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1. Guillermo Arenas 17 de octubre de
2018
A los productos fabricados para romperse se les va a
acabar el cuento
retina.elpais.com/retina/2018/10/16/tendencias/1539700237_455182.html
Cada historia tiene un comienzo, pero pocas veces se le puede poner una
fecha exacta. La de la obsolescencia programada, por increíble que
parezca, sí tiene un punto de partida exacto. El 23 de diciembre de 1924 se
reunieron en Ginebra los principales fabricantes mundiales de bombillas,
entre ellos compañías como Osram, Phillips o General Electric. Allí
firmaron un documento por el que se comprometían a limitar la vida útil de sus
productos a 1.000 horas, en lugar de las 2.500 que alcanzaban hasta entonces. El motivo,
claro está, era lograr mayores beneficios económicos. Había nacido el primer pacto
global para establecer de manera intencionada una fecha de caducidad a un bien de
consumo.
La bombilla del parque de bomberos de Livermore (California) funciona desde 1901
Este acuerdo oficializaba una nueva era del consumo. A partir de entonces, los
fabricantes incorporaron un principio en su modelo de negocio que quedó plasmado en
un texto de la revista Printer’s Ink en 1928: “Un artículo que no se desgasta es una
tragedia para los negocios”. En la década de los cincuenta se le puso un nombre:
obsolescencia programada. En unos EE UU en plena expansión comercial, el diseñador
industrial Brooks Stevens popularizó el término, que definió de manera elocuente:
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2. “Instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un
poco antes de lo necesario”.
“Aquella obsolescencia era un modelo de clases medias, planteaba un bienestar general,
un consumo más generalizado y no reducido a círculos burgueses”, explica Luis Enrique
Alonso, catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de
libros como La era del consumo. Sin embargo, a medida que la tecnología se desarrollaba
y alcanzaba mayores niveles de complejidad, la obsolescencia fue separándose de esa
visión naïf y positiva del consumo al alcance de todos y el crecimiento económico al que
no se le adivinaba un fin. “Ahora es un fenómeno muchísimo más diseminado e
integrado, se ha convertido en algo mucho más sibilino y poderoso”, apunta Alonso. El
motivo ya no está en los bienes de consumo, sino en nuestra cabeza.
Estado mental: obsolescencia
La realizadora alemana Cosima Dannoritzer empezó a trabajar a finales de la década
pasada en un documental que abordaba el fenómeno de la obsolescencia programada.
“Cuando comencé a interesarme por el tema pensaba encontrar algunas empresas que
utilizaban esa práctica para ganar más dinero, pero me di cuenta de que se trata de algo
sistémico, que toda nuestra economía depende de ella”, recuerda. Su documental,
Comprar, tirar, comprar, estrenado en 2011, proporcionó una visión global sobre los
peligros de este ciclo infinito del consumo, y sus consecuencias más allá de nuestros
bolsillos.
Vemos como un derecho tirar un objeto que no funciona
“La economía del crecimiento difunde un miedo a salir de ese sistema”, afirma
Dannoritzer. “Parece que si no existiese ese crecimiento nos volveríamos pobres, que no
tendríamos trabajo, casi como una vuelta a la Edad Media… Pero no es verdad. Ha
habido otros sistemas antes y habrá otros después”. Luis Enrique Alonso confirma este
fenómeno, que varios autores han denominado obsolescencia psicológica o cognitiva. “Hay
un discurso de la amenaza muy fuerte: individuos que se van a quedar fuera del sistema
funcional si no tienen determinados productos. La obsolescencia ya no tiene ese sentido
positivo de llamar al crecimiento y el bienestar, sino que incluye un elemento de
exclusión”.
