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P R O F E C Í A

Autora: Ellie.

Prefacio.

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60.000 años a. C. – En los confines de la Vía Láctea. Avanzaba. Avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas. Se
había perdido su belleza, en el instante en que dejó atrás su mundo y su ser. Atrás, atrás quedaban civilizaciones completas:
maravillosas, hermosas... o destructivas y crueles; tierras y mundos: áridos, inhumanos o fértiles; formas y colores, pues
había encontrado en el camino fuentes de luz, donde nacían los padres de la vida: los soles. Pero ya no importaba la belleza
de las nebulosas, ni que hubiera visto a los agujeros negros, monstruos invencibles, señores de la oscuridad, tragando con
su fuerza a la luz. No importaba porque el único ocupante iba llorando por el mundo perdido, por su mundo. No importaba
porque iba dormido, acumulando rabia en sueños, colgado boca abajo en un letargo de miles de años que lo llevaba a
ninguna parte. Pero cuando encontrase un nuevo hogar, una nueva casa, renacería. Haría de esa tierra su nueva patria, y los
suyos, su especie, volverían a renacer.
Sólo necesitaba una cosa: esperar. Avanzaba, avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas un bólido milenario en
busca de un mundo oxigenado que diera cobijo a su cansancio, hasta que su dueño se despertase.

 

6 de junio de 1941 – Egipto.

El sol estaba en su apogeo en el cielo, no parecía importarle que estuviera causando estragos entre excavadores y obreros.
En una de las pocas tiendas alzadas en aquella gran extensión de hombres trabajando en la tierra, irrumpió un muchacho sin
aliento:
– ¡Doctora Covington! ¡Doctora Covington!

– ¿Qué pasa Mai? ¿No ves que estamos ocupadas?

– Doctora, tiene que venir a ver esto, venga a ver esto...

Janice Covington alzó la vista del plano de excavación y examinó la urgencia en la voz del muchacho. Miró tras de sí,
observando a Melinda Pappas que se encontraba con el ceño fruncido mordiendo la montura de sus gafas. Eso hizo que la
arqueóloga rubia sonriese ante la familiaridad del gesto. Volviendo su atención al muchacho, ya seria, asintió con la cabeza y
se dispuso a seguirlo:
– Más te vale que sea importante, tesoro.

Tras recorrer largos pasillos, aguantar intermitentes bufidos de impaciencia por parte de la doctora Covington, y la locuaz
verborrea de miss Pappas, Mai llegó por fin a una de las paredes, corazón de la pirámide de Kefrén. Mai indicó un pequeño
grupo de personas en mitad de la enorme sala, rodeada de jeroglíficos y puertas a otras cámaras e infinitos senderos
laberínticos.
– Encantado de conocerla señorita Covington.

Un hombre de mediana edad la saludó, pelirrojo, vestido como un estúpido lord inglés que se había salido de alguna novela
de aventuras sobre la India colonial, con su gorro y pantalones cortos definitivamente ridículos. Extendió su mano hacia
Covington que lo miró de arriba abajo.
– ¿Y usted es...? –preguntó la arqueóloga en su rutinario tono irónico.

– Oh, sí claro... ¡por supuesto, qué insolencia por mi parte! Pues faltaría más decirle que yo soy Percebal Maxwell, asociado
de Maxwell & Maxwell... aunque, muchos de nuestros clientes prefieren dejarlo en "M&M". Uh, y permítame decirle, señorita,
ya que he hecho mi introducción, que los calificativos de preciosa y encantadora que he oído de usted, en boca de mi colega,
le hacen verdadera justicia, ¡sí señora!
Janice se quedó en silencio. Ahora se miró a sí misma de arriba abajo. Sus pantalones estaban llenos de polvo, sólo llevaba
puesta una vieja camisa de su padre, y bajo su sombrero sus cabellos dorados eran una mata desaliñada y sucia. Tenía
arena hasta en las orejas. ¿Preciosa y encantadora, eh? Con su mejor sarcasmo, inquirió en el mosqueo que este
hombrecillo inglés le provocaba:
– ¿Y se puede saber qué colega suyo le ha hablado maravillas de mí? –dijo escéptica esperando recibir como respuesta algún
nuevo embuste.
El hombre pelirrojo sonrió abiertamente. Pareció ignorar a Covington, pero le respondió sin mirarla mientras se dirigía con los
brazos alzados hacia la persona detrás de la arqueóloga.
– La señorita Pappas, por supuesto –contestó finalmente.
A Janice Covington se le calló la mandíbula al suelo cuando vio al patético Percebal enroscarse en Melinda Pappas y dar
saltos de júbilo a su alrededor, con pequeños besos de amigo, tomaduras de manos y sonrisas que Mel parecía devolver
encantada. Y pasaron largos minutos para Covington antes de que empezara a crecer dentro de ella una insoportable
incomodidad que sólo sabía romper de una forma:
– Sí, bueno, ¿oiga, le importaría ir al grano de una puñetera vez?
– ¡Janice!
Mel recriminó la grosería de su colega. Jan observó cómo su compañera cogía de la mano a Percebal y la agarraba
firmemente. Covington se dió la vuelta, y continuó hablando mientras disimulaba de espaldas, haciendo como que observaba
los jeroglíficos.
– ¿Quiero decir... para qué ha venido hasta aquí? –preguntó Covington aclarándose la garganta.
Mel y Percebal se colocaron al lado de la arqueóloga observando también los jeroglíficos.
– Oh, bueno. Verá. Mi compañía está extendiendo sus horizontes y hemos venido hasta aquí para poder realizar algunas
gestiones rutinarias para establecernos en el extranjero. Así que, bueno, en fín, me he acordado de mi queridísima amiga
Mel, y me he dicho ¡caracoles, una oportunidad como esta no se tiene dos veces en la vida!
– Ajá –Covington dijo sin interés alguno mientras trataba de contener la risa.

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¿Caracoles? Esa expresión no la usaba ni su vieja ama de cría.
– ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, Percie? –preguntó Mel con un claro entusiasmo.
¿Percie? ¿Qué demonios...?

– Sólo unos pocos días, querida. Quizá llegue a la semana, no lo sé. ¡Los negocios son los negocios, ya lo sabes! ¿Verdad,
Janice? –Covington se giró ante el sonido de su nombre de pila en la voz de este hombre. Él la miró a los ojos–¿Puedo
llamarte Janice? –dijo.
En ese instante, Covington volvió sus ojos a los del hombre entusiasmado. Si las miradas matasen, Percebal Maxwell habría
sufrido una muerte muy dolorosa.
– No –la seriedad de la arqueóloga fue tajante.

Las dos personas ante ella se ruborizaron. Mel quizá por la extrañeza de ver a Janice actuando de esa forma. Lo hacía con
muchos indeseables, eso estaba claro, pero con amigos de ella... Y Percebal Maxwell, él estaba más bien consternado por la
insensibilidad de Covington. Aún no se explicaba qué hacía una chica como Mel con alguien como ella... con una... una...
¡una rastrera saqueadora de tumbas!
Pero Janice tenía claro que no iba a dejar que ningún niño de papá la humillase o se creyera que podía hacerlo, si no, ¿a qué
había venido su referencia hacia ella cuándo habló de "los negocios"? No, no podía permitirlo. Y menos delante de Mel. La
sombra de la fama de su padre seguía pesando sobre ella por mucho que intentaba limpiar su nombre. El nombre de ambos.
Y no iba a dejar que eso pudiera apartarla de la primera persona en la que había confiado en toda su vida, en la que estaba
empezando a confiar, más bien.
– Bueno, ¡mira qué hora es, Mel! Casi las cinco, ¿qué tal si salimos fuera y nos tomamos un té, eh, querida? –la irritante voz
del tipo sacó a Janice de sus sueños.
– Suena realmente interesante, ¡tengo un montón de cosas que contarte! –Mel parecía realmente encantada con la oferta.
– Lo mismo digo, preciosa, lo mismo digo. ¿Se apunta, eh... señorita... Covington?
– No. No se preocupe. Voy a trabajar un poco más... hoy.

Y tan ruda como bruscamente Janice echó a andar hacia la parte más alejada de la cámara, dejando a Mel con la
consecuente insistencia en la punta de la lengua.
– En ese caso... –apenas acertó a decir el inglés.

Janice trató de entretenerse con cualquier tontería con tal de evitar el contacto con los otros dos, con lo cual, se perdió la
última mirada desesperada de preocupación y duda que su compañera le envió por encima del hombro, mientras era
arrastrada hacia afuera por el ridículo explorador de nombre Percebal Maxwell.
Janice dio un largo suspiro y se sacó el sombrero un instante, limpiándose el sudor de la frente. Pensó que ésta iba a ser una
semanita muy larga. En ese momento, Mai volvía corriendo de un encargo de alguno de los excavadores, probablemente. Lo
retuvo por el antebrazo.
– Oye Mai. Hazme un favor. La próxima vez que me saques de la tienda para perder el tiempo con tipos pelmazos y horteras
recuérdame que no te haga caso.
– No sé de qué está hablando doctora.

– Pues de qué voy a estar hablando del amigo de... ¿Antes tú no te referías al tipo ese, a No–se–qué Maxwell, el amigo de
Mel?
– ¿Eh? No, señora. Yo me refería a lo que ha descubierto el señor Harrer.

El muchacho señaló en la dirección del tumulto de gente trabajando sobre los jeroglíficos.
– ¿Harrer? ¿Ha...? ¡Hans!
– ¡Jan! –una voz llamó, proveniente del grupo, en la parte posterior de la sala.
– ¡Hans! ¿Por qué no me avisaste de que estabas aquí? –dijo Covington, mientras se fundía en un abrazo cálido con el
apuesto Harrer, un hombre alto, rubio, joven y definitivamente mejor vestido que Maxwell.
– Bueno, lo he hecho – señaló a Mai, que se encogió de hombros y echó a correr ocupado seguramente en un nuevo recado–
Pero parece ser que había cosas más importantes que yo, como la hora del té, por ejemplo.
Janice frunció el ceño preguntando.
– Veo que ya has conocido a mi colega Maxwell –sonrió Harrer.
– ¿Qué?
Apareció una sonrisa más amplia si cabe en la cara del hombre.
– Sí. Yo soy el 50% de M&M, aunque evidentemente no me apellido Maxwell. Decidimos dejar el nombre así porque era cosa
de sus antepasados.
– ¡Demonios, Hans, mira a dónde te ha llevado la vida! –Janice estaba incrédula.
– ¿A qué te refieres? – preguntó el atractivo joven siempre sonriendo con un brazo sobre los hombros de la doctora.

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– Bueno, pasaste de ser uno de los mejores astrónomos que he conocido al socio de... ¡de un maldito loro inglés gilipollas y
lameculos!
Harrer estalló en una carcajada que hizo eco en la estancia eterna de la pirámide.

– ¡Oye, no será para tanto, que Percie no es tan malo... una vez que te acostumbras a él! Además, qué hay de tí. Quién te
iba a decir que llegarías a andar por el mundo adelante revolviéndoles las tripas a toda cuanta reliquia hay, con nada más y
nada menos que la hija del profesor Pappas.
Janice sonrió ante el comentario, aunque no quiso mostrarse demasiado complacida.
– Ha pasado mucho tiempo –dijo Janice volviendo a un tono serio.

– Sí. Mucho. –Harrer contestó encontrando unos intensos ojos verdes.

Bruscamente el hombre retiró el brazo que arropaba a su vieja colega como espantado por un calambre.
– Hay una razón expresa por la que he venido aquí, Jan.
– Lo sé. Negocios.

– No es sólo eso. Ven, quiero enseñarte algo.

Caminaron hacia el grupo de gente al fondo de la sala.

– Y he venido más como astrónomo, que como empresario –decía suavemente Harrer.

Se paró en seco cuando los agrupados alrededor de una línea concreta de jeroglíficos notaron su presencia y se apartaron
lentamente.
– Hay algo que acaban de descubrir, y vosotras no lo habréis sabido porque estáis trabajando en la esfinge y en Keops,
pero... –Harrer buscó palabras adecuadas que no hicieran demasiado furor en la arqueóloga–¿Hace cuánto que estás
trabajando en esos pergaminos que buscaba tu padre?
– Un año o por ahí –Janice estaba totalmente intrigada.
– ¿Confías en mí, Jan?

La seriedad de Harrer hizo que un puñado de mariposas revoloteran en el cerebro de Covington. De repente, la situación se
tornaba muy incómoda para su gusto.
– Sí, claro. ¿Por qué? –eso serviría como buena respuesta, ¿no era lo que él deseaba oír?.
– ¿Por qué? –repitió él con una enorme sonrisa de fascinación– Mira.

Harrer tendió su mano dejando que los ojos de Janice siguieran el sendero que trazaban: primero, observó una línea que
parecía representar el cielo. Las estrellas. Una gran bola de fuego, el desierto, un objeto grande, enorme, un tributo de los
dioses. Dos mujeres. ¿Dos mujeres? Dos mujeres, y... y un insecto. No. Un insecto no. Un monstruo. O no. La noche, dos
mujeres, un insecto, y cuando llegó al fondo de la línea, Janice dio gracias porque Hans la sostuviera cuando reconoció en un
jeroglífico un dibujo que representaba un objeto circular, una forma que no podía ser otra cosa más que un...
– ¡Chakram! Es el... chakram... de Xena –Janice apenas respiraba.
En ese momento, el siempre oportuno Mai apareció a su lado.
– Mai...

– ¿Sí, doctora Covington?
– Dile a Mel que deje al loro inglés y arrastre su maquillado culo hasta aquí, ¡ya!

 
Capítulo I: El Atardecer
"Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad"
– Refrán
Algún momento en que aún existían dioses, monstruos y héroes– Noreste de África.
Dos figuras femeninas caminaban sobre las dunas doradas del desierto, nadie en kilómetros a la redonda. Para protegerse
del sol llevaban sobre sus cuerpos las túnicas y turbantes necesarios evitando males mayores. Su paso era constante,
decidido, pero ambas comenzaban a notar las primeras sombras del cansancio.
Esto está volviéndose estúpido, pensaba la más joven, pues a quién se le ocurriría caminar bajo el sol ardiente sin comida ni
agua. Claro que ellas eran especiales.

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– Oye, no quiero ser... bueno, no quiero quejarme ni nada de eso ni decir lo de "te lo dije", aunque en este caso sea lo
suficientemente necesario –el tono irónico se resaltó con una leve sonrisa y una patada a la arena mientras caminaba–pero,
¿Xena, de verdad no te parece realmente imprudente haber salido así?
La mujer de pelo azabache se paró a su lado. Sus manos se colocaron reflexivas sobre su cintura y se mordió el labio
inferior mientras giraba hacia su compañera.
– ¿Sabes qué? –dijo desenfadada– Tienes razón.
– ¿Qué?

El casi grito incontrolado de la otra mujer rubia fue una sobrada muestra de incredulidad.
– ¿Ah sí? ¿Y desde cuándo me das la razón túúúúúú a mííííííí? –bromeó.

La otra mujer sonrió, y tan rara era su expresión y tan desconocidas para su eterna acompañante la forma en que sus labios
se disculpaban en silencio por un error desconocido o sus ojos mencionaban una promesa jamás pronunciada, que Gabrielle
borró su sonrisa un instante y sintió vértigo: una punzada que le nació en el corazón e hizo que su respiración la abandonase
un instante. Xena dejó que su sonrisa se quedase sólo en las puertas de sus labios, cerrados, y emprendiendo el camino
cuesta abajo de otra duna más, contestó evitando la mirada de su compañera.
– ¿La razón? –alzó su voz Xena, mientras caminaba–La razón te la he dado siempre... desde el día que te conocí.

Gabrielle dejó a sus músculos sin fuerza, y su mente trató de buscar sentido a la frase. Observó a Xena bajar la duna. Se
sentía incapaz de moverse. Cerró los ojos, respiró hondo, y volvió la vista.
Las formas suaves del cielo anaranjado indicaban que el día iba a morir pronto en las entrañas del horizonte. Aquellas líneas
difuminadas que pintaban el cielo de rojizo al atardecer eran como Xena, se decía Gabrielle. Individualmente presentaban
formas abstractas difíciles de descifrar, formas que parecían fruto de la casualidad, pero cada una tenía su razón de ser, y en
su conjunto formaban aquella hermosísima puesta de sol. Así que con una negación a sí misma manifestada con un meneo
de cabeza, Gabrielle se dispuso a alcanzar a su amiga para poder llegar a tiempo a la próxima ciudad.
Pero antes no se olvidó de añadir una línea indescifrable más, que representaba aquella frase misteriosa de "darle la razón",
al conjunto de formas suaves rojizas, frases y momentos en realidad, que componían el hermosísimo dibujo mental que
había hecho de Xena con las mismas formas de un atardecer.

 

40.000 años a. C. – En las cercanías de Alpha Lyrae (Vega), 26 años luz a la Tierra.

Avanzaba. A la derecha de su carroza de metal divino podía ver una gran estrella blanco azulada, tintineando, alumbrando
con su luz jóvenes porciones de su propia masa despedida por el paso desconsiderado de un reciente cometa. La imagen era
bella, más bella de lo que podía imaginar. Las líneas de la luz jugaban caprichosas como niñas en una fuente de día soleado.
Juraría que las estrellas le sonreían hoy. Cada vez más cerca la posibilidad de encontrar un planeta puro. Los sistemas de
esta estrella frente a sí eran todavía demasiado jóvenes. Reparó en la basura, le costó demasiado franquear los obstáculos
naturales de aquel sistema, a punto estuvo de desviar el rumbo. Pero ahora estaba en el buen camino, acelerando la marcha,
y deseando cambiar las estrellas por cielos azules. Avanzaba.

 

Capítulo II: Sólo lo que vemos
"Muy frecuentemente las lágrimas son la última sonrisa del amor"
– Stendhal
8000 a.C. Noreste de África.
La arena estaba callada. El cielo, en silencio. El sol bañaba todo el territorio. El día era azul, limpio, y el calor ahogaba la
respiración. Pero entonces la paz se turbó cuando desde la bóveda celeste una bola de fuego gigantesca cruzó el horizonte y
se posó sobre la tierra provocando una explosión de arena y viento, de descontrol y caos. El objeto quedó allí, inmóvil, y su
metal resplandecía reflejándose el sol en las curvas suaves de su forma, mientras el Nilo continuaba corriendo ajeno a los
problemas. El monzón llegó con los primeros días del verano que comenzaba, y aquella superficie kilométrica quedó
sepultada bajo el barro y la maleza, con un único ocupante sumergido en letargo, esperando por la vida para ser resucitado
y por el conocimiento ajeno para la resurrección de su especie.
Algún momento antes de nuestra Era...
Bazar de la Ciudad de Hierakómpolis.
– ¿Por qué será que ese sonido histérico de ciertos órganos pidiendo comida me es tan familiar?
– Jaja. No hemos comido nada desde que tuviste la estúpida de idea de volver a meternos en el desierto, Xena. Por lo tanto,
mis tripas tienen todo el derecho a protestar.
– No te quejarás. Te prometí que estaríamos en Hierakómpolis antes de que cayera la noche. Y aquí estamos, ¿no?

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– Ah, entiendo, ¡anota un punto a la Princesa Guerrera! O sea que por eso se supone que debo perdonarte tenerme muerta
de hambre.
– ¿Muerta de hambre? ¡Gabrielle, estás empezando a preocuparme!
– ¿Por qué?

– ¡Cómo qué por qué! ¡Eres un pozo sin fondo!

– Eso no es motivo de preocupación, ¿acaso no sabes qué es lo más legendario sobre tú y yo después de tu leyenda, tu
chakram, mi arte con los sais y la pluma –Gabrielle miró hacia abajo con una mirada picaresca–... y la inmortal peligrosidad
de tus pechos?
Xena dibujó una mueca de molestia.

– No, ¿lo qué? –preguntó entre dientes.
– ¡Mi apetito!

Gabrielle sonrió ampliamente. Xena hizo lo mismo. Adoro esa sonrisa. La bardo rompió la magia sin darse cuenta, volviendo
a la superficialidad de una conversación matinal más.
– Además, ¡no levantes tanto la voz, que la gente empieza a mirarnos!
– Somos griegas, Gabrielle: extranjeras, es normal que nos miren.

– Puede que a ti te guste que todo cuanto mercader se nos cruza nos mire, o una horda de adolescentes que van detrás de
ti comiéndote con los ojos, o seis tipos encapuchados en túnicas negras con largos sables nos acechen como si fuesen a
descuartizarnos, o esos estúpidos taberneros que...
– ¿Qué?

– Que digo que no me hace gracia que me miren los taberneros grasientos como si yo fuese un pedazo de carne o algo
pareci...
– Antes de eso, ¿qué dijiste?

– Xena, tú también comienzas a preocuparme.
– ¿Por qué?

– Si no te conociera mejor, diría que estás envejeciendo: di por hecho que los habías visto –Gabrielle ignoró el bufido de su
interlocutora– Hay seis tipos en la calle que acabamos de pasar vestidos de negro con sables, que nos estaban mirando
detenidamente y la verdad, eso no es muy normal, pero mira, si a ti te parece bien que cotilleen sobre nosotras como si
fuésemos la mismísima Cleopat... ¿Xena? ¿Xenaaaa? ¡Oh, ha vuelto a hacerlo!
– ¡¡Ayayayayayayayaya!!

Xena saltó en el callejón donde los seis hombres acechaban. En un salto ágil estuvo en mitad del círculo que habían
formado. Desenvainó su espada sin dar tiempo a sus enemigos a enterarse de lo que estaba pasando, y emitió una de sus
satisfechas sonrisas al ver el desconcierto de los hombres.
– ¿Es este el puesto de la ropa interior? –preguntó riendo.

El primero atacó por detrás. Con un sable largo trató de sesgar el hombro derecho de Xena, pero sólo consiguió cortar el
aire. Por la fuerza del movimiento el hombre se desplazó un par de metros por delante de la guerrera, y ésta aprovechó
para golpearlo en la espalda y enviarlo por el aire. En ese momento la túnica del mercenario se levantó y la totalidad de su
desnuda anatomía trasera quedó al descubierto. Xena hizo una mueca de asco.
– Gggg... ¡ya veo que no!
Esta vez fue algo más complicado. Los dos que le quedaban a sus espaldas atacaron al mismo tiempo, y otros dos
intentaron hacer lo mismo por delante. Xena mantuvo como pudo las espadas de los de atrás pegadas a la suya, protegiendo
su espalda, mientras que con un golpe magistral de sus piernas se elevó aprovechando la fuerza de empuje que ponían los
que presionaban contra su espada, golpeando con ambas extremidades las caras de los mercenarios que tenía enfrente.
Cuando esos estuvieron bien despachados, Xena aprovechó para girar sobre sí misma y encarar a los restantes. No fue difícil
esquivar unos cuantos golpes y enviarlos de dos buenos puñetazos al otro lado de la calle. Al instante recordó algo: uno,
dos, tres, cuatro, cinco... y seis. ¿Dónde estaba el sexto? Un sonido familiar proveniente del otro lado de la calle la sacó de
dudas: los sais de Gabrielle chocando con otra superficie metálica. Salió de un salto del callejón, a tiempo para ver cómo el
sexto hombre asestaba una puñalada al corazón de su amiga.
– ¡¡¡¡Noooooooooooooooooooooo!!!!
Xena sintió que su propio corazón era el herido cuando un chorro de sangre bañó el pecho de Gabrielle. Sangre de su
sangre, sangre que sentía como propia. Sangre que brotaba de sus venas.
Gabrielle cayó de rodillas, tenía la mirada perdida, los párpados comenzaban a pesarle.
– ¡¡¡Nooooooo!!!

