundamente. Durante la ascensión Cornelius empezó a transpirar notablemente debido a su inadecuada vestimenta y pese a que, ahora, su sobretodo descansaba bien plegado sobre la cestita, por lo que Teódula, disimuladamente, se ofreció a marcar el paso y a ser ella quien llevara ahora las viandas, considerando que él las había preparado, creyó ella correcto transportarlas. Cuando el astro rey alcanzó su cenit, la andariega pareja alcanzó la cima, quedando ambos rebosantes de alegría ante tan bucólico paraje, pues las claras aguas del lago allí emplazado resplandecían como un espejo y la verdeante flora se presentaba como muy acogedora para comer, luego se sentaron cerca de la orilla y silenciosa pero cómodamente echaron mano de las viandas, tan hambrientos estaban ambos después de andar. Hete aquí que, entonces, sin que él lo pretendiera, logró prendar definitivamente
  • 20. LLORET & SIREROL a la muchacha, no con sus palabras, sino con sus actos: cuando se hallan en las lindes del lago, observando el lento errar de las agua merced del siroco, Cornelius observó como una colorida mariposa, chapoteaba atrapada en el agua y, sin pensar en las posibles y nefastas consecuencias para sus recientemente pulidos zapatos, no dudó en embarrase para alcanzar con la palma de la mano a aquel angelical ser y posarlo dulcemente en el césped, esperando pacientemente a que se recuperara e iniciara nuevamente su almibarado volar; y Teódula observó aquello a voz en cuello, impresionada por la bondad del muchacho. Dijo él: – ¿Sabe usted cuál es la diferencia entre una mariposa monarca y una virrey? – y continuó después de que ella negara con la cabeza – La mariposa monarca es venenosa, mientras que la virrey no lo es. Pero hete aquí lo más curioso de éstas dos, y es que la mariposa virrey supo hacerse a sí misma indistinguible de una monarca, tal que, aun no siendo venenosa, no es atacada por los demás no sabiendo diferenciarla de la otra. ¿No os parece francamente fascinante? – preguntó exultante; y después siguió con una larga e innecesariamente larga perorata sobre cómo habían evolucionado los insectos, no sin detenerse múltiples veces a mitad discurso, para indicarle que ésta o aquella especie que ahora volaba o se hallaba parada sobre una planta se llamaba desta o destotra manera, haciendo mención, de forma petulante, tanto del nombre científico como del común; la joven más que escuchar su discurso intelectualista, con el que trataba de impresionarla pero no lo conseguía, le admiraba a él y se regocijaba en la sincera pasión que demostraba hablando sobre estas cosas. Fue a partir de entonces cuando Cornelius y Teódula empezaron a quedar asiduamente, llegando a encontrase diariamente, aunque fuera por unos someros minutos más allá de la mirada curiosa del padre putativo de ella, que observaba cómo se iba enamorando y encaprichando de un buen chaval que la correspondía y que la trataba debidamente. Pasado un año, cuando se celebraban nuevamente las fiestas del pueblo, Cornelius se hallaba encapsulado en la biblioteca leyendo, pues su enamorada estaba ocupada atendiendo a los parroquianos que acudían a la iglesia en tan señalado día, mas Fray Joan, a sabiendas que tras la comedida sonrisa de su prohijada se hallaba el ardientes deseo de ambular con él, pronto la liberó de sus quehaceres, para que volara presta en busca de aquel. Cuando se hallaron en la intimidad, como ninguno de ambos habría hallado lo que buscaba si se hubiesen reunido con la concurrencia, marcharon hacia el campanario y, sabiendo ella donde se guardaban las llaves, se encaramaron por
  • 21. EL DESTINO DE CORNELIUS 19 las angostas y concéntricas escaleras hasta el campanario, lugar en donde ella selló las palabras de él con un primer beso. Tras la llegada de la quinta primavera desde que se conocieron, Cornelius, a la sombra de los chopos del rio que no lejos de la Iglesia quedaban, ahinojado, como está pautado culturalmente, le pidió que se uniera a él en santo matrimonio, mostrándose ella asaz ilusionada con la petición que desde tiempo ha, en sordina, se hallaba esperando, sin atreverse a ser ella quien diera el paso. Las nupcias fueron sencillas y tuvieron lugar en la menuda Iglesia, sin embargo, la alegría que allí se respiraba no tenía cabida entre las cuatro divinales paredes, tan contentos estaban los enamorados de unirse bajo el techo de Dios. Pronto, pasados unos meses desde el casamiento, el pensamiento de honrar al matrimonio con la descendencia empezó a titilar subrepticiamente en la mente de ambos, impulsándoles ello a cavilar, además, en trocarse de ciudad. No muy lejos, bajando por una serpenteante carretera, quedaba un pueblo mucho más grande que la rústica villa, menos idílicos pero dotados de los más excelentes recursos, así que ellos, pensando en la necesidad de su descendencia de ser educada debidamente y con las miras puesta a que el vástago escapara de las montañas para erigirse como conquistador del anchuroso mundo, tal y como suelen pensar todos los bienquistos padres, concluyeron que debían mudarse. Dicha decisión no se hallaba extensa de inherente dificultad, pues no pocos quebraderos deberían flanquear antes de poder desembarazarse de las rudas cadenas que les ataban al pueblo, siendo el hogar y el trabajo los dos elementos más importantes del rocambolesco panorama. Cuando estos pensamiento hubiéronse consolidado los suficiente en las mientes de los tórtolos, hicéronse partícipes mutuamente de lo que pensaban, estando ambos de acuerdo en que de tal modo deberían proceder. En cuanto al hogar, ni el uno ni el otro presentaban excesivos caprichos, habiendo concertado, no obstante y como era menester esperar, que la casa debería ser lo suficientemente grande como para que cupieran holgadamente una o dos personas más; concluyeron tímidamente haciéndose entrever mutuamente la posibilidad de tener no solo uno, sino dos, beatíficos hijos. Hallaron, poco después de haber comunicado sus ahora ya irrefrenables planes al padrastro de ella y de haber recibido el parabién de éste, una casa que cumplía con sus expectativas en los alrededores del pueblo, no muy cerca del centro, pero, a la par, tampoco lejos del mismo. Era una viejo y roído caserío, de paredes desconchadas, rodeada de un jardincillo de amarillentas y ennegrecidas platas, que conservaba, pese a todo, una