La publicidad ha jugado un papel clave en este cambio en nuestra psique que nos
empuja a querer, por ejemplo, ese smartphone nuevo sin plantearnos siquiera si el que
ya tenemos todavía funciona. “Si ves los anuncios de hace dos o tres generaciones,
vendían que su producto era mejor, que su coche era más rápido, pero ahora a veces ni
te muestran ese producto. Vinculan los objetos y la función que tienen a nuestras
inseguridades”, explica Dannoritzer. “Dentro de este contexto, hemos aceptado como
algo normal el hecho de tirar un objeto cuando ya no funciona. Lo vemos como un
derecho: yo lo puedo tirar y alguien se tiene que ocupar de esos residuos. Y no es tan
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3. fácil si pensamos en el futuro y lo que puede pasar con nuestro planeta”. La directora
alemana apunta a otra de las consecuencias de la obsolescencia, quizás la más
apremiante y amenazadora.
Europa lucha para que no tengas que cambiar de
‘smartphone’ cada dos años
El chatarrero electrónico que acabará en la cárcel
Por fin, su lavadora podría durar eternamente
Montañas de basura
En 2025 se generarán 53,9 millones de toneladas de desechos procedentes de productos
electrónicos, según la Oficina Internacional de Reciclaje (Bureau of International Recycling).
Pero gran parte de esa chatarra no está a nuestra vista, sino en lugares como
Agbogbloshie, una zona cercana a Accra (Ghana) que se ha convertido en un inmenso
vertedero al que van a parar esos teléfonos, ordenadores o electrodomésticos que
dejaron de funcionar y que era más sencillo reemplazar que arreglar. Otros países como
Pakistán son el destino final de los 41 millones de toneladas de basura electrónica que
generamos cada año, según Naciones Unidas.
El vertedero de Agbogbloshie (Ghana) es uno de los lugares más contaminados del mundo.
“La economía del crecimiento y la obsolescencia programada no funciona a largo plazo
porque no podemos acelerar siempre, hay un tope de recursos, de energía”, advierte
Dannoritzer. “Es un sistema que funcionaba bien en la década de 1920, en los años 30,
40… pero no es algo que se pueda mantener. O nos quedamos sin recursos y energía o
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4. llenamos el planeta de basura innecesaria”. En su documental Comprar, tirar, comprar, el
economista Serge Latouche, partidario de la ideología del decrecimiento, lo expresa de
manera más gráfica: “Con la sociedad del crecimiento vamos todos en un bólido que ya
nadie pilota, que va a toda velocidad y cuyo destino es un muro”.
La lucha empieza por el diseño de cosas que se puedan arreglar
“La obsolescencia programada está íntimamente relacionada con el modelo de
crecimiento, que es depredador del medio ambiente”, asegura Luis Enrique Alonso. “Da
la impresión de que si se instauran medidas más restrictivas se ralentiza el crecimiento,
algo que puede tener un coste político”, prosigue el catedrático de Sociología. “Cada vez
tenemos más referencias y modelos posibles de convivencia, más racionales y
sostenibles y, sin embargo, impera el corto plazo de la política económica, que solo toma
el crecimiento del PIB como referencia. La supervivencia de las políticas económicas y de
los propios gobiernos se rigen por esos indicadores”.
“La lucha empieza ya con el diseño de los productos, con conseguir que se diseñen cosas
que se puedan arreglar”, defiende Cosima Dannoritzer. “Por ejemplo, es muy difícil que
puedas cambiar ahora tú mismo una batería de ordenador. También deberíamos tener
más información. Disponer, entre otros, de una etiqueta que te diga cuánto dura un
producto, o cuánta energía se ha empleado para confeccionarlo. Deberíamos tener ese
derecho”.
Salir de la rueda
Cuando los fabricantes de bombillas se reunieron en Ginebra en 1924, una de esas
sencillas fuentes de luz llevaba ya 23 años alumbrando de forma ininterrumpida un
parque de bomberos de Livermore, en California. Hoy, esa bombilla sigue encendida 117
años después, convertida en una atracción turística local, pero también en el símbolo de
la posibilidad de crear productos mucho más perdurables que lo que dicta el mercado
obsolescente.
