Este documento es un extracto de la novela "Pequeña" de la autora Geneviève Brisac. Narra parte de la infancia y adolescencia de la protagonista, una niña de 13 años que decide dejar de comer para sentirse fuerte y en control. Recuerda su amistad con Joëlle y sus conversaciones sobre el futuro. También reflexiona sobre su origen y el talento de sus padres, y sobre sus experiencias en el colegio y la piscina.
4. Capítulo 1
No volveré a tener hambre, me dije. Eran las siete de la tarde y tenía
hambre.
En la mesa rodante de la cocina, apoyada contra la pared,
resplandecía la tarta de nueces. La cocina estaba en penumbra, brillaba el
chocolate helado. Una rueda negra trufada de medias nueces perfectas,
blancas, sin ninguna mancha de chocolate. Le dije adiós para siempre.
Tenía trece años, y había terminado de crecer. Se come para crecer.
Yo no volvería a crecer, me había dicho. Sólo comería lo necesario. Lo que
se necesita para durar. Todo se volvía un inmenso campo de exploración, el
descubrimiento de un territorio salvaje y secreto.
Yo no tenía ningún secreto.
Deseos sí, una voluntad de niña de hierro. Tenía un plan. En primer
término, vaciar mis bolsillos. Los adorados bolsillos de mi abrigo, llenos de
migas. Cuidar la capucha de cuello de piel que me da aspecto de esquimal y,
desde ahora, ir con la cabeza cubierta y los bolsillos vacíos.
Hasta ese sábado decisivo, guardaba tesoros en los grandes bolsillos
de mi abrigo. Trozos de queso aplastados envueltos en papel de aluminio,
barras de chocolate de cuatro cuadrados, que mezclan muy bien con el
queso, tortillas bretonas para el recreo, y finalmente, cincuenta centavos
para comprarme a la salida un galletón con pasas. Mi plan: supresión del
galletón con pasas, acumulación de monedas de cincuenta centavos. Dos
pájaros de un tiro. Podría hacer más regalos, sería rica muy pronto. De
repente me sentía fuerte, llena de futuro.
Tuve hambre desde el domingo en la mañana. Me vestí y bajé a
comprar croissants para el desayuno; hice ejercicios musculares en los
peldaños de la escalera. Los olores de la panadería me exaltaron.
Subí las escaleras tensando los tendones de los muslos. Era
primavera. La angustiosa gracia de la primavera. Mientras preparaba la
bandeja, un croissant para cada uno, cero croissant para mí, sentí un hilillo
de felicidad a la altura del pecho.
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5. Sentada en una silla, Nouk, sentada en el borde mismo de la silla para
impedir que se le aplaste la carne de las nalgas, lee La leyenda de los siglos
a sus hermanas menores.
Es El Cantar de Roldán1:
“Luchan, terrible combate, cuerpo a cuerpo. Hace ya tiempo que sus
caballos están muertos…”
Es muy hermoso.
Roldán no tiene un solo gramo de grasa en los muslos. Tienen corazas
atornilladas muy limpias, y ninguna migaja los molesta por dentro.
Cora y el bebé escuchan mientras desmigajan sus croissants
siguiendo técnicas particulares. Nouk salmodia. No hay que alzar la voz en
mitad de un verso. Un ritmo oscuro y parejo que llene toda la habitación.
Nouk soy yo.
Mis hermanos son muy bonitos. Cora tiene ojos inmensos como el
mar Negro, Tchernoïe Morie, y un aire trágico. El bebé es rubio y cremoso.
Yo soy la esclava de los dos, su otra madre y su jefe.
Dejo combatir a Roldán y Olivier. Es perfectamente posible leer
manteniendo el tono y pensar frente a otra cosa. De pronto tengo siete años
y la profesora cuenta una historia, los hunos invaden la Galia, están ahí muy
cerca de Lutecia y una mujer se pone de pie. No tiene un solo gramo de
grasa en las caderas, está totalmente recta y tiene un brazo alzado, como la
Estatua de la Libertad. La profesora dice con voz suave y graciosa: saben
cómo se llamaba esta mujer. Un nombre muy gracioso. Se llamaba
Geneviève2.
Y yo me pongo de pie, sola, en una isla desierta, roja, conmovida por
este destino. Me llamo Geneviève. Ese es mi verdadero nombre. Sin
embargo, nadie me dice así. Es un nombre demasiado pesado.
Mi plan funciona de maravillas. Ya no como. Con talento, con
discreción.
1
Poema épico francés del siglo XI
2
Santa francesa (423 – 502) de destacada participación en la resistencia de parís contra los hunos. Patrona
de Francia, se la invoca para ayudar en las grandes calamidades.
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6. Camino al colegio, soñamos en voz alta. Mi amiga del alma se llama
Joëlle, tiene miles de pecas y me fascina su minúscula nariz respingada.
Tiene perfil de cerdito, dice mi madre, que siempre ha detestado a mis
amigas. Mi madre cree que Joeëlle es tonta. Tiene razón. Pero no entiende
que me da igual. Lo que me importa es la enorme boca rosada de Joëlle, sus
ojos redondos y su manera de escucharme.
Lo que más me gusta es su casa, que huele a coliflor a toda hora, a
coliflor y a telas, un olor a fundas, a cubrecamas, a lana y a sábanas. Como
un nido. En el gran nido de Joëlle hay una vida tibia, desconocida,
tranquilizadora sin embargo. Este año instalaron en el suelo una alfombra de
pelo largo. Me parece el colmo del lujo y del mal gusto. Del abandono. Casi
como no vestirse los domingos antes de comer. En mi casa, la habitación de
los niños tiene suelo de linóleo azul turquesa, ya muy rayado. Es otro tipo de
modernidad, del cual alguna vez estuve orgullosa.
A Joëlle le va mal en el colegio; le da igual. A sus padres también les
tiene sin cuidado, creo. Va a fiestas sorpresa y escucha discos de 45
revoluciones. Ya se ha puesto medias y barniz de uñas. Tiene un hermano de
diecisiete años, a quien nunca dirijo la palabra. Joëlle es un poco como el
diablo. Un diablo rosado, con ojos redondos y dientes separados de
felicidad. Cuando estamos juntas, hablamos de nuestro futuro. Hago
juramentos que ella no entiende. Me cuenta lo que dicen las otras niñas de la
clase. No sé cómo sabe tantas cosas de las cuales yo nunca me entero.
Joëlle dice que les doy miedo.
Me encuentran orgullosa y temen las frases malintencionadas que por
lo visto salen de mi boca.
Un día juro a Joëlle que jamás me psicoanalizaré. Queda estupefacta.
Sus padres, de todos modos, dicen que son cosas de locos para sacar
dinero a otros locos y que no entienden cómo podría servirte ir a contar tu
vida a un chiflado que ni siquiera te escucha. Sus padres también dicen que
todas las casas de campo que se han construido los diez últimos años cerca
de Savigny -allí viven- se edificaron, piedra por piedra, con el dinero de los
bobos que se tienden en los divanes.
No le explico a Joëlle mis razones. No me voy a psicoanalizar, porque
le tengo miedo a lo que hay dentro de mi cabeza, igual que mis compañeras
de curso. Y también porque no me da la gana. Según mi tío abuelo
comunista, es mi capital más valioso. Por lo demás, Joëlle y yo no nos
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7. entendernos en nada y esto, sin duda, es la base misma de nuestro profundo
cariño.
Tampoco le cuento a Joëlle que decidí dejar de comer. Odiaría que me
imitara. Tengo la impresión de que cualquier persona a quien confiara mi
secreto trataría de copiarme y el mundo dejaría de girar. 0, en un primer
momento, mi proyecto quedaría anulado. Y es interesante porque soy la
única en el mundo que ha tenido la idea.
El martes, después de clases, voy a la piscina.
La monitora dice que podría ser campeona de crawl de espaldas; si
quisiera. Me gusta la competencia. La línea de salida, el instante cuando uno
se lanza al sonar el disparo, el movimiento de volteo, el giro al final de la
piscina, el agua que se te mete en los ojos, las boyas azules que marcan los
pasillos de las nadadoras, la gorra aerodinámica de plástico que te pones en
la cabeza. Me gustaría ser campeona de natación. O campeona de lo que
sea. Mi mayor orgullo es resistir más que todas las otras debajo del agua.
Quiere decir que tengo pulmones inmensos. Y eso resulta tranquilizador.
Al volver de la piscina, paso junto a un vendedor de crepes. Tomo uno
de almendras. Está muy caliente, compacto, y las almendras molidas crujen
entre los dientes. A veces pienso en ese crepe apenas llego a la piscina.
Pienso en él con cada brazada, con cada taza que bebo. Este martes del
cambio de vida renuncio al crepe de almendras. Nunca volveré a probar uno.
En el andén del metro, pienso en ese nunca. El tren llega, las puertas
se abren y se cierran. Detrás del vidrio sucio, un hombre y una mujer se
besan. Tengo la sensación de que he hecho un descubrimiento. La
convicción aguda y brutal de que los hijos se hacen por la boca.
El tren se marcha. No tendré hijos.
Hace tiempo que pienso en ello; una certeza que adquirí en los baños
ingleses, hace unos dos años. La casa era triste y sus habitantes,
incomprensibles. Pasé allí el mes de julio, para sumergirme en su lengua.
Todo el tiempo tenía miedo. Miedo de la hija mayor que me llevaba al camino
donde se encontraba con chicos que la besaban y le tocaban los pechos.
Eran muy grandes, sus pechos, colgados de su torso magro. Lo que más me
asustaba era su risa. Una risa de lobo, pensaba. Yo soy como una pequeña
cabra, trivial y estúpida. Temía que me tocaran y, aún más, ser tonta.
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8. Me quedaba días enteros con la otra hija de la familia, una pequeña
mongólica, y después me encerraba en mi cuarto y escribía discretos
llamados de auxilio a mis padres, temiendo que mis huéspedes leyeran las
cartas y se vengaran de mi tristeza. Pero entonces tenía otra noción del
modo como nacen los niños. Por abajo, como se caga. Sentada en ese
excusado inglés, mientras contemplando la puerta de vidrio grueso, el
picaporte torcido y las capas de pintura descascarada, estreñida por el
exilio, tuve la convicción íntima, profunda y luminosa de que si era incapaz
de librarme de un simple mojón, era natural que fuera completamente inepta
para dar a luz un bebé.
Pero no había que decirlo a nadie. Es incómodo y peligroso confesar a
la gente que tú eres diferente. Tratan de demostrarte lo contrario, atraes su
atención y se vuelven malvados.
A los diez años, yo era un niñita rolliza y le tenía miedo al agua. Estaba
segura de que, necesariamente, mi peso me arrastraría al fondo de la
piscina. La monitora a quien lo confesé -en esa época todavía confiaba en la
comprensión del prójimo- me empujó con su vara para demostrarme mi
error. Caí al agua. Al olor tibio del cloro, al rumor agudo e intenso de la
piscina, sucedieron el sofoco y el silencio. El agua, viscosa y mortal, me
invadió. Me hundí como una piedra, como una esponja atiborrada de agua,
lastrada de resignación. No hice ni un solo movimiento. Por supuesto, subí a
la superficie después de haber tocado el fondo. Quedé convencida de que
tenía razón. La monitora de la vara metálica también.
En este pobre pasado pensaba en el andén del metro. En ese ahogo,
en ese estreñimiento, en la victoria que representaba mi gran futuro de
campeona nadadora de espalda. Campeona como Kiki Caron, con espaldas
de armario y un gorrito azul pegado a la cabeza.
¿Pero era éste un destino digno de mis padres? Por cierto que no.
Camino al colegio, Joëlle y yo hablábamos de eso. Era yo la que hablaba.
"Tú sabes, mi padre y mi madre reúnen entre ellos dos todos los talentos. Mi
padre es ingeniero. Adoro esa palabra. Es como señor, como genio. Es
experto en matemáticas y en geografía. El es la ciencia, la lógica y de él
recibí el don de los números. Mi madre habla a las piedras de los caminos,
pon e nombres a las ranas, sabe leer las líneas de la mano y conoce todas
las gárgolas de Notre-Dame por su nombre de pila. Es filósofa y dibuja en el
anotador que está junto al teléfono. Escribe programas de radio, se sabe la
mitología de memoria y de ella recibí el don de las palabras".
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9. Esto impresionaba a JoëIle. También, sin duda, la exasperaba. Me
decía: "Solo son dos hadas en tu cuna". O: "¿Y qué queda para tus
hermanas?"