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Un pasillo se abrió entre la muchedumbre aterrorizada y Gabrielle era el final de aquella vista. Xena quiso echar a correr,
quiso socorrerla, pero los cinco hombres que había tumbado hacía un minuto se echaron sobre ella, y uno de ellos la apuñaló
en un costado. Xena apenas pudo zafarse de dos sin apartar la mirada de Gabrielle, gritando su nombre, pero pronto notó
que perdía mucha sangre y las fuerzas no iban a ser suficientes. Gritaba, amenazando a los mercenarios, clamando por
Gabrielle, mientras las lágrimas comenzaban a mezclarse con el sabor a sangre en su boca. Su fuerza se quebrantó. Cayó al
suelo, y notó sobre ella el peso de los hombres mientras hablaban entre ellos en lengua egipcia. Xena extendió su mano en
la dirección de Gabrielle, que ahora la miraba, desangrada, aún de rodillas. La guerrera dibujó una caricia en el aire sobre la
silueta de la bardo, y no tuvo más fuerza para gritar cuando vio cómo el sexto hombre cogía a la joven en brazos y se la
llevaba en su caballo. Su rostro era moreno, sus ojos oscuros, perilla negra, y en el brazo que quedó desnudo cuando subió
a Gabrielle, un tatuaje que parecía la forma de un halcón. Pero su cara... Xena no era de las que olvidaban una cara.
Y entonces la oscuridad ocupó el lugar de la luz.

Despertó fría, en un lugar frío, sobre una cama fría. No obstante, una cálida voz femenina la tranquilizaba.
– ¿Gabrielle... Gabri...?

– Shhh... no digas nada.

Una mano dulce iba limpiando su frente con un trapo húmedo.
– Oh, Gabrielle... he tenido... he tenido un sueño terrible.
– Tranquila. Ya pasó.

– No... tú estabas... estábamos... Dioses, Gabrielle, no pude... no pude salvarte...
– Shhh, ahora estás a salvo. Estás en casa...
– En casa.

– ...estás en Hierakómpolis.

Xena pareció olvidar su fiebre ante la mención de aquella ciudad, y si su sueño no había sido un auténtico sueño, entonces
Gabrielle estaba realmente herida de gravedad, en alguna parte, si es que aún no había... La mano de la guerrera se alzó
bruscamente en el aire y atrapó la de la otra mujer antes de que ésta llevara de nuevo el trapo a su frente.
– ¿Quién eres tú? –preguntó Xena con su tono exigente.
– Sólo alguien que quiere ayudarte.
– ¿Dónde está Gabrielle?

Xena apretó más la muñeca en sus manos, pero la otra mujer no pareció asustarse. En vez de eso, acarició lentamente con
su mano libre la que Xena usaba para bloquear la otra. La guerrera pareció sorprendida y aflojó la presión hasta que la dejó
de nuevo. La mujer se levantó, mostrándose por fin a la poca luz del día que entraba por entre las rendijas de una ventana.
Era una mujer de la misma edad que Xena, incluso un poco más mayor. No era egipcia, y su acento era genuinamente
griego. Su cabello era dorado, no tanto como el de Gabrielle, y sus ojos claros, pero de un color castaño. Llevaba una especie
de vestido marrón adornado con un lazo negro que cubría su cintura. Caminó hacia el otro extremo de la habitación mientras
hablaba de espaldas a Xena. La guerrera aprovechó para observarla mejor, y su mente le recordó un rostro: Najara, le
recordaba a Najara, pero, sorprendentemente, eso no hizo que Xena sintiera un prejuicio hacia la mujer.
– Haces demasiadas preguntas, aunque supongo que en parte ese es tu trabajo.
– ¿El qué? ¿Intimidar? –dijo Xena incorporándose como podía.

– No –la mujer giró para encararla, sonriente.– Conocer a las personas. –dijo– En parte se parece bastante al mío.

– Sí, bueno, hay un par de personas que no van a estar contentas de haberme conocido en cuanto sepa dónde está
Gabrielle.
– Ella no va a volver, Xena.

La Princesa Guerrera alzó la vista y en la habitación el aire se tornó irrespirable. Xena detuvo cada músculo de su cuerpo, y
lo mismo hizo la otra mujer. Sus ojos se clavaron. Xena se levantó, lentamente. Fue entonces cuando fue consciente de que
sólo estaba vestida de cintura para abajo, y que su herida había sido limpiada y vendada. Pero eso no importaba ahora. Se
aproximó a la otra mujer sin perder el contacto visual.
– ¿Qué quieres decir con que ella no va a volver? –preguntó casi susurrando, con miedo a pronunciarlo demasiado alto.
– A donde se la han llevado... no volverá. Aunque pudiera escapar, ella no volverá a ti. Ya no puede. Sólo te digo lo que veo.
Definitivamente eso hizo que la Princesa Guerrera perdiese la paciencia. Con un movimiento casi felino agarró a la mujer
castaña por el cuello y la alzó unos cuantos centímetros por encima del suelo.
– ¿Y tú que sabes? Gabrielle siempre vuelve, ¿entiendes? No sería la primera vez que la hago regresar de la muerte, ¡ella
siempre viene a mí y esta vez no va a ser diferente!
El silencio tomó la batuta de nuevo. La estancia fría volvió a convertirse en una llama que quemaba demasiado a ambas
ocupantes. Xena incapaz de bajar a la otra mujer, y ésta incapaz de pedir ser bajada. Sólo pudo acertar a hacer una
pregunta que vio contestada en los ojos de la guerrera. Con voz cortada por el ahogamiento que Xena estaba imprimiendo
sobre su garganta, la mujer castaña cuestionó:
– ¿Por qué te duele tanto?

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La extraña no continuó porque vio a Xena cayendo al abismo de nuevo, la fuerza la abandonó lo suficiente como para dejar
que la mujer se deshiciese de la presión sobre su cuello. Xena se volvió mirando hacia la cama, incapaz de mostrar lo que
ahora brotaban de sus ojos: lágrimas.
– En ese caso, tranquila. Tenemos tiempo hasta el amanecer. –La mujer parecía saber de lo que hablaba. Por alguna razón
Xena se dejó convencer.– La filosofía egipcia no es muy espiritual con los que no sean faraones –continuó– pero donde yo
me crié había muchas historias de guerreros... Una vez, oí decir a una de las ancianas que el corazón de un guerrero llora
sólo cuando lo hace sangrar el dolor de una espada hundida en el pecho, pero que en raras ocasiones, que a sólo unos pocos
se les concede presenciar, es desgarrado por la fuerza del... amor. –La mujer dijo susurrando, encontrando de nuevo los
ojos de Xena, invitándola a sentarse en la cama, y procediendo a limpiar su herida una vez más.– Nunca creí en la segunda
posibilidad... –sonrió– Hasta hoy, claro.

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sigue -->ción...

Capítulo XVI: Yo, Xena
"El amor es la más noble flaqueza del espíritu"
– John Dryden
Mel, desgarrada por el dolor que sentía en su cuerpo, en su alma, y en su pecho, se acurrucó en una esquina del zulo, sus
piernas recogidas, sus brazos cubriendo su cabeza.
La puerta volvió a abrirse.
– ¿¡Vais a matarme a mí también!? ¡Vamos, ¿por qué no lo haces aquí mismo, eh?! ¡Acaba conmigo, hazme ese favor!
La figura oscura se echó sobre ella. Al principio Mel iba a golpearlo, pero...

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– ¡Oh, cáspita, querida, lo siento tanto...! ¡Me golpearon en la cabeza y me desperté en uno de estos sitios! Esto es enorme,
lleno de estancias raras y pasillos de esos oscuros. ¿Te puedes creer que he tenido que golpear a uno de esos señores tan
groseros con mi propia cabeza? ¡Ha sido horrible, a poco más no salgo vivo! Pero... pero... ¿dónde está Covington, querida?
– ¡Percie, gracias a Dios!

Mel se tiró en los brazos del inglés y lloró en su pecho contándole lo que había ocurrido.

– ¡Oh, encanto, lo siento tanto...! Tenemos que salir de aquí y llamar a la policía, quizá...
– ¿¿Qué??

– He dicho que...

– ¡¡Ya sé lo que has dicho!!

Mel se incorporó. Al mejor estilo Xena, rasgó su falda de arriba a abajo.
– ¿¿Pero... pero... pero qué estás haciendo, Melinda??

Mel agarró al loro inglés por la camisa y lo atrajo pegando su nariz a la de él. Su cara ya no era más la de una niñita
sureña.

– ¡¡Escúchame, maldito gilipollas lameculos!! ¡A partir de ahora, no soy Melinda, soy Xena, ¿entiendes?! ¡La persona que
más quiero en este mundo está a punto de ser ejecutada por esos cerdos nazis, así que como si tengo que ser Mickey
Mouse! ¡La única forma de salvar a Janice es convertirme en Xena, cosa que no ha ocurrido, de modo que simplemente
HARÉ que ocurra! ¡Voy a ir ahí a salvar a mi mejor amiga, con o sin tu ayuda, pero sin ella seguramente fracasaré,
¿entendido?!
– ¿Qué gano yo con eso...? ¡Me van a matar! –Percebal gritó asustado.

Mel pareció buscar una respuesta, y sin abandonar su tono amenazante, dijo:
– ¡Casarte conmigo!

Percebal fue tirado en el suelo. Mel abandonó el zulo. – ¡¡Mueve el culo!! –fue lo último que dijo.

 

Harrer contempló los símbolos en el suelo. El módulo.
– Es enorme –dijo un soldado detrás.
– Sí. Y apesta.

Ambos observaron el enorme capullo, podrido y oscuro, que se alzaba ante la máquina de la resurrección.

Desde el fondo de la enorme sala, se oían ya las quejas del cuerpo semi–consciente de Janice Covington. El grupo de tres
oficiales la bajaban por las escaleras de un pasillo situado en la mitad de la pared izquierda.
– ¡La invitada de honor ha llegado! ¿Cómo te va la vida, Jan? Espero que te hayas despedido de Mel...
– Que te den por culo, Hansy. Aunque seguro que te gusta... ¡aah!

Janice recibió una patada en el estómago, obsequio de uno de los soldados.
Harrer negó con la cabeza acercándose a la arqueóloga.
– Cuida ese lenguaje, pequeña. No es de señoritas hablar de esa manera a un caballero de buen ver.
Janice, ahora arrodillada ante Harrer, con las manos atadas a su espalda, miró a su interlocutor con el desprecio del niño a la
cucaracha.
– Si tú eres un caballero, yo soy Rita Hayworth.
Harrer rió con su más que arquetípica carcajada nazi.
– Nunca digas nunca, querida.
El nazi acarició con un beso la mejilla de su antigua amiga, a modo de despedida.
– Espero que esto funcione –dijo alejándose– aunque en cualquier caso, si sobrevives, te mataremos igual.
– ¿Qué?
Janice fue arrastrada de nuevo hacia el capullo gigante y comenzó a tratar de zafarse de aquellos brazos que la rodeaban.
– ¿Qué vas a hacer? ¡Hans, maldita sea!
Harrer la miró cruzando sus brazos.

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– Sólo matarte. Probaremos contigo la máquina de la resurrección. Viene a ser un proceso sencillo. Ah, y no te preocupes,
Janice, si contigo no funciona, también probaremos con Mel... para estar seguros.
– ¡Cabrón! ¡No la toques, ¿me oyes?! ¡Haz lo que quieras conmigo pero ni se te ocurra tocar a Mel!

La veintena de soldados que estaban allí se dividieron para colocarse a cada lado del cuadrado en el suelo. Entonces
comenzaron a tirar de los paneles, y aparecieron unas escaleras y un sarcófago. El módulo, sin embargo, estaba totalmente
oscuro, cubierto de telarañas y polvoriento.
Arrastraron a Janice hasta el sarcófago, y la colocaron al lado. Un soldado la golpeó, y ella quedó de nuevo en la semi–
consciencia, tirada en el suelo, dolorida e indefensa.
Harrer dio las órdenes en alemán.
– ¡Mátala...!

Cuando el soldado frente a Janice estaba a punto de apretar el gatillo, algo resonó en todo el núcleo.
– ¡Ayayayayayayayayaaaaa!

Toda la estancia se volvió blanca, literalmente, porque sus paredes se iluminaron, una a una, y el módulo cegó con su luz a
todos los soldados. El sonido de todos los paneles blancos de las paredes se fue confundiendo con un zumbido que
aumentaba con ensordecedora sonoridad.
– ¡Está viva! –alguien gritó.

La Matriz comenzó a contraerse, a vibrar: a respirar.

En la confusión del caos, Janice aprovechó para golpear como pudo al soldado que la apuntaba y hacerse con su pistola,
aunque apenas podía andar sin arrastrarse y retorcerse en el dolor. Y entonces la vio.
Frente a ellos, una silueta ensombrecida se alzó. Todos temblaron ante la postura amenazante.

¿Había creído escuchar su grito de guerra? Aquella mirada, aquel gesto... ¡aquel tajo en la falda!
– ¡Xena! –gritó Janice llena de júbilo.

– ¿Xena? ¿¿Cómo que Xena?? –Harrer exclamó en el borde de la histeria.
La mujer sonrió de vuelta a la arqueóloga rubia.
– Es un placer volver a verte, Jan –dijo.
– ¡Matadlaaaaa! –ordenó Harrer.

En ese momento, Percebal Maxwell aparecía sofocado y consternado por uno de los conductos que comunicaban con el suelo.
Se acercó a Xena corriendo y le dio... le dio un chakram en la mano. Después, el susodicho individuo salió despavorido por
donde había venido.
En la mirada de Xena se puso aquella cara de satisfacción y victoria asegurada. Cogió el chakram firmemente en su mano, y
sonrió con aquellos dientes relucientes que anunciaban a los soldados una buena paliza. Todos aligeraron el paso y volvieron
a su mirada desesperada hacia su jefe.
– ¡He dicho que la matéis! – volvió a gritar Harrer.

Los soldados volvieron en la dirección de Xena no muy convencidos.

– ¡Quietos donde estáis! En un abrir y cerrar de ojos le puedo partir el cráneo a quien se mueva con mi fiel... –Xena pareció
quedarse en blanco, luego alzó una ceja convencida– ¡shamdock!
Janice frunció el ceño y emitió una onomatopeya indescrifrable.Oh–oh.
–¡Es Mel! –exclamó el nazi.
Janice observó cómo Harrer sacaba una pistola de su chaqueta y apuntaba hacia la traductora.
– ¡Mel, corre! –gritó desesperada.
Pero Melinda se había quedado en blanco y decidió no moverse de donde estaba.
– ¡No, soy Xena! ¡La Destructora de Naciones, la mismísima Princesa Guerrera! ¡Y te advierto, maldito nazi, que si le haces
algo a Janice, sufrirás mi ira!
Pero la voz de aquella Xena ya no era más la voz del triunfo, la voz de aquella Xena temblaba con el miedo y se fundía en
sollozos amargos. Y sin embargo, Mel permaneció erguida, se atrevió a avanzar unos cuantos pasos, amenazante, y entonces
vio cómo Harrer retrocedía amedrentado.
– ¡Ajá! ¡Tienes miedo! ¡Era de esperar considerando que soy la auténtica Xena!
– ¿Qué coño es eso? –Janice se dijo para sí misma.
Detrás de Mel, una forma humana monstruosa se alzaba, un bicho enorme, oscuro, e intimidante, que miraba a los alemanes
con ojos de depredador. Janice quiso avisar a Mel de lo que tenía tras su espalda pero las palabras no le salieron.
El monstruo desplegó unas alas de insecto que daban revoluciones casi invisibles y saltó sobre Mel.

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La traductora, al ver aquel bicho enorme quiso gritar, pero en vez de eso sólo se cayó dando con el trasero en el suelo y se
cubrió la boca con la mano.
El depredador miró a un asustado alemán con confusión. El soldado quiso echar a correr, pero darle la espalda fue un error.
El bicho lo atrapó por detrás, introduciendo sus seis pequeños brazos salidos de su tórax en la espalda del nazi. El cuerpo se
desangró, y el soldado cayó agonizante en el suelo, herido de muerte. Cuando se quisieron dar cuenta, sobre la veintena de
soldados restantes había una nube negra de bichos alados a los que trataron de eliminar con sus ametralladoras. Pero los
cuerpos de los monstruos parecían estar protegidos por armaduras metálicas adheridas a sus cuerpos y las balas rebotaban
chispeantes sobre ellos. Cada soldado fue cayendo por las puñaladas de los enormes insectos.
Harrer miró a su alrededor aterrorizado. De todos los lugares, de cada enorme pared del núcleo, se estaban desprendiendo
más capullos de aquellos monstruos letales que sin duda lo harían su próxima víctima. Harrer buscó en la desesperación de
la muerte próxima una buena despedida. Y fijó su mirada en Mel.
La pistola apuntó. El seguro fue quitado.

– Puede que Xena fuese una supermujer hace dos mil años, pero ahora no es problema con cualquier revólver cargado... –
enunció su mente enloquecida.
La bala salió. El estómago de Mel fue impactado. Luego, seis pequeños cuchillos en su espalda. El cuerpo de Harrer golpeó el
suelo. En su rostro aún quedaba una sonrisa que recordaba a un tributo hitleriano.

 

– ¡Meeeeel! ¡Oh, Mel, Dios, no! ¡Nooo!

Janice corrió con todas sus fuerzas hasta la traductora. Se arrodilló a su lado tomándola en brazos, ignorando zumbidos,
soldados alienígenas y demás.
– ¿Mel? ¿Mel, me oyes? –Janice lloraba.
– ¿Janice? –preguntó una voz débil.
– ¡Sí, estoy aquí!
– ¿Bien...?

– ¡Sí, estoy bien, estoy bien! ¡Y tú también lo vas a estar, ¿eh?! ¡Te vas a poner bien, venga!

Janice besó con rapidez una frente sudorosa y llevó su mano al estómago de Melinda, sólo para comprobar que la herida era
mortal. Retuvo la mano allí, mezclándose con la sangre.
– No... no... –Mel intentó decir algo.
– Shhh.... tranquila...

Mel negó con la cabeza como si lo que tenía pensado decir fuese demasiado largo. Sabía que no le quedaba mucho.
– Te... quiero.

Y Melinda cerró los ojos.

Al principio Janice permaneció seria. Callada. Ningún sentimiento en sus ojos. Sólo el de la expectación. Luego, pasó a la
incredulidad. Después, la rabia.
– ¡Aaah! ¡Vamos, Mel! ¡Vamos! –Janice agitó el cuerpo inerte en sus brazos– ¡Venga, sé que estás ahí, puedes hacerlo!
¡Demuéstraselo, Mel!
Janice puso un beso sobre los labios de Melinda y después volvió a acunarla en sus brazos con toda la ternura de la que fue
capaz.
– ¡No me abandones, no me abandones! ¡Tú no has huído de nada en tu vida! ¡Vamos, lucha, lucha! ¡Lucha!
Janice Covington rompió en sollozos desconsolados en el pecho de su traductora. Minutos después, se dio cuenta de las
sombras que cubrían la suya propia.
El bicho que había matado al primer alemán la miraba, e incluso parecía conmovido. Aquello partió el corazón de Janice.
Atrajo el cuerpo de Mel contra el suyo, preparándose para ser asesinada también por estos depredadores, pues otra suerte
no podían correr. Cuál fue su sorpresa, cuando miró a su alrededor, y encontró a los miles de soldados alienígenas
arrodillados ante ella y Mel.
En ese instante, un conducto se abrió, y de él salió un chupadísimo anciano, de piel arrugada como el papel papiro, de ojos
afables, sin embargo, con un bastón blanco de cerámica en su mano. Al principio, el hombrecillo parecía confiado, mirando a
los insectos gigantes.
Después, sus ojos se encontraron con los llorosos de Janice, su mirada pareció palidecer un segundo, mientras recorría a Mel
y a Janice, y luego miraba a Janice de nuevo, y de nuevo a Mel, y su mente parecía confundida, perdida, y asustada.

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El hombre se acercó incrédulo hasta ellas, para observarlas mejor, y de su boca sólo salió una frase en antiguo arameo, que
afortunadamente, Janice pudo comprender: – <¡¡No puede ser!!>

 

Capítulo XVII: Resurrección I

"El mejor camino para salir es siempre a través"
– Robert Frost

Cuando llegó al final del oscuro pasillo que el sacerdote le había indicado, Xena contempló a Gabrielle quitándose la túnica
con un poco de torpeza. Sonrió para sí misma, y se mostró a la luz de la estancia.
– ¿Los recuerdas?

Mostrando los sais a su compañera, se fue acercando lentamente hacia ella. Gabrielle los analizó detenidamente con la
mirada para luego observar a Xena totalmente perdida. Negó con la cabeza.
– No tienes ni idea de lo que son, ¿verdad?
Gabrielle sonrió tímidamente.

– Es obvio que sé lo que son, Xena, pero... son como tú. Sencillamente, me resultan familiares pero no logro recordarlos.
Xena recibió otra punzada al corazón con aquella innecesaria comparación.
– Bueno, ¿y qué me dices de esto?

La guerrera mostró un largo cayado de madera que alcanzó a Gabrielle. La rubia lo sujetó firmemente entre sus manos y lo
balanceó un par de veces entre sus dedos. Después, se colocó en una actitud de descanso frente a Xena, el cayado en
vertical descansando en su mano derecha.
– Lo mismo –dijo Gabrielle mirándolo–Sólo que esto parece resultarme mucho más cercano. ¿De dónde lo has sacado?
– Es de un amigo –contestó Xena sonriendo.

Efectivamente, sus sospechas se habían cumplido. A Gabrielle le resultaba más fácil recordar cosas cercanas relacionadas
con su familia. Quizá por eso había comenzado a recordar primero a Hope. Así que las cosas que le hubieran ocurrido más
recientemente no tenían por qué ser las que regresaran con más facilidad. Como los sais.
La observó en aquella postura, con su atuendo de guerrera, el pelo rubio que le había crecido debido a la resurrección, con
aquel gesto tan firme con el cayado que había realizado inconscientemente. Su cuerpo comenzaba a recordar. Quizá la
mente recordase después.
Al darse cuenta de esto Xena sintió la tristeza atacando. Después de tanto tiempo, de haberse probado mutuamente que se
sentían como una verdadera familia la una para la otra, Gabrielle recordaba sólo a su familia de sangre. El recuerdo de Hope
era incluso más importante que el suyo propio. Xena comenzó a convencerse de que la fórmula para que Gabrielle recordase
estaba en eso. Lo que le había dicho Lara era un momento vital, una situación que la hiciese recordar las cosas más
maravillosa de su vida. La familia de Gabrielle... ¿le recordaría acaso sus momentos más felices? No encontrándose en
aquella pregunta, Xena se apenó por la certeza de que le había causado más dolor que felicidad.
Cuando todo esto terminase, regresarían a Poteidia para ver a Lila. Puede que sólo entonces, Gabrielle se encontrase a sí
misma.
– Es hora de pelear –resopló Gabrielle–Por alguna razón, me atrae, pero también estoy asustada.
Xena observó cada trazo del rostro de Gabrielle chispeando con fuerza. Tenía que hacer que se relajara. Se colocó detrás de
ella, mirando su espalda perfecta. Gabrielle habló con la mirada perdida en la boca de uno de los corredores de la enorme
estancia.
– Es curioso como... aafffff...
No pudo continuar sus palabras cuando sintió una mano fría, firme, pero suave, colocada sobre su nuca, acariciándola
débilmente con un masaje.
– ¿Te duele? –la voz de Xena preguntó, más ronca de lo normal.
Los movimientos eran tentadores, provocativos.
– No...
Gabrielle sonó jadeante. La otra mano de Xena subió con cuidado y sensualidad desde el final de su espalda, recorriendo sus
hombros, para unirse con la otra.
– ¿Y ahora?
– Tam–tampoco...

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Gabrielle pensó que era así, pero luego adivinó que Xena no estaba sonriendo. Nerviosa, por alguna razón. Cuando la bardo
comenzó a oír los pensamientos de Xena trató de concentrarse en otra cosa, porque era algo que ni ella misma tenía
derecho a usar en contra de la guerrera.
Xena, por su parte, se preguntaba qué demonios estaba haciendo. Pero se sentía tan bien. Tenía el control y lo sabía.
Eso es, mía y sólo mía. Mía. Eres mía.
– ¿Qué ibas a decir?