  • 22. LLORET & SIREROL excelente majestuosidad, de aquella que es propia de los edificios bien construidos hace mucho ha por diestros albañiles que no escatimaron ni en recursos ni en imaginación a la hora de levantar el ahora envejecido palacio; tenía cuatro habitaciones y dos baños, suponiendo ello una habitación más de la pensada; algo que, presos del enternecido amor que les anegaba, no comentaron. Tomada la firme resolución de que ésta, y no otra, sería la elegida, la compraron dilapidando todo el dinero que pudieron reunir, resultante de una pequeña ayuda del padre y de la dificultosa venta de las pocas posesiones que los enamorados poseían, y a costa, en añadidura, de un no muy elevado préstamo que pronto saldaron. Al punto que se hubieron mudado, la lar se fue, paulatinamente, desguarneciendo de su inveterada apariencia; en la planta superior, en donde se hallaban tres de los cuatro dormitorios, junto con un baño y una pequeña despensa, se instalaron en la habitación más espaciosa, rellenándola con un gran camastro y un inmenso pero compartido ropero para la ropa, y pasando a acondicionar, aunque de forma sencilla, una de las otras dos habitaciones para que pronto fuese habitada. Finalmente, la tercera habitación, de la que retiraron la cama ya que la misma, de rota, se hallaba inusable, y trocaron la estancia en un despacho, pertrechándola de un escritorio y llenando los muchos estantes y rinconeras que coloraron con los libros de Cornelius, principalmente, y con algunos más que aportó la bienhadada Teódula. La planta inferior, formada por una entrada a cuya derecha daba un saloncito, por un baño, una habitación y la cocina, fue la última en ser arreglada, mas no lo fue con menor elegancia. Lo más remarcable de la estancia, fue el pequeño santuario construido por ella en la entrada, bajo una elegante cornucopia que decidieron conservar, al igual que la inveterada y principesca lámpara de araña que colgaba en el salón, en donde colocó una cruz de madera, que todos los días ella asía y besaba antes de salir de la casa, flanqueada por imágenes de santos y engalanada con frescas flores, que cambiaba regularmente, primero, comprándolas en una floristería, pero, después, cuando el jardín empezó a verdear con los adecuados cuidados, con las flores de su propia entrada. La pequeña odisea de hallar trabajo, aun habiéndose presentado como una dificultad no menor que la del hogar, también quedó resuelta con relativa presteza, pues ella, que fue la primera en ser empleada, encontró faena como ayudante en la Parroquia del Ecce Homo gracias a la recomendación de Fray Joan, que contactó con la misma y recomendó su contratación como asistenta, alegando que la muchacha era capaz,
  • 23. EL DESTINO DE CORNELIUS 21 incluso, de hacer las veces de enfermera, acopiando ella una dilatada experiencia ayudando a los desamparados y errabundos enfermos en su anterior puesto; todas las partes quedaron satisfechas con el trato, recibiendo la parroquia una excelente y abnegada trabajadora y obteniendo ella a cambio un honrado emolumento que la permitiera vivir. Cornelius, poco después de haberse ya mudado al nuevo pueblo, solicitó trabajo en la biblioteca municipal, haciendo ver a la hora de debutar por el puesto sus encumbrados conocimientos y, pese a su manifiesta juventud, su vasta experiencia ejerciendo el puesto, empero, le fue imposible de conseguir, pues ya se hallaba ocupado y el ayuntamiento no se podía permitir contratar un persona de más. Aun decepcionado por este golpe, gracias a la recomendación de la veterana bibliotecaria, quien compadeció al joven recién desposado, encontró trabajo como dependiente en la única librería del pueblo, pudiendo así pasar a retomar sus viejos hábitos de lectura en tanto no descuidaba ni un ápice su sacro quehacer; así, atendiendo a los clientes del establecimiento con sus bien practicadas habilidades de buen tratador de gentes y de excelso hablador, pronto se ganó la simpatía de los que eran los dueños, una pareja de ancianos afincada desde siempre en el pueblo; de modo que gozó nuevamente de sus largas lecturas entrecortadas por alguna que otra persona que deseaba comprar y a la que atendía cordialmente. Hete aquí que, ínterin, cuando trataron de bendecir el matrimonio con aquello que les había movido a realizar aquel gran cambio, un sinsabor cayó como amargo aluvión sobre los enamorados, pues, como le indicaron los médicos, ella era incapaz de concebir a consecuencia, según decían aquellos expertos, de que su matriz era incapaz de alojar la semilla de la vida. Aquel nuncio los resquebró enteramente a ambos, de la cabeza a los pies, quedando harto contristados ante la astrosa situación y cuyo recientemente adquirido hogar se les presentó como una innecesariamente espaciosa mansión que nunca nadie ocuparía. Podría pensarse que, ante tan funesto acontecimiento, el matrimonio quedó dañado, sin embargo, muy al contrario, la pareja rejuveneció súbitamente con amor renovado ya que, no pudiéndose concentrar en la crianza al no poder ella concebir y habiendo resuelto de que no adoptarían a ningún pequeño, pues Teódula interpretó que, no pudiendo, como la bíblica Sara, concebir, permanecer sin hijos era la voluntad de Dios, se concentraron el uno en el otro, y comenzaron a tratarse como en los tiempos en los que se conocieron, con cándido amor que deslumbraba a cualquiera. Así, habiendo quedado trabada la posibilidad de tener
  • 24. LLORET & SIREROL descendencia y estando mutuamente concentrados, entre largos paseos y mucha risa, fueron pasando los años sin que nada perturbara a la ahora feliz pareja, que vivía sencilla pero holgadamente sin olvidar sus rústicas raíces, hasta pasados diez años. Diariamente y sin faltar nunca bajo ninguna circunstancia, ella se levantaba con el alborear, pues las buenas costumbres que le había inculcado su padrastro, que detentaban alejarla de la ponzoña, la intimaban a separarse de las cómodas y algodonosas sábanas tempranamente para preparar el desayuno y para no demorar innecesariamente sus trabajos, de modo que siempre era ella quien primero se apersonaba en la Iglesia, pasando, con el tiempo y con el paulatino aumento de la confianza, a ser la custodia de las llaves de la Casa de Dios. Primeramente, Cornelius se opuso con vehemencia a que fue ella quien acarrease caritativamente con las tareas del hogar, puesto que creía que él mismo, cohabitando solo con ella, debía compartir la mitad, mas, poco a poco, Teódula lo fue convenciendo de que realizaba aquello por gusto, y no por obligación, pasando él a dejarla proceder ad libitum pero no sin antes haberle hecho prometer que, de necesitar ayuda cualquier día y ante cualquier circunstancia, aunque esta