Decía: "Qué pretenciosos son en tu familia". Decía: "Serías menos
orgullosa si fueras a catecismo. El cura dice que todos somos falibles,
débiles, es lo mismo, miserables ovejas que el Pastor salva". A veces Joëlle
parece una oveja. Cuando no parece un cerdo.
No me gustaba la idea de la oveja, me recordaba una frase penosa,
una frase que estaba en el aire. Los judíos se dejaron matar como ovejas. ¿Y
qué hacía entonces el Pastor?
]oëlle decía: "¿Y lo modesta te viene de tu padre o de tu madre?"
Yo decía a ]oëlle: "El valor es más importante que tu modestia.
Modestia es la palabra amable para decir pereza". Y se creaba cierta tensión
entre nosotras.
Con una herencia genética tan pesada, era imposible ser únicamente
campeona de natación.
Incluso de espalda, especialidad que siempre me ha parecido algo
sofisticada. En esa época, poco después de cambiar de vida y de renunciar a
los pasteles de chocolate, al queso y a los crepes-de-mantequilla-con-
azúcar-y-almendras, ingresé en mi temporada de accidentes.
Ser campeona de accidentes me pareció, durante un breve lapso, una
cosa bastante válida. Pero debo reconocer que, aparentemente, no tenía
ninguna gracia. Durante seis meses, fui como un boxeador que sale del
ringo Todo empezó, una vez más, en la piscina.
Un puño me golpeó en medio del ojo. Después, alguien se zambulló
justo cuando yo pasaba, ciega como estaba por el agua que mi pataleo y el
movimiento de mis brazos levantaba, y me aturdió.
Al tercer accidente, mis padres, esas hadas inclinadas sobre mi
glorioso futuro, decidieron interrumpir temporalmente mi carrera de
nadadora. En las semanas que siguieron me abrí el cráneo con un radiador,
luego una mano caritativa me golpeó con fuerza la cabeza contra la reja del
jardín público. Regresé a casa de prisa y me planté ante el espejo del baño.
Vi cómo me estaba hinchando. Como si eso nunca fuera a detenerse. Mi
nariz desapareció, solo quedaron los dos hoyuelos para señalar su
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10. existencia. Empecé a gritar sola ante esa imagen irreconocible, sola en la
casa. El tiempo se distendió. Qué se puede hacer cuando una se vuelve loca,
me pregunté, llena de pánico.
Era una nueva certidumbre, superior a ésa de no poder tener hijos que
se hadan por la boca: estaba a punto de volverme loca y, lo peor, pensaba
con espanto, no era tanto el miedo a estar loca como efectivamente estar
loca y, por tanto, no darme cuenta de que lo estaba; una inquietud bastante
legítima, porque estaba enloqueciendo sin darme cuenta. Pero,
naturalmente, esto no ocurría ante el espejo del baño ni tampoco se
relacionaba con mi nariz rota y mis ojos tumefactos.
Yo era una loca lógica como mi padre y poética como mi madre. Los
dones de las hadas se pueden utilizar de muchas maneras.
Está decidido: no puedo ser campeona de natación. En cambio,
estudio latín, matemáticas e historia. Estoy enamorada de la profe de latín.
Le copio la voz dulce y el paso contoneado. Me gustaría tener su pelo blanco
y, como no puedo, imito el movimiento horizontal de su brazo cuando
camina, un movimiento de parabrisas bajo la lluvia, que me parece ideal.
Todas las tardes hago todas las tareas de toda la semana. Me paso horas
confeccionando listas de vocabulario, me embriago de álgebra, de fechas.
Antes de la cena, cada día, calculo mi promedio por materia. Ya no veo a
Joëlle. Me aburre. Todo el mundo me aburre. Hablar es una pérdida de
tiempo.
Mis promedios aumentan y mi peso baja. Todo está muy bien. Todo
está muy, muy bien.
Me paso la vida delante de mi escritorio, que está en un rincón de la
habitación de mis padres. A veces me vuelvo y miro su cama, el cubrecamas
rojo desgastado me emociona. Antes de irme a acostar les escribo mensajes
que deslizo debajo de la almohada. Nunca los voy a abandonar. Los amo.
Mis padres los encontrarán mientras duermo. Estarán felices con su hija
mayor tan cariñosa. Tan perfecta.
Deslizo mensajes debajo de sus almohadas. Nunca me contestan.
Cada vez que escribo: "Siempre estaré con ustedes", pienso: "Algún
día tendré que irme". ¿Y adónde iré? Tengo miedo de que un día se mueran.
Las notas son todo lo que he encontrado para evitar este desgarrarse lento,
esta amenazante fisura del mundo. Son rezos. Y mentiras.
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11. Y Cora, el bebé y yo les preparamos regalos. Significan horas de
trabajo, meses de ahorro. Vamos a Parthénon, una tienda de objetos. Hay
lechuzas de greda, ceniceros de cerámica, jarrones, elefantes negros. A
mamá le gustan los búhos y las lechuzas, porque su madre es griega y la
lechuza es el pájaro de Atenas. Los elefantes le gustan, por su trompa. Le
regalamos miles: como echar tierra en un agujero sin fondo. Para papá
compramos pipas en un almacén muy oscuro donde reina un severo olor a
cuero y madera. Es el único regalo que le gusta. Las pipas. Siempre está
contento de tener una más, incluso si no se distingue muy bien de las
demás.
A pesar de los mensajes y los regalos, me parece que mis padres
nunca están satisfechos.
Tienen, sin duda, inquietudes o penas que se nos escapan. Es difícil
llamar su atención.
Y no sabernos casi nada de ellos, porque aprendimos a no hacer
preguntas.
Un día subimos al Citroen azul. Vamos a Malesherbes, a ver a la madre
de mamá, que está muy enferma.
Muere algunos días más tarde.
Esto deja a mamá en un estado de inmenso cansancio y, a su vez, se
marcha a reposar a una especie de jardín tristísimo, lleno de escritores
enfermos. Subimos de nuevo al Citroen azul que al arrancar se infla sobre
sus neumáticos. La vamos a visitar. Caminamos sin hacer ruido por las
alamedas, la grava rechina y los escritores enfermos parecen fantasmas;
mamá también.
Estamos al otro lado de la Estigia, comenté a papá, o a Cora, o a nadie,
porque nadie escucha este tipo de cosas.
Mamá regresa con nosotros, no se muere. Sólo se corta el pelo. Tenía
una melena demasiado pesada para su cansancio. No se vuelve a poner el
abrigo de astracán ni el de oveja. No es época para pieles. Se pon e un
chaquetón. Me gustaría arrastrarla a las tiendas para que elija cosas bonitas.
Le escojo suéteres y faldas de cachemira que no le gustan.
En todo caso, papá no la mira. El también está triste; su propia madre
se está muriendo lentamente desde hace demasiado tiempo.
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12. Un día nos dicen que ya no la volveremos a ver. No preguntamos
nada, ni cuándo murió, ni dónde. Hay una especie de nube que impide decir
las cosas. Tampoco vamos al entierro, pero estamos obligados a recordarla
constantemente debido a los numerosos vestigios de su difícil existencia:
barandillas de acero en los muros de las casas donde íbamos todos juntos,
campanillas para llamar, y su olor a persona enferma que no notábamos
cuando estaba allí, pero que flota y no se disipa con el tiempo.
Me extraña que haya muerto. Estaba tan enferma, y desde hace tanto
tiempo, que creía que era inmortal.
Comentábamos: la abuela está paralizada. Creíamos que una astilla de
hielo le había tocado el corazón, como al pequeño Hans en La reina de las
nieves. Después, la astilla soltaba su veneno Y su cuerpo se petrificaba poco
a poco. Un día, cuando la abuela tenía treinta años, le habían dolido las
piernas, tuvo un vértigo. Veinte años después no podía hacer nada por su
cuenta. Además de las piernas, el hielo le había llegado a los brazos, no
conseguíamos descifrar las palabras que trataba de escribir, la mitad de su
cara estaba lisa e inútil, y su lengua, dentro de la boca, se volvía cada día
más pesada e imprecisa.
Le gustaba pasear en auto con mi abuelo al volante. Le gustaba
conversarle mientras miraba el paisaje, pero mientras él se estaba quedando
cada vez más sordo, la voz de ella se volvía más y más inaudible y la lengua
se le atascaba en la boca. Además, estaba el ruido del motor. Ella se
exasperaba con esas conversaciones absurdas. Tenía la impresión de que
no querían entenderla.
Entonces, él tuvo una idea: compró una radio para el auto. Y volvieron
a tener la sensación de que se comunicaban.
El marido de mi abuela compró para ella una casa de campo donde
vamos todos los sábados después de comer y volvernos los domingos,
como todo el mundo. Tiene un pórtico donde ensayamos números de
equilibristas, y hay bicicletas. No me gusta llevar amigas, porque hacen
comentarios molestos acerca de las mejillas, los ojos y la dicción de mi
abuela. También temo las dos comidas, la del sábado por la noche y la del
domingo a mediodía, que invaden el día con su terrible ritual.
Pasamos dos horas con mi abuela todos los domingos por la mañana.
Ella está en su cama, apoyada en varios almohadones enormes. Delante de
ella, y sentadas alrededor de una mesa redonda, Cora, el bebé y yo pintamos
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13. países, pequeños cuadros de yeso, muñecas a las que dibujamos vestidos
acanastados de duquesa o vestidos modernos. Tenernos vocación de
modistas de alta costura. Nos concentramos bajo su mirada como si
estuviéramos bajo una lámpara: muy silenciosas. Nunca se nos ocurriría
faltar a la cita una mañana de sol.
También hacernos vitrales con papeles transparentes de colores y a
veces algunos juegos. Mi juego favorito es el Diamino, por los diablos que
pueden reemplazar todas las letras. Siempre contemplo su carita delgada, la
perilla. Nosotras comprendemos todo lo que dice la abuela y, como no nos
damos cuenta de que su estado empeora, la acompañamos sin hacernos
preguntas. Creo que pensarnos simplemente que está vieja. Permanece
inmóvil en su cama o en su sillón y pide cosas que los adultos le traen con
un fastidio algo pavoroso. Es como un gran animal enfermo que miramos
con un temor y un afecto sin nombre.
La enterraron. Hacernos exactamente como si nada hubiera sucedido.
Pero esta casa de campo -lo único inteligente que he hecho en la vida, dice
mi abuelo- no se sostiene sin ella.
A mí me parece una trampa.
Trato de no asistir a los almuerzos del domingo. Paseo en bicicleta
durante dos horas y tengo la sensación de que así ejerzo una libertad
indefinible, de que gano algo con ello. No sé qué, pero estoy convencida de
que algún día lo sabré.
Pedaleo con fuerza, subo cuestas muy largas, no miro nada, trato de
que algo salga de mi cuerpo, la grasa, el exceso de carne y algo más,
pesado, asfixiante. Me mido varias veces al día el contorno de los muslos
con una cinta amarilla y hago trampa en un sentido o en otro para
convencerme de que perdí otro centímetro o, al revés, para mortificarme por
no haber perdido ninguno. Aprieto los muslos para comprobar que quedan
separados. También me mido los brazos. Me peso en cada báscula varias
veces seguidas, buscando a menudo un apoyo para seguir haciendo trampa.
Eliminé las pastas, todas las formas de patatas, el arroz, el azúcar, el
pan, la mermelada, los pasteles por supuesto, el camembert y los helados.
Tengo tablas de calorías y un libro de dietética en mi cuarto.
Me alegra la idea de que mi estómago se está reduciendo. Los
alimentos me invaden la vida, el cuerpo me copa el espacio mental. A pesar
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14. de las pruebas, de las pesas y de las medidas, me encuentro enorme. Las
voces a mí alrededor se alejan, ya no oigo. Las cosas a mi alrededor pierden
color.
Escribo pequeñas historias sobre cartulinas. La historia de un cerdo
goloso que muere por una indigestión de jamón. El cerdo goloso quiso
degustarse y no pudo detenerse. Historia de un cerdo narciso muerto por
una introspección de jamón, escribo. Me gustaría hacer una ilustración, pero
no es posible dibujar eso.
La profesora de historia se llama Madame Néré. Es muy morena,
española y cuadrada. Puede hablar horas y horas de los cátaros. Me
convierto en cátara. Leo la Hoguera de Montségur3, sueño con castillos muy
oscuros, de gruesos muros y habitaciones vacías. Me agrada todo lo que
está vacío. Madame Néré es protestante. Hago disertaciones sobre la gracia
eficaz, escojo a los calvinistas, porque son más flacos -me parece- que los
luteranos, a quienes imagino barrigones.