– Que... que me siento... –la mano de Xena bajando hasta un costado–...que estoy respondiendo con sensaciones... –la otra
repitiendo el proceso–  ...más que con pensamientos... –un sutil tirón para dar la vuelta–... a esto de estar... –y unos ojos
azules intensos mirando en el fondo de su alma–  ...sin recuerdos...

Los ojos de Xena se cerraron. La mano de Gabrielle subió para acariciar una mejilla suave. La mano siguió su recorrido para
atraer la cabeza de la guerrera.
Los ojos de Gabrielle se cerraron. Sus manos se aferraron a Xena. Sintió el débil empuje de los brazos de la guerrera
atrayéndola. Podía notar la respiración de Xena acercándose, contra la suya. Ahora estaba segura de que en aquel viaje
hacia los labios de Xena, estaba regresando a casa, podía sentir la felicidad, los buenos recuerdos volviendo...
– ¡¡Por Egipto y su rey, acabad con todo!!

Haleb y una cincuentena de hombres de túnicas negras entraron por todos los conductos oscuros que tenían en la pared
frente a ellas.
Xena soltó con rudeza las caderas de Gabrielle. No había tiempo que perder.
– ¡Corre! –gritó Xena.

Gabrielle se metió en uno de los conductos oscuros llevando el cayado. Xena se quedó un instante observando a los
hombres. Su mirada se cruzó con la de Haleb, recordándole que todavía tenía una cuenta pendiente con él. Y que la
cumpliría. El tatuaje de Horus brilló en el brazo del hombre. Xena sonrió con la boca cerrada.
– ¡Muérdeme si puedes! –gritó.

La guerrera se metió en otro conducto distinto y la persecución comenzó.
– ¡¡Matadlas!!

A Xena la siguieron diez. La oscuridad del pasillo acobardaba a los hombres que seguían a la guerrera por el infinito
corredor, en fila india, por la escasa anchura del pasillo. El primero de ellos se detuvo cuando oyó un sonido extraño...
– ¿Oís eso?

El chakram apareció rebotando de lado a lado del pasillo. Las chispas fue lo último que vieron los guardias antes de que uno
a uno fuera cortando sus cuellos con una precisión exacta. Una mano agarró el arma impidiendo que continuara hacia la
salida del corredor. Xena descendió con cuidado del techo, tras los cadáveres sangrantes de los guardias.
– Camino despejado.

Limpiando la sangre del chakram contra su bota, comenzó a correr de nuevo hacia el núcleo.
– ¡No están aquí! ¡No están! ¡Maldita sea!

Haleb vociferaba encolerizado desde la escalera más alta del núcleo. Xena apareció un par de conductos más abajo y buscó
con sus ojos a Gabrielle, que estaba en el centro, junto a la Matriz, con su cayado en posición de ataque. Esa es mi chica.
            El capitán de la guardia real gritó con rabia mientras bajaba corriendo las escaleras metálicas con la intención de
encontrarse con Xena. La guerrera sonrió desenvainando la espada. Luego, Xena observó los treinta guardias restantes que
salían de distintos conductos, algunos más cerca del centro. Apenas le dio tiempo a parar el primer ataque de Haleb antes de
gritar hacia Gabrielle:
– ¡¡Ahora!!
Gabrielle asintió y rápidamente colocó sus manos sobre la Matriz. El capullo gigantesco y doliente aumentó su zumbido y
pareció llenarse de luz por dentro. Lo mismo le ocurrió a Gabrielle.
La bardo gritó algo en el idioma de los Elegidos. Su ejército se levantó.
Cinco guardias que habían aparecido también arriba de todo observaban el resplandor que irradiaba el centro del núcleo. Uno
de ellos se apoyó contra la pared con su espalda.
– ¿Pero qué demonios...?
Cuando se retiró tenía toda la espalda llena de un líquido pegajoso y concentrado. Trataba de quitárselo de la espalda
cuando vio las caras pálidas y sin habla de sus compañeros. Después, sólo sintió como el sonido de unas enormes alas
desplegándose. En su espalda se clavaron seis pequeños cuchillos afilados. Su cuerpo cayó inerte al piso. Ante los cuatro
restantes guardias, un soldado de la Matriz se alzó ignorando el cadáver sobre el suelo. En los más de cinco mil conductos
que poblaban la pared del núcleo, un nuevo soldado se despertaba para obedecer la voluntad de la Elegida.          
Xena dio fuertemente con su espalda contra la barandilla metálica que protegía la escalera. Consiguió golpear el estómago
de Haleb con su pierna y lo envió hasta la pared. Recuperó fuerza en el brazo y envió una estocada firme que hubiera
cortado el hombro de su contrincante. Haleb paró el golpe hincando una rodilla en el suelo.

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– Tranquilo... –dijo Xena–  No es a mí ante quien tienes que arrodillarte...
El hombre empujó con fuerza hacia arriba y Xena retiró la espada rápidamente para volver a atacar con el mismo
movimiento, pero al egipcio le dio tiempo a levantarse para defenderse. Xena hizo que la pelea avanzara escaleras abajo.
Haleb se mantenía bajando de espaldas, mientras que Xena asestaba sus golpes rápidos desde arriba. Entonces la fuerza del
egipcio pareció volverse de hierro. Consiguió con un gesto ágil colocar su espada contra la de Xena, ambas aprisionadas
contra la pared. Xena trató de evadirse pero no tenía otro remedio que soltar su espada. Así lo hizo. El egipcio sonrió con
satisfacción al ver que Xena ya desarmada retrocedía dos escalones. Aplicó toda su fuerza sobre ambas espadas y las
empujó hacia adelante para atravesar a la guerrera.
– ¡Ayayayayaaa!

Xena saltó por encima del egipcio y se colocó detrás de él. Un dedo en el hombro del desconcertado atacante, y la guerrera
echó a correr escaleras abajo.
– ¡Gabrielle!
– ¡Xena!

La bardo se encontraba peleando con uno de los guardias. Xena corrió hacia ella cuando el adversario consiguió desarmarla.
Gabrielle alzó sus manos para protegerse pero el hombre tenía su espada apuntándola decidido. Xena sintió el pánico
creciendo de nuevo. Pero entonces la cara del guardia pasó de crueldad a sorpresa. Su cuerpo cayó al suelo y un soldado de
la Matriz apareció tras él, escondiendo ya sus seis incisivos cuchillos en su tórax de insecto. Lo único que hizo el soldado
alienígena fue ofrecer el cayado a su Elegida, inclinando su cabeza.
Xena recordó que no todos sus problemas habían terminado.
– ¿¡Dónde estáaaaaaaaann!?

Las dos espadas que portaba Haleb resonaron contra el suelo cuando Xena las esquivó saltando más allá de su cintura.
– ¿¡Dónde has metido a los hebreos!?

Otro golpe fue dado queriendo sesgar por ambos lado el cuello de Xena, pero la guerrera se agachó a tiempo.

Una patada por a la cara. Otra al brazo izquierdo. Un giro sobre sí misma, y una patada final al brazo derecho. Haleb estaba
desarmado. Empezaba la verdadera lucha.
El egipcio comenzó un bucle desesperado de puñetazos y patadas que Xena esquivó con saltos. Finalmente, paró uno de los
puñetazos y envió tres golpes con su otra mano al brazo que sostenía. Haleb cayó sobre sí mismo revolviéndose en el dolor
del brazo roto.
Xena recuperó su espada del suelo sin quitar su vista del hombre en el suelo. La volvió a envainar y se giró para observar a
una Gabrielle que brillaba con ojos llenos de orgullo, quizá.
– ¡Xena, cuidado!

Haleb se levantó gritando, cogió su espada y no se dirigió hacia Xena, sino hacia la Matriz.
– ¡Nooooo! –Grabrielle gritó.

En el mar de la confusión, Xena vio a Gabrielle corriendo para interponerse entre aquella espada y la Matriz. Otra vez no.
            Xena emitió de nuevo su grito de guerra y saltó los apenas diez metros entre ella y la Matriz, sólo para caer en el
preciso instante en que la espada trataba de hundirse en el cuerpo de Gabrielle.
Sus ojos se perdieron en los del sorprendido capitán de guardia. Sus manos agarraron el filo de la espada. Luego se
mancharon de sangre. Miró su costado izquierdo, y se sintió cayendo al vacío.

Cuando el cuerpo de Xena hizo contacto con el piso frío y metálico, la vista de la guerrera se difuminó en colores y formas
sin sentido.
– ¡Aaaaah!
El grito de Gabrielle parecía un sollozo desgarrado de rabia. Con una rapidez increíble, desenvainó la espada de Xena de su
espalda y atravesó a Haleb, desde pecho al final de la espalda. Los ojos del egipcio se pusieron blancos, los de Gabrielle,
enfurecidos. Retiró el arma y miró la sangre con confusión.
Ira, rabia, venganza. Había sentido todo eso como si fuese la primera vez. Pero sabía que no lo era.
Una respiración entrecortada la hizo soltar la espada sin más y arrodillarse ante Xena.   
– ¿Gab... Gabri–elle?
– Shhh... tranquila, tranquila. No hables...
Gabrielle giró a Xena con cuidado, colocando la cabeza de la guerrera sobre sus piernas, sosteniendo su mano. Xena notó
unas lágrimas calientes cayendo en su rostro.
– No... llo–res...
– No. Te vas a poner bien –Gabrielle alzó el rostro decidido al notar la presencia del sacerdote– Vamos a curarte.
Dicho esto, Xena cerró los ojos dolidamente y Gabrielle notó que la presión en su mano desaparecía.

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El sacerdote asintió.

– Sólo aquellos que la Matriz elige son aceptados para utilizar la máquina de la resurrección –el hombre vio el temor en la
cara de Gabrielle, y sonrió–Pero Xena ha demostrado con creces ser una gran defensora de lo que representa.
Un soldado se acercó despacio, con una actitud de respeto hacia Gabrielle, como pidiendo que soltara a Xena para poder
llevarla. Ella se retiró un poco para permitir que el soldado elevara a Xena en sus robóticos brazos, pero le costó más
deshacerse de la mano que sostenía.
El sacerdote miró a Gabrielle. Luego le pidió que dejara ir a Xena, en arameo.

El soldado llevó el cuerpo inerte de Xena frente a la Matriz. Allí, sobre el suelo, una superficie cuadrada de unos ocho metros
tenía en su centro unos paneles con formas simétricas y signos, todo azul. La figura se abrió en dos compuertas que dejaron
ver unas escaleras brillantes, de apenas seis escalones. El módulo relucía, su interior era del blanco intenso de las paredes
que relucían en las otras estancias. Había otro pequeño cuadrado, similar a un sarcófago, que resplandecía más que nada en
el centro.
El soldado bajó con cuidado a Xena, y la dejó en el centro del sarcófago. Salió del módulo y las puertas se cerraron.
Gabrielle dio dos pasos hacia adelante, indecisa. El sacerdote sujetó su brazo indicándole que tuviera paciencia.
– ¿Yo pasé por lo mismo, verdad? –preguntó.
– Todos lo pasamos.
– Lara.

– Sí. También.

– Pero... Xena, ¿me recordará?

– No hay nada por lo que debamos modificar su mente. Lo recordará todo.

La Matriz volvió a aumentar su zumbido, como lo había hecho cuando Gabrielle se había comunicado con ella. Su luz
aumentó, el resplandor fue intenso, y después, el módulo azul pareció llenarse de un líquido. Todo se volvió silencio,
entonces. Nadie dijo nada, aunque el corazón de Gabrielle estaba desesperado.
El zumbido regresó. La Matriz se estabilizó. La luz se apagó. El módulo se vacío. Las puertas se abrieron.
– ¡Xena!

Gabrielle corrió bajando las escaleras del módulo para ayudar a la dolorida y mojada Xena que respiraba con dificultad.
La bardo la meció en sus brazos mientras Xena miraba de un lado a otro preguntándose qué había pasado. Lo último que
recordaba era sangre.
– ¡Lo has hecho! ¡No puedo creer que lo hayas hecho! – Gabrielle lloraba.
– ¿El qué? –Xena preguntó entre una respiración desigual.
Gabrielle se irguió un poco para encararla, sonriendo.
– No me has abandonado.
Xena sonrió.
– Nunca.

Se fundieron en un abrazo. La guerrera podía sentir casi como si nada hubiese ocurrido, nunca.
– Ha llegado el momento de tomar tu lugar, Elegida.
El sacerdote permanecía solemne y recto en la cumbre del módulo, sobre las escaleras brillantes, siempre con su toque
afable de sabio.
Xena y Gabrielle observaron expectantes. El sacerdote sostuvo el cayado de Moisés en sus manos, en horizontal, y lo ofreció
hacia adelante.
– Las plagas se están cumpliendo. Todo Hierakómpolis se estremece, menos la zona de Gosén, donde habitan los hebreos.
Ahora os están esperando. Ve, Elegida, y guía al pueblo para salir de Egipto y hallar su tierra prometida.
Gabrielle soltó con delicadeza a Xena, ahora incorporada, y negó con la cabeza.
– Pero, ¿y vosotros? ¿Qué haréis? ¿Qué hay de la Matriz?
– Has cumplido tu misión aquí, hija mía. Has escrito la historia sagrada sobre las paredes de esta nave...
– ¿Esa historia que inventé?
– No es lo que inventaste –el viejo sonrió–Es sólo lo que veías.
Gabrielle asintió con tristeza.

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– Esperaremos. La selección natural continuará. La Matriz y su primer hijo tienen que adaptarse a la Tierra. Cuando el ciclo
se cumpla, y la vida humana se haya extinguido, emergerán del subsuelo para ocuparla en vuestro nombre. Hasta entonces,
sin embargo, descansarán para estar preparados por si en alguna otra ocasión la ignorancia humana los necesita.
Xena apareció tras Gabrielle.

– ¿Y qué hay de Narmer? Se proclamará faraón, ¿verdad?

– Narmer cumplirá su destino, sí. Pero como rey de Egipto, lo que va a perder en el proceso no le valdrá todo el oro del
reino.
– ¿Vamos a permitir que un tirano reine...?
Xena fue interrumpida.

– Así es como debe de ser, guerrera. Ya deberías saberlo. La Historia es un ciclo de repeticiones que tiene un reflejo en la
eternidad. Narmer reinará, pero eso no es lo importante, pues su vida se disipará en los pergaminos del tiempo como una
mota de polvo en medio del desierto. No así las vuestras.
Gabrielle sostuvo a Xena. Ambas comenzaron a andar hacia las escaleras del módulo.

– Y recuerda siempre, Elegida, que la Matriz está en tu corazón, que eres todo lo que representa, que tienes poder para
cambiar el mundo. Y tú, guerrera, que has demostrado un valor sólo digno de un miembro de su raza, tienes todo el respeto
y agradecimiento de la Matriz y sus soldados, que te juran lealtad eterna.
Ambas mujeres subieron las escaleras exhaustas. En sus rostros había la prueba del agradecimiento.

Gabrielle tomó el cayado de manos del sacerdote, el cual las bendijo a ambas. La bardo tuvo una última pregunta no
formulada, sólo expresada en sus ojos.

– Algún día regresaréis, nos volveremos a encontrar. Y entonces será el momento. Ahora, id, y salvad al pueblo que os
necesita. Ya habéis protegido a este... al que ahora le toca cumplir con dos plagas más para protegeros. Comenzaron a
caminar hacia el fondo del núcleo, escoltadas por un pasillo de miles de soldados alienígenas que extendieron sus alas a su
paso, de rodillas ante ellas, inclinándose, en un juramento de lealtad eterna.

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sigue -->ción...

Capítulo XVIII: Resurrección II
 
"Los recuerdos verdaderos parecían fantasmas, mientras que los falsos eran tan convincentes que sustituían a la realidad"
– Gabriel García Márquez
Janice contempló la figura ante ella unos instantes. Después decidió ignorar la forma patética del anciano y volver a llorar
sobre su amor muerta.
– <¿Cómo?> –preguntó el anciano.
Janice alzó una vista llorosa. Su arameo, como traductora, no era del todo perfecto, y más, con el fuerte acento cerrado de
este hombre.

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– <¿Qué?> –la arqueóloga dijo no entendiendo el significado de la pregunta anterior.

El anciano se arrodilló ante ella y miró el cuerpo sin vida de Mel. Janice hubiera jurado que el anciano se había apenado.
– <Han pasado dos mil años desde que nos vimos, y habéis vuelto. ¿Cómo? Es imposible, vosotras erais mortales...>
– <¿Nosotras?>

En un instante, Janice comenzó a atar cabos. Un momento, ¿podía ser que este hombre las reconociese como Xena y
Gabrielle? ¿Que existiera un parecido físico que hubiera sobrevivido durante generaciones, y que realmente Mel y Janice se
parecieran, aún no sabiendo cuánto, a Xena y Gabrielle? Otra revelación más importante apareció en su mente, ¡la máquina
de la resurrección!
– <No tengo ni idea de qué me habla, se lo juro. Pero ella ha muerto. Ya no hay nada de valor para mí en el mundo... y no
creo que seamos quien usted piensa... yo... sólo la quiero de vuelta>
El anciano asintió, tocando la mejilla húmeda de Janice. La arqueóloga sintió un escalofrío, junto con la convicción de que no
era la primera vez que este hombre hacía un gesto parecido, sobre un rostros parecido.
– <A ella le dije una vez que le debíamos lealtad eterna. A ti, que nunca olvidaras lo que llevabas en tu corazón, en tu poder
para cambiar el mundo. Pese a que han pasado los milenios de nuevo, y mi edad ha sido casi duplicada, veo que no habéis
perdido ninguna de esas cosas. La Matriz os agradece ese don, y por haber salvado una vez su vida, Ella estará siempre en
deuda con tu guerrera>.
La mente de Janice se disparó. ¿Mi guerrera?

Un soldado alienígena se inclinó con la intención de tomar el cuerpo de Mel en sus brazos.

Janice sintió el cosquilleo en la nuca de un déjà vu y disipó aquellos pensamientos agitando su cabeza. El soldado alienígena,
o lo que quiera que fuera, tomó el cuerpo sin vida de Mel en sus brazos, pero Janice todavía sostenía en su mano la de Mel.
– <Déjala marchar sin miedo. Ella siempre vuelve a ti>.

La arqueóloga se dejó llevar por aquellas palabras que el anciano había dicho como si fuese una segunda ocasión para
recitarlas. Mientras el soldado portaba a Mel hacia el cuadrado en el suelo, Janice tuvo tiempo de repasar lo que había
ocurrido en las últimas horas, por primera vez. Miró el chakram de plástico que guardaba en su tienda, allí tirado, en el
suelo, y sonrió. Con el recuerdo de Percebal Maxwell huyendo tras entregárselo a Mel, sintió el ritmo creciente de la ira.
Gilipollas lameculos.
Las compuertas del cuadrado, que se habían vuelto a cerrar mágicamente, tras haber salido del sarcófago, volvieron a
abrirse al tiempo que el soldado llevaba a Mel hacia él.
– <Hay un problema, mi antigua Elegida...> –dijo el anciano.
– <¿Problema?>

– <La Matriz quiere implantar algo en su mente. ¿Sabes lo que eso significa, no es cierto?>
Janice permaneció callada.

– <Perderá tu recuerdo, y el suyo propio...>
– <¿Qué?>

– <Pero el sacrificio, debe hacerse. Además, tú ya sabes cómo hacer que recupere los recuerdos...>

Janice estaba quizá, demasiado cansada, quizá, dispuesta a pagar cualquier precio para recuperar a Mel, así que asintió y se
dirigió hacia el cuerpo inerte de Harrer mientras miraba de reojo los movimientos del soldado que portaba a Melinda. Al final,
a Hans no le había valido la pena.
El resplandor intenso del capullo enorme que estaba en el centro del núcleo la hizo desviar la mirada, sólo para comprobar
cómo Mel era abandonada en el sarcófago, las compuertas cerradas, y el cuadrado cubierto de un líquido. El momento de la
resurrección.
 

Percebal escudriñó el terreno con los ojos. No pensaba salir de su pequeña montañita de seguridad, hasta que no viese las
cosas despejadas. Entonces, el sonido de aquella puerta metálica que habían atravesado para entrar en la barriga de aquella
enorme estructura metálica infernal, se abrió. Sintió el miedo recorriéndole el cuerpo, en especial, la relajación de su
esfínter, y la sensación del pipí peleando por salir. Pero todo pensamiento de miedo se disipó cuando vio el hermoso, aunque
herido rostro de miss Pappas, apoyada en otra doliente Covington, saliendo de la nube de polvo que levantaban a su paso,
arrastrando sus pies. La puerta metálica se cerró tras ellas. Sonó como el sonido de un portazo para siempre.
– ¡Melinda, querida!
Percebal Maxwell se abalanzó sin niguna consideración sobre Melinda Pappas. Janice Covington fue ignorada por completo,
por supuesto.
Mel estaba confusa por la muestra de cariño de este simpático caballero de pelo rojo, así que devolvió el abrazo con la mejor
amabilidad de la que fue capaz, sin herir los sentimientos del inglés. Porque tenía la sospecha de que el hombre era inglés.

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– ¿Tú eres... Percie, no? –Mel preguntó.

Maxwell miró sorprendido a Covington, luego a Mel.
– ¡Claro que sí, tu prometido, querida!

Las mujeres se sobresaltaron ante esta afirmación. Cada una de ellas, por razones muy distintas.

– ¿Mi prometido? –Mel miró hacia Janice. Después se formó una sonrisa, se podría decir que de agrado– ¡Mi prometido!
Melinda se abalanzó sobre Percebal llorando y riendo a la vez.

– ¡Oh, Percie, es horrible, no logro recordar lo que ha ocurrido!

– ¿Ah, no? –Percebal suspiró extrañado–Míralo del lado bueno, así no recuerdas toda la barbarie que hemos sufrido ahí
dentro.
– Quiere decir, Percie, que no puede recordar NADA, ¿entiendes? –Janice dijo con un claro enfado– Nada de nada.
– ¿Oh? –Percebal miró a su prometida– ¿No me recuerdas, caramelito?

¿Qué? Janice maldijo no tener su propia arma para poder disparar a aquel tipo. Pensándolo bien, podría hacerlo con sus
propias manos, pero aquello no haría justicia a lo que sentía por Mel. A lo que sintió, porque ahora, ya no tenía sentido. La
he perdido para siempre. Ella ya no está muerta para mí, pero lo que me ha costado, es que yo estoy muerta para ella... No
me quiere. Quizá nunca lo hizo. Quizá aluciné todo lo que ocurrió ahí dentro. Quizá esto es lo mejor. No, Covington. Es que
es lo mejor, y lo sabes. Así que saca la cabeza de tu propio culo, y hazla feliz de una maldita vez. Déjala libre.
Reteniendo una lágrima en sus ojos, Janice preguntó por el resto de la gente. Maxwell informó de que había nazis en toda la
ciudad del norte, y que el campamento había sido dispersado. Tenían que salir de Egitpo, y sobretodo alejarse de Europa y
poner rumbo a casa, rápido. Maxwell añadió la frase innecesaria de una boda que debía celebrarse.
Percebal indicó que iba a ver si podía encontrar ayuda. Ambas mujeres asintieron y se quedaron solas. Entonces Janice
empezó a buscar la dinamita.
– ¿Qué vas a hacer, por el amor de Dios? –preguntó Melinda.

¿Por el amor de Dios? No, cariño, sino por el tuyo. Janice sintió el punzante martilleo del déjà vu otra vez, pero se dijo que
aquello no eran más que alucinaciones absurdas.
– Esto los tendrá protegidos, por lo menos durante unas cuantas generaciones. No quiero que nadie impida que esa raza que
nos ha salvado la vida sea destruida.
– Eso, Janice. Tengo un montón de preguntas sobre eso.

