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Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.

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Renuncias: Los personajes de Janice Covington y Melinda Pappas pertenecen a Renaissance Pictures / MCA Universal. Esta
historia sólo tiene como fin entretener y no pretende infringir ningún derecho de autor que MCA Universal o Renaissance
Pictures puedan tener.

Clasificación:

Autora: EQUIS.

J A N I C E

C O V I N G T O N

Y

E L

P U E B L O

M A L D I T O .

 

Lucerna 18/04/44
Querido diario:

Hace días que no escribo ni siquiera unas líneas, pero he estado tan ocupada que últimamente no he tenido tiempo
para nada. Lo cierto es que "últimamente"  viene a significar algo más de dos años –no sé si me sigues –pero la
abuela siempre decía que una verdadera dama debe soportar cualquier penalidad sin quejarse y, desde luego, con
Janice tampoco es que fuese a servir de nada.
Pero retomemos el tema, porque me temo que estoy divagando y Janice siempre dice que es mejor ir al grano,
aunque para ella eso parece implicar acabar corriendo delante de algún individuo armado y con intenciones poco
halagüeñas para con nosotras. Siendo un poco más directas podríamos acabar en los Juegos Olímpicos. Es decir, si
Mr. Hitler decide autorizarlos.
Estos días las cosas no parecen ir bien para nuestros chicos. Aunque a finales del mes pasado las tropas
norteamericanas se hicieron con las islas del Almirantazgo, las tropas alemanas ocuparon Hungría el 20 de marzo.
Para evitar que el país se integre en el bando aliado, dijeron. Janice dijo otra cosa distinta, pero creo que no soy
capaz de transcribirlo. Parece increíble lo que da de sí el inglés cuando lo utiliza ella. Para acabar de arreglarlo,
cuatro días después las fuerzas de ocupación fusilaron a 335 rehenes en las cuevas Ardeatinas, junto a Roma, por
orden directa de Hitler.
Y es en medio de este caos que llega Janice y dice "No te lo vas a creer" y yo decido seguirle el juego y contesto:
"¿qué no me voy a creer?" Y ella dice: "parece que hay evidencias de más pergaminos de Xena" y yo digo: "querrás
decir de Gabrielle..." y ella: "Vale, lo que sea. ¿A que no te imaginas dónde?". Bueno, yo tengo mucha imaginación.
De hecho, cuando me bajé del coche aquel día en Macedonia, imaginaba que me encontraría a toda una doctora en
arqueología, incluyendo el tweed y las gafas redondas con montura metálica. Vivir para ver. Euh, lo estoy haciendo
otra vez, ¿no es cierto?. En fin, la cosa es que aventuré una hipótesis, "¿Bulgaria?". No sé, parecía lógico, estaba
relativamente cerca y seguramente es menos caluroso en verano. "Naaah" contestó ella con esa típica voz de sé –
algo –que –tú –no –sabes, a pesar de que nunca puede resistir la tentación de contártelo más de diez segundos. "La
India". ¿Cómo, por todos los santos, podrían haber llegado esos pergaminos a la India? ¿Qué será lo siguiente? ¿Que
Xena llegó hasta China? Obviamente, intenté contener la risa lo mejor que pude. Me  temo que aún tendré que
practicar bastante.
De todas formas, ella se lo había tomado bastante en serio, porque ya tenía preparado el viaje para una exploración
preliminar del terreno. El hecho de que hubiese que atravesar un continente en guerra no parecía preocuparle
demasiado, ni tampoco todos esos días de incómodo viaje sin un té decente ni nada remotamente parecido a un
baño de espuma a mano. "Ni hablar, Janice. No pienso viajar a la India y es mi última palabra."
Bueno, diario, te dejo porque aún tengo que acabar de hacer mi maleta y deshacer la de Janice para intentar que al
menos  le quepa ropa suficiente para una semana. ¡Es tan molesto cuando la lava en la ducha!. Espero tener tiempo
de escribir en el tren, mientras tanto, te desea buenas noches,
Melinda.
P.D. Jan, si estás leyendo esto, vuelve a dejar el diario en mi bolso de mano. Luego me cuesta tanto encontrarlo...
Janice Covington arqueó las cejas hasta que se perdieron bajo su pelo rubio, cerró el cuaderno con desgana y se
frotó las manos en su cazadora de cuero en un vano intento de desprenderse del olor a lavanda. Acto seguido,
perdido ya todo interés por el diario, lo encajó descuidadamente en el lateral de una de las maletas del
compartimiento y salió al pasillo en busca de algo nuevo con lo que entretenerse. Que esas maletas hubieran sido
suyas o de Melinda no dejaba de ser un plus en el esquema global de las cosas.

01. EXTraÑOs

eN uN TreN.

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–25 de Mayo. Esta mañana salí de temprano de Budapest. Tuve la impresión de que estaba saliendo del Oeste y
adentrándome en el Este. La región por la que viajo se haya en la frontera entre tres estados: Transilvania, Moldavia
y Bukovina, en medio de los Cárpatos... una de las regiones más salvajes y menos conocidas de Europa.
–Señorita, ¿le importaría dejar de leer en voz alta? Algunos estamos intentando dormir...

La joven morena levantó la vista de su libro, sonrió, un tanto avergonzada, y se disculpó profusamente, despertando
a los pocos ocupantes del vagón que aún estaban dormidos. Notando cierta hostilidad en el ambiente, se levantó con
un movimiento perfectamente calculado para no mostrar ni un centímetro más de piel de lo que dictaría el decoro. El
hecho de que no estuviese optimizado para evitar pisar al ocupante del asiento de delante no fue en absoluto culpa
de la sureña, aunque éste no pareció pensar lo mismo. La mujer empezaba a pensar que las cosas no podían
ponerse peor cuando, nada más salir al pasillo del tren, se encontró a Janice con aire de estar peligrosamente
aburrida.
–¡Vaya, Mel, debí haberlo imaginado al oír lo que te ha dicho ese tipo! –A la arqueóloga se le iluminó la cara como a
un niño frente a un juguete nuevo, pero el objeto de su atención no pareció apreciarlo. Melinda había viajado alguna
vez a Charleston en compañía de su sobrino y, aparte de la vaga sensación de que alguien había exagerado bastante
los placeres de la maternidad, sacó la impresión de que no podía existir nadie en el mundo capaz de preguntar 
"¿cuando vamos a llegar?" tantas veces como un crío de cinco años. Se equivocaba.
–Bueno, ya sabes que no se me da tan bien como a ti tratar con los extranjeros... –respondió con cautela. Cuando
Jan se encontraba en este estado un simple "hola, qué tal" podía convertirse en la antesala de una pesadilla.
Obviamente, por la cabeza de Mel nunca se había cruzado la idea de que cuando se encontraba en otro país, la
extranjera era ella. Pero tratándose de alguien para quien cualquier cosa al norte de los Apalaches rozaba
peligrosamente el concepto de bárbaro, Janice decidió que no merecía la pena puntualizarlo.
–¿Estabas con ese tipo americano del otro día? –preguntó sin mucho interés, pensando que quizá podría ser
divertido saltar al vagón de correos por alguna claraboya interesante si consiguiese encaramarse al techo del tren.
–Euh... no. –Mel pensó a toda prisa en algo que sonase mejor que "estaba intentando esquivarte". –Creo que Mr.
Ratchett se ha retirado a su reservado. Me parece que no se encontraba bien.
–Mejor. –contestó la arqueóloga despreocupadamente preguntándose si le dejarían echarle un vistazo a la
locomotora. –Era casi tan extraño como ese molesto fisgón francés. Con un poco de suerte, a lo mejor no aparece
más durante el resto del viaje.
–¡Janice Covington! Deberías avergonzarte. Podría estar muy enfermo, ¿es que no lo entiendes?.
Janice se encogió de hombros.

–El que no me importe un carajo no significa que no lo entienda...

 Sin embargo, se paró en seco al ver que la sureña le dedicaba ese tipo de mirada que en una película hubiese ido
acompañada de un breve pero intenso golpe de percusión en la banda sonora.
–No te preocupes, mujer, –añadió con cautela –seguro que en unos días será el tipo más saludable de todo el Orient
Express.
–No sé, Jan, a veces pienso que deberías relacionarte más... –En realidad estaba pensando que más adelante
tendría dolor de cabeza.
–Oh, pero si ya lo hago. He conocido al coronel Arbuthnot, a la condesa Andrenyi, a la princesa Dragomiroff... –
enumeró con los dedos mordiéndose el labio inferior en gesto de concentración.
"Eso explica por qué los pasillos estaban tan desiertos esta mañana", pensó Melinda, sintiéndose tan terriblemente
culpable con sus brotes de cinismo como Jan orgullosa cultivando el suyo.
–¿Puede saberse por qué vas a todas partes con esa mochila al hombro? –preguntó la morena, cambiando
discretamente de tema.
–Tal vez porque en este tren no puedo llevar el revólver al cinto, encanto.
De repente, el sonido agudo de una bocina interrumpió a la arqueóloga.
–¿Qué pasa? ¿Respuesta equivocada? –exclamó la joven, precipitándose hacia la ventanilla más próxima y pegando
la nariz al cristal escarchado.
El tren había reducido su velocidad para igualarla a la de una locomotora solitaria, que ahora circulaba por la vía
paralela a la altura del primer vagón. De su interior estaban emergiendo como setas un grupo de soldados alemanes
que abordaban el tren en formación.
–¡Demonios!
–Janiiice...
–¡Caray! –corrigió la arqueóloga dirigiendo los ojos al techo. –¡Todo un jo...! Euh... jovial... pelotón de soldados
alemanes está subiendo al tren.
La sureña se inclinó levemente hacia la ventanilla como si toda la vida hubiese ensayado ese movimiento en
particular.
–¿Por qué no esperan a que se detenga? Les sería más sencillo.

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–Claro, pero también les sería más fácil bajar por otro sitio a todos los que no tuviesen la documentación en regla.

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Mel sonrió.

–Bueno, es una suerte que nosotras tengamos los pasaportes en regla... –De repente, reparó en la cara de Janice. –
¿No tenemos los pasaportes en regla? –murmuró en lo que en cualquier otra persona hubiese sido un chillido
histérico.

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–Bueno, tú supongo que sí. –contestó su amiga mientras comprobaba exactamente qué llevaba encima y mascullaba
una de esas cosas que Mel prefería no oír.
–Por Dios, Janice, ¿en qué estabas pensando? ¿No habías previsto que pudiese pasar esto?

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–Oh sí. –le contestó dirigiéndose decididamente hacia la cola del vagón. –Sólo que nunca se me ocurrió qué
demonios hacer al respecto.

G

Al ver que Mel seguía paralizada un par de compartimentos más atrás, la arqueóloga volvió hacia atrás y la cogió del
brazo.

O

–Vamos, ¡sígueme!

A

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Unos minutos más tarde, ambas se encontraban en el vagón de cola, detenidas sobre una plataforma de madera
definitivamente poco estable para el gusto de la sureña. La temperatura tampoco la complacía demasiado. Janice se
había acuclillado y jugueteaba con la pieza metálica que las unía al resto del tren.

PR

–Jan, espero que no estés pensando lo que creo que estás pensando.
–Si lo que estás pensando es que voy a separar este vagón del resto del tren, la respuesta es un rotundo "Sí",
encanto.
–Cielos, como odio tener siempre razón. ¿Y qué pretendes ganar con ello? Aparte de dejarnos aisladas en la nieve
en mitad de ninguna parte, quiero decir.
Jan frunció el ceño ante el tono del comentario. Estaba empezando a pensar que era una mala influencia para
Melinda.
–Lejos de los alemanes... –el mecanismo se soltó con un clic. –... por ahora está bien. –El concepto de Janice de
vivir al minuto tenía mucho que ver con el minuto, pero muy poco con vivir.
–Pues espero que hayas contemplado el hecho de que estamos en cuesta. –contestó la mujer mientras el vagón
comenzaba a desplazarse. –Y, ya puestos, que al final de la cuesta hay una curva perfecta para que descarrilemos.
–Janice no respondió. Estaba demasiado ocupada buscando la palanca de freno.
El vagón iba ganando velocidad rápidamente levantando una nube de nieve a su paso mientras la arqueóloga se
peleaba con el mecanismo. Dándose por vencida y con el rostro enrojecido por el esfuerzo, optó por apoyar la
espalda contra la pared y las piernas contra la palanca, usando todo el cuerpo para hacer fuerza. Mel se limitó a
mirar con cara de reprobación y a sujetarse a la baranda, en vista de que la plataforma estaba crujiendo
peligrosamente. El freno empezó a arrancar chispas de las vías al entrar en contacto con el metal y la estructura
comenzó a sacudirse por el esfuerzo. Melinda decidió rezar mentalmente: si algo tenía que matar a Jan, esperaba
ser ella. Eventualmente, tal vez compadecido de los esfuerzos de Janice, el vagón se detuvo.
–Bueno, –jadeó la mujer –por el momento estamos salvadas. –Habría añadido algo más de no haber oído las voces
en alemán a su espalda. –O tal vez no. ¿Cómo nos habrán encontrado tan rápido?.
–Probablemente te hayan delatado los encargados. Si no los hubieses emplomado a las cartas...
–Desplumado, Mel, se dice desplumado.
–Me alegra que te preocupe la semántica en un momento como éste, pero yo que tú me preocuparía más por los
caballeros de ahí arriba... –Un grupo de seis soldados se había congregado en el vagón de cola y estaban
comenzando a agitar sus armas. Sin embargo, no parecían muy dispuestos a disparar.
–Tanto mejor. –masculló Janice sacando su revólver de la cartuchera y girándolo dos veces sobre el gatillo. A
continuación descargó tres tiros hacia los soldados a modo de amistosa advertencia. Un ruido atronador ahogó el
sonido de los dos últimos.
–Mel, ¿qué demo...? –La sureña estaba petrificada mirando hacia el norte, donde una enorme ola de nieve había
comenzado a desprenderse de la montaña que dominaba el valle. Las vías ya habían empezado a temblar ante el
alud y el vagón detenido estaba en la situación equivalente a la bola blanca al romper en una partida de billar.

02. EL

EL

Á

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EZ

–¡¡Sujétate, Melinda!! –Janice descerrajó el resto de las balas del tambor a bocajarro sobre las bisagras de la
plataforma, que reventaron en una nube de astillas y esquirlas metálicas. El impacto contra el suelo hizo perder el
equilibrio a ambas mujeres, que acabaron desparramadas sobre lo que quedaba de ella. Actuando puramente por
reflejos, Covington se giró rápidamente hasta quedar sentada sobre la tabla y se impulsó hacia la pendiente que
flanqueaba las vías. El improvisado transporte comenzó a descender, primero suavemente pero acelerando con
rapidez, por la ladera nevada de la montaña. Melinda, a estas alturas bastante experimentada en sobrevivir a Janice,
se cogió como pudo a su cintura, mientras ésta controlaba el descenso usando los talones de sus pesadas botas de
montaña. Al principio, el alud consiguió ganarles terreno, pero poco a poco igualaron velocidad con la masa de
nieve. Claro, que para entonces ya habían entrado en la zona de árboles. La sureña se estremeció y cerró los ojos
con fuerza. Debido al ruido de varias toneladas de nieve abriéndose camino hacia ellas por el sencillo procedimiento
de arrasarlo todo a su paso, fue incapaz de distinguir si el cuerpo de Jan se agitaba por el esfuerzo o porque se
estaba riendo a carcajadas.

BOsque aNiMaDO.

G

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La luz diurna ya había comenzado a disiparse y una fina llovizna que amenazaba con volverse nieve en breve
repiqueteaba monótonamente sobre las hojas de los árboles mientras las dos figuras avanzaban contra todo
pronóstico. La temperatura había descendido tanto que Melinda no intentó siquiera averiguar de donde había sacado
Jan el abrigo que le había dado.

D

O

Janice, acostumbrada a que hasta deletrear su nombre acabase en aventura, avanzaba tranquilamente tatareando
una musiquilla que sólo podría encajar en una sala de torturas o como canción del verano. Mel Pappas, cuya relación
previa con los bosques siempre había incluido un mantel a cuadros rojos, se esforzaba en seguirle el paso, aunque
sólo fuese por tenerla a mano cuando decidiese estrangularla.

PR

A

–Jan, ¿seguro que sabes donde estamos? –jadeó mientras intentaba sacar el zapato de una rama. Si era posible,
con el pie puesto.
–¿Acaso no lo sé siempre? –contestó la mujer girándose hacia ella sin dejar de avanzar.
–Jan, la mañana después de la última salida con tus amigotes, ni siquiera encontrabas tu propio trasero, y eso que...
–¡¡Creí que quedamos en no volver a mencionar ese tema!! –Janice rebuscó en su mochila hasta extraer una hoja
algo desgastada, mientras Melinda se preguntaba qué hacía allí con un abrigo robado cuando a su amiga le había
dado tiempo a coger hasta el cepillo de dientes. –Si no me crees, míralo tú misma. Salimos de este punto. –dijo
señalando vagamente un área indeterminada del mapa de curvas de nivel que desplegó ante ella con desgana.
Melinda lo observó unos minutos y comentó pensativa.
–Uhm. Eso explica esta humedad...
–¿Qué? –preguntó Jan deteniéndose de golpe.
–... porque de acuerdo al ritmo y dirección que llevamos, ahora mismo nos encontramos en el centro de este lago
de aquí... –Mel apuntó a una mancha azul al noreste del mapa mientras Janice maldecía mentalmente. La sureña era
buena aprendiendo. –... si este fuese un mapa de Hungría en vez de Connecticut, claro. –concluyó con expresión
angelical. No obstante, compadecida ante la cara de "no, no he visto esa tableta de chocolate" de su amiga, añadió:
–¿Lo he hecho bien? Me estabas probando, claro...
–¡Por supuesto! –contestó ella un segundo demasiado deprisa. –No está mal del todo... para una niña mimada del
sur.
Como siempre ocurre en estos casos, el pueblo apareció de repente. Janice experimentó algo parecido a alivio, pero
sólo durante unos instantes. El lugar le provocaba una repulsión visceral a primer golpe de vista. Quizá fuese el
efecto de las antorchas que alumbraban las pocas callejuelas que lo cruzaban, pero parecía que la perspectiva
estaba mal, como si hubiesen estirado o empujado a placer aquellas angulosas casitas. Y esos tejados... parecían
obra de un carpintero loco con excedentes de madera y falta de instrumentos de medida. Después estaba el tema
del sendero. ¿Para qué demonios hacía alguien un sendero sinuoso si no había nada que sinuar? Y qué decir del
puente cubierto. Parecía que la oscuridad se hiciese más oscura dentro de ese puente. En pocas palabras, si la
arqueóloga hubiese tenido que definir el lugar, habría usado la palabra...
–¡... pintoresco!
–¿Ehm? –balbuceó Janice saliendo de su ensimismamiento.
–¿No es una monada? Tan típico y acogedor...
Claro que parecía típico, pero sólo para los que estuviesen acostumbrados a las películas de monstruos de la
Universal, pensó Janice. Y lo de acogedor, para los que no lo estuvieran.
–Seguro que la posada es encantadora.
–No sé, Mel. Quizá los habitantes del pueblo no se alegren de ver americanos por aquí.
–¡¿Qué?! ¿Qué podría tener nadie en contra de América? –preguntó asombrada la sureña. Un instante después,
comentó confusa. –Me temo que por la expresión de tu cara la respuesta debe de ser obvia.

EZ

–¡Oh, venga, Mel! Tú misma llevas quejándote del país desde que en Carolina le negaron el voto a la gente de
color...

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–¡Pero soy de allí! ¡Que me queje yo es... patriótico! –Mel se apoyó contra un árbol un tanto aturdida. –Creía que
era a los alemanes a quienes no le gustaban los americanos...
–Oh, no. Los alemanes querrían ver nuestro país arrasado hasta la última piedra. El europeo medio se conformaría
simplemente con que Colón se hubiese hundido a la altura de las Azores.

Á

De repente, el último rayo de luz se perdió en el horizonte y algo aulló en la distancia.

EL

–¡Escúchalos, son los hijos de la noche! ¡Qué música tan dulce componen!
–¿Desde cuando es Bram Stoker tu lectura de cabecera? –masculló Janice, ya visiblemente crispada.

.V

–Desde que dejaste mi último libro de Jane Austen en algún lugar que luego no recordaste.

G

–Bueno, el tema de los lobos zanja el asunto. –le respondió la arqueóloga, cambiando prudentemente de tema. –
Tendremos que entrar en el pueblo antes de que comiences a declamar Caperucita.

PR

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O

Apenas habían comenzado a descender hacia el camino cuando los agudizados sentidos de Janice notaron
movimiento tras los árboles. Procurando no alarmar a Melinda, desenfundó y amartilló el revólver y se situó entre
ella y el bosque. "Debo estar envejeciendo" pensó "parecían sonar mucho más lejos". A pesar de todo, Jan
Covington estaba perfectamente preparada para enfrentarse a cuantos lobos apareciesen. Tal vez por eso, la
aparición de un grupo de alemanes la desconcertó lo suficiente como para que en el momento de reaccionar se
encontrase con seis fusiles apuntándole directamente a la cabeza. Estimando, quizá, que era la parte más dura de
su cuerpo, la mujer se tensó, preparándose para actuar. Entonces, se oyó una voz y, como un sólo hombre, todos
los soldados apuntaron a Melinda.
–<¡Janice, Janice, Janice! Eres taaaaan previsible...>
La oficial de la patrulla, una mujer alta y delgada con el cabello rubio apretado en un moño alto al estilo alemán se
abrió paso entre los soldados ofreciéndoles una sonrisa maníaca.
–¿La conoces, Jan? –preguntó Melinda. A pesar de que el intercambio había tenido lugar en alemán, el que la mujer
estuviera intentando matarlas era un signo inconfundible. –Debes arruinarte con las tarjetas navideñas... –añadió,
encogiéndose de hombros.
–<Mayor. Von. Leick.> –escupió Janice, atragantándose con cada palabra.
–<En cuanto el revisor me comentó que los pasajeros se habían quejado de una molesta americana que vestía de
forma extraña, supe que eras tú.>
–<Oh, ya me conoces. Siempre dejo huella.> –contestó encogiéndose de hombros y ajustándose el sombrero.>
Janice trataba de pensar a toda velocidad en algo que hacer pero, de alguna forma, esos seis cañones en línea con
Melinda estaban nublando su juicio. Von Leick parecía encontrarse a sus anchas. Mel, por su parte, trataba de
entender algo de la conversación, pero hasta el momento sólo había conseguido concluir que el alemán es un idioma
estupendo para estar enfadado.
–<Mira, esto es entre tú y yo, ¿por qué no dejas marchar a...?>
–<¿Eso te gustaría verdad? Supongo que entonces ya sabes por qué no voy a hacerlo, querida.> –La alemana se
acercó a Melinda con dos gráciles zancadas y, cogiéndola de un brazo, la empujó contra un árbol cercano. –
<Compréndelo, mis chicos esperaban una ejecución y odiaría decepcionarlos...>
La rubia bajó la mano en un gesto disciplente y, en sólo un parpadeo, se formó una impecable línea de fusiles.
Melinda oyó perfectamente el golpe seco de las armas al cargar y el gemido de Janice al lanzarse en carrera hacia
ella, ahogado bruscamente cuando un soldado rezagado le golpeó la nuca con la culata de su fusil. El sonido del
cuerpo de Jan al caer se confundió con un grito de la alemana que sólo podía interpretarse como "¡Apunten!", visto
el efecto que causó sobre los soldados.
Indecisa acerca de si cerrar los ojos o sencillamente quitarse las gafas, la mujer se asombró al experimentar
únicamente un leve fastidio ante la falta de algo original que decir como frase lapidaria y el malestar residual de que
las manchas de sangre son terriblemente difíciles de sacar. A partir de ahí, todo pareció ocurrir a cámara lenta.