Leo libros de religión y libros de ciencia ficción.
Un día el encanto se rompe, brutalmente.
Estoy adelante y recito. Me sé de memoria los embriagadores textos
del libro de historia. Me lleno de cosas que aprendo de memoria. Esto forma
parte de la perfección, como pedalear hasta extenuarse.
Madame Néré abre la boca y dice: "¡Te estás convirtiendo en un
verdadero ectoplasma!"
Todo el mundo ríe. Es una palabra terrible. Ignoro su significado, pero
me humilla. Estoy desnuda en la tarima. Acaban de revelar algo de mí. Una
palabra, que me salpica, ha hecho trizas algo sagrado y secreto.
Ya no estoy unida al mundo de los adultos.
3
Libro de Zoe Oldembourg, que narra el ataque y asesinato de los cátaros “los hombres buenos” por orden
del rey de Francia, Felipe II, y el papa Inocencio III.
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15. Capítulo 2
Poco a poco las cosas se vuelven visibles. Poco a poco, los gestos
secretos, repetidos bastante a menudo, durante bastante tiempo, caen en las
redes de la atención de quienes nos rodean. Siempre. No sé porqué. No sé
cuándo, ni como, me vieron mis padres.
Me parece, al contrario que mi adorada profesora de historia, que no
me dijeron nada.
No dijeron cómo has adelgazado, hija. Ni ¿qué te ocurre? Quizás
usaron otras palabras que no recuerdo. Se escribe con lo que se olvida. Soy
el camino de esos años a tientas, son mis pequeños años negros, casi no
recuerdo los hecho, quizás los invento. Recuerdo todos los detalles, los
objetos, los gestos y mi enfermedad como si fuera hoy. Mientras escribo
estas líneas, casi treinta años después, tengo miedo y lo hago
parsimoniosamente, con exceso de prudencia. Lo hago porque creo que es
necesario.
No puedo evocar esos años sin miedo ni sin vergüenza sin que mi
corazón lata, estúpidamente, demasiado rápido.
No dijeron nada. Me imagino que fueron a hablar con un médico.
Nuestra hija se calla, evita la mesa familiar, casi no come, adelgaza mucho.
No creo que hayan hablado sobre mis senos, que no crecían, ni de las
reglas, que no venían a pesar de que mi madre me las había prometido hacía
mucho tiempo. Me había hablado de ellas con dificultad, no creo que le fuera
fácil. Se trataba del algodón que hay que ponerse entre las piernas. He visto
esa sangre en el borde de los excusados de los baños, y no me gusta el olor,
habría podido decir en un mundo donde se pudiera decir lo que yo pensaba.
Ese mundo no existirá jamás, me temo, jamás, a pesar de las insinuaciones y
las salidas temerarias, a causa de los retrocesos a menudo anticipados.
El médico es un hombre experimentado, un gran profesor que ha visto
a millones de adolescentes torturar a sus padres. Dice que esta jovencita
necesita cuidados especiales, ocuparse de ella, tranquilizarla. Quizás se
interna en terreno personal, aunque no lo creo. Receta tónicos, comprimidos
que dan hambre.
Con toda la maña que me doy para luchar en contra, nunca me verán
tragar algo semejante.
El hambre.
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16. Convivo con el hambre, lo someto, lo domino, lo domestico, lo
adormezco Primero es cruel, pero se calma solo, basta esperar. Sé que un
caramelo lo engaña. Me gusta sentirlo durante todo el día, justo debajo del
plexo, una corriente de aire que me une con el aire del cielo. Considero que
el hambre me da una energía inmensa, una ligereza de sarcasmo. Mis pies
cargan menos peso y, aunque la inspectora general me ha dicho que yo era
larga como un día sin pan y que ahora tiempo me encuentra agresiva y mala
-cuando tengo la impresión de que no digo casi nada a nadie y de que
circulo como una bailarina-, estoy orgullosa de mi empresa.
Aligero el mundo.
Romper el círculo de lo pesado, de la avidez, de los desechos, del
exceso. Si nada como, nada me comerá.
Me salto las comidas, huyo de las cadenas alimenticias, de todas las
cadenas. Me embriago de hambre, me exalto con teorías inmensas y
aprovecho de ellas los fragmentos que me sirven.
Y apenas llegan las vacaciones, me llevan -de pronto sagrada hija
única- al sur. Un viaje, dicen mis padres. Museos, hoteles y después estadía
en casa de unos amigos en los Alpes Haute-Provence. Me gusta el sol, los
roqueríos. Me gusta Uzés, una región escueta, y me gustan los corderos.
Creo que mis padres pelean, oigo de lejos el sonido de su pena. No me
interesa. Me preocupo de broncearme el brazo por la ventanilla, pienso en no
comer, ya que nada me dicen acerca de eso.
Paisajes, castillos, piedras antiguas, no veo gran cosa.
Comentan que estamos a punto de llegar a las montañas. Que debería
gustarme. Es una majada, se accede a pie por un camino de piedras. Se
necesitan 20 minutos de marcha sin equivocarse. Arriba no hay electricidad,
no hay agua corriente. Voy a dormir bajo una tienda y todos, salvo mi padre,
irán desnudos durante el día.
Estacionamos el Citroën en la plaza del pueblo y caminamos.
El amigo de mi madre y de mi padre ha venido a buscarnos. Mamá
parece contenta.
También hay una niña de mi edad, rubia, delgada, con senos grandes y
con grandes zapatos para caminar.
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17. Hay demasiado olor de árboles, de flores; la cabeza me da vueltas.
Todo, aquí, tiene una intensidad excesiva.
De pronto vemos las piedras de la majada, los dos lienzos de muros
en terraza. El día se acaba. Todos beben vino rojo.
Sé que hay que sonreír, reírse bastante y estar contenta. Soy un
trocito de madera a quien enseñaran a vivir. Le temo a todo, a los
escorpiones, al vino, a la niña rubia. Me gustan las alfombras de Túnez que
hay en el suelo.
Me pregunto qué hace allí mi padre; esto no encaja con él.
Hace mucho calor. Agazapada debajo de un árbol, cercada de ciruelas
reventadas por la caída, ciruelas amarillas, mermelada de ciruelas, leo
cuentos de robots domésticos insurrectos, de encantadoras bestias de
pelaje azul, de conflictos conyugales en cápsulas espaciales.
Por la noche, el amigo de mi madre enciende una barbacoa. Intento
tragar la carne, la mastico incansablemente hasta que se convierte en una
bola blanca que me llena extrañamente la boca, plof en una mejilla, plof en la
otra. Es imposible tragar un pedazo de carne demasiado masticado: como
saltar de un trampolín de cinco metros de altura después de mirar mucho
tiempo hacia abajo. Escupo discretamente la bola fibrosa en la hierba. Nadie
me ve. Pero sí al cabo de tres días: se ve y, sobre todo, se huele. Tendré que
pasar por la mesa cuando no haya nadie para recoger mis guarradas.
Lo complicado de mi enorme deseo de simplificarme la vida, del gran
deseo de pureza que me invade, es que engendra un universo, mi universo
paralelo, donde todo es difícil, donde nada se puede dar por descontado.
Después de la comida jugamos, ellas hablan, los mosquitos rodean la
gran lámpara de petróleo.
Dibujo. Dibujar me tranquiliza tanto como los cuentos de robots.
Dibujo dinosaurios saliendo de sus grutas, siempre el mismo dibujo.
Un día, el amigo de mi madre se asoma por encima de mi hombro. Me
pregunta si sé lo que significan los dinosaurios, las cavernas. Se ríe. Salta
tanto a la vista, es tan gracioso, esta niñita inquieta que dibuja sexos,
glandes, vergas, testículos y cavernas de tan burdo simbolismo.
Dejo definitivamente de dibujar.
17
18. Vivo pensando que me pueden desenmascarar.
Todo el día temo que esos cuerpos desnudos me toquen, me da miedo
mirarlos, incluso a los ojos, a la altura de la frente.
En una de las terrazas hay una piscina de plástico, llena de agua algo
estancada y tibia donde zozobran avispas y juegan los niños. Desde allí se
ve la costa, espléndida, las rocas pardas y rojas. Un poco más allá se ve
Italia. El hermano de la niña rubia propone un juego de Yo mando. Nos
sentamos en círculo, en el agua, yo ordeno manos a la cabeza, ordeno
manos al hombro, ordeno manos a la cabeza, manos a las rodillas. La niña
rubia queda eliminada. Vuelve a dar órdenes. Manos a la nuca, manos a los
hombros, yo mando manos juntas, yo mando manos al tuitui. No conozco
esa palabra, pero entiendo muy bien lo que él quiere decir. Perdí, porque no
puedo hacerlo y, además, soy la única que no lo encuentra gracioso. Me
ahogo en una taza de té y no tengo ningún sentido del humor. Por la noche,
en mi pequeña carpa, me asustan los ruidos y temo que entre un hombre.
Durante el día ya no leo, no me resulta. Me tiendo en la hierba, algo
alejada de la majada, y persigo grillos y saltamontes. Los atrapo, los
amenazo un poco y los suelto para que conozcan la felicidad de existir.
18
19. Capítulo 3
La mujer del amigo de mi madre me besó al despedirse. Ese beso seco
y franco me enterneció. Pieno de nuevo en su frente inmensa, en sus piernas
de niño africano, la confundo con Atonin Artaud4, de quien me regaló un
libro muy bello, lleno de gritos de dolor. En el libro hay una fotografía. El
recuerdo del rostro de Artaud junto con la expresión de esa mujer
configuran una especie de pregunta.
Durante el tiempo que pasamos en la majada, tengo la impresión de
que vivió aparte, en su negra cocina, pelando berenjenas y calabacines,
rebanando las judías tiernas que crecen en una terraza, más arriba. Me di
cuenta de que le gustaban Kant5, el pueblo argelino, Gaston Bachelard6 y su
marido. Me pareció que había, en su minúsculo cuerpo de mujer flaca, una
pasión que la pintaba de negro, una piedra enorme de pena. Fui todos los
días a recoger, voluptuosamente, judías para ella. Me encanta comprobar,
que cualquiera sea el tamaño de la ensaladera, siempre queda la misma
cantidad. Me digo que allí está la fuente de la leyenda de las judías mágicas.
No hay que trepar, el tesoro es ilimitado y como las judías se ven apenas, a
eso se agrega un juego que se parece al de los siete errores, de France-Soir,
que hago religiosamente todos los días.
La mujer del amigo de mi madre no come casi nada, solamente bebe y
trabaja. Me siento a su lado y leo cosas extrañas, como Angelus Silesius7.
Me detengo en una frase: "La rosa no tiene porqué, florece porque florece".
La frase me da vueltas en la cabeza como un cartel luminoso. Estoy
convencida de que, de tanto dar vueltas, va a cambiar de naturaleza y algo
va a ocurrir. Pero solo sucede que nos marchamos.
En el coche hago esfuerzos considerables para broncear
equitativamente mis dos brazos. Puedo rodear mi bíceps anudando el pulgar
con el dedo mayor. Repito el gesto cien veces al día, como una verificación
de mí misma. Mis padres van sentados adelante, como si estuvieran muy
lejos, en otro mundo. La llegada a la puerta de Orléans siempre me produce
una sensación extraña, confluyen los recuerdos de otros, incontables,
regresos a París. Las hojas de los árboles me parecen enormes, escucho el
4
Famoso poeta francés (1896-1948).
5
Filósofo alemán (1724-1804)
6
Filósofo y crítico francés (1884-1962)
7
Poeta alemán (1624-1677)
19
20. ruido de los pasos de la gente y después hay ese olor tibio y polvoriento que
me tranquiliza. Me siento feliz, estoy en casa.
Cuando era niña, volvíamos siempre de madrugada, temprano, y había
que volver a acostar a los niños por dos o tres horas. Cerraban las
persianas, nos tendíamos en calzones debajo de las sábanas y no podíamos
dormir: estábamos demasiado despiertas, demasiado ocupadas en respirar
el olor normal de la habitación, reforzado por el olor a encierro que todo lo
había invadido.
Escuchábamos los automóviles por la ventana entreabierta. Rayas de
luz, haces de polvo luminoso, descendían desde cada ranura de las
persianas, lo que creaba un tiempo detenido, un entre-dos-mundos gris claro
y amarillo pálido, una tibieza. Ese fragmento de paraíso se me incorpora para
siempre cada vez que paso por la puerta de Orléans, sólo por ella.