fuese caprichosa, le dejaría participar a él de necesitarlo. Así, de este modo, con esta ya bien asentada costumbre, Cornelius se despertaba todas las mañanas en el tálamo, incorporándose dulcemente del sueño cuando la meliflua fragancia del café recién molido y preparado lentamente en la cafetera llegaba hasta la planta superior de la cada, perfumando toda la estancia. Cuando él se cubría con el batín y bajaba al comedor de la planta inferior, a pesar de que el agradable olor del desayuno fuera aumentando conforme uno se acercaba, no lo hacía en pro de la comida, sino que esperaba siempre poder holgarse en la contemplación del matutino sonreír de su bella esposa, que siempre con los brazos abiertos y con un suave beso en la boca lo recibía. Acabado el desayuno, ambos marchaban a la par hacia sus sendos trabajos, no volviéndose a encontrar hasta la tarde, allá a las siete, cuanto tornaban a su morada, siendo Cornelius quien siempre se adelantaba unos minutos, pasando entonces a esperar a su mujer en la entrada del jardín y retirando entrambos, a consuno, a preparar la última comida del día, tras la cual descansaban leyendo junto a la lumbre del chispeante fuego de la lar. Sin embargo, aquella astrosa mañana no fue el aroma del café el que despertó a Cornelius, sino que lo hicieron los rítmicos y contundentes golpes que alguien descerrajó sobre la puerta principal del caserío con el oxidado pero bien conservado
  • 25. EL DESTINO DE CORNELIUS 23 picaporte que, dada su añosa belleza, la pareja había decidido conservar. Cornelius, no bien se hubo despertado, incorporándose, bajo confuso y desaliñado a la planta inferior, en donde halló a un amedrentado Padre Antón, íntimo de su mujer, a quien había conocido mucho ha y que había pasado largas veladas con ellos invitado por su mujer. Antón no era un hombre joven, pero los años lo habían tratado justamente y aparentaba unos pocos menos de los que realmente tenía pese a ser un hombre bajito, calvo y un poco panzón. Tenía un carácter afable y siempre trataba solícitamente a todo el mundo independientemente de su condición, si bien aquella mañana se hallaba neurasténico; cuando Cornelius traspuso la puerta de la cocina, lo halló diciendo estas palabras: – ¡Por la sangre santa derramada en la cruz por nuestro Señor Cristo, es una desgracia! – dijo alarmado como nunca lo había estado antes – Cuarenta, son veinte y otros veinte los que han caído gravemente enfermos y, como no tenían cabida en el hospital, nos los están mandando a la Iglesia, que se ha convertido, como lo fuera mucho ha, en un sanatorio y ahora muchas batas blancas corren acá y acullá atendiendo a las almas desamparadas que por algún motivo están siendo torturadas. ¡Obra del sulfúreo demonio es esta, que los ha condenado! – exclamó lloroso – ¿O es acaso el castigo de Dios por nuestro terrígenos pecados? ¡Ah, pecados capitales, que nos envilecen y taíman en el rojo corazón! – Calmaros padre – cortó Teódula haciendo acopio de valentía – recordad que nunca Dios deja que los males superen a la nobleza de la persona y a cada le cual le da un desafío mesurado. Organicemos rápidamente a todos los parroquianos que se presten y brindemos toda la ayuda que esté en nuestra mano. ¿No cree, acaso, que la Iglesia es el mejor lugar en donde albergar a los que enferman, bajo el techo del Señor y ante la cruz? – dijo retirando la cafetera y poniendo agua a calentar para ofrecerle un té al padre –. Tranquilízate y cuéntame calmosamente, ¿de qué adolecen? – preguntó mientras un legañoso Cornelius entraba aun ensoñado en la estancia y se incorporaba a la mesa tras hacer una reverencia de bienvenida al visitante. – ¡Sí! ¡Sí! – terció Fray Antón ahora un poco más tranquilo ante las ordenadas y esperanzadoras palabras de ella – No hay lugar mejor que nuestro techo para amparar a los aquejados, de ello no albergo yo ni el menor atisbo de duda, querida. ¿Pero cómo podemos ayudarlos? Tienen fiebre, y los médicos tratan de bajársela con bebedizos y otros cuidados, y todos se hallan afectados de fuertes dolores de jaqueca, pero quizá lo
  • 26. LLORET & SIREROL más preocupante es que tosen endiabladamente y no dejan de esputar copiosas cantidades de ennegrecida sangre de sus pulmones. ¡Mórbida neumonía es lo que tienen! Y ya nadie da abasto, querida. Ayer me fui a dormir pensando en el sermón del domingo y hoy la Iglesia se ha convertido en el facsímil del averno, lleno de sufrientes personas – sentenció contristado. – Monseñor, si esta es la voluntad de Dios, hemos de acatarla. Dormiré allí con vos si es menester – dijo resuelta mientras buscaba la venia de su marido con la mirada, que éste le dio silenciosamente con un movimiento de cabeza – y haremos todo lo que los sabidos médicos nos digan, nada más. Capearemos el temporal, no os preocupéis, desayunad con nosotros tranquilamente como tantas otras veces y marchemos cuando acabemos, ahora están en buenas manos. Dicho esto los tres echaron mano de las ya servidas viandas y comieron a placer pero de forma recatada y tranquila, aunque impacientes dada la problemática situación. Cuando acabaron Fray Antón salió a la calle para dejar que los amados se despidieran debidamente, cosa que hicieron en la entrada de la casa. Dijo Cornelius mientras asía las manos de Teódula entre las suyas y se las besaba amorosamente: – Bien, paloma, haz lo que debas, yo confío en ti y soy plenamente sabedor de que vos lo hacéis en mí en la misma y justa medida, así que obrad conforme vuestro corazón os dicte y vuestra mente os ordene, que mi persona siempre os apoyará con los mejores deseos, tal y como os prometí con mis votos, que mantengo – a lo que ella, siendo consciente de que no necesitaba él una respuesta, le besó en los labios después de abrazarlo. Hecha la despedida Teódula asió la cruz bajo la cornucopia para besarla con tan mala suerte que se le mandó un barrunto, una astilla de la santa cruz se le hendió impetuosa en la palma de la mano, haciendo brotar, tras ser retirada sin cuidado alguno, con un súbito tirón, un tenue hilillo de sangre, que rápidamente restañó con un pañuelo. Para Teódula aquello preconizó tiempos convulsos, pues habíase decidido así advertirla, pero nada la pararía, ya que había resuelto que la voluntad del Él era que ayudara a los aquejados. Ante aquello, Cornelius, por su parte, tampoco titubeó a la hora de barruntarlo, pensando él que debía aconsejar a su esposa que se alejase de este pesaroso asunto, mas no osó comentar nada de ello, pues pensó que, ante la resolución de su