03. La

Carga De La BrigaDa Ligera.

EZ

Janice abrió lentamente los ojos pensando que, o tenía la peor resaca de su vida, o se encontraba realmente en
problemas. Estaba tumbada sobre una superficie dura, fría y rugosa y, acostumbrada como estaba a situaciones de
ese tipo, su subconsciente decidió inmediatamente que, de acuerdo a su temperatura corporal, no debía llevar allí
más de unos minutos. Con la consciencia, volvieron también los recuerdos y la arqueóloga se puso en pie como si se
disparara un resorte, aunque el dolor de cabeza que dicho movimiento le provocó la obligó a apoyarse en el árbol
más cercano para evitar caer con la gracia de un saco de patatas.

ZQ
U

–¡Janice! ¿¡Te encuentras bien!?

A pesar de que la neblina rojiza que parecía flotar en su cabeza seguía sin disiparse y, visiblemente molesta por el
doloroso nivel de volumen con que se dirigían a ella, la arqueóloga no pudo por menos que sentirse aliviada al
reconocer ese inconfundible acento sureño.

Á

–Me... ¿Melinda?

O

G

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EL

A su alrededor parecía haberse congregado una multitud que, no pudo por menos que observar, evidentemente
hacía juego con el pueblecito. Llevaban ese tipo de ropa debajo de la cual uno no espera encontrar más que otra
ropa, con colores que probablemente tanto Mel como un daltónico habrían tachado de encantadores. También
llevaban hoces, rastrillos, horcas y otros complementos mucho menos simpáticos. Girándose sobre sí misma, esta
vez con cuidado de no hacerlo demasiado bruscamente, Jan encontró los restos del pelotón. Los pocos que
quedaban en pie habían sido desarmados y acorralados por un círculo amenazante de herramientas, afiladas con ese
cuidado que uno sólo espera encontrar en lugares sin cine, teatro o bares. Algunos de los cuerpos en el suelo
estaban lo suficientemente inmóviles como para justificar que el resto no pareciesen interesados en ofrecer
resistencia. Von Leick no se encontraba a la vista.

D

–¿¡... estás bien!? –oyó a la sureña repetir nerviosamente a su espalda.

PR

A

–Tranquila, estoy bien, estoy bien. –En cualquier otra persona, hubiese sido una simple referencia a su estado de
salud, pero la sonrisa de autocomplacencia con que Janice siempre lo repetía la segunda vez mientras se miraba de
arriba abajo a veces enervaba a su amiga. En realidad, no era culpa de la arqueóloga: la autoestima le corría por la
sangre.
–¿Qué demonios ha pasado aquí? –preguntó, encogiéndose de hombros.
Antes de que la morena pudiese responderle, un hombre alto y moreno apareció entre los árboles. Era guapo y
vestía de forma mucho más elegante que el resto, pero lo que atrapó la atención de Janice era que lo rodeaba algo
inexplicable, una especie de aura que atraía irremisiblemente, como la luz a las polillas. Llevaba un arma de fuego
de aspecto bastante antiguo que, a la distancia a que se encontraba, la arqueóloga dentro de Jan catalogó sobre la
marcha como pistola de duelo del XVIII, y con ella encañonaba a una bastante disgustada mayor Von Leick que,
obviamente, en algún momento debía haber decidido que su propio pellejo era más valioso que la vida de sus
hombres y había tratado de poner una distancia saludable entre ella y el reparto de ese curioso vodevil. En cuanto el
hombre abrió la boca, su improvisado auditorio escuchó hechizado.
–<Ya veo que la situación está completamente controlada.> –comentó paseándose entre el grupo como si de su
ejército se tratara y trazando un círculo en torno a los cautivos. –<Ya sabéis dónde debéis llevar a estos. Y a la
dama.> –añadió haciéndole a la alemana una breve reverencia que Von Leick escogió ignorar.
Cuando su aparentemente descuidada trayectoria lo trajo frente a frente con las dos mujeres, se detuvo y las
observó durante unos segundos. Janice tuvo una fugaz sensación de presa, pero se desvaneció enseguida ante la
hipnótica sonrisa que le dirigió. Melinda, que jamás hubiese creído ver a su compañera quedarse sin palabras, se
sintió en la obligación de romper el hielo.
–Euuuh... gracias por... ehh... –balbuceó, terriblemente consciente de que no entendía ni una palabra de lo que
quiera que estuviese usando esa gente para comunicarse. Cuando no entendía algo, Mel siempre probaba a sonreír.
Generalmente le daba resultado. A Janice también, pero sólo si el resultado deseado era aterrorizar a su
interlocutor. Por fortuna, el hombre contestó en un inglés levemente nasal.
–Me alegra haber sido de ayuda para nuestras adorables visitantes. Bienvenidos a Stregoikavar. Mi nombre es Karl
Vladinoff, conde de estas tierras.
–Me llamo Melinda Pappas, yo...
El hombre se inclinó levemente ante ella y, sosteniéndole la mirada, le besó la mano.
–Una encantadora sureña...
Janice, saliendo del trance y sintiéndose un tanto estúpida, atrapó el brazo del conde y le estrechó la mano con
vigor.
–<Yo soy Janice, la adorable granuja.> –articuló en un perfecto magiar, provocando un casi imperceptible gesto de
sorpresa del conde. Melinda a veces se preguntaba cuántos idiomas era capaz de hablar su amiga. La respuesta era
sencilla: cualquiera en que existiesen más de cinco palabras para definir cerveza. Volviendo al inglés para que
Melinda pudiese seguir la conversación, Janice gesticuló hacia el grupo.
–Agradecería que alguien me explicara qué ha ocurrido aquí en los últimos minutos...
Con ese tipo de actitud que hace pensar que sólo hay una persona con algo interesante que decir en el mundo,
Vladinoff le dedicó toda su atención.
–Cuando aparecimos, esta  mujer estaba a punto de fusilar a su amiga.

EZ

Janice arqueó las cejas, sintiendo la necesidad de añadir algo.
–Eso es malo.

ZQ
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–Por supuesto, decidimos detenerlos. Aunque disponían de armas de fuego, el número y la sorpresa jugaron a
nuestro favor.
–Eso es bueno.

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–Durante la escaramuza, la oficial escapó.

EL

–Eso es malo.

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–Pero pude detenerla a tiempo. Ante las evidentemente adversas circunstancias, ni siquiera se resistió, así que no
tuve que usar la violencia.
–Eso es...

G

–¡¡Bueno!! –la interrumpió la sureña apresuradamente.

O

–En cualquier caso, y ya que estamos oficialmente presentados, me honrarían si aceptaran mi hospitalidad.

A

–Bueno, ¿por qué no? –sonrió.

D

Janice se planteó todas las dudas razonables que solían pasársele por la cabeza cuando un tipo le hacía una
invitación en esa línea. A continuación, las desechó alegremente.

PR

–Jan, si el conde nos disculpa ¿podríamos hablar un momento?
Si bien Melinda se encontraba tan afectada por el hechizo que rodeaba a su potencial anfitrión como su compañera,
algo muy dentro de ella se retorcía ante la idea de depositar su confianza sobre éste. Sentía hacia él una repulsión
instintiva, grabada a fuego en cada uno de sus genes, que, por mucho que quisiera, no se veía capaz de explicarle a
su amiga. No obstante, lo intentó.
El conde se volvió hacia ellas atraído por la sonora carcajada de Janice, que no hacía esfuerzo alguno por disimular
lo absurdo que le había parecido el comentario de su amiga.
–¿Algún problema?
–En absoluto, conde. Es sólo que... –Janice se interrumpió para secarse una lágrima y buscar la mejor forma de
explicarlo. –Mel parece pensar que, no sé, que quizá viva en un siniestro castillo, rodeado de vampiros.
–¡Jan!
El conde adoptó una postura relajada y una mueca de evidente diversión.
–Oh, en absoluto. –sonrió él. –De haber alguno, los hombres –lobo acabarían con ellos en una sentada.
–Janice, ¿me estás haciendo quedar en ridículo? –preguntó con tirantez la sureña, ruborizada hasta las orejas.
–Ni hablar, Mel. Todo lo más, te estoy echando una mano.
Llegado ese punto, Melinda decidió ser razonable, tal como se había esperado de ella durante toda su vida. En
realidad, hasta ahora el conde no había sido más que extremadamente amable  procurándoles un lugar donde pasar
la noche. Eso sin contar que la había salvado de aquella horrible mujer. A fin de cuentas, ¿qué era lo peor que podía
pasarle? Bueno, aparte de Janice.
–Discúlpeme, conde. Es sólo que me encuentro un poco fatigada. Por supuesto que agradecemos y aceptamos su
invitación.
–Es decir, si aún nos aceptan entre los no muertos...
–¡¡Janice H. Covington!!
Jan se detuvo en seco. Sólo Melinda había sido capaz de encontrarle un uso a los nombres compuestos. Desde ese
momento y hasta la llegada a la mansión del conde, procuró mantenerse en cauto silencio.
Una hora más tarde, limpia y descansada, Mel veía el mundo de forma mucho más positiva. El castillo del conde
había resultado ser una gran casa señorial no particularmente siniestra, situada en lo alto de una colina y rodeada de
un jardín de rosas y robles. Desde su ventana en la segunda planta podía ver la luna brillando sobre la nieve de las
montañas y se sintió terriblemente agradecida de no seguir allí en esos momentos, sino sentada frente al fuego de
su chimenea.
Recordando que la cena debía comenzar a las nueve en punto, se dirigió con un suspiro a la habitación de Janice,
imaginándose qué iba a encontrar.

ZQ
U

EZ

Efectivamente, Jan había conseguido en tan corto espacio de tiempo sentirse como en casa. Una de sus botas
embarradas se había convertido en el más reciente adorno de la cómoda, y la colcha de hilo no volvería a ser la
misma después de que la mujer hubiese desmontado y limpiado su revólver sobre ella. El sombrero había caído
dentro de la jofaina con que supuestamente debería haberse lavado la cara, pero no importaba porque, de alguna
forma, había conseguido vaciar el agua sobre la alfombra en algún momento de la tarde. Obviamente, la cazadora
estaba en el suelo que, por fortuna, parecía estar limpio. Jan, tumbada sobre su estómago a los pies de la cama,
jugueteaba con el contenido de su mochila.
–¡Janice! ¿Todavía estás así? Tenemos que bajar a cenar con el conde en menos de una hora.

Á

Jan la miró de hito en hito.

EL

–¿Y?
–Supongo que piensas vestirte...

.V

–Ahh... –contestó la arqueóloga dejando caer medio cuerpo de la cama para buscar sus pantalones debajo de ésta.
–No, Janice. Se trata de una cena formal. –la detuvo Mel muy seria.

O

G

–No sé, cuando empaqueté el cepillo de dientes y los calcetines por alguna razón debí olvidar el traje de noche. –
refunfuñó Janice, incorporándose y decidiendo que, si no iba a usarlos en breve, los pantalones se encontraban muy
bien donde estaban.

A

D

–Bueno, no importa. –contestó su amiga dirigiéndose al armario. –En mi habitación había algunas ropas. Seguro que
por aquí encontramos algo apropiado que...

PR

–¡Ese! –exclamó la arqueóloga con entusiasmo señalando un vestido que Mel no habría podido pasar por alto incluso
sin necesidad del gesto.
–¿¡Eeeeeeseeeee!? –Melinda era la única persona que Janice conocía capaz de alargar las vocales de un monosílabo
hasta el punto de que acabara sonando como una esdrújula.
–¡¿Qué tiene de malo?! –escupió Janice un tanto ofendida. Cuando Mel discutía sobre vestuario, Jan se sentía como
si estuviera perdida en un país extraño sin más mapa a mano que el de su sala de estar. –Es casi igual que uno que
gané jugando al póquer en un garito de Bangkok...
Efectivamente, era un traje de noche. Nadie en su sano juicio se atrevería a salir con él a la luz del día.
Obviamente, Jan era de ese tipo de personas que cuando se ponía a algo, tenía que hacerlo a lo grande. Y de ser
posible, en rojo y con lentejuelas.
–Escucha, Jan, no creo que... euh... realce tu figura. –intentó razonar la desesperada sureña.
–¡Qué sabrás tú!
–Las mujeres siempre ofrecemos las mejores críticas...
–Y las más frecuentes. –masculló Janice dejando caer el vestido y dándole una patada antes de que tocara el suelo.
–Bueno, sigamos buscando. Seguro que hay algo en que estemos de acuerdo.
Una hora más tarde, la arqueóloga bajó la escalinata del hall vistiendo sus pantalones de lana y una camisa blanca
masculina un par de tallas demasiado grande. La única variedad en el guardarropa de Jan la daba el color. Y eso
sólo cuando la ropa estaba limpia. De todas formas, el efecto global no habría sido tan malo de no haber saltado
sobre el pasamanos para dejarse resbalar por él los últimos metros.

Sigue -->

PR

A

D

O

G

.V

EL

Á

ZQ
U

EZ

 
Continuación...

04. ADIVINa

QUIEN VIENE a CENaR.

La cena estaba transcurriendo de forma bastante tranquila, sobre todo considerando que Janice Covington formaba
parte de los comensales. El hecho de que la comida húngara resultase algo especiada y decididamente poco hecha
no parecía inquietar a la arqueóloga. Janice había desarrollado la capacidad de comerse todo aquello que no se
moviera. También tenía bastante perfeccionada la habilidad de inmovilizar con sólo una mirada a cualquier cosa con
la más mínima inquietud cinética, consiguiendo así lo que podría considerarse una combinación ganadora, desde el
punto de vista gastronómico. Melinda, por su parte, prefería pasar hambre a arriesgarse a que su almuerzo intentase
establecer una conversación con ella y el que en ese momento su filete pareciera terriblemente interesado en las
patatas no estaba ayudando mucho.
–¿Qué ha hecho usted con la oficial, conde? –preguntó Melinda intentando apartar la vista de la sustancia roja que
empapaba el plato. De alguna forma, kilómetros de mesa más allá, Vladinoff se las arregló para oír la pregunta.

EZ

–Por el momento, la he encerrado en los sótanos. –Mel no pudo evitar un escalofrío ante la forma de pronunciar ese
"por el momento" y casi se alegró de no poder distinguir la expresión del hombre a la titilante luz de las velas. – Me
pareció poco oportuno invitarla a compartir nuestra cena dadas las circunstancias, pero no se preocupe, me
encargaré de ella a su tiempo.

ZQ
U

–¿Y no le supondrá un problema el retener a una oficial del Reich? –articuló Janice entre bocado y bocado. – por no
hablar de lo que hicieron... –la arqueóloga agitó el cuchillo en un movimiento vago, pero bastante significativo. – ...
con la mayor parte del pelotón.
–En absoluto, doctora Covington. –sonrió el hombre. – Me gusta pensar que tengo un destino, y Hitler y sus planes
no forman parte de él.

Á

–Pues mucho me temo que ese destino tendrá que esperar. No parece que herr Hitler tenga prisa por dejarle sitio.

EL

–Oh, eso no me preocupa. Ahora mismo estoy preparándome para ello.

G

.V

Mel pensó que resultaba un tanto optimista creer que un puñado de aldeanos armados con guadañas podía
enfrentarse al potencial militar del Reich por mucho carisma que tuviese su líder. Aunque nunca había estado muy
interesada en el tema, había traducido suficientes textos latinos para apreciar el movimiento de pinza con que
habían sorprendido a los alemanes como la obra de un gran estratega. No obstante, toda la estrategia del mundo no
iba a detener a los panzer enemigos si llegaban a este lugar.

O

–Es bueno tener un sueño. –rió la arqueóloga sin prestar atención a la mirada glaciar que Vladinoff le dirigió. – Por
cierto, ¿sabe que me suena enormemente el nombre de este pueblo?

D

–Oh, es bastante común. –contestó el conde haciéndole una señal a su criado para que le llenara la copa a la mujer.

PR

A

–No, no lo es. ¿Sabes, Mel? En magiar significa Pueblo Embrujado. Bonito, ¿eh?
–Ideal. –murmuró la sureña pensando que podía haber vivido sin esa información.
–Creo que he leído algo en algún sitio sobre este lugar. Déjame pensar...
Vladinoff pareció a punto de decir algo, pero al final optó por callar. Jan puso cara de extrema concentración durante
unos instantes y, por fin, se estiró en la silla.
–¿Sabe que mataría por una taza de café?
Un doctor austriaco bastante prometedor, aunque, en opinión de la sureña, un poco obsesionado con ciertos temas
que no deberían comentarse entre personas de buena educación, habría definido a Janice como un claro caso de
subyugación a los caprichos del ello, que ha conseguido camelarse al yo para hacerle la puñeta a ese cursi reprimido
del superyo. Melinda, para la que al menos una de las palabras anteriores le hubiese causado diferencias
irreconciliables con su propio superyo, habría dicho más bien que la arqueóloga tenía serios problemas para
mantener un tiempo razonable su ciclo atencional. Janice, por su parte, no habría sido capaz de utilizar la expresión
"ciclo atencional" ni aunque hubiese conseguido concentrarse lo suficiente para memorizar las dos palabras
completas.

05. La

MUERTE EN VaCaCIONES.
Jan ya estaba a punto de dormirse cuando oyó llamar a su puerta. Durante unos instantes pensó no contestar, pero
al ver que los golpes se volvían más insistentes, saltó de la cama con un suspiro y la abrió de un enérgico tirón.
Mel que, ataviada con lo que sólo podía ser un camisón de la tatarabuela del conde o el traje de un apicultor
bastante tímido, esperaba pacientemente al otro lado, se apresuró a entrar. Ahora que ella transportaba la única
fuente de luz del pasillo y las sombras parecían resbalar desde la oscuridad del techo, la mansión no parecía tan
acogedora. Janice cerró la puerta y, apoyando la espalda contra la pared mientras su amiga depositaba el quinqué
en la cómoda, enarcó una ceja en gesto interrogante.
–No podía dormir y pensé...
–Pensaste que a estas horas tu cuarto era bastante siniestro... –Jan usaba el mismo tono que cuando hablaba con
un crío. A Mel también le resultaba irritante.
–¿Pero te has fijado en...? Oh, no sé, en el criado, por ejemplo.
–¿Ese hombre? No parecía muy amenazador. Si acaso un poco retrasado.
–Deberías usar el término mentalmente discapacitado. –Jan se encogió de hombros. – Pero yo me refería a esas
horribles cicatrices...
–¿Crees que lo crearon de los restos de un muerto? Perdón, quería decir de alguien vitalmente discapacitado... –dijo
conteniendo las carcajadas a duras penas. – ¡Oh, vamos, Melinda! ¿Ahora estás leyendo a Mary Shelley? Estás
sugestionada por todo lo que ha pasado.

EZ

–Supongo que llevas razón. Seguramente será un buen hombre.

ZQ
U

–O varios... Con tanta costura parece la colcha de mi abuela. –rió Janice ante la incomodidad de su amiga. – ¿Has
venido para hablar de ese tipo? Creo que necesitas salir más...
–No, en realidad vine por algo que comentaste en la cena. Yo sí sé dónde aparece Stregoikavar.
–¿A –ha? –preguntó la arqueóloga sin demasiado interés.

EL

Á

Melinda se inclinó hacia el quinqué de Janice y lo encendió, graduándolo hasta que la habitación presentó un grado
de iluminación aceptable. No le gustaba la forma en que la oscuridad parecía arremolinarse en los rincones.
–Se cita en un poema de Justin Geoffrey que se titula "El pueblo del monolito".

.V

–¿Ese poeta colgado?

–Bueno, creo que no lo estaba antes de venir aquí...

G

Janice intentó concentrarse. O, al menos, que lo pareciera.

O

–En cualquier caso, no creo que me suene por él. Nunca he leído la poesía de ese tipo.

D

–Trataba de una enorme piedra negra que parece estar en un valle junto a este pueblo y...

PR

A

–¡Lo tengo! –exclamó la mujer alegremente – "Restos arqueológicos de Imperios perdidos", de Dostman. Creo que
es una edición del 1809...
–Creía que Dostman sólo se dedicaba a restos greco –romanos...
–Y lo hacía. Sólo hace una breve referencia al monolito, pero nombra el pueblo vecino: Stregoikavar. Recuerdo que
me llamó la atención porque no aparece en mapa alguno.
–Yo diría que está bastante frecuentado...
Janice ignoró el comentario de su amiga, que ya se había acomodado en una esquina de la cama y no parecía
dispuesta a irse en breve.
–El punto cartografiado más cercano que pude encontrar al lugar a que hacía referencia el texto era el valle de
Schonvaal, donde tuvo lugar una batalla famosa entre los húngaros y los turcos.
–Espera, eso lo recuerdo. Aparece en "Guerras turcas" de Larson, ¿no es cierto? El ejército de Solimán el magnifico
arrasó la zona a pesar de la resistencia local. Las tropas húngaras cayeron cuando su líder murió aplastado por los
cañones enemigos.
–Premio. Era un conde polaco –húngaro. Nunca se recuperaron sus restos. ¿Cómo se llamaba? Si pudiera...
De repente Janice se detuvo en seco. El juego titilante juego de luces de la habitación arrancaba extrañas sombras
de su rostro, pálido como la cera, y mantuvo una mirada perdida hasta que Melinda la sacó de su ensimismamiento.
Antes de que abriera la boca, la sureña ya sabía lo que iba a decir.
–¿Vladinoff?
–Vladinoff.
06. SOla

EN la OSCURIDaD.