– Las responderé encantada, si me dejas explosionar esto primero.
– Oh, cómo no.

Mel vio cómo Janice se remangaba y hacía explosionar todo aquel recinto que antes había sido un yacimiento arqueológico.
En su mente, recordó una frase que le pareció estúpida. ¡Saionara, capullo!. ¡Por favor, quién podría haber dicho una
insensatez como aquella al hacer explosionar dinamita!
Janice pareció perdida en la inmensidad del polvo volando, de la nube marrón que se alzó, de los recuerdos que habían
transcurrido allí. De las cosas que jamás podría olvidar.
– ¿Jan?

– ¿Mmm–hmm?
– ¿Antes yo te podía llamar Jan, no?
"Te quiero, Jan" ¡Joder, Covington, para ya!
– Sí, claro.
Janice se giró para encarar a Mel.
– Estamos realmente asquerosas –dijo la traductora.
– Ya...
– Percebal es extraordinario, ¿no crees? Sabes, cuando le vi, cuando se abalanzó sobre mí, sentí una especie de cosquilleo
extraño, como si algo encajase perfectamente.
– Ah.
– Sí.
– ¿Mel?
– Dime.
– ¿No quieres recuperar tus recuerdos?
Se hizo el silencio.

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– Claro que quiero.

– ¿Entonces por qué vas a casarte con él? Quiero decir, ¿estás segura de que le amas?
Más silencio.

– No lo sé. He sentido algo cuando ha dicho que estábamos prometidos. Como si, de repente, yo estuviera purificada de todo
lo malo que he hecho en mi pasado, como si, casarme con él estuviera perfectamente, como si... ¡como si hubiera sido todo
lo que los demás han deseado de mí siempre!
– Ah.

Pero eso no es lo que tú has deseado, la mente de Covington volvió a traicionarla.O, ¿era yo? Ahora ya no estaba segura.
– Hay una forma para que yo recupere mis recuerdos, ¿no es así?

– Eso fue lo que dijo el sacerdote. Pero, tendremos que continuar adelante y ver cómo respondes. Yo no sé qué otro método
utilizar – Janice dijo, no queriendo mostrar tanto pesar como su corazón sentía.
– Entonces tendrás que ayudarme, Jan. Volver a ser mi amiga, como al principio, y enseñarme todo lo que hemos hecho
juntas. ¿Vale?
Como Covington no tenía forma de resistirse a aquella sonrisa, asintió.

Hubo un silencio de miradas cruzadas, y algo había cambiado. Janice ya no podía sentir la electricidad fluyendo entre ellas.
Una Mel sin recuerdos no podía acordarse de las cosas que hubieran podido hacerla enamorarse.
– Siento... siento el terrible deseo de ponerme a escribir fórmulas químicas... Jan...
Mel sintió una especie de jaqueca.

– ¿Qué? –preguntó Janice tratando de sostenerla.

– Mi mente, está disparada... tengo el irrefrenable deseo de escribir curaciones para... enfermedades que ni siquiera existen
todavía... Dios...
– ¿Eso es lo que te implantó la Matriz?
– ¿Qué dices?

– Nada... nada...

Ambas mujeres comenzaron a caminar hacia los caminos polvorientos que conducían a la ciudad más cercana: Tebas.
– Así que, hemos sido socias durante un año –comenzó Mel.
– Eso es.

– Tengo tantas preguntas... no sé por dónde empezar...

Janice sonrió y colocó una mano sobre el hombro de Mel.

– Empecemos por el principio, entonces. Tu nombre es Melinda Lucille Pappas, hija de Anna y Melvin Pappas, descendiente
de Xena, Princesa Guerrera...
– Janice...
– ¿Sí?
– Creo que vas muy rápido para mí.
Janice asintió con la cabeza y sonrió ofreciendo su brazo. Su compañera reflejó el gesto y tomó gustosa la oferta.
La arqueóloga se erizó ante el contacto de Mel, y las sensaciones de sostener un cuerpo sin vida entre sus brazos la cazaron.
Pero cuando, caminando hacia la carretera, recontando los recuerdos que Mel le había contado de su infancia, Jan olvidó la
tristeza momentánea, se dijo que, por ahora, todo era suficiente y el mundo podía dejar de girar si le apetecía.

 

Capítulo XIX: Éxodo
 
"Primero la libertad, después todo lo demás"
– Thomas Jefferson
– ¡No, Xena dijo que la esperásemos!

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– ¡Pero mira los mosquitos, los tábanos, muchacho... están causando estragos entre los egipcios!
– ¡Pero no entre nosotros! ¡Ninguno nos ha atacado! Por favor, esperad un poco más.
– Aa–rón... ¡esa es–es Xe–na!

Moisés y Aarón, y el mar de hebreos que esperaban en las afueras de Hierakómpolis se echaron sobre Xena y Gabrielle con
una confusión en preguntas y reproches.
– ¡Escuchad, no tenemos tiempo para explicaciones! Debemos adentrarnos en el desierto... –Xena explicó.

– ¿En el desierto, estás loca, mujer? –el hombre que había discutido con Aarón gritó desde la marabunta– 

– No está loca. Tiene razón –Gabrielle habló–Oíd. Si os quedáis, Egipto os someterá, Narmer se hará faraón a vuestra costa,
y vuestro pueblo nunca será libre. Pero si dejáis que os guiemos, tendréis una oportunidad para la libertad...
– ¡La libertad no da de comer! –respondió el hombre.

– Eso es cierto –dijo Gabrielle–Pero sí garantiza la sonrisa de vuestros hijos.

Gabrielle acarició el pelo castaño de una niña entre la multitud que los rodeaba. La pequeña sonrió como agradecimiento.
– ¡Yo quiero que mis hijos sean libres! –gritó alguien entre la multitud. La ovación popular se puso del lado de Gabrielle, y al
atardecer, el pueblo hebreo, formado por cientos de miles de hombres, mujeres, y niños, abandonaba Egipto, liderado por la
Elegida.

 

Narmer observaba desde la sala real las líneas doradas del sol cayendo sobre el desierto. En su mente, repasó con cautela
cada profecía cumplida.
Algún que otro sirviente limpiaba todavía los últimos restos de ranas, mosquitos y tábanos, que quedaban por el palacio. Los
animales que habían muerto por la peste eran incinerados en los campos, donde las cosechas se habían perdido a causa del
granizo. Aún había algunos dolientes por las úlceras, y no había remedios de especias para ellos.
Pero faltaban dos plagas. Dos que iban a ser fatales. Y ahora los hebreos marchaban hacia el desierto.
– ¿No me dirás que en serio vas a dejarlos marchar?

Sanai apareció tras su esposo, esbelta y cruel, con ansia de sangre en los ojos.
– Haleb ha muerto, ¿lo sabes, verdad? –el rey permaneció impasible.
– Era de esperar.

– Era una trampa. Los hebreos marchan hacia el desierto. No pienso arriesgarme a perseguirlos.
– ¿Qué estás diciendo...?

– Prefiero perder a los esclavos que algo que me duela más –argumentó el rey.
– ¡¿Y cómo se sostendrá tu reino?!

– Conquistaremos el Bajo Egipto, la tierra de las pirámides. Me proclamaré Faraón.
– Pero no tendrás esclavos.
– Los buscaré.
– ¡Propongo que envíes a todo el ejército con Ramsés al frente! Está deseando demostrarte que es digno de ti...
La primera esposa se acercó a su majestad para envolverlo en un abrazo y besar el bronceado cuello.
– Es fácil, mi rey... o son tus esclavos... o no son nada.
– No.
Narmer se dio la vuelta enfurecido y cruzó la estancia para sentarse en su trono.
– ¡Es por ella! –gritó Sanai–  ¡Ya la han ejecutado, no hay marcha atrás!
– ¡He dicho que no!
Sanai asintió con el gesto de la derrota. Caminó hacia su esposo, pensativo y malhumorado en su trono, y susurró desde las
escaleras.
– Hay que pensar en el poder. Hoy no persigues a Israel. Pero esta noche lo harás. La primera esposa abandonó la sala,
mientras una rana croaba al lado del trono.

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El sacerdote posó sus manos sobre la Matriz. La luz comenzó a irradiar del centro del capullo, del propio sacerdote. Los
soldados se alzaron y comenzaron a desplegar sus alas.
– <¡Marchad, ejército de la Matriz, marchad y cumplid la profecía de la octava plaga, sed las langostas gigantes que pueblen
Hierakómpolis, someted al rey de Egipto y a su dictador pueblo!>
Cinco mil soldados alienígenas se perdieron por los conductos buscando el exterior. La octava plaga había comenzado.

 

Xena y Gabrielle marchaban cubiertas de túnicas pardas. Se pararon alertadas por los comentarios de la gente.

Una mancha negra se estaba posando sobre Hierakómpolis. Salía de las afueras para entrar en el centro de la ciudad. Se
oían gritos despavoridos de terror. Los egipcios se encerraron en sus casas, la marea negra de insectos gigantes sobrevolaba
la ciudad haciéndola suya.
– Es la octava plaga –dijo Gabrielle.

– ¿No irán a matar a alguien, verdad? –preguntó Xena.

– No –la bardo se giró pensativa– Lo peor aún está por llegar.

Xena asintió. No quiso preguntar porque Gabrielle no había querido seguir.
– ¡sigue -->d, no miréis atrás! –gritó Xena.

El exhausto pueblo hebreo continuó su marcha.

La guerrera corrió para poder alcanzar a Gabrielle, Aarón y Moisés.

– Antes del amanecer habremos llegado al mar Rojo, al este –comentó.
– Lo sé –dijo Gabrielle– 

La bardo parecía distante, contestando automáticamente a las preguntas de Xena. Ella y Moisés se retiraron un poco y
siguieron hablando.

– Xena –dijo Aarón– Creo que es mejor que los dejemos. Moisés parece encontrarse bien con ella, es raro en él. Espero que
le venga bien, quizá Gabrielle pueda hacer algo por él.
Xena sonrió, mientras se alejaba con Aarón. – Oh, sí, ya lo creo que puede.

 

A medianoche, cuando Hierakómpolis se había calmado, cuando Narmer daba vueltas en su cama, buscando una solución,
cuando los soldados de la Matriz descansaban de su esfuerzo, el sacerdote notó desde su morada actividad en el núcleo.
La actividad de la Matriz. La décima plaga.
La luz intensa de las paredes resplandecía. La Matriz brillaba cegadora.
Una luz blanca, como aquella, se cernió sobre Hierakómpolis, y se llevó de cada casa egipcia, de cada familia, un hijo. Se los
llevó para siempre.
La actividad en la Matriz paró. La profecía de Lara se había cumplido. Aquella que a ella le dolía tanto...
Una hora más tarde, con el arropo cruel de la noche fría, en toda la ciudad se oían los gritos desgarrados de padres que
habían perdido a un hijo. No hubo una sola casa en donde no hubiese un muerto. Ni siquiera en el Palacio Real.
Narmer sostuvo el cuerpo inerte de Zara entre sus brazos. Su hija, yacía inmóvil, con los ojos cerrados, como en un sueño,
tranquila, sosegada. Quizá ahora estaba reuniéndose con su madre.
Pero perderás lo que más amas, Nemes.
El rey lloró, gritó y se quebró.
– ¡¡Horus!! ¡¡Dioses!! ¿¿Por qué lo habéis permitido?? ¿¿Por qué?? ¿¡Por qué un ser inocente paga mis calamidades!? ¡Ahora
no tengo nada que perder! ¡Lo habéis logrado, he perdido todo lo que amo! ¡Mi amor y mi hija! ¿¿Qué queréis?? ¡¿Que mate
a los hebreos?!

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Con delicadeza, dejó el cuerpo de Zara sobre la cama. Posó un último beso sobre la frente dormida de su hija, y marchó
hacia la sala real. Todo el palacio lloró por Zara, como lloraba todo Hierakómpolis. Todos, menos cierta primera esposa y su
hijo, que media hora más tarde, partía hacia el este con seiscientos jinetes escogidos y todos los carros de Egipto.

 

– Es inmenso... –Gabrielle susurró a Xena.

– ¡¡Nos persiguen, nos persiguen!! ¡Gabrielle, Xena!

Los gritos de Aarón se oían entre la multitud. El muchacho llegó sofocado hasta ellas.

– ¡He hablado con los del final, y es cierto, el ejército egipcio viene tras nosotros, con un batallón de carros y jinetes!
Moisés, que no se separaba de Gabrielle, miró a las dos mujeres que parecían tan perdidas como él mismo.
Xena comenzó a poner su mente en marcha.

– Sería fácil escondernos, pero con el mar de por medio y tanta gente, es imposible...
– ¿A cuánto tiempo están? –Gabrielle interrumpió.
– A una hora, puede que menos –contestó Aarón.
– Una hora... –suspiró Gabrielle.

Xena, observó a su amiga confundida. De hecho, era la primera vez que tenía ocasión de observarla detenidamente después
del incidente en la nave. Gabrielle estaba realmente liderando a los hebreos. Realmente era una Elegida. Comenzaba a
comprender toda la grandeza de aquello por primera vez. Comenzaba a atraerla tanto, como a asustarla. Volvió a sentir el
deseo de recorrerla con su mano, como lo había hecho en la nave. Agitando la cabeza, disipó aquellos pensamientos y se
concentró en el problema.
El mar Rojo se extendía ante los hijos de Israel con los vientos del Oriente soplando fuerte. Entonces Xena se percató de que
ella y Aarón estaban sólos entre la multitud, de que todos habían guardado silencio. En la playa, Gabrielle estaba metida en
el agua con Moisés. El agua cubría a ambos por las rodillas.
Xena cuestionó a Aarón con la mirada y el muchacho se encogió de hombros.
Entonces ocurrió.

Gabrielle pidió a Moisés que se retirara un poco. Ella se adentró más en el agua.
Xena entrecerró los ojos preguntándose lo que se proponía.
Gabrielle alzó su cayado. El viento arremetió.

Gabrielle hundió el cayado en el agua con un grito, con un golpe fuerte, preciso, con toda su fuerza.

El mar comenzó a separarse, las aguas a la izquierda del cayado hundido en el agua comenzaron a arremolinarse hacia un
lado. Las de la derecha hicieron lo mismo.
Del asombrado público salieron gritos de admiración, sorpresa, júbilo o miedo, pero allí mismo, Gabrielle tenía el mar Rojo
dividido en dos, a cada lado, una enorme muralla de agua que parecía retenida por una pared invisible.
Gabrielle por fin se volvió sacando el cayado del agua. Parecía agotada, pero sonrió indicando el pasadizo mágico que se
abría ante la multitud.
Xena le sonrió también.
– ¡Vamos! –indicó a Aarón–  ¡No hay tiempo que perder!
El muchacho se quedó atrás, medroso de avanzar.
Xena volvió hacia él con un gesto de comprensión.
– Oye, ya sé que eso mete miedo, pero tú y yo tenemos que pasar para dar fe a la gente.
– Si tú lo dices... –Aarón asintió no muy convencido.
Reuniéndose con Gabrielle y Moisés, los cuatro avanzaron por entre la seca tierra flanqueada por muros de agua.
Los hebreos, se quedaron atrás, mirando desde la playa, todos temerosos de meterse por aquel túnel que muchos
murmuraban, debía ser una ilusión. La niña que había acariciado en el momento de convencerlos, se deshizo de la mano de
su madre, y corrió hacia los cuatro en el pasadizo. Su madre llamó por ella asustada, pero ni una sola gota de agua se
desprendió de los muros. La pequeña reclamó a Gabrielle que la cogiera en brazos, y esta aceptó encantada con una enorme
sonrisa. Así, los hebreos comenzaron a adentrarse en el espacio ocupado por el mar Rojo, espacio ahora vacío por las
maravillas de una Elegida. O de la Matriz.

 

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Una hora más tarde, los carros egipcios llegaban al principio, en la otra orilla. Xena podía contemplarlos desde el final del
túnel. Sólo estaba ella a la vista. Ella y Gabrielle, que apareció más tarde. La guerrera permanecía inmóvil mirando los
movimientos de los egipcios.
– Se están preparando para pasar –dijo Xena.

– Xena... es que no van a conseguirlo, ¿y lo sabes, no?

– Sí. Pero también sabes tú que no depende de ti. – Sí, sí que depende de mí. Pero...

 

– ¡Señor! ¿De veras estáis seguro de que debemos pasar?

– ¡Por supuesto que lo estoy! Si un hebreo camina por el mar Rojo, un egipcio vuela sobre el mar Rojo...
– Ramsés, es vuestra decisión. Cuando ordenéis, estamos listos para cruzar.

El primogénito del rey Narmer bajó un brazo como señal y flajeló a sus caballos para que atravesaran el túnel con la mayor
rapidez posible.
Gabrielle tomó el cayado entre sus manos, en horizontal.
– Será mejor que te alejes un poco –susurró.

Xena salió del agua mirando la mancha de hebreos caminando apresurados. Ya sólo Moisés y Aarón esperaban en la playa,
junto a ellas.
Gabrielle echó una última mirada a los carros que levantaban la arena seca de lo que era un mar. Cerró sus ojos suspirando
profundamente, y alzó el cayado en el aire. Un golpe de gracia bajó el palo enterrándolo en la tierra, y Gabrielle pareció
fundirse con él en un abrazo que Xena encontró incalculablemente bello.
El mar colapsó a sus pies. Xena hubiera jurado que se arrodillaba ante Gabrielle.

Las dos murallas se derrumbaron sin provocar ni un sólo efecto colosal, en simétrica perfección, el agua volvió a la calma, y
el mar pareció no haber sido separado jamás.
Gabrielle permaneció allí, pegada al cayado, con los ojos cerrados, inmóvil. Ahora el agua ya le cubría hasta la cintura.
Xena se acercó a ella, y sin más, la abrazó.

En la distancia del agua salada, aún se oían los gritos ahogados del ejército egipcio. Ramsés, yacía ya en el fondo del mar.

sigue -->
sigue -->ción...

Capítulo XX: The Path Not Taken
 
"Mas las sirenas tienen un arma mucho más terrible que su canto, esto es, su silencio".
– Franz Kafka6 de junio de 1941 – Egipto.
Janice miró de nuevo a la feliz pareja ante ella y se sintió a si misma siendo apuñalada una y otra vez.
– Enhorabuena –dijo con voz queda.

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Aquella noche de cena frente al río Hudson, la última que pasarían los tres juntos antes de bifurcarse el camino de Janice,
Percebal la había elegido como el momento para hacer el compromiso oficial. Un anillo con una enorme piedra preciosa en el
centro era ofrecido a Melinda Pappas. Demasiado hortera para el gusto de Covington, aunque lo que le dolía, en realidad, era
que ella nunca podría haberle regalado algo como eso.
– Es precioso –la arqueóloga necesitó toda su fuerza para sonreír y mentir a la vez.

Mel depositó encantada un tímido beso en su compañero de mesa. El trío volvió a quedarse en silencio. Janice podía adivinar
las manos entrelazadas por debajo de la mesa. Estaba deseando que llegara mañana.
Mientras, Percebal era un hombre tan feliz, que podía notar como el pipí reclamaba su salida de nuevo. Qué curioso que en
un hombre tan admirable como él, la felicidad y el miedo fuesen dos sentimientos totalmente contrapuestos que tenían la
misma reacción física sobre su cuerpo...
– Señoras, si me disculpan, este aventurero siente la llamada de la naturaleza. Vuelvo enseguida, caramelito.
El inglés desapareció y Janice respiró. O no.

– ¿De veras tienes que irte? –una voz dulce preguntó.

La arqueóloga notó una mano suave sobre la suya, encima de la mesa, y de repente su plato de tortellini perdió todo el
interés.
– Sabes que sí.
Mel suspiró.

– ¿Por qué ahora?

Janice miró a su compañera, como quien reprime a un niño testarudo.
– Hay una guerra de por medio, Mel.

– ¿Y yo qué? –Mel se revolvió en su silla soltando a la arqueóloga– ¿Yo no te necesito? ¡Ah, ya lo entiendo, a Mel que la
zurzan, yo me iré a pasarlo bien pateando culos alemanes...!
Janice alzó una ceja. Una nueva faceta en las lagunas mentales de Melinda eran sus expresiones verbales. A su acento
sureño se habían unido las expresiones más arcaicas y desfasadas para expresar su malestar, y no parecía importarle decir
alguna que otra palabrota de vez en cuando.
– No es eso. Mira, sé que es duro, lo de... lo de tus recuerdos, pero una forma de que recuperes tu memoria está en
analizar los pergaminos. Para hacer que vuelvas a ser la de antes, tengo que encontrar el pergamino de lo que ocurrió en
Hierakómpolis.
Melinda resopló con sarcasmo.

– Volaste la maldita excavación, ¿no se te pasó por la cabeza que pudiera estar allí?

– No. ¿Ves cómo no lo recuerdas? Himmler tiene el original. Necesito volver a Europa.

Mel comenzó a agarrar cosas con las que jugar nerviosamente: la servilleta, el tenedor...
– ¿Y si te ocurre algo? ¿Entonces, qué? Ya no quedará nada, ni para mí, ni para ti.

– Mel... tengo que hacer algo. Esa guerra es horrible. Tengo que... ¡no puedo quedarme de brazos cruzados, maldita sea! Si
fueras tú misma lo...
Janice no pudo cortarse a tiempo y vio el rostro de Melinda volviéndose rojo intenso. Podía oír ya lo que se le venía encima.
– ¿Yo misma? ¡Ah, yo misma! ¡Comprendo! ¿La Mel que hay ahora no te gusta? ¿No es de su agrado, doctora Covington? ¡Lo
siento, no tenemos otra! ¡Se nos han acabado las que vienen con memoria propia!
Janice se revolvió incómoda en su silla y bebió un sorbo rápido de su whiskey doble.
– ¡Mel, por favor, no levantes la voz!
– No me trates como si fuera una niña, Jan. Puede que no tenga recuerdos, pero sigo siendo una adulta –entonces las
facciones de Mel cambiaron y se volvieron calculadoras, frías– Dime, Janice... ¿qué cambiarías? ¿Qué me haría ser la Mel de
antes? ¿Que haría tu Mel que no haría yo?
Janice no se pudo retener. Contestó automáticamente, manteniendo la mirada de su amiga.
– Ella no se habría casado con Percebal.
Mel se congeló. Su cuerpo se quedó inmóvil. Apenas pudo ir retirándose lentamente hacia atrás, para acurrucarse contra su
silla todo lo que pudiera. Se le estaba encogiendo el corazón. Janice permanecía seria, dolida.
– ¿Le quieres? –preguntó la arqueóloga.
Mel reaccionó con la acción de un autómata.
– ¡Qué pregunta! ¡Por supuesto que le quiero!
Janice no movió un músculo.
– Pero, ¿estás enamorada de él?
Y Melinda miró al río. Los reflejos de las luces sobre el agua.

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– Sí... bueno... supongo que es amor. Ya no puedo saber si quiera cómo se sentía el amor.
– Sí puedes saberlo.

Melinda ignoró inconscientemente el susurro de Janice.

– Sólo sé que cada día tengo un sueño muy raro, y que a cada vez se intensifica más.
Janice se tensó.

– ¿Quieres que te lo cuente?

Mel alzó la vista para ver un rostro desconcertado, y conmovido.
– ¿Jan, te encuentras bien? Estás toda pálida.

– Sí, sí. Es sólo que... creo que necesito volver al hotel. Tengo que dormir y prepararme para mañana.
– Oh...