  • 27. EL DESTINO DE CORNELIUS 25 amada a ayudar, sus quejas podrían ser malentendidas. Una vez se hubieron ambos cerciorado de que la herida no era sino superficial, marchó ella junto al padre. El camino hasta la Iglesia fue silencioso dado que, estando nuevamente Fray Antón muy exaltado, su nerviosismo le impedía platicar, luego los diez minutos a pie que les separaban de su destino transcurrieron célere pero quedamente. Llegados a la Iglesia, tras haber entrado a la sala principal, hallaron la imagen del propio caos, los bancos, antes colocados en hilera separados entre sí a espacios regulares, habían sido arrastrados y retirados a los lado de la estancia, y ahora el espacio vacío formado por los mismos había sido repletado por múltiples camas y literas, prestadas por las bienaventuradas gentes que habitaban en los aledaños del magno lugar, que eran ocupadas por quejumbrosos y plañideros pacientes, y muchos médicos y enfermeras corrían alígeramente por doquier cumpliendo con sus labores. Entretanto, la recién llegada pareja, se quedó atorada en las lindes de aquel caótico e improvisado sanatorio, sin saber muy bien qué era exactamente lo que debían hacer, hasta que Sixto, el médico más experimentado entre éstos y que, por ende, se hallaba coordinado a todos los demás, les divisó, pasmados, y acudió a saludarlos y a darles nuevas e instrucciones. – ¡Hola! – dijo reteniendo el impulso de darles un inoportuno buen día a sabiendas del desastre allí armado – Creo que no será menester, padre, que le reitere cuán agradecidos estamos todos de que haya dispuesto estas sacras estancias para nosotros – dijo con la respiración algo entrecortada – Bien, bien. Supongo que esta es Teódula, la ayudante de la que me ha hablado – añadió mientras hacía una leve genuflexión – Bien, bien – repitió – escúchenme, lo mejor que pueden hacer ustedes en este momento, si bien les parece, es dar consuelo a quienes más los necesitan, a aquellos cuya vida ya pende. En la parte izquierda empezando por aquí delante, en la tercera cama está Vítores y en la última cama de la derecha está Prepedigna, además, al lado de ésta se halla Canuta, que vuestras atenciones en absoluto desdeñará. ¡Ah! Que no se me olvide, pese a que cuentan ustedes con la protección de Dios, hagan uso de máscaras y nunca se las quiten. Dicho esto Sixto viró sobre sus talones ante la llamada de uno de sus allegados y, sin despedirse ni dar cuentas de lo dicho, se marcho presto. Fray Antón fue a ayudar a Vítores, un hombre de 80 años cuyas esperanzas de sobrevivir eran muy pocas pese a los pantagruélicos esfuerzos del personal, dado que su salud pecaba, por la edad, de
  • 28. LLORET & SIREROL demasiada endeblez, y Teódula, pertrechada con una Sagrada Biblia, se colocó entre ambas señora, Prepedigna y Canuta, leyéndoles santificados pasajes y tratando de consolarlas a las dos. A lo largo del día, cuatro pacientes ascendieron a los cielos, habiendo llegado doce más derivados del centro de salud municipal, que, no cabiendo ya en la reducida estancia, se agolpaban en condiciones nada envidiables. Fray Antón, Teódula y dos mujeres más afines a la parroquia, Afrodisia y Serviliana, anduvieron deambulando incesantemente, ellas encargándose de consolar a los enfermos, leyéndoles y ayudándoles a escribir cartas a sus familias, habiéndose llegado a oír, incluso, la almibarada voz de Serviliana cantando, y siendo él quien se encargaba de dar la extremaunción a los moribundos, todo lo cual, ínterin, los médicos trataban de salvar los cuerpos de los enfermos. Fue al final de aquel día, en el ocaso, cuando Teódula, exhausta y febril, se desmayó súbitamente cuando se dirigía nuevamente a hablar con Canuta, que la reclamaba. Cuando cayó presa de las aguzadas garras de la enfermedad fue Sixto quien personalmente la atendió, mandando a Fray Antón a que buscara a Cornelius, mas cuando estos llegaron, el fallecimiento ya había acaecido, atribuyéndolo ello los médicos al cansancio y a una septicemia fulminante que se instauró a través de la herida que, aun casi imperceptible y por mor del ajetreo, no había sido percibida por nadie y nadie le había recomendado que se la desinfectara o vendara. Teódulo murió a las nueve y cuarenta y siete del ocho de abril, sin testamento y sin haber podido compartir unas últimas palabras. La epidemia pasó, pero oscuros y pesarosos fueron los años venideros para el desamparado Cornelius, que quedó inmerso en un infierno personal privado de la luz de su vida, del báculo de su vejez, de Teódula. Desencantado con la vida Cornelius se sumió hondamente en sus lecturas, tal que nunca volvió a ser el mismo, puesto que su encomiable sociabilidad quedó ahogada en un mar de desesperanza llovido de las lágrimas que derramó por su finada mujer, abandonado en un espacioso caserío que, do fuera a plorar, le recordaba a ella. Así, pese a los múltiples golpes de suerte que le brindo el vivir, como el amor de la hija del dueño de la librería, que él ignoró manifiestamente, o su ulterior traslado al puesto de bibliotecario local, por recomendación de no pocas personas, quedó desvencijado y al borde de la locura. Los días se le hicieron cortos, con la cabeza gacha amagada tras los libros, pero las noches se prolongaron deshonrosamente, pues, estando ella ausente y no habiendo tenido descendencia, la casa se le personaba como una anchurosa mansión de paredes
  • 29. EL DESTINO DE CORNELIUS 27 susurrantes, que le torturaban sañudamente y sin descanso. Su camino, además, no se halló exento de crudas vicisitudes, y quedó cojo cuando, descuidado, se dejó atropellar, pasando desde entonces a tener que valerse de un callado del que nunca se desharía jamás. No pocas veces, insomne, pensó en volverse a mudar allá de donde era oriundo, sin embargo, una vez que lo había resuelto, sus esfuerzos se vieron truncados cuando halló ocupado su viejo hogar, que tiempo ha vendió para adquirir su actual casa, y no viéndose capaz de habitar en otra. Cornelius rezó concienzudamente en estos oscuros tiempos pero, harto y cansado, pensando que su santa consorte había fallecido como sirvienta de un Dios que desalmadamente la había matado cual res, renunció a su fe e, incluso, maldijo a Fray Antón, que nada había tenido que ver con el fallecimiento. Algunas noches, atormentado por múltiples pensamientos y sufriendo un incurable sentimiento de soledad, pensó en quitarse la vida, contando con que el de arriba o bien se lo perdonara por estar haciéndole vivir aquel intolerable tormento, o bien, estando ya condenado