Una hora más tarde Janice se peleaba con la oxidada cerradura de hierro de una enorme puerta de roble de varios
centímetros de grosor. Melinda, a su lado, sostenía una linterna eléctrica que únicamente proyectaba su luz en un
disco alrededor de dicha cerradura. Cuando estás donde no debes, procura no hacerte notar, decía siempre Janice.
Y, para una vez que decidía ponerlo en práctica, tenía que ser en el maldito castillo del terror.
–Jan, creo que deberíamos dejarlo.
El único ruido en la estancia era el sonido metálico del contacto entre la ganzúa de la arqueóloga con la cerradura.
Durante los últimos tres cuartos de hora, ambas habían recorrido la casa entera sin encontrar nada que llamase la
atención. De repente, tras una puerta de doble hoja en la planta baja, apareció la enorme biblioteca de dos pisos del
conde.
–¿Por qué? No es como si hubiese nadie en la casa que nos lo pudiera impedir.

EZ

Durante todo el recorrido, habían observado que la casa estaba absolutamente desierta. Jan se había asegurado que
la habitación de Vladinoff estaba vacía y tampoco había rastros del servicio. A partir de ahí, había pasado de efectuar
un recorrido silencioso a un registro en toda regla.
–¿Y has pensado qué le dirás mañana al conde cuando vea el desorden que has organizado en la biblioteca?

ZQ
U

Sin saber exactamente qué buscaba, Janice paseó un poco por la sala hasta encontrar sobre un atril el vetusto libro
de heráldica que toda familia de sangre noble suele guardar en un lugar privilegiado o, al menos, visible de cara a
las visitas. No se sintió  nada asombrada al comprobar que la página con el árbol genealógico de los Vladinoff había
volado.

Á

–Hay ocasiones en que lo mejor es no quedarse para el desayuno, encanto.

.V

EL

Mientras Janice daba un par de vueltas más, Melinda encontró algo que le llamó la atención. Estaba ojeando una
sección de libros de historia no particularmente antiguos cuando notó que el lomo de uno de ellos parecía
tremendamente desgastado. Preguntándose qué contendría de especial para ser consultado tan a menudo, la mujer
intentó sacarlo. El volumen parecía haberse enganchado con algo así que, en un último intento de hacerse con él, lo
empujó hacia adentro para intentar soltarlo.

G

–Oh, venga, Janice.

O

Ahora eres tú la sugestionada. No creerás que este Vladinoff es el mismo que combatió a los turcos en 1526...
¿Sabes lo que eso significaría?

D

Al oír el salto del resorte y el zumbido mecánico que lo siguió, Janice giró sobre sus talones hacia el lugar que
ocupaba Melinda. Sólo que Melinda ya no estaba allí. De hecho, no estaba en ningún punto de la biblioteca.

PR

A

Jan se aproximó a la librería junto a la que había desaparecido y olfateó un sutil indicio de aceite de engrasar.
Repasando las estanterías, no tardó en encontrar el mismo dispositivo que Mel había activado unos momentos antes.
La estantería completa giró sobre un eje invisible llevándose consigo a la arqueóloga, que se encontró de repente en
una sala a oscuras. Su linterna se encendió con un sonoro clic.
–Creo que significaría problemas.

La sala no era más que una pequeña habitación cuadrada, de paredes desnudas, con una sólida puerta de madera al
fondo. La única nota de color al lugar la ponía Melinda que, obviamente, se había desorientado al encontrarse a
oscuras y parecía terriblemente interesada en atravesar una de las paredes. Jan sonrió sin humor y extrajo de su
bolsillo una ganzúa de aspecto gastado. Puede que sólo vistiese los pantalones, las botas y su camiseta de tirantes
pero, por supuesto, había echado la ganzúa, la linterna y su viejo amigo calibre 45.
–Oh, gracias por compartir conmigo tu experiencia, Jan.
No es que Janice tuviese peor actitud que un tipo cualquiera. Era sencillamente que la concentraba en un metro
cincuenta y tantos. Mel pensó añadir algo, pero en ese momento, la cerradura cedió con un ruido sordo. El peso de
Janice apoyado contra la puerta hizo que ésta se desplazara levemente, dejando apenas una rendija al interior.
Melinda notó el olor de algo increíblemente antiguo filtrándose por ella.
–Todavía estamos a tiempo de volver al bosque y que nos devoren los lobos, Jan. A la larga nos ahorraríamos
tiempo y disgustos.
La arqueóloga ya estaba empujando la puerta, que giraba sobre sus goznes con un agudo chirrido. Mel pensó que si
había alguien dentro, no oírlas le estaría suponiendo un auténtico esfuerzo de voluntad.
–Oh, venga, Mel, en estos casos sólo hay que respetar tres reglas: las cruces no funcionan, nunca abandones las
carreteras principales y si oyes un ruido extraño y parece ser el gato, corre por tu vida. Además, tengo un plan.
–Eso me tranquilizaría si no fuese porque tus planes siempre tienen en cuenta todas las situaciones posibles salvo la
que está ocurriendo.
El pasadizo por el que descendían pronto dejó de estar formado por ladrillos para adentrarse en la roca viva. La
humedad había aumentado considerablemente y las paredes aparecían cubiertas de musgo. Curiosamente, no hacía
demasiado frío.
–Escucha, Melinda, poco antes de que Vladinoff supuestamente muriera, allá por el siglo XVI, se encontraba
luchando contra las hordas de Solimán.
–Eso ya lo sé, pero...
–Se rumoreaba que en el ejército del turco oficiaba Selim Bahadur –la interrumpió la arqueóloga un tanto irritada –
que poseía la llave para desatar un poder devastador capaz de convertir a Europa en un gigantesco mausoleo. La
llave sacaría a un maligno dios ancestral de su letargo de siglos y la prisión de éste se encontraba marcada por...
–Ese extraño monolito. –suspiró Melinda considerando que, por increíble que pareciera, las cosas siempre podían ir a
peor.
–El ejército se desvió hacia aquí en busca de la puerta que abriría esa llave y acabaría con la vida humana sobre el
continente.
–Bueno, parece evidente que no la encontraron. –rezongó Melinda, cada vez más afectada por la insalubre
atmósfera que dominaba el corredor.

EZ

–Y creo que sé por qué. En el Unspreichlichen Kulten de Von Juntz aparecía una descripción bastante detallada de la
llave, y resulta...

ZQ
U

–Creo que prefiero no saberlo.

–... que es igualita al colgante que Vladinoff siempre lleva al cuello.

EL

Á

Llevaban un buen rato caminando por la galería cuando Janice notó el olor. Al principio apenas se insinuaba en la
densa atmósfera húmeda del túnel pero al cabo de unos minutos se convirtió en un lastre que le hacía casi imposible
respirar con normalidad. Jan se giró casi imperceptiblemente hacia Melinda, que caminaba a su lado con aire
abatido. Increíblemente, no parecía haber notado ninguna molestia. Janice, sin embargo, se ahogaba en el dulzón
aroma a muerte del pasillo.

.V

Paseando la linterna por las paredes adyacentes, la aguda vista de la mujer distinguió un corredor estrecho que se
abría a la derecha.

G

–Mel, espérame un momento. Necesito comprobar una cosa.
–Supongo que bromeas. No pensarás dejarme sola a oscuras en mitad de este túnel...

D

–Ni aunque fuera un segundo...

O

–Sólo será un minuto...

–¡¡Janice!! ¿Qué...?

PR

A

Pensando que a veces una tiene que hacer lo que tiene que hacer, y tanto mejor si no la pillan, Janice apagó la
linterna de repente.

–¡No te muevas de ahí, vuelvo enseguida! –le gritó la arqueóloga desde un punto indefinido de la oscuridad que la
rodeaba. Si lo que pretendía era que no la siguiera, lo había conseguido. Si era una muerte lenta y dolorosa,
probablemente lo conseguiría también en cuanto le pusiese las manos encima.
Mientras Melinda apoyaba la espalda contra la pared de roca y se resignaba a esperar, Janice ya había avanzado
unos cuantos metros por el corredor. Allí dentro el olor era insoportable. Sabiendo que si encendía la linterna a esa
distancia Mel probablemente vería el resplandor y la seguiría hacia una situación potencialmente peligrosa, la mujer
avanzó a tientas unos minutos más hasta que el pasillo pareció ensancharse.
Deteniéndose con precaución, barrió con el haz de la linterna toda la estancia, que en realidad no era más que un
hueco en la piedra. Si el techo hubiese sido un poco más bajo, incluso ella habría tenido que agacharse. A ambos
lados de la habitación y al frente había puertas de madera similares a la que había reventado un poco antes.
Considerando la posibilidad de que aquello fuese algún tipo de mazmorra, a Janice le pareció curioso que las puertas
de los lados estaban entreabiertas. Aproximándose sigilosamente a la más cercana, la arqueóloga empujó la hoja
con la linterna mientras sostenía en alto el revólver con la derecha. La escena que bailaba ante la luz del haz la hizo
comprender de inmediato que ninguno de los ocupantes de la celda iba a escapar. Apartando de un puntapié a las
ratas que ya estaban alimentándose de los restos, Janice se acercó a examinar los despojos. Tal como imaginaba,
los cuerpos habían pertenecido a los supervivientes del pelotón de Von Leick. Todos parecían haber sido ejecutados
por el mismo procedimiento: un corte limpio a la altura de la carótida. La arqueóloga se sorprendió de no estar
chapoteando en un pozo de sangre fresca hasta que comprendió que ésta había sido cuidadosamente recogida y
que, probablemente, ése había sido desde el principio el objetivo a la hora de tomar prisioneros con vida. La mujer
abandonó la celda y, suponiendo lo que encontraría detrás de la puerta cerrada, comenzó a acercarse a ella en
silencio. En ese momento oyó el grito de Melinda.
En la penumbra, para la sureña fue como si Janice atravesara una pared. Mientras abría y cerraba los ojos para
acostumbrarse a la luz, su amiga trató de recuperar el aliento.
–¡¿Se puede saber qué te pasa?!
–Mira, Jan, parece que hay luz allí al fondo.
Janice miró en la dirección indicada. En efecto, parecía haber luz. Probablemente, dado el tiempo que llevaban
dando tumbos por el túnel, estaría amaneciendo y, donde antes sólo había oscuridad, la luz del alba se filtraba por la
boca de la cueva.
–Está bien. Salgamos de aquí. –Jan ya no estaba tan segura de que hubiese sido buena idea abandonar la relativa
seguridad de sus habitaciones. Algo se estaba gestando y bien podía explotarle en las manos si no salían de allí de
inmediato.
Seguida de cerca por la sureña, Janice llegó en carrera hasta la abertura. Lo que había tomado por luz diurna resultó
ser en realidad un reflejo sobre las paredes de la cueva, que en ese extremo se convertía en una gigantesca geoda.
La salida estaba allí, no obstante, pero seguía siendo noche cerrada. La mujer se dio cuenta, un segundo demasiado
tarde, que para que existiese un reflejo debía existir también una fuente de luz.
–Doctora Covington, mucho me temo que han abusado de mi hospitalidad.

EZ

Janice giró lentamente sobre sus talones hasta encarar al conde Vladinoff, azote de los turcos y héroe de
Schomvaal.

ZQ
U

–¿Me creería si le dijera que sólo estaba buscando el baño? –le contestó con su expresión patentada de inocencia
absoluta.
–Le ruego que arroje al suelo su arma. Créame, no quiere conocer las consecuencias de una negativa.

EL

–Así que Selim Bahadur le dio la clave de la inmortalidad...

Á

Janice, bastante segura de que efectivamente no quería, arrojó el revólver al suelo. Al ver que el conde seguía
expectante, le dio una patada para empujarlo lejos de sí.

.V

–Oh, no. Sólo los medios para prolongar considerablemente mi existencia. Forma parte de mi destino. Y mi destino
es la grandeza.
–¿Grandeza? –escupió Janice, despectiva. – ¿Todo esto lo hace por acumular poder?

G

–En absoluto. El poder no es grandeza. Si fuese así, cualquier imbécil al mando de un ejército podría adquirirla. La
grandeza es conseguir lo que parece imposible a los otros hombres.

O

–Derrotar a Hitler...

D

–Para empezar. Después pondré a Europa a mis pies. Y a partir de ahí... Pero, obviamente, para eso necesito más.

PR

A

–Mire, hablemos claro. No soy ninguna imbécil. Usted sí, claro, pero ése no es mi problema. ¿Quiere derrotar a
Hitler? Perfecto, tampoco es mi tipo. Acabemos juntos con él.
Mel reprimió un escalofrío. Aunque sabía que no era más que una treta, no podía evitar sentirse incómoda siempre
que Jan recurría a ese truco. Janice etiquetaba de diplomacia al hecho de mentir abiertamente. Claro que,
pensándolo bien, el resto de la gente también.
–Oh, sería magnífico. –contestó el conde. – Pero creo que no estaría de acuerdo con el rol que he decidido darle a
su amiga en mis planes.
–¡¿Qué?! –Janice estaba perdiendo la poca paciencia que nunca había tenido. – ¿Qué pinta Melinda en todo esto?
–Bueno, si sabe lo de Bahadur, imagino que conoce los preparativos necesarios. Es necesaria una ofrenda para abrir
la puerta. Al principio pensé usar a la alemana pero, por alguna razón, intuyo que su amiga es la más cualificada
para el puesto.
–¿Eh? –Janice lo contempló con la mirada perdida unos segundos, hasta que su línea de pensamiento se puso a la
par del mundo y, por una vez, tuvo la delicadeza de ruborizarse. –Oh.
–Compréndalo, no es nada personal.
–Claro que no. Para eso tendría que tener personalidad. –masculló Janice irritadamente.
–Muy divertido, Covington.
–No tanto como su ropa.
Melinda giró los ojos al cielo. Janice sólo estaba calentando. Había una foto suya en la enciclopedia junto a la
palabra "irritante".
–¡Está jugando con mi paciencia, mujer! Si quisiera, podría conjurar algo tan terrible que su sola visión acabaría con
su cordura.
–¡Chico! Aquí todos los días son Halloween.
Vladinoff apretó la mandíbula. A una orden suya, dos de sus hombres sujetaron a Janice por los brazos.
–Ahora debo rogarle que se quite las botas, doctora Covington.
–¿Por qué? Le aviso que no son de su número. Quizá la ropa interior de Melinda le siente mejor.
–Debería acabar con usted aquí y ahora, pero me siento magnánimo. A fin de cuentas, me ha traído a miss Pappas.
Y sin ella todo esto no hubiera sido posible. Voy a darle una oportunidad.
–Qué amable por su parte...
–Le daremos... pongamos dos horas de ventaja. Y después enviaré a mis hombres a acabar con usted.
–Ah, claro, sus hombres. ¿Se ha molestado en informarlos de que la fuerza que va a desatar no distinguirá entre
ellos y los alemanes?
–¿Para qué pedirles opinión pudiendo someterlos a mi voluntad con el conjuro apropiado? –Vladinoff acarició el
colgante que llevaba al cuello. – No fue rápido, pero supongo que estará de acuerdo conmigo en que los resultados
merecen la pena.

EZ

A su alrededor, el ejército privado de Vladinoff contemplaba el vacío con la mirada perdida. Janice había encontrado
más vida en muchos sarcófagos.

ZQ
U

–Oh, sí. Sir capullo y su ejército descerebrado. Deberían dedicarles un cantar de gesta.

Á

Perdiendo por unos segundos su imperturbable fachada, el conde se acercó a la mujer en dos zancadas y, de un
tremendo revés, la arrojó al suelo. Janice hizo ademán de levantarse, pero el contacto de algo afilado contra su nuca
la obligó a cambiar de opinión. Acabó desabrochándose los cordones desganadamente y lanzando sus botas unos
metros más allá de donde estaba sentada.

EL

–Y ahora le recomiendo que empiece a correr. No me dé un motivo para matarla aquí y ahora. Sabe que me
encantaría hacerlo.

.V

"No tanto como cazarme como a un animal" pensó Janice. Primero levantó la vista hacia Melinda  y luego hacia el
conde y, dándose cuenta que la única oportunidad que tenían implicaba seguirle el juego, se levantó de un salto y
comenzó a correr.

G

–¡Y no lo olvide! ¡Tiene dos horas y estaré con usted! –gritó el conde a la figura que se alejaba.

D

O

Mientras corría sin rumbo fijo, Janice ponderó las ventajas e inconvenientes de su situación. Corría descalza por la
nieve, sin ropa de abrigo ni arma alguna. El conde conocía el lugar y tenía la llave, un ejército propio y a Melinda. En
el lado positivo, había conseguido sacarlo realmente de sus casilla... La arqueóloga comenzó a correr más rápido.
Necesitaba hacer algo inesperado. Algo imprevisible. Y necesitaba toda la ayuda que pudiese conseguir...

PR

A

Heidi Von Leick estaba apoyada contra la pared, de espaldas a la puerta, y canturreaba tranquilamente en su celda
mientras seguía con la vista los movimientos de una rata que había entrado en la habitación por algún hueco en la
roca. Cuando la cerradura gimió y la hoja de madera se abrió violentamente, ni siquiera se molestó en girarse.
–<Te ha tomado tu tiempo, Covington.>

07. ENEMIGO

MÍO.

Unos minutos más tarde, mientras ambas corrían  hacia la boca de la cueva, una desarmada Janice Covington seguía
sin tener muy claro cómo convencería a Von Leick de que la ayudara. Había conseguido unas botas de reglamento
alemanas sobre las que podría haber dormido en pie y una gruesa chaqueta de uniforme algo manchada de sangre
de forma relativamente fácil, pero Vladinoff había sido lo suficientemente listo para no dejar nada más peligroso que
un cortaplumas en decenas de kilómetros a la redonda. Estaba empezando a considerar la posibilidad de suplicar
cuando llegaron al exterior.
Janice se detuvo antes de exponerse a campo abierto por si hubiese vigilantes armados. No parecían haber dejado a
nadie, por supuesto. Sólo un imbécil habría sido tan estúpido como para volver desarmado a la guarida de su
enemigo.
–<Debemos detener a Vladinoff.> –susurró. – <Haremos lo siguiente. Te sacaré de aquí y a cambio tú me ayudarás
a recuperar a Melinda...>
Janice se detuvo en seco al notar una piedra toscamente afilada en forma de daga contra su cuello. Parecía que Von
Leick no había perdido el tiempo pero, por supuesto, ése era el principal motivo por el que la había soltado.
–<¿Has perdido a tu amiguita?. Qué pena me das.> – gimoteó la mujer. – <Se me ocurre algo mejor. ¿Por qué no
te mato aquí mismo?.>
La arqueóloga sabía que lo único que la separaba de la muerte a manos de la letal alemana era la curiosidad que
ésta pudiera sentir por las actividades de Vladinoff. Eso y el hecho de que adorara jugar con ella al gato y al ratón.
Jan decidió aprovechar sus bazas antes de que fuese tarde.
–<Muy bien, el trato es éste.> –escupió intentando evitar que le temblase la voz ahora que un cuchillo le adornaba
la tráquea. – <Me ayudas a salir de aquí con mi amiga y puedes quedarte con el arma secreta de Vladinoff.>
–<¿Por qué iba a interesarme ese paleto?> –sonrió ominosamente Von Leick presionando aún más el cuchillo contra
la garganta de Jan, que notó como la primera gota de sangre comenzaba a resbalarle por el cuello.
–<Vamos, Von Leick, no soy imbécil. No resulto tan importante como para que el führer envíe un pelotón a por mí.
No irás a decirme que veníais aquí de excursión...>
–<¡Oh, Covington, eres tan buena!.> –rió la alemana sin aflojar la presión en su cuello. – <Y, sin embargo, tan
confiada... ¿Qué te hace pensar que te necesito?>
–<¡Que soy la única persona que sabe en qué consiste esa maldita arma que buscas!>

EZ

La mujer apartó por fin el cuchillo y empujó violentamente a Janice hacia el exterior de la cueva, haciendo que
cayese de rodillas en campo abierto. Un minuto después, tras comprobar que Covington no se convertía en el blanco
perfecto para el posible fuego enemigo, la oficial caminó tranquilamente hasta situarse a su lado.

Á

ZQ
U

–<Muy bien.> –sonrió mientras pasaba la lengua por la hoja del cuchillo hasta limpiarlo de sangre. – <Juguemos
con tus reglas. Por ahora.>

PR

A

D

O

G

.V

EL

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Sigue -->
Continuación...

08. LA

MUJER Y El MONSTRUO.

Melinda acababa de decidir que Hungría no le gustaba en absoluto. De hecho, Janice estaba consiguiendo que
aborreciera el turismo. No es que la sureña quisiese aventurarse a emitir tan pronto un juicio de valor, pero estar
tumbada y maniatada a una roca cubierta de musgo y de cierta costra marrón que prefirió no reconocer no estaba
ayudando mucho. Y eso sin contar la pobre elección de vestuario de sus captores.
Vladinoff, vistiendo poco más que una piel de macho cabrío y sosteniendo una máscara en forma de cabeza de lobo,
se desplazaba con rapidez de un lado a otro, esforzándose en organizar al grupo que se había desplegado en el
lugar. Varios individuos bailaban al ritmo de una anciana que golpeaba un extraño tambor en su regazo. Delante del
monolito, un brasero encendido desprendía un humo amarillento que se enroscaba formando una extraña espiral,
como una serpiente inmensa y borrosa, en torno al monumento.

EZ

En ese mismo momento, dos figuras agazapadas tras las rocas de la colina observaban con precaución la ceremonia.
Jan volvía a estar armada: sólo tuvo que escoger entre el arsenal del reguero de cadáveres que Von Leick había
dejado a sus espaldas. Aunque se hubiese sentido mucho más tranquila con su revólver, consciente de que no se
encontraba en situación de ponerse exigente, la mujer se había hecho con un cayado de aspecto sólido que podía
manejar con relativa facilidad a pesar de su corta estatura. Tampoco estaba en situación de apreciar la ironía de su
elección.