Janice se levantó con prisa y estuvo a punto de salir corriendo, sin despedida, ni nada. Pero su corazón pudo más y se volvió
para encarar a Mel con una sonrisa. Se acercó a ella, y se agachó, tomándole la mano.
– Melinda Pappas –comenzó con las orejas ardiéndole. Tomó aire para soltarlo de carrerilla– Eres la mejor persona que
conozco, mi amiga, y mi socia. Cualquiera de las decisiones que tomes en tu vida, sé que serán correctas, porque tú eres
una persona correcta. Jamás perdiste la compostura ante mis cabezonerías ni me dejaste desfallecer cuando ya no veía la
salida. Así que, todo lo que puedo decir es que Percebal es el hombre más afortunado de este mundo, y que espero que
nuestros caminos se vuelvan a encontrar pronto. Mientras tanto, yo volveré a Europa para poder encontrar la forma de
recuperar tus recuerdos –Janice se acercó a ella y la besó en la mejilla. Se mantuvo ahí un buen rato, y luego continuó hacia
el oído– Gracias por el mejor año de mi vida. –susurró.
Sin más, Janice Covington abandonó la sala.

Melinda se quedó allí, contemplando la silla vacía frente a ella.
En ese momento, Percebal regresaba.
– ¿Eh, a dónde ha ido Janice? ¿Mel?

– Ha... ha tenido que marcharse, no se encontraba bien...

– Oh, vaya, es una pena. ¿Le has preguntado a qué dirección le enviamos la invitación?
Mel sintió un golpe en el corazón.
– ¿Eh?

– La dirección...

– No... la verdad, no...

Melinda se dio cuenta de que esta era la primera vez que estaba sola. Es decir, que desde que había perdido la memoria,
desde que había salido de aquella nave, allí, en Egipto, era la primera vez que estaba sin Janice. Percebal estaba a su lado,
perdido en comentar cualquier otra cosa. Pero Melinda comenzó a sentir el vacío creciendo cada vez más y sintió miedo de
que la pérdida de Janice la hiciera quedarse como la silla solitaria que tenía frente a ella.

 

El teléfono sonó, y del cúmulo de oscuridad salió la pequeña luz de una lámpara luchando con los ojos adormecidos de la
arqueóloga.
– ¿Diga?
– ¿Janice Covington?
– Sí...
– Soy Howard Gardner, capitán de las Fuerzas Especiales Aliadas, la llamo desde París... eh... ¿la he despertado?
– Bueno, Howard, ahora mismo aquí son las tres de la mañana y dentro de dos horas tengo que coger un avión para Madrid,
así que me ha hecho un favor...
– Oh... Verá doctora, le llamo porque hemos encontrado algunas cosas muy interesantes que pensamos, podrían ser de su
interés –se oyó un estruendo al otro lado de la línea– ¿Doctora...?
– Continúe, continúe... ¿dónde coño está el maldito interruptor?
– Eh... pues, como le digo, hemos estado trabajando los últimos meses en documentar y tratar de encontrar las reliquias
que los nazis han saqueado por toda Europa, y nuestro equipo de arqueólogos ha dado con algo sumamente interesante, que
según han dicho, es su especialidad...

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– ¿Y de qué se trata si puede saberse?
– En principio, es un pergamino de escritura griega que hemos fechado alrededor del tres mil antes de Cristo, aunque nadie
se atreve a asegurar nada hasta que usted venga aquí y lo vea por su misma... ¿doctora Covington? ¿Doctora, sigue ahí...?
El silencio se cortó de repente con una voz más que entusiasmada. – Howard, creo que tú y yo vamos a hacernos muy
buenos amigos...

 

Capítulo XXI: La Tierra Prometida
 

"Para abrirse un nuevo camino hay que ser capaz de perderse"
– Jean Rostand

Gabrielle permaneció sonriente mientras Xena jugaba con los niños. Jugaba con los niños... dioses, debía ser eso algo
extraño en su amiga, pues toda Gabrielle se sentía enrarecida pero agradada con esto. Xena se dejaba tirar, agarrar,
despeinar, acariciar y hasta gritar. Tenía una horda de diez pequeños señores de la guerra alrededor de ella y no parecía
molestarla.
– Aarón, ¿podrías llamar a tu hermano, por favor? Xena y yo partiremos al atardecer.
– ¿De veras tenéis que dejarnos?

Gabrielle indicó al muchacho que se sentase junto a ella. Miles de hogueras se esparcían por toda la zona desértica,
cocinando las reservas de comida. El sol estaba en su apogeo en el cielo, el murmullo de gente sonaba distinto, y feliz.
– Ya hemos terminado aquí. Debemos seguir nuestro camino. Especialmente yo. Necesito recuperar mis recuerdos...
– ¡Podríais quedaros con nosotros y juntos haremos recuerdos nuevos!
Gabrielle sonrió bajando su mirada.

– No es así de sencillo, y lo sabes –Aarón se volvió entristecido– Ahora escúchame bien...
La bardo esperó unos segundos a que el muchacho la volviese a encarar por sí mismo.
– ¿Sabes lo que le ha ocurrido a tu madre, verdad?
Aarón asintió nervioso, sin mediar palabra.

– No debes estar triste. Lo que hizo fue por vosotros. Debéis estar orgullosos.
Una lágrima vagó por la mejilla del muchacho.
– Lo sé –sollozó el chico.

Gabrielle sostuvo el rostro del joven entre sus manos y limpió las lágrimas.

– Ahora tienes que prometerme que cuidarás de tu hermano, que no lo dejarás. Se va a abrir una nueva época para
vosotros en la que te va a necesitar más que nunca.
El chico paró de llorar de repente e irguió su mirada.
– ¿A qué te refieres? –preguntó confuso.
– Moisés es el auténtico profeta. Va a heredar mi derecho de encomienda.
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La profecia de Ellie