“Es necesario un nuevo pacto social en el que se incluyan unas reglas de juego más
racionales, y que no parezca que el consumidor final es el que tiene que arreglar todo el
desaguisado”, explica Alonso. Lo cierto es que la concienciación sobre los efectos de la
obsolescencia va creciendo, no solo entre los ciudadanos. Francia es el país de la Unión
Europea que se ha tomado más en serio la lucha contra la obsolescencia, estableciendo
penas de hasta dos años de prisión y multas de 300.000 euros a las empresas que violen
las leyes de defensa del consumidor.
Laetitia Vasseur es la cofundadora de HOP, siglas de Halte à l’Obsolescence Programmée
(Alto a la obsolescencia programada). Su organización ha trabajado como grupo de presión
para que legisladores y empresas rechacen un modelo económico basado en producir
objetos tremendamente perecederos. “Antes de las últimas elecciones en Francia, les
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5. preguntamos a todos los candidatos sobre su programa en materia de obsolescencia
programada”, cuenta Vasseur. “Ahora trabajamos junto al Gobierno para fomentar
iniciativas de economía circular”.
30.000 personas trabajan en este vertedero de Nueva Delhi, que recibe ordenadores o móviles de
toda la India
Una de las reivindicaciones de HOP pasa por que los fabricantes ofrezcan mayor
información sobre sus productos al consumidor. “Sobre todo, que se ponga de
manifiesto la durabilidad de esos bienes de consumo, de manera que el consumidor
pueda comparar y elegir aquellos productos que duran más”, prosigue Vasseur. “Esta
propuesta fue aprobada por el Gobierno y ahora estamos trabajando en su
implementación”.
En otros casos, su acción es incluso más directa. A comienzos de este año, HOP
demandó a distintos fabricantes tecnológicos, entre ellos Apple y Epson. A la empresa de
impresoras la acusan de provocar que sus máquinas dejen de funcionar de manera
intencionada por la introducción de un chip que limita su vida útil, algo que también se
expresaba en el documental Comprar, tirar, comprar. “Queremos que este tipo de
empresas reaccionen y cambien su política”, afirma Vasseur. “Y estamos empezando a
ver un cambio de mentalidad en muchas de ellas”.
“En España no se han tomado apenas medidas para combatir esta práctica”
“En España no se han tomado apenas medidas para combatir esta práctica”, explica
Enrique García López, del departamento de comunicación de la OCU. La Organización de
Consumidores y Usuarios ha puesto en marcha una campaña informativa contra lo que
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6. llaman obsolescencia prematura, con consejos para que el usuario la evite. “Por ejemplo,
que elijan productos diseñados de forma que no haya piezas de calidad deficiente, o que
el precio de los consumibles no sea superior al del producto nuevo”. Otras asociaciones,
como la catalana Millor que Nou [Mejor que nuevo], promueven la reparación de
aparatos y el intercambio como alternativa a generar mayor número de desechos
tecnológicos.
Esa economía circular es una de las iniciativas que también están siendo apoyadas por la
Unión Europea. Según la Eurocámara, las marcas de tecnología deben permitir que se
extraigan las piezas de sus productos para ser reemplazadas; por ejemplo, las baterías
de los móviles. También se plantea la creación de una etiqueta para productos fáciles de
reparar. Sin embargo, en una época en la que la vida útil de los aparatos se reduce cada
año, no parece una tarea fácil.
Mientras la legislación avanza en paralelo a la concienciación pública, cada decisión
importa. “Siempre digo que cada uno puede cambiar pequeñas cosas”, cuenta Cosima
Dannoritzer. “Si me quedo mi móvil un año más no me va a arruinar la vida, y si todos
hacemos lo mismo se tirarían menos móviles”. Ya no solo se trata de algo que afecte a
nuestra economía doméstica, sino quizás a nuestra supervivencia.
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