3. 3
JOAQUÍN BELDA (1883-1935), un humorista sinvergüenza
La buena literatura es atemporal, la mala coyuntural. La mayor parte de la
gloriosa literatura española es ilegible en la actualidad. Si hablamos del
mitificado Siglo de Oro, todo lo escrito en verso ha pasado a mejor vida, no diré
que afortunadamente, pero sí lógicamente, hoy en día nadie se expresa con rimas,
excepto los cantautores malos y los simplones de los raperos. Lo considerado
literariamente elevado, culto, en la época, la novela pastoril, la mística, el
simbolismo, el conceptismo, el simbolismo, el modernismo, ha desaparecido del
mapa, y paradójicamente lo considerado popular, vulgar, sigue intacto, la novela
picaresca, la sublime, Don Quijote y Lazarillo de Tormes (primera y segunda
partes anónimas). ¿Motivo?, el humor, la increíble capacidad de los escritores
españoles para reírse de sí mismos y de la vida en general. Una ironía salvaje,
auto-destructiva, que se ve redimida, equilibrada, por un vitalismo desaforado,
hedonista, instintivo. Un cagarse en la vida con la pasión del enamorado, el signo
distintivo de la literatura española, su gracia. Lazarillo de Tormes, Don Quijote,
Pelayo González, Pío Cid, El santero de San Saturio, Cartas de un sexagenario
voluptuoso, Los caciques, Torerito soberbio, Don Sandalio, etc. Una reducida
nómina de elegidos, en la que ningún crítico incluye a Joaquín Belda, el escritor
más dotado, brutal, panteísta, de la literatura española pre-guerra civil. Y que al
contrario que Cervantes, gozó de una tremenda popularidad entre sus
contemporáneos, sus libros tenían tiradas de miles de ejemplares.
4. 4
Lo que ha perjudicado sobremanera su reconocimiento, al margen de que
fingiera no tomarse en serio a sí mismo, algo que no perdona la monacal crítica
española, es el exceso de producción, formó parte de la alimenticia, atropellada,
generación de las novelas cortas, y que fuera encasillado como escritor erótico, lo
que nunca fue, o no solo. Que haya o deje de haber sexo en sus escritos es lo de
menos, lo importante es que esté bien escrito, y las secuencias de sexo de Belda
son magistrales, consiguen una doble función, la de excitar el cuerpo y la mente.
Están llenas de pasión, morbosa, y de inteligencia, de crudo realismo y de riqueza
verbal, lingüística. Y humor, mucho humor, un sarcasmo, una sana inmoralidad,
que quita importancia, resta dramatismo, a todo. Un existencialismo que nunca se
deja llevar por la desesperación, que siempre encuentra en el sexo, en el humor,
una forma de huida, de salvación. Belda es radicalmente moderno, actual, su
castizo lenguaje no ha envejecido, lo escrito con las vísceras nunca envejece.
Belda apura la vida, la literatura, hasta las heces, pero sin cebarse en sus
personajes, hay cierta ternura, comprensión, en su caída, en sus debilidades, en
sus vicios. No escribe de oídas, desde la mesa camilla, como Baroja y tantos
otros. El motor de sus mejores libros, “Aquellos polvos...”, “La revolución del
69” y “La Coquito”, es el humor, el sexo y el dinero, la quintaesencia de la vida,
que de espiritual, justa, tiene lo justo. Los personajes de Belda son idealistas,
profundamente libres, pero a la vez tienen los pies en la tierra, vamos que son
materialistas, hedonistas, pragmáticos, y fruto de este contraste, colisión,
paradoja, sus personajes tiene vocación de suicidas, de nihilistas con picores,
como el propio Belda, un escritor sinvergüenza, sin vergüenza.
Julio Pollino Tamayo
5. 5
AL DOCTOR SERRANO
hombre de gran corazón, de mucha simpatía, y para el cual algunas
de las cosas de que se habla en las páginas de este libro son el pan de
cada día; de todos los días de una vida consagrada a mitigar el dolor
del prójimo, a costa muchas veces del suyo propio.
Leve testimonio de gratitud de
EL AUTOR
9. 9
Julián dejó el tranvía en Pardiñas y torció a la derecha en busca de la
calle de O’Donnell; al volver una esquina tuvo que subirse el cuello
del gabán, pues la mañana, de Marzo que parecía Enero, era fría y de
mal temple.
Había, sin embargo, cierta alegría en el campo, que por aquella parte
de Madrid se metía como de matute en medio de la ciudad; el sol
animaba los sembrados con un principio de resurrección
primaveral. Al cruzar la calle de Fernán González vio ya las
edificaciones del hospital como las casas de un pueblo que aparece de
pronto tras un recodo del camino.
Apretó el paso, pues allí soplaba el viento con furia; la noche antes
había llovido, y para cruzar el lodazal del arroyo tuvo que danzar de
acera a acera unos compases de tango. Como siempre, sin poderlo
remediar, miró a las ventanas del primer pabellón, por encima de la
altísima tapia de ladrillo. Nada. Los altos ventanales, separados del
resto del mundo por cortinas y celosías, parecían el muro impenetrable
de una fortaleza. Tras de aquel muro estaría la Cefe, pasando lo suyo y
aguardando, desesperada, el día de la liberación. ¡Pobre Cefe! Se había
despedido de él en La Rosa Blanca, como quien va a dar una
vuelta por la Bombilla:
—Esto no es nada, ¿sabes? Total, ocho días de baños. El médico me
ha dicho que para Carnaval ya estoy lista...
Y había pasado el Carnaval e iba ya mediada la Cuaresma y, por lo
visto, pasaría también la Semana Santa sin que la pobre Hidrófila
pisase las baldosas de la calle. Aquello había empezado como
empiezan en este mundo todas las tragedias y algunos discursos de
Pablo Iglesias: por una tontería. Dolores de cabeza por las noches,
hinchazón leve de la parte baja del vientre, tristezas, aversión al cine y
al tabaco de cuarterón… ¡Futesas! Pero Julián, que por los internos no
dejaba de tener noticias de la enferma, pudo ir siguiendo casi día por
día el proceso alarmante de aquella pequeñez.
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Los dolores de cabeza—las cefalalgias, como les llamaban
técnicamente los internos—aumentaban; luego, la piel había
empezado a poblarse de manchitas rosadas, como el lienzo de un
pintor futurista que quiere dibujar el retrato de un amigo; después vino
ese período de confusión en que las molestias del cuerpo enfermo no
se sabe si se deben a la enfermedad o a la medicación, y un día por
poco si Julián se pega con Ortiz, que al salir del hospital aquella
mañana, y mientras volvían al centro, por la calle de Alcalá, le iba
diciendo, con no disimulada alegría:
—Chico, creo que con el tiempo se presentará el goma.
—¡Recuerno! Parece que te alegras.
Y, como futuro hombre de ciencia, no cabía duda que se alegraba. El
iba al hospital a aprender, y su ideal hubiera sido que todos los casos
que pasasen por su mano fuesen famosos por lo graves y complicados.
Era célebre este Ortiz, con su cara sonrosada de ángel de Murillo, y
la mirada siempre perdida en la lejanía, como mirando la cisura ideal
de una ingle imaginaria. A lo mejor llegaba a la tertulia del café—a la
que concurría Julián por derecho propio como ex futuro médico—,
frotándose las manos y con el rostro radiante de satisfacción:
—Hoy hemos tenido un terciario; al ir a subirse a la cama, se le han
doblado las piernas.
Se refería a la consulta del doctor Azpiaza, a la que asistía como
ayudante, y con igual regocijo que a una función del teatro Eslava.
Otra vez llegó orondo, mirando a todos con orgullo:
—Acabamos de aplicar el «606» a un tipo curioso: un paralítico con
síntomas de locura.
Y lo decía con igual júbilo conque un coleccionista de sellos
acogería el hallazgo de un ejemplar único en el mundo, o conque un
astrónomo descubriría la existencia de un nuevo planeta en el que no
se conocieran las casas de empeño. A pesar de ello era un buen chico y
un amigo excelente.
Julián, ahora, le molía a preguntas:
—¿Tú crees que se pondrá buena?
—Hombre... con el tiempo, ¿por qué no?
—Pero, desde luego, es cosa de mucho tiempo…
11. 11
—¡Claro! Esta chica la ha pescado buena... Y luego, lo de siempre
en esta clase de mujeres; la enfermedad se encuentra con una
naturaleza pobre, gastada por el exceso, y se apodera del organismo
por completo. ¡Es una desdicha!
Hablaba con suficiencia, con un tonillo no exento de petulancia,
como el sabio que disfruta descubriendo a los demás nuevos caminos
inexplorados. Julián insistía:
—Te advierto que esta chica no lleva más que unos catorce o quince
meses en la vida.
—¿Te parece poco? Le sobra tiempo para estar hecha un guiñapo.
—Eso sí...
Ahora fue Ortiz el que preguntó:
—Pero ¿tanto te interesas por ella? ¿Es que la quieres?
—No; es una cuestión de lástima nada más. Me ha pasado una cosa
muy rara, y ha sido que desde que se puso enferma he empezado a
pensar en ella, a preocuparme... Hace más de medio año que la
conozco, y mientras ha estado sana, no me ha interesado lo más
mínimo; nos veíamos con alguna frecuencia, casi siempre por
casualidad, y nada más. Pero el día en que me dijo que no se
encontraba bien y que probablemente la mandarían al hospital, me dio
lástima; ¡es tan joven! Comprendo que soy un idiota, pues me ha
pasado lo contrario de lo que les pasa a los demás; es decir, que en
cuanto sospechan que una de estas mujeres no están buenas, les dan de
lado. No lo he podido remediar; pensé que un poco de compasión no
la haría ponerse peor.
—Sí; la compasión y el aceite gris obran verdaderos prodigios.
En esta mañana fría de Marzo, Julián recordaba esa conversación de
hacía tres días. No había vuelto a ver a Ortiz, y mientras cruzaba la
verja de entrada al hospital, se afianzaba en la idea de no marcharse
aquella mañana sin tener noticias de la Cefe. ¿Estaría peor?... Dio los
buenos días al portero, que dejó escapar un saludo afectuoso entre el
almacén de pelos de la barba y el bigote, y torció a la izquierda para
encaminarse al pabellón donde el doctor Navarro tenía la consulta.
Por los cobertizos de persianas de cinc se colaba el aire implacable
de la mañana: la enorme explanada, en que se alzaban aislados los
pabellones del hospital, parecía inhabitada; de cuando en cuando, un
hombre encogido por el frío y con la cara triste, siguiendo el mismo
camino que Julián, se metía en uno de los pabellones.
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El sol se escondía a intervalos, como si jugase al escondite con las
nubes. Antes de entrar a la consulta, el muchacho miró instintivamente
la valla que allá en el fondo y a la derecha, separaba los pabellones de
la Higiene del resto del edificio. En uno de sus extremos había una
puerta no muy grande, y junto a ella una garita en la que un guarda,
mantenedor de una consigna rigurosísima, impedía el paso a todo
bicho viviente.
Para entrar por aquella puerta hacían falta tres cosas: ser mujer, ser
prostituta y haber tenido trato con el demonio de la gonococia. Tres
cosas que, ciertamente, no son tan fáciles como a primera vista
parecen. Para salir... ¡la salida ya era cosa más difícil!
La mayoría salían por su pie y muy contentas: recobraban a un
tiempo la libertad y la salud. Algunas, por aquella puerta que, no
siendo muy grande separaba dos mundos, salían entre cuatro y con la
menor cantidad de salud posible, camino de la Madre Tierra.
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Toda persona que durante las últimas horas de la tarde y casi todas
las de la noche, pasase por la mitológica calle del Horno de la Mata,
no tenía más remedio que ver, si no era ciega, dos cosas distintas: las
librerías de viejo, que estaban allí a todas horas, con su vieja pátina de
zoco marroquí, y un plantel de sacerdotisas de Venus que paseaban la
espera, por la acera de la izquierda preferentemente.
Al llegar al sitio en que la travesía desembocaba en la calle del
mismo nombre, el plantel se hacía más espeso, y las dos esquinas eran
un trasunto del Cerámico de Atenas, aunque con menos ventilación.
Entre las ninfas del verjel, había una como de unos quince años, con
el pelo recortado a lo Colón y la nuca afeitada, con el rostro expresivo
y no exento de cierta pureza, aunque marcado por el insomnio y por
eso que llaman vicio, como podrían llamarlo gimnasia de los riñones.
Siempre envuelta en un mantón, vestía con tanta limpieza como
pobreza, y calzaba con cierta coquetería, ora botas altas hasta los
muslos, ora zapatos bajos hasta el borde de las alcantarillas... menos
un día que tuvo que vestirse de prisa y salió a la calle con un zapato en
un pie y una bota en el otro.