  • 1. L A P R O F E C Í A Autora: Ellie. Prefacio. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m 60.000 años a. C. – En los confines de la Vía Láctea. Avanzaba. Avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas. Se había perdido su belleza, en el instante en que dejó atrás su mundo y su ser. Atrás, atrás quedaban civilizaciones completas: maravillosas, hermosas... o destructivas y crueles; tierras y mundos: áridos, inhumanos o fértiles; formas y colores, pues había encontrado en el camino fuentes de luz, donde nacían los padres de la vida: los soles. Pero ya no importaba la belleza de las nebulosas, ni que hubiera visto a los agujeros negros, monstruos invencibles, señores de la oscuridad, tragando con su fuerza a la luz. No importaba porque el único ocupante iba llorando por el mundo perdido, por su mundo. No importaba porque iba dormido, acumulando rabia en sueños, colgado boca abajo en un letargo de miles de años que lo llevaba a ninguna parte. Pero cuando encontrase un nuevo hogar, una nueva casa, renacería. Haría de esa tierra su nueva patria, y los suyos, su especie, volverían a renacer. Sólo necesitaba una cosa: esperar. Avanzaba, avanzaba lenta y torpe sobre la marea de estrellas un bólido milenario en busca de un mundo oxigenado que diera cobijo a su cansancio, hasta que su dueño se despertase.   6 de junio de 1941 – Egipto. El sol estaba en su apogeo en el cielo, no parecía importarle que estuviera causando estragos entre excavadores y obreros. En una de las pocas tiendas alzadas en aquella gran extensión de hombres trabajando en la tierra, irrumpió un muchacho sin aliento: – ¡Doctora Covington! ¡Doctora Covington! – ¿Qué pasa Mai? ¿No ves que estamos ocupadas? – Doctora, tiene que venir a ver esto, venga a ver esto... Janice Covington alzó la vista del plano de excavación y examinó la urgencia en la voz del muchacho. Miró tras de sí, observando a Melinda Pappas que se encontraba con el ceño fruncido mordiendo la montura de sus gafas. Eso hizo que la arqueóloga rubia sonriese ante la familiaridad del gesto. Volviendo su atención al muchacho, ya seria, asintió con la cabeza y se dispuso a seguirlo: – Más te vale que sea importante, tesoro. Tras recorrer largos pasillos, aguantar intermitentes bufidos de impaciencia por parte de la doctora Covington, y la locuaz verborrea de miss Pappas, Mai llegó por fin a una de las paredes, corazón de la pirámide de Kefrén. Mai indicó un pequeño grupo de personas en mitad de la enorme sala, rodeada de jeroglíficos y puertas a otras cámaras e infinitos senderos laberínticos. – Encantado de conocerla señorita Covington. Un hombre de mediana edad la saludó, pelirrojo, vestido como un estúpido lord inglés que se había salido de alguna novela de aventuras sobre la India colonial, con su gorro y pantalones cortos definitivamente ridículos. Extendió su mano hacia Covington que lo miró de arriba abajo. – ¿Y usted es...? –preguntó la arqueóloga en su rutinario tono irónico. – Oh, sí claro... ¡por supuesto, qué insolencia por mi parte! Pues faltaría más decirle que yo soy Percebal Maxwell, asociado de Maxwell & Maxwell... aunque, muchos de nuestros clientes prefieren dejarlo en "M&M". Uh, y permítame decirle, señorita, ya que he hecho mi introducción, que los calificativos de preciosa y encantadora que he oído de usted, en boca de mi colega, le hacen verdadera justicia, ¡sí señora! Janice se quedó en silencio. Ahora se miró a sí misma de arriba abajo. Sus pantalones estaban llenos de polvo, sólo llevaba puesta una vieja camisa de su padre, y bajo su sombrero sus cabellos dorados eran una mata desaliñada y sucia. Tenía arena hasta en las orejas. ¿Preciosa y encantadora, eh? Con su mejor sarcasmo, inquirió en el mosqueo que este hombrecillo inglés le provocaba: – ¿Y se puede saber qué colega suyo le ha hablado maravillas de mí? –dijo escéptica esperando recibir como respuesta algún nuevo embuste. El hombre pelirrojo sonrió abiertamente. Pareció ignorar a Covington, pero le respondió sin mirarla mientras se dirigía con los brazos alzados hacia la persona detrás de la arqueóloga. – La señorita Pappas, por supuesto –contestó finalmente. A Janice Covington se le calló la mandíbula al suelo cuando vio al patético Percebal enroscarse en Melinda Pappas y dar saltos de júbilo a su alrededor, con pequeños besos de amigo, tomaduras de manos y sonrisas que Mel parecía devolver encantada. Y pasaron largos minutos para Covington antes de que empezara a crecer dentro de ella una insoportable incomodidad que sólo sabía romper de una forma:
  • 2. – Sí, bueno, ¿oiga, le importaría ir al grano de una puñetera vez? – ¡Janice! Mel recriminó la grosería de su colega. Jan observó cómo su compañera cogía de la mano a Percebal y la agarraba firmemente. Covington se dió la vuelta, y continuó hablando mientras disimulaba de espaldas, haciendo como que observaba los jeroglíficos. – ¿Quiero decir... para qué ha venido hasta aquí? –preguntó Covington aclarándose la garganta. Mel y Percebal se colocaron al lado de la arqueóloga observando también los jeroglíficos. – Oh, bueno. Verá. Mi compañía está extendiendo sus horizontes y hemos venido hasta aquí para poder realizar algunas gestiones rutinarias para establecernos en el extranjero. Así que, bueno, en fín, me he acordado de mi queridísima amiga Mel, y me he dicho ¡caracoles, una oportunidad como esta no se tiene dos veces en la vida! – Ajá –Covington dijo sin interés alguno mientras trataba de contener la risa. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m ¿Caracoles? Esa expresión no la usaba ni su vieja ama de cría. – ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí, Percie? –preguntó Mel con un claro entusiasmo. ¿Percie? ¿Qué demonios...? – Sólo unos pocos días, querida. Quizá llegue a la semana, no lo sé. ¡Los negocios son los negocios, ya lo sabes! ¿Verdad, Janice? –Covington se giró ante el sonido de su nombre de pila en la voz de este hombre. Él la miró a los ojos–¿Puedo llamarte Janice? –dijo. En ese instante, Covington volvió sus ojos a los del hombre entusiasmado. Si las miradas matasen, Percebal Maxwell habría sufrido una muerte muy dolorosa. – No –la seriedad de la arqueóloga fue tajante. Las dos personas ante ella se ruborizaron. Mel quizá por la extrañeza de ver a Janice actuando de esa forma. Lo hacía con muchos indeseables, eso estaba claro, pero con amigos de ella... Y Percebal Maxwell, él estaba más bien consternado por la insensibilidad de Covington. Aún no se explicaba qué hacía una chica como Mel con alguien como ella... con una... una... ¡una rastrera saqueadora de tumbas! Pero Janice tenía claro que no iba a dejar que ningún niño de papá la humillase o se creyera que podía hacerlo, si no, ¿a qué había venido su referencia hacia ella cuándo habló de "los negocios"? No, no podía permitirlo. Y menos delante de Mel. La sombra de la fama de su padre seguía pesando sobre ella por mucho que intentaba limpiar su nombre. El nombre de ambos. Y no iba a dejar que eso pudiera apartarla de la primera persona en la que había confiado en toda su vida, en la que estaba empezando a confiar, más bien. – Bueno, ¡mira qué hora es, Mel! Casi las cinco, ¿qué tal si salimos fuera y nos tomamos un té, eh, querida? –la irritante voz del tipo sacó a Janice de sus sueños. – Suena realmente interesante, ¡tengo un montón de cosas que contarte! –Mel parecía realmente encantada con la oferta. – Lo mismo digo, preciosa, lo mismo digo. ¿Se apunta, eh... señorita... Covington? – No. No se preocupe. Voy a trabajar un poco más... hoy. Y tan ruda como bruscamente Janice echó a andar hacia la parte más alejada de la cámara, dejando a Mel con la consecuente insistencia en la punta de la lengua. – En ese caso... –apenas acertó a decir el inglés. Janice trató de entretenerse con cualquier tontería con tal de evitar el contacto con los otros dos, con lo cual, se perdió la última mirada desesperada de preocupación y duda que su compañera le envió por encima del hombro, mientras era arrastrada hacia afuera por el ridículo explorador de nombre Percebal Maxwell. Janice dio un largo suspiro y se sacó el sombrero un instante, limpiándose el sudor de la frente. Pensó que ésta iba a ser una semanita muy larga. En ese momento, Mai volvía corriendo de un encargo de alguno de los excavadores, probablemente. Lo retuvo por el antebrazo. – Oye Mai. Hazme un favor. La próxima vez que me saques de la tienda para perder el tiempo con tipos pelmazos y horteras recuérdame que no te haga caso. – No sé de qué está hablando doctora. – Pues de qué voy a estar hablando del amigo de... ¿Antes tú no te referías al tipo ese, a No–se–qué Maxwell, el amigo de Mel? – ¿Eh? No, señora. Yo me refería a lo que ha descubierto el señor Harrer. El muchacho señaló en la dirección del tumulto de gente trabajando sobre los jeroglíficos. – ¿Harrer? ¿Ha...? ¡Hans! – ¡Jan! –una voz llamó, proveniente del grupo, en la parte posterior de la sala. – ¡Hans! ¿Por qué no me avisaste de que estabas aquí? –dijo Covington, mientras se fundía en un abrazo cálido con el
  • 3. apuesto Harrer, un hombre alto, rubio, joven y definitivamente mejor vestido que Maxwell. – Bueno, lo he hecho – señaló a Mai, que se encogió de hombros y echó a correr ocupado seguramente en un nuevo recado– Pero parece ser que había cosas más importantes que yo, como la hora del té, por ejemplo. Janice frunció el ceño preguntando. – Veo que ya has conocido a mi colega Maxwell –sonrió Harrer. – ¿Qué? Apareció una sonrisa más amplia si cabe en la cara del hombre. – Sí. Yo soy el 50% de M&M, aunque evidentemente no me apellido Maxwell. Decidimos dejar el nombre así porque era cosa de sus antepasados. – ¡Demonios, Hans, mira a dónde te ha llevado la vida! –Janice estaba incrédula. – ¿A qué te refieres? – preguntó el atractivo joven siempre sonriendo con un brazo sobre los hombros de la doctora. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Bueno, pasaste de ser uno de los mejores astrónomos que he conocido al socio de... ¡de un maldito loro inglés gilipollas y lameculos! Harrer estalló en una carcajada que hizo eco en la estancia eterna de la pirámide. – ¡Oye, no será para tanto, que Percie no es tan malo... una vez que te acostumbras a él! Además, qué hay de tí. Quién te iba a decir que llegarías a andar por el mundo adelante revolviéndoles las tripas a toda cuanta reliquia hay, con nada más y nada menos que la hija del profesor Pappas. Janice sonrió ante el comentario, aunque no quiso mostrarse demasiado complacida. – Ha pasado mucho tiempo –dijo Janice volviendo a un tono serio. – Sí. Mucho. –Harrer contestó encontrando unos intensos ojos verdes. Bruscamente el hombre retiró el brazo que arropaba a su vieja colega como espantado por un calambre. – Hay una razón expresa por la que he venido aquí, Jan. – Lo sé. Negocios. – No es sólo eso. Ven, quiero enseñarte algo. Caminaron hacia el grupo de gente al fondo de la sala. – Y he venido más como astrónomo, que como empresario –decía suavemente Harrer. Se paró en seco cuando los agrupados alrededor de una línea concreta de jeroglíficos notaron su presencia y se apartaron lentamente. – Hay algo que acaban de descubrir, y vosotras no lo habréis sabido porque estáis trabajando en la esfinge y en Keops, pero... –Harrer buscó palabras adecuadas que no hicieran demasiado furor en la arqueóloga–¿Hace cuánto que estás trabajando en esos pergaminos que buscaba tu padre? – Un año o por ahí –Janice estaba totalmente intrigada. – ¿Confías en mí, Jan? La seriedad de Harrer hizo que un puñado de mariposas revoloteran en el cerebro de Covington. De repente, la situación se tornaba muy incómoda para su gusto. – Sí, claro. ¿Por qué? –eso serviría como buena respuesta, ¿no era lo que él deseaba oír?. – ¿Por qué? –repitió él con una enorme sonrisa de fascinación– Mira. Harrer tendió su mano dejando que los ojos de Janice siguieran el sendero que trazaban: primero, observó una línea que parecía representar el cielo. Las estrellas. Una gran bola de fuego, el desierto, un objeto grande, enorme, un tributo de los dioses. Dos mujeres. ¿Dos mujeres? Dos mujeres, y... y un insecto. No. Un insecto no. Un monstruo. O no. La noche, dos mujeres, un insecto, y cuando llegó al fondo de la línea, Janice dio gracias porque Hans la sostuviera cuando reconoció en un jeroglífico un dibujo que representaba un objeto circular, una forma que no podía ser otra cosa más que un... – ¡Chakram! Es el... chakram... de Xena –Janice apenas respiraba. En ese momento, el siempre oportuno Mai apareció a su lado. – Mai... – ¿Sí, doctora Covington? – Dile a Mel que deje al loro inglés y arrastre su maquillado culo hasta aquí, ¡ya!  
  • 4. Capítulo I: El Atardecer "Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad" – Refrán Algún momento en que aún existían dioses, monstruos y héroes– Noreste de África. Dos figuras femeninas caminaban sobre las dunas doradas del desierto, nadie en kilómetros a la redonda. Para protegerse del sol llevaban sobre sus cuerpos las túnicas y turbantes necesarios evitando males mayores. Su paso era constante, decidido, pero ambas comenzaban a notar las primeras sombras del cansancio. Esto está volviéndose estúpido, pensaba la más joven, pues a quién se le ocurriría caminar bajo el sol ardiente sin comida ni agua. Claro que ellas eran especiales. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Oye, no quiero ser... bueno, no quiero quejarme ni nada de eso ni decir lo de "te lo dije", aunque en este caso sea lo suficientemente necesario –el tono irónico se resaltó con una leve sonrisa y una patada a la arena mientras caminaba–pero, ¿Xena, de verdad no te parece realmente imprudente haber salido así? La mujer de pelo azabache se paró a su lado. Sus manos se colocaron reflexivas sobre su cintura y se mordió el labio inferior mientras giraba hacia su compañera. – ¿Sabes qué? –dijo desenfadada– Tienes razón. – ¿Qué? El casi grito incontrolado de la otra mujer rubia fue una sobrada muestra de incredulidad. – ¿Ah sí? ¿Y desde cuándo me das la razón túúúúúú a mííííííí? –bromeó. La otra mujer sonrió, y tan rara era su expresión y tan desconocidas para su eterna acompañante la forma en que sus labios se disculpaban en silencio por un error desconocido o sus ojos mencionaban una promesa jamás pronunciada, que Gabrielle borró su sonrisa un instante y sintió vértigo: una punzada que le nació en el corazón e hizo que su respiración la abandonase un instante. Xena dejó que su sonrisa se quedase sólo en las puertas de sus labios, cerrados, y emprendiendo el camino cuesta abajo de otra duna más, contestó evitando la mirada de su compañera. – ¿La razón? –alzó su voz Xena, mientras caminaba–La razón te la he dado siempre... desde el día que te conocí. Gabrielle dejó a sus músculos sin fuerza, y su mente trató de buscar sentido a la frase. Observó a Xena bajar la duna. Se sentía incapaz de moverse. Cerró los ojos, respiró hondo, y volvió la vista. Las formas suaves del cielo anaranjado indicaban que el día iba a morir pronto en las entrañas del horizonte. Aquellas líneas difuminadas que pintaban el cielo de rojizo al atardecer eran como Xena, se decía Gabrielle. Individualmente presentaban formas abstractas difíciles de descifrar, formas que parecían fruto de la casualidad, pero cada una tenía su razón de ser, y en su conjunto formaban aquella hermosísima puesta de sol. Así que con una negación a sí misma manifestada con un meneo de cabeza, Gabrielle se dispuso a alcanzar a su amiga para poder llegar a tiempo a la próxima ciudad. Pero antes no se olvidó de añadir una línea indescifrable más, que representaba aquella frase misteriosa de "darle la razón", al conjunto de formas suaves rojizas, frases y momentos en realidad, que componían el hermosísimo dibujo mental que había hecho de Xena con las mismas formas de un atardecer.   40.000 años a. C. – En las cercanías de Alpha Lyrae (Vega), 26 años luz a la Tierra. Avanzaba. A la derecha de su carroza de metal divino podía ver una gran estrella blanco azulada, tintineando, alumbrando con su luz jóvenes porciones de su propia masa despedida por el paso desconsiderado de un reciente cometa. La imagen era bella, más bella de lo que podía imaginar. Las líneas de la luz jugaban caprichosas como niñas en una fuente de día soleado. Juraría que las estrellas le sonreían hoy. Cada vez más cerca la posibilidad de encontrar un planeta puro. Los sistemas de esta estrella frente a sí eran todavía demasiado jóvenes. Reparó en la basura, le costó demasiado franquear los obstáculos naturales de aquel sistema, a punto estuvo de desviar el rumbo. Pero ahora estaba en el buen camino, acelerando la marcha, y deseando cambiar las estrellas por cielos azules. Avanzaba.   Capítulo II: Sólo lo que vemos "Muy frecuentemente las lágrimas son la última sonrisa del amor" – Stendhal
  • 5. 8000 a.C. Noreste de África. La arena estaba callada. El cielo, en silencio. El sol bañaba todo el territorio. El día era azul, limpio, y el calor ahogaba la respiración. Pero entonces la paz se turbó cuando desde la bóveda celeste una bola de fuego gigantesca cruzó el horizonte y se posó sobre la tierra provocando una explosión de arena y viento, de descontrol y caos. El objeto quedó allí, inmóvil, y su metal resplandecía reflejándose el sol en las curvas suaves de su forma, mientras el Nilo continuaba corriendo ajeno a los problemas. El monzón llegó con los primeros días del verano que comenzaba, y aquella superficie kilométrica quedó sepultada bajo el barro y la maleza, con un único ocupante sumergido en letargo, esperando por la vida para ser resucitado y por el conocimiento ajeno para la resurrección de su especie. Algún momento antes de nuestra Era... Bazar de la Ciudad de Hierakómpolis. – ¿Por qué será que ese sonido histérico de ciertos órganos pidiendo comida me es tan familiar? – Jaja. No hemos comido nada desde que tuviste la estúpida de idea de volver a meternos en el desierto, Xena. Por lo tanto, mis tripas tienen todo el derecho a protestar. – No te quejarás. Te prometí que estaríamos en Hierakómpolis antes de que cayera la noche. Y aquí estamos, ¿no? V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Ah, entiendo, ¡anota un punto a la Princesa Guerrera! O sea que por eso se supone que debo perdonarte tenerme muerta de hambre. – ¿Muerta de hambre? ¡Gabrielle, estás empezando a preocuparme! – ¿Por qué? – ¡Cómo qué por qué! ¡Eres un pozo sin fondo! – Eso no es motivo de preocupación, ¿acaso no sabes qué es lo más legendario sobre tú y yo después de tu leyenda, tu chakram, mi arte con los sais y la pluma –Gabrielle miró hacia abajo con una mirada picaresca–... y la inmortal peligrosidad de tus pechos? Xena dibujó una mueca de molestia. – No, ¿lo qué? –preguntó entre dientes. – ¡Mi apetito! Gabrielle sonrió ampliamente. Xena hizo lo mismo. Adoro esa sonrisa. La bardo rompió la magia sin darse cuenta, volviendo a la superficialidad de una conversación matinal más. – Además, ¡no levantes tanto la voz, que la gente empieza a mirarnos! – Somos griegas, Gabrielle: extranjeras, es normal que nos miren. – Puede que a ti te guste que todo cuanto mercader se nos cruza nos mire, o una horda de adolescentes que van detrás de ti comiéndote con los ojos, o seis tipos encapuchados en túnicas negras con largos sables nos acechen como si fuesen a descuartizarnos, o esos estúpidos taberneros que... – ¿Qué? – Que digo que no me hace gracia que me miren los taberneros grasientos como si yo fuese un pedazo de carne o algo pareci... – Antes de eso, ¿qué dijiste? – Xena, tú también comienzas a preocuparme. – ¿Por qué? – Si no te conociera mejor, diría que estás envejeciendo: di por hecho que los habías visto –Gabrielle ignoró el bufido de su interlocutora– Hay seis tipos en la calle que acabamos de pasar vestidos de negro con sables, que nos estaban mirando detenidamente y la verdad, eso no es muy normal, pero mira, si a ti te parece bien que cotilleen sobre nosotras como si fuésemos la mismísima Cleopat... ¿Xena? ¿Xenaaaa? ¡Oh, ha vuelto a hacerlo! – ¡¡Ayayayayayayayaya!! Xena saltó en el callejón donde los seis hombres acechaban. En un salto ágil estuvo en mitad del círculo que habían formado. Desenvainó su espada sin dar tiempo a sus enemigos a enterarse de lo que estaba pasando, y emitió una de sus satisfechas sonrisas al ver el desconcierto de los hombres. – ¿Es este el puesto de la ropa interior? –preguntó riendo. El primero atacó por detrás. Con un sable largo trató de sesgar el hombro derecho de Xena, pero sólo consiguió cortar el aire. Por la fuerza del movimiento el hombre se desplazó un par de metros por delante de la guerrera, y ésta aprovechó para golpearlo en la espalda y enviarlo por el aire. En ese momento la túnica del mercenario se levantó y la totalidad de su desnuda anatomía trasera quedó al descubierto. Xena hizo una mueca de asco. – Gggg... ¡ya veo que no! Esta vez fue algo más complicado. Los dos que le quedaban a sus espaldas atacaron al mismo tiempo, y otros dos intentaron hacer lo mismo por delante. Xena mantuvo como pudo las espadas de los de atrás pegadas a la suya, protegiendo su espalda, mientras que con un golpe magistral de sus piernas se elevó aprovechando la fuerza de empuje que ponían los
  • 6. que presionaban contra su espada, golpeando con ambas extremidades las caras de los mercenarios que tenía enfrente. Cuando esos estuvieron bien despachados, Xena aprovechó para girar sobre sí misma y encarar a los restantes. No fue difícil esquivar unos cuantos golpes y enviarlos de dos buenos puñetazos al otro lado de la calle. Al instante recordó algo: uno, dos, tres, cuatro, cinco... y seis. ¿Dónde estaba el sexto? Un sonido familiar proveniente del otro lado de la calle la sacó de dudas: los sais de Gabrielle chocando con otra superficie metálica. Salió de un salto del callejón, a tiempo para ver cómo el sexto hombre asestaba una puñalada al corazón de su amiga. – ¡¡¡¡Noooooooooooooooooooooo!!!! Xena sintió que su propio corazón era el herido cuando un chorro de sangre bañó el pecho de Gabrielle. Sangre de su sangre, sangre que sentía como propia. Sangre que brotaba de sus venas. Gabrielle cayó de rodillas, tenía la mirada perdida, los párpados comenzaban a pesarle. – ¡¡¡Nooooooo!!! V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Un pasillo se abrió entre la muchedumbre aterrorizada y Gabrielle era el final de aquella vista. Xena quiso echar a correr, quiso socorrerla, pero los cinco hombres que había tumbado hacía un minuto se echaron sobre ella, y uno de ellos la apuñaló en un costado. Xena apenas pudo zafarse de dos sin apartar la mirada de Gabrielle, gritando su nombre, pero pronto notó que perdía mucha sangre y las fuerzas no iban a ser suficientes. Gritaba, amenazando a los mercenarios, clamando por Gabrielle, mientras las lágrimas comenzaban a mezclarse con el sabor a sangre en su boca. Su fuerza se quebrantó. Cayó al suelo, y notó sobre ella el peso de los hombres mientras hablaban entre ellos en lengua egipcia. Xena extendió su mano en la dirección de Gabrielle, que ahora la miraba, desangrada, aún de rodillas. La guerrera dibujó una caricia en el aire sobre la silueta de la bardo, y no tuvo más fuerza para gritar cuando vio cómo el sexto hombre cogía a la joven en brazos y se la llevaba en su caballo. Su rostro era moreno, sus ojos oscuros, perilla negra, y en el brazo que quedó desnudo cuando subió a Gabrielle, un tatuaje que parecía la forma de un halcón. Pero su cara... Xena no era de las que olvidaban una cara. Y entonces la oscuridad ocupó el lugar de la luz. Despertó fría, en un lugar frío, sobre una cama fría. No obstante, una cálida voz femenina la tranquilizaba. – ¿Gabrielle... Gabri...? – Shhh... no digas nada. Una mano dulce iba limpiando su frente con un trapo húmedo. – Oh, Gabrielle... he tenido... he tenido un sueño terrible. – Tranquila. Ya pasó. – No... tú estabas... estábamos... Dioses, Gabrielle, no pude... no pude salvarte... – Shhh, ahora estás a salvo. Estás en casa... – En casa. – ...estás en Hierakómpolis. Xena pareció olvidar su fiebre ante la mención de aquella ciudad, y si su sueño no había sido un auténtico sueño, entonces Gabrielle estaba realmente herida de gravedad, en alguna parte, si es que aún no había... La mano de la guerrera se alzó bruscamente en el aire y atrapó la de la otra mujer antes de que ésta llevara de nuevo el trapo a su frente. – ¿Quién eres tú? –preguntó Xena con su tono exigente. – Sólo alguien que quiere ayudarte. – ¿Dónde está Gabrielle? Xena apretó más la muñeca en sus manos, pero la otra mujer no pareció asustarse. En vez de eso, acarició lentamente con su mano libre la que Xena usaba para bloquear la otra. La guerrera pareció sorprendida y aflojó la presión hasta que la dejó de nuevo. La mujer se levantó, mostrándose por fin a la poca luz del día que entraba por entre las rendijas de una ventana. Era una mujer de la misma edad que Xena, incluso un poco más mayor. No era egipcia, y su acento era genuinamente griego. Su cabello era dorado, no tanto como el de Gabrielle, y sus ojos claros, pero de un color castaño. Llevaba una especie de vestido marrón adornado con un lazo negro que cubría su cintura. Caminó hacia el otro extremo de la habitación mientras hablaba de espaldas a Xena. La guerrera aprovechó para observarla mejor, y su mente le recordó un rostro: Najara, le recordaba a Najara, pero, sorprendentemente, eso no hizo que Xena sintiera un prejuicio hacia la mujer. – Haces demasiadas preguntas, aunque supongo que en parte ese es tu trabajo. – ¿El qué? ¿Intimidar? –dijo Xena incorporándose como podía. – No –la mujer giró para encararla, sonriente.– Conocer a las personas. –dijo– En parte se parece bastante al mío. – Sí, bueno, hay un par de personas que no van a estar contentas de haberme conocido en cuanto sepa dónde está Gabrielle. – Ella no va a volver, Xena. La Princesa Guerrera alzó la vista y en la habitación el aire se tornó irrespirable. Xena detuvo cada músculo de su cuerpo, y lo mismo hizo la otra mujer. Sus ojos se clavaron. Xena se levantó, lentamente. Fue entonces cuando fue consciente de que sólo estaba vestida de cintura para abajo, y que su herida había sido limpiada y vendada. Pero eso no importaba ahora. Se aproximó a la otra mujer sin perder el contacto visual.
  • 7. – ¿Qué quieres decir con que ella no va a volver? –preguntó casi susurrando, con miedo a pronunciarlo demasiado alto. – A donde se la han llevado... no volverá. Aunque pudiera escapar, ella no volverá a ti. Ya no puede. Sólo te digo lo que veo. Definitivamente eso hizo que la Princesa Guerrera perdiese la paciencia. Con un movimiento casi felino agarró a la mujer castaña por el cuello y la alzó unos cuantos centímetros por encima del suelo. – ¿Y tú que sabes? Gabrielle siempre vuelve, ¿entiendes? No sería la primera vez que la hago regresar de la muerte, ¡ella siempre viene a mí y esta vez no va a ser diferente! El silencio tomó la batuta de nuevo. La estancia fría volvió a convertirse en una llama que quemaba demasiado a ambas ocupantes. Xena incapaz de bajar a la otra mujer, y ésta incapaz de pedir ser bajada. Sólo pudo acertar a hacer una pregunta que vio contestada en los ojos de la guerrera. Con voz cortada por el ahogamiento que Xena estaba imprimiendo sobre su garganta, la mujer castaña cuestionó: – ¿Por qué te duele tanto? V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m La extraña no continuó porque vio a Xena cayendo al abismo de nuevo, la fuerza la abandonó lo suficiente como para dejar que la mujer se deshiciese de la presión sobre su cuello. Xena se volvió mirando hacia la cama, incapaz de mostrar lo que ahora brotaban de sus ojos: lágrimas. – En ese caso, tranquila. Tenemos tiempo hasta el amanecer. –La mujer parecía saber de lo que hablaba. Por alguna razón Xena se dejó convencer.– La filosofía egipcia no es muy espiritual con los que no sean faraones –continuó– pero donde yo me crié había muchas historias de guerreros... Una vez, oí decir a una de las ancianas que el corazón de un guerrero llora sólo cuando lo hace sangrar el dolor de una espada hundida en el pecho, pero que en raras ocasiones, que a sólo unos pocos se les concede presenciar, es desgarrado por la fuerza del... amor. –La mujer dijo susurrando, encontrando de nuevo los ojos de Xena, invitándola a sentarse en la cama, y procediendo a limpiar su herida una vez más.– Nunca creí en la segunda posibilidad... –sonrió– Hasta hoy, claro. sigue -->