ZQ
U

– <Tú... er... ¿nunca sientes, ya sabes, remordimientos... por lo que haces?> –había  preguntado Covington cuando
comprobó que la doctrina de supervivencia de la alemana seguía cimentándose en procurar que, una vez dejas atrás
a alguien supuestamente muerto, no tenga intención de dejar de estarlo en un futuro próximo.

Á

– <El problema, Covington, es que nunca siento nada.> –sonrió la alemana limpiando su arma. Siempre había sido
una entusiasta del cuchillo. Insistía en que le gustaba hacer las cosas de forma artesanal.– <A veces alguna cosilla
aquí o allá, pero nada sólido.>

EL

Janice pensó en contestar, pero Von Leick zanjó la conversación antes de que comenzara.

.V

– <Y dime, Covington...> –sonrió rozándola con la punta del cuchillo desde el estómago hasta la barbilla.– <¿qué
sientes tú al pensar que probablemente para cuando lleguemos a la piedra ya habrán rajado a tu amiguita como a
un pez?>

O

G

La arqueóloga notó el acre sabor de su sangre al morderse el labio con fuerza. Por suerte, Von Leick no había estado
en lo cierto. La ceremonia requería ciertos preparativos y ellas no habían tardado demasiado en abrirse camino
hasta la piedra negra. En dos horas habría sido demasiado tarde, consideró pensando que, probablemente, Vladinoff
había pensado dejarla para el postre.

PR

A

D

La tierra comenzó a temblar al tiempo que la danza se hacía más y más frenética. La piedra brillaba ahora con un
resplandor verde lechoso y la sustancia que emanaba de ésta se estaba empezando a aproximar a Melinda con algo
muy parecido a un firme propósito.
– <Escucha, ahora es el momento de...>
Janice se giró justo a tiempo de ver como Von Leick descendía sigilosamente hacia el grupo aprovechando el caos
reinante. Al llegar a la altura de Vladinoff, llamó su atención alegremente.
– <Hola, conde. ¡Tienes buena pinta! Tú tienes algo que yo quiero y yo tengo a Covington.> –Vladinoff, no
precisamente alegre ante la interrupción, desenfundó de su cinto un cuchillo de hoja ancha con grabados en el
puño.– <Antes de que hagas algo de lo que te arrepientas, piensa que en este momento soy tu mejor amiga.>
– <No me interesa tener amigos.> –respondió pasando el arma de una mano a otra.
– <Bueno, eso es algo que tenemos en común.>
– <¿Tienes algún deseo antes de morir?>
– <Vaya, es gracioso. Me parece que sí.>
Jan se encogió de hombros. Desgraciado, pero previsible. Muy en la línea Covington, se dijo. La arqueóloga se aferró
al cayado, lo giró un par de veces hasta equilibrarlo a su gusto y, tras situarse en el punto más visible de la colina,
gritó a pleno pulmón en dirección a la reunión.
– <¡Ahora, Von Leick! ¡Acaba con él!>
Vladinoff se giró hacia la alemana, interponiendo entre ambos el cuchillo de forma amenazante.
– <¡No seas imbécil! ¡Es un truco! ¡Te está engañando!>
El conde se precipitó hacia ella, que consiguió esquivarlo desplazándose ágilmente a la derecha.
– <¡Te lo advierto por última vez!> –le gritó, esquivando a duras penas su segunda acometida.– <¡Es una tram...!
¡Oh, qué demonios!>.
Por fortuna, la ira de Von Leick superaba sobradamente su ambición, pensó Janice observando a la alemana
desenfundar su propia arma y enzarzarse en combate con Vladinoff. Mientras se dejaba resbalar por la pendiente
hacia  el tumulto, vio a dos tipos armados con horcas aguardándola al final de la cuesta. Antes de ponerse a su
alcance, la arqueóloga utilizó el bastón como pértiga y se impulsó sobre ellos, girando en el aire para concluir el
movimiento con una ágil voltereta en el suelo. En cuanto recuperó el equilibrio, tras incorporarse de un salto, los
derribó de un golpe seco en la nuca y se abrió paso a golpes hasta el altar sobre el que habían atado a Melinda.
La tierra acababa de empezar a moverse y, a causa del temblor, comenzaban a abrirse grietas en el terreno. Jan
tuvo que saltar varias para acercarse a su objetivo. Por ellas se filtraba la misma luz verdosa que envolvía a la
piedra y algo parecía agitarse en las profundidades. Algo que sólo esperaba el momento oportuno para salir. Janice
no se detuvo hasta alcanzar el altar. La sustancia estaba tan sólo a unos pocos metros de su amiga.
– ¡Por fin! –suspiró la morena aliviada.– No quisiera ser suspicaz, pero me temo que el conde pensaba sacrificarme
o algo parecido.
– ¡No! ¿En serio? –masculló la arqueóloga mientras se peleaba con los nudos que fijaban a Melinda a la piedra.
Aunque oía el viscoso roce de lo que quiera que se acercarse a ella a sus espaldas, prefirió no perder los valiosos
segundos necesarios para girarse y mirar.

EZ

– Esto no cede. –Janice estaba manipulando frenéticamente la cuerda.–Tendría que...

ZQ
U

Fue entonces cuando percibió la sombra sobre la piedra y, actuando puramente por impulso, se apartó hacia un
lado, protegiendo a su amiga con el cuerpo. El cuchillo que apuntaba a su garganta se estrelló contra el altar en una
lluvia de chispas, pero el puño de Janice lo hizo, a no menos velocidad, contra la mandíbula de su portador, que se
derrumbó sobre la hierba. La sustancia estaba comenzando a trepar por la piedra.
– Te he dicho mil veces que no uses los puños, Janice. –la reprendió Melinda mientras, tras hacerse con el cuchillo,
ésta cortaba las cuerdas que le inmovilizaban las piernas.– Luego te despellejas los nudillos.

09. LÍMITE

G

.V

EL

Á

– Recuérdamelo la próxima vez que te salve el trasero, encanto. –refunfuñó Janice apartándola del cada vez más
cercano vapor y soltando el resto de las ligaduras.– Si es que conseguimos salir de aquí.

VERTICAl.

A

D

O

La arqueóloga levantó de un empujón a su amiga del altar y, tras apartarse unos metros, pudo ver como éste se
cubría de aquella cosa verde que parecía estar buscando al ausente ocupante de la piedra de una forma
desagradablemente sistemática para tratarse de un vapor. Aquel improvisado temblor seguía quebrando el terreno y
ahora una enorme grieta mediaba entre ellos. Ni siquiera así se sentía segura.

PR

Estaba a punto de empezar a correr cuando alguien se plantó de repente frente a ella y la derribó de un enérgico
directo a la barbilla. Janice aterrizó de espaldas de forma poco elegante y rebotó un par de veces sobre el trasero
antes de quedar inmóvil. Un metro más y habría pasado a hacerle compañía a lo que quiera que estuviese siendo
conjurado. A algo más de distancia, Janice reconoció a Von Leick, firmemente sujeta por cuatro secuaces del conde,
y no necesitó más para evaluar su situación. Vladinoff, en pie frente a ella, trató de concluir el trabajo dirigiéndole
una patada a las costillas que Janice esquivó girando sobre sí misma. La mujer trató de encontrar a toda prisa el
cuchillo que había soltado al caer, pero sólo llegó a ver como el conde, que había sido más rápido que ella, lo
arrojaba de una patada al abismo. Él seguía conservando el suyo.
– Doctora Covington... –jadeó el conde acercándosele amenazadoramente.– Quiero que sepa antes de morir... –
Janice retrocedió arrastrándose sobre su espalda hasta que la grieta cortó su retirada.– que es usted la persona más
enojosa y molesta que he conocido en toda mi vida.
– Me lo dicen mucho. –sonrió ella.
En ese momento, perdido ya cualquier rastro de paciencia, Vladinoff saltó sobre ella, cuchillo en mano, dispuesto a
acabar con la fuente de sus problemas de una vez por todas. Janice, sin perder la calma, esperó hasta el último
segundo y, flexionando las piernas entre el conde y su propio cuerpo, aprovechó el impulso que llevaba para lanzarlo
por encima de su cabeza. El cuerpo del hombre chocó violentamente contra el extremo opuesto de la grieta y rebotó,
quedándose inmóvil al borde de ésta. Incorporándose, la arqueóloga notó que el temblor del suelo lo haría caer en
breve si no se levantaba.
– ¡Janice, ayúdalo! –gritó Melinda, que había llegado al lado a su amiga. Janice arqueó las cejas asombrada, pareció
dedicarle cierta consideración a la idea y, a continuación, dando unos pasos atrás para coger impulso, franqueó la
grieta de un salto. Arrastrándolo por las piernas, apartó al conde del borde. Cuando éste, aún aturdido, trató de
levantarse torpemente, encontró la silueta de Janice en pie frente a él.
– ¿Sabe, Vladinoff? Desde que le conozco, me ha engañado, traicionado e intentado matar, pero, qué demonios, a
estas alturas, ya me he acostumbrado a esta forma de romper el hielo. –Janice extendió perezosamente el brazo
derecho hacia el conde.
– Por otra parte, tratar de sacrificar a Melinda no estuvo nada bien. –sonrió ominosamente mientras le alargaba la
mano.– Pero ella parece perdonarle.
Vladinoff, dubitativo, aceptó la ayuda de Janice, que lo sujetó por la muñeca hasta incorporarlo.
– Aunque claro... –susurró de forma que sólo él la oyera.– mañana la mandíbula va a dolerme del carajo.
Con un movimiento increíblemente rápido de su mano izquierda, Janice arrancó del pecho del hombre el medallón
que llevaba al tiempo que, usando todo su peso, le encajó un puñetazo tan fuerte como pudo. Vladinoff, demasiado
agotado para sostenerse en pie, trastabilló unos pasos para, finalmente, caer de espaldas al suelo. Una nueva
sacudida lo envió rodando hacia atrás un par de metros. Su recorrido podría haber acabado ahí pero, ante la atónita
mirada de la arqueóloga, la sustancia que ahora envolvía el altar cambió bruscamente de dirección y,
constituyéndose en un enorme tentáculo, engulló al conde antes de que éste pudiese reaccionar. Tras oír el alarido
del hombre, a Janice no le quedó duda alguna de que poco o nada podía hacer ya por él. Ciertamente, habría
resultado demasiado peligroso dejarlo atrás pero, aún así, no pudo reprimir un cierto sentimiento de culpa. Mientras
volvía a saltar al lado de la grieta del que se encontraba Melinda, que había observado toda la escena en silencio,
Janice notó cómo los antiguos aliados del conde se tambaleaban como si acabasen de salir de una destilería en la
hora feliz. El medallón palpitaba en su mano emitiendo un cálido brillo rojizo. A grandes rasgos, tenía un cierto toque
orgánico bastante desagradable.

EZ

– Jan, ¿qué has...?

ZQ
U

– Lo siento, Melinda. –Jan sacudió la cabeza buscando inútilmente algo razonable con que justificarse.– Salgamos de
aquí.
– <¡Un momento, Covington!>

Janice giró sobre sus talones dirigiendo instintivamente la mano a su revólver. Por supuesto, no estaba allí.

Á

– <Yo he cumplido con mi parte, querida.> –sonrió Von Leick, ahora libre de los brazos que la sujetaban momentos
atrás y de nuevo armada.– <Tienes algo que me pertenece, ¿no es cierto?>

.V

EL

Janice Covington deslizó el medallón entre sus dedos, manteniéndolo firmemente sujeto por la cadena. En poder de
Vladinoff, un hombre con ambición, era un arma peligrosa. En poder de la perturbada y sanguinaria Von Leick era
una promesa del Apocalipsis.

G

– <¿Lo quieres?> –preguntó la arqueóloga balanceando la pieza. Von Leick avanzó como un felino mientras ella
retrocedía lentamente. Calculando que no tardaría más de unos segundos en echarse sobre ella, esperó hasta el
último momento y entonces lo arrojó con todas sus fuerzas hacia el abismo.– <¡¡Pues cógelo!!>

A

D

O

En lugar de precipitarse al vacío, el medallón chocó contra una pared de piedra y rebotó un par de veces, hasta
acabar cayendo en uno de los pocos fragmentos de terreno que aún se mantenían en pie entre la telaraña de grietas
que ahora rasgaba la colina donde se encontraban. Esos fragmentos iban y venían como nenúfares sobre un
estanque. Al tiempo que Von Leick se precipitaba hacia el borde de la grieta, Janice, mascullando algo entre dientes,
arrancó en carrera hacia Melinda. Ésta, sin embargo, se cruzó con ella en sentido contrario.

PR

– ¡No lo haga! ¡No lo conseguirá! –gritó dirigiéndose a la alemana que ya había saltado un par de tramos hacia el
medallón. Jan maldijo entre dientes. Como siempre, la estúpida consciencia de Mel estaba en claro desacuerdo con
su sano instinto de supervivencia. La arqueóloga volvió atrás y apartó del borde de la sima a la sureña. La tierra
temblaba cada vez más y Melinda era demasiado propensa a los accidentes para su gusto.
– <¡Von Leick!> –gritó en alemán a la oficial que se alejaba cada vez más del tramo donde se encontraban.–
<Melinda tiene razón. Aunque lo consiguieras coger, nunca podrás regresar aquí.>
La alemana levantó la cabeza. Las grietas se ensanchaban y el medallón estaba cada vez más lejos. La voz de Janice
Covington también le llegaba cada vez más apagada. Quizá si volviera ahora aún podría llegar hasta la relativa
seguridad de la zona donde se encontraba. Tomando todo el impulso que pudo, Von Leick saltó hacia la franja de
terreno ahora aislado donde se encontraba el medallón. La distancia resultó ser excesiva y la mujer apenas pudo
asirse al borde de éste pero, una vez firmemente sujeta, se impulsó hacia arriba en un ágil movimiento. Ya erguida,
levantó el medallón sobre su cabeza con una carcajada triunfal.
– <¡Heidi! ¡¡¡Corre!!!>
El grito de Covington pareció sacar a la mujer de su ensimismamiento. La tierra seguía moviéndose y lo que hasta
hace un momento había sido un salto complicado estaba a punto de volverse una hazaña imposible. La alemana
podía ser sicótica pero no era estúpida. Cogiendo toda la carrerilla que le permitió la ahora estrecha franja de
terreno que la sostenía saltó tanto como pudo en dirección a la plataforma más cercana. Sólo la excelente forma
física que tanto se había preocupado en conservar evitó que ésta fuera su última acción. Sabiendo que no tenía
tiempo que perder, ni siquiera se molestó en recobrar el aliento. Dos nuevos saltos igualmente ajustados la
acercaron hacia la expectante arqueóloga mientras la plataforma que había ocupado segundos antes se desplomaba
en una nube de tierra. Covington parecía estar demasiado lejos, pero era su única oportunidad. Tomando impulso
por última vez, la mujer trató de cruzar el vacío que la separaba del terreno firme y, con un salto espectacular,
consiguió asirse al borde de éste con ambas manos. Sin embargo, su peso resultó excesivo para la cornisa y parte
de ésta se derrumbó, haciéndola perder asidero. Von Leick cayó un trecho, pero consiguió sujetarse con el brazo
izquierdo a un saliente. El movimiento, no obstante, la había hecho perder la cadena que llevaba en la otra mano y
que fue a parar a una pequeña cornisa algo más de un metro a su derecha. Janice, reaccionando tan rápido como
las circunstancias le permitieron, saltó en plancha sobre su estómago, asomándose a la zona de la que pendía la
alemana.
– <¡¡Von Leick, dame la mano!!> –gritó para hacerse oír entre el estruendo del derrumbe mientras estiraba cuanto
podía el brazo derecho hacia ella.
La mujer dirigió la vista hacia arriba y luego hacia la derecha. Entonces alargó el brazo libre hacia el saliente que
albergaba el colgante. No llegaba.
– <¡¡No!! ¡¿Estás loca?! ¡¡Dame la mano ahora mismo!!> –la arqueóloga trató de estirarse más, pero cualquier
movimiento en ese sentido acabaría en caída libre y eso no iba a ayudar a nadie. La alemana tenía que cooperar.–
<¡No vas a conseguirlo! ¿Es que quieres suicidarte?>

Al SOl.

ZQ
U

10. DUElO

EZ

– <Quiero...> –Von Leick trató de equilibrarse sobre el brazo con que se sujetaba a la pared.– <... quiero vivir...> –
Janice abrió y cerró la mano, nerviosamente.– <¡Vivir eternamente!> –rió sardónicamente la mujer al tiempo que se
balanceaba hacia la derecha ante el horror de la arqueóloga. El movimiento la llevo hasta el saliente pero éste crujió
peligrosamente y, al final, cedió ante su peso. Lo último que vio Janice fue el cuerpo de la mujer precipitándose al
fondo de la grieta mientras su grito se perdía en la distancia.

Á

La luz del amanecer ya rasgaba el horizonte cuando las dos mujeres aparecieron a las puertas de la que había sido
la mansión de Vladinoff. Ninguna estaba especialmente impaciente por volver allí, pero lo poco que habían traído
consigo estaba en las habitaciones y era altamente improbable que consiguiesen llegar a algún sitio en las
condiciones en que se encontraban en ese momento.

O

G

.V

EL

Janice no había dicho ni una palabra desde que abandonaron la maltrecha colina del monolito y, aunque sólo fuera
por lo inusual, para Melinda eso era casi más preocupante que escuchar la sarta de chifladuras que normalmente no
dejaba de parlotear. Cansadamente, empujó la puerta de doble hoja de la casa y se sintió agradecida de que no
estuviese cerrada. Con toda probabilidad, cuando el conde perdió el control sobre ellos, las gentes del pueblo habrían
saqueado el lugar. Curiosamente, el interior del lugar no parecía especialmente desorganizado, pero estaba
demasiado cansada para darle importancia. Seguida de cerca por Janice, Mel subió las escaleras hasta el segundo
piso y, tras cambiarse de ropa, se reunió con su amiga en el pasillo. Ella se había limitado a recoger su mochila, la
cazadora de cuero y el sombrero que siempre llevaba. Mel habría matado por un baño caliente. Siempre que ello no
implicase violencia, claro está.

PR

A

D

De vuelta a la planta baja, la sureña decidió que sería buena idea coger algo para comer por el camino. Su registro
de la noche anterior le permitió encontrar sin problemas la cocina y coger algunas cosas. Obviamente no estaban
cocinadas pero, por supuesto, ello no suponía mucha diferencia con la cena de la noche anterior. Esta vez, al
regresar a la entrada, Melinda sí notó que la puerta, que ella había dejado abierta de par en par, estaba de nuevo
cerrada. El motivo no se hizo esperar.
– Doctora Janice Covington.

Que inesperada sorpresa. Luego dicen que la vida no da pequeñas satisfacciones.
La voz venía de lo alto de las escaleras, a sus espaldas, pero ninguna necesitó girarse para reconocer a su dueño.
– Conde Vladinoff. ¿Sabe que está resultando usted extremadamente difícil de matar? –Janice se giró lentamente
hasta encararse con el hechicero, cuyo rostro estaba ahora surcado por una cicatriz abierta. La sangre manchaba su
deshecha camisa blanca pero, aparte de eso, no parecía encontrarse mal.– Creí que iba de camino a reunirse con su
amiguito.
– Es obvio que no resulté ser lo suficientemente puro. –Balanceando un par de floretes en la mano derecha, el
hombre comenzó a bajar las escaleras.
– Jan, ¿no podrías resolverlo sin violencia aunque fuese sólo una vez? –preguntó Melinda señalando hacia la puerta.
– Umm... claro, ¿pero por qué quitarle toda la diversión?
Mientras Janice mantenía la posición sin inmutarse, Melinda forcejeó infructuosamente con la cerradura. Por ahí no
iban a poder salir.
– Escúchame, yanqui del demonio. Te voy a dar una última oportunidad. Sólo porque me place. –El conde lanzó uno
de los floretes hacia los pies de Janice mientras seguía aproximándose.– El combate será a muerte. Tu muerte, por
supuesto.
Tras recoger el arma del suelo, Melinda se la acercó a su amiga.
– ¿Sabes esgrima?
– No, pero he visto todas las películas de Douglas Fairbanks. No puede ser tan difícil... –murmuró ella mientras
trataba infructuosamente de sacar el florete de su vaina.
– Estupendo. ¿Crees que aún estoy a tiempo de ponerme de su lado?
Janice arqueó las cejas, le dedicó su mejor mueca a la sureña y, en un par de zancadas, se colocó frente a frente con
el conde. Al menos, todo lo frente a frente que le permitía su corta estatura.
– Bueno, excelencia. Supongo que ahora toca elegir campo.
El conde pareció más sorprendido que molesto.
– ¿Campo? ¿Crees acaso que vamos a jugar al tenis, mujer?
– Oh, pero no sería deportivo de otra forma. Por ejemplo, en este lado la luz puede deslumbrar al combatiente. Y
aquí, el suelo hace un ruido muy molesto...
– ¡Estúpidas costumbres americanas! Está bien, terminemos. ¿Qué propones?
Janice sacó un dólar bastante deslucido del bolsillo trasero de su pantalón.

EZ

– Cara, tú escoges, cruz, lo hago yo. ¿Ves la moneda? –preguntó al tiempo que la impulsaba enérgicamente hacia
arriba haciéndola girar en el aire.

ZQ
U

– Sí, yo...

Antes de que la moneda comenzase a caer, la arqueóloga le asestó una tremenda patada en los genitales y,
conforme el hombre se dobló sobre sí, remató la faena estampándole con todas sus fuerzas la empuñadura del
florete sobre la nuca.

EL

Á

– ¡Pues entonces mirabas al lado equivocado, perdedor! –rió mientras el cuerpo del conde se desplomaba
fláccidamente sobre el suelo, no sin antes llevarse un último puntapié en las costillas. Janice levantó enérgicamente
la hoja por encima de la cabeza, dispuesta a descargarla sobre el conde pero, de repente, pareció recapacitar sobre
ello y, dejando caer la hoja al suelo, la apartó de una patada.

.V

– Vamos, Mel, salgamos de aquí.

G

Melinda ni siquiera se giró para mirar atrás conforme abandonaban de la mansión. Necesitó varios minutos para
hacer la pregunta.
– Sabes, Jan, por un momento pensé que... bueno...