Lector, permítenos que te la presentemos: es Cefe la Hidrófila, chica
simpática, que baila el chotis mejor que la Castelao, y que tiene
establecido su bufete aquí a la vuelta, en el 14 de la Travesía del
Horno de la Mata, despachando las consultas a precios
convencionales, según las horas y según el hambre.
Hija de una verdulera ambulante y de siete u ocho vecinos del barrio
de la China, apenas tuvo uso de razón comenzó a acompañar a su
madre en la venta diaria por las calles del barrio de la Cebada, hasta
que un día, y tras pensarlo bien, se emancipó, y fue a caer con lo
puesto en un falansterio de la calle de Jacometrezo.
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Tenía entonces la chica poco más de trece años, y era bonita como
una puesta de sol en la estación de Las Rozas. La decisión que tan
bruscamente cambió el rumbo de su vida no fue en ella un repentino
movimiento epiléptico: fue que, entre las muchas verduras que su
madre vendía, figuraban esos tiernos tubérculos, adorno de todo
cocido que se estime, que el vulgo conoce con el bíblico nombre de
nabos. La chica, mientras los subía a las parroquianas de las casas, no
dejaba de fijarse en ellos; estudiaba su forma, su color y hasta su
contenido espiritual; miraba a su madre, ¡pobre mujer!, fatigada todo
el día, comerciando con ellos, y pensó que ella también podía ganarse
la vida con un comercio muy parecido, sin más que ampliar un poco el
negocio.
Y como lo pensó lo hizo: el mismo día que huyó del lado de la
autora de los suyos, pasó la tarde en un baile de la Costanilla de
Santiago; a la salida, un mozo, no mal plantado, se le acercó y se
brindó a acompañarla donde ella fuera; pero como ella no iba a ningún
sitio fijo, pues... se metieron en cierta casa que había allí muy cerca.
Cuando salieron, una hora después, ella andaba con cierta torpeza:
como andaría una mujer acostumbrada a llevar siempre una falda muy
estrecha y a la que de pronto le pusieran un miriñaque. El mozo se
despidió de ella a la puerta misma de la casa, no sin darle las señas de
una de Jacometrezo, donde podía pasar la noche, y hasta quedarse a
vivir si tal era su gusto.
Y fue. La profesión de fe en el culto sagrado del amor, para la cual
había en Grecia hasta colegios, en los que se aprendía toda la
complicada ciencia de la galantería, y para ingresar en el cual se
hacían hasta oposiciones, como hoy día para ocupar una plaza en el
Consejo de Estado, se hacía ahora de un modo tan sencillo, tan llano,
cual si la carrera de cortesana no fuera mucho más difícil que la de
licenciado en leyes.
La caída, eso que los novelistas románticos llaman la caída de la
mujer, había sido para la Cefe un salto, del que apenas se había dado
cuenta. Muchos días después de aquello aún no estaba ella muy segura
de lo que le había pasado, y tenía sus dudas acerca de si ese puente
que, según el poeta,
"... separa
a Eva inocente de Eva pecadora",
tenía todos sus ojos bien abiertos para prevenir futuras inundaciones.
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Abiertos del todo o entornados, la chica empezó a rodar, y en poco
tiempo rodó más que otras en muchos años. Supo lo que es estarse seis
horas parada en una esquina, esperando el paso del amor, que, cuando
llega, trae el regalo de un par de pesetas; conoció a lo que saben las
palizas de algún caprichoso que no disfruta más que si ve el cuerpo de
una criatura amoratado por los verdugones; se enteró de lo que era
acostarse sin cenar, cuando porque llovía, o simplemente porque la
suerte se había puesto de espaldas aquel día, pasaba la jornada sin que
hubiera caído una pieza en la caza del hombre, y tuvo noticia de lo
agradable que es soportar una juerga de veinticuatro horas, cuando no
se ha dormido en tres días y el estómago no admite ya más montilla
falsificado.
Esto del montilla tuvo para ella consecuencias indelebles: a raíz de
una de esas borrascas en que el capricho de unos cuantos graciosos la
obligaron a llenarse el cuerpo de vinachos repugnantes, le tomó tal
asco a la bebida, que no volvió a beber más que agua en mucho
tiempo. Cuando la galantería de uno de sus amantes de ocasión la
invitaba a cualquiera de los infinitos tupis que había allí cerca de su
casa, ella, cuando llegaba la hora de pedir, se ponía muy seria y decía
al camarero:
—A mí un vaso de agua de Lozoya con un terrón de azúcar.
Y no había quien la sacara de ahí. Lo mismo hacía en su propia casa
cuando la parroquia mandaba traer algo de fuera.
Una noche—precisamente la misma en que conoció a Julián—la
llevaron unos amigos, a ella y a dos vecinas, al cine de la Gran Vía; a
la salida entraron en un establecimiento de la calle de Jacometrezo,
donde había dos cosas notables: una camarera que, sin disputa, era la
mujer más delgada de Madrid, y un piano eléctrico, al que, para que
parase, había que dispararle con un revólver. Con Julián iba un chico
simpático, estudiante de Filosofía y Letras, que conocía a la Cefe de
atrás, como él mismo decía, y que sentía por el griego una pasión
verdaderamente volcánica.
La camarera delgada se acercó a ellos, como una paja que tuviese
dentro un motor:
—¿Qué va a ser?
—Coñac.
—Media del Mono.
—A mí, Cazalla.
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Le llegó el turno a la chica, y adoptando aquella seriedad de que
siempre se revestía en estos momentos, soltó su frase:
—A mí, un vaso de agua de Lozoya con un terrón de azúcar.
El griego se le quedó mirando:
—Pero chica, tú no bebes nunca más que agua.
—Ya ves…
—Ya sé yo cómo te vamos a llamar desde ahora.
—¿Cómo? ¿Cómo?...— preguntaron todos muy intrigados.
—La Hidrófila.
Se miraron unos a otros sin saber qué pensar de aquel camelo. La
aludida, por si acaso era aquello una alusión a la pobre verdulera que
le había dado el ser y unas cuantas palizas, preguntó casi enojada:
—Oye, tú y ¿qué es eso?
—Nada malo, hija mía: hidro, en griego, quiere decir agua, y filo,
amante; de manera que hidrófila quiere decir amante del agua.
—¡Ah, ya!...
Uno de los del grupo, cobrador del tranvía él, agregó como
aclaración:
—Y también querrá decir algodón. ¡Digo yo! Por eso se dice
algodón hidrófilo.
El griego lo miró con desprecio y añadió:
—Para cobrar trayectos de tranvía no hace falta tener espíritu
helénico.
A la chica no le pareció mal el mote; por lo menos la libertaba de la
fealdad de su nombre propio, Ceferina, que, aunque abreviado por el
usual de Cefe, no le parecía a ella muy distinguido. En cambio,
aquello de Hidrófila, estaba bien, sonaba, parecía el nombre de una de
esas estrellas de la danza exquisita que vienen de cuando en cuando a
Madrid con el doble fin de enseñarnos los juanetes y de acabar de
volver tontos a media docena de literatos.
¿Habrá qué decir que en el barrio ya nadie llamó a la chica de otra
manera?... Pero ocurrió con esto lo que ocurre con muchas cosas en
este pícaro mundo: los que habían asistido a la confirmación de la
muchacha en el tupi de Jacometrezo, sabían por qué se llamaba
Hidrófila y lo que aquello quería decir; pero los que vinieron después,
espíritus espesos como el del cobrador del tranvía, asociaron el
nombre a la industria algodonera, y creyeron de buena fe que la joven
se llamaba así por su trato frecuente con el algodón, que siempre lleva
asociadas ideas yodofórmicas.
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¿Perjudicóle a la Hidrófila esa interpretación que el vulgo daba a su
poético cognomen? No mucho, porque el medio social en que ella
reclutaba su clientela se componía preferentemente de seres para
quienes eso del yodoformo es un aliciente más que una rémora. Los
perfumes que Cleopatra hacía extender por su lecho para animar la
conciencia de sus adoradores, se trocaban aquí, en este barrio de
Jacometrezo, en olores farmacéuticos que muchos aspiraban con
avidez.
Además, desgraciadamente, poco tiempo pudo perjudicarla, porque a
los tres meses de aquella confirmación…
18. 18
Julián, como Letamendi y como Doyen, había querido ser doctor en
Medicina. Aprobó, tras esfuerzos ciclópeos, las asignaturas del año
preparatorio y pasó a Facultad sabiendo cómo se dice asepsia en
alemán y cuál es el camino más corto para ir desde los Viveros de
Lázaro al hospital de San Carlos.
Con un entusiasmo, que por su misma fuerza inicial no podía durar
mucho, comenzó el primer año de la carrera; a él la cosa le gustaba
cada día más, pero... aquello de tener que examinarse y mostrar ante
un tribunal que sabía uno mucho, como si no bastase con la propia
conciencia de saberse un maestro, era algo que a Julián repugnaba,
pareciéndole un grotesco alarde de vanidad.
La Ciencia—decía él—debe poseerse por el placer secreto de la
posesión, pero no para lucirla ante nadie. De acuerdo con este su
ascetismo científico, cuando llegó el mes de Junio no quiso
examinarse y aplazó la prueba hasta Septiembre, para ver si en
aquellos tres meses cambiaba de manera de pensar.
El verano no fue sin embargo suficiente para imprimir un sentido
evolutivo a su ideología, y como en Septiembre seguía pensando lo
mismo, decidió repetir el curso, como los artistas bisan una romanza
cuando los aplausos del público les dicen a las claras que lo han hecho
muy bien.
Julián tenía un pariente dueño de un garaje allá por el final de la
calle de Zurbano; era un negocio en grande, con veinte coches para
alquilar, y además la representación en Madrid de una de las marcas
más famosas en el mercado automovilista. Un día en el garaje, hizo
falta un empleado, algo así como un tenedor de libros que llevase las
entradas y salidas de los coches; el dueño se lo dijo a Julián por si éste
sabía de alguien a quien le conviniese el empleo. El sueldo no era cosa
mayor: treinta duros.
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Julián aceptó el encargo, y casi aseguró a su pariente que al otro día
le llevaría un muchacho al que acaso le conviniera la cosa. Y lo llevó:
el muchacho era él mismo.
—Ayer—le dijo al pariente—me dio vergüenza decírtelo; pero aquí
me tienes dispuesto a ganarme los treinta duros.
—Pero, ¿te dejas la carrera? ¿Qué va a decir tu padre?
—No, eso no; hay tiempo para todo. Por las mañanas iré a San
Carlos, y por las tardes vendré aquí.
Al principio lo hizo así; gracias a su carácter simpático, muchos días
pudo permitirse el lujo de ir a San Carlos en automóvil, pues cuando
un coche salía de pruebas, él se encaramaba en el pescante, al lado del
mecánico, a quien convidaba a un vermú con seltz en la glorieta de
Atocha. Fue poco a poco imponiéndose en el manejo de los coches,
pues como el trabajo en el garaje no era para matar a nadie, sobraba
tiempo para todo, y él se entretenía en ver las reparaciones y en
estudiar el mecanismo de aquellos simpáticos artilugios, que no tienen
más nota desagradable que los atropellos que cometen de cuando en
cuando, como cualquier alcalde o juez municipal.
También en el caserón de la calle de Atocha debía él ir aprendiendo
poco a poco aquel otro mecanismo del cuerpo humano; pero notaba
que le iba pareciendo más interesante el otro estudio del garaje que
éste de las aulas. Cuando un auto se ponía enfermo, el sanarlo era cosa
de unos cuantos golpes que el paciente soportaba siempre sin exhalar
el menor aullido, y, en cambio, si el cuerpo humano se descomponía,
¡qué de andar a ciegas, qué de tanteos, qué de trabajos no costaba
volverlo otra vez a la salud! Total, que un día dejó de ir por San
Carlos, hasta en automóvil, y que no volvió más; no es que renunciase
a sus amores por la ciencia médica; pero pensaba que para amarla con
frenesí no le hacía falta el título oficial, y el que había querido ser
doctor, como Doyen y como Letamendi, pensaba ahora que Pasteur no
había sido médico, sino veterinario… Se haría veterinario de
automóviles, y ya era bastante.
Llevaba Julián un par de meses en el garaje, cuando una noche,
pasando a eso de las once por la calle del Horno de la Mata con otros
amigos, entre los que figuraba el griego de marras, notó que una mujer
se le colgaba del brazo a tiempo que le invitaba con la frase
sacramental:
—¿Vienes, rico?
20. 20
Era la Hidrófila, que hasta un poco después no se llamó así, y que se
había destacado de un grupo para tirar el anzuelo.