a arder eternamente sin consumirse en las calderas del ígneo báratro, ya todo le daría igual, empero, aun cuando más de una vez tuvo un rapto de locura, nunca acopió el suficiente valor como para llevarlo a cabo; de modo que se hallaba atrapado entre el deseo de morir al haber perdido aquello que más amaba y un pequeño hálito de vida cuyo origen desconocía. Fueron pasando duramente los años, convirtiéndose él en un enjuto y cicatero carcamal que no se reconocía ante el espejo y, con forme fue envejeciendo malamente él, lo fue haciendo también la casa que, descuidada de las atenciones que requería, acabó polvorienta y empobrecida. Así, Cornelius hallaba solo esperanza entre las páginas y pasaba horas y más horas sentado en su correspondiente puesto de bibliotecario leyendo a nobles autores y atendiendo a los interesados tan amablemente y con tanta solicitud como los años y las desgracias le permitían. Finalmente, llegada la pautada edad, se jubiló y, habiendo ahora perdido el goce de leer en su puesto, se encapsuló en la vieja habitación de la planta superior en donde descansaban, silentes, todos sus libros. Después, no viéndose capaz de continuar con sus hábitos, halló uno nuevo que le proporcionó un nuevo soplo, pues, si cogía el módico autobús casi vacío que partía a las nueve de la mañana desde cerca del instituto, tras dejar a los jóvenes estudiantes, podía llegar hasta M., un pueblo de tamaño medio que habíase pertrechado de una inconmensurable biblioteca pública, custodiada por Hermenegilda, junto con
  • 30. LLORET & SIREROL otros muchos trabajadores, que hacía alarde con contar con las obras más selectas, incluyendo, ítem más, no solo las obras más reconocidas de los autores sino toda su bibliografía, y, como culmen, el edificio contaba con pequeñas salas de lectura que podían ser ocupadas individualmente por la gente mayor siempre y cuando las reservara con antelación y solo pudiendo disponer de las mismas tres veces a la semana por lapso de dos hora cada estancia. Convirtióse Cornelius en un asiduo de aquel lugar, no desperdiciando bajo ninguna circunstancia sus tres reservas semanales, que le permitían disfrutar, en un lugar alejado de sus pesares y asaz tranquilo, de excelentes lecturas, inclusive algunos libros que, dados sus años o su exclusividad, solo podían ser consultados en la propia biblioteca. Cogía el consabido autobús de las nueve, paseaba, después, con su andar trifásico, por los frondosos parques del pueblo hasta las diez, momento en el que trasponía las puertas de la reservada estancia y se deleitaba con fruición de sus libros; tras ello, a las doce, volvía a pasear quedamente, ejercitándose, hasta las dos, momento en el que, junto con muchos estudiantes que volvían hasta su pueblo, retornada desde M.; realizándolo ello, semana tras semana, sin falta. **** Ángel Torrado, de dieciséis años, más conocido entre sus amigos como Torri, por sus inúmeras fechorías, que alcanzaban casi el nivel de delito, había sido expulsado del instituto de su pueblo, por lo que se vio obligado a matricularse en el de M., lugar donde, sin embargo, seguía comportándose incívicamente, tanto con sus compañeros como con su profesores, diferenciación no hacía. Ahora bien, no se sienta uno proclive a colegir, por su comportamiento aleve, que era un joven carente de inteligencia car, por el contrario, se le había regalado el don de la elocuencia, tal que, guarnecido con un aceptable intelecto, mediante no poca palabrería, siempre lograba convencer a los demás de que sus pensamientos y planes eran los correctos, aunque los mismos en el fondo fueren completamente reprobables. Cierto día, hallábase él, encopetado cual gendarme, levantado ante sus compañeros de fechorías, confidentes de múltiples maldades, que descansaban repantigados en un banco del patio, mientras, fuera de la mirada de los profesores, su fumaban, compartiéndolo, un cigarro; y les arengó de esta nefanda manera: – ¡Ya estoy hasta las napias de ese mequetrefe mercachifle, hoy le caerá buena manta! ¿Cómo se aventura, ante nosotros y ante el resto de la clase, a exhibir tales
  • 31. EL DESTINO DE CORNELIUS 29 comportamientos meridianamente faltos de decoro y de toda muestra de garbo? No hay otra que castigarlo con vehemencia, para que no repita lo que nos ha hecho ya múltiples veces sin vergüenza ni atisbo de arrepentimiento alguno. Esto será lo que haremos – pasando, a continuación, a detallar prolijamente a sus compañeros el papel de cada uno así como las circunstancias en que el simple embeleco había de ser llevado a cabo. El referido “criminal” al que hacía referencia Torri en su discurso era Jacobo Guardiola, apodado con el despectivo sobrenombre de El coleta por una pequeña cola que pendía de la parte posterior de su sien izquierda, un chico menudo cuyos delitos podrían ser resumidos en los siguientes: solíase sentar en mesa más cercana a la pizarra y, por consiguiente, al profesor, con un doble objetivo, atender mejor a las clases y evitar las burlas de sus compañeros, pues, estando cercano a la autoridad no se las podían proferir; lo cual, no provocaba sentimiento positivo alguno entre sus compañeros ya que, viéndose protegido él por el profesor, le desdeñaban constantemente y le ignoraban de forma sistemática. El referido día, el profesor de matemáticas, Carles, como era costumbre en sus clases y en la de muchos otros profesores, tras hacer un somero resumen de lo dado hasta el momento dentro de un determinado tema, pasó a corregir los ejercicios mandados en la clase anterior, empero, se olvidó de brindar las soluciones de los ejercicios extra que había encomendado hacer, ejercicios que toda la clase resolvió a ocultas ignorar pero que Jacobo, desconocedor como era costumbre de los tejemanejes de sus pares, le recordó que debía ilustrar. Así, cuando el alumno estrella indujo al profesor a corregir los olvidados ejercicios, no pocos se vieron obligados a mostrar su clara falta de pericia ante los demás, pese a que Jacobo, al haberlos realizado, como siempre, se mostrase deslumbrante; tal había sido su horrendo crimen. No obstante, a esta acción habría que añadir muchas otras de la misma índole que, aun realizadas sin malicia alguna y más por desconocimiento que por afán de destacar y de recibir los parabienes de los profesores, desquiciaban a los otros alumnos. Jacobo permanecía, pues, aislado de sus iguales, de tal forma que vivía plenamente dedicado a sus estudios y a sus aficiones, sin relacionarse con nadie más que con los profesores y con sus padres, lo cual no hacía sino acrecentar el ya bien afincado problema. Siempre mantenía las mismas rutinas, nunca quebrantándolas ante la aparición de adversidades, por lo que a aquellos que pretendían molestarlo no les era difícil predecir su comportamiento y, en base a ello, adelantarse a sus actos, por lo que el