D

O

– ¿Que iba a matar a Vladinoff a sangre fría? –Janice se encogió de hombros.– A veces es mejor dejar que las cosas
sigan su curso natural.

PR

A

– ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi mejor amiga? –Janice sonrió a su pesar.– Quizá como parte del plan de
mejora de la nueva y reformada doctora Covington, la próxima vez que pasemos por aquí podrías llevarme a ver
algo más de mi agrado... –rió Melinda.– Ya sabes, como la galería de pintura española del museo de Bellas Artes de
Budapest.
– ¿Y cómo iba a saber yo que te gustaba esa pintura? –refunfuñó Janice con una mueca.
– ¡Por favor! Si te conté que llamé Velázquez al gato.
–Y Champolion al perro y eso no significa que... euh. Cambiemos de tema.
Mientras se alejaban del lugar entre risas, Janice suspiró aliviada. Tal como había supuesto, Melinda no se giró para
mirar atrás. Nunca lo hacía.
Atrás, la muerte en forma de turba de furiosos campesinos, ahora libres de la influencia del conde, acudía a una cita
largamente postergada.

<-- Anterior

FIN
TU OPINIÓN EN EL FORO

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Janice Covington y el pueblo de los malditos de Equis

  • 1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m Renuncias: Los personajes de Janice Covington y Melinda Pappas pertenecen a Renaissance Pictures / MCA Universal. Esta historia sólo tiene como fin entretener y no pretende infringir ningún derecho de autor que MCA Universal o Renaissance Pictures puedan tener. Clasificación: Autora: EQUIS. J A N I C E C O V I N G T O N Y E L P U E B L O M A L D I T O .   Lucerna 18/04/44 Querido diario: Hace días que no escribo ni siquiera unas líneas, pero he estado tan ocupada que últimamente no he tenido tiempo para nada. Lo cierto es que "últimamente"  viene a significar algo más de dos años –no sé si me sigues –pero la abuela siempre decía que una verdadera dama debe soportar cualquier penalidad sin quejarse y, desde luego, con Janice tampoco es que fuese a servir de nada. Pero retomemos el tema, porque me temo que estoy divagando y Janice siempre dice que es mejor ir al grano, aunque para ella eso parece implicar acabar corriendo delante de algún individuo armado y con intenciones poco halagüeñas para con nosotras. Siendo un poco más directas podríamos acabar en los Juegos Olímpicos. Es decir, si Mr. Hitler decide autorizarlos. Estos días las cosas no parecen ir bien para nuestros chicos. Aunque a finales del mes pasado las tropas norteamericanas se hicieron con las islas del Almirantazgo, las tropas alemanas ocuparon Hungría el 20 de marzo. Para evitar que el país se integre en el bando aliado, dijeron. Janice dijo otra cosa distinta, pero creo que no soy capaz de transcribirlo. Parece increíble lo que da de sí el inglés cuando lo utiliza ella. Para acabar de arreglarlo, cuatro días después las fuerzas de ocupación fusilaron a 335 rehenes en las cuevas Ardeatinas, junto a Roma, por orden directa de Hitler. Y es en medio de este caos que llega Janice y dice "No te lo vas a creer" y yo decido seguirle el juego y contesto: "¿qué no me voy a creer?" Y ella dice: "parece que hay evidencias de más pergaminos de Xena" y yo digo: "querrás decir de Gabrielle..." y ella: "Vale, lo que sea. ¿A que no te imaginas dónde?". Bueno, yo tengo mucha imaginación. De hecho, cuando me bajé del coche aquel día en Macedonia, imaginaba que me encontraría a toda una doctora en arqueología, incluyendo el tweed y las gafas redondas con montura metálica. Vivir para ver. Euh, lo estoy haciendo otra vez, ¿no es cierto?. En fin, la cosa es que aventuré una hipótesis, "¿Bulgaria?". No sé, parecía lógico, estaba relativamente cerca y seguramente es menos caluroso en verano. "Naaah" contestó ella con esa típica voz de sé – algo –que –tú –no –sabes, a pesar de que nunca puede resistir la tentación de contártelo más de diez segundos. "La India". ¿Cómo, por todos los santos, podrían haber llegado esos pergaminos a la India? ¿Qué será lo siguiente? ¿Que Xena llegó hasta China? Obviamente, intenté contener la risa lo mejor que pude. Me  temo que aún tendré que practicar bastante. De todas formas, ella se lo había tomado bastante en serio, porque ya tenía preparado el viaje para una exploración preliminar del terreno. El hecho de que hubiese que atravesar un continente en guerra no parecía preocuparle demasiado, ni tampoco todos esos días de incómodo viaje sin un té decente ni nada remotamente parecido a un baño de espuma a mano. "Ni hablar, Janice. No pienso viajar a la India y es mi última palabra." Bueno, diario, te dejo porque aún tengo que acabar de hacer mi maleta y deshacer la de Janice para intentar que al menos  le quepa ropa suficiente para una semana. ¡Es tan molesto cuando la lava en la ducha!. Espero tener tiempo
  • 2. de escribir en el tren, mientras tanto, te desea buenas noches, Melinda. P.D. Jan, si estás leyendo esto, vuelve a dejar el diario en mi bolso de mano. Luego me cuesta tanto encontrarlo... Janice Covington arqueó las cejas hasta que se perdieron bajo su pelo rubio, cerró el cuaderno con desgana y se frotó las manos en su cazadora de cuero en un vano intento de desprenderse del olor a lavanda. Acto seguido, perdido ya todo interés por el diario, lo encajó descuidadamente en el lateral de una de las maletas del compartimiento y salió al pasillo en busca de algo nuevo con lo que entretenerse. Que esas maletas hubieran sido suyas o de Melinda no dejaba de ser un plus en el esquema global de las cosas. 01. EXTraÑOs eN uN TreN. V FA ER ht N SI tp FI Ó :// C N V E O O N R .c E IG os S IN P at A A ec Ñ L, O a. L co m –25 de Mayo. Esta mañana salí de temprano de Budapest. Tuve la impresión de que estaba saliendo del Oeste y adentrándome en el Este. La región por la que viajo se haya en la frontera entre tres estados: Transilvania, Moldavia y Bukovina, en medio de los Cárpatos... una de las regiones más salvajes y menos conocidas de Europa. –Señorita, ¿le importaría dejar de leer en voz alta? Algunos estamos intentando dormir... La joven morena levantó la vista de su libro, sonrió, un tanto avergonzada, y se disculpó profusamente, despertando a los pocos ocupantes del vagón que aún estaban dormidos. Notando cierta hostilidad en el ambiente, se levantó con un movimiento perfectamente calculado para no mostrar ni un centímetro más de piel de lo que dictaría el decoro. El hecho de que no estuviese optimizado para evitar pisar al ocupante del asiento de delante no fue en absoluto culpa de la sureña, aunque éste no pareció pensar lo mismo. La mujer empezaba a pensar que las cosas no podían ponerse peor cuando, nada más salir al pasillo del tren, se encontró a Janice con aire de estar peligrosamente aburrida. –¡Vaya, Mel, debí haberlo imaginado al oír lo que te ha dicho ese tipo! –A la arqueóloga se le iluminó la cara como a un niño frente a un juguete nuevo, pero el objeto de su atención no pareció apreciarlo. Melinda había viajado alguna vez a Charleston en compañía de su sobrino y, aparte de la vaga sensación de que alguien había exagerado bastante los placeres de la maternidad, sacó la impresión de que no podía existir nadie en el mundo capaz de preguntar  "¿cuando vamos a llegar?" tantas veces como un crío de cinco años. Se equivocaba. –Bueno, ya sabes que no se me da tan bien como a ti tratar con los extranjeros... –respondió con cautela. Cuando Jan se encontraba en este estado un simple "hola, qué tal" podía convertirse en la antesala de una pesadilla. Obviamente, por la cabeza de Mel nunca se había cruzado la idea de que cuando se encontraba en otro país, la extranjera era ella. Pero tratándose de alguien para quien cualquier cosa al norte de los Apalaches rozaba peligrosamente el concepto de bárbaro, Janice decidió que no merecía la pena puntualizarlo. –¿Estabas con ese tipo americano del otro día? –preguntó sin mucho interés, pensando que quizá podría ser divertido saltar al vagón de correos por alguna claraboya interesante si consiguiese encaramarse al techo del tren. –Euh... no. –Mel pensó a toda prisa en algo que sonase mejor que "estaba intentando esquivarte". –Creo que Mr. Ratchett se ha retirado a su reservado. Me parece que no se encontraba bien. –Mejor. –contestó la arqueóloga despreocupadamente preguntándose si le dejarían echarle un vistazo a la locomotora. –Era casi tan extraño como ese molesto fisgón francés. Con un poco de suerte, a lo mejor no aparece más durante el resto del viaje. –¡Janice Covington! Deberías avergonzarte. Podría estar muy enfermo, ¿es que no lo entiendes?. Janice se encogió de hombros. –El que no me importe un carajo no significa que no lo entienda...  Sin embargo, se paró en seco al ver que la sureña le dedicaba ese tipo de mirada que en una película hubiese ido acompañada de un breve pero intenso golpe de percusión en la banda sonora. –No te preocupes, mujer, –añadió con cautela –seguro que en unos días será el tipo más saludable de todo el Orient Express. –No sé, Jan, a veces pienso que deberías relacionarte más... –En realidad estaba pensando que más adelante tendría dolor de cabeza. –Oh, pero si ya lo hago. He conocido al coronel Arbuthnot, a la condesa Andrenyi, a la princesa Dragomiroff... – enumeró con los dedos mordiéndose el labio inferior en gesto de concentración. "Eso explica por qué los pasillos estaban tan desiertos esta mañana", pensó Melinda, sintiéndose tan terriblemente culpable con sus brotes de cinismo como Jan orgullosa cultivando el suyo.
  • 3. –¿Puede saberse por qué vas a todas partes con esa mochila al hombro? –preguntó la morena, cambiando discretamente de tema. –Tal vez porque en este tren no puedo llevar el revólver al cinto, encanto. De repente, el sonido agudo de una bocina interrumpió a la arqueóloga. –¿Qué pasa? ¿Respuesta equivocada? –exclamó la joven, precipitándose hacia la ventanilla más próxima y pegando la nariz al cristal escarchado. El tren había reducido su velocidad para igualarla a la de una locomotora solitaria, que ahora circulaba por la vía paralela a la altura del primer vagón. De su interior estaban emergiendo como setas un grupo de soldados alemanes que abordaban el tren en formación. –¡Demonios! –Janiiice... –¡Caray! –corrigió la arqueóloga dirigiendo los ojos al techo. –¡Todo un jo...! Euh... jovial... pelotón de soldados alemanes está subiendo al tren. La sureña se inclinó levemente hacia la ventanilla como si toda la vida hubiese ensayado ese movimiento en particular. –¿Por qué no esperan a que se detenga? Les sería más sencillo. EZ –Claro, pero también les sería más fácil bajar por otro sitio a todos los que no tuviesen la documentación en regla. ZQ U Mel sonrió. –Bueno, es una suerte que nosotras tengamos los pasaportes en regla... –De repente, reparó en la cara de Janice. – ¿No tenemos los pasaportes en regla? –murmuró en lo que en cualquier otra persona hubiese sido un chillido histérico. EL Á –Bueno, tú supongo que sí. –contestó su amiga mientras comprobaba exactamente qué llevaba encima y mascullaba una de esas cosas que Mel prefería no oír. –Por Dios, Janice, ¿en qué estabas pensando? ¿No habías previsto que pudiese pasar esto? .V –Oh sí. –le contestó dirigiéndose decididamente hacia la cola del vagón. –Sólo que nunca se me ocurrió qué demonios hacer al respecto. G Al ver que Mel seguía paralizada un par de compartimentos más atrás, la arqueóloga volvió hacia atrás y la cogió del brazo. O –Vamos, ¡sígueme! A D Unos minutos más tarde, ambas se encontraban en el vagón de cola, detenidas sobre una plataforma de madera definitivamente poco estable para el gusto de la sureña. La temperatura tampoco la complacía demasiado. Janice se había acuclillado y jugueteaba con la pieza metálica que las unía al resto del tren. PR –Jan, espero que no estés pensando lo que creo que estás pensando. –Si lo que estás pensando es que voy a separar este vagón del resto del tren, la respuesta es un rotundo "Sí", encanto. –Cielos, como odio tener siempre razón. ¿Y qué pretendes ganar con ello? Aparte de dejarnos aisladas en la nieve en mitad de ninguna parte, quiero decir. Jan frunció el ceño ante el tono del comentario. Estaba empezando a pensar que era una mala influencia para Melinda. –Lejos de los alemanes... –el mecanismo se soltó con un clic. –... por ahora está bien. –El concepto de Janice de vivir al minuto tenía mucho que ver con el minuto, pero muy poco con vivir. –Pues espero que hayas contemplado el hecho de que estamos en cuesta. –contestó la mujer mientras el vagón comenzaba a desplazarse. –Y, ya puestos, que al final de la cuesta hay una curva perfecta para que descarrilemos. –Janice no respondió. Estaba demasiado ocupada buscando la palanca de freno. El vagón iba ganando velocidad rápidamente levantando una nube de nieve a su paso mientras la arqueóloga se peleaba con el mecanismo. Dándose por vencida y con el rostro enrojecido por el esfuerzo, optó por apoyar la espalda contra la pared y las piernas contra la palanca, usando todo el cuerpo para hacer fuerza. Mel se limitó a mirar con cara de reprobación y a sujetarse a la baranda, en vista de que la plataforma estaba crujiendo peligrosamente. El freno empezó a arrancar chispas de las vías al entrar en contacto con el metal y la estructura comenzó a sacudirse por el esfuerzo. Melinda decidió rezar mentalmente: si algo tenía que matar a Jan, esperaba ser ella. Eventualmente, tal vez compadecido de los esfuerzos de Janice, el vagón se detuvo. –Bueno, –jadeó la mujer –por el momento estamos salvadas. –Habría añadido algo más de no haber oído las voces
  • 4. en alemán a su espalda. –O tal vez no. ¿Cómo nos habrán encontrado tan rápido?. –Probablemente te hayan delatado los encargados. Si no los hubieses emplomado a las cartas... –Desplumado, Mel, se dice desplumado. –Me alegra que te preocupe la semántica en un momento como éste, pero yo que tú me preocuparía más por los caballeros de ahí arriba... –Un grupo de seis soldados se había congregado en el vagón de cola y estaban comenzando a agitar sus armas. Sin embargo, no parecían muy dispuestos a disparar. –Tanto mejor. –masculló Janice sacando su revólver de la cartuchera y girándolo dos veces sobre el gatillo. A continuación descargó tres tiros hacia los soldados a modo de amistosa advertencia. Un ruido atronador ahogó el sonido de los dos últimos. –Mel, ¿qué demo...? –La sureña estaba petrificada mirando hacia el norte, donde una enorme ola de nieve había comenzado a desprenderse de la montaña que dominaba el valle. Las vías ya habían empezado a temblar ante el alud y el vagón detenido estaba en la situación equivalente a la bola blanca al romper en una partida de billar. 02. EL EL Á ZQ U EZ –¡¡Sujétate, Melinda!! –Janice descerrajó el resto de las balas del tambor a bocajarro sobre las bisagras de la plataforma, que reventaron en una nube de astillas y esquirlas metálicas. El impacto contra el suelo hizo perder el equilibrio a ambas mujeres, que acabaron desparramadas sobre lo que quedaba de ella. Actuando puramente por reflejos, Covington se giró rápidamente hasta quedar sentada sobre la tabla y se impulsó hacia la pendiente que flanqueaba las vías. El improvisado transporte comenzó a descender, primero suavemente pero acelerando con rapidez, por la ladera nevada de la montaña. Melinda, a estas alturas bastante experimentada en sobrevivir a Janice, se cogió como pudo a su cintura, mientras ésta controlaba el descenso usando los talones de sus pesadas botas de montaña. Al principio, el alud consiguió ganarles terreno, pero poco a poco igualaron velocidad con la masa de nieve. Claro, que para entonces ya habían entrado en la zona de árboles. La sureña se estremeció y cerró los ojos con fuerza. Debido al ruido de varias toneladas de nieve abriéndose camino hacia ellas por el sencillo procedimiento de arrasarlo todo a su paso, fue incapaz de distinguir si el cuerpo de Jan se agitaba por el esfuerzo o porque se estaba riendo a carcajadas. BOsque aNiMaDO. G .V La luz diurna ya había comenzado a disiparse y una fina llovizna que amenazaba con volverse nieve en breve repiqueteaba monótonamente sobre las hojas de los árboles mientras las dos figuras avanzaban contra todo pronóstico. La temperatura había descendido tanto que Melinda no intentó siquiera averiguar de donde había sacado Jan el abrigo que le había dado. D O Janice, acostumbrada a que hasta deletrear su nombre acabase en aventura, avanzaba tranquilamente tatareando una musiquilla que sólo podría encajar en una sala de torturas o como canción del verano. Mel Pappas, cuya relación previa con los bosques siempre había incluido un mantel a cuadros rojos, se esforzaba en seguirle el paso, aunque sólo fuese por tenerla a mano cuando decidiese estrangularla. PR A –Jan, ¿seguro que sabes donde estamos? –jadeó mientras intentaba sacar el zapato de una rama. Si era posible, con el pie puesto. –¿Acaso no lo sé siempre? –contestó la mujer girándose hacia ella sin dejar de avanzar. –Jan, la mañana después de la última salida con tus amigotes, ni siquiera encontrabas tu propio trasero, y eso que... –¡¡Creí que quedamos en no volver a mencionar ese tema!! –Janice rebuscó en su mochila hasta extraer una hoja algo desgastada, mientras Melinda se preguntaba qué hacía allí con un abrigo robado cuando a su amiga le había dado tiempo a coger hasta el cepillo de dientes. –Si no me crees, míralo tú misma. Salimos de este punto. –dijo señalando vagamente un área indeterminada del mapa de curvas de nivel que desplegó ante ella con desgana. Melinda lo observó unos minutos y comentó pensativa. –Uhm. Eso explica esta humedad... –¿Qué? –preguntó Jan deteniéndose de golpe. –... porque de acuerdo al ritmo y dirección que llevamos, ahora mismo nos encontramos en el centro de este lago de aquí... –Mel apuntó a una mancha azul al noreste del mapa mientras Janice maldecía mentalmente. La sureña era buena aprendiendo. –... si este fuese un mapa de Hungría en vez de Connecticut, claro. –concluyó con expresión angelical. No obstante, compadecida ante la cara de "no, no he visto esa tableta de chocolate" de su amiga, añadió: –¿Lo he hecho bien? Me estabas probando, claro... –¡Por supuesto! –contestó ella un segundo demasiado deprisa. –No está mal del todo... para una niña mimada del sur. Como siempre ocurre en estos casos, el pueblo apareció de repente. Janice experimentó algo parecido a alivio, pero
  • 5. sólo durante unos instantes. El lugar le provocaba una repulsión visceral a primer golpe de vista. Quizá fuese el efecto de las antorchas que alumbraban las pocas callejuelas que lo cruzaban, pero parecía que la perspectiva estaba mal, como si hubiesen estirado o empujado a placer aquellas angulosas casitas. Y esos tejados... parecían obra de un carpintero loco con excedentes de madera y falta de instrumentos de medida. Después estaba el tema del sendero. ¿Para qué demonios hacía alguien un sendero sinuoso si no había nada que sinuar? Y qué decir del puente cubierto. Parecía que la oscuridad se hiciese más oscura dentro de ese puente. En pocas palabras, si la arqueóloga hubiese tenido que definir el lugar, habría usado la palabra... –¡... pintoresco! –¿Ehm? –balbuceó Janice saliendo de su ensimismamiento. –¿No es una monada? Tan típico y acogedor... Claro que parecía típico, pero sólo para los que estuviesen acostumbrados a las películas de monstruos de la Universal, pensó Janice. Y lo de acogedor, para los que no lo estuvieran. –Seguro que la posada es encantadora. –No sé, Mel. Quizá los habitantes del pueblo no se alegren de ver americanos por aquí. –¡¿Qué?! ¿Qué podría tener nadie en contra de América? –preguntó asombrada la sureña. Un instante después, comentó confusa. –Me temo que por la expresión de tu cara la respuesta debe de ser obvia. EZ –¡Oh, venga, Mel! Tú misma llevas quejándote del país desde que en Carolina le negaron el voto a la gente de color... ZQ U –¡Pero soy de allí! ¡Que me queje yo es... patriótico! –Mel se apoyó contra un árbol un tanto aturdida. –Creía que era a los alemanes a quienes no le gustaban los americanos... –Oh, no. Los alemanes querrían ver nuestro país arrasado hasta la última piedra. El europeo medio se conformaría simplemente con que Colón se hubiese hundido a la altura de las Azores. Á De repente, el último rayo de luz se perdió en el horizonte y algo aulló en la distancia. EL –¡Escúchalos, son los hijos de la noche! ¡Qué música tan dulce componen! –¿Desde cuando es Bram Stoker tu lectura de cabecera? –masculló Janice, ya visiblemente crispada. .V –Desde que dejaste mi último libro de Jane Austen en algún lugar que luego no recordaste. G –Bueno, el tema de los lobos zanja el asunto. –le respondió la arqueóloga, cambiando prudentemente de tema. – Tendremos que entrar en el pueblo antes de que comiences a declamar Caperucita. PR A D O Apenas habían comenzado a descender hacia el camino cuando los agudizados sentidos de Janice notaron movimiento tras los árboles. Procurando no alarmar a Melinda, desenfundó y amartilló el revólver y se situó entre ella y el bosque. "Debo estar envejeciendo" pensó "parecían sonar mucho más lejos". A pesar de todo, Jan Covington estaba perfectamente preparada para enfrentarse a cuantos lobos apareciesen. Tal vez por eso, la aparición de un grupo de alemanes la desconcertó lo suficiente como para que en el momento de reaccionar se encontrase con seis fusiles apuntándole directamente a la cabeza. Estimando, quizá, que era la parte más dura de su cuerpo, la mujer se tensó, preparándose para actuar. Entonces, se oyó una voz y, como un sólo hombre, todos los soldados apuntaron a Melinda. –<¡Janice, Janice, Janice! Eres taaaaan previsible...> La oficial de la patrulla, una mujer alta y delgada con el cabello rubio apretado en un moño alto al estilo alemán se abrió paso entre los soldados ofreciéndoles una sonrisa maníaca. –¿La conoces, Jan? –preguntó Melinda. A pesar de que el intercambio había tenido lugar en alemán, el que la mujer estuviera intentando matarlas era un signo inconfundible. –Debes arruinarte con las tarjetas navideñas... –añadió, encogiéndose de hombros. –<Mayor. Von. Leick.> –escupió Janice, atragantándose con cada palabra. –<En cuanto el revisor me comentó que los pasajeros se habían quejado de una molesta americana que vestía de forma extraña, supe que eras tú.> –<Oh, ya me conoces. Siempre dejo huella.> –contestó encogiéndose de hombros y ajustándose el sombrero.> Janice trataba de pensar a toda velocidad en algo que hacer pero, de alguna forma, esos seis cañones en línea con Melinda estaban nublando su juicio. Von Leick parecía encontrarse a sus anchas. Mel, por su parte, trataba de entender algo de la conversación, pero hasta el momento sólo había conseguido concluir que el alemán es un idioma estupendo para estar enfadado. –<Mira, esto es entre tú y yo, ¿por qué no dejas marchar a...?> –<¿Eso te gustaría verdad? Supongo que entonces ya sabes por qué no voy a hacerlo, querida.> –La alemana se