El griego, hombre de iniciativas audaces, propuso que fuesen todos,
incluso la del anzuelo y dos de sus compañeras, a entendérselas con
unos chatos de Montilla al bar de Jacometrezo, donde la Cefe recibió
tan brillante confirmación; eso, por lo pronto, que a la salida ya se
vería lo que se hacía, para acabar de pasar la noche de un modo
decoroso.
En el bar, ya sabe el lector lo que pasó; salieron ya de madrugada, y
Julián dejó que el resto de las horas nocturnas—horas de misterio y de
pecado, según los poetas—, transcurriese, junto con buena parte de las
matutinas, en unión de la Hidrófila, coincidentes los dos en el mismo
lecho.
Lo que más le gustaba de la muchacha, lo que le parecía algo
extraordinario, que bien explotado hubiera podido ser un filón para su
propietaria, era la cabeza, aquel pelo recortado sin piedad y que
ninguna belleza había perdido en el corte: era un pelo castaño claro,
que desde su nacimiento se entrelazaba en unas mágicas ondulaciones
como serpentinas diminutas; a la luz artificial, o a la muy fuerte del
sol, despedía destellos de acero, y por la parte de la nuca y sobre las
orejas, adquiría un sombrío color de ébano que invitaba a sepultar los
dedos en aquellas profundidades. Lo llevaba siempre muy limpio y
bien oliente, sin aquel alarde de bandolina y otras grasas que
asemejaba las cabezas de casi todas sus compañeras al escaparate de
una tocinería.
A la una de la tarde despertó Julián: la Hidrófila dormía a su lado
con el sueño de los justos. El estudiante, orgulloso, repasó las veces
que aquella noche había conjugado el verbo amar en todas sus formas,
la activa y la pasiva. ¡Cinco! No estaba mal para un empleado de
treinta duros.
Quería marcharse y despertó a la chica. No fue el despertar de
Brunilda precisamente: el muchacho pudo apreciar en un momento
todo el encanto que se desprende de una boca que huele mal, de unos
ojos que se apagan tras una cortina de legañas, y de un cuerpo que
vuelve a la vida tras la muerte pequeña del sueño, que, como muerte al
fin, tiene también sus malos olores. Hasta los cabellos, aquella obra de
arte que la Naturaleza había tenido el capricho de fabricar en lo alto
del cráneo de la joven, parecían ahora sucios y lacios, como un haz de
estopa que se hubiese empleado en sacar brillo a unas cacerolas. Por
un momento pensó que él también estaría igual, y se apresuró a
marcharse.
21. 21
Julián no volvió a pasar una noche completa con la Hidrófila, ni con
ninguna otra mujer; le tenía miedo al despertar. Era ver el lado triste
de las cosas: como ver un teatro desde el escenario, como ver a un
orador elocuente cuando ensaya ante un espejo, como ver a Napoleón
cuando se ponía un enema...
Volvió a ver a la chica muchas veces; se hicieron amigos, y casi
siempre que se la encontraba por las esquinas de su barrio subía con
ella a su casa. Jamás le pasó de la epidermis el efecto de aquella
amistad y de aquel roce; le gustaba, y en paz. Aquel pelo, digno de una
duquesa que fuera limpia, pues hay de todo, era una de las cosas que
más le gustaban en Madrid; pero nada más.
Hasta que un día se citaron los dos en La Rosa Blanca, acreditado
baile de la calle de Tudescos: faltaba poco para el Carnaval, y el
proyecto de los dos era pasar la noche recorriendo los cinco o seis
bailes del distrito. Cuando llegó la joven, le pareció a él que estaba
más guapa que nunca: llevaba una blusa rosa, y en la cara tenía un
color de salud y un brillo de fortaleza que la hacían más apetitosa.
Sin embargo, durante el baile, la encontró preocupada; dos o tres
veces le preguntó qué le pasaba, y ella no quiso responder. Al fin, en
un rincón del ambigú, y después que ella, consecuente consigo misma,
hubo apurado dos copas de Lozoya, se confesó:
—No es nada ¿sabes? pero mañana me llevan a San Juan de Dios.
—¿Te llevan?...
—Sí; cuestión de cinco o seis días...
—¿Qué te pasa?
—Nada; si yo no me noto nada. Pero según me han dicho hoy en la
Higiene, parece que tengo un poco de irritación, y que si me
abandono, puede ser peor.
Julián, instintivamente, se echó para atrás, como el que nota de
repente que se ha dormido junto al brocal de un pozo. ¡Y él, que
queriendo hacer un detalle delicado, acababa de beber un sorbo de
agua en el mismo vaso de ella! Si no se podían tener ciertos
romanticismos con esta clase de mujeres...
—Me he debido quedar esta noche en la Higiene, porque eso es lo
que está mandado; pero me han dado permiso para que recoja algunas
ropas, y a condición de que me presente allí mañana, sin falta, a las
once... Dicen que no se está mal en el hospital.
22. 22
—No lo sé, hija, no he estado nunca. Pero si no vas más que para
seis días, no vas a tener tiempo de aburrirte.
Se despidieron allí mismo, quedando en que él la buscaría, pasados
unos días, en su misma casa. Julián hizo la promesa con ciertas
reservas mentales.
La chica se entristeció un poco al separarse de su amigo: tenía el
terror del hospital, ese pánico que se apodera de las pobres chicas de
la calle, cuando oyen nombrar a San Juan de Dios. Para ellas, este
nombre venerable, sacado de una de las páginas más puras del
santoral, les hace el mismo efecto que si les mentasen a la bicha. Son
víctimas de la leyenda, de las cosazas que han contado las compañeras
que ya han estado allí, para darse importancia, y, sin poderlo remediar,
van a la santa casa como van los deportados a la Siberia.
Se quedó en el baile la chica, y Julián se volvió desde la puerta para
mirarla: ya había pegado la hebra con otro de los parroquianos, el
cual, por lo bajito que le hablaba y por las insinuaciones que le hacía
con una de las rodillas, debía estar haciéndole proposiciones
deshonestas.
Tuvo un momento la intención de volverse y decir a aquél
desgraciado:
—Pero, criatura, ¿usted sabe dónde se va a meter?
Fue un momento no más: siguió su camino, comprendiendo que no
había derecho a estorbar a nadie el libre ejercicio de su profesión,
fuese ésta la de abogado o la de verdugo.
Allí quedaba la Hidrófila, como un apestado, que, sin que nadie le
fuese a la mano, pudiese regalar durante aquella noche a todo el
mundo, con el regalo doliente del contagio.
23. 23
El carruaje de la Higiene entraba por la puerta del paseo de Ronda, y
cruzando un ángulo de la explanada, venía a detenerse junto a uno de
los pabellones.
Cuando en la puerta del viejo y sucio edificio de la calle de Luisa
Fernanda, subían al coche la Hidrófila y sus dos acompañantes, la
chica se echó a llorar. Las compañeras se creyeron en el caso de
animarla:
—¡Vamos, tonta, que no es para tanto! ¡Que no nos llevan al
cementerio!
—¡Ay, hija! ¡Cómo se conoce que es la primera vez!
Esto último lo decía una mujer gorda, con hoyitos de viruelas en la
cara, y con la dentadura amarilla y no muy firme. No habría sido fea;
pero ahora parecía el anuncio de unos polvos para matar ratas; vivía
en una pocilga del callejón de la Encomienda, y tenía su campo de
acción en los alrededores de la plaza del Progreso, bajo la mirada
paternal del bueno de Mendizábal.
La otra era conocida de la Hidrófila: vivía en Mesonero Romanos, y
era una buena mujer en toda la extensión de la palabra, con su aspecto
aldeano y bonachón, que la hacía parecer una moza de posada que
retozase sin malicia con los huéspedes. No era tampoco la primera vez
que había cruzado Madrid, por los bulevares y la calle de Goya,
metida en aquel coche sin ventanas, que, visto por fuera, lo mismo
podía ser el vehículo de una fábrica de hielo que el coche de un
colegio.
Durante el trayecto se comunicaban las tres sus desgracias: la del
callejón de la Encomienda, según ella, no tenía nada: resabios,
recuerdos de algo que tuvo hacia años, al comienzo de su carrera, unos
dolores en la espalda y la cadera, que le apretaban siempre que el
tiempo se ponía guasón. La aldeana era más franca: le habían dicho
que tenía unas vegetaciones, y no tenía por qué ocultarlo. ¿Era algún
delito? Eran simplemente percances del oficio.
24. 24
La Hidrófila no tuvo que mentir para decir que, a punto fijo, no
sabía lo que tenía; en concreto, nada le habían dicho; sólo sabía que
era cosa de poco tiempo. Pero al oírle decir que le dolía la cabeza por
las noches, y que en la boca tenía así como unos alfileritos, las otras
dos cambiaron una mirada de inteligencia. ¡Pobre cordera!
Se dedicaron a aconsejarla: en San Juan de Dios no se pasaba mal
teniendo un poco de picardía; el toque estaba en hacerse simpática a
la hermana, y, sobre todo, a las enfermeras. Encontrarlo todo bien, no
quejarse de nada, y, sin que ellas lo solicitasen, ayudarlas en el arreglo
de la sala y en otros menesteres menudos.
Evitando en lo posible el encierro en la bohardilla—como le
llamaban las enfermas al cuarto de castigo—allí no se pasaba del todo
mal, aunque algo aburridas. La chica hizo una pregunta en la que
condensó todo su horror.
—¿Y es verdad que le cortan a una el pelo a rape?
Las dos se echaron a reír estrepitosamente:
—¿Quién te ha contado esa paparrucha?… Nada de eso... A la que
está muy malita y se le está cayendo él solo, se lo recortan un poco;
pero a las demás, ni pensarlo.
La gorda de las viruelas se fijó en ella, y acariciándola los cabellos,
le dijo:
—Y que tú lo tienes bien bonito... Pero no pases cuidado.
Notaron que el carruaje se detenía, y, como nada de fuera se veía
desde él, dedujeron, por el tiempo tardado, que había llegado ya. En
efecto: la puerta se abrió, y las tres mujeres se vieron ante la oficina de
Comisaría del hospital, donde un empleado anotaba los nombres de
las que llegaban. Cumplida esta formalidad, el coche, arrastrado por
las dos muías, volvía a marcharse, y las recién llegadas quedaron
convertidas en reclusas.
La Hidrófila, parada ante la oficina, miró al frente y vio una
explanada en la que se alzaban dos pabellones de ladrillo rojo; entre
los dos, y por gran parte de la llanada, corrían los cobertizos con
persianas de cinc, y a sus lados largos macizos de boj, que, con su
verdura perenne, constituían la única nota tierna en la dureza del
recinto. Al fondo, se alzaba la altísima tapia, que separaba el hospital
del resto del mundo.
25. 25
Una enfermera, alta y seca como un molinillo, salió a recibirlas; con
un gesto, más que con la voz, les indicó que la siguiesen; ellas,
sumisas, obedecieron, pues la altanería de la hembra de rompe y rasga
se había quedado afuera.
La Hidrófila se había hecho la ilusión de tener siempre por amigas y
consejeras a las dos compañeras de viaje; pero no se le cumplieron sus
deseos más que a medias: la aldeana, que era la más simpática, fue
destinada al pabellón número ocho y ella y la gorda al número seis, y
para ello a camas colocadas cada una en una sala.
Después del baño, que la chica agradeció como un consuelo, la
hicieron vestir la bata a cuadros, uniforme de todas las acogidas, y le
entregaron la ropa de su cama y un pañuelo blanco para la cabeza, con
el que había de cubrirse ésta hasta los mismos ojos, para evitar que la
viesen la cara los galindos al concurrir a la Salve de los sábados.
Con la misma sequedad de antes, le dijo la enfermera:
—Su cama es la número ocho.
Y empujó la puerta de la sala, haciéndola entrar.
Al pronto la chica se encontró cohibida: vio un local grande, muy
alto de techo, con amplios ventanales, y dos enormes estufas en el
centro y en él unas veinte camas, alineadas a derecha e izquierda.
Entre cama y cama, sirviendo de mesa de noche, había un tablero de
mármol, del cual colgaba casi hasta el suelo un lienzo blanco. Algunas
mujeres, sentadas en su cama, cosían o leían; un grupo de ellas
charlaba en voz alta en el fondo de la sala, y al notar que la puerta se
abría suspendieron la conversación, para mirar curiosas a la recién
llegada.
Esta, como gallina en corral ajeno, con el lío de las ropas cogido con
las dos manos, miraba los números colocados encima de cada cama; al
fin, sobre una de las pocas que había vacías y con sólo los colchones,
vio un ocho, y fue hacia él como el barco perdido en medio del océano
va al punto de luz que le señala la entrada del puerto.