  • 32. LLORET & SIREROL artero Torri sabía perfectamente cómo actuar, así que aquel día salió velozmente del instituto para adelantarse y colocarse en el lugar acordado. A la salida del recinto, ante las blancas puertas de metal que lo custodiaban, hallábase la dulce María, tan bella como malvada, que, haciendo uso de unas palabras similares a las que Torri había empleado para guiarla, se dirigió al pobre Jacobo de esta manera: – ¡Hola! – exclamó dejando ver estratégicamente su perfecta sonrisa – Si tienes unos minutos, me gustaría hablar contigo a cerca del comportamiento de algunos de los compañeros en respecto a tu persona, que tan mal es tratada algunas veces. Mira – empezó a decir después de que el aludido se detuviese –, yo sé que algunas veces nos metemos contigo – prosiguió mientras le acariciaba dulcemente el brazo sin poder evitar una mueca al ser sabedora de que estaba descacharrando del chaval –, pero tú has de entender que lo que haces en respecto a nosotros y al resto de la clase es indecoroso y hasta vil, pues, ¿te parece bien que por tu afán de caer bien a los profesores, de que te traten delicadamente como a un igual, sacrifiques la reputación del resto de la clase que, no habiendo preparado sus quehaceres como tú, que eres muy responsable, se ve conminada a improvisarlos? Lo que haces es incorrecto y por eso has de parar antes de que la situación, calentándose, acabe afectándonos a todos, amor. Mira, quiero darte una seña de paz, así que acompáñame hasta la parte posterior del instituto, allá donde los huertos ahora ya abandonados, ¿sabes? Bien, vente allí conmigo que allí te espera un regalo especialmente preparado para ti, señor. Acto continuo, ingenuo y bien pensado como era Jacobo, siguió a la muchacha hasta el lugar mencionado, hasta los abandonas labrantíos en la parte posterior del viejo edificio. Una vez adentrados en el vergel, de súbito, emergieron Torri y sus dos amigos pertrechados de muchas y aristosas piedras que, sin el menor atisbo de piedad, vertieron cual aluvión sobre el pobre muchacho, el cual, no bien hubieron empezado a apedrearle, corrió despavorido en busca de refugio; tal fue el castigo que recibió por sus supuestas faltas. Acabado el espectáculo, los implicados, a sabiendas de que el damnificado su boca no osaría jamás abrir por miedo a futuras y más truculentas represalias, se carcajearon gustosamente por la huida de El coleta, que por poco no acabo resbalándose en su atropellada corrida. Después, como el autobús ya había marchado, decidió Torri que se iría a casa con el último, luego, con toda la tarde por delante, convenció a sus amigos de, haciendo caso omiso a las instrucciones de sus sendos padres, quedarse a comer guarrerías en el parque.
  • 33. EL DESTINO DE CORNELIUS 31 Entrada la tarde y ahitados todos de los manjares que más gustan a la juventud, descansaban en el banco de un parque bajo la tupida sombra de un árbol dados a la hilaridad propia de la adolescencia, sin menor preocupación que quedar abandonados a la pueril jocundidad. Torri, desde siempre, había hecho lo posible para que ninguno de sus amigos se apercibiera de sus fogosos deseos hacia la única muchacha que componía el grupo, la consabida María, no obstante, tan manifiestas eran las intenciones tras sus actos, que todos eran partícipes de este secreto a cuatro voces proclamado, a pesar de que, por respeto hacia el que bien podríamos considerar como su legitimado amo, nadie hablaba sobre ello y todos callaban cuando, aun tratando de ocultarlo, le hacía él la corte a la chavala. Aquel día, después de no pocas muestras de dominancia hacia el resto de los chicos del grupo, como, por ejemplo, cuando asió violentamente por el cuello a uno de ellos mientras lo derrumbaba con la mirada por el mero hecho de haber desechado una colilla de cigarro sin su explícito consentimiento, decidió, como solía hacer casi a diario y siempre que contaba con la oportunidad, tratar de hacerla reír, cosa que solía conseguir dado que ella, respondiendo a la dominancia de éste y albergando simultáneamente sentimiento de amor y de rechazo, siempre respondía positivamente a sus mofas. Entonces, con esta intención en mente, procedió a contarles a todos, aun concentrándose en ella, unos chistes que había memorizado el día anterior, pero, no siendo estos lo suficientemente desternillantes como para hacer morir de risa a la muchacha, pasó a hacer uso de un ardid mucho más bajo, y, habiendo divisado a un inope viejecito de lento andar en la cercanía, que bien podemos saber nosotros que se trataba de Cornelius, púsose, descaradamente y ajeno a toda vergüenza, que a cualquier otro hubiera cohibido, y a toda moralidad, a imitarlo maquiavélicamente, exagerando la curvatura de la espalda que la edad había obligado a adoptar a nuestro protagonista y haciendo marcadas muecas con la faz con la finalidad de vejarlo. Con esto último sí logró su objetivo, de modo que sus compañeros rieron malsanamente ante la nefanda imitación del chaval, que, contagiado por las risas y orgulloso de su, en el fondo y en la superficie, despreciable hazaña, también empezó a carcajearse gustoso y libre de toda inhibición. Acabadas las risas y ya todos más tranquilos, María, henchida de curiosidad, no pudo evitar preguntar: – ¿Por qué desdeñas tanto a la gente mayor? Hoy esto y el otro día, a la entrada del cine, no te arrugaste nada en absoluto a la hora de emular los temblores de un ancianito que, apenas llegando su altura a ser la suficiente como para asomarse a la