  • 6. acercó a Melinda con dos gráciles zancadas y, cogiéndola de un brazo, la empujó contra un árbol cercano. – <Compréndelo, mis chicos esperaban una ejecución y odiaría decepcionarlos...> La rubia bajó la mano en un gesto disciplente y, en sólo un parpadeo, se formó una impecable línea de fusiles. Melinda oyó perfectamente el golpe seco de las armas al cargar y el gemido de Janice al lanzarse en carrera hacia ella, ahogado bruscamente cuando un soldado rezagado le golpeó la nuca con la culata de su fusil. El sonido del cuerpo de Jan al caer se confundió con un grito de la alemana que sólo podía interpretarse como "¡Apunten!", visto el efecto que causó sobre los soldados. Indecisa acerca de si cerrar los ojos o sencillamente quitarse las gafas, la mujer se asombró al experimentar únicamente un leve fastidio ante la falta de algo original que decir como frase lapidaria y el malestar residual de que las manchas de sangre son terriblemente difíciles de sacar. A partir de ahí, todo pareció ocurrir a cámara lenta. 03. La Carga De La BrigaDa Ligera. EZ Janice abrió lentamente los ojos pensando que, o tenía la peor resaca de su vida, o se encontraba realmente en problemas. Estaba tumbada sobre una superficie dura, fría y rugosa y, acostumbrada como estaba a situaciones de ese tipo, su subconsciente decidió inmediatamente que, de acuerdo a su temperatura corporal, no debía llevar allí más de unos minutos. Con la consciencia, volvieron también los recuerdos y la arqueóloga se puso en pie como si se disparara un resorte, aunque el dolor de cabeza que dicho movimiento le provocó la obligó a apoyarse en el árbol más cercano para evitar caer con la gracia de un saco de patatas. ZQ U –¡Janice! ¿¡Te encuentras bien!? A pesar de que la neblina rojiza que parecía flotar en su cabeza seguía sin disiparse y, visiblemente molesta por el doloroso nivel de volumen con que se dirigían a ella, la arqueóloga no pudo por menos que sentirse aliviada al reconocer ese inconfundible acento sureño. Á –Me... ¿Melinda? O G .V EL A su alrededor parecía haberse congregado una multitud que, no pudo por menos que observar, evidentemente hacía juego con el pueblecito. Llevaban ese tipo de ropa debajo de la cual uno no espera encontrar más que otra ropa, con colores que probablemente tanto Mel como un daltónico habrían tachado de encantadores. También llevaban hoces, rastrillos, horcas y otros complementos mucho menos simpáticos. Girándose sobre sí misma, esta vez con cuidado de no hacerlo demasiado bruscamente, Jan encontró los restos del pelotón. Los pocos que quedaban en pie habían sido desarmados y acorralados por un círculo amenazante de herramientas, afiladas con ese cuidado que uno sólo espera encontrar en lugares sin cine, teatro o bares. Algunos de los cuerpos en el suelo estaban lo suficientemente inmóviles como para justificar que el resto no pareciesen interesados en ofrecer resistencia. Von Leick no se encontraba a la vista. D –¿¡... estás bien!? –oyó a la sureña repetir nerviosamente a su espalda. PR A –Tranquila, estoy bien, estoy bien. –En cualquier otra persona, hubiese sido una simple referencia a su estado de salud, pero la sonrisa de autocomplacencia con que Janice siempre lo repetía la segunda vez mientras se miraba de arriba abajo a veces enervaba a su amiga. En realidad, no era culpa de la arqueóloga: la autoestima le corría por la sangre. –¿Qué demonios ha pasado aquí? –preguntó, encogiéndose de hombros. Antes de que la morena pudiese responderle, un hombre alto y moreno apareció entre los árboles. Era guapo y vestía de forma mucho más elegante que el resto, pero lo que atrapó la atención de Janice era que lo rodeaba algo inexplicable, una especie de aura que atraía irremisiblemente, como la luz a las polillas. Llevaba un arma de fuego de aspecto bastante antiguo que, a la distancia a que se encontraba, la arqueóloga dentro de Jan catalogó sobre la marcha como pistola de duelo del XVIII, y con ella encañonaba a una bastante disgustada mayor Von Leick que, obviamente, en algún momento debía haber decidido que su propio pellejo era más valioso que la vida de sus hombres y había tratado de poner una distancia saludable entre ella y el reparto de ese curioso vodevil. En cuanto el hombre abrió la boca, su improvisado auditorio escuchó hechizado. –<Ya veo que la situación está completamente controlada.> –comentó paseándose entre el grupo como si de su ejército se tratara y trazando un círculo en torno a los cautivos. –<Ya sabéis dónde debéis llevar a estos. Y a la dama.> –añadió haciéndole a la alemana una breve reverencia que Von Leick escogió ignorar. Cuando su aparentemente descuidada trayectoria lo trajo frente a frente con las dos mujeres, se detuvo y las observó durante unos segundos. Janice tuvo una fugaz sensación de presa, pero se desvaneció enseguida ante la hipnótica sonrisa que le dirigió. Melinda, que jamás hubiese creído ver a su compañera quedarse sin palabras, se sintió en la obligación de romper el hielo. –Euuuh... gracias por... ehh... –balbuceó, terriblemente consciente de que no entendía ni una palabra de lo que quiera que estuviese usando esa gente para comunicarse. Cuando no entendía algo, Mel siempre probaba a sonreír. Generalmente le daba resultado. A Janice también, pero sólo si el resultado deseado era aterrorizar a su interlocutor. Por fortuna, el hombre contestó en un inglés levemente nasal.
  • 7. –Me alegra haber sido de ayuda para nuestras adorables visitantes. Bienvenidos a Stregoikavar. Mi nombre es Karl Vladinoff, conde de estas tierras. –Me llamo Melinda Pappas, yo... El hombre se inclinó levemente ante ella y, sosteniéndole la mirada, le besó la mano. –Una encantadora sureña... Janice, saliendo del trance y sintiéndose un tanto estúpida, atrapó el brazo del conde y le estrechó la mano con vigor. –<Yo soy Janice, la adorable granuja.> –articuló en un perfecto magiar, provocando un casi imperceptible gesto de sorpresa del conde. Melinda a veces se preguntaba cuántos idiomas era capaz de hablar su amiga. La respuesta era sencilla: cualquiera en que existiesen más de cinco palabras para definir cerveza. Volviendo al inglés para que Melinda pudiese seguir la conversación, Janice gesticuló hacia el grupo. –Agradecería que alguien me explicara qué ha ocurrido aquí en los últimos minutos... Con ese tipo de actitud que hace pensar que sólo hay una persona con algo interesante que decir en el mundo, Vladinoff le dedicó toda su atención. –Cuando aparecimos, esta  mujer estaba a punto de fusilar a su amiga. EZ Janice arqueó las cejas, sintiendo la necesidad de añadir algo. –Eso es malo. ZQ U –Por supuesto, decidimos detenerlos. Aunque disponían de armas de fuego, el número y la sorpresa jugaron a nuestro favor. –Eso es bueno. Á –Durante la escaramuza, la oficial escapó. EL –Eso es malo. .V –Pero pude detenerla a tiempo. Ante las evidentemente adversas circunstancias, ni siquiera se resistió, así que no tuve que usar la violencia. –Eso es... G –¡¡Bueno!! –la interrumpió la sureña apresuradamente. O –En cualquier caso, y ya que estamos oficialmente presentados, me honrarían si aceptaran mi hospitalidad. A –Bueno, ¿por qué no? –sonrió. D Janice se planteó todas las dudas razonables que solían pasársele por la cabeza cuando un tipo le hacía una invitación en esa línea. A continuación, las desechó alegremente. PR –Jan, si el conde nos disculpa ¿podríamos hablar un momento? Si bien Melinda se encontraba tan afectada por el hechizo que rodeaba a su potencial anfitrión como su compañera, algo muy dentro de ella se retorcía ante la idea de depositar su confianza sobre éste. Sentía hacia él una repulsión instintiva, grabada a fuego en cada uno de sus genes, que, por mucho que quisiera, no se veía capaz de explicarle a su amiga. No obstante, lo intentó. El conde se volvió hacia ellas atraído por la sonora carcajada de Janice, que no hacía esfuerzo alguno por disimular lo absurdo que le había parecido el comentario de su amiga. –¿Algún problema? –En absoluto, conde. Es sólo que... –Janice se interrumpió para secarse una lágrima y buscar la mejor forma de explicarlo. –Mel parece pensar que, no sé, que quizá viva en un siniestro castillo, rodeado de vampiros. –¡Jan! El conde adoptó una postura relajada y una mueca de evidente diversión. –Oh, en absoluto. –sonrió él. –De haber alguno, los hombres –lobo acabarían con ellos en una sentada. –Janice, ¿me estás haciendo quedar en ridículo? –preguntó con tirantez la sureña, ruborizada hasta las orejas. –Ni hablar, Mel. Todo lo más, te estoy echando una mano. Llegado ese punto, Melinda decidió ser razonable, tal como se había esperado de ella durante toda su vida. En
  • 8. realidad, hasta ahora el conde no había sido más que extremadamente amable  procurándoles un lugar donde pasar la noche. Eso sin contar que la había salvado de aquella horrible mujer. A fin de cuentas, ¿qué era lo peor que podía pasarle? Bueno, aparte de Janice. –Discúlpeme, conde. Es sólo que me encuentro un poco fatigada. Por supuesto que agradecemos y aceptamos su invitación. –Es decir, si aún nos aceptan entre los no muertos... –¡¡Janice H. Covington!! Jan se detuvo en seco. Sólo Melinda había sido capaz de encontrarle un uso a los nombres compuestos. Desde ese momento y hasta la llegada a la mansión del conde, procuró mantenerse en cauto silencio. Una hora más tarde, limpia y descansada, Mel veía el mundo de forma mucho más positiva. El castillo del conde había resultado ser una gran casa señorial no particularmente siniestra, situada en lo alto de una colina y rodeada de un jardín de rosas y robles. Desde su ventana en la segunda planta podía ver la luna brillando sobre la nieve de las montañas y se sintió terriblemente agradecida de no seguir allí en esos momentos, sino sentada frente al fuego de su chimenea. Recordando que la cena debía comenzar a las nueve en punto, se dirigió con un suspiro a la habitación de Janice, imaginándose qué iba a encontrar. ZQ U EZ Efectivamente, Jan había conseguido en tan corto espacio de tiempo sentirse como en casa. Una de sus botas embarradas se había convertido en el más reciente adorno de la cómoda, y la colcha de hilo no volvería a ser la misma después de que la mujer hubiese desmontado y limpiado su revólver sobre ella. El sombrero había caído dentro de la jofaina con que supuestamente debería haberse lavado la cara, pero no importaba porque, de alguna forma, había conseguido vaciar el agua sobre la alfombra en algún momento de la tarde. Obviamente, la cazadora estaba en el suelo que, por fortuna, parecía estar limpio. Jan, tumbada sobre su estómago a los pies de la cama, jugueteaba con el contenido de su mochila. –¡Janice! ¿Todavía estás así? Tenemos que bajar a cenar con el conde en menos de una hora. Á Jan la miró de hito en hito. EL –¿Y? –Supongo que piensas vestirte... .V –Ahh... –contestó la arqueóloga dejando caer medio cuerpo de la cama para buscar sus pantalones debajo de ésta. –No, Janice. Se trata de una cena formal. –la detuvo Mel muy seria. O G –No sé, cuando empaqueté el cepillo de dientes y los calcetines por alguna razón debí olvidar el traje de noche. – refunfuñó Janice, incorporándose y decidiendo que, si no iba a usarlos en breve, los pantalones se encontraban muy bien donde estaban. A D –Bueno, no importa. –contestó su amiga dirigiéndose al armario. –En mi habitación había algunas ropas. Seguro que por aquí encontramos algo apropiado que... PR –¡Ese! –exclamó la arqueóloga con entusiasmo señalando un vestido que Mel no habría podido pasar por alto incluso sin necesidad del gesto. –¿¡Eeeeeeseeeee!? –Melinda era la única persona que Janice conocía capaz de alargar las vocales de un monosílabo hasta el punto de que acabara sonando como una esdrújula. –¡¿Qué tiene de malo?! –escupió Janice un tanto ofendida. Cuando Mel discutía sobre vestuario, Jan se sentía como si estuviera perdida en un país extraño sin más mapa a mano que el de su sala de estar. –Es casi igual que uno que gané jugando al póquer en un garito de Bangkok... Efectivamente, era un traje de noche. Nadie en su sano juicio se atrevería a salir con él a la luz del día. Obviamente, Jan era de ese tipo de personas que cuando se ponía a algo, tenía que hacerlo a lo grande. Y de ser posible, en rojo y con lentejuelas. –Escucha, Jan, no creo que... euh... realce tu figura. –intentó razonar la desesperada sureña. –¡Qué sabrás tú! –Las mujeres siempre ofrecemos las mejores críticas... –Y las más frecuentes. –masculló Janice dejando caer el vestido y dándole una patada antes de que tocara el suelo. –Bueno, sigamos buscando. Seguro que hay algo en que estemos de acuerdo. Una hora más tarde, la arqueóloga bajó la escalinata del hall vistiendo sus pantalones de lana y una camisa blanca masculina un par de tallas demasiado grande. La única variedad en el guardarropa de Jan la daba el color. Y eso sólo cuando la ropa estaba limpia. De todas formas, el efecto global no habría sido tan malo de no haber saltado
  • 9. sobre el pasamanos para dejarse resbalar por él los últimos metros. Sigue --> PR A D O G .V EL Á ZQ U EZ  
  • 10. Continuación... 04. ADIVINa QUIEN VIENE a CENaR. La cena estaba transcurriendo de forma bastante tranquila, sobre todo considerando que Janice Covington formaba parte de los comensales. El hecho de que la comida húngara resultase algo especiada y decididamente poco hecha no parecía inquietar a la arqueóloga. Janice había desarrollado la capacidad de comerse todo aquello que no se moviera. También tenía bastante perfeccionada la habilidad de inmovilizar con sólo una mirada a cualquier cosa con la más mínima inquietud cinética, consiguiendo así lo que podría considerarse una combinación ganadora, desde el punto de vista gastronómico. Melinda, por su parte, prefería pasar hambre a arriesgarse a que su almuerzo intentase establecer una conversación con ella y el que en ese momento su filete pareciera terriblemente interesado en las patatas no estaba ayudando mucho. –¿Qué ha hecho usted con la oficial, conde? –preguntó Melinda intentando apartar la vista de la sustancia roja que empapaba el plato. De alguna forma, kilómetros de mesa más allá, Vladinoff se las arregló para oír la pregunta. EZ –Por el momento, la he encerrado en los sótanos. –Mel no pudo evitar un escalofrío ante la forma de pronunciar ese "por el momento" y casi se alegró de no poder distinguir la expresión del hombre a la titilante luz de las velas. – Me pareció poco oportuno invitarla a compartir nuestra cena dadas las circunstancias, pero no se preocupe, me encargaré de ella a su tiempo. ZQ U –¿Y no le supondrá un problema el retener a una oficial del Reich? –articuló Janice entre bocado y bocado. – por no hablar de lo que hicieron... –la arqueóloga agitó el cuchillo en un movimiento vago, pero bastante significativo. – ... con la mayor parte del pelotón. –En absoluto, doctora Covington. –sonrió el hombre. – Me gusta pensar que tengo un destino, y Hitler y sus planes no forman parte de él. Á –Pues mucho me temo que ese destino tendrá que esperar. No parece que herr Hitler tenga prisa por dejarle sitio. EL –Oh, eso no me preocupa. Ahora mismo estoy preparándome para ello. G .V Mel pensó que resultaba un tanto optimista creer que un puñado de aldeanos armados con guadañas podía enfrentarse al potencial militar del Reich por mucho carisma que tuviese su líder. Aunque nunca había estado muy interesada en el tema, había traducido suficientes textos latinos para apreciar el movimiento de pinza con que habían sorprendido a los alemanes como la obra de un gran estratega. No obstante, toda la estrategia del mundo no iba a detener a los panzer enemigos si llegaban a este lugar. O –Es bueno tener un sueño. –rió la arqueóloga sin prestar atención a la mirada glaciar que Vladinoff le dirigió. – Por cierto, ¿sabe que me suena enormemente el nombre de este pueblo? D –Oh, es bastante común. –contestó el conde haciéndole una señal a su criado para que le llenara la copa a la mujer. PR A –No, no lo es. ¿Sabes, Mel? En magiar significa Pueblo Embrujado. Bonito, ¿eh? –Ideal. –murmuró la sureña pensando que podía haber vivido sin esa información. –Creo que he leído algo en algún sitio sobre este lugar. Déjame pensar... Vladinoff pareció a punto de decir algo, pero al final optó por callar. Jan puso cara de extrema concentración durante unos instantes y, por fin, se estiró en la silla. –¿Sabe que mataría por una taza de café? Un doctor austriaco bastante prometedor, aunque, en opinión de la sureña, un poco obsesionado con ciertos temas que no deberían comentarse entre personas de buena educación, habría definido a Janice como un claro caso de subyugación a los caprichos del ello, que ha conseguido camelarse al yo para hacerle la puñeta a ese cursi reprimido del superyo. Melinda, para la que al menos una de las palabras anteriores le hubiese causado diferencias irreconciliables con su propio superyo, habría dicho más bien que la arqueóloga tenía serios problemas para mantener un tiempo razonable su ciclo atencional. Janice, por su parte, no habría sido capaz de utilizar la expresión "ciclo atencional" ni aunque hubiese conseguido concentrarse lo suficiente para memorizar las dos palabras completas. 05. La MUERTE EN VaCaCIONES.
  • 11. Jan ya estaba a punto de dormirse cuando oyó llamar a su puerta. Durante unos instantes pensó no contestar, pero al ver que los golpes se volvían más insistentes, saltó de la cama con un suspiro y la abrió de un enérgico tirón. Mel que, ataviada con lo que sólo podía ser un camisón de la tatarabuela del conde o el traje de un apicultor bastante tímido, esperaba pacientemente al otro lado, se apresuró a entrar. Ahora que ella transportaba la única fuente de luz del pasillo y las sombras parecían resbalar desde la oscuridad del techo, la mansión no parecía tan acogedora. Janice cerró la puerta y, apoyando la espalda contra la pared mientras su amiga depositaba el quinqué en la cómoda, enarcó una ceja en gesto interrogante. –No podía dormir y pensé... –Pensaste que a estas horas tu cuarto era bastante siniestro... –Jan usaba el mismo tono que cuando hablaba con un crío. A Mel también le resultaba irritante. –¿Pero te has fijado en...? Oh, no sé, en el criado, por ejemplo. –¿Ese hombre? No parecía muy amenazador. Si acaso un poco retrasado. –Deberías usar el término mentalmente discapacitado. –Jan se encogió de hombros. – Pero yo me refería a esas horribles cicatrices... –¿Crees que lo crearon de los restos de un muerto? Perdón, quería decir de alguien vitalmente discapacitado... –dijo conteniendo las carcajadas a duras penas. – ¡Oh, vamos, Melinda! ¿Ahora estás leyendo a Mary Shelley? Estás sugestionada por todo lo que ha pasado. EZ –Supongo que llevas razón. Seguramente será un buen hombre. ZQ U –O varios... Con tanta costura parece la colcha de mi abuela. –rió Janice ante la incomodidad de su amiga. – ¿Has venido para hablar de ese tipo? Creo que necesitas salir más... –No, en realidad vine por algo que comentaste en la cena. Yo sí sé dónde aparece Stregoikavar. –¿A –ha? –preguntó la arqueóloga sin demasiado interés. EL Á Melinda se inclinó hacia el quinqué de Janice y lo encendió, graduándolo hasta que la habitación presentó un grado de iluminación aceptable. No le gustaba la forma en que la oscuridad parecía arremolinarse en los rincones. –Se cita en un poema de Justin Geoffrey que se titula "El pueblo del monolito". .V –¿Ese poeta colgado? –Bueno, creo que no lo estaba antes de venir aquí... G Janice intentó concentrarse. O, al menos, que lo pareciera. O –En cualquier caso, no creo que me suene por él. Nunca he leído la poesía de ese tipo. D –Trataba de una enorme piedra negra que parece estar en un valle junto a este pueblo y... PR A –¡Lo tengo! –exclamó la mujer alegremente – "Restos arqueológicos de Imperios perdidos", de Dostman. Creo que es una edición del 1809... –Creía que Dostman sólo se dedicaba a restos greco –romanos... –Y lo hacía. Sólo hace una breve referencia al monolito, pero nombra el pueblo vecino: Stregoikavar. Recuerdo que me llamó la atención porque no aparece en mapa alguno. –Yo diría que está bastante frecuentado... Janice ignoró el comentario de su amiga, que ya se había acomodado en una esquina de la cama y no parecía dispuesta a irse en breve. –El punto cartografiado más cercano que pude encontrar al lugar a que hacía referencia el texto era el valle de Schonvaal, donde tuvo lugar una batalla famosa entre los húngaros y los turcos. –Espera, eso lo recuerdo. Aparece en "Guerras turcas" de Larson, ¿no es cierto? El ejército de Solimán el magnifico arrasó la zona a pesar de la resistencia local. Las tropas húngaras cayeron cuando su líder murió aplastado por los cañones enemigos. –Premio. Era un conde polaco –húngaro. Nunca se recuperaron sus restos. ¿Cómo se llamaba? Si pudiera... De repente Janice se detuvo en seco. El juego titilante juego de luces de la habitación arrancaba extrañas sombras de su rostro, pálido como la cera, y mantuvo una mirada perdida hasta que Melinda la sacó de su ensimismamiento. Antes de que abriera la boca, la sureña ya sabía lo que iba a decir. –¿Vladinoff? –Vladinoff.