26. 26
Había comenzado ya a extender las sábanas sobre el que había de ser
su lecho de dolor, cuando un quejido débil que oyó a su izquierda le
hizo volver la cabeza; en la cama de al lado, y saliendo por entre la
almohada y las sábanas, se veía el rostro de una mujer, amarillento y
con unos puntos morados por todo él, con los labios partidos en mil
grietas y costurones, y castañeteando los dientes como si estuviera
metida en una cámara frigorífica. Al principio, con la turbación, la
Hidrófila no había reparado en ella; pero al fijarse ahora, vio una cosa
que le hizo estremecerse de horror: la enferma, por debajo de un
pañuelo que a modo de gorro le cubría la cabeza a medias, enseñaba
una parte de ella pelada al rape, como un balón de fútbol que por un
capricho de la suerte le hubiesen salido pelos ralos en la superficie.
Instintivamente apartó la vista de allí para fijarla con ansia en las
demás enfermas que había en la sala; se tranquilizó un tanto al notar
que todas llevaban los cabellos en su sitio y peinados según su leal
saber y entender.
Una de las del grupo del fondo vino lentamente hacia ella, y, cuando
estuvo cerca y la hubo mirado bien, le dijo:
—Pero, ¿eres tú, Hidrófila?
Alzó la vista, y la reconoció: era la Isabelita, pupila de una casa de la
calle de Andrés Borrego, y a quien la recién llegada no había visto por
la calle hacía mucho tiempo. Se reanimó al encontrar una cara
conocida:
—Hola, chica; pero ¿estás tú aquí?
—Ya va para un mes; estoy ya casi buena.
Era la obsesión de todas, creerse buenas y sanas, y pensar que sólo
su mala suerte o un exceso de prudencia de los médicos las retenía
allí.
—¿Y tú? ¿Qué te ha traído por aquí?
—Nada; que me dolía la cabeza, y... ya ves.
Pero la otra venía a lo suyo: quería enterarse, quería saber noticias
de fuera. Bajó la voz para decir:
—Oye: ¿hace mucho tiempo que has visto a Miguel?
—Anoche estaba en La Rosa Blanca.
—¿Con quién?
27. 27
—Chica... ¿quieres creer que no me fijé?
—¡Nos ha fastidiao! Pues podías haberte fijao, para decírmelo... A
mí me escribió el otro día, y me decía que estaba lampando porque yo
saliera de aquí, para irnos a vivir juntos. ¿Tú sabes si ha vuelto con la
Eusebia?
—Lo que sé es que la Eusebia ya no está en casa de la Camila.
—¿Pues dónde está?
—Se ha ido de huéspeda al dos del callejón de Tudescos.
Pero se iban acercando poco a poco las demás, y ya el grupo se
había trasladado a la cabecera del número ocho. Todas querían saber,
todas tenían algo que preguntar, todas querían enterarse de lo que
pasaba por el mundo, por aquel su mundo, al que estaban deseando
volver para seguir dando vueltas a la noria de su destino, como bestias
de placer.
—¿Se ha ido la Tití a Barcelona?
—¿Sabes si Julio la Tanguito sigue con la Rosa?
—¿Qué tal ha escapao la Galápago del juicio de faltas con el sereno
de la Ballesta?
—¿Han acabado ya el primer trozo de la Gran Vía?
Todas estas preguntas y algunas más absurdas cayeron como una
lluvia sobre la Hidrófila, que ya había terminado de arreglar su cama.
Pocas fueron las que pudo contestar a satisfacción de las que las
formulaban; pero éstas, insaciables, hacían otras nuevas, y otras, y
otras... Algo ocurrió que a la recién llegada estuvo a punto de hacerla
asomar lágrimas a los ojos; las preguntonas, al saber algo de lo mucho
que querían, se volvían a una de las del grupo y la repetían una y
veinte veces sus encargos:
—En cuanto sepas algo, me escribes.
—Dile a la Antonia que el mantón y la falda bajera vencen el día 17,
que a ver si los va a dejar perder. Si no tiene dinero para renovar, que
vaya y se lo pida a mi comadre.
—¿Si fueras tan buena que quisieras enterarte lo que ha sido de el
Zapatero?
Una de ellas enteró a la muchacha de lo que se trataba: aquélla a la
que todas se dirigían con tantos encargos—una mujer alta y
guapetona, con ojos brillantes—había sido dada de alta aquella
mañana, y al día siguiente, después de hacerle la última cura, se
marcharía a la calle.
28. 28
La Hidrófila la miró con ansiedad. Después preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Pues dos meses largos.
—¿Y qué ha tenido?
—Un tumor en la ingle.
Calló la chica, notando que la invadía una rara melancolía. ¡Con qué
envidia, con qué ansiedad miraba a aquella mujer, para la que ya había
terminado el martirio del encierro! ¡Y cómo comprendía su júbilo,
aquella alegría nerviosa que no se cuidaba de disimular, dando saltos
de un lado para otro, hablando a gritos, queriendo contagiar a las
demás con su propio optimismo, y animándolas con la esperanza de
una próxima liberación!
—Yo he pasado lo mío—decía, como quien refiere una pesadilla—,
y no sé cómo me he escapado. ¡Mira que el día que me quemaron con
el cauterio y me tuvieron que amarrar al burro para que me estuviera
quieta!
Y llena de ilusiones, hacía proyectos para el porvenir:
—¡Pero anda que, de aquí en adelante, el hombre que esté conmigo,
yo os aseguro que ha de estar más sano que un membrillo! ¡A mí no
me joroba más ningún galindo!
Entró la enfermera con una taza de caldo que humeaba, y se
aproximó al lecho de la vecina de la Hidrófila; la llamó dos veces,
consiguiendo que abriera los ojos y que hiciera un gesto de
repugnancia. A poco entró la hermana Casilda, encargada de la sala, y
se permitió reprender a las del grupo:
—¡Válgame Dios! Pero ¡qué poco talento! ¿No tienen ustedes otro
sitio donde armar la tertulia más que junto a la cama de esta pobre?
¿No comprenden que cuanto menos ruido oiga, mejor?
El grupo se alejó sin rechistar. Sólo la Hidrófila quedó sentada al
borde de su cama, atraída por el dolor de aquella infeliz. Las demás,
como un rebaño acostumbrado a guiarse por la voz del pastor,
obedecieron, sumisas; aquellas hembras, habituadas a escandalizar en
las calles con el más soez repertorio, bajaban aquí la vista al suelo
ante las tocas de una débil monja, que ni siquiera elevaba la voz para
reprenderlas.
La enfermera, dejando la taza sobre el tablero de mármol, consiguió
medio incorporar a la enferma; pero ésta, torciendo la cara, seguía
oponiéndose a beber.
29. 29
La hermana intervino solícita:
—Vamos, hija mía, ¿no comprende que no puede estar sin tomar
alimento?... Haga un esfuerzo; si esto pasa en seguida...
Hizo a la enfermera un guiño de inteligencia y ésta sujetó a la
enferma las dos manos con toda su fuerza; la sierva de Dios tomó la
taza, y poniéndola en los labios de la infeliz, la inclinó un poco hacia
adentro.
Fue un alarido espantoso, un aullido de loba el que retumbó en la
sala, y que parecía imposible que hubiera salido de aquel pecho
debilitado. El caldo caliente, al pasar por las mucosas de la boca, que
no eran más que una pura llaga, hacía a la desdichada el efecto de un
puñado de cristales que se le fueran clavando en cada una de las
heridas; la estomatitis había fabricado allí una de sus obras más
perfectas, y la víctima se retorcía bajo la presión de los brazos de la
enfermera, y huía la cabeza hacia atrás sin dejar de gritar.
La hermana, con la sublime inconsciencia para el dolor, sin la cual
no se puede ser enfermero ni crítico de teatros, la dejaba gritar, y sólo
apagaba un poco sus plañidos, vertiéndola otro sorbo de caldo, que la
paciente tragaba para no tenerlo en la boca.
Y así, hasta que quedó la taza vacía. Entonces fue sor Casilda la que
gritó; al ir a tomar un vaso que había sobre el mármol, tapado con un
papel, lo encontró vacío:
—¡Mujer, por Dios! ¡El colutorio! ¿Cuántas veces habré de decir
que repasen ustedes de vez en cuando las medicinas para ir reponiendo
las que falten?... ¡Corra usted, criatura, que se enjuague pronto esta
pobre!
La otra ya corría con el vaso en la mano, enojada por haber sido
cogida en falta. La enferma seguía quejándose con furia, y sus gritos
habían hecho que las demás callasen del todo. Felizmente volvió
pronto la enfermera, y las manos de la víctima se abalanzaron,
febriles, al enjuague; se la veía mover el líquido en la boca de un lado
para otro con verdadera voluptuosidad, animándose su semblante cada
vez que arrojaba un buche en la escupidera y tragaba otro nuevo. Al
fin, agotada la medicina, se dejó caer sobre el lecho, quejándose aún
débilmente, hasta que los quejidos fueron poco a poco apagándose,
como el exterior de una locomotora que se aleja en la noche, y se
quedó dormida; el dolor la había vencido.
La Hidrófila, que no había perdido un detalle de la escena, se acercó
a la cama y le cubrió con la sábana un brazo que se había dejado al
aire.
30. 30
Cuando a las ocho de la noche se tocó silencio, la sala se convirtió
de pronto en una tumba; sólo se oían de cuando en cuando los
movimientos de los cuerpos en las camas y las toses de algunas
enfermas.
La Hidrófila, arrebujada en su lecho, repasaba sin proponérselo las
impresiones del día; una sensación de calma, de bienestar, era la
resultante de todas ellas. Realmente allí no se estaba del todo mal, y
aquello no era la cárcel sombría que a ella le habían pintado. La tarde
la había pasado en los patios tomando el sol, y allí pudo hablar
con su compañera de viaje de aquella mañana, a la que hablaban las
hermanas y enfermeras como a antigua conocida.
Luego la comida, a las cinco y media, servida allí mismo, en la sala,
y que aunque no era un modelo de esplendidez, no era ciertamente
inferior en calidad ni en cantidad a la que ella acostumbraba a comer
de ordinario en su casa. Y al verse ahora recogida en su cama, con la
agradable sensación del baño de aquella tarde por todo el cuerpo y
entre aquellas ropas limpias, se conformaba con su destino, que no era
por lo visto tan duro como se había creído.
Tardaba en dormirse, y poco a poco, los dolores de cabeza, que no la
dejaban desde hacía un mes, empezaron a atacarla de nuevo; se llevó
las manos al vientre y notó en él una dureza, que se iba acentuando día
por día. ¿Qué sería todo aquello? Sin poderlo remediar pensó en su
vecina, y temblaba ante la idea de que pudiera ella verse en aquel
estado, en un continuo martirio de todo su cuerpo, que parecía una
maldición y un castigo.
Aunque quería apartar de su imaginación aquellos pensamientos,
tenían más fuerza que su voluntad, y se agarraban a ella fieramente.
La invadía una tristeza infinita y pensaba en el sueño como en una
liberación. A ratos se calmaba un poco su amargura; no era posible
que el médico de la Higiene la hubiera engañado, y esperaba con
impaciencia el reconocimiento que, según le habían dicho, le harían a
la mañana siguiente, para salir de una vez de aquella terrible duda.
31. 31
Estaba ya quedándose dormida cuando la desveló un cuchicheo que
oía a su derecha; su vecina de este lado—una rubia que llevaba una
pierna envuelta en gasas—hablaba en voz baja con la de la cama
inmediata y ella no podía oír bien a las claras lo que se decían.
Percibía sin embargo algunas palabras sueltas... "Yo no puedo
moverme... Duerme como un trompo... La Manolita y la Sinfo lo
hicieron la otra noche y nadie se enteró..."
Con la curiosidad se le olvidaron los dolores y los pesimismos; sacó
del embozo la cabeza cuanto pudo, pero no por eso oyó mejor. Ahora
era la otra la que animaba a la vecina:
—Anda... Tú eres más pequeña y no te ven… Yo es que al moverme
meto mucho ruido...
Poco a poco, sin darse cuenta, fueron elevando la voz:
—Chica, le tengo mucho miedo a la bohardilla. Me ha dicho la
Trini que hay ahora unas ratas de gordas como gatos. Si nos pescan
nos divertimos.
No tardó mucho en enterarse la Hidrófila de lo que aquellas guarras
tramaban; por lo visto en ellas la enfermedad no había apagado los
ardores de la carne, y no habiendo por allí un varón de quien echar
mano—pues los internos de guardia no entraban en las salas más que
en caso de extremada urgencia—buscaban un suplemento sin cambiar
de sexo, cosa que ya hacían muchas por su gusto fuera del recinto del
hospital.
La cosa era de una audacia loca, pues la enfermera que dormía
dentro del local podía cogerlas y poner un final trágico al idilio. La
mayor parte de los encierros en la bohardilla no obedecían a otra
causa. La chica vio con asombro cómo la rubia de la pierna liada se
deslizaba poco a poco de su cama hasta llegar al suelo, no sin haber
tenido antes el cuidado de dejar en ella sus vestidos haciendo bulto
para que desde lejos no pareciese que estaba vacía.