Hemos llegado.
Tengo, desde hace un año, un cuarto para mí. Lo he decorado con
amor. Estoy particularmente orgullosa de los dos escalones de madera que
separan el fondo, donde duermo, del otro sector, donde trabajo. Estoy
orgullosa también de las telas, como el yute de las cortinas, un tejido de lana
amarillo y ocre.
He puesto todo lo que me parece hermoso en esta habitación. Pero es
como si no fuera para mí. Y suelo pasar sentada en los dos escalones,
directamente sobre el suelo, con un cojín de fieltro burdeos detrás.
Cora y yo también concebimos las obras de arte de las paredes de nuestros
cuartos. Casi todos son cuadros abstractos, hechos de trozos de vidrio
quebrados, despedazados Dios sabe dónde, pegados unos con otros de
modo que dejen pasar el día y evoquen pájaros, catedrales y bisontes. Son
mis vitrales. Me gusta que haya minúsculos reflejos en las cosas de la
habitación. Me parece que tiene un sentido.
Como un tanque, se reinicia la vida normal. Cora y el bebé regresan
esta noche, dice mi madre. Te gustará volver a verlas, te han extrañado
mucho. Es el tipo de frases que abre inmediatamente una pequeña herida.
Entiendo: estoy segura de que no tienes ganas de verlas, aunque deberías
tener, y, para ayudarte, vamos a inventarte un sufrimiento: te extrañaron,
sufrieron por tu ausencia y considero, paradójicamente, con tristeza, que no
me extrañaron nada.
20
21. Mi madre tiene que hacerme otras recomendaciones:
-Preocupas a tus hermanas, Nouk. Cora está melancólica y el bebé se
encierra en sus ensueños. Tratemos de comenzar este nuevo año con buen
pie.
No escucho. Tengo ante mis ojos una fotografía de Cora con aire
melancólico, piernitas flacas, hombros encorvados, saltando una cerca en el
Pre Catelan. Y otra del bebé rubio y redondo, de panza protuberante, en un
balancín, en su ensueño.
-Son así -digo- siempre han sido así. Todo tiene que seguir igual.
Me gustan y temo los ritos de la vuelta a clases.
Sobre todo los teme mamá, pero acomete cada etapa obligatoria como
recorrido de combatiente, una seguidilla de pruebas necesarias, agotadoras,
angustiantes y tranquilizadoras a un tiempo. Hay que hacer las compras.
Primero la ropa, un nuevo conjunto para cada una, que se compone de una
falda, un suéter o un vestido. Hubo un año de faldas casulla, las recuerdo, y
uno de faldas-pantalón, de tweed de color malva o verde. En ese conjunto
básico se afirmaba mi orgullo de uniforme. Este año es diferente, ahora me
importa la ropa.
Después viene el dentista, que vive lejos y parece un ogro. Dicen que
se ha casado sucesivamente con tres hermanas que murieron una tras otra.
La última todavía aguanta. Y por fin está monsieur Lepétre, en la calle del
Odeón, Paris VI, que todos los años nos hace plantillas ortopédicas, porque
parece que las tres tenemos pie plano; ganas de pie plano, pensaba cuando
arrastraba los pies hasta su consulta. Tarda horas, dibuja nuestros arcos
plantarios en unos cartones y nos hace cosquillas con talante sombrío. La
curva no es fantástica, a pesar de los esfuerzos que hacemos para torcer los
pies sin que nadie lo advierta. Después de diez años de zapatos marrón y
botitas con cordones, después tanta porfía, de clases de danza clásica, de
trenzados, de torturas en la barra, en posición señoritas, de travesías
naúfragas por la sala de danza, después de tanta humillación hay algo de
fatalidad en esto de no tener en los pies lo que hace falta. Años más tarde
formulo la hipotesis de que trataban de extirparnos algo esencial. Estoy
convencida -¿de dónde me vendrá esta idea abracadabrante'- de que las
niñas judías tienen pie plano, que allí está nuestra marca de fábrica invisible,
niñas judías que no lo son, hijas de padres que no piensan en ello ni un
segundo, pero que lo son suficientemente como para hacer el esfuerzo
21
22. enorme de las plantillas, de los zapatos feos y pesados y caros que siempre
hay que estar rehaciendo.
Pienso en los pies extremadamente planos de mi bisabuela Sophie
Ellissen, en sus pies planos, en su alta figura negra, su bastón, sus ochenta
austeros años. Sobrevivió a su hija enferma, que era mi abuela. En sus
últimos años parecía haber suplantado a su hija, como si fuera para siempre
la más joven. Esta inversión de roles me parecía un poco anormal y cruel y
no tengo ningún recuerdo del momento en que ella, a su vez, se extinguió.
Seguramente hubo un rabino y un gran entierro al que no fuimos. En mi
memoria, mi bisabuela es una especie de esfinge, muy versada en asuntos
de nutrición. Sólo comía zanahorias ralladas, lo que me parece buena táctica
para llegar a viejo.
Provistas de plantillas nuevas aún transparentes, lo que las distingue
de las anteriores, ennegrecidas por la transpiración, nos dedicamos a los
útiles escolares, la compra de los libros nuevos y la venta de los viejos
donde Joseph Gibert. Todos los niños, creo, gozan con la acumulación de
detalles que son las listas que entregan los colegios y que en los días
posteriores al inicio de clases son complementadas por las exigencias
particulares de cada profesor. Las gomas todavía están blancas, los lápices
vírgenes, los cuadernos nuevos, la estilográfica y la tinta, y especialmente
los libros, forman como un nido, un tesoro de avaro, una reserva intacta de
avellanas, el triunfo provisional de la eternidad y del alba.
Conseguí una falda muy estrecha de tela de lana, muy corta, beige,
con bolsillos planos donde meto los dedos, rojos e hinchados. Haga frío o
calor, siempre tengo las manos heladas. También recibí un par de medias
blancas y un suéter de shetland anaranjado, corto y ceñido. Necesito ropa
que se me pegue al cuerpo como el hombre invisible al que solo se reconoce
por sus vendas. Tengo un sostén que se arruga sobre mis senos
inexistentes; me molesta.
Este año voy sola donde Gibert, con un gran saco pesado de libros
viejos colgando del brazo; el sol de septiembre me acaricia la cara y los
árboles empiezan a enrojecer. Cuento el dinero que me dieron y compro un
anotador para ordenar mis gastos en útiles escolares. Hago columnas a
lápiz, muy rectas. Cuando hayas gastado todo, te daré más, me dijo mi
padre. Sentada en un banco de hierro, escribo en la columna de la izquierda:
goma para grafito, goma para tinta, lápices de colores, estilográfica,
sacapuntas, lápices negros (una caja), estuche, regla, transportador-extraño
22
23. objeto que siempre creí que era femenino, al revés de la ecuedra, objeto
masculino de nombre femenino. Escribo: compás. Escribo: fichas de
cartulina, tres cuadernos Clairefontaine, un cuaderno de borrador y dos
cuadernos de trabajo prácticos, un archivador, cinta dhesiva y goma de
pegar y un montón de cotras cosas en las que pienso con amor. Es como
una historia. Insensiblemente, y para llenar la segunda columna, me divierto
rellenando los precios y sumándolos después, tal como sumaba todos los
días el año pasado mi promedio de notas, sin fijarme en la gente que pasa y
me mira con expresión extraña. De repente es como si me hubiera gastado el
dinero y pudiera volver a pedirle a mi padre. Descubro, con voluptuosidad,
los errores. Me levanto y me mezclo con el gentío compacto de los
asaltantes de Gibert, lleno de papelería mi canasto, intercambio mis libros y
algunos codazos agresivos con la masa cálida de cuerpos sudados.
Inventé un juego que se parece a mis pequeñas trampas con la cinta de
medir o la pesa: compro algo que no es lo que escribí en la lista y, dentro de
lo posible, más barato. El juego consiste en tener todo lo que necesito y que
eso se parezca lo menos posible a mi lista, que mostraré esta noche, con
orgullo, como prueba de mi rigor económico. Y que será, al mismo tiempo y
ante mis propios ojos, la prueba de mi bajeza de falsaria y de mi inventiva.
Esta empresa, más bien complicada, me abre una puerta, es algo que se
parece a la libertad. Exactamente como adelgazar en secreto, como haber
renunciado a la vida de los demás, a sus alimentos, como no volver a utilizar
un ascensor.
Me siento criminal y ligera. Y encaminada a la riqueza, además. Hasta
entonces, no mentía. Y no por opción ni por honestidad congénita: Creía que
no se podía. A veces me tenté para protegerme de un castigo o de una
reprimenda. Pero sabía que, a semejanza de mi abuela paterna, que nos
observaba desde su tumbona con prismáticos para saber qué hacíamos en
la playa, era muy probable que alguien me estuviera viendo en todo
momento. Un ojo encima, Un ojo dentro de mi cabeza. Sabía perfectamente
que las paredes tenían ojos y oídos. Por eso nunca hacía cosas prohibidas;
y cuando te acostumbras a no hacerlas, ya ni piensas en ellas. No existen.
Ese día de septiembre, un día antes de entrar a clases, orgullosa de mi
shetland anaranjado, de mi nueva identidad de ladrona y muy cargada de
libros y cuadernos, subía por el boulevard San Michel, en París. Eran las seis
de la tarde. Y escuché detrás de mi la voz de una mujer. Viste sus piernas,
decía, viste sus piernas, pobrecita mía, parecen los barrotes de la jaula de un
23
24. canario, se diría que viene saliendo de Dachau. O de Auswitch8, como
sándwich. Me asustó que tuviera derecho a hablar de mis piernas con
medias blancas impecables. Fue como un trueno, una de esas frases que
uno no debería escuchar, porque resuenan después en la cabeza durante
toda la vida.
Me gustaría escribir que me volví valientemente y que le dije, como un
miembro de la resistencia, señora, no hay que hablar de la gente a sus
espaldas. Y no había canarios en Auschwitz. AUSCHWITZ.
Pero por mucho que disponga, como la mayoría, de un depósito de
valor muy poco explotado, suelo ser de una cobardía excepcional, y
simplemente empecé a correr, llorando, con las bolsas de la librería
golpeándome las patas de canario y las puntas de los libros taladrándome
los huesos. Y no me llevé las manos rojas a las orejas porque iba muy
cargada.
En casa, con las bolsas tiradas en el suelo, seguí sollozando. El
corazón aún me latía muy fuerte, sin que supiera muy bien por qué.
Fui a buscar un libro de fotografías que está escondido detrás de la
biblioteca. Está firmado por un tal Jean Françoise Steiner9. Se llama
Treblinka. Lo miro y no lo puedo soportar: por eso lo escondí. Ahora tengo
que contemplar estas imágenes hasta que me abran algo en la cabeza; un
indicio. O una pista falsa. Miro fijamente los ojos de la gente de las
fotografías hasta que me saltan lágrimas. Y después creo estar haciendo una
cosa horrible. Vuelvo a esconder el libro. No se habla de eso en mi casa. Es
indecente y peligroso; curiosidad malsana, porque supera la razón.
La razón se encarna en mi hermoso anotador con espiral. Me felicitan
por mi contabilidad perfecta. Otra vez tengo cincuenta francos para volver a
empezar mañana. Mi padre ha dicho “mi niña grande”, dulcemente y me doy
cuenta, triste, de que ese mundo nuevo donde el ojo no nos sigue por todas
partes está hueco como un huevo vacío.
También me dicen, seriamente, que han pedido una cita con el médico.
Iré con mi madre. Es la visita ritual, la visita de rutina, pero de todos modos
tengo miedo.
8
Campos de concentración nazis donde se recluía y asesinaba a los judíos.
9
Escritor judío francés que cuenta la historia de los prisioneros judíos en el campo de concentración de
Treblinka.
24
25. El médico es un señor tierno y elegante.
Vive cerca de Duroc, en un edificio tierno y elegante, una sólo se topa
con ciegos en la acera, en pequeños grupos de dos o tres –a veces con un
perro-, que se sujetan amablemente, el rostro impenetrable.
El médico me mide. Me comprimo. Me pesa y yo me hago lo más
pesada posible. Me toma la presión; ahí no puedo hacer nada. Tiene cara de
funeral. Me evacuan a la sala de espera llena de juguetes estropeados y de
periódicos rotos. Me quedo jugando a los cubos mientras él y mi madre se
entrevistan. Tardan mucho, aparecen, mi madre sale y yo entro. Todo este
tejemaneje es ridículo; como si estuviera amenazada, casi presa, acusada
por lo menos.
