Estrategias de enseñanza - aprendizaje. Seminario de Tecnologia..pptx.pdf
"El Banquete" de Fernando Villegas
1. EL ENTUSIASMO
Hablar de Inostrosa me ha puesto en el retrógrado estado de ánimo
apropiado para que se me haya venido al magín el recuerdo de ese
año 1967 cuando Antonio Skármeta, por entonces desconocido
para mí y creo que también para casi todos, publicó un libro de
cuentos —Editorial Zig-Zag— llamado El entusiasmo, su primera
incursión en el mercado literario. Ignoro por qué lo compré. No
suelo adquirir «narrativa», menos de autores de los que no tengo
idea ¿Quizás entonces, a los dieciocho años, me atrevía a más?
Lo compré en una librería que desapareció con el edificio en que
se hallaba, uno situado en Ahumada llegando casi a la Alameda,
construcción de cuatro pisos más bien calamitosos y cuya facha-
da parecía haber sobrevivido a un incendio de tres décadas atrás.
Uno de los empleados de la librería era argentino, compañero de
curso en la Escuela de Sociología, un cordobés parlanchín, muy
inteligente y encantador a quien llamábamos «Perico». Fue él quien
puso el libro en mis manos y me instó a adquirirlo.
Los cuentos me gustaron. Muy bien escritos, emanan vitali-
dad, fluidez y por cierto mucho entusiasmo. Años después me
di cuenta de que están plenamente inspirados en la onda de la
narrativa norteamericana de los cincuenta y sesenta, un estilo
rápido, directo, breve e intenso como si el narrador fuera un
cameraman siguiendo la noticia. En estos cuentos de Skármeta
sus protagonistas son siempre jóvenes en busca de su destino, a
veces en situaciones algo —no tanto— al límite, siempre probando
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2. EL ENTUSIASMO
sus fuerzas, siempre poniendo toda la carne —casi toda— en la
parrilla y hablando hasta por los codos. Reflejaban y reflejan muy
bien a la cabrería de esa época cercana a las décadas oscuras que
se asomaban ya en el horizonte y de las cuales, según me enseña
la historia, esos jóvenes amigos de las barbas y los bigotes, de las
experiencias nuevas, esos muchachos optimistas y dicharacheros
que se creen al borde de un Mundo Nuevo y Maravilloso son
precisamente el anuncio, la advertencia de todo lo contrario de lo
que ellos creen, el inevitable y previsible, cuando ya ha sucedido,
pródromo del desastre; en este caso se trataba de chicos ilumi-
nados por la fascinación de Los Beatles, las reformas, la idea de
los cambios, la revolución de las flores y la ambición necia pero
arrebatadora de que todo es posible si tan solo le ponemos ganas,
empeño, en fin, entusiasmo. Ahí están los años sesenta en todo
su pueril esplendor.
El mismo ánimo juvenil, emprendedor y entusiasta aparecería
en El ciclista del San Cristóbal, publicado algo más tarde, otra vez
una serie de cuentos protagonizados por muchachos de dieciocho
a veinte años creyendo conquistar el mundo a base de pedaleos,
de tirarse cuesta abajo, de sentir que se pueden sacar la cresta o
conquistar la galaxia, lo que quizás para ellos venga siendo lo
mismo. Por tanto ambos libros, a la larga, me terminaron dando
lipiria. Fue un efecto tardío y muy posterior a la lectura. ¿Cómo
no iban a repelerme una vez pasado el primer gusto si yo era —y
soy— de talante enteramente opuesto? El mundo de esos jóvenes, a
fin de cuentas el del propio Skármeta de entonces, tenía «carrete».
Hablo de un universo en glorioso tecnicolor habitado por jóvenes
aventureros, viajados, bohemios y audaces y yo era nativo de un
cosmos de mierda y en blanco y negro, un pasmarote encerrado
en casa leyendo, enemigo de fiestas, de la bohemia, de payaseos
y de arriesgar mis rodillas ni siquiera en un monopatín. Desde la
vereda de mi escepticismo, pesimismo, realismo o como se quiera
llamarlo, el entusiasmo lo sentía entonces y sigo sintiéndolo ahora
como emoción posiblemente necesaria, salutífera, un don de los
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3. EL BANQUETE
dioses, pero al mismo tiempo algo tonta, boba, casi despreciable.
Así opera la envidia y la insuficiencia.
Hay en el Skármeta adulto, por no decir viejón, al que he co-
nocido personalmente y cuya exitosísima carrera está a la vista de
todos, más de una reliquia de ese espíritu entusiasta que sin duda
era el suyo, pero ahora convertido en algo aún más sustantivo y
comestible, un júbilo que le brota por todos los poros, una com-
placencia casi insolente con lo que es y lo que la vida le ha dado
y que se trasluce en toda su obra posterior pues, qué duda cabe,
harto le ha dado la vida; Skármeta tiene el toque de Midas, sus
libros son siempre best sellers, se ha hecho una película a base de
uno de ellos, gana un premio literario tras otro y por eso y quién
sabe por qué más no deja nunca de haber en su expresión una
mirada regocijada, picarona, una sonrisa meliflua de complacido
gato de carnicería.
Hay que leer El entusiasmo si se quiere recuperar el espíritu de
esas décadas ingenuas en las que todos íbamos —o ellos iban— a
ser reinas. Es bueno leerlo si uno mismo desea empaparse de ese
ánimo. Bueno también sería que lo leyeran los cabritos que ya a
los doce años proclaman «no estar ni ahí» en penosa y harapienta
imitación del ánimo de Meursault, el protagonista de El extranjero
de Albert Camus. El júbilo que recorre el sistema sanguíneo de
Antonio es infeccioso y vale la pena contagiarse.
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