Ahora lo difícil era encaramarse en el lecho de la compañera, la cual
ya se había corrido hacia una orilla, preparando el sitio a la nueva
huésped que tan a deshora se le entraba por las puertas; pero por lo
visto la rubia era ya maestra en esta clase de asaltos, y, gateando,
encogiéndose todo lo que pudo para abultar lo menos posible,
se encaramó en todo lo alto, sin haber hecho más ruido que el que
pueda hacer la hoja de un árbol al ser elevada por el viento desde el
suelo donde cayó.
32. 32
Al verse juntas ya no hablaban; pero en el silencio de la sala, que
sólo interrumpían de vez en cuando los débiles quejidos de la vecina
de la izquierda de la Hidrófila, se oyeron los estallidos de unos besos
prolongados más de lo usual. A la chica, habituada en poco tiempo a
no asustarse de nada, la produjeron aquellas caricias un efecto muy
extraño, brotando allí, en medio de aquel dormitorio de mujeres,
donde la que más y la que menos rendía su tributo al dolor en la calma
de la noche.
El vicio de aquellas dos desgraciadas era un vicio incompleto: para
formar el grupo clásico del amor lesbiano les faltaba audacia, pues
sólo con el ruido que habrían producido los movimientos se hubieran
delatado torpemente. Pero lo que no iba en lágrimas iba en suspiros, y
ellas encontraban una compensación con sus manipulaciones mutuas
en el vértice divino del amor y de la avariosis, con frotaciones en los
botoncillos pectorales, y con esas mil caricias de ocasión que entre las
sombras se atreven a hacerse dos cuerpos que se encuentran juntos en
el mismo lecho.
Algunas de las veces una de ellas se olvidaba sin duda del lugar en
que estaba y dejaba escapar un regodeo demasiado expresivo; la otra
la llamaba al orden al momento, y todo volvía a quedar en paz, todo
menos las manos. Con la pierna derecha de la rubia tenía que llevar
mucho cuidado la otra en sus toques y masajes, pues siendo toda una
sola herida, al menor roce la obligaba a quejarse grandemente; en
cambio el divino triángulo sexual de la compañera, siendo un pequeño
muestrario de cuantos estragos puede causar el mal de Venus o
venéreo, había que pulsarlo con mucho cuidado, como una lira de
cuerdas muy delicadas que al menor descuido puede producir un
gruñido. Meter la mano en él hubiera sido como meterla en un
almacén de productos farmacéuticos.
33. 33
En la sala había un momento solemne todas las mañanas: era aquel
en que después de servida la sopa de las ocho, llegaba el doctor
encargado del pabellón y sometía a las enfermas al reconocimiento
diario.
Al acercarse la hora la sala entera se movilizaba. Las mujeres se
encaramaban en lo alto de las camas, se acostaban panza arriba y se
subían las ropas a la altura del ombligo; al acercarse el doctor se
abrían de piernas, se colocaban en postura, como ellas decían, y
dejaban que las manos sabias de aquél manipulasen en la pequeña
gran vía.
Era el momento sagrado del día; de él salían algunas con el alta
definitiva, que era la salud y la liberación a un tiempo, mientras otras
en cambio, menos felices, veían cómo sus males se agravaban,
dilatándose en el infinito sus horas de encierro. Pero la gran emoción,
el verdadero asomo de la tragedia era para las que habían llegado al
hospital la tarde anterior y aún no sabían a punto fijo lo que tenían.
En la Higiene no les decían nunca las cosas más que a medias, y era
ahora, al recibir la visita del médico que asumía la responsabilidad de
su curación y salvación, cuando se pronunciaba la sentencia
inapelable. Había que ver los rostros de ansiedad, las caras de angustia
de aquellas infelices, arreboladas, no se sabía si por el rubor o por lo
violento de la postura, todo el tiempo que duraba el examen de sus
parajes apocalípticos. A lo mejor, la cosa resultaba muy bien: el
médico, dándoles unas palmaditas en las rodillas, les decía con un
tono algo brutal:
—Nada; por esta vez no has acertado. Otra vez traerás algo más
interesante.
34. 34
Pero esto ocurría pocas veces; las más de ellas aquello era una
exposición de todas las formas absurdas de la miseria fisiológica en
que el mal podía convertir el sexo rosado de la mujer. Muchas, en
apariencia, no tenían nada; pero apenas el espéculo hacía su entrada en
el pasadizo del placer, separando los dos muros, como separaban las
aguas del Mar Rojo los israelitas en su húmedo camino a la tierra de
promisión, aparecía a la mirada experta del galeno todo un muestrario
de podredumbres: llagas que supuraban como paraguas en día de
lluvia, bordes que se retraían hacia adentro huyendo de una violación
fantástica, flujos blancos, rojos y de todos los tonos de la paleta más
fastuosa; heridas ya secas por la medicación, pero cuya huella no se
borraba, como si le hubiese tomado cariño al sitio…
El doctor, hombre avezado, que, según un cálculo aproximado que él
hacía en sus ratos de buen humor, habría visto ya en su vida unos
doscientos mil escaparates como aquellos, en ocasiones se acordaba
de que era hombre y de que tenía un estómago, y hacía un leve gesto
de repugnancia. Era un segundo, una ráfaga en la cual la Naturaleza
reclamaba sus fueros; pero al instante aparecía el maestro en toda
clase de misericordias, el héroe, con un heroísmo mayor que todos,
pues era el heroísmo del olfato y del gusto, repetido a diario como una
pesadilla.
Pero entre las enfermas las había francas, de carácter abierto, que no
ocultaban sus miserias en el fondo de un canal, sino que las sacaban a
la puerta, al borde mismo de la entrada, como ofrendándolas a la
admiración de los caminantes.
Para éstas el espéculo era un instrumento tan inútil como pudiera ser
un cornetín en manos de un asmático; a simple vista, sin más que
separar un poco el promontorio de los muslos, se veía todo lo que
había que ver.
Esta de aquí, de la tercera cama de la derecha, se abría ella misma
los bordes del túnel un poquito para enseñar allí, a la entrada, un
vivero de vegetaciones que habían fructificado como la buena semilla
en terreno propicio. Parecían puñados de garbanzos torraos, o
diminutos copitos de nieve que hubiesen caído durante la noche en un
campo de grana.
35. 35
Llegó el doctor ante otra, guapetona, colorada, peinada como una
maestra, y con un aspecto tal de salud que parecía estar allí por
dilentantismo o por no tener sitio mejor donde pasar una temporada.
Había tenido la coquetería de ponerse unas medias de seda negra, que
acusaban la pierna divinamente torneada, y que se ceñían en lo alto de
los muslos con unas primorosas ligas de broche de oro y lacitos color
rosa. Vista así, de muslos para abajo, parecía una princesa que se
hubiese quedado dormida en un bosque, y a la que una mano de hada
hubiese levantado el telón de boca.
El médico se asomó por entre aquellos refinamientos algo escamado,
pues ya se figuraba lo que iba a ver; el día anterior no había dejado
más que iniciada la instalación; pero ahora, con veinticuatro horas más
a favor del mal… En efecto, desbordando a derecha e izquierda del
orificio central, como si quisiese correrse por los muslos y por las
ingles, había un molusco monstruoso, una policromía del tamaño de
una torta de Alcázar, en la que no se habían quedado sin digna
representación todos los colores del iris, desde el verde-laguna hasta el
amarillo-chorizo.
Era una piedra extraña, de cambiantes infinitos, que el doctor se
quedó contemplando un rato con cierto agrado, como quien se tropieza
con una rareza que muchos quisieran admirar.
Al fin no pudo más y se echó a reír bonachón:
—Hija mía ¿sabes que tienes aquí un museo?
La enferma no contestó, y cerró los ojos, que tenía clavados en el
techo. En efecto, no era una sola cosa, sino varias las que la buena
mujer había logrado reunir allí con furor de coleccionista cachazudo:
desde el chancro duro, al ramillete de flores blancas, pasando por las
insinuaciones blenorrágicas, no había aspecto de la enfermedad sexual
que no hubiese dejado allí su tarjeta.
El médico, a quien el entusiasmo había colocado ya por encima de
su doble naturaleza de hombre y de médico, miraba aquello con ojos
apasionados, maravillado de lo artista que se muestra a veces la
enfermedad en sus aberraciones. En cada rincón de aquella pústula
había un matiz y una fusión de semitonos que el más hábil maestro del
pincel no hubiera podido ni imitar; sobre el morado destacaba el
naranja, fundiendo sus bordes tan rebeldes y en una altura que hacia
la cosa hacia el centro, corriéndose a la izquierda, destacaba una
montaña blanquecina, en la que a modo de jardín, bailoteaban unos
puntitos azules; al fondo, como un canal de riberas fértiles, corría una
lista grana entre dos hendiduras... Un cuadro de Sorolla al lado de
aquello sería una mancha de huevo.
36. 36
El doctor se alzó, y queriendo otorgar a aquel prodigio el supremo
galardón que en las clínicas sólo se concede a los casos que deben
quedar para asombro de generaciones futuras, dijo volviéndose a los
internos que le acompañaban en la visita, llevando las carpetas de las
historias clínicas:
—Esto hay que retratarlo.
Después, dijo a la poseedora de aquel cuadro de la escuela flamenca:
—Mañana te harán el molde para el Museo.
¡Así! Como se fotografían las faenas de Belmonte, y las
colocaciones de las primeras piedras. Había que eternizar lo pasajero;
había que afianzar lo efímero; mañana aquella mujer podría ponerse
buena, y sería una lástima que de todo aquello no quedase más que el
recuerdo de una cicatriz.
Ahora que, a nuestro juicio, el buen doctor se equivocaba. El molde
de cera reproduciría al detalle lo que pudiéramos llamar el plano de
todo aquello, los altos y bajos, las entradas y las salidas, el panorama
muerto. Pero ¡el color!, aquella maravilla del color que era un triunfo
y una apoteosis, eso, mientras la fotografía en colores no fuese más
que un balbuceo, habría de perderse para siempre en el seno del
olvido.
A menos que la Diputación Provincial, celosa propietaria del
Hospital de San Juan de Dios, se hiciese cargo de la importancia del
hallazgo y llamase al mejor de nuestros aguafuertistas, encargándole
—con espléndida remuneración—una copia del natural de aquel
nuevo cuadro de Las Meninas.
37. 37
El doctor Javier Navarro era un hombre que había realizado el
milagro de reunir en su persona dos cosas que rabian casi siempre de
verse juntas: la ciencia y la simpatía.
La mayoría de los sabios son unos pelmazos, hombres naturalmente
antisociales, para quienes la sonrisa es un delito y el asistir a una
corrida de toros desde un tendido de sombra, una profanación.
Haciendo sinónimas estas dos palabras, saber y pedantería, pasan por
el mundo con una mueca de desdén en los labios, y, generalmente, con
la corbata torcida.
Felizmente esta regla tiene sus excepciones: Ramón y Cajal es un
hombre simpático que pasa todos los días dos horas en su tertulia del
Suizo contando con mucha gracia chascarrillos aragoneses; D. Manuel
Antón, el primer antropólogo europeo, entiende y habla de toros
mucho más que la mayoría de los revisteros; Rafael Salillas es el
dialoguista más gracioso que existe, y Jacinto Benavente es un
hombre por el que pasan los más grandes éxitos del teatro español
contemporáneo, sin alterar su equilibrio de hombre sencillo y
comprensivo para todos.
Una de esas excepciones, y no la menor de todas ellas, era el doctor
Navarro: en su especialidad de enfermedades genésicas era uno de los
dos o tres que más sabían en España, y como simpatía personal, de la
espontánea y que sale de dentro, no de la forzada, que acaba por
hacerse empalagosa, era el amo indiscutible. Tenía además lo primero
que deben tener los hombres para diferenciarse de los postes del
telégrafo: corazón.
38. 38
La medicina para él no era una profesión, ni un pretexto para lucirse
en banquetes y academias, y salir retratado en los periódicos; era una
religión. Sin alardes, sin hacer de ello mérito ni darle importancia
siquiera, entregaba todo lo que sabía—que era muchísimo—al primero
que lo necesitase. De ello había una prueba que corría de boca en boca
como una leyenda, casi increíble; en la consulta de su casa particular,
es decir, en el santuario que los médicos de postín reservan—¡y hacen
muy bien!—para el que pueda pagar sin regateos, Navarro recibía a
muchísimos enfermos que, cuando llegaba la hora fatal de rascarse el
bolsillo, se compungían, ponían una cara muy triste y empezaban a
balbucear unas excusas. El doctor no les dejaba nunca terminar:
—¿Qué oficio tiene usted?