  • 8. sigue -->ción... Capítulo XVI: Yo, Xena "El amor es la más noble flaqueza del espíritu" – John Dryden Mel, desgarrada por el dolor que sentía en su cuerpo, en su alma, y en su pecho, se acurrucó en una esquina del zulo, sus piernas recogidas, sus brazos cubriendo su cabeza. La puerta volvió a abrirse. – ¿¡Vais a matarme a mí también!? ¡Vamos, ¿por qué no lo haces aquí mismo, eh?! ¡Acaba conmigo, hazme ese favor! La figura oscura se echó sobre ella. Al principio Mel iba a golpearlo, pero... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – ¡Oh, cáspita, querida, lo siento tanto...! ¡Me golpearon en la cabeza y me desperté en uno de estos sitios! Esto es enorme, lleno de estancias raras y pasillos de esos oscuros. ¿Te puedes creer que he tenido que golpear a uno de esos señores tan groseros con mi propia cabeza? ¡Ha sido horrible, a poco más no salgo vivo! Pero... pero... ¿dónde está Covington, querida? – ¡Percie, gracias a Dios! Mel se tiró en los brazos del inglés y lloró en su pecho contándole lo que había ocurrido. – ¡Oh, encanto, lo siento tanto...! Tenemos que salir de aquí y llamar a la policía, quizá... – ¿¿Qué?? – He dicho que... – ¡¡Ya sé lo que has dicho!! Mel se incorporó. Al mejor estilo Xena, rasgó su falda de arriba a abajo. – ¿¿Pero... pero... pero qué estás haciendo, Melinda?? Mel agarró al loro inglés por la camisa y lo atrajo pegando su nariz a la de él. Su cara ya no era más la de una niñita sureña. – ¡¡Escúchame, maldito gilipollas lameculos!! ¡A partir de ahora, no soy Melinda, soy Xena, ¿entiendes?! ¡La persona que más quiero en este mundo está a punto de ser ejecutada por esos cerdos nazis, así que como si tengo que ser Mickey Mouse! ¡La única forma de salvar a Janice es convertirme en Xena, cosa que no ha ocurrido, de modo que simplemente HARÉ que ocurra! ¡Voy a ir ahí a salvar a mi mejor amiga, con o sin tu ayuda, pero sin ella seguramente fracasaré, ¿entendido?! – ¿Qué gano yo con eso...? ¡Me van a matar! –Percebal gritó asustado. Mel pareció buscar una respuesta, y sin abandonar su tono amenazante, dijo: – ¡Casarte conmigo! Percebal fue tirado en el suelo. Mel abandonó el zulo. – ¡¡Mueve el culo!! –fue lo último que dijo.   Harrer contempló los símbolos en el suelo. El módulo. – Es enorme –dijo un soldado detrás. – Sí. Y apesta. Ambos observaron el enorme capullo, podrido y oscuro, que se alzaba ante la máquina de la resurrección. Desde el fondo de la enorme sala, se oían ya las quejas del cuerpo semi–consciente de Janice Covington. El grupo de tres oficiales la bajaban por las escaleras de un pasillo situado en la mitad de la pared izquierda. – ¡La invitada de honor ha llegado! ¿Cómo te va la vida, Jan? Espero que te hayas despedido de Mel... – Que te den por culo, Hansy. Aunque seguro que te gusta... ¡aah! Janice recibió una patada en el estómago, obsequio de uno de los soldados. Harrer negó con la cabeza acercándose a la arqueóloga. – Cuida ese lenguaje, pequeña. No es de señoritas hablar de esa manera a un caballero de buen ver. Janice, ahora arrodillada ante Harrer, con las manos atadas a su espalda, miró a su interlocutor con el desprecio del niño a la cucaracha.
  • 9. – Si tú eres un caballero, yo soy Rita Hayworth. Harrer rió con su más que arquetípica carcajada nazi. – Nunca digas nunca, querida. El nazi acarició con un beso la mejilla de su antigua amiga, a modo de despedida. – Espero que esto funcione –dijo alejándose– aunque en cualquier caso, si sobrevives, te mataremos igual. – ¿Qué? Janice fue arrastrada de nuevo hacia el capullo gigante y comenzó a tratar de zafarse de aquellos brazos que la rodeaban. – ¿Qué vas a hacer? ¡Hans, maldita sea! Harrer la miró cruzando sus brazos. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Sólo matarte. Probaremos contigo la máquina de la resurrección. Viene a ser un proceso sencillo. Ah, y no te preocupes, Janice, si contigo no funciona, también probaremos con Mel... para estar seguros. – ¡Cabrón! ¡No la toques, ¿me oyes?! ¡Haz lo que quieras conmigo pero ni se te ocurra tocar a Mel! La veintena de soldados que estaban allí se dividieron para colocarse a cada lado del cuadrado en el suelo. Entonces comenzaron a tirar de los paneles, y aparecieron unas escaleras y un sarcófago. El módulo, sin embargo, estaba totalmente oscuro, cubierto de telarañas y polvoriento. Arrastraron a Janice hasta el sarcófago, y la colocaron al lado. Un soldado la golpeó, y ella quedó de nuevo en la semi– consciencia, tirada en el suelo, dolorida e indefensa. Harrer dio las órdenes en alemán. – ¡Mátala...! Cuando el soldado frente a Janice estaba a punto de apretar el gatillo, algo resonó en todo el núcleo. – ¡Ayayayayayayayayaaaaa! Toda la estancia se volvió blanca, literalmente, porque sus paredes se iluminaron, una a una, y el módulo cegó con su luz a todos los soldados. El sonido de todos los paneles blancos de las paredes se fue confundiendo con un zumbido que aumentaba con ensordecedora sonoridad. – ¡Está viva! –alguien gritó. La Matriz comenzó a contraerse, a vibrar: a respirar. En la confusión del caos, Janice aprovechó para golpear como pudo al soldado que la apuntaba y hacerse con su pistola, aunque apenas podía andar sin arrastrarse y retorcerse en el dolor. Y entonces la vio. Frente a ellos, una silueta ensombrecida se alzó. Todos temblaron ante la postura amenazante. ¿Había creído escuchar su grito de guerra? Aquella mirada, aquel gesto... ¡aquel tajo en la falda! – ¡Xena! –gritó Janice llena de júbilo. – ¿Xena? ¿¿Cómo que Xena?? –Harrer exclamó en el borde de la histeria. La mujer sonrió de vuelta a la arqueóloga rubia. – Es un placer volver a verte, Jan –dijo. – ¡Matadlaaaaa! –ordenó Harrer. En ese momento, Percebal Maxwell aparecía sofocado y consternado por uno de los conductos que comunicaban con el suelo. Se acercó a Xena corriendo y le dio... le dio un chakram en la mano. Después, el susodicho individuo salió despavorido por donde había venido. En la mirada de Xena se puso aquella cara de satisfacción y victoria asegurada. Cogió el chakram firmemente en su mano, y sonrió con aquellos dientes relucientes que anunciaban a los soldados una buena paliza. Todos aligeraron el paso y volvieron a su mirada desesperada hacia su jefe. – ¡He dicho que la matéis! – volvió a gritar Harrer. Los soldados volvieron en la dirección de Xena no muy convencidos. – ¡Quietos donde estáis! En un abrir y cerrar de ojos le puedo partir el cráneo a quien se mueva con mi fiel... –Xena pareció quedarse en blanco, luego alzó una ceja convencida– ¡shamdock! Janice frunció el ceño y emitió una onomatopeya indescrifrable.Oh–oh. –¡Es Mel! –exclamó el nazi. Janice observó cómo Harrer sacaba una pistola de su chaqueta y apuntaba hacia la traductora. – ¡Mel, corre! –gritó desesperada.
  • 10. Pero Melinda se había quedado en blanco y decidió no moverse de donde estaba. – ¡No, soy Xena! ¡La Destructora de Naciones, la mismísima Princesa Guerrera! ¡Y te advierto, maldito nazi, que si le haces algo a Janice, sufrirás mi ira! Pero la voz de aquella Xena ya no era más la voz del triunfo, la voz de aquella Xena temblaba con el miedo y se fundía en sollozos amargos. Y sin embargo, Mel permaneció erguida, se atrevió a avanzar unos cuantos pasos, amenazante, y entonces vio cómo Harrer retrocedía amedrentado. – ¡Ajá! ¡Tienes miedo! ¡Era de esperar considerando que soy la auténtica Xena! – ¿Qué coño es eso? –Janice se dijo para sí misma. Detrás de Mel, una forma humana monstruosa se alzaba, un bicho enorme, oscuro, e intimidante, que miraba a los alemanes con ojos de depredador. Janice quiso avisar a Mel de lo que tenía tras su espalda pero las palabras no le salieron. El monstruo desplegó unas alas de insecto que daban revoluciones casi invisibles y saltó sobre Mel. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m La traductora, al ver aquel bicho enorme quiso gritar, pero en vez de eso sólo se cayó dando con el trasero en el suelo y se cubrió la boca con la mano. El depredador miró a un asustado alemán con confusión. El soldado quiso echar a correr, pero darle la espalda fue un error. El bicho lo atrapó por detrás, introduciendo sus seis pequeños brazos salidos de su tórax en la espalda del nazi. El cuerpo se desangró, y el soldado cayó agonizante en el suelo, herido de muerte. Cuando se quisieron dar cuenta, sobre la veintena de soldados restantes había una nube negra de bichos alados a los que trataron de eliminar con sus ametralladoras. Pero los cuerpos de los monstruos parecían estar protegidos por armaduras metálicas adheridas a sus cuerpos y las balas rebotaban chispeantes sobre ellos. Cada soldado fue cayendo por las puñaladas de los enormes insectos. Harrer miró a su alrededor aterrorizado. De todos los lugares, de cada enorme pared del núcleo, se estaban desprendiendo más capullos de aquellos monstruos letales que sin duda lo harían su próxima víctima. Harrer buscó en la desesperación de la muerte próxima una buena despedida. Y fijó su mirada en Mel. La pistola apuntó. El seguro fue quitado. – Puede que Xena fuese una supermujer hace dos mil años, pero ahora no es problema con cualquier revólver cargado... – enunció su mente enloquecida. La bala salió. El estómago de Mel fue impactado. Luego, seis pequeños cuchillos en su espalda. El cuerpo de Harrer golpeó el suelo. En su rostro aún quedaba una sonrisa que recordaba a un tributo hitleriano.   – ¡Meeeeel! ¡Oh, Mel, Dios, no! ¡Nooo! Janice corrió con todas sus fuerzas hasta la traductora. Se arrodilló a su lado tomándola en brazos, ignorando zumbidos, soldados alienígenas y demás. – ¿Mel? ¿Mel, me oyes? –Janice lloraba. – ¿Janice? –preguntó una voz débil. – ¡Sí, estoy aquí! – ¿Bien...? – ¡Sí, estoy bien, estoy bien! ¡Y tú también lo vas a estar, ¿eh?! ¡Te vas a poner bien, venga! Janice besó con rapidez una frente sudorosa y llevó su mano al estómago de Melinda, sólo para comprobar que la herida era mortal. Retuvo la mano allí, mezclándose con la sangre. – No... no... –Mel intentó decir algo. – Shhh.... tranquila... Mel negó con la cabeza como si lo que tenía pensado decir fuese demasiado largo. Sabía que no le quedaba mucho. – Te... quiero. Y Melinda cerró los ojos. Al principio Janice permaneció seria. Callada. Ningún sentimiento en sus ojos. Sólo el de la expectación. Luego, pasó a la incredulidad. Después, la rabia. – ¡Aaah! ¡Vamos, Mel! ¡Vamos! –Janice agitó el cuerpo inerte en sus brazos– ¡Venga, sé que estás ahí, puedes hacerlo! ¡Demuéstraselo, Mel! Janice puso un beso sobre los labios de Melinda y después volvió a acunarla en sus brazos con toda la ternura de la que fue capaz.
  • 11. – ¡No me abandones, no me abandones! ¡Tú no has huído de nada en tu vida! ¡Vamos, lucha, lucha! ¡Lucha! Janice Covington rompió en sollozos desconsolados en el pecho de su traductora. Minutos después, se dio cuenta de las sombras que cubrían la suya propia. El bicho que había matado al primer alemán la miraba, e incluso parecía conmovido. Aquello partió el corazón de Janice. Atrajo el cuerpo de Mel contra el suyo, preparándose para ser asesinada también por estos depredadores, pues otra suerte no podían correr. Cuál fue su sorpresa, cuando miró a su alrededor, y encontró a los miles de soldados alienígenas arrodillados ante ella y Mel. En ese instante, un conducto se abrió, y de él salió un chupadísimo anciano, de piel arrugada como el papel papiro, de ojos afables, sin embargo, con un bastón blanco de cerámica en su mano. Al principio, el hombrecillo parecía confiado, mirando a los insectos gigantes. Después, sus ojos se encontraron con los llorosos de Janice, su mirada pareció palidecer un segundo, mientras recorría a Mel y a Janice, y luego miraba a Janice de nuevo, y de nuevo a Mel, y su mente parecía confundida, perdida, y asustada. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m El hombre se acercó incrédulo hasta ellas, para observarlas mejor, y de su boca sólo salió una frase en antiguo arameo, que afortunadamente, Janice pudo comprender: – <¡¡No puede ser!!>   Capítulo XVII: Resurrección I "El mejor camino para salir es siempre a través" – Robert Frost Cuando llegó al final del oscuro pasillo que el sacerdote le había indicado, Xena contempló a Gabrielle quitándose la túnica con un poco de torpeza. Sonrió para sí misma, y se mostró a la luz de la estancia. – ¿Los recuerdas? Mostrando los sais a su compañera, se fue acercando lentamente hacia ella. Gabrielle los analizó detenidamente con la mirada para luego observar a Xena totalmente perdida. Negó con la cabeza. – No tienes ni idea de lo que son, ¿verdad? Gabrielle sonrió tímidamente. – Es obvio que sé lo que son, Xena, pero... son como tú. Sencillamente, me resultan familiares pero no logro recordarlos. Xena recibió otra punzada al corazón con aquella innecesaria comparación. – Bueno, ¿y qué me dices de esto? La guerrera mostró un largo cayado de madera que alcanzó a Gabrielle. La rubia lo sujetó firmemente entre sus manos y lo balanceó un par de veces entre sus dedos. Después, se colocó en una actitud de descanso frente a Xena, el cayado en vertical descansando en su mano derecha. – Lo mismo –dijo Gabrielle mirándolo–Sólo que esto parece resultarme mucho más cercano. ¿De dónde lo has sacado? – Es de un amigo –contestó Xena sonriendo. Efectivamente, sus sospechas se habían cumplido. A Gabrielle le resultaba más fácil recordar cosas cercanas relacionadas con su familia. Quizá por eso había comenzado a recordar primero a Hope. Así que las cosas que le hubieran ocurrido más recientemente no tenían por qué ser las que regresaran con más facilidad. Como los sais. La observó en aquella postura, con su atuendo de guerrera, el pelo rubio que le había crecido debido a la resurrección, con aquel gesto tan firme con el cayado que había realizado inconscientemente. Su cuerpo comenzaba a recordar. Quizá la mente recordase después. Al darse cuenta de esto Xena sintió la tristeza atacando. Después de tanto tiempo, de haberse probado mutuamente que se sentían como una verdadera familia la una para la otra, Gabrielle recordaba sólo a su familia de sangre. El recuerdo de Hope era incluso más importante que el suyo propio. Xena comenzó a convencerse de que la fórmula para que Gabrielle recordase estaba en eso. Lo que le había dicho Lara era un momento vital, una situación que la hiciese recordar las cosas más maravillosa de su vida. La familia de Gabrielle... ¿le recordaría acaso sus momentos más felices? No encontrándose en aquella pregunta, Xena se apenó por la certeza de que le había causado más dolor que felicidad. Cuando todo esto terminase, regresarían a Poteidia para ver a Lila. Puede que sólo entonces, Gabrielle se encontrase a sí misma. – Es hora de pelear –resopló Gabrielle–Por alguna razón, me atrae, pero también estoy asustada. Xena observó cada trazo del rostro de Gabrielle chispeando con fuerza. Tenía que hacer que se relajara. Se colocó detrás de ella, mirando su espalda perfecta. Gabrielle habló con la mirada perdida en la boca de uno de los corredores de la enorme estancia.
  • 12. – Es curioso como... aafffff... No pudo continuar sus palabras cuando sintió una mano fría, firme, pero suave, colocada sobre su nuca, acariciándola débilmente con un masaje. – ¿Te duele? –la voz de Xena preguntó, más ronca de lo normal. Los movimientos eran tentadores, provocativos. – No... Gabrielle sonó jadeante. La otra mano de Xena subió con cuidado y sensualidad desde el final de su espalda, recorriendo sus hombros, para unirse con la otra. – ¿Y ahora? – Tam–tampoco... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Gabrielle pensó que era así, pero luego adivinó que Xena no estaba sonriendo. Nerviosa, por alguna razón. Cuando la bardo comenzó a oír los pensamientos de Xena trató de concentrarse en otra cosa, porque era algo que ni ella misma tenía derecho a usar en contra de la guerrera. Xena, por su parte, se preguntaba qué demonios estaba haciendo. Pero se sentía tan bien. Tenía el control y lo sabía. Eso es, mía y sólo mía. Mía. Eres mía. – ¿Qué ibas a decir? – Que... que me siento... –la mano de Xena bajando hasta un costado–...que estoy respondiendo con sensaciones... –la otra repitiendo el proceso–  ...más que con pensamientos... –un sutil tirón para dar la vuelta–... a esto de estar... –y unos ojos azules intensos mirando en el fondo de su alma–  ...sin recuerdos... Los ojos de Xena se cerraron. La mano de Gabrielle subió para acariciar una mejilla suave. La mano siguió su recorrido para atraer la cabeza de la guerrera. Los ojos de Gabrielle se cerraron. Sus manos se aferraron a Xena. Sintió el débil empuje de los brazos de la guerrera atrayéndola. Podía notar la respiración de Xena acercándose, contra la suya. Ahora estaba segura de que en aquel viaje hacia los labios de Xena, estaba regresando a casa, podía sentir la felicidad, los buenos recuerdos volviendo... – ¡¡Por Egipto y su rey, acabad con todo!! Haleb y una cincuentena de hombres de túnicas negras entraron por todos los conductos oscuros que tenían en la pared frente a ellas. Xena soltó con rudeza las caderas de Gabrielle. No había tiempo que perder. – ¡Corre! –gritó Xena. Gabrielle se metió en uno de los conductos oscuros llevando el cayado. Xena se quedó un instante observando a los hombres. Su mirada se cruzó con la de Haleb, recordándole que todavía tenía una cuenta pendiente con él. Y que la cumpliría. El tatuaje de Horus brilló en el brazo del hombre. Xena sonrió con la boca cerrada. – ¡Muérdeme si puedes! –gritó. La guerrera se metió en otro conducto distinto y la persecución comenzó. – ¡¡Matadlas!! A Xena la siguieron diez. La oscuridad del pasillo acobardaba a los hombres que seguían a la guerrera por el infinito corredor, en fila india, por la escasa anchura del pasillo. El primero de ellos se detuvo cuando oyó un sonido extraño... – ¿Oís eso? El chakram apareció rebotando de lado a lado del pasillo. Las chispas fue lo último que vieron los guardias antes de que uno a uno fuera cortando sus cuellos con una precisión exacta. Una mano agarró el arma impidiendo que continuara hacia la salida del corredor. Xena descendió con cuidado del techo, tras los cadáveres sangrantes de los guardias. – Camino despejado. Limpiando la sangre del chakram contra su bota, comenzó a correr de nuevo hacia el núcleo. – ¡No están aquí! ¡No están! ¡Maldita sea! Haleb vociferaba encolerizado desde la escalera más alta del núcleo. Xena apareció un par de conductos más abajo y buscó con sus ojos a Gabrielle, que estaba en el centro, junto a la Matriz, con su cayado en posición de ataque. Esa es mi chica.             El capitán de la guardia real gritó con rabia mientras bajaba corriendo las escaleras metálicas con la intención de encontrarse con Xena. La guerrera sonrió desenvainando la espada. Luego, Xena observó los treinta guardias restantes que salían de distintos conductos, algunos más cerca del centro. Apenas le dio tiempo a parar el primer ataque de Haleb antes de gritar hacia Gabrielle: – ¡¡Ahora!! Gabrielle asintió y rápidamente colocó sus manos sobre la Matriz. El capullo gigantesco y doliente aumentó su zumbido y
  • 13. pareció llenarse de luz por dentro. Lo mismo le ocurrió a Gabrielle. La bardo gritó algo en el idioma de los Elegidos. Su ejército se levantó. Cinco guardias que habían aparecido también arriba de todo observaban el resplandor que irradiaba el centro del núcleo. Uno de ellos se apoyó contra la pared con su espalda. – ¿Pero qué demonios...? Cuando se retiró tenía toda la espalda llena de un líquido pegajoso y concentrado. Trataba de quitárselo de la espalda cuando vio las caras pálidas y sin habla de sus compañeros. Después, sólo sintió como el sonido de unas enormes alas desplegándose. En su espalda se clavaron seis pequeños cuchillos afilados. Su cuerpo cayó inerte al piso. Ante los cuatro restantes guardias, un soldado de la Matriz se alzó ignorando el cadáver sobre el suelo. En los más de cinco mil conductos que poblaban la pared del núcleo, un nuevo soldado se despertaba para obedecer la voluntad de la Elegida.           Xena dio fuertemente con su espalda contra la barandilla metálica que protegía la escalera. Consiguió golpear el estómago de Haleb con su pierna y lo envió hasta la pared. Recuperó fuerza en el brazo y envió una estocada firme que hubiera cortado el hombro de su contrincante. Haleb paró el golpe hincando una rodilla en el suelo. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Tranquilo... –dijo Xena–  No es a mí ante quien tienes que arrodillarte... El hombre empujó con fuerza hacia arriba y Xena retiró la espada rápidamente para volver a atacar con el mismo movimiento, pero al egipcio le dio tiempo a levantarse para defenderse. Xena hizo que la pelea avanzara escaleras abajo. Haleb se mantenía bajando de espaldas, mientras que Xena asestaba sus golpes rápidos desde arriba. Entonces la fuerza del egipcio pareció volverse de hierro. Consiguió con un gesto ágil colocar su espada contra la de Xena, ambas aprisionadas contra la pared. Xena trató de evadirse pero no tenía otro remedio que soltar su espada. Así lo hizo. El egipcio sonrió con satisfacción al ver que Xena ya desarmada retrocedía dos escalones. Aplicó toda su fuerza sobre ambas espadas y las empujó hacia adelante para atravesar a la guerrera. – ¡Ayayayayaaa! Xena saltó por encima del egipcio y se colocó detrás de él. Un dedo en el hombro del desconcertado atacante, y la guerrera echó a correr escaleras abajo. – ¡Gabrielle! – ¡Xena! La bardo se encontraba peleando con uno de los guardias. Xena corrió hacia ella cuando el adversario consiguió desarmarla. Gabrielle alzó sus manos para protegerse pero el hombre tenía su espada apuntándola decidido. Xena sintió el pánico creciendo de nuevo. Pero entonces la cara del guardia pasó de crueldad a sorpresa. Su cuerpo cayó al suelo y un soldado de la Matriz apareció tras él, escondiendo ya sus seis incisivos cuchillos en su tórax de insecto. Lo único que hizo el soldado alienígena fue ofrecer el cayado a su Elegida, inclinando su cabeza. Xena recordó que no todos sus problemas habían terminado. – ¿¡Dónde estáaaaaaaaann!? Las dos espadas que portaba Haleb resonaron contra el suelo cuando Xena las esquivó saltando más allá de su cintura. – ¿¡Dónde has metido a los hebreos!? Otro golpe fue dado queriendo sesgar por ambos lado el cuello de Xena, pero la guerrera se agachó a tiempo. Una patada por a la cara. Otra al brazo izquierdo. Un giro sobre sí misma, y una patada final al brazo derecho. Haleb estaba desarmado. Empezaba la verdadera lucha. El egipcio comenzó un bucle desesperado de puñetazos y patadas que Xena esquivó con saltos. Finalmente, paró uno de los puñetazos y envió tres golpes con su otra mano al brazo que sostenía. Haleb cayó sobre sí mismo revolviéndose en el dolor del brazo roto. Xena recuperó su espada del suelo sin quitar su vista del hombre en el suelo. La volvió a envainar y se giró para observar a una Gabrielle que brillaba con ojos llenos de orgullo, quizá. – ¡Xena, cuidado! Haleb se levantó gritando, cogió su espada y no se dirigió hacia Xena, sino hacia la Matriz. – ¡Nooooo! –Grabrielle gritó. En el mar de la confusión, Xena vio a Gabrielle corriendo para interponerse entre aquella espada y la Matriz. Otra vez no.             Xena emitió de nuevo su grito de guerra y saltó los apenas diez metros entre ella y la Matriz, sólo para caer en el preciso instante en que la espada trataba de hundirse en el cuerpo de Gabrielle. Sus ojos se perdieron en los del sorprendido capitán de guardia. Sus manos agarraron el filo de la espada. Luego se mancharon de sangre. Miró su costado izquierdo, y se sintió cayendo al vacío. Cuando el cuerpo de Xena hizo contacto con el piso frío y metálico, la vista de la guerrera se difuminó en colores y formas sin sentido. – ¡Aaaaah! El grito de Gabrielle parecía un sollozo desgarrado de rabia. Con una rapidez increíble, desenvainó la espada de Xena de su
  • 14. espalda y atravesó a Haleb, desde pecho al final de la espalda. Los ojos del egipcio se pusieron blancos, los de Gabrielle, enfurecidos. Retiró el arma y miró la sangre con confusión. Ira, rabia, venganza. Había sentido todo eso como si fuese la primera vez. Pero sabía que no lo era. Una respiración entrecortada la hizo soltar la espada sin más y arrodillarse ante Xena.    – ¿Gab... Gabri–elle? – Shhh... tranquila, tranquila. No hables... Gabrielle giró a Xena con cuidado, colocando la cabeza de la guerrera sobre sus piernas, sosteniendo su mano. Xena notó unas lágrimas calientes cayendo en su rostro. – No... llo–res... – No. Te vas a poner bien –Gabrielle alzó el rostro decidido al notar la presencia del sacerdote– Vamos a curarte. Dicho esto, Xena cerró los ojos dolidamente y Gabrielle notó que la presión en su mano desaparecía. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m El sacerdote asintió. – Sólo aquellos que la Matriz elige son aceptados para utilizar la máquina de la resurrección –el hombre vio el temor en la cara de Gabrielle, y sonrió–Pero Xena ha demostrado con creces ser una gran defensora de lo que representa. Un soldado se acercó despacio, con una actitud de respeto hacia Gabrielle, como pidiendo que soltara a Xena para poder llevarla. Ella se retiró un poco para permitir que el soldado elevara a Xena en sus robóticos brazos, pero le costó más deshacerse de la mano que sostenía. El sacerdote miró a Gabrielle. Luego le pidió que dejara ir a Xena, en arameo. El soldado llevó el cuerpo inerte de Xena frente a la Matriz. Allí, sobre el suelo, una superficie cuadrada de unos ocho metros tenía en su centro unos paneles con formas simétricas y signos, todo azul. La figura se abrió en dos compuertas que dejaron ver unas escaleras brillantes, de apenas seis escalones. El módulo relucía, su interior era del blanco intenso de las paredes que relucían en las otras estancias. Había otro pequeño cuadrado, similar a un sarcófago, que resplandecía más que nada en el centro. El soldado bajó con cuidado a Xena, y la dejó en el centro del sarcófago. Salió del módulo y las puertas se cerraron. Gabrielle dio dos pasos hacia adelante, indecisa. El sacerdote sujetó su brazo indicándole que tuviera paciencia. – ¿Yo pasé por lo mismo, verdad? –preguntó. – Todos lo pasamos. – Lara. – Sí. También. – Pero... Xena, ¿me recordará? – No hay nada por lo que debamos modificar su mente. Lo recordará todo. La Matriz volvió a aumentar su zumbido, como lo había hecho cuando Gabrielle se había comunicado con ella. Su luz aumentó, el resplandor fue intenso, y después, el módulo azul pareció llenarse de un líquido. Todo se volvió silencio, entonces. Nadie dijo nada, aunque el corazón de Gabrielle estaba desesperado. El zumbido regresó. La Matriz se estabilizó. La luz se apagó. El módulo se vacío. Las puertas se abrieron. – ¡Xena! Gabrielle corrió bajando las escaleras del módulo para ayudar a la dolorida y mojada Xena que respiraba con dificultad. La bardo la meció en sus brazos mientras Xena miraba de un lado a otro preguntándose qué había pasado. Lo último que recordaba era sangre. – ¡Lo has hecho! ¡No puedo creer que lo hayas hecho! – Gabrielle lloraba. – ¿El qué? –Xena preguntó entre una respiración desigual. Gabrielle se irguió un poco para encararla, sonriendo. – No me has abandonado. Xena sonrió. – Nunca. Se fundieron en un abrazo. La guerrera podía sentir casi como si nada hubiese ocurrido, nunca. – Ha llegado el momento de tomar tu lugar, Elegida. El sacerdote permanecía solemne y recto en la cumbre del módulo, sobre las escaleras brillantes, siempre con su toque afable de sabio.