  • 12. 06. SOla EN la OSCURIDaD. Una hora más tarde Janice se peleaba con la oxidada cerradura de hierro de una enorme puerta de roble de varios centímetros de grosor. Melinda, a su lado, sostenía una linterna eléctrica que únicamente proyectaba su luz en un disco alrededor de dicha cerradura. Cuando estás donde no debes, procura no hacerte notar, decía siempre Janice. Y, para una vez que decidía ponerlo en práctica, tenía que ser en el maldito castillo del terror. –Jan, creo que deberíamos dejarlo. El único ruido en la estancia era el sonido metálico del contacto entre la ganzúa de la arqueóloga con la cerradura. Durante los últimos tres cuartos de hora, ambas habían recorrido la casa entera sin encontrar nada que llamase la atención. De repente, tras una puerta de doble hoja en la planta baja, apareció la enorme biblioteca de dos pisos del conde. –¿Por qué? No es como si hubiese nadie en la casa que nos lo pudiera impedir. EZ Durante todo el recorrido, habían observado que la casa estaba absolutamente desierta. Jan se había asegurado que la habitación de Vladinoff estaba vacía y tampoco había rastros del servicio. A partir de ahí, había pasado de efectuar un recorrido silencioso a un registro en toda regla. –¿Y has pensado qué le dirás mañana al conde cuando vea el desorden que has organizado en la biblioteca? ZQ U Sin saber exactamente qué buscaba, Janice paseó un poco por la sala hasta encontrar sobre un atril el vetusto libro de heráldica que toda familia de sangre noble suele guardar en un lugar privilegiado o, al menos, visible de cara a las visitas. No se sintió  nada asombrada al comprobar que la página con el árbol genealógico de los Vladinoff había volado. Á –Hay ocasiones en que lo mejor es no quedarse para el desayuno, encanto. .V EL Mientras Janice daba un par de vueltas más, Melinda encontró algo que le llamó la atención. Estaba ojeando una sección de libros de historia no particularmente antiguos cuando notó que el lomo de uno de ellos parecía tremendamente desgastado. Preguntándose qué contendría de especial para ser consultado tan a menudo, la mujer intentó sacarlo. El volumen parecía haberse enganchado con algo así que, en un último intento de hacerse con él, lo empujó hacia adentro para intentar soltarlo. G –Oh, venga, Janice. O Ahora eres tú la sugestionada. No creerás que este Vladinoff es el mismo que combatió a los turcos en 1526... ¿Sabes lo que eso significaría? D Al oír el salto del resorte y el zumbido mecánico que lo siguió, Janice giró sobre sus talones hacia el lugar que ocupaba Melinda. Sólo que Melinda ya no estaba allí. De hecho, no estaba en ningún punto de la biblioteca. PR A Jan se aproximó a la librería junto a la que había desaparecido y olfateó un sutil indicio de aceite de engrasar. Repasando las estanterías, no tardó en encontrar el mismo dispositivo que Mel había activado unos momentos antes. La estantería completa giró sobre un eje invisible llevándose consigo a la arqueóloga, que se encontró de repente en una sala a oscuras. Su linterna se encendió con un sonoro clic. –Creo que significaría problemas. La sala no era más que una pequeña habitación cuadrada, de paredes desnudas, con una sólida puerta de madera al fondo. La única nota de color al lugar la ponía Melinda que, obviamente, se había desorientado al encontrarse a oscuras y parecía terriblemente interesada en atravesar una de las paredes. Jan sonrió sin humor y extrajo de su bolsillo una ganzúa de aspecto gastado. Puede que sólo vistiese los pantalones, las botas y su camiseta de tirantes pero, por supuesto, había echado la ganzúa, la linterna y su viejo amigo calibre 45. –Oh, gracias por compartir conmigo tu experiencia, Jan. No es que Janice tuviese peor actitud que un tipo cualquiera. Era sencillamente que la concentraba en un metro cincuenta y tantos. Mel pensó añadir algo, pero en ese momento, la cerradura cedió con un ruido sordo. El peso de Janice apoyado contra la puerta hizo que ésta se desplazara levemente, dejando apenas una rendija al interior. Melinda notó el olor de algo increíblemente antiguo filtrándose por ella. –Todavía estamos a tiempo de volver al bosque y que nos devoren los lobos, Jan. A la larga nos ahorraríamos tiempo y disgustos. La arqueóloga ya estaba empujando la puerta, que giraba sobre sus goznes con un agudo chirrido. Mel pensó que si había alguien dentro, no oírlas le estaría suponiendo un auténtico esfuerzo de voluntad. –Oh, venga, Mel, en estos casos sólo hay que respetar tres reglas: las cruces no funcionan, nunca abandones las carreteras principales y si oyes un ruido extraño y parece ser el gato, corre por tu vida. Además, tengo un plan.
  • 13. –Eso me tranquilizaría si no fuese porque tus planes siempre tienen en cuenta todas las situaciones posibles salvo la que está ocurriendo. El pasadizo por el que descendían pronto dejó de estar formado por ladrillos para adentrarse en la roca viva. La humedad había aumentado considerablemente y las paredes aparecían cubiertas de musgo. Curiosamente, no hacía demasiado frío. –Escucha, Melinda, poco antes de que Vladinoff supuestamente muriera, allá por el siglo XVI, se encontraba luchando contra las hordas de Solimán. –Eso ya lo sé, pero... –Se rumoreaba que en el ejército del turco oficiaba Selim Bahadur –la interrumpió la arqueóloga un tanto irritada – que poseía la llave para desatar un poder devastador capaz de convertir a Europa en un gigantesco mausoleo. La llave sacaría a un maligno dios ancestral de su letargo de siglos y la prisión de éste se encontraba marcada por... –Ese extraño monolito. –suspiró Melinda considerando que, por increíble que pareciera, las cosas siempre podían ir a peor. –El ejército se desvió hacia aquí en busca de la puerta que abriría esa llave y acabaría con la vida humana sobre el continente. –Bueno, parece evidente que no la encontraron. –rezongó Melinda, cada vez más afectada por la insalubre atmósfera que dominaba el corredor. EZ –Y creo que sé por qué. En el Unspreichlichen Kulten de Von Juntz aparecía una descripción bastante detallada de la llave, y resulta... ZQ U –Creo que prefiero no saberlo. –... que es igualita al colgante que Vladinoff siempre lleva al cuello. EL Á Llevaban un buen rato caminando por la galería cuando Janice notó el olor. Al principio apenas se insinuaba en la densa atmósfera húmeda del túnel pero al cabo de unos minutos se convirtió en un lastre que le hacía casi imposible respirar con normalidad. Jan se giró casi imperceptiblemente hacia Melinda, que caminaba a su lado con aire abatido. Increíblemente, no parecía haber notado ninguna molestia. Janice, sin embargo, se ahogaba en el dulzón aroma a muerte del pasillo. .V Paseando la linterna por las paredes adyacentes, la aguda vista de la mujer distinguió un corredor estrecho que se abría a la derecha. G –Mel, espérame un momento. Necesito comprobar una cosa. –Supongo que bromeas. No pensarás dejarme sola a oscuras en mitad de este túnel... D –Ni aunque fuera un segundo... O –Sólo será un minuto... –¡¡Janice!! ¿Qué...? PR A Pensando que a veces una tiene que hacer lo que tiene que hacer, y tanto mejor si no la pillan, Janice apagó la linterna de repente. –¡No te muevas de ahí, vuelvo enseguida! –le gritó la arqueóloga desde un punto indefinido de la oscuridad que la rodeaba. Si lo que pretendía era que no la siguiera, lo había conseguido. Si era una muerte lenta y dolorosa, probablemente lo conseguiría también en cuanto le pusiese las manos encima. Mientras Melinda apoyaba la espalda contra la pared de roca y se resignaba a esperar, Janice ya había avanzado unos cuantos metros por el corredor. Allí dentro el olor era insoportable. Sabiendo que si encendía la linterna a esa distancia Mel probablemente vería el resplandor y la seguiría hacia una situación potencialmente peligrosa, la mujer avanzó a tientas unos minutos más hasta que el pasillo pareció ensancharse. Deteniéndose con precaución, barrió con el haz de la linterna toda la estancia, que en realidad no era más que un hueco en la piedra. Si el techo hubiese sido un poco más bajo, incluso ella habría tenido que agacharse. A ambos lados de la habitación y al frente había puertas de madera similares a la que había reventado un poco antes. Considerando la posibilidad de que aquello fuese algún tipo de mazmorra, a Janice le pareció curioso que las puertas de los lados estaban entreabiertas. Aproximándose sigilosamente a la más cercana, la arqueóloga empujó la hoja con la linterna mientras sostenía en alto el revólver con la derecha. La escena que bailaba ante la luz del haz la hizo comprender de inmediato que ninguno de los ocupantes de la celda iba a escapar. Apartando de un puntapié a las ratas que ya estaban alimentándose de los restos, Janice se acercó a examinar los despojos. Tal como imaginaba, los cuerpos habían pertenecido a los supervivientes del pelotón de Von Leick. Todos parecían haber sido ejecutados por el mismo procedimiento: un corte limpio a la altura de la carótida. La arqueóloga se sorprendió de no estar chapoteando en un pozo de sangre fresca hasta que comprendió que ésta había sido cuidadosamente recogida y que, probablemente, ése había sido desde el principio el objetivo a la hora de tomar prisioneros con vida. La mujer abandonó la celda y, suponiendo lo que encontraría detrás de la puerta cerrada, comenzó a acercarse a ella en
  • 14. silencio. En ese momento oyó el grito de Melinda. En la penumbra, para la sureña fue como si Janice atravesara una pared. Mientras abría y cerraba los ojos para acostumbrarse a la luz, su amiga trató de recuperar el aliento. –¡¿Se puede saber qué te pasa?! –Mira, Jan, parece que hay luz allí al fondo. Janice miró en la dirección indicada. En efecto, parecía haber luz. Probablemente, dado el tiempo que llevaban dando tumbos por el túnel, estaría amaneciendo y, donde antes sólo había oscuridad, la luz del alba se filtraba por la boca de la cueva. –Está bien. Salgamos de aquí. –Jan ya no estaba tan segura de que hubiese sido buena idea abandonar la relativa seguridad de sus habitaciones. Algo se estaba gestando y bien podía explotarle en las manos si no salían de allí de inmediato. Seguida de cerca por la sureña, Janice llegó en carrera hasta la abertura. Lo que había tomado por luz diurna resultó ser en realidad un reflejo sobre las paredes de la cueva, que en ese extremo se convertía en una gigantesca geoda. La salida estaba allí, no obstante, pero seguía siendo noche cerrada. La mujer se dio cuenta, un segundo demasiado tarde, que para que existiese un reflejo debía existir también una fuente de luz. –Doctora Covington, mucho me temo que han abusado de mi hospitalidad. EZ Janice giró lentamente sobre sus talones hasta encarar al conde Vladinoff, azote de los turcos y héroe de Schomvaal. ZQ U –¿Me creería si le dijera que sólo estaba buscando el baño? –le contestó con su expresión patentada de inocencia absoluta. –Le ruego que arroje al suelo su arma. Créame, no quiere conocer las consecuencias de una negativa. EL –Así que Selim Bahadur le dio la clave de la inmortalidad... Á Janice, bastante segura de que efectivamente no quería, arrojó el revólver al suelo. Al ver que el conde seguía expectante, le dio una patada para empujarlo lejos de sí. .V –Oh, no. Sólo los medios para prolongar considerablemente mi existencia. Forma parte de mi destino. Y mi destino es la grandeza. –¿Grandeza? –escupió Janice, despectiva. – ¿Todo esto lo hace por acumular poder? G –En absoluto. El poder no es grandeza. Si fuese así, cualquier imbécil al mando de un ejército podría adquirirla. La grandeza es conseguir lo que parece imposible a los otros hombres. O –Derrotar a Hitler... D –Para empezar. Después pondré a Europa a mis pies. Y a partir de ahí... Pero, obviamente, para eso necesito más. PR A –Mire, hablemos claro. No soy ninguna imbécil. Usted sí, claro, pero ése no es mi problema. ¿Quiere derrotar a Hitler? Perfecto, tampoco es mi tipo. Acabemos juntos con él. Mel reprimió un escalofrío. Aunque sabía que no era más que una treta, no podía evitar sentirse incómoda siempre que Jan recurría a ese truco. Janice etiquetaba de diplomacia al hecho de mentir abiertamente. Claro que, pensándolo bien, el resto de la gente también. –Oh, sería magnífico. –contestó el conde. – Pero creo que no estaría de acuerdo con el rol que he decidido darle a su amiga en mis planes. –¡¿Qué?! –Janice estaba perdiendo la poca paciencia que nunca había tenido. – ¿Qué pinta Melinda en todo esto? –Bueno, si sabe lo de Bahadur, imagino que conoce los preparativos necesarios. Es necesaria una ofrenda para abrir la puerta. Al principio pensé usar a la alemana pero, por alguna razón, intuyo que su amiga es la más cualificada para el puesto. –¿Eh? –Janice lo contempló con la mirada perdida unos segundos, hasta que su línea de pensamiento se puso a la par del mundo y, por una vez, tuvo la delicadeza de ruborizarse. –Oh. –Compréndalo, no es nada personal. –Claro que no. Para eso tendría que tener personalidad. –masculló Janice irritadamente. –Muy divertido, Covington. –No tanto como su ropa. Melinda giró los ojos al cielo. Janice sólo estaba calentando. Había una foto suya en la enciclopedia junto a la palabra "irritante".
  • 15. –¡Está jugando con mi paciencia, mujer! Si quisiera, podría conjurar algo tan terrible que su sola visión acabaría con su cordura. –¡Chico! Aquí todos los días son Halloween. Vladinoff apretó la mandíbula. A una orden suya, dos de sus hombres sujetaron a Janice por los brazos. –Ahora debo rogarle que se quite las botas, doctora Covington. –¿Por qué? Le aviso que no son de su número. Quizá la ropa interior de Melinda le siente mejor. –Debería acabar con usted aquí y ahora, pero me siento magnánimo. A fin de cuentas, me ha traído a miss Pappas. Y sin ella todo esto no hubiera sido posible. Voy a darle una oportunidad. –Qué amable por su parte... –Le daremos... pongamos dos horas de ventaja. Y después enviaré a mis hombres a acabar con usted. –Ah, claro, sus hombres. ¿Se ha molestado en informarlos de que la fuerza que va a desatar no distinguirá entre ellos y los alemanes? –¿Para qué pedirles opinión pudiendo someterlos a mi voluntad con el conjuro apropiado? –Vladinoff acarició el colgante que llevaba al cuello. – No fue rápido, pero supongo que estará de acuerdo conmigo en que los resultados merecen la pena. EZ A su alrededor, el ejército privado de Vladinoff contemplaba el vacío con la mirada perdida. Janice había encontrado más vida en muchos sarcófagos. ZQ U –Oh, sí. Sir capullo y su ejército descerebrado. Deberían dedicarles un cantar de gesta. Á Perdiendo por unos segundos su imperturbable fachada, el conde se acercó a la mujer en dos zancadas y, de un tremendo revés, la arrojó al suelo. Janice hizo ademán de levantarse, pero el contacto de algo afilado contra su nuca la obligó a cambiar de opinión. Acabó desabrochándose los cordones desganadamente y lanzando sus botas unos metros más allá de donde estaba sentada. EL –Y ahora le recomiendo que empiece a correr. No me dé un motivo para matarla aquí y ahora. Sabe que me encantaría hacerlo. .V "No tanto como cazarme como a un animal" pensó Janice. Primero levantó la vista hacia Melinda  y luego hacia el conde y, dándose cuenta que la única oportunidad que tenían implicaba seguirle el juego, se levantó de un salto y comenzó a correr. G –¡Y no lo olvide! ¡Tiene dos horas y estaré con usted! –gritó el conde a la figura que se alejaba. D O Mientras corría sin rumbo fijo, Janice ponderó las ventajas e inconvenientes de su situación. Corría descalza por la nieve, sin ropa de abrigo ni arma alguna. El conde conocía el lugar y tenía la llave, un ejército propio y a Melinda. En el lado positivo, había conseguido sacarlo realmente de sus casilla... La arqueóloga comenzó a correr más rápido. Necesitaba hacer algo inesperado. Algo imprevisible. Y necesitaba toda la ayuda que pudiese conseguir... PR A Heidi Von Leick estaba apoyada contra la pared, de espaldas a la puerta, y canturreaba tranquilamente en su celda mientras seguía con la vista los movimientos de una rata que había entrado en la habitación por algún hueco en la roca. Cuando la cerradura gimió y la hoja de madera se abrió violentamente, ni siquiera se molestó en girarse. –<Te ha tomado tu tiempo, Covington.> 07. ENEMIGO MÍO. Unos minutos más tarde, mientras ambas corrían  hacia la boca de la cueva, una desarmada Janice Covington seguía sin tener muy claro cómo convencería a Von Leick de que la ayudara. Había conseguido unas botas de reglamento alemanas sobre las que podría haber dormido en pie y una gruesa chaqueta de uniforme algo manchada de sangre de forma relativamente fácil, pero Vladinoff había sido lo suficientemente listo para no dejar nada más peligroso que un cortaplumas en decenas de kilómetros a la redonda. Estaba empezando a considerar la posibilidad de suplicar cuando llegaron al exterior. Janice se detuvo antes de exponerse a campo abierto por si hubiese vigilantes armados. No parecían haber dejado a nadie, por supuesto. Sólo un imbécil habría sido tan estúpido como para volver desarmado a la guarida de su enemigo. –<Debemos detener a Vladinoff.> –susurró. – <Haremos lo siguiente. Te sacaré de aquí y a cambio tú me ayudarás a recuperar a Melinda...>
  • 16. Janice se detuvo en seco al notar una piedra toscamente afilada en forma de daga contra su cuello. Parecía que Von Leick no había perdido el tiempo pero, por supuesto, ése era el principal motivo por el que la había soltado. –<¿Has perdido a tu amiguita?. Qué pena me das.> – gimoteó la mujer. – <Se me ocurre algo mejor. ¿Por qué no te mato aquí mismo?.> La arqueóloga sabía que lo único que la separaba de la muerte a manos de la letal alemana era la curiosidad que ésta pudiera sentir por las actividades de Vladinoff. Eso y el hecho de que adorara jugar con ella al gato y al ratón. Jan decidió aprovechar sus bazas antes de que fuese tarde. –<Muy bien, el trato es éste.> –escupió intentando evitar que le temblase la voz ahora que un cuchillo le adornaba la tráquea. – <Me ayudas a salir de aquí con mi amiga y puedes quedarte con el arma secreta de Vladinoff.> –<¿Por qué iba a interesarme ese paleto?> –sonrió ominosamente Von Leick presionando aún más el cuchillo contra la garganta de Jan, que notó como la primera gota de sangre comenzaba a resbalarle por el cuello. –<Vamos, Von Leick, no soy imbécil. No resulto tan importante como para que el führer envíe un pelotón a por mí. No irás a decirme que veníais aquí de excursión...> –<¡Oh, Covington, eres tan buena!.> –rió la alemana sin aflojar la presión en su cuello. – <Y, sin embargo, tan confiada... ¿Qué te hace pensar que te necesito?> –<¡Que soy la única persona que sabe en qué consiste esa maldita arma que buscas!> EZ La mujer apartó por fin el cuchillo y empujó violentamente a Janice hacia el exterior de la cueva, haciendo que cayese de rodillas en campo abierto. Un minuto después, tras comprobar que Covington no se convertía en el blanco perfecto para el posible fuego enemigo, la oficial caminó tranquilamente hasta situarse a su lado. Á ZQ U –<Muy bien.> –sonrió mientras pasaba la lengua por la hoja del cuchillo hasta limpiarlo de sangre. – <Juguemos con tus reglas. Por ahora.> PR A D O G .V EL <-- Anterior Sigue -->