—Empleado.
—Con poco sueldo, ¿verdad?
—Cinco mil reales.
Navarro le daba una palmada en el hombro y le decía con toda
naturalidad:
—Pues vaya usted con Dios.
El enfermo se deshacía en excusas, en fórmulas de gratitud, mientras
cruzaba el pasillo que conducía al vestíbulo; pero el médico se
apresuraba a hacerle callar echándole a la calle cuanto antes, como si
le molestase que se diese tanta importancia a lo que para él no tenía
ninguna.
Otras veces el empleado se convertía en un estudiante, escritor,
artista, torero de poca categoría; a él le daba lo mismo. Para todos
tenía igual fórmula y a todos indultaba por igual; y otras veces el caso
era más meritorio, porque el enfermo se presentaba en la consulta
declarando de buenas a primeras que venía recomendado por alguno
de los infinitos amigos del doctor. Era la fórmula, y el que la empleaba
ya sabía que en aquella casa, como en los colmados andaluces, todo
estaba pagado; si al salir, por un resto de pudor, echaba mano al
bolsillo, el doctor Navarro le atajaba diciendo:
—Nada de eso; ¡no faltaba más! Basta que venga usted
recomendado por Fulano, a quien yo quiero mucho…
39. 39
Claro es que, como en este mundo la cría de los sinvergüenzas es
muy grande, había socios que se aprovechaban de aquella inevitable
bondad de Navarro, y pudiendo de sobra permitirse el lujo de pagar la
consulta, salían de ella a cuerpo limpio y sin más gastos que el que se
hubieran producido en las suelas del calzado al subir y bajar las
escaleras de la casa del doctor, que además… ¡vivía en un piso
entresuelo!
Él lo sabía, pues no tenía nada de tonto; pero se limitaba a encogerse
de hombros, diciendo:
—¡Bah! ¡Qué más da! Lo importante es que se curen…
Y como lo decía lo sentía: en esa frase estaba encerrada toda la
grandeza de su corazón y de su cerebro. Su posición ante el enfermo
era la siguiente: él, el doctor Navarro, era un hombre que había
aprendido una serie de cosas con cuya aplicación se curaban o se
aliviaban las averías más terribles, y ante él, ante su ciencia, se
presentaban los averiados pidiéndole lo que el enfermo pide siempre
al médico: un poco de salud. ¿Y él iba a negarles lo que le pedían, iba
a decirles que perdonasen por Dios sólo porque tenían poco dinero, o
porque querían ahorrarlo?… ¡Que no, hombre! ¡Que él no tenía
carácter para eso!
Claro es que a todo eso se le podría decir que aquellos enfermos
podían acudir a la consulta pública del hospital, donde las mismas
manos del doctor Navarro los curarían. Así lo hacían muchos; pero
para otros—pensaría Navarro—San Juan de Dios caía tan lejos, había
que madrugar tanto para llegar a tiempo… Y luego ese prejuicio del
hospital, tan arraigado aún entre nosotros y en virtud del cual muchos
sujetos que no vacilan en entrar a la luz del día en una taberna, o en el
Ateneo, se creerían deshonrados si alguien los viese entrar en uno de
esos edificios en que el dolor tiene un palacio.
No habrá que decir que el doctor Navarro, gracias a ese sistema de
vida, no era millonario ni mucho menos. Bien podría serlo, pues si en
un momento dado viniesen a sus manos por arte de magia las pesetas
que había dejado perder en este mundo, el piso alegre en que vivía se
convertiría en un hotel de la Castellana, y el tranvía de las Ventas en
que iba todas las mañanas al hospital, podría trocarse en un automóvil
soberbio. Pero vivía rico a su modo, con la riqueza de su propio
corazón, que, aunque muchos no lo crean, es un valor que también se
cotiza en el mercado.
40. 40
Donde había que ver al doctor Navarro era en su consulta pública de
San Juan de Dios, que antes hemos nombrado; allí su figura crecía, y
siendo ya muy grande de ordinario, parecía como que se agigantaba.
Julián, que era uno de los muchos que tenían que agradecer al doctor
la liberación definitiva de unos incordios tiempo atrás, se presentó un
día en su casa con una pretensión un poco rara:
—Doctor—le dijo con frescura—, como el día en que termine la
carrera pienso dedicarme a la sifiliografía, quisiera de usted un favor.
—Usted dirá...
—Quiero que me permita usted asistir como espectador a la consulta
de San Juan de Dios.
Claro es que se guardó muy bien de decirle que se había dejado la
carrera, y que iba camino de ser un consumado chófer... ¿Iba Navarro
a negarse a una petición que no podía indicar más que un amor puro a
la ciencia, unos deseos legítimos de aprender? Sería la primera vez en
su vida que no accedía a algo de esa índole.
—¿De modo que usted lo que quiere es ver los toros desde la
barrera?
—Sí, señor: sin perjuicio de echarme al redondel alguna vez si la
madre Venus deja de protegerme con su inmunidad.
—Muy bien... Pues vaya usted por allí cuando guste; ya sabe que los
lunes, miércoles y viernes estoy allí desde las nueve. Se va usted a
aburrir mucho, porque aquello no tiene nada de divertido.
La petición la hizo Julián a los pocos días de haber ingresado en la
casa la pobre Hidrófila, y cuando empezó a tener de ella noticias
alarmantes por medio de los internos. ¿Qué se proponía con aquello?
En concreto nada. Creía él de un modo vago, que yendo casi a diario
al hospital, la casualidad, una coincidencia imprevista, le iba a poner
frente a la muchacha; no contaba con el cancerbero de la garita que
había en la puerta de la valla de la sección de Higiene, que guardaba
la entrada con tanto rigor como el centinela colocado a la puerta del
pañol de municiones en los fuertes y en los barcos de guerra.
Mientras ese momento llegase, mataría allí las horas de la mañana,
que desde que había dejado de asistir a San Carlos, eran para él un
problema.
41. 41
Y todos los días, a las nueve menos diez o menos cuarto, se apeaba
del tranvía en Pardiñas, cruzaba la calle de O’Donnell y entraba por la
puerta principal del hospital, dando los buenos días al portero, quien
dejaba escapar un saludo afectuoso entre el almacén de pelos de la
barba y el bigote, y torcía a la izquierda, dirigiéndose al pabellón
donde el Doctor Navarro tenía la consulta.
En el ángulo que formaban dos muros se abría una puerta no muy
grande, para llegar a la cual había que subir unos escalones. Un pasillo
no muy largo daba acceso a las salas de espera, donde en unos bancos
adosados a la pared guardaban turno más de un centenar de hombres;
obreros, chulos de profesión, algún campesino, empleados modestos,
tal cual estudiante medianamente trajeado, y destacando entre toda
aquella pobreza, un señorito, de los auténticos, con sus botines de
gamuza, su pelo planchado y su raya en el pantalón.
Las salas de espera estaban separadas por tabiques de madera que no
llegaban al techo, y en el centro de cada una de ellas había una
escupidera sobre un trípode alto, para que los específicos—que son
hombres que no se privan de nada—pudiesen insalivar a gusto y
expulsar en parte el residuo mercurial.
Dos o tres empleados de la casa, con la gorra de galones, cuidaban
del orden, que en rigor casi nunca se alteraba; bien se echaba de ver
que aquellos hombres, preocupados cada uno con su dolencia, tenían
pocas ganas de bulla. En la última sala había dos pasillos, encima de
cuyas puertas se leían dos letreros: “Hombres” “Mujeres”. Los sexos
se separaban para entrar y salir de la consulta. ¡Ah, si siempre
hubieran estado separados, cuán inútiles serían aquellas salas, y hasta
el edificio mismo del hospital!
Mujeres no asistían tantas como hombres, y allí aguardaban en un
rincón de la sala del fondo, en espera interminable, pues hasta que los
hombres todos no acababan, no entraban ellas a la presencia del
médico. Que hasta en este terreno neutral de la infección era derrotado
el feminismo.
42. 42
La consulta propiamente dicha se hallaba instalada en un amplio
local que, por ocupar un ángulo del pabellón, recibía la plena luz del
campo por los ventanales de dos de sus muros. Había allí un ambiente
de limpieza, de claridad en todo, que reflejaba el espíritu luminoso y
claro del médico que la dirigía. Este, con su gran blusa blanca que le
llegaba hasta los pies, se instalaba en una silla colocada de espaldas a
una ventana y frente a la puerta por donde entraba el público; a su
derecha tenía una mesa amplia, donde en dos cacharros tenía los
depresores con que examinaba la boca a los pacientes; sentado al otro
lado de ella había un ayudante, encargado de extender las recetas, y de
apuntar en breves frases los rasgos clínicos de la historia de los
enfermos que llegaban por primera vez a la consulta; en un armario
colocado a la derecha de la puerta de entrada, y entre ella y la de la
sala de curación, se conservaban en gruesos tomos las historias de
todos los enfermos que habían desfilado por el Hospital desde su
fundación. ¡Cuánto dolor y cuánta miseria encerrarían aquellas
páginas que parecían las del Diario de las Sesiones, o las de una
colección de La Lidia!
El resto del menaje de la habitación lo formaban unos lavabos de
porcelana, en los que Navarro se lavaba las manos unas treinta o
cuarenta veces durante la consulta, y una mesa sobre la que había unos
vasos vulgares de los de beber agua, pero que aquí, según luego
veremos, tenían un destino nada vulgar. En las paredes había un gran
plano de todo el hospital y unos cuadros con fotografías de casos
raros, que eran verdaderas monerías: anos en los que había crecido
una verruga como una col monstruosa, labios que parecían tumefactos
por varios puñetazos de boxeo, la cara de un sujeto que había tenido la
humorada de empeñar la nariz, poniéndose en su lugar, para que no se
notase la falta, un queso de Gruyere con más ojos que Argos... Y
debajo de cada una de aquellas películas, nombres verdaderamente
festivos: «Sifilide pustulosa», «Sarcocele», «Acné indurata»,
«Sifilides en corimbos».
Si al que había escrito y pensado todo aquello le condenasen de
repente a pronunciar aquellos camelos sin morderse la lengua, se vería
en un apuro más grave que el de la toma de Verdun para el Kronprinz.
43. 43
Julián se sentaba a la izquierda del doctor, apoyando la silla contra la
pared; a su derecha, y mirando por la ventana, se veía el campo,
dilatándose en peladas ondulaciones hasta la borrosa lejanía.
A las nueve en punto el doctor daba la entrada, y, precedidos de uno
de los ayudantes, pasaban seis enfermos; se sentaban en unas sillas
que había a la derecha de la puerta, y dejaban las gorras y sombreros
en la percha que había encima. El primero de todos se adelantaba y se
sentaba frente al doctor.
Si era enfermo antiguo, llevaba en la mano la papeleta de la visita
anterior, y lo primero—y a veces lo único—era la inspección de la
boca para observar en ella el efecto de la medicación. La operación
tenía su ritual, como por fuerza han de tenerlo siempre las cosas que
se repiten más de cien veces en el espacio de un par de horas.
Navarro preguntaba:
—¿Cuántas lleva?
Y el enfermo ya sabía lo que la pregunta quería decir: se le
preguntaba por el número de inyecciones que había tomado.
—Tres... una... cinco...
Según lo que el bueno de don Javier veía en la boca, ordenaba la
persistencia o el descanso:
—Suspenda por unos días.
Esto lo decía cuando se encontraba en presencia de unas encías
quemadas por el mercurio, de unos dientes amarillos y descarnados
que parecían iban a caerse de un momento a otro, de una lengua o de
unos carrillos en los que una trituradora parecía haberse despachado a
su gusto… Pero no; ni los dientes se caían, ni allí había nada destruido
para siempre; la Naturaleza reaccionaba, más fuerte que el mal, y con
la ayuda del tiempo aquellas becas volverían a comer hasta pájaros
fritos, que es el alimento más esquinado que se conoce.
Si la medicación había de seguir, el doctor se limitaba a decir:
—Tome chapa.
Los veteranos de la consulta ya sabían también lo que esto quería
decir: de un cacharro de encima de la mesa tomaban unas chapas
metálicas, y con ellas salían de la sala para pasar por la espalda a la de
curación.
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Navarro muchas veces se indignaba; abría la boca del enfermo, y de
un vistazo sabía ya todo lo que quería saber:
—No le curo... Mientras no se arranque esos raigones y esos dientes
podridos que tiene ahí, no le curo.
El enfermo callaba anonadado:
—Pero hombre ¡qué cariño le toman ustedes a esas porquerías!... Si
quisiesen tanto a la familia, serían unos padres modelos.
El enfermo se levantaba mohíno, jurándose a sí mismo salir
corriendo en busca del dentista más próximo; y... en efecto, a la
semana siguiente volvían a presentarse allí con aquellas bocas de
caimanes, en las que los ocho días transcurridos habían puesto nuevos
festones de inmundicias.