Me dice que me han dejado en paz durante todo el verano y que no
supe usar bien esa paz provisoria. Me dice que soy inquietante, que podría
ser tan bonita si no estuviera así, esquelética. Dice que vamos a hacer un
trato entre los dos. Repite una letanía que conozco de memoria acerca de la
necesidad que tiene el organismo de lípidos, proteínas, féculas, vitaminas,
glúcidos y minerales.
Dice que estoy en peligro. Y mi corazón late.
Profiere amenazas. A los treinta, se me van a caer los dientes y mis
huesos se van a pulverizar. Me habla seriamente, de adulto a adulto, no debo
dejarme llevar por una moda ridícula, por las revistas, por Twiggy10, esa
modelo. El encanto femenino está en las formas. Vamos a hacer un trato.
Sus palabras resbalan por mi cuerpo, trato de cerrarme por entero para
impedir que unas pequeñas imágenes de muerte se deslicen por los
intersticios de mi ser, sus palabras resbalan en mí, caigo en un miedo
animal, me siento acorralada. Y perturbada por una ligera impresión de
desprecio, cómo pueden acusarme de copiar los consejos de una revista, me
toman bastante en serio, como si hiciera un régimen para estar flaca. Hago
un régimen para adelgazar, tengo la boca llena de caries y mis dientes se
van a caer, estoy segura. El malentendido es total.
¿Son las malas palabras, es el tono inadecuado o soy una pequeña
cabra imposible de salvar?
El trato es simple. El doctor deja entender que no soy la primera en
hacerlo, ha habido muchas, sobre todo en estos tiempos, algunas han
10
Famosa modelo, actriz y cantante inglesa de la década del 60, destacada por su extrema delgadez.
25
26. jugado el juego y se ha ganado la partida. ¿Quién la ganó? A algunas les ha
faltado voluntad. Si Ud. sigue adelgazando no podré hacer nada, dice el
médico con frialdad y me tiende calurosamente la mano.
Nos veremos dos veces al mes, para pesarla. No debe perder un solo
kilo. Sus padres, por su lado, vigilarán su alimentación.
No digo nada. No sonrío. Pienso no me atrapará usted tan fácilmente.
Pienso no ganará usted la partida, usted es el enemigo. Estoy
extremadamente sola.
No saben hasta qué punto me siento fuerte, resuelta y en buenas
condiciones; simplemente mi camino no es otro y ellos no entienden nada.
Lo único que me preocupa es la punta de mi lengua, que se mete en el
agujero de un diente. Temo que les ocurra algo a mis dientes. El dentista,
cuando sacó sus enormes tenazas de mi boca, coment´ço que seguramente
los dientes me rechinaban por la noche.
La vida se vuelve muy difícil para todos. La casa se llena de gritos y de
silencio.
Cada comida degenera en una crisis abierta. Mi padre me sirve
después que yo me niego a servirme. No pruebo nada. Las albóndigas de
carne y los tallarines se enfrían, las despachurro un poco. Siempre hay un
par de ojos clavados en mi plato. No puedo tragar, el contacto con una
rodaja de tomate me horroriza; no puedo doblar una hoja de lechuga para
que entre en mi boca, sobre las patatas cae una prohibición intransgredible,
el arroz me asfixia, las judías verdes se me atraviesan en la garganta,
estrangulada por las lágrimas que he tragado. Cora y el bebé, petrificados,
bajan los ojos, el trueno y el relámpago. Mi boca empequeñece cada día que
pasa y mis dientes se aprietan más y más.
Tratan de meterme cosas en la boca, creo que tratan, forzosamente,
porque la situación lo exige, y yo escupo.
Sollozo, me torturan. Mis padres me torturan. Me dicen hasta qué
punto me estoy haciendo daño. Entristeces a tu madre, ella llora. Desesperas
a tu padre, está furioso. Me doy cuenta. Ya no podemos hablarnos. No hablo.
Hablo todavía con mis hermanas.
Deja a tus hermanas fuera de todo esto. De todos modos les hablo.
Deberían estar de mi lado.
26
27. Los días en que este enfrentamiento físico se vuelve muy agotador,
me hago la traviesa, obro con astucia.
Me sirvo un poco de carne, que mastico durante horas, y después
deposito las bolas blancas en la servilleta.
Tiro el arroz debajo de la mesa, lejos de mi lugar, para ganar tiempo.
Un día descubro que puedo vomitar la comida más líquida, el puré, la
carne molida, algunos postres, la crema de chocolate.
Descubro este truco diabólico un día de violencia. Los tres corrimos
un trozo de costilla alrededor de la mesa del comedor. Hubo un silencio.
Voló una bofetada. No podría decir si mi madre me golpeó o si yo alcé la
mano. Me parece que todo el mundo puso algo de su parte. Nunca me habían
pegado, aullé. Las bofetadas no son como las palmadas en las nalgas, las
lágrimas brotan sin que uno quiera. Quizá mis padres se digan que debieron
hacerlo antes.
Las bofetadas son odio, pensé. Y desde entonces habitan en mí el
odio y la astucia. Vomito. Como muy poco, el mínimo, justo lo que hace falta
para evitar otros enfrentamientos físicos. Vomito y progreso, vomito cada
vez mejor. Muy pronto no necesito meterme un dedo en la garganta. Me
basta un simple movimiento abdominal: empujo el plexo y me siento aseada,
limpia y de nuevo dueña de mi destino. Tengo un solo problema: como
disimular mis maniobras y eliminar ese olor tan identificable. Me paso el día
abriendo el tragaluz y las ventanas de los baños por donde paso. Después
me enjuago la boca y me lavo las manos. Me mojo también los ojos,
enrojecidos por el esfuerzo. Estoy convencida de que nadie puede notar
nada y la vida resulta más fácil para todo el mundo. A los quince días, voy
sola al médico. Hago eslálom entre los ciegos, hago muecas a sus perros.
Me subo a la pesa. La aguja oscila alrededor del 36. No seguiré asumiendo la
responsabilidad de controlarla por mucho tiempo más, dice el médico, en
tono glacial. Me siento débil. Le digo que voy a esforzarme.
Llega el otoño, tengo frío todo el tiempo. Voy al colegio con las manos
heladas, la nariz roja y los pies congelados. Como si hiciéramos un trabajo
de hormigas, ya no me aprendo los teoremas, ese fárrago me parece
absurdo y sin objeto. Me dedico a interrogar majaderamente a los profesores
de Biología, al profesor de Matemáticas; que me expliquen dónde quieren
llegar, qué relación quieren establecer entre esa mortal seguidilla de
ecuaciones, integrales, logaritmos y los problemas reales de la vida real. A
27
28. veces tengo intuiciones que me parecen magníficas. Visiones sobre el
microcosmos y el macrocosmos. ¿Un átomo no estará hecho exactamente a
imagen del mundo? Esto pregunté, suplicante y radiante, a la hermosa
profesora de química. Me invita a la modestia, me recuerda que no sé nada y
me aconseja, al igual que sus colegas, que abandone mis ensueños y
escuche las clases. No puedo escuchar las clases, tengo la cabeza
demasiado o aprendí en exceso el año pasado, así que callo, me quedo
leyendo al fondo de la sala o hago como que leo. Mis ojos están puestos en
las líneas del texto impreso, pero floto. Nunca he tenido tan malas notas
desde el antiguo y memorable día en que reprobé un examen de latín para
hacerme popular. De hecho, fue un fracaso lamentable. Recuerdo
perfectamente ese día negro. Lloré y ninguna de las niñas avispadas de
quienes esperaba comprensión me dedicó una sola sonrisa de simpatía.
Tampoco me invitaron a la fiesta de Rita Donsimoni, a pesar del disco
exclusivo de Johnny Halliday que pedí que me regalaran para la velada. Fue
una maniobra demasiado complicada, nadie se dio cuenta y seguí siendo la
chica excesivamente seria y demasiado adelantada a la que nunca invitaban.
Al fondo de la sala, como semillas de girasol. Es mi único alimento,
además de caramelos de leche y avellanas. Tengo algunos problemas con
las cáscaras. Y también con los caramelos, son tan grandes que me llenan la
boca. No los masco, espero que se diluyan; una especie de bostezo
azucarado de tapón. Sentada al fondo de la sala, frotando mis pies
congelados y luchando contra un nuevo mal, los calambres, que me atacan a
cada momento, soy invisible y leo a Gastón Bachelard, relatos de medicina
antigua, de los tiempos en que se creía que el cuerpo era presa de humores
espesos o líquidos, negros o amarillos. Leo Le Nouvel Esprit Scientifique,
porque adoro el pensamiento antiguo, totalmente no científico, un universo
de buenas materias y malos sortilegios, de lavativas y polvos de salamandra.
Por otra parte, sospecho que Gastón Bachelard –cuya cara miro muy a
menudo en la contratapa del libro, con su barba tranquilizadora y sus ojos
dulces- es como yo.
Eso me da una idea para luchar contra el positivismo, la balanza del
doctor. Antes de ir a verlo, preparo unas botellas de agua, las ordeno
furtivamente en la cocina, rezando para que nadie entre. Lleno tres o cuatro.
Tres o cuatro litros es igual a tres o cuatro kilos. Bebo. Me duele, pero es
necesario. Tengo la impresión de que voy a explotar, pero me siento muy
ducha, muy astuta. En el bulevar ya no hago muecas a los perros de los
ciegos, lo único que trato de hacer es poner un pie delante del otro. Arrastro
28
29. mis pies planos, uso excepcionalmente el ascensor, lucho contra unas
terribles ganas de hacer pipí que, como se sabe, pueden volverse dramáticas
en un ascensor. Ya está, estoy en la balanza y la aguja marca 36.
No parece reparar en mi aspecto de niño de Biafra, ni en mi palidez
mortal. Sólo dice “hasta dentro de quince días”. Salgo arrastrándome, entro
a una cafetería, me precipito al baño y, finalmente, exploto. Tengo miedo de
morirme –me duele tanto–, de transformarme en un surtidor, en un géiser de
agua y de bilis. Me desmayo un poco, me sucede a menudo, pero gozo con
ese resbalón furtivo al otro lado del espejo. Nadie me detiene cuando
desemboco en la gran sala de la cafetería, los ojos hundidos, el aire perdido
y ciertamente culpable. Siempre me sorprende que no me arresten.
Desde hoy tengo una doble vida. La vida oficial, en la que
aparentemente acato lo que esperan de mí. Y luego mi otra vida, la
verdadera, con Gastón Bachelard y las 11semillas de girasol, con Más allá del
bien y del mal de Nietszche12, que descubrí por casualidad y que leo como
libro de magia, mientras chupo los enormes caramelos que compro con el
dinero que sustraigo de mi presupuesto.
Siempre estoy sola, sentada en los escalones de mi cuarto, y trato de
simplificar mi existencia, de hacer sólo los gestos necesarios además de
algunos movimientos de gimnasia para endurecerme aún más el vientre y
los muslos.
Mi madre filma una película para la televisión. El actor principal es
rubio y atractivo. Me impresionan el pelo negro y corto y la nariz delgada de
su mujer. Un día vamos a su casa, sin mi padre, a escuchar a los Beatles.
Probablemente sea una cosa alegre. Todo esto me da un miedo
espantoso. Confusión, pensé, asuntos del diablo. Quiero orden e
inmovilidad. Cuelgo de un hilo, camino de la perfección.
Me parece que a mi alrededor hay mucho ruido, mucha gente, mucho
movimiento. Todo me atemoriza, camino por mi hilo, el menor golpe me
puede tirar. Me sobresalto cuando me hablan. Me cubro la cabeza con una
11
Fallido estado africano que proclamó su independencia de Nigeria en 1967 y debió rendirse en 1970. En la
zona ha habido constantemente hambrunas.
12
Filósofo alemán (1844-1900)
29
30. especie de kipá13 negro de terciopelo. En el metro leo en voz alta el
Heautontimoroumenos, convencida de que eso tiene un sentido.
Todo va a seguir así, eternamente. También sé que no puede
continuar, pero no veo nada adelante, no veo nada, no tengo ninguna
esperanza. Un pequeño infierno ha reemplazado la vida de antes,
insensiblemente, no veo la diferencia, sólo veo mi hilo. Mis esfuerzos para
respirar mejor, mis movimientos, rarifican el aire, me ahogo sin pausa, me
diluyo en la tela, me creo muy astuta, sufro, pero no lo sé.