  • 17. Continuación... 08. LA MUJER Y El MONSTRUO. Melinda acababa de decidir que Hungría no le gustaba en absoluto. De hecho, Janice estaba consiguiendo que aborreciera el turismo. No es que la sureña quisiese aventurarse a emitir tan pronto un juicio de valor, pero estar tumbada y maniatada a una roca cubierta de musgo y de cierta costra marrón que prefirió no reconocer no estaba ayudando mucho. Y eso sin contar la pobre elección de vestuario de sus captores. Vladinoff, vistiendo poco más que una piel de macho cabrío y sosteniendo una máscara en forma de cabeza de lobo, se desplazaba con rapidez de un lado a otro, esforzándose en organizar al grupo que se había desplegado en el lugar. Varios individuos bailaban al ritmo de una anciana que golpeaba un extraño tambor en su regazo. Delante del monolito, un brasero encendido desprendía un humo amarillento que se enroscaba formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa, en torno al monumento. EZ En ese mismo momento, dos figuras agazapadas tras las rocas de la colina observaban con precaución la ceremonia. Jan volvía a estar armada: sólo tuvo que escoger entre el arsenal del reguero de cadáveres que Von Leick había dejado a sus espaldas. Aunque se hubiese sentido mucho más tranquila con su revólver, consciente de que no se encontraba en situación de ponerse exigente, la mujer se había hecho con un cayado de aspecto sólido que podía manejar con relativa facilidad a pesar de su corta estatura. Tampoco estaba en situación de apreciar la ironía de su elección. ZQ U – <Tú... er... ¿nunca sientes, ya sabes, remordimientos... por lo que haces?> –había  preguntado Covington cuando comprobó que la doctrina de supervivencia de la alemana seguía cimentándose en procurar que, una vez dejas atrás a alguien supuestamente muerto, no tenga intención de dejar de estarlo en un futuro próximo. Á – <El problema, Covington, es que nunca siento nada.> –sonrió la alemana limpiando su arma. Siempre había sido una entusiasta del cuchillo. Insistía en que le gustaba hacer las cosas de forma artesanal.– <A veces alguna cosilla aquí o allá, pero nada sólido.> EL Janice pensó en contestar, pero Von Leick zanjó la conversación antes de que comenzara. .V – <Y dime, Covington...> –sonrió rozándola con la punta del cuchillo desde el estómago hasta la barbilla.– <¿qué sientes tú al pensar que probablemente para cuando lleguemos a la piedra ya habrán rajado a tu amiguita como a un pez?> O G La arqueóloga notó el acre sabor de su sangre al morderse el labio con fuerza. Por suerte, Von Leick no había estado en lo cierto. La ceremonia requería ciertos preparativos y ellas no habían tardado demasiado en abrirse camino hasta la piedra negra. En dos horas habría sido demasiado tarde, consideró pensando que, probablemente, Vladinoff había pensado dejarla para el postre. PR A D La tierra comenzó a temblar al tiempo que la danza se hacía más y más frenética. La piedra brillaba ahora con un resplandor verde lechoso y la sustancia que emanaba de ésta se estaba empezando a aproximar a Melinda con algo muy parecido a un firme propósito. – <Escucha, ahora es el momento de...> Janice se giró justo a tiempo de ver como Von Leick descendía sigilosamente hacia el grupo aprovechando el caos reinante. Al llegar a la altura de Vladinoff, llamó su atención alegremente. – <Hola, conde. ¡Tienes buena pinta! Tú tienes algo que yo quiero y yo tengo a Covington.> –Vladinoff, no precisamente alegre ante la interrupción, desenfundó de su cinto un cuchillo de hoja ancha con grabados en el puño.– <Antes de que hagas algo de lo que te arrepientas, piensa que en este momento soy tu mejor amiga.> – <No me interesa tener amigos.> –respondió pasando el arma de una mano a otra. – <Bueno, eso es algo que tenemos en común.> – <¿Tienes algún deseo antes de morir?> – <Vaya, es gracioso. Me parece que sí.> Jan se encogió de hombros. Desgraciado, pero previsible. Muy en la línea Covington, se dijo. La arqueóloga se aferró al cayado, lo giró un par de veces hasta equilibrarlo a su gusto y, tras situarse en el punto más visible de la colina, gritó a pleno pulmón en dirección a la reunión. – <¡Ahora, Von Leick! ¡Acaba con él!> Vladinoff se giró hacia la alemana, interponiendo entre ambos el cuchillo de forma amenazante. – <¡No seas imbécil! ¡Es un truco! ¡Te está engañando!>
  • 18. El conde se precipitó hacia ella, que consiguió esquivarlo desplazándose ágilmente a la derecha. – <¡Te lo advierto por última vez!> –le gritó, esquivando a duras penas su segunda acometida.– <¡Es una tram...! ¡Oh, qué demonios!>. Por fortuna, la ira de Von Leick superaba sobradamente su ambición, pensó Janice observando a la alemana desenfundar su propia arma y enzarzarse en combate con Vladinoff. Mientras se dejaba resbalar por la pendiente hacia  el tumulto, vio a dos tipos armados con horcas aguardándola al final de la cuesta. Antes de ponerse a su alcance, la arqueóloga utilizó el bastón como pértiga y se impulsó sobre ellos, girando en el aire para concluir el movimiento con una ágil voltereta en el suelo. En cuanto recuperó el equilibrio, tras incorporarse de un salto, los derribó de un golpe seco en la nuca y se abrió paso a golpes hasta el altar sobre el que habían atado a Melinda. La tierra acababa de empezar a moverse y, a causa del temblor, comenzaban a abrirse grietas en el terreno. Jan tuvo que saltar varias para acercarse a su objetivo. Por ellas se filtraba la misma luz verdosa que envolvía a la piedra y algo parecía agitarse en las profundidades. Algo que sólo esperaba el momento oportuno para salir. Janice no se detuvo hasta alcanzar el altar. La sustancia estaba tan sólo a unos pocos metros de su amiga. – ¡Por fin! –suspiró la morena aliviada.– No quisiera ser suspicaz, pero me temo que el conde pensaba sacrificarme o algo parecido. – ¡No! ¿En serio? –masculló la arqueóloga mientras se peleaba con los nudos que fijaban a Melinda a la piedra. Aunque oía el viscoso roce de lo que quiera que se acercarse a ella a sus espaldas, prefirió no perder los valiosos segundos necesarios para girarse y mirar. EZ – Esto no cede. –Janice estaba manipulando frenéticamente la cuerda.–Tendría que... ZQ U Fue entonces cuando percibió la sombra sobre la piedra y, actuando puramente por impulso, se apartó hacia un lado, protegiendo a su amiga con el cuerpo. El cuchillo que apuntaba a su garganta se estrelló contra el altar en una lluvia de chispas, pero el puño de Janice lo hizo, a no menos velocidad, contra la mandíbula de su portador, que se derrumbó sobre la hierba. La sustancia estaba comenzando a trepar por la piedra. – Te he dicho mil veces que no uses los puños, Janice. –la reprendió Melinda mientras, tras hacerse con el cuchillo, ésta cortaba las cuerdas que le inmovilizaban las piernas.– Luego te despellejas los nudillos. 09. LÍMITE G .V EL Á – Recuérdamelo la próxima vez que te salve el trasero, encanto. –refunfuñó Janice apartándola del cada vez más cercano vapor y soltando el resto de las ligaduras.– Si es que conseguimos salir de aquí. VERTICAl. A D O La arqueóloga levantó de un empujón a su amiga del altar y, tras apartarse unos metros, pudo ver como éste se cubría de aquella cosa verde que parecía estar buscando al ausente ocupante de la piedra de una forma desagradablemente sistemática para tratarse de un vapor. Aquel improvisado temblor seguía quebrando el terreno y ahora una enorme grieta mediaba entre ellos. Ni siquiera así se sentía segura. PR Estaba a punto de empezar a correr cuando alguien se plantó de repente frente a ella y la derribó de un enérgico directo a la barbilla. Janice aterrizó de espaldas de forma poco elegante y rebotó un par de veces sobre el trasero antes de quedar inmóvil. Un metro más y habría pasado a hacerle compañía a lo que quiera que estuviese siendo conjurado. A algo más de distancia, Janice reconoció a Von Leick, firmemente sujeta por cuatro secuaces del conde, y no necesitó más para evaluar su situación. Vladinoff, en pie frente a ella, trató de concluir el trabajo dirigiéndole una patada a las costillas que Janice esquivó girando sobre sí misma. La mujer trató de encontrar a toda prisa el cuchillo que había soltado al caer, pero sólo llegó a ver como el conde, que había sido más rápido que ella, lo arrojaba de una patada al abismo. Él seguía conservando el suyo. – Doctora Covington... –jadeó el conde acercándosele amenazadoramente.– Quiero que sepa antes de morir... – Janice retrocedió arrastrándose sobre su espalda hasta que la grieta cortó su retirada.– que es usted la persona más enojosa y molesta que he conocido en toda mi vida. – Me lo dicen mucho. –sonrió ella. En ese momento, perdido ya cualquier rastro de paciencia, Vladinoff saltó sobre ella, cuchillo en mano, dispuesto a acabar con la fuente de sus problemas de una vez por todas. Janice, sin perder la calma, esperó hasta el último segundo y, flexionando las piernas entre el conde y su propio cuerpo, aprovechó el impulso que llevaba para lanzarlo por encima de su cabeza. El cuerpo del hombre chocó violentamente contra el extremo opuesto de la grieta y rebotó, quedándose inmóvil al borde de ésta. Incorporándose, la arqueóloga notó que el temblor del suelo lo haría caer en breve si no se levantaba. – ¡Janice, ayúdalo! –gritó Melinda, que había llegado al lado a su amiga. Janice arqueó las cejas asombrada, pareció dedicarle cierta consideración a la idea y, a continuación, dando unos pasos atrás para coger impulso, franqueó la grieta de un salto. Arrastrándolo por las piernas, apartó al conde del borde. Cuando éste, aún aturdido, trató de levantarse torpemente, encontró la silueta de Janice en pie frente a él.
  • 19. – ¿Sabe, Vladinoff? Desde que le conozco, me ha engañado, traicionado e intentado matar, pero, qué demonios, a estas alturas, ya me he acostumbrado a esta forma de romper el hielo. –Janice extendió perezosamente el brazo derecho hacia el conde. – Por otra parte, tratar de sacrificar a Melinda no estuvo nada bien. –sonrió ominosamente mientras le alargaba la mano.– Pero ella parece perdonarle. Vladinoff, dubitativo, aceptó la ayuda de Janice, que lo sujetó por la muñeca hasta incorporarlo. – Aunque claro... –susurró de forma que sólo él la oyera.– mañana la mandíbula va a dolerme del carajo. Con un movimiento increíblemente rápido de su mano izquierda, Janice arrancó del pecho del hombre el medallón que llevaba al tiempo que, usando todo su peso, le encajó un puñetazo tan fuerte como pudo. Vladinoff, demasiado agotado para sostenerse en pie, trastabilló unos pasos para, finalmente, caer de espaldas al suelo. Una nueva sacudida lo envió rodando hacia atrás un par de metros. Su recorrido podría haber acabado ahí pero, ante la atónita mirada de la arqueóloga, la sustancia que ahora envolvía el altar cambió bruscamente de dirección y, constituyéndose en un enorme tentáculo, engulló al conde antes de que éste pudiese reaccionar. Tras oír el alarido del hombre, a Janice no le quedó duda alguna de que poco o nada podía hacer ya por él. Ciertamente, habría resultado demasiado peligroso dejarlo atrás pero, aún así, no pudo reprimir un cierto sentimiento de culpa. Mientras volvía a saltar al lado de la grieta del que se encontraba Melinda, que había observado toda la escena en silencio, Janice notó cómo los antiguos aliados del conde se tambaleaban como si acabasen de salir de una destilería en la hora feliz. El medallón palpitaba en su mano emitiendo un cálido brillo rojizo. A grandes rasgos, tenía un cierto toque orgánico bastante desagradable. EZ – Jan, ¿qué has...? ZQ U – Lo siento, Melinda. –Jan sacudió la cabeza buscando inútilmente algo razonable con que justificarse.– Salgamos de aquí. – <¡Un momento, Covington!> Janice giró sobre sus talones dirigiendo instintivamente la mano a su revólver. Por supuesto, no estaba allí. Á – <Yo he cumplido con mi parte, querida.> –sonrió Von Leick, ahora libre de los brazos que la sujetaban momentos atrás y de nuevo armada.– <Tienes algo que me pertenece, ¿no es cierto?> .V EL Janice Covington deslizó el medallón entre sus dedos, manteniéndolo firmemente sujeto por la cadena. En poder de Vladinoff, un hombre con ambición, era un arma peligrosa. En poder de la perturbada y sanguinaria Von Leick era una promesa del Apocalipsis. G – <¿Lo quieres?> –preguntó la arqueóloga balanceando la pieza. Von Leick avanzó como un felino mientras ella retrocedía lentamente. Calculando que no tardaría más de unos segundos en echarse sobre ella, esperó hasta el último momento y entonces lo arrojó con todas sus fuerzas hacia el abismo.– <¡¡Pues cógelo!!> A D O En lugar de precipitarse al vacío, el medallón chocó contra una pared de piedra y rebotó un par de veces, hasta acabar cayendo en uno de los pocos fragmentos de terreno que aún se mantenían en pie entre la telaraña de grietas que ahora rasgaba la colina donde se encontraban. Esos fragmentos iban y venían como nenúfares sobre un estanque. Al tiempo que Von Leick se precipitaba hacia el borde de la grieta, Janice, mascullando algo entre dientes, arrancó en carrera hacia Melinda. Ésta, sin embargo, se cruzó con ella en sentido contrario. PR – ¡No lo haga! ¡No lo conseguirá! –gritó dirigiéndose a la alemana que ya había saltado un par de tramos hacia el medallón. Jan maldijo entre dientes. Como siempre, la estúpida consciencia de Mel estaba en claro desacuerdo con su sano instinto de supervivencia. La arqueóloga volvió atrás y apartó del borde de la sima a la sureña. La tierra temblaba cada vez más y Melinda era demasiado propensa a los accidentes para su gusto. – <¡Von Leick!> –gritó en alemán a la oficial que se alejaba cada vez más del tramo donde se encontraban.– <Melinda tiene razón. Aunque lo consiguieras coger, nunca podrás regresar aquí.> La alemana levantó la cabeza. Las grietas se ensanchaban y el medallón estaba cada vez más lejos. La voz de Janice Covington también le llegaba cada vez más apagada. Quizá si volviera ahora aún podría llegar hasta la relativa seguridad de la zona donde se encontraba. Tomando todo el impulso que pudo, Von Leick saltó hacia la franja de terreno ahora aislado donde se encontraba el medallón. La distancia resultó ser excesiva y la mujer apenas pudo asirse al borde de éste pero, una vez firmemente sujeta, se impulsó hacia arriba en un ágil movimiento. Ya erguida, levantó el medallón sobre su cabeza con una carcajada triunfal. – <¡Heidi! ¡¡¡Corre!!!> El grito de Covington pareció sacar a la mujer de su ensimismamiento. La tierra seguía moviéndose y lo que hasta hace un momento había sido un salto complicado estaba a punto de volverse una hazaña imposible. La alemana podía ser sicótica pero no era estúpida. Cogiendo toda la carrerilla que le permitió la ahora estrecha franja de terreno que la sostenía saltó tanto como pudo en dirección a la plataforma más cercana. Sólo la excelente forma física que tanto se había preocupado en conservar evitó que ésta fuera su última acción. Sabiendo que no tenía tiempo que perder, ni siquiera se molestó en recobrar el aliento. Dos nuevos saltos igualmente ajustados la acercaron hacia la expectante arqueóloga mientras la plataforma que había ocupado segundos antes se desplomaba en una nube de tierra. Covington parecía estar demasiado lejos, pero era su única oportunidad. Tomando impulso por última vez, la mujer trató de cruzar el vacío que la separaba del terreno firme y, con un salto espectacular,
  • 20. consiguió asirse al borde de éste con ambas manos. Sin embargo, su peso resultó excesivo para la cornisa y parte de ésta se derrumbó, haciéndola perder asidero. Von Leick cayó un trecho, pero consiguió sujetarse con el brazo izquierdo a un saliente. El movimiento, no obstante, la había hecho perder la cadena que llevaba en la otra mano y que fue a parar a una pequeña cornisa algo más de un metro a su derecha. Janice, reaccionando tan rápido como las circunstancias le permitieron, saltó en plancha sobre su estómago, asomándose a la zona de la que pendía la alemana. – <¡¡Von Leick, dame la mano!!> –gritó para hacerse oír entre el estruendo del derrumbe mientras estiraba cuanto podía el brazo derecho hacia ella. La mujer dirigió la vista hacia arriba y luego hacia la derecha. Entonces alargó el brazo libre hacia el saliente que albergaba el colgante. No llegaba. – <¡¡No!! ¡¿Estás loca?! ¡¡Dame la mano ahora mismo!!> –la arqueóloga trató de estirarse más, pero cualquier movimiento en ese sentido acabaría en caída libre y eso no iba a ayudar a nadie. La alemana tenía que cooperar.– <¡No vas a conseguirlo! ¿Es que quieres suicidarte?> Al SOl. ZQ U 10. DUElO EZ – <Quiero...> –Von Leick trató de equilibrarse sobre el brazo con que se sujetaba a la pared.– <... quiero vivir...> – Janice abrió y cerró la mano, nerviosamente.– <¡Vivir eternamente!> –rió sardónicamente la mujer al tiempo que se balanceaba hacia la derecha ante el horror de la arqueóloga. El movimiento la llevo hasta el saliente pero éste crujió peligrosamente y, al final, cedió ante su peso. Lo último que vio Janice fue el cuerpo de la mujer precipitándose al fondo de la grieta mientras su grito se perdía en la distancia. Á La luz del amanecer ya rasgaba el horizonte cuando las dos mujeres aparecieron a las puertas de la que había sido la mansión de Vladinoff. Ninguna estaba especialmente impaciente por volver allí, pero lo poco que habían traído consigo estaba en las habitaciones y era altamente improbable que consiguiesen llegar a algún sitio en las condiciones en que se encontraban en ese momento. O G .V EL Janice no había dicho ni una palabra desde que abandonaron la maltrecha colina del monolito y, aunque sólo fuera por lo inusual, para Melinda eso era casi más preocupante que escuchar la sarta de chifladuras que normalmente no dejaba de parlotear. Cansadamente, empujó la puerta de doble hoja de la casa y se sintió agradecida de que no estuviese cerrada. Con toda probabilidad, cuando el conde perdió el control sobre ellos, las gentes del pueblo habrían saqueado el lugar. Curiosamente, el interior del lugar no parecía especialmente desorganizado, pero estaba demasiado cansada para darle importancia. Seguida de cerca por Janice, Mel subió las escaleras hasta el segundo piso y, tras cambiarse de ropa, se reunió con su amiga en el pasillo. Ella se había limitado a recoger su mochila, la cazadora de cuero y el sombrero que siempre llevaba. Mel habría matado por un baño caliente. Siempre que ello no implicase violencia, claro está. PR A D De vuelta a la planta baja, la sureña decidió que sería buena idea coger algo para comer por el camino. Su registro de la noche anterior le permitió encontrar sin problemas la cocina y coger algunas cosas. Obviamente no estaban cocinadas pero, por supuesto, ello no suponía mucha diferencia con la cena de la noche anterior. Esta vez, al regresar a la entrada, Melinda sí notó que la puerta, que ella había dejado abierta de par en par, estaba de nuevo cerrada. El motivo no se hizo esperar. – Doctora Janice Covington. Que inesperada sorpresa. Luego dicen que la vida no da pequeñas satisfacciones. La voz venía de lo alto de las escaleras, a sus espaldas, pero ninguna necesitó girarse para reconocer a su dueño. – Conde Vladinoff. ¿Sabe que está resultando usted extremadamente difícil de matar? –Janice se giró lentamente hasta encararse con el hechicero, cuyo rostro estaba ahora surcado por una cicatriz abierta. La sangre manchaba su deshecha camisa blanca pero, aparte de eso, no parecía encontrarse mal.– Creí que iba de camino a reunirse con su amiguito. – Es obvio que no resulté ser lo suficientemente puro. –Balanceando un par de floretes en la mano derecha, el hombre comenzó a bajar las escaleras. – Jan, ¿no podrías resolverlo sin violencia aunque fuese sólo una vez? –preguntó Melinda señalando hacia la puerta. – Umm... claro, ¿pero por qué quitarle toda la diversión? Mientras Janice mantenía la posición sin inmutarse, Melinda forcejeó infructuosamente con la cerradura. Por ahí no iban a poder salir. – Escúchame, yanqui del demonio. Te voy a dar una última oportunidad. Sólo porque me place. –El conde lanzó uno de los floretes hacia los pies de Janice mientras seguía aproximándose.– El combate será a muerte. Tu muerte, por supuesto.
  • 21. Tras recoger el arma del suelo, Melinda se la acercó a su amiga. – ¿Sabes esgrima? – No, pero he visto todas las películas de Douglas Fairbanks. No puede ser tan difícil... –murmuró ella mientras trataba infructuosamente de sacar el florete de su vaina. – Estupendo. ¿Crees que aún estoy a tiempo de ponerme de su lado? Janice arqueó las cejas, le dedicó su mejor mueca a la sureña y, en un par de zancadas, se colocó frente a frente con el conde. Al menos, todo lo frente a frente que le permitía su corta estatura. – Bueno, excelencia. Supongo que ahora toca elegir campo. El conde pareció más sorprendido que molesto. – ¿Campo? ¿Crees acaso que vamos a jugar al tenis, mujer? – Oh, pero no sería deportivo de otra forma. Por ejemplo, en este lado la luz puede deslumbrar al combatiente. Y aquí, el suelo hace un ruido muy molesto... – ¡Estúpidas costumbres americanas! Está bien, terminemos. ¿Qué propones? Janice sacó un dólar bastante deslucido del bolsillo trasero de su pantalón. EZ – Cara, tú escoges, cruz, lo hago yo. ¿Ves la moneda? –preguntó al tiempo que la impulsaba enérgicamente hacia arriba haciéndola girar en el aire. ZQ U – Sí, yo... Antes de que la moneda comenzase a caer, la arqueóloga le asestó una tremenda patada en los genitales y, conforme el hombre se dobló sobre sí, remató la faena estampándole con todas sus fuerzas la empuñadura del florete sobre la nuca. EL Á – ¡Pues entonces mirabas al lado equivocado, perdedor! –rió mientras el cuerpo del conde se desplomaba fláccidamente sobre el suelo, no sin antes llevarse un último puntapié en las costillas. Janice levantó enérgicamente la hoja por encima de la cabeza, dispuesta a descargarla sobre el conde pero, de repente, pareció recapacitar sobre ello y, dejando caer la hoja al suelo, la apartó de una patada. .V – Vamos, Mel, salgamos de aquí. G Melinda ni siquiera se giró para mirar atrás conforme abandonaban de la mansión. Necesitó varios minutos para hacer la pregunta. – Sabes, Jan, por un momento pensé que... bueno... D O – ¿Que iba a matar a Vladinoff a sangre fría? –Janice se encogió de hombros.– A veces es mejor dejar que las cosas sigan su curso natural. PR A – ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi mejor amiga? –Janice sonrió a su pesar.– Quizá como parte del plan de mejora de la nueva y reformada doctora Covington, la próxima vez que pasemos por aquí podrías llevarme a ver algo más de mi agrado... –rió Melinda.– Ya sabes, como la galería de pintura española del museo de Bellas Artes de Budapest. – ¿Y cómo iba a saber yo que te gustaba esa pintura? –refunfuñó Janice con una mueca. – ¡Por favor! Si te conté que llamé Velázquez al gato. –Y Champolion al perro y eso no significa que... euh. Cambiemos de tema. Mientras se alejaban del lugar entre risas, Janice suspiró aliviada. Tal como había supuesto, Melinda no se giró para mirar atrás. Nunca lo hacía. Atrás, la muerte en forma de turba de furiosos campesinos, ahora libres de la influencia del conde, acudía a una cita largamente postergada. <-- Anterior FIN TU OPINIÓN EN EL FORO