No tardaban en llegar los enfermos complicados. Muchos de ellos,
conociendo ya el terreno que pisaban, empezaban a desabrocharse los
pantalones, mientras esperaban ya dentro de la habitación; al llegarles
el turno, y puestos ante el doctor, los dejaban caer hasta las rodillas y
alzaban el faldón de la camisa hasta el pecho.
Lo que se veía detrás de aquel velo que se alzaba no era
precisamente el jardín de las Hespérides, sino más bien la columna de
Vendôme en París, o el Obelisco del Dos de Mayo, al que una mano
torpe hubiera arrancado un pedazo.
Allí entraba la paciencia enorme del doctor, su transfiguración de
hombre en héroe y casi en mártir; como si aquellas piltrafas estuviesen
en el aire y no tuviesen detrás de ellas un tiazo como una casa, y sucio
en la mayor parte de los casos, él las palpaba, las estudiaba con
verdadero amor, las miraba y remiraba para que ni un detalle escapase
a la observación, y con palabras sueltas iba dictando al ayudante lo
que había de apuntar:
—Valanopostitis... Chancro duro... Adenitis...
A veces había que desliar gasas y vendas, y nunca dejaba que el
enfermo mismo le ayudase; él, con sus manos, que se acababa de lavar
y frotar, manipulaba en aquel fango, separaba tejidos que impedían la
libre contemplación de la lesión, apretaba las llagas de naturaleza
dudosa, arrancándole al mal hasta sus últimos secretos.
Tras el diagnóstico venía la receta, que el ayudante extendía
también, según le iba dictando Navarro:
—De biyoduro mercúrico... tantos gramos…
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Pero a lo mejor se detenía, miraba al enfermo, que era un pobre
miserable, con las ropas astrosas, y le preguntaba, para no perder el
tiempo:
—¿Usted podrá comprar una receta que se le mande?
El enfermo vacilaba y acababa siempre por decir que sí. Por lo visto
le daba vergüenza confesar que no tenía ni para comprar pan.
46. 46
Dos cosas había que llevaban la indignación al ánimo bondadoso del
doctor Navarro: la suciedad, y la negligencia de los enfermos en
seguir sus prescripciones.
Cuando se encontraba ante un doliente que por descuido en el uso
del agua había dejado empeorar su dolencia, o la había abandonado a
los impulsos naturales de la curación, se transformaba, se encendía, y
rugiendo con su vozarrón recio y pastoso, pretendía acobardarlos con
las más fieras amenazas, como a chicos de los que sólo se puede sacar
partido enseñándoles el palo.
Para estos casos había inventado una aplicación de una palabra ya
conocida, que realmente era un hallazgo; él llamaba a esa parte del
cuerpo varonil que no se puede nombrar en una reunión de señoritas,
el periscopio.
¿Cómo se le había ocurrido al doctor Navarro tan atinada
denominación? No se sabía: acaso allá en las playas de Santander,
donde acostumbraba a pasar una parte del verano, viese un día bañarse
a algún sujeto de esos que tienen la costumbre de hacer el muerto,
tendiéndose como en un catre en la superficie rizosa de las aguas. En
esa postura, el cuerpo humano semeja un submarino, en cuyo centro,
al sumergirse lentamente, podría ir quedando a flor de agua la parte
más saliente—en algunos esta parte es la nariz—como un periscopio
humano que otease el horizonte marino.
Como se ve, el símil no era ninguna tontería. Y ocurría que llegaba
un enfermo, se echaba abajo los pantalones y aparecía algo así como
un cuadro de Valdés Leal con toda su podre y su fermentación; el
doctor se le quedaba mirando, y, poniendo una cara muy feroz, le
decía:
—Pero ¿qué es esto?... ¿Qué porquería de periscopio me trae usted
aquí?
47. 47
Cierto día hubo uno que tuvo el privilegio de llevarlo al paroxismo:
era un muchachón robusto, fuerte, de apariencia intachable; sin que
nadie le dijera nada, descubrió sus partes, y dejó ver la más sana
región sexual que se haya presentado nunca en una clínica. Aquel
enfermo, en un concurso de buena salud se hubiera llevado el primer
premio.
Miraba y remiraba el buen doctor, sin encontrar por ningún lado el
punto vulnerable, y harto ya de la inútil inspección, le dijo:
—Bueno, pero ¿usted qué es lo que tiene?
El muchacho alzó para arriba el periscopio, y descubrió, entre él y la
parte inferior del escroto, una especie de tercer depósito de la mugre
y la cochambre. Era el cuento del ¿Ha probado usted a lavárselos?
puesto en acción una vez más. El médico, a quien molestó que le
tomaran por un bañero, le gritó:
—¡Eso se le cura a usted con agua de Lozoya!...
Y el otro aún tuvo la pachorra de preguntar:
—¿Templada?
—¡O helada! Como más le guste.
Julián, que lo veía todo en el mayor silencio, observó algo que se
salía de lo vulgar: a uno de los enfermos le dijo Navarro que era
preciso verle la orina; nuestro hombre, que ya debía estar ducho en
aquellos menesteres, se fue a la mesa sobre la que había unos vasos, y
realizó una de las mayores incongruencias en que puede incurrir el ser
humano. Julián hasta entonces, en sus andanzas por el mundo, siempre
que había visto a alguien coger un vaso era para una de estas dos
cosas: o para beber en él, o para tirárselo a la cabeza a algún amigo.
No concebía que esos apreciables recipientes de cristal pudiesen tener
otra aplicación, y así, fue no pequeña su sorpresa cuando vio que
aquel sujeto cogía uno de los vasos y se disponía a vaciar en él el
contenido de su vejiga.
Era como si contemplase a un hombre que utilizase un cuchillo de
postres para abrocharse las botas, o un paraguas de seda para hacerse
con el la raya del cabello.
Y no fue eso lo peor, sino que el paciente, por más esfuerzos que
hizo, poniendo en la operación todo el impulso de su conciencia,
fracasó en el empeño de llenar el vaso de algo más que de aire.
48. 48
Se volvió al doctor y le dijo compungido:
—Doctor... No puedo...
—Pues hijo mío, aquí hay que venir con la gana hecha, porque ya
comprenderá que es una operación que yo no puedo hacer por usted.
En una de las tandas de seis, venía un chico que no podía tener más
de catorce años; imberbe, con cara de infeliz y muy limpio y aseado,
se cuadró ante el médico como un recluta. Del examen resultó que,
como un hombrecito, poseía su adenitis correspondiente, y como el
médico le dijese:
—Pronto empiezas... —replicó casi ofendido:
—No, señor; si estuve ya aquí hace dos años.
—¿Y qué traías?
—Pues una balanopostitis.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece y medio.
El doctor le miró un instante y se puso a dictarle la receta. Lo
despidió con estas palabras:
—Anda con Dios, hijo... Y no hay que vivir tan de prisa...
En cambio, un paleto que llegó tras él, con cara de idiota y las
manos torcidas, escuchó como resultado de la inspección, las palabras
fatales:
—¿Usted sabe lo que tiene?
—No, señor.
—Pues sífilis.
Y el hombre, como si con aquello lo disculpara todo, replicó muy
serio:
—Pues es la primera vez.
—¡Claro! Alguna vez había de ser la primera.
Llegaban algunos con ganas de conversación, y, tranquilamente, se
ponían a contar la historia de sus cuitas, tomándolo desde la infancia:
—Verá usted; yo es que entré un día con una mujer que tenía, aquí
en semejante sitio—señalaba el promontorio donde la espalda pierde
su nombre—un bulto así como una alcachofa puesta al sereno, que...
Don Javier se encargaba de cortar en flor aquella novela por
entregas; si cada uno iba a entretenerse en referir al detalle el
argumento de su película, no era posible despachar en dos horas a los
ciento cincuenta o doscientos que desfilaban por la consulta cada día.
49. 49
Porque la cola no se acababa nunca. La puerta seguía arrojando
hombres y más hombres, en aquel desfile de dolor y podredumbre,
que asemejaba al paso de los muertos y heridos después de una
batalla, o a esos ejércitos que atraviesan los escenarios de los teatros,
dando la vuelta por detrás del telón de fondo. Había de todo: jóvenes y
viejos, ciudadanos y campesinos, desmintiendo estos últimos con su
presencia la leyenda de la pureza de costumbres del campo. Y cada
uno, como el desecho de un naufragio, traía su porquería, su llaga o su
hinchazón, su tristeza puesta en el rostro como una máscara, y su ansia
de curarse, de librarse para siempre del demonio que le había
aprisionado.
El Doctor Navarro los acogía a todos por igual, sin fatigarse, sin
rendirse, luchando en su puesto con un enemigo que no se acababa
nunca.
Algunos querían el milagro, la cura repentina, el prodigio de una
mano que los sanase, como la de Jesús al leproso, con sólo posarse en
su cabeza:
—Doctor, que me duele mucho la cabeza por las noches. ¿Qué
hago?
—La medicación, y nada más que la medicación...
—Que tengo el cuerpo como un repollo, lleno de granos...
—No te importe: todo eso se quitará...
—Que no puedo jugar bien el brazo izquierdo…
—Mientras no te pase lo mismo con el derecho...
Porque él, engañar, no engañaba a nadie. ¿Para qué un consuelo
ficticio, que les haría abandonar las precauciones, y a la larga sería
peor? Como muchos de ellos eran unos brutos, había que ser con ellos
brutales por su propio bien. Un hombre de unos cincuenta años, se
presentó todo temblón, las piernas se le doblaban, y, en conjunto,
parecía un mal cómico cuando representa un anciano de malos
instintos. Navarro le preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que ha tomado la última inyección?
—Un año...
—¿Y por qué ha dejado pasar tanto tiempo?… ¡Claro! Así está
usted... ¡Mire que se va a morir!… ¡Que se lo digo de verdad!…
50. 50
El pobre hombre se echó a llorar como un niño. Navarro tuvo un
momento de ternura:
—Déjese de lágrimas, y vaya a que le curen...
El hombre cogió su chapa, y sumiso y renqueando, salió de la
consulta y se encaminó a la sala de curación.
Navarro, mientras se levantaba a lavarse las manos por cuarta o
quinta vez, le dijo a Julián:
—No se puede con ellos. Debía traerlos aquí la pareja de la Guardia
civil... ¡Media Humanidad se ha empeñado en quedarse sin
periscopio!
51. 51
En la Sala de curación había dos camas de operaciones—burros,
como las llamaban las reclusas de la Higiene—y encima de ellas,
colgados del techo, dos irrigadores de cristal. En armarios y vitrinas
estaban los útiles para las curas y los medicamentos.
Los enfermos, provistos de las chapas que habían recogido en la
consulta y de la indicación escrita, cuando no era inyección lo que
había de aplicárseles, entraban formando fila, y de pie a todo lo largo
del muro, aguardaban que les llegase el turno. Ante su vista se
verificaban las curas, y aquella fila, que parecía la de sacar la cédula o
el abono de los toros, iba viendo prácticamente el porvenir que la
guardaba, y se iba haciendo una sensibilidad pava cuando llegase su
hora.
La sala estaba separada por un tabique de madera de la consulta, y el
primer burro al lado de este tabique se destinaba generalmente a la
aplicación de inyecciones, que era la que más se hacía. El enfermo,
después de dejar al descubierto su hemisferio posterior, se tumbaba en
el hule boca abajo, y el médico frotaba con un algodón empapado en
alcohol la parte pequeñísima destinada al sacrificio, que era la región
carnosa que cae por bajo de los riñones. Preparado así el terreno, se
armaba el profesor de una finísima y larga aguja, y de un golpe, como
quien clava un rejón o pone el asta de la bandera en lo alto de una
posición codiciada, hundía en las carnes del paciente todo el acero.
El que viese aquello y no estuviese enterado compadecería al
enfermo, y le admiraría al ver que ni una fibra de su cuerpo se había
conmovido con el terrible saetazo; ni compasión ni admiración
merecía aquello, pues el pinchazo no dolía lo más mínimo. Era
después, pasadas algunas horas, cuando se removía todo aquello, y
notaba el paciente como un perro que se le agarrase, un dolor
muscular caliente y desazonado, que le hacía revolverse en la cama o
en la butaca del teatro, como si no le gustase la obra.
52. 52
Se enchufaba la jeringuilla llena de aceite gris en el borde de la
aguja, se apretaba, y la batalla intramuscular entre la medicina y la
enfermedad quedaba entablada. Volvía a pasar el dedo por la parte
punzada el médico para cerrar el diminuto orificio, y la cura estaba
hecha.