Capítulo 4
Estamos en un acantilado, los pájaros de mar nos circundan. La arena
está desierta, allá lejos, allá abajo. Es un día hermoso y frío, es el día de
Todos los Santos. Por el descampado, casi amarillo, pasan adolescentes en
filas de dos en dos. Miran hacia abajo, tienen la nuca afeitada. Son de un
recinto penal, dice la amiga de Cora, que nos ha invitado. ¿Nos invitó a las
dos o yo me incluí, me impuse? ¿Entonces, hay cárceles para niños, se
están fugando? Me parece que los empujan con unos palos. Me parece que
una nube de desesperación los rodea. Me parece que los conozco.
Los cormoranes y las gaviotas chillan cuando nos acercamos. Son
miles, que se reúnen en ceremonias secretas. Cora y su amiga recogen
brezos, escalan las rocas que bajan hacia la cala y gritan de felicidad cuando
ven un alga. Me siento tan débil, ya no sé cómo se admira un gijarro, un
trozo de vidrio pulido por el mar, cómo se hace para esperar el hallazgo de
una amatista. Hace tiempo, en otra parte, en los acantilados del Cabo de la
Cabra, había amatistas pálidas, a veces con puntas de un violeta intenso,
con las cuales una suponía hacer fortuna. La gruta Verde sólo aparecía
cuando la marea estaba muy baja. Le temo al viento que me acuchilla y a
esta casa de costumbres desconocidas donde me siento bajo vigilancia.
Tengo miedo de que adviertan mi extraño comportamiento, de que me hagan
preguntas, de que me oigan vomitar.
13
Gorra ritual judía.
30
31. Y luego hay otro día. Siempre azul y limpio. Estoy en el acantilado,
sola. Y los presidiarios pasan como todos los días. La madre de nuestra
amiga se sienta en un trozo de roca, a mi lado.
Me pregunta qué me parecen unas costillas para la cena. Le digo que
no me gusta la carne. Pienso en los animales cuando me los como. Aquí no
se pueden evitar los corderos, prisioneros en esta isla donde comen hierbas
y después serán comidos. Esta frase me parece muy bella, la marca, el
sobrio testimonio de mi sentido trágico, de mi extremosa sensibilidad. Ella
alcanza a decir que también hay tomates.
El frío especial de los tomates.
Dice que cuando era más joven “fui anoréxica y me curé”.
No hago preguntas. No conozco esa palabra, pero le agradezco que la
haya pronunciado. Todavía hoy siento un agradecimiento especial por esta
escena del acantilado. Es uno de los momentos más valiosos de mi vida.
Cuando volvemos, la casa está a obscuras, casi ha caído la noche.
Creo que la ayudo a preparar las costillas. No le importa si no me las como.
Regresamos a París unos días después. Esto ha sido un pequeño
paréntesis, que olvido. Me sumerjo brutalmente en el surco de malas
costumbres que se ahonda cada día más.
Lo olvido por completo. No lo olvido en absoluto, porque, diez años
más tarde, recordaría estas palabras: “Me curé”. La convertiré en mi tabla de
salvación.
31
32. Capítulo 5
Este es un relato. Ha pasado un cuarto de siglo. El lapso me parece
inmenso. Lo reviso, es así, siempre creo que exagero, pero lo peor es
comprobar, volviéndose y mirando de soslayo, que la exageración es la
verdad.
Este es un relato, el relato discontinuo de lo que llamo la época en que
enloquecí. No quiero mirar esa época desde mi presunta altura actual, no
estoy muy segura de que resulte interesante. Querría que sea gracioso. Que
al menos divierta a la gente. No estoy segura de ser muy graciosa.
Una de las posibilidades es olvidar esta historia. Tengo un montón de
libros que escribir, olvidé cuáles, pero tengo libretas tapizadas de notas,
llenas de personajes verdaderamente trágicos o divertidos, barcos llenos de
locos que entre ellos se martirizan con ternura y que tienen la inmensa
ventaja de que apenas los conozco. Eso no puede dañar a nadie.
También puedo no escribir nada de nada. La lectura otorga placeres
igualmente grandes, sobre todo cuando se lee pensando en lo que se podría
escribir; cuando se lee soñadoramente. Pero advierto que estoy obligada a
continuar el relato de Nouk, de Cora y el bebé, tal como se está obligada a
terminar el aseo de la casa cuando ya se ha empezado. Escribir un libro es
como hacer el aseo, primero lo que realmente nos gusta, apilar en orden,
objetos en su lugar, decoración, decoración recuperada, cama y vajilla, y
después el resto, las cosas aburridas, donde hay que decidir, quizás
eliminar, como la parte superior de los armarios; todo eso puede esperar.
Llego a una zona donde no me gusta ir. Habría preferido quedarme un poco
más en la isla, porque era un bonito paréntesis, dulce, luminoso. Me repugna
volver a zambullirme en lo que me parece una cloaca.
Me enseñaron que lo primero que cabe esperar de quien escribe una
historia es honestidad. Honradez artesanal.
Nouk vuelve a casa.
Ahora come pastillas. Compra bolsitas de 150 gramos y las deja en el
escalón donde vive.
Se preocupa mucho del bebé. Según ella, lo persiguen. Tiene que
defenderlo. El bebé es rubio y hermoso, pero al doctor, que interfiere
francamente en todo, le parece demasiado gordo. El bebé no debe seguir
comiendo azúcar, ni féculas, debe bajar de peso, y Nouk debe engordar y
32
33. Cora tiene que arreglárselas como pueda, lo que no es fácil en una casa
donde aparentemente cada uno está conminado a hacer lo contrario de lo
que hace. Alimentar clandestinamente al bebé se convierte en la obsesión
número dos de Nouk. Se trata de colocar cerca de su hermanito maltratado
la mayor cantidad de chocolates, de bombones Suchard, de galletones de
chocolate, de todas las golosinas posibles. Es una guerrilla. Y el bebé parece
contento con este apoyo y estas conmovedoras atenciones. Nouk lo
considera un prisionero a quien aligera sus desgracias. Le lleva también
lecturas prohibidas, diaruchos sin ciudadanía en la casa. Defiende el
derecho de los niños a ser niños, a leer bobadas, más aún si se lo impiden. A
veces cree ser el amigo malo de Pinocho, que el bebé es esa marioneta que
tanto desea ser un niño de verdad y que se deja arrastrar a la Isla de los
Placeres.
El gran problema de Nouk es el dinero. No tiene suficiente dinero para
las pastillas, los bombones, las revistas ilustradas, para los bollos, los
caramelos, las revistas ilustradas, para los bollos, los caramelos, las revistas
gigantes tipo Picsou o Akim, y tanta cosa cuyo nombre he olvidado y que
resulta increíblemente numerosa cuando empiezo a explorar el filón.
Podría meter mano en los bolsillos de sus padres, pero no se atreve.
No puede. Creo que lo piensa, pero no puede llevar esto a la práctica.
Descubre una librería de saldos, muy cerca de su casa. Lleva allí libros
de arte, pesados volúmenes que saca discretamente de la biblioteca de sus
padres. Pide precios irrisorios por gruesos libros de pintura. No vende los
que más le gustan, la obra de Jeronimus Bosch, los cuadros de Giotto y de
Fra Angelico.
Me pregunto quién es el tipo que compra por veinte francos libos
bastante más valiosos a una niña de catorce años.
Nouk tiene ahora una vida llena de ocupaciones secretas. Caminar por
París a merced de los cafés, alimentar a ultranza a su hermano. Comer
pastillas y vomitar las comidas que le imponen. Vender libros de arte para
comprar horrorosos folletos de nombre absurdo.
Cada cierto tiempo sobrevienen crisis brutales. Una de sus tretas
queda al descubierto. Llora, está asustada. Se encarama en el dintel de la
ventana y dice: voy a saltar. Pasa de verdad una pierna y se tambalea, siente
que tendrá que hacerlo y estrellarse mucho más abajo. No salta, espera y
luego recoge la pierna; agotador.
33
34. Se halla presa de sus obsesiones, como se dice. Traer cada vez más
pasteles, bombones, encontrar nuevas cosas exquisitas. Tienes que dejar
tranquila a tu hermana, le dicen, le estás haciendo daño. ¿De dónde sale
todo el daño de que la acusan? Sabe que sólo puede descansar pagando un
precio: que el bebé esté atiborrado y que ella, Nouk, sienta en el vientre los
calambres vertiginosos del hambre.
La tienda del liquidador de libros se llama Kalevala14.
Adoro ese nombre, adoro las historias extraordinariamente rubias y
violentas que oculta. Las he leído veinte veces y guardo un recuerdo vago de
mujeres atadas por la cabellera inmensa, de mujeres arrastradas por el pelo,
de hombres y mujeres que los celos despedazan en un paisaje de rocas, de
glaciares, de oleaje tempestuoso; todos llevan coronas de reyes, de reinas,
de dioses y se gritan, se odian y se aman. Los hombres tienen lanzas en la
mano, mazas cubiertas de púas, músculos enormes, y las mujeres, escotes
de donde brotan senos enormes. Hasta los nombres tienen sonoridades
feroces.
En las puertas de la verdad, sueño que deslizo la mano y que se
cierran.
Golpeo la puerta de Kalevala. Voy a vender libros robados. Obtengo
muy poco dinero. El saldista acepta todo lo que le llevo, pero las reservas
menguan y acometo los libros de la primera fila, los muy visibles y cuya
ausencia se distingue como un diente menos. Los libros que desaparecen de
la biblioteca reaparecen en el escaparate de Kalevala. Mi madre pasa delante
de la tienda, no se le escapa la coincidencia. Me ha cogido. Sin embargo, no
ocurre nada, no me dicen nada. Yo no digo nada, no me dicen nada. Dejo de
vender libros. El saldista ya no quiere más. Intento, obstinadamente,
venderlos más lejos, en otros locales.
Tampoco funciona. Leo el anillo de oro de los nibelungos y busco en
él la clave. ¿Cómo vivir en un mundo así, cómo escapar de éste?
Trato de huir de la muerte, de los sentimientos, de los celos de los
dioses, de los sentimientos que preparan para los que aman, para los que
viven.
Armo mi pequeña mezcla.
14
Es el nombre de un poema épico finlandés compilado por Elías Lonnrot.
34
35. Nouk, robot esquelético y malvado, poseído por el diablo, sigue su
órbita. En ese lapso, Francia se moderniza. Digamos, en todo caso, que la
casa se moderniza. Una alfombra reemplaza al linóleo, el nuevo refrigerador
y la trituradora instalada en la cocina lo atestiguan. La trituradora fascina a
Nouk. Según sus inventores, debería sustituir a los basureros, enmascarar la
loca inflación de desechos que acompaña al progreso. La trituradora, según
Nouk, es como la absolución de los católicos (aunque de ésta nada sabe).
Allí se tiran los pedazos de pan apolillado que sobran de las comidas, las
cáscaras de queso, los huesos de pollo, los despojos de las chuletas con
jirones de carne colgando. Se aprieta un botón y con un estrépito
regocijante, la trituradora ejerce su oficio. Todo desaparece. Otro nuevo
accesorio: el aspirador de mesa, que se come las migas del mantel. Ahora
se puede comer sin dejar rastro. El refrigerador también participa de la
nueva visión del mundo. Es más bien un armario, un armario lleno de
cajones de plástico opaco. Al abrirlo, nada sobresale. No hay olores. Los
huevos, la mantequilla, las ciruelas, los tomates, las alcachofas, los petits-
suisses y los pepinos, los calabacines y la crema fresca, los yogures y los
bifes parecen pasteurizados, parecen tan incorruptibles como la loza o la
porcelana. En todos los alimentos ya aparece la fecha de caducidad.
La madre de Nouk cambió de costumbres. Ahora hace encargos,
puntea catálogos, llama por teléfono a Inno, un refrigerador central que
alimenta a miles de enormes refrigeradores locales. Desembarcan el pedido
en casa, ordenado en cajas cuadradas; botellas de desinfectante y pasteles,
barras de chocolate y detergente, bandejas de fruta, verduras, productos
lácteos etiquetados, fechados, cubiertos de números que los definen en
julios, en calorías, en vitaminas, en sales minerales.
Nouk especula. Se siente invadida por la avalancha. Imagina un
mundo donde se come una sola cosa, un solo plato de un solo color.