  • 34. LLORET & SIREROL ventanilla en donde se hallaba el cobrador, era incapaz de sacar los billetes de su ajado y maltratado monedero al no poder controlar las convulsiones de sus manos. Mira, yo sé que es gracioso lo que haces, no te lo niego, y en caso contrario no me reiría, pero no logro entender completamente el por qué y por eso te lo pregunto, así que dime. – ¿A sí, tórtola? ¿De verdad no entiendes por qué me burlo de esos paquidermos cuando el motivo es tan obvio? – preguntó retóricamente mientras preparaba su discurso a favor de sus onerosos actos – Mira, los carcamales me parecen detestables porque son execrables desde múltiples flancos, y no desde uno solo, pues son un dechado de bajezas. ¿Te has fijado alguna vez en la facha de los viejos? Son seres de tres patas, a veces de cuatro si solo pueden andar apoyados en muletas, que, desgastados por el draconiano paso del tiempo, han quedado menguados y arrugados y que, al tener tan deplorable apariencia, no hacen sino herir la vista y todos los otros sentidos de quienes tienen la desgracia de tener que soportarlos, en los viejos ya no hay belleza. Hay quienes no se privan de lisonjear a la vejez, arguyendo que la edad próvida, diciendo que aquellos que tienen la suerte de encanecer y de entrar en esta época de descenso, es una edad de plata en que uno puede solazarse en todo aquello que han conseguido a lo largo de la vida, pero, ¡ah, estúpidos!, que no saben que el ocaso de la vida es un periodo infernal lleno de desesperanza, pues uno, de forma infranqueable, siempre llegará a la solución de que ha desperdiciado la totalidad de sus tiempos mozos, cuando su denuedo aun les permitía matar dragones, de que son unos seres abyectos que no merecen sino la paz de una dulce muerte, a la cual, en el fondo, temen no pudiendo evitar rezar para que esta les llegue sin dolor. Como en un bosque que ha sido recientemente quemado, del mismo modo, los ancianos observan como los ennegrecidos árboles de su alrededor, que antes eran sus amigos, desfallecen, mueren bajo la guadaña de la parca, y se van quedando solos y abandonados en un mundo que les rechaza. ¿Qué iba a hacer el mundo si los viejos no son otra cosa que una pesante carga? Y este es el segundo camino en que los viejecillos pueden ser criticados, ¿os habéis fijado alguna vez de qué sirven los viejos? ¡De nada! – exclamó casi airado mientras alzaba, furibundo, los brazos al cielo – con el paso de los años la mente de estos cenutrios se va arrugando, se va marchitando como se marchita una flor al sol, y acaban siendo personas inservibles que condenan a sus familiar a tener que acarrear con sus cuidados. Son feos a la vista y una carga para la sociedad. Atiende, abre bien los odios que yo te ilustraré cómo se tendría que erigir la sociedad perfecta en relación a la
  • 35. EL DESTINO DE CORNELIUS 33 vejez: a ningún hombre ni a ninguna mujer de más de seis décadas y media se le debería dejar vivir, sea piadosamente mediante medicamentos o de formas más violentas como mediante el ahorcamiento o la defenestración, todos esos seres inútiles deberían perecer sin más recompensa que un agradecimiento por sus servicios. Por eso, amasia María, soy de los que defienden la necesidad de humillar de continuo a esos desastres para la especie, para que, no pudiendo yo darles muerte porque la ignorante sociedad lo considera como un acto ilegal del que sería yo, aun siendo un salvador, ajusticiado, se animen ellos mismos y lo hagan por el bien de toda la sociedad. Deben morir por el bien de todos – sentenció, no pudiendo amagar un clara mueca de satisfacción al haber podido resumir detalladamente su postura en relación a la vejez. Todo lo dicho fue escuchado sin perder detalle por parte de los que allí estaban, y a María, así como a todos los demás, le plugo lo que habían podido escuchar; sin embargo, no queriendo parecer una mensa sin opinión y no detentando que Ángel creyese que, con su palabrería, la tenia conquistada, haciendo acopio de valor, le contestó de esta manera: – ¡Cuán equivocado estás en muchos puntos! ¿Por qué iba la madre naturaleza, que es tan sabia y siempre lo será más que nosotros por más que la tratemos de controlar, a crear algo connatural al ser humano que la acabara siendo tan detestable como nos cuentas? ¿Y si el mundo y todas las cosas que existen en él son obra de la Providencia, cómo iba esta, más inteligente que aquella, a hacer desgraciados a los seres humanos obligándoles a quedar sumidos en ese estado tan deplorable? En la vejez solo hay belleza – dijo tratando de contrariar diametralmente a lo dicho por su compañero – cuando somos infantes aun sin destetar no somos conscientes ni de nuestra propia existencia como individuos separados de los demás, luego no podemos sino disfrutar inconscientemente de los placeres, no siendo correcto, en consecuencia, hablar de verdadero disfrute, no como tal, puesto que no somos verdaderos participes de él, sino que, llanamente, nos queda un mero eco de este mundano disfrutar; después, cuando somos rientes impúberes tampoco podemos nunca llegar a disfrutar de la verdadera felicidad, ya que, pese a que se supere la barrera de la inconsciencia que se lo impide a los bebés, uno sigue siendo lo suficientemente inmaduro como para poder holgarse en el propio disfrute; tras ello, con la adolescencia, aunque uno ya haya madurado lo suficiente y a pesar de que ya sea bien consciente de sí mismo, el placer queda mermado por el libertinaje y el desenfreno inherente a nuestra edad, así que, subsiguientemente,
  • 36. LLORET & SIREROL tampoco sería justo que hablásemos de ello en sentido estricto, puesto que uno anda cual caballo desbocado; a continuación, la adultez tampoco es capaz de aportar mayores placeres, sigue siendo, pues, un periodo fútil a la hora de traer dicha y felicidad, dado que uno ha de ocuparse de los trabajos y de la familia y, a tenor de todo lo que he comentado hasta el momento, podemos hirmar tranquilamente que, do uno mire, la única conclusión que nos es admisible es que solo con la vejez llega la felicidad. Cuando las barbas y el pelo encanecen fruto del paso del tiempo, paulatinamente, uno, que se halla colmado de la sabiduría que solo una larga vida puede proporcionar, va quedando desligado de sus obligaciones y, en este estado de liberación, solo bajo el mismo, puede empezar a disfrutar de verdadero placer. ¿No son los mayores personas cuyo porte ha quedado afectado? Sea, no lo negaré, ¿pero por qué su apariencia y forma habría de ser motivo de desprecio? Los cabellos plateados y la piel lánguida son, meramente, la muestra de que uno lleva mucho tiempo morando en este mundo, nada más, y no debe juzgarse injustamente este porte meramente porque carezca de la beldad propia de la juventud, dado que estáis comparando dos cosas completamente distintas, se trata de dos bellezas distintas que no se pueden, en absoluto, equiparar, tal que cada uno es bello a su propio modo. Además, finalmente, la desnortada idea de deshacerse de las personas que hayan alcanzado cierto tope de edad, allende de ser una marca que vos habéis establecido arbitrariamente, no sigue criterio alguno más que la aleatoria voluntad, viene fundada en la inutilidad de mantenerlas