¡Realmente, si no era más que aquello!... Pero pasaban días, y
aquello que con tanta sencillez se había introducido en el organismo
sin escándalo, llegaba a la boca del enfermo—o a los ojos o a otro
sitio—la trituraba, la poblaba de heridas, la atenazaba con un dolor de
fuego, que sólo el ácido crómico lograba calmar, después de haberlo
aumentado durante varias horas.
En la otra cama se hacían las curas más detenidas: lavatorios,
irrigaciones, aplicaciones del cauterio, aperturas—solemnes y a toda
orquesta—de infartos y tumores... Era aquél el verdadero potro, y no
era raro ver en él a hombretones grandes como casas mordiendo con
rabia un pañuelo para apagar los gritos del dolor. Porque eso sí, el
quejarse se estimaba como una cobardía, y antes se habrían deshecho
los dientes apretándolos unos contra otros, que dejar escapar un ¡ay! o
hacer una mueca de desaliento.
Era aquella la sala de expiación, del tormento que la moderna
inquisición aplicaba a los culpables de amor y de vicio. Si Dante, el
simpático colega florentino, se hubiese dado una vuelta por esta sala
de San Juan de Dios, no hubiera tenido necesidad de hacer su turné
por los infiernos, que no debe ser nunca, y menos entonces que no
existían los kilométricos ni los vagones-camas, cosa muy agradable.
El bisturí rajaba y cortaba como en la tabla de una carnicería; el
nitrato de plata quemaba; el permanganato corría a raudales, haciendo
temblar de dolor algunas vejigas, y los enfermos se levantaban del
tormento con la cabeza desvaída, con las piernas flojas y con la frente
bañada en sudor, como el tenor en el segundo acto de Tosca, cuando
sale de que le pongan unas cuñas en la frente a modo de corona
mística.
De cuando en cuando, los ayudantes y ordenanzas sacaban a pulso a
un enfermo: no era nada, uno a quien el dolor había rendido, un
vahído que se pasaba en seguida, con sólo tumbarlo en un banco de las
salas de espera y echarle un poco de aire por la cara. Y mientras al
buen hombre se le pasaba el susto, la Ciencia seguía allá dentro su
tarea implacable, y el doctor Navarro continuaba en su consulta
hojeando el libro de la carroña humana.
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En el desfile macabro y apestoso había de todo, como en una extraña
pesadilla: miembros que habían perdido en absoluto la forma, y que
no eran más que una llaga purulenta, verdosa en sus contornos; ingles
en las que se abrían boquetes grandes como los buzones de la calle de
Carretas, por los que muy bien podía meterse una cabeza, como
Malleu metía la suya por la boca de sus leones; escrotos que se
hinchaban hasta el absurdo, en hidroceles deformes; gargantas tan
llenas de placas que parecían el kodak de un reportero fotográfico;
cabezas peladas como bolas de billar; brazos y piernas adornados de
roseolas en dibujos caprichosos y hasta artísticos; manos que se
torcían hacia adentro como si agitasen un molinillo imaginario; ojos
desviados y sangrientos; labios agrietados como la tierra de las huertas
cuando se seca el agua del riego; lenguas partidas en dos y tres
pedazos como para una escarlata diabólica; huesos que sonaban a
hueco cual la cabeza de algunos de nuestros poetas afeminados y de
voz de tiple; orquitis que convertían parcialmente en gigantes a sus
poseedores...
Acabado por fin el desfile de los hombres, les llegaba el turno a las
mujeres; nunca eran tantas en número, y casi todas entraban cohibidas,
como avergonzadas, muchas de ellas temiendo descubrir secretos que
para una mujer son siempre una mina.
Procedían del pueblo, en su mayoría, y entre alguna cocinera de casa
grande, que venía a que le limpiasen la cara de una erupción, venían
también ejemplares de esa casta de mujeres que, siendo oficialmente
honradas, no había noche que no se acostasen con tres ó cuatro, ni
merendero de las Ventas en cuyas chaise-longue no hubiesen
deshojado una rosa mustia de su cariño.
De cuando en cuando llegaba una hembra, se sentaba frente al
doctor, y le decía muy bajito, como quien le confía un secreto,
procurando que nadie más que él lo oyese:
—Es de abajo.
Sí; como las medias tostadas. Esto lo pensaba Julián, aunque claro
es que no lo decía.
Navarro les señalaba una puerta disimulada que se abría en la pared,
a su izquierda, y les decía:
—Entre usted ahí, que ahora voy yo.
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La enferma entraba en una habitación en la que había una cama de
operaciones, y se echaba en ella, dando al aire sus desnudeces; frente a
sus piernas se abría un ventanal que encuadraba el campo por la parte
de Vallecas. La luz le daba así de lleno en el bosque del amor,
iluminando sus más recónditos senderos.
Cuando Navarro despachaba unas cuantas que sólo traían erupciones
en sitios visibles, entraba allí, y hacía que entrase con él Julián. No
quería por lo visto que su aprendizaje fuera incompleto, y lo asomaba
a todos los abismos del dolor. También allí, a la luz esplendorosa del
cielo, se exhibía un apetitoso catálogo de suciedades; el órgano herido
tomaba a veces apariencias grotescas, y ya era el acerico lleno de
pinchazos que una irritación continua ponía al rojo vivo, ya la abertura
alargada en forma de plátano, ora el cuarto de kilo de fresones,
convertido así por unas verrugas ancestrales, ora el brioche
gigantesco, donde la ulceración había dejado su tarjeta.
A la consulta llegaba una chicuela, con el pelo suelto, de aire
inocente, y acompañada por su madre, una mujer de tipo noble, que
parecía haber arribado hasta allí, como María Antonieta al cadalso:
plena de orgullo. Como ni madre e hija pronunciaron la frase de ritual,
el doctor se creyó en el caso de reconocerla en la sala pública.
—¿Qué trae esta pequeña?
Y la madre, sin perder su empaque:
—Pues unas cosas en las piernas que no sabemos lo que es.
—A ver, quítate las medias.
La chica lo hacía, ayudada por la madre, y por el doctor, y dejaba
ver dos pantorrillas en las que no quedaba casi más que el hueso,
devorado todo lo demás por un tumor maligno: una multitud de
fuentes se abrían en los miembros, con tal profusión, que, al lado de
ellas, los jardines de La Granja serían un páramo con el suelo de
roca.
Y como a Navarro no le gustaba engañar a nadie, dijo, dirigiéndose a
la madre, como si a ella, más que a la hija, quisiera hacer responsable
del tropiezo:
—Esto es sífilis.
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Un bofetón en pleno rostro no hubiera lastimado más la dignidad de
aquella Lucrecia Borgia, con mantón alfombrado:
—¡Ay, por Dios, doctor, qué cosas dice usted!...
—¡Y qué cosas hacen ustedes con estas criaturas!
—¡Jesús..., Jesús..., Jesús!...—dijo la matrona, tapándose la cara con
las manos.
—¿Cuántos años tiene esta chica?
—Doce, nada más... ¡Y le juro a usted, doctor, que no la ha tocado
nadie!... Estaba en un colegio, aquí en Alcalá, y las madres me han
hecho que la saque, porque allí no podían curarla.
—¡Naturalmente!
—Eso debe haber sido bebiendo agua en alguna parte...
—Vamos a verlo.
A las dos hizo pasar al cuarto reservado: colocada en postura, el
doctor examinó la travesía sexual de la enferma. Aquello, en efecto,
estaba limpio, pero se veía muy a las claras que por aquella travesía
había pasado gente, y seguía pasando, desde hacía algún tiempo.
Navarro se quedó mirando a la madre con reproche: ésta, que desde
que entraron en la habitación se había puesto muy colorada, volvió la
cabeza, huyendo las miradas del doctor. Como una queja, más que
como una reprimenda, le dijo éste:
—¿Para qué dicen ustedes esas cosas?... Si aquí no vienen más que a
curarse, no a que se les imponga ningún castigo.
Y entonces la Lucrecia Borgia, entre sollozos, empezó el relato de
una historia que parecía hilvanada por Diego San José.
—En el colegio había un sacristán..., ¿sabe usted?..., que llevaba
detrás de la chica mucho tiempo, hasta que un día se la encontró sola
en el campanario, y... ¡lo que pasa!...: la perforó. La chica no quería;
pero… Navarro hubo de interrumpir el raconto:
—Es igual, señora; para lo que aquí tenemos que hacer con la
enferma, lo mismo da que el explorador haya sido un sacristán o un
señor obispo.
Y las hizo salir fuera, saliendo él y Julián detrás.
Siguió la consulta, que ya tocaba a su fin: como si el demonio de la
podre quisiera cerrar el día con broche de oro, se presentó la última
una mujer, como de unos cuarenta años, con el vientre grande como
un camión, y con la piel de manos y brazos llena de roseolas y
ulceraciones; no necesitó fijarse mucho el doctor para formular el
diagnóstico: sífilis, y de la peorcita.
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—¿Desde cuándo está usted así?
—Pues, hará unos diez meses.
—¿Ha hecho usted algo para curarse?
—Hasta ahora, no, señor.
—Además... está usted embarazada...
Con júbilo, como quien relata una hazaña, replicó:
—Sí, señor...
—¿De cuánto tiempo?
—De seis meses.
Navarro la miró entre compasivo e iracundo. Él se dejaba allí
durante tres días a la semana todo el año, cuanto sabia, toda su ciencia,
toda su caridad, además de haberse dejado hacía mucho tiempo, el
estómago. Con todo eso, y con una dosis de paciencia infinita, lograba
curar a muchos, atajar el mal en ocasiones, ganar batallas al
monstruo de la porquería; pero contra aquellos crímenes de la
ignorancia y el descuido o simplemente del egoísmo, contra aquellas
mujeres que se dejaban embarazar en plena fermentación del mal,
sabiendo casi de un modo seguro, que estaban dando vida en sus
entrañas a dos piltrafillas purulentas, él no podía hacer más que
cruzarse de brazos y lamentar no ser Dios para poner remedio a lo
irremediable.
Las piltrafillas serían dos probablemente, porque aquella mujer, al
contarle al doctor a grandes rasgos su historia genésica, le había
referido cómo había tenido ya dos partos de dos criaturas cada uno.
Puesta a cometer asesinatos, aquella señora no se conformaba si no los
cometía dobles.
Poco después de las doce, abandonó el doctor Navarro la consulta
con aquella mala impresión. Salió del hospital acompañado por Julián,
y mientras se encaminaban a Pardiñas para tomar el tranvía, iban los
dos pensando lo mismo.
Pensaban en el desfile que acababan de presenciar y que había
durado tres horas, y multiplicando aquello por ciento ochenta días del
año, resultaba una cifra fabulosa.
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Y aquella no era la única consulta de Madrid, aunque sí la más
importante; quedaban otras en el mismo hospital, o las de algún otro
establecimiento análogo, y las consultas particulares, que pasaban de
ciento. A Julián se le presentaba aquello como un formidable ejército
que acampaba en plena ciudad, e infestaba Madrid con los disparos de
sus cañoncitos averiados que, precisamente por estarlo, lanzaban al
aire balas envenenadas.
Aquella gente bebía en los establecimientos públicos en los vasos y
tazas en que después lo hacían los hombres sanos, cambiaban con
éstos sus sudores en las salas de los teatros, compartían en las
peluquerías el uso de tijeras y navajas; y, como no todos ¡ni
muchísimo menos! Tenían la virtud bíblica de abstenerse de torear en
los lenocinios mientras la herida de la corrida anterior no estuviese
cicatrizada del todo, la propaganda aumentaba y el mal no se acababa
nunca.
Y aún de ese ejército no formaban parte los embusqués, los que
llevando su descuido hasta el absurdo, no habían tenido la humorada
de ponerse delante de un médico para averiguar si aquella alcantarilla
en que se iba poco a poco convirtiendo su cuerpo, era una enfermedad
o un premio de la lotería.
Y todo aquel fango, todo aquel lodo, todas aquellas carretadas de
estiércol humano que acababan de pasar por la consulta como una
procesión de malditos, no eran más que la consecuencia, el hijo
natural y lógico del amor.
¡El Amor! Este apreciable hormiguillo de la médula y del corazón
humano, que tanto han cantado los poetas, haciendo de él una religión
y un culto, no era a la postre más que eso: un poco de materia
infectada que olía a gasa fenicada y a yodoformo. Los vates, los
elegidos, habían hecho del hijo de la madre Venus una de las
maravillas, alma eterna del mundo; a su costa se habían escrito las
páginas más gloriosas y se habían construido los ripios más
desvergonzados. Últimamente, un fabricante de profundo sentido
poético, había amasado con él una pasta—la acreditada pasta Amor—
para limpiar los metales, que convertía los botones de los soldados
en sucursales del astro del día; pero por encima de todos los inventos
y de todas las obras teatrales, el Amor era eso: una gota de pus que
crecía y crecía hasta hacer un mar de porquería con las orillas
verdosas.