Observa a la gente que come mientras piensa en la mezcla repugnante de
alimentos que, tras haber estado tan apretados en sus envoltorios, se
desenfrenan y multiplican los olores.
Últimamente, ahora que la Navidad está cerca, Nouk se alimenta de
ositos rojos de caramelo, que vomita como de costumbre. Un río azucarado,
como una cinta que saliera de su cuerpo. Es ilógico y Nouk lo sabe. Cree que
ha separado los alimentos en dos grupos, los que le imponen y que vomita
para proteger su integridad, y los buenos, que no pesan en su estómago
encogido. Pero los que no pesan, igual pesan. Y este sistema perfecto
también se desajusta.
35
36. Nouk vomita todo, los ríos se mezclan. Ayunar se vuelve una
esclavitud. El cuerpo puro de Nouk está magullado por el frío, sus brazos se
estiran y los dientes le duelen, los pies se le llenan de sabañones, la boca se
le agrieta y se le quiebran las uñas, los huesos de sus nalgas sobresalen y le
hacen daño al sentarse. Es un espíritu ambulante, es una boca inmensa, sólo
es una boca.
Nouk camina horas por París, avanza por calles oscuras con los
brazos cruzados contra el torso, atenta a que no la sigan, se precipita en
todas las panaderías, compra galletones de chocolate recién salidos del
horno, tartas de manzana que la escaldan, baguetes enteras, tartas con
crema, éclairs. Cuando está a punto de ahogarse, se detiene, entra a un café,
baja temblando la fétida escalera que conduce a los baños, evita mirar las
terribles inscripciones que cubren las paredes, coloca sus pies sobre las
posaderas de loza de los cagaderos turcos y expulsa con alegría, con
vergüenza, la pasta caliente, mezclada, de los pasteles. Se ensucia a menudo
la ropa, se siente mancillada.
Los días son muy breves. Tiene que seguir consiguiendo dinero,
luchar durante las comidas oficiales, escapar de las fibras maléficas de los
platos que su madre prepara con amor, tiene que deslizarse en secreto cerca
del bebé, meterle en la boca los tesoros anunciados, inmovilizarle,
envolverle las piernas con lana suave, crearle un paraíso.
Los paraísos inventados por Nouk se pudren por dentro.
La televisión ha entrado en la casa.
Mi madre trabaja en la televisión. Es guionista de ORTF15. Estamos
orgullosos. Todas las tardes nos sentamos en círculo para ver un capítulo de
su teleserie. Cuando éramos muy pequeñas, sabíamos que ella era la autora
de una radionovela famosa que daban en RTL16 justo después de comer. En
la nueva vida, la que me da miedo, la gente ya no come en casa a mediodía y
la teleserie es en la tarde, justo antes de la cena.
No tenemos recuerdos de la radionovela, sólo recordamos los
orgullosos que estábamos. Y conservamos en el oído la cortina musical de
Végételine, que hace patatas fritas ligeras y tiene un olor especial. Para
Nouk, la teleserie de mamá es una variante en torno al olor a Végétaline.
15
Oficina de Radio Teledifusión Francesa.
16
Es una corporación europea que incluye diversos medios de comunicación, especialmente radios.
36
37. La televisión tardó en entrar en casa, es el diablo. Los niños pasarán
toda la vida pegados a ella. La tele es como la isla del Placer de Pinocho, una
fuente inextinguible de granadina y caramelos, el fin de los libros, del
esfuerzo, de la imaginación, del estudio. La televisión es el triunfo de la
tontería, en blanco y negro y pronto en colores. Es Estados Unidos que nos
va a tragar, una manipulación azucarada y solapada, un embudo, el embudo
del consumo.
Por lo tanto los niños miran únicamente la teleserie de su madre, de
ocho menos veinte, a ocho de la noche.
Nouk aprovecha para maniobrar cerca del bebé mientras todos los
ojos están clavados en la pantalla. Actúa como un asaltante, que también
podría ser Robin de los Bosques luchando contra la injusticia de quienes
quieren privar de dulzura a su hermanito. Es un hada madrina con los
bolsillos de la bata repletos de galletas, de trozos de chocolate ocultos en
sus mangas de maga. También es una bruja, porque oye la vocecita agria de
su cabeza murmurar que está haciendo daño, que la envidia y el miedo
disfrazados de compasión le guían la mano hacia la muda boca del bebé.
¿Sufre este niñito desgarrado entre dos voluntades contrarias?
¿Cómo podría resistir la aparente dulzura de su hermana mayor, su discurso
silencioso, esta lucha de influencias en que se juegan lealtades y traiciones
infantiles? Me doy cuenta de que Nouk, para soportar algo misterioso, la
ahoga bajo su égida17, la atiborra de tortas bretonas. Me doy cuenta de que
Nouk ha resbalado, ya no sabe qué es el amor, qué es el odio, confunde
todo, sus categorías personales ahora ya no son los sentimientos, no más
gritos, no más lágrimas, no más pena. Existe el movimiento, las caminatas
que hace, los alimentos que traga y que hace tragar a su hermano, y esa
inmovilidad. Está la boca que traga y la que vomita hasta la bilis. Cora,
rehén, guarda silencio. A veces acompaña en sus periplos a su desorientada
hermana mayor. Caminan con caramelos en los bolsillos. Sus orejas se
llenan de veneno, el veneno vertido por la boca amarga de Nouk, la misma
que antaño vertía frases de cuentos, la historia de Vassilissa Prekrasnaïa, “la
muy bella”, los Cisnes salvajes y las Bestias encantadas.
Cora se aferra, sin duda, a ramas desconocidas de mi misma, a
briznas de lógica, de razón y de amor filial. En el torrente que arrasa con
todo, ella resiste. No sé cómo hace.
17
Originalmente corresponde al nombre de la coraza de Zeus, por extensión, se usa como sinónimo de
protección.
37
38. En la pantalla de la televisión, una joven de mejillas perfectas,
inventada por mi madre, se inicia en las cosas de la vida, dice las palabras
de la superficie asoleada del mundo.
La sombra de los muertos hace su trabajo sucio en nuestro salón
vuelto a pintar. Nouk y el bebé son los dos polos entre los cuales enloquece
la aguja imantada de nuestra existencia.
Al mismo tiempo, por ahí, una mujer pregunta si el Diablo existe. El
sabio le responde que existe. Y que todo lo enreda.
38
39. Capítulo 6
Nouk está en el baño. Se enjuaga la boca, masca pasta dental, se lava
las manos y moja sus ojos enrojecidos. Se dedica a su ajetreo de después
de cenar, con el corazón palpitante y a puerta cerrada. Ahora le sucede que,
debido a la lentitud de la comida, al silencio, y a los minúsculos movimientos
de gente alrededor de los platos los alimentos se resisten a la purga.
Las patatas rellenas; cálidas, quemantes, tranquilizadoras, la hacen
olvidar todo algunos instantes. Y luego se convierten en veneno y plomo en
el estómago. Nouk cree que el veneno llegará a sus venas y conquistará su
cuerpo si no corre a su querido recipiente. Pero las patatas rellenas son un
alimento que no obedece a las contracciones. El pánico se apodera de ella
entonces y cree que se va a morir de pronto; me matará un trozo de patata,
con la cabeza en el excusado, las venas en el cuello dilatadas. Me
estrangulo, toso. Odio la tos, ese signo precusor de la muerte. Nouk se
dirige, lo más calmadamente que puede, al baño a beber agua. El agua la
salva siempre. Bebe en el grifo con el cuerpo torcido para ahogar en una
marea purificadora a los alimentos reacios. El Ganges18 atraviesa a Nouk,
que por fin vomita, lavada. Nouk está en el baño, se lava una y otra vez, bebe
y enjuaga el interior de su cuerpo. Está, estará limpia muy pronto. Cree
percibir su cuerpo, lo de adentro y lo de afuera separados por un delgado
tabique; friega con brutalidad ese objeto insostenible.
Golpean, se asusta. Quita el pestillo con la mayor sangre fría posible,
como una criminal cogida in fraganti que se seca en la espalda las manos
llenas de sangre, como un vampiro atrapado por la luz del día.
¿A qué policía temo? A mis pies yace la balanza. Mi padre me ordena
que me suba, tiemblo y me niego. Lloro. Digo que no tienen derecho a
pesarme por sorpresa, invoco el derecho elemental de las personas a no ser
pesadas por sorpresa, es una trampa innoble, una trampa y estoy dentro.
Creo que entonces me suben a la balanza como a una condenada y todavía
resisto, me debato. El mundo se desmorona, el frágil edificio que yo creía
tan sólido sólo es la cabaña de paja del cerdito.
La balanza indica 29. Veintinueve es el fin del mundo. Me advirtieron
que no cayera más abajo. Estoy más abajo que la tierra, tengo vergüenza y
tengo miedo. Me dicen palabras terribles. Que traiciono todas las confianzas
18
Río sagrado de la India. En la religión hindú, se cree que el Ganges es una diosa que baja del cielo y que al
sumergirse en sus aguas se purifica el alma y el espíritu.
39
40. y que no respeté el trato. Me dejaron tranquila durante meses, contando con
mi inteligencia y apostando a la confianza, base de las relaciones humanas.
Traicioné, engañé, les hice creer mentiras, creyeron en mi buena voluntad.
Pero se acabó.
Me dejan sola y lloro sentada en el suelo, junto a la balanza. Los
brazos me cuelgan, la cabeza me arde, los ojos me arden, ya no sé nada.
Mañana irás al médico con tu madre.
No hago más que repetir que no tienen derecho a pesarme por
sorpresa. No tenían derecho.
He perdido la partida. Me van a detener. Vamos al médico como si
fuéramos donde el juez. Él está melancólico y de su boca también salen
frases que me acusan. Una palabra que resuena, confianza, no podemos
tenerte confianza.
Has perdido nuestra confianza, definitivamente.
Son las palabras del abandono. Los hilos que me unen a los demás,
marioneta entre marionetas, se cortan, mi corazón se quiebra y se seca.
Tienen que creerme, aunque mienta, aunque haga trampa, sobre todo si
miento.
A partir de ahora, me callo.
Donde el médico, me callo.
En el largo pasillo de la casa donde a veces nos cruzamos, me callo.
Es un silencio intolerable. Para Nouk es un silencio normal, me doy cuenta
años después. No tengo nada que decir y mis palabras nada valen.
El médico me envía donde otro médico, muy lejos. Creo discernir en
las comisuras de su boca arrugada un poco de solicitud, fugaz. Hablan entre
ellos, esto es un pretorio19, es un juicio, espero, sé que algo va a ocurrir.
Un día de verano me detienen.
No recojo mis cosas, nada hay que llevar, es inútil. Relleno mis
bolsillos de caramelos de avellana. Una ambulancia aullante cruza París,
avanzamos hacia el oeste. Una ambulancia, sus aullidos de bestia.
19
Se refiere al lugar donde los pretores romanos ejercían su autoridad judicial.
40
41. La verdad es que mi padre, mi madre y yo nos subimos al Citroën azul
y crema que se alza sobre sus patas y nadie dice una palabra.
Es verde y suave, hay miles de rosales en flor que huelen a manzana,
jardines y un lago a lo lejos. El cielo está salpicado de pequeñas nubes
redondas sobre fondo azul como en los dibujos de los niños.
Hemos llegado. Hay una reja de acero a la entrada de un parque como
en la casa donde murió la madre de mi madre.
Rápidamente, mi padre y mi madre, se van, les han dicho que actúen
así. Sin histeria, sin gritos. Me dicen que todo estará bien. Son valientes,
hacen lo que los especialistas les han recomendado, porque la situación de
esta niñita extremista es más grave de lo que creen. Mueren muchas de
estas adolescentes que tienen crisis un poco exageradas. En Estados
Unidos mueren muchas. Y en Alemania también.
¿Por qué estoy tan profundamente convencida de que esas niñas que
se dejan morir tienen una razón común y secreta, desean saber dónde está
la vida y dónde está la muerte, debido a algo que tenían que haberles dicho y
que no supieron decirles, algo que les da miedo?
¿El peso desplazado de una falta?
Vi al pasar el vestíbulo de la clínica donde estoy. Enseguida me
subieron a la habitación. Enseguida me quitaron la ropa y me pusieron
pijama.