vivas, cuando, en realidad, susodichas personas pueden ser de muchos usos a la sociedad, realizando, citaré un solo ejemplo aunque puedo daros más, algunas tareas cotidianas que los niños sean incapaces de realizar y que los adultos no realicen por falta de tiempo. En consecuencia, por todo lo dicho, vuestra animadversión a la gente mayor el resultado de un capricho y no un respetable estándar de vida – orilló orgullosa de haber logrado provocar a aquel al que pretendía y con cuya valerosidad jugaba. – ¿Te crees muy inteligente, verdad, tratando de desvirtuar lo que hasta ahora yo he dicho? Bien, bien. Concluyes, al final, que la única edad en la que se puede disfrutar de la vida es en la vejez, pero te hallas equivocada a muchos niveles, ya que en cualquiera de las edades que tú has mencionado, soslayando, quizás, la primera infancia, en donde tenéis toda la razón en afirmar que uno no puede disfrutar de los placeres por no ser consciente, siquiera, de la individual existencia, es posible obtener dilatado disfrute siempre que se pueda compaginar diestramente con el resto de actividad, salvo,
  • 37. EL DESTINO DE CORNELIUS 35 claro está, en la vejez, que es enemiga de todos los placeres. Tan tronchada esta la blanca osamenta cuando uno alcanza tan pudenda edad que, dolido por doquier, es imposible hallar disfrute alguno, ya que cualquier esfuerzo que se realice acaba feneciendo siempre en terribles dolores. Y esto mismo impide, a la par y en la misma medida, que los ancianos se tornen en seres útiles para la sociedad, son solo una astrosa carga de la que nos deberíamos, tan presto como pudiésemos, librar; atiende, desde un punto de vista intelectual, aunque te veas tentada a decirme que el haber transitado por casi la totalidad del estambre de la vida les ha proporcionado una dilatada inteligencia, aunque me digas aquella inveterada máxima que alega que el demonio sabe más por viejo, los ancianos son seres inservibles, sus mentes han quedado tan dañadas que no tienen uso alguno, por más simple que sea la tarea que se les mande ellos siempre la realizarán empleando más tiempo que el joven o que el adulto, pese a que al final pudiesen concluirla exitosamente; por otro lado, nada hay que decir a cerca de la posibilidad de que sean empleados para los quehaceres que impliquen al físico, por los motivos obvios ya aducidos anteriormente. Si la sociedad fuera un inmenso barco, ellos serían una inútil ancla – sentenció finalmente el muy disoluto. No obstante, cuando María abrió la boca para replicarle, cortándola, prosiguió diciendo – No, no, a mis palabras no quiero que se les siga una réplica ante tan agradable Sol, dejemos ya el tema, ese viejo ya se ha ido y no tengo más ganas de seguir platicando sobre este tema, pues solo hacer mención de ellos ya se me presenta como algo completamente aborrecible. – ¡Espera! No pretenderás, mameluco petulante, que, habiéndote tú tomado la libertad de rebatir todos mis argumentos, quede yo ahora callada, ¡no caerá esa breva! Sin embargo, como yo también estoy cansada de departir sobre estos temas, y como la necesidad de comer es ya perentoria, si tú cedes, accederé yo a lo mismo, dejaremos está discusión ahora mismo y la daremos por empatada, no siendo, por tanto, tus argumentos mejores que los míos o los míos mejores que los vuestros, sino que todos ellos los consideraremos por igual – dijo sonriéndole –. ¡Va, va! Vayamos a buscar algo caliente de comer y dejémonos de estas habladurías sobre viejos – acabó diciendo mientras se levantaba y se balanceaba, coqueta y provocativa, al lado de Torri. Sería difícil y demasiado tedioso dar cuenta aquí del porqué del comportamiento de este rufián que, aun poseyendo un aceptable seso, lo dedicaba a fraguar males, y, además, siendo francos, se trataría de unas explicaciones que no es menester dar ya que
  • 38. LLORET & SIREROL se alejan de las desdichas de nuestros protagonista, aunque, por de pronto, con el fin de satisfacer la curiosidad del lector, bastará con decir que el afán de granjearse un buen lugar entre sus amigos, sazonado por un ya bien consolidado interés por el sexo opuesto, y junto con una necesidad de dominar a los demás nacida de su propia naturaleza, muy probablemente herencia de su finado abuelo, justificaban su nefando comportamiento. Más ahora, que ya conocemos a este vil chaval, sigamos con las desventuras y sinsabores del honorable señor que nos ocupa. **** Era invierno, por lo que, aquel día, Cornelius, cansado tras no poder dormir, decidió no salir de la cama hasta bien entrada la mañana, cuando el astro rey ya esplendía ocultado por una tupida capa de grisáceos nubarrones que, amenazantes, cubrían la cúpula celeste. Tras incorporase, aun sin vestirse, bajó a tientas, pues había adquirido el ominoso hábito de mantener todas las puertas y ventanas de la casa cerradas, dándole a toda la estancia un cariz lúgubre colmado por el sordo estertor del sufrimiento de la vejez, hasta la planta inferior de la casa con su renqueante y trifásico paso, tratando de no caer al pasar por el sexto escalón, ya que hacía unos años que se había roto y aun no había reunido las fuerzan necesarias como para emprender él mismo su reparación, con el fin de, pasando por el angosto pasillo que unía el saloncito principal con la cocina, prepararse una generosa taza de café que le despejase. El día anterior, cuando sus casi calvas y canosas sienes se acomodaron en el ya ajado cojín, cuyas fundas, tras el deceso de Teódula, nunca más había cambiado, pensó que, con el alborear, se levantaría con renovadas energías y marcharía a la biblioteca de M. con el fin de proseguir con la estimulante y genialísima lectura de La Princesa de Babilonia de aquel que se hacía llamar Voltaire, pero ahora, ya pasado el momento de coger el autobús, se hallaba sumido en una vorágine sentimental que le hacía lamentarse, plañidero, de haber perdido tan pronto a su amada y de no haber podido bendecir sus nupcias con la santa descendencia. «¡Cuán feliz hubiese sido yo si ahora, viejo y arrugado cual abandonada pasa, hubiere podido disfrutar de la crianza de los nietos, fruto de los matrimonios de mis hijos! ¡Ay de mí, que mis huesos ya no me aguantan y que muero estoy por dentro!» pensaba y se decía a sí mismo, y acto continuo pronunciaba quejumbrosos aymés que acababan con el decrépito al borde del llanto; llanto que, sin embargo, razas veces se solía presentar. Servido el café y sin el menor remilgo de ánimo como para emplear el día paseando, se acomodó en el polvoriento