¿A dónde se llevan mi ropa? Tengo miedo. Recuerdo perfectamente la
cama, en el centro de la habitación. La ventana está a la izquierda, se abre
con una llave especial. El baño también está cerrado con llave. Aquí conocen
los trucos de las chicas anoréxicas, sus lamentables astucias, siempre creen
que son sus inventoras y son eternamente las mismas. El truco del agua y
los vómitos, los caramelos suaves, los melindres; la enfermera ha visto
muchos más. Esto la cansa y punto.
Nouk está en la cama, entontecida; la enfermera le explica claramente
las cosas. La ventana cerrada: nada de intentos de suicidio, eso la cansa y,
para ir al baño, se ruega llamar. Pero no mucho. Y que no intente embaucarla
ni amansarla.
Reciben una formación especial, les enseñan a desconfiar. “Todas
ustedes son iguales, zalameras y solapadas”, explica la enfermera. “Tienen
41
42. cara de gato mojado, son unas briznas, más de una vez nos han engañado,
no hay que ceder en nada con ustedes, ni siquiera escucharlas. Los médicos
nos hacen clases. Es una enfermedad mental de la que nada se sabe,
solamente se sabe lo que funciona, no escucharlas y hacer que sientan, por
fin, quién es el más fuerte. La vamos a someter igual que a las demás, mi
niña. Las anoréxicas son malas, no saben qué inventar para torturar a su
familia, para hacerse las interesantes. Ponen su inteligencia al servicio de su
perversidad. Y todo porque son hijas de ricos, demasiado mimadas, no
conocieron la guerra, nunca han hecho nada con sus propias manos”.
La enfermera habla sola y de pronto se acuerda de Nouk, que la mira
con sus nuevos ojos fijos.
No trates de complicarnos la vida, es todo lo que tengo que decirte.
Nouk entiende que, sencillamente, debe salir de allí lo antes posible.
Eso sí que lo entiende.
Hay un examen. El médico es inmenso y su frente es inolvidablemente
opaca. No tiene olor. Pronuncia palabra simples. Dice:
Pesas veintisiete kilos. Saldrás de aquí cuando hayas ganado peso
suficiente y consideremos que es bastante.
Nouk trata de hacerle entender que está dispuesta a todo, a comer
todo el día si hace falta. Cree que siempre podrá volver a ser ella misma
después, cuando recobre la libertad. Dice que debe darle cifras más
precisas, fechas. Pero se equivoca, no ha entendido el método de los
médicos. No hay nada que se deba hacer. Nadie le habla. Tiene que meterse
bien en la cabeza que está loca. Nadie habla a las locas de catorce años.
Espera que vengan. A las seis y media de la tarde pasaron con una
mesa rodante, no vio ningún rostro, solo una bandeja. Una bandeja de
alimentos cruzó la puerta blanca, unas manos la depositaron. Es la bandeja
de la Bella y la Bestia, no hay velas ni música y tampoco hay amor. En el
plato blanco con la sopa anaranjada que tambalea en el centro, una sopa
transparente, un revoltijo de verduras desconocidas en el mundo corriente,
un yogur y una manzana.
Nouk traga todo, embute pedazos de pan en el yogur y vacía el sobre
de azúcar Vita Nova en el embase de cartón que termina reventando, lame la
sopa, se zampa la ensalada, probablemente un especie de colinabo cultivado
especialmente para los hospitales y las cárceles, primos degenerados del
42
43. salsifí. Insulta la comida, llama, llama, la bandeja está vacía, aseada, hay que
pedir otra, no perder un minuto.
La enfermera entra, un rostro impenetrable, muy protegida por su
coraza mental anti anoréxicas peligrosas.
-Me lo comí todo- -dice Nouk, llena de esperanza.
Quizás le devolverán la ropa, quizás llegarán sus padres, tal vez la
pesadilla se va a interrumpir.
Es amable, sumisa, dócil, buena. Saben perfectamente que siempre ha
sido buena alumna, una niña que gusta de hacer bien las cosas.
Hora de levantarse: las seis y media. Desayuno: a las siete de la
mañana, dice la mujer. Y la puerta blanca se cierra.
La puerta se cerró, la noche ya cae, deben ser las diez y media, es
verano. Estoy sola en una caja blanca, tengo mucho miedo, especialmente
del tiempo que no pasa. Como atravesar todas estas horas, no tengo reloj y
la ventana no se abre.
Nouk espera al médico. Hace rato que ya no quedan doctores en la
clínica, están en su casa. La petición hace reír a la enfermera. Esto no es un
hotel, por favor, a dormir ahora.
La enfermera da a Nouk una pastilla para dormir. Nouk la escupe, se
asusta, nunca ha tomado algo parecido y, además, cómo puede saber que es
para que duerma.
En la habitación no hay absolutamente nada. Se llevaron a los únicos
amigos de Nouk, los caramelos de avellana, no hay radio y no hay libros, no
hay lápices, no hay papel, no hay ropa, no hay fotografías, no hay osos de
peluche, nada. Esta noche sí que es noche, eternamente.
Nouk se arrepiente de haber escupido la pastilla. De pronto siente que
la lengua se le hincha en le aboca, que sus brazos se agitan y le pica toda la
piel. Camina por la habitación oscura, no se atreve a gritar; cuando se
recuesta le duelen los huesos, siente todas las puntas de su cuerpo como
espinas, trata de cantar algo, pero no le queda voz. Le gustaría tomar agua.
El baño está cerrado. Sólo es un breve insomnio de hospital, pero ella no lo
sabe. Finalmente llama, está segura de que la van a matar, la enfermera de
noche tarda mucho en llegar y enciende la luz de golpe. Está furiosa.
43
44. Nouk se encoge en la cama, mira a la mujer que grita. No entiende
nada de lo que dice esa boca pálida, mira los dientes de la mujer que grita,
unos dientes pequeños que suben y bajan mientras habla.
La mujer sale y vuelve con un vaso de agua y un comprimido rosado.
Se va. Dice: “No vuelvas a llamar a las cuatro de la mañana para nada; aún
me queda paciencia, pero no todas son como yo. Ten cuidado”.
Está oscuro, el comprimido rosado actúa. Nouk desaparece de la
circulación.
Amanece despejado. Pego, con fuerza, la frente contra el vidrio. Eso
me transporta a muchos años antes, cuando pasaba días enteros con la
frente apoyada en la ventana de mi cuarto. Una sinusitis, había dicho el
médico. Esa enfermedad me alegró bastante, estaba harta de no
enfermarme, me sentía orgullosa por tener la frente tan pesada, una piedra
en la cabeza. Adoraba las inhalaciones, la toalla mojada en el cráneo y los
vapores de eucalipto. Me gustaba que me obligaran a no hacer nada, el
algodón del día, la nueva medida del tiempo. Me hacía descubrir el suelo azul
de la habitación, el ruido exacto del agua que corría en la bañera, el grano
minucioso de la madera de mi mesa. Por primera vez me sentía dulce y lenta.
Naturalmente, lo fastidioso era que me dolía.
Son las siete, un montón de pájaros canta, no sé el nombre de ningún
pájaro, aparte de los cuervos y las gaviotas. Los pájaros festejan la luz de la
mañana, el sol y las manchas rojas y rosadas de las flores del parque. Me
apoyo contra el vidrio, la enfermera entra. Dice: “Desayuno”. Y sale.
Hay té, dos tostadas, un cuadradito de mantequilla envuelto en papel
dorado, un frasquito de miel para enanos y un pocillo de caldo. Concluyo
que quieren retenerme mil años. ¿Cómo podré engordar con semejante
régimen? Quiero croissants con mantequilla y bollos, chocolate vienés, siete
frascos de mermelada, pero recuerdo que esto no es un hotel y que más vale
que calle tan inteligentes comentarios. El caldo es una revelación. Es blanco,
cosa normal para un caldo, dulce y salado a la vez. Durante toda mi vida
insistiré en recuperar ese gusto sin nombre. Lamo el suave caldo, pido más,
pero la respuesta es no. Aquí no hay caprichos, no hay nada que pedir,
tengo cara de que me cuesta entenderlo.
Ahora vivo para el caldo de las siete de la mañana.
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45. Hay una chica de catorce años, esperando. Qué remedio, no tiene
derecho a nada. Nouk siempre, teme que la castiguen, pero jamás habría
imaginado un castigo tan cruel. Tiene tanto miedo que se siente quebrada.
Permanentemente tendrá miedo de un castigo imprevisible, que cae del
cielo, sabiendo muy bien por qué, sin saber cómo. En la habitación blanca
hay únicamente una cama, una repisa vacía y dos puertas cerradas. No hay
libros, no hay radio, no hay papel, no hay lápices, no hay ropa. Nouk sola y
su cabeza vacía y su boca. Nouk intenta dormir, se enrolla como una pelota
en la cama, las pesadillas la invaden. Lo único que sucede: caldo por la
mañana, dos comidas engullidas, a mediodía y a las seis y media, y
pesadillas.
Sueña con sus encías, allí, justo adelante, en la boca. La encía es
blanca y muy larga, aparece una fisura larga que se hunde a simple vista y el
diente, sin más apoyo, cae. Tras él se sueltan todos los otros dientes que
trata febrilmente de reponer, pero no conoce los huecos, es un puzle
imposible. Nouk se avergüenza de estar desdentada, sinceramente, se
avergüenza mucho, como en los sueños donde una está desnuda en medio
de una plaza, sin salida de emergencia, sin puerta falsa, sin nada. El sueño
se vuelve recurrente.
Nouk prefiere quedarse con los ojos abiertos, contemplando el techo
pintado. Tumbada en la cama, golpea las piernas y pedalea durante horas y
después no hace nada. Advierte que no tiene vida anterior, que no piensa en
nada. Le duele pensar.
Se vuelve totalmente flácida, salvo de noche, cuando se revuelve con
otros sueños terribles que la dejan sin aire. De noche, en sus sueños, corre
para escapar de toda clase de nazis.
Pasa una semana y el médico la pesa.
Nouk se ha quedado sin voz. Cuando no se habla por mucho tiempo,
se tiene miedo de lo que va a salir. De los sonidos. Que salgan al revés o que
no salga ninguno.
La balanza marca 32, lo cual les da la razón. Nouk preferiría que
supieran lo equivocados que están, pero se da cuenta que no vale la pena y
sigue manteniendo la prudencia. Dos semanas después le entregan una
radio y autorizan a pedir libros según el catálogo de la biblioteca.
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46. Nouk marca todos los libros de la sección “Humor”. Lee cosas
horrorosas, como Jacques Perret20 y La buena mantequilla. Libros grasos,
que espera la hagan engordar. Lee lo que sea, lee los libros cuatro veces
seguidas, porque sólo se puede pedir tres libros por semana. Nouk pide
libros de geografía y los aprende de memoria. La radio pasa mil veces por
día la misma canción: Como los chicos, tengo el pelo largo, como los chicos,
llevo cazadora.
Le dan ganas de vomitar.
Deja encendida la radio.
Al cabo de un mes, tiene mejillas de hámster. Afortunadamente no hay
espejo en la habitación. El médico se acerca a felicitarla. Por su hipocresía,
su cobardía y sus nuevas mentiras silenciosas de prisionera. Le dan permiso
para guardar papel y un bolígrafo amarillo. Todos los días escribe cartas de
amor a sus padres. No le contestan. No pueden contestarle, porque no les
hacen llegar sus cartas.
En la calle debe de hacer mucho calor, es pleno verano. Me imagino el
ruido de las olas, los gritos de los bebés en la playa, las salpicaduras, el
color de los quitasoles, las letras que uno dibuja en la arena jugando al
ahorcado.
En el jardín infantil nos daban cajas de arena blanca para aprender las
letras dibujándolas allí con el dedo.
Nouk escribe poemas a lo tonto. No creo que se compadezca de su
suerte. Le da mucho miedo ponerse a llorar. Y además quiere salir. No
piensa acerca de lo que le ocurre. Ocurre y punto.
Un día le dan permiso para salir al jardín, un parque magnífico. Pasea
sola por las alamedas. Se siente como una recién nacida, llena de alegría
ante las flores, reconoce que antes no las miraba de verdad, tiene el corazón
henchido de gozo porque respira el aire estival, acaricia las briznas de
hierba, tuerce el cuello para admirar los árboles inmensos que seguramente
son pinos, robles, alerces, cedros del Líbano. Dice que nunca olvidará la
belleza y el olor de las cosas. Se siente llena de agradecimiento. Una chica
joven pasa a lo lejos. Sola también. Nouk se le acerca, llena de nuevo amor.
Se sientan en un banco. La chica es melancólica, tiene las mejillas pálidas y
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Ensayista francés (1906-1992).
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