  • 15. Xena y Gabrielle observaron expectantes. El sacerdote sostuvo el cayado de Moisés en sus manos, en horizontal, y lo ofreció hacia adelante. – Las plagas se están cumpliendo. Todo Hierakómpolis se estremece, menos la zona de Gosén, donde habitan los hebreos. Ahora os están esperando. Ve, Elegida, y guía al pueblo para salir de Egipto y hallar su tierra prometida. Gabrielle soltó con delicadeza a Xena, ahora incorporada, y negó con la cabeza. – Pero, ¿y vosotros? ¿Qué haréis? ¿Qué hay de la Matriz? – Has cumplido tu misión aquí, hija mía. Has escrito la historia sagrada sobre las paredes de esta nave... – ¿Esa historia que inventé? – No es lo que inventaste –el viejo sonrió–Es sólo lo que veías. Gabrielle asintió con tristeza. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Esperaremos. La selección natural continuará. La Matriz y su primer hijo tienen que adaptarse a la Tierra. Cuando el ciclo se cumpla, y la vida humana se haya extinguido, emergerán del subsuelo para ocuparla en vuestro nombre. Hasta entonces, sin embargo, descansarán para estar preparados por si en alguna otra ocasión la ignorancia humana los necesita. Xena apareció tras Gabrielle. – ¿Y qué hay de Narmer? Se proclamará faraón, ¿verdad? – Narmer cumplirá su destino, sí. Pero como rey de Egipto, lo que va a perder en el proceso no le valdrá todo el oro del reino. – ¿Vamos a permitir que un tirano reine...? Xena fue interrumpida. – Así es como debe de ser, guerrera. Ya deberías saberlo. La Historia es un ciclo de repeticiones que tiene un reflejo en la eternidad. Narmer reinará, pero eso no es lo importante, pues su vida se disipará en los pergaminos del tiempo como una mota de polvo en medio del desierto. No así las vuestras. Gabrielle sostuvo a Xena. Ambas comenzaron a andar hacia las escaleras del módulo. – Y recuerda siempre, Elegida, que la Matriz está en tu corazón, que eres todo lo que representa, que tienes poder para cambiar el mundo. Y tú, guerrera, que has demostrado un valor sólo digno de un miembro de su raza, tienes todo el respeto y agradecimiento de la Matriz y sus soldados, que te juran lealtad eterna. Ambas mujeres subieron las escaleras exhaustas. En sus rostros había la prueba del agradecimiento. Gabrielle tomó el cayado de manos del sacerdote, el cual las bendijo a ambas. La bardo tuvo una última pregunta no formulada, sólo expresada en sus ojos. – Algún día regresaréis, nos volveremos a encontrar. Y entonces será el momento. Ahora, id, y salvad al pueblo que os necesita. Ya habéis protegido a este... al que ahora le toca cumplir con dos plagas más para protegeros. Comenzaron a caminar hacia el fondo del núcleo, escoltadas por un pasillo de miles de soldados alienígenas que extendieron sus alas a su paso, de rodillas ante ellas, inclinándose, en un juramento de lealtad eterna. sigue -->
  • 16. sigue -->ción... Capítulo XVIII: Resurrección II   "Los recuerdos verdaderos parecían fantasmas, mientras que los falsos eran tan convincentes que sustituían a la realidad" – Gabriel García Márquez Janice contempló la figura ante ella unos instantes. Después decidió ignorar la forma patética del anciano y volver a llorar sobre su amor muerta. – <¿Cómo?> –preguntó el anciano. Janice alzó una vista llorosa. Su arameo, como traductora, no era del todo perfecto, y más, con el fuerte acento cerrado de este hombre. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – <¿Qué?> –la arqueóloga dijo no entendiendo el significado de la pregunta anterior. El anciano se arrodilló ante ella y miró el cuerpo sin vida de Mel. Janice hubiera jurado que el anciano se había apenado. – <Han pasado dos mil años desde que nos vimos, y habéis vuelto. ¿Cómo? Es imposible, vosotras erais mortales...> – <¿Nosotras?> En un instante, Janice comenzó a atar cabos. Un momento, ¿podía ser que este hombre las reconociese como Xena y Gabrielle? ¿Que existiera un parecido físico que hubiera sobrevivido durante generaciones, y que realmente Mel y Janice se parecieran, aún no sabiendo cuánto, a Xena y Gabrielle? Otra revelación más importante apareció en su mente, ¡la máquina de la resurrección! – <No tengo ni idea de qué me habla, se lo juro. Pero ella ha muerto. Ya no hay nada de valor para mí en el mundo... y no creo que seamos quien usted piensa... yo... sólo la quiero de vuelta> El anciano asintió, tocando la mejilla húmeda de Janice. La arqueóloga sintió un escalofrío, junto con la convicción de que no era la primera vez que este hombre hacía un gesto parecido, sobre un rostros parecido. – <A ella le dije una vez que le debíamos lealtad eterna. A ti, que nunca olvidaras lo que llevabas en tu corazón, en tu poder para cambiar el mundo. Pese a que han pasado los milenios de nuevo, y mi edad ha sido casi duplicada, veo que no habéis perdido ninguna de esas cosas. La Matriz os agradece ese don, y por haber salvado una vez su vida, Ella estará siempre en deuda con tu guerrera>. La mente de Janice se disparó. ¿Mi guerrera? Un soldado alienígena se inclinó con la intención de tomar el cuerpo de Mel en sus brazos. Janice sintió el cosquilleo en la nuca de un déjà vu y disipó aquellos pensamientos agitando su cabeza. El soldado alienígena, o lo que quiera que fuera, tomó el cuerpo sin vida de Mel en sus brazos, pero Janice todavía sostenía en su mano la de Mel. – <Déjala marchar sin miedo. Ella siempre vuelve a ti>. La arqueóloga se dejó llevar por aquellas palabras que el anciano había dicho como si fuese una segunda ocasión para recitarlas. Mientras el soldado portaba a Mel hacia el cuadrado en el suelo, Janice tuvo tiempo de repasar lo que había ocurrido en las últimas horas, por primera vez. Miró el chakram de plástico que guardaba en su tienda, allí tirado, en el suelo, y sonrió. Con el recuerdo de Percebal Maxwell huyendo tras entregárselo a Mel, sintió el ritmo creciente de la ira. Gilipollas lameculos. Las compuertas del cuadrado, que se habían vuelto a cerrar mágicamente, tras haber salido del sarcófago, volvieron a abrirse al tiempo que el soldado llevaba a Mel hacia él. – <Hay un problema, mi antigua Elegida...> –dijo el anciano. – <¿Problema?> – <La Matriz quiere implantar algo en su mente. ¿Sabes lo que eso significa, no es cierto?> Janice permaneció callada. – <Perderá tu recuerdo, y el suyo propio...> – <¿Qué?> – <Pero el sacrificio, debe hacerse. Además, tú ya sabes cómo hacer que recupere los recuerdos...> Janice estaba quizá, demasiado cansada, quizá, dispuesta a pagar cualquier precio para recuperar a Mel, así que asintió y se dirigió hacia el cuerpo inerte de Harrer mientras miraba de reojo los movimientos del soldado que portaba a Melinda. Al final, a Hans no le había valido la pena. El resplandor intenso del capullo enorme que estaba en el centro del núcleo la hizo desviar la mirada, sólo para comprobar cómo Mel era abandonada en el sarcófago, las compuertas cerradas, y el cuadrado cubierto de un líquido. El momento de la resurrección.
  • 17.   Percebal escudriñó el terreno con los ojos. No pensaba salir de su pequeña montañita de seguridad, hasta que no viese las cosas despejadas. Entonces, el sonido de aquella puerta metálica que habían atravesado para entrar en la barriga de aquella enorme estructura metálica infernal, se abrió. Sintió el miedo recorriéndole el cuerpo, en especial, la relajación de su esfínter, y la sensación del pipí peleando por salir. Pero todo pensamiento de miedo se disipó cuando vio el hermoso, aunque herido rostro de miss Pappas, apoyada en otra doliente Covington, saliendo de la nube de polvo que levantaban a su paso, arrastrando sus pies. La puerta metálica se cerró tras ellas. Sonó como el sonido de un portazo para siempre. – ¡Melinda, querida! Percebal Maxwell se abalanzó sin niguna consideración sobre Melinda Pappas. Janice Covington fue ignorada por completo, por supuesto. Mel estaba confusa por la muestra de cariño de este simpático caballero de pelo rojo, así que devolvió el abrazo con la mejor amabilidad de la que fue capaz, sin herir los sentimientos del inglés. Porque tenía la sospecha de que el hombre era inglés. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – ¿Tú eres... Percie, no? –Mel preguntó. Maxwell miró sorprendido a Covington, luego a Mel. – ¡Claro que sí, tu prometido, querida! Las mujeres se sobresaltaron ante esta afirmación. Cada una de ellas, por razones muy distintas. – ¿Mi prometido? –Mel miró hacia Janice. Después se formó una sonrisa, se podría decir que de agrado– ¡Mi prometido! Melinda se abalanzó sobre Percebal llorando y riendo a la vez. – ¡Oh, Percie, es horrible, no logro recordar lo que ha ocurrido! – ¿Ah, no? –Percebal suspiró extrañado–Míralo del lado bueno, así no recuerdas toda la barbarie que hemos sufrido ahí dentro. – Quiere decir, Percie, que no puede recordar NADA, ¿entiendes? –Janice dijo con un claro enfado– Nada de nada. – ¿Oh? –Percebal miró a su prometida– ¿No me recuerdas, caramelito? ¿Qué? Janice maldijo no tener su propia arma para poder disparar a aquel tipo. Pensándolo bien, podría hacerlo con sus propias manos, pero aquello no haría justicia a lo que sentía por Mel. A lo que sintió, porque ahora, ya no tenía sentido. La he perdido para siempre. Ella ya no está muerta para mí, pero lo que me ha costado, es que yo estoy muerta para ella... No me quiere. Quizá nunca lo hizo. Quizá aluciné todo lo que ocurrió ahí dentro. Quizá esto es lo mejor. No, Covington. Es que es lo mejor, y lo sabes. Así que saca la cabeza de tu propio culo, y hazla feliz de una maldita vez. Déjala libre. Reteniendo una lágrima en sus ojos, Janice preguntó por el resto de la gente. Maxwell informó de que había nazis en toda la ciudad del norte, y que el campamento había sido dispersado. Tenían que salir de Egitpo, y sobretodo alejarse de Europa y poner rumbo a casa, rápido. Maxwell añadió la frase innecesaria de una boda que debía celebrarse. Percebal indicó que iba a ver si podía encontrar ayuda. Ambas mujeres asintieron y se quedaron solas. Entonces Janice empezó a buscar la dinamita. – ¿Qué vas a hacer, por el amor de Dios? –preguntó Melinda. ¿Por el amor de Dios? No, cariño, sino por el tuyo. Janice sintió el punzante martilleo del déjà vu otra vez, pero se dijo que aquello no eran más que alucinaciones absurdas. – Esto los tendrá protegidos, por lo menos durante unas cuantas generaciones. No quiero que nadie impida que esa raza que nos ha salvado la vida sea destruida. – Eso, Janice. Tengo un montón de preguntas sobre eso. – Las responderé encantada, si me dejas explosionar esto primero. – Oh, cómo no. Mel vio cómo Janice se remangaba y hacía explosionar todo aquel recinto que antes había sido un yacimiento arqueológico. En su mente, recordó una frase que le pareció estúpida. ¡Saionara, capullo!. ¡Por favor, quién podría haber dicho una insensatez como aquella al hacer explosionar dinamita! Janice pareció perdida en la inmensidad del polvo volando, de la nube marrón que se alzó, de los recuerdos que habían transcurrido allí. De las cosas que jamás podría olvidar. – ¿Jan? – ¿Mmm–hmm? – ¿Antes yo te podía llamar Jan, no? "Te quiero, Jan" ¡Joder, Covington, para ya! – Sí, claro.
  • 18. Janice se giró para encarar a Mel. – Estamos realmente asquerosas –dijo la traductora. – Ya... – Percebal es extraordinario, ¿no crees? Sabes, cuando le vi, cuando se abalanzó sobre mí, sentí una especie de cosquilleo extraño, como si algo encajase perfectamente. – Ah. – Sí. – ¿Mel? – Dime. – ¿No quieres recuperar tus recuerdos? Se hizo el silencio. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Claro que quiero. – ¿Entonces por qué vas a casarte con él? Quiero decir, ¿estás segura de que le amas? Más silencio. – No lo sé. He sentido algo cuando ha dicho que estábamos prometidos. Como si, de repente, yo estuviera purificada de todo lo malo que he hecho en mi pasado, como si, casarme con él estuviera perfectamente, como si... ¡como si hubiera sido todo lo que los demás han deseado de mí siempre! – Ah. Pero eso no es lo que tú has deseado, la mente de Covington volvió a traicionarla.O, ¿era yo? Ahora ya no estaba segura. – Hay una forma para que yo recupere mis recuerdos, ¿no es así? – Eso fue lo que dijo el sacerdote. Pero, tendremos que continuar adelante y ver cómo respondes. Yo no sé qué otro método utilizar – Janice dijo, no queriendo mostrar tanto pesar como su corazón sentía. – Entonces tendrás que ayudarme, Jan. Volver a ser mi amiga, como al principio, y enseñarme todo lo que hemos hecho juntas. ¿Vale? Como Covington no tenía forma de resistirse a aquella sonrisa, asintió. Hubo un silencio de miradas cruzadas, y algo había cambiado. Janice ya no podía sentir la electricidad fluyendo entre ellas. Una Mel sin recuerdos no podía acordarse de las cosas que hubieran podido hacerla enamorarse. – Siento... siento el terrible deseo de ponerme a escribir fórmulas químicas... Jan... Mel sintió una especie de jaqueca. – ¿Qué? –preguntó Janice tratando de sostenerla. – Mi mente, está disparada... tengo el irrefrenable deseo de escribir curaciones para... enfermedades que ni siquiera existen todavía... Dios... – ¿Eso es lo que te implantó la Matriz? – ¿Qué dices? – Nada... nada... Ambas mujeres comenzaron a caminar hacia los caminos polvorientos que conducían a la ciudad más cercana: Tebas. – Así que, hemos sido socias durante un año –comenzó Mel. – Eso es. – Tengo tantas preguntas... no sé por dónde empezar... Janice sonrió y colocó una mano sobre el hombro de Mel. – Empecemos por el principio, entonces. Tu nombre es Melinda Lucille Pappas, hija de Anna y Melvin Pappas, descendiente de Xena, Princesa Guerrera... – Janice... – ¿Sí? – Creo que vas muy rápido para mí. Janice asintió con la cabeza y sonrió ofreciendo su brazo. Su compañera reflejó el gesto y tomó gustosa la oferta. La arqueóloga se erizó ante el contacto de Mel, y las sensaciones de sostener un cuerpo sin vida entre sus brazos la cazaron.
  • 19. Pero cuando, caminando hacia la carretera, recontando los recuerdos que Mel le había contado de su infancia, Jan olvidó la tristeza momentánea, se dijo que, por ahora, todo era suficiente y el mundo podía dejar de girar si le apetecía.   Capítulo XIX: Éxodo   "Primero la libertad, después todo lo demás" – Thomas Jefferson – ¡No, Xena dijo que la esperásemos! V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – ¡Pero mira los mosquitos, los tábanos, muchacho... están causando estragos entre los egipcios! – ¡Pero no entre nosotros! ¡Ninguno nos ha atacado! Por favor, esperad un poco más. – Aa–rón... ¡esa es–es Xe–na! Moisés y Aarón, y el mar de hebreos que esperaban en las afueras de Hierakómpolis se echaron sobre Xena y Gabrielle con una confusión en preguntas y reproches. – ¡Escuchad, no tenemos tiempo para explicaciones! Debemos adentrarnos en el desierto... –Xena explicó. – ¿En el desierto, estás loca, mujer? –el hombre que había discutido con Aarón gritó desde la marabunta–  – No está loca. Tiene razón –Gabrielle habló–Oíd. Si os quedáis, Egipto os someterá, Narmer se hará faraón a vuestra costa, y vuestro pueblo nunca será libre. Pero si dejáis que os guiemos, tendréis una oportunidad para la libertad... – ¡La libertad no da de comer! –respondió el hombre. – Eso es cierto –dijo Gabrielle–Pero sí garantiza la sonrisa de vuestros hijos. Gabrielle acarició el pelo castaño de una niña entre la multitud que los rodeaba. La pequeña sonrió como agradecimiento. – ¡Yo quiero que mis hijos sean libres! –gritó alguien entre la multitud. La ovación popular se puso del lado de Gabrielle, y al atardecer, el pueblo hebreo, formado por cientos de miles de hombres, mujeres, y niños, abandonaba Egipto, liderado por la Elegida.   Narmer observaba desde la sala real las líneas doradas del sol cayendo sobre el desierto. En su mente, repasó con cautela cada profecía cumplida. Algún que otro sirviente limpiaba todavía los últimos restos de ranas, mosquitos y tábanos, que quedaban por el palacio. Los animales que habían muerto por la peste eran incinerados en los campos, donde las cosechas se habían perdido a causa del granizo. Aún había algunos dolientes por las úlceras, y no había remedios de especias para ellos. Pero faltaban dos plagas. Dos que iban a ser fatales. Y ahora los hebreos marchaban hacia el desierto. – ¿No me dirás que en serio vas a dejarlos marchar? Sanai apareció tras su esposo, esbelta y cruel, con ansia de sangre en los ojos. – Haleb ha muerto, ¿lo sabes, verdad? –el rey permaneció impasible. – Era de esperar. – Era una trampa. Los hebreos marchan hacia el desierto. No pienso arriesgarme a perseguirlos. – ¿Qué estás diciendo...? – Prefiero perder a los esclavos que algo que me duela más –argumentó el rey. – ¡¿Y cómo se sostendrá tu reino?! – Conquistaremos el Bajo Egipto, la tierra de las pirámides. Me proclamaré Faraón. – Pero no tendrás esclavos. – Los buscaré. – ¡Propongo que envíes a todo el ejército con Ramsés al frente! Está deseando demostrarte que es digno de ti...
  • 20. La primera esposa se acercó a su majestad para envolverlo en un abrazo y besar el bronceado cuello. – Es fácil, mi rey... o son tus esclavos... o no son nada. – No. Narmer se dio la vuelta enfurecido y cruzó la estancia para sentarse en su trono. – ¡Es por ella! –gritó Sanai–  ¡Ya la han ejecutado, no hay marcha atrás! – ¡He dicho que no! Sanai asintió con el gesto de la derrota. Caminó hacia su esposo, pensativo y malhumorado en su trono, y susurró desde las escaleras. – Hay que pensar en el poder. Hoy no persigues a Israel. Pero esta noche lo harás. La primera esposa abandonó la sala, mientras una rana croaba al lado del trono. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m   El sacerdote posó sus manos sobre la Matriz. La luz comenzó a irradiar del centro del capullo, del propio sacerdote. Los soldados se alzaron y comenzaron a desplegar sus alas. – <¡Marchad, ejército de la Matriz, marchad y cumplid la profecía de la octava plaga, sed las langostas gigantes que pueblen Hierakómpolis, someted al rey de Egipto y a su dictador pueblo!> Cinco mil soldados alienígenas se perdieron por los conductos buscando el exterior. La octava plaga había comenzado.   Xena y Gabrielle marchaban cubiertas de túnicas pardas. Se pararon alertadas por los comentarios de la gente. Una mancha negra se estaba posando sobre Hierakómpolis. Salía de las afueras para entrar en el centro de la ciudad. Se oían gritos despavoridos de terror. Los egipcios se encerraron en sus casas, la marea negra de insectos gigantes sobrevolaba la ciudad haciéndola suya. – Es la octava plaga –dijo Gabrielle. – ¿No irán a matar a alguien, verdad? –preguntó Xena. – No –la bardo se giró pensativa– Lo peor aún está por llegar. Xena asintió. No quiso preguntar porque Gabrielle no había querido seguir. – ¡sigue -->d, no miréis atrás! –gritó Xena. El exhausto pueblo hebreo continuó su marcha. La guerrera corrió para poder alcanzar a Gabrielle, Aarón y Moisés. – Antes del amanecer habremos llegado al mar Rojo, al este –comentó. – Lo sé –dijo Gabrielle–  La bardo parecía distante, contestando automáticamente a las preguntas de Xena. Ella y Moisés se retiraron un poco y siguieron hablando. – Xena –dijo Aarón– Creo que es mejor que los dejemos. Moisés parece encontrarse bien con ella, es raro en él. Espero que le venga bien, quizá Gabrielle pueda hacer algo por él. Xena sonrió, mientras se alejaba con Aarón. – Oh, sí, ya lo creo que puede.   A medianoche, cuando Hierakómpolis se había calmado, cuando Narmer daba vueltas en su cama, buscando una solución, cuando los soldados de la Matriz descansaban de su esfuerzo, el sacerdote notó desde su morada actividad en el núcleo. La actividad de la Matriz. La décima plaga. La luz intensa de las paredes resplandecía. La Matriz brillaba cegadora. Una luz blanca, como aquella, se cernió sobre Hierakómpolis, y se llevó de cada casa egipcia, de cada familia, un hijo. Se los llevó para siempre.
  • 21. La actividad en la Matriz paró. La profecía de Lara se había cumplido. Aquella que a ella le dolía tanto... Una hora más tarde, con el arropo cruel de la noche fría, en toda la ciudad se oían los gritos desgarrados de padres que habían perdido a un hijo. No hubo una sola casa en donde no hubiese un muerto. Ni siquiera en el Palacio Real. Narmer sostuvo el cuerpo inerte de Zara entre sus brazos. Su hija, yacía inmóvil, con los ojos cerrados, como en un sueño, tranquila, sosegada. Quizá ahora estaba reuniéndose con su madre. Pero perderás lo que más amas, Nemes. El rey lloró, gritó y se quebró. – ¡¡Horus!! ¡¡Dioses!! ¿¿Por qué lo habéis permitido?? ¿¿Por qué?? ¿¡Por qué un ser inocente paga mis calamidades!? ¡Ahora no tengo nada que perder! ¡Lo habéis logrado, he perdido todo lo que amo! ¡Mi amor y mi hija! ¿¿Qué queréis?? ¡¿Que mate a los hebreos?! V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Con delicadeza, dejó el cuerpo de Zara sobre la cama. Posó un último beso sobre la frente dormida de su hija, y marchó hacia la sala real. Todo el palacio lloró por Zara, como lloraba todo Hierakómpolis. Todos, menos cierta primera esposa y su hijo, que media hora más tarde, partía hacia el este con seiscientos jinetes escogidos y todos los carros de Egipto.   – Es inmenso... –Gabrielle susurró a Xena. – ¡¡Nos persiguen, nos persiguen!! ¡Gabrielle, Xena! Los gritos de Aarón se oían entre la multitud. El muchacho llegó sofocado hasta ellas. – ¡He hablado con los del final, y es cierto, el ejército egipcio viene tras nosotros, con un batallón de carros y jinetes! Moisés, que no se separaba de Gabrielle, miró a las dos mujeres que parecían tan perdidas como él mismo. Xena comenzó a poner su mente en marcha. – Sería fácil escondernos, pero con el mar de por medio y tanta gente, es imposible... – ¿A cuánto tiempo están? –Gabrielle interrumpió. – A una hora, puede que menos –contestó Aarón. – Una hora... –suspiró Gabrielle. Xena, observó a su amiga confundida. De hecho, era la primera vez que tenía ocasión de observarla detenidamente después del incidente en la nave. Gabrielle estaba realmente liderando a los hebreos. Realmente era una Elegida. Comenzaba a comprender toda la grandeza de aquello por primera vez. Comenzaba a atraerla tanto, como a asustarla. Volvió a sentir el deseo de recorrerla con su mano, como lo había hecho en la nave. Agitando la cabeza, disipó aquellos pensamientos y se concentró en el problema. El mar Rojo se extendía ante los hijos de Israel con los vientos del Oriente soplando fuerte. Entonces Xena se percató de que ella y Aarón estaban sólos entre la multitud, de que todos habían guardado silencio. En la playa, Gabrielle estaba metida en el agua con Moisés. El agua cubría a ambos por las rodillas. Xena cuestionó a Aarón con la mirada y el muchacho se encogió de hombros. Entonces ocurrió. Gabrielle pidió a Moisés que se retirara un poco. Ella se adentró más en el agua. Xena entrecerró los ojos preguntándose lo que se proponía. Gabrielle alzó su cayado. El viento arremetió. Gabrielle hundió el cayado en el agua con un grito, con un golpe fuerte, preciso, con toda su fuerza. El mar comenzó a separarse, las aguas a la izquierda del cayado hundido en el agua comenzaron a arremolinarse hacia un lado. Las de la derecha hicieron lo mismo. Del asombrado público salieron gritos de admiración, sorpresa, júbilo o miedo, pero allí mismo, Gabrielle tenía el mar Rojo dividido en dos, a cada lado, una enorme muralla de agua que parecía retenida por una pared invisible. Gabrielle por fin se volvió sacando el cayado del agua. Parecía agotada, pero sonrió indicando el pasadizo mágico que se abría ante la multitud. Xena le sonrió también. – ¡Vamos! –indicó a Aarón–  ¡No hay tiempo que perder! El muchacho se quedó atrás, medroso de avanzar. Xena volvió hacia él con un gesto de comprensión.
  • 22. – Oye, ya sé que eso mete miedo, pero tú y yo tenemos que pasar para dar fe a la gente. – Si tú lo dices... –Aarón asintió no muy convencido. Reuniéndose con Gabrielle y Moisés, los cuatro avanzaron por entre la seca tierra flanqueada por muros de agua. Los hebreos, se quedaron atrás, mirando desde la playa, todos temerosos de meterse por aquel túnel que muchos murmuraban, debía ser una ilusión. La niña que había acariciado en el momento de convencerlos, se deshizo de la mano de su madre, y corrió hacia los cuatro en el pasadizo. Su madre llamó por ella asustada, pero ni una sola gota de agua se desprendió de los muros. La pequeña reclamó a Gabrielle que la cogiera en brazos, y esta aceptó encantada con una enorme sonrisa. Así, los hebreos comenzaron a adentrarse en el espacio ocupado por el mar Rojo, espacio ahora vacío por las maravillas de una Elegida. O de la Matriz.   V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Una hora más tarde, los carros egipcios llegaban al principio, en la otra orilla. Xena podía contemplarlos desde el final del túnel. Sólo estaba ella a la vista. Ella y Gabrielle, que apareció más tarde. La guerrera permanecía inmóvil mirando los movimientos de los egipcios. – Se están preparando para pasar –dijo Xena. – Xena... es que no van a conseguirlo, ¿y lo sabes, no? – Sí. Pero también sabes tú que no depende de ti. – Sí, sí que depende de mí. Pero...   – ¡Señor! ¿De veras estáis seguro de que debemos pasar? – ¡Por supuesto que lo estoy! Si un hebreo camina por el mar Rojo, un egipcio vuela sobre el mar Rojo... – Ramsés, es vuestra decisión. Cuando ordenéis, estamos listos para cruzar. El primogénito del rey Narmer bajó un brazo como señal y flajeló a sus caballos para que atravesaran el túnel con la mayor rapidez posible. Gabrielle tomó el cayado entre sus manos, en horizontal. – Será mejor que te alejes un poco –susurró. Xena salió del agua mirando la mancha de hebreos caminando apresurados. Ya sólo Moisés y Aarón esperaban en la playa, junto a ellas. Gabrielle echó una última mirada a los carros que levantaban la arena seca de lo que era un mar. Cerró sus ojos suspirando profundamente, y alzó el cayado en el aire. Un golpe de gracia bajó el palo enterrándolo en la tierra, y Gabrielle pareció fundirse con él en un abrazo que Xena encontró incalculablemente bello. El mar colapsó a sus pies. Xena hubiera jurado que se arrodillaba ante Gabrielle. Las dos murallas se derrumbaron sin provocar ni un sólo efecto colosal, en simétrica perfección, el agua volvió a la calma, y el mar pareció no haber sido separado jamás. Gabrielle permaneció allí, pegada al cayado, con los ojos cerrados, inmóvil. Ahora el agua ya le cubría hasta la cintura. Xena se acercó a ella, y sin más, la abrazó. En la distancia del agua salada, aún se oían los gritos ahogados del ejército egipcio. Ramsés, yacía ya en el fondo del mar. sigue -->
  • 23. sigue -->ción... Capítulo XX: The Path Not Taken   "Mas las sirenas tienen un arma mucho más terrible que su canto, esto es, su silencio". – Franz Kafka6 de junio de 1941 – Egipto. Janice miró de nuevo a la feliz pareja ante ella y se sintió a si misma siendo apuñalada una y otra vez. – Enhorabuena –dijo con voz queda. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m Aquella noche de cena frente al río Hudson, la última que pasarían los tres juntos antes de bifurcarse el camino de Janice, Percebal la había elegido como el momento para hacer el compromiso oficial. Un anillo con una enorme piedra preciosa en el centro era ofrecido a Melinda Pappas. Demasiado hortera para el gusto de Covington, aunque lo que le dolía, en realidad, era que ella nunca podría haberle regalado algo como eso. – Es precioso –la arqueóloga necesitó toda su fuerza para sonreír y mentir a la vez. Mel depositó encantada un tímido beso en su compañero de mesa. El trío volvió a quedarse en silencio. Janice podía adivinar las manos entrelazadas por debajo de la mesa. Estaba deseando que llegara mañana. Mientras, Percebal era un hombre tan feliz, que podía notar como el pipí reclamaba su salida de nuevo. Qué curioso que en un hombre tan admirable como él, la felicidad y el miedo fuesen dos sentimientos totalmente contrapuestos que tenían la misma reacción física sobre su cuerpo... – Señoras, si me disculpan, este aventurero siente la llamada de la naturaleza. Vuelvo enseguida, caramelito. El inglés desapareció y Janice respiró. O no. – ¿De veras tienes que irte? –una voz dulce preguntó. La arqueóloga notó una mano suave sobre la suya, encima de la mesa, y de repente su plato de tortellini perdió todo el interés. – Sabes que sí. Mel suspiró. – ¿Por qué ahora? Janice miró a su compañera, como quien reprime a un niño testarudo. – Hay una guerra de por medio, Mel. – ¿Y yo qué? –Mel se revolvió en su silla soltando a la arqueóloga– ¿Yo no te necesito? ¡Ah, ya lo entiendo, a Mel que la zurzan, yo me iré a pasarlo bien pateando culos alemanes...! Janice alzó una ceja. Una nueva faceta en las lagunas mentales de Melinda eran sus expresiones verbales. A su acento sureño se habían unido las expresiones más arcaicas y desfasadas para expresar su malestar, y no parecía importarle decir alguna que otra palabrota de vez en cuando. – No es eso. Mira, sé que es duro, lo de... lo de tus recuerdos, pero una forma de que recuperes tu memoria está en analizar los pergaminos. Para hacer que vuelvas a ser la de antes, tengo que encontrar el pergamino de lo que ocurrió en Hierakómpolis. Melinda resopló con sarcasmo. – Volaste la maldita excavación, ¿no se te pasó por la cabeza que pudiera estar allí? – No. ¿Ves cómo no lo recuerdas? Himmler tiene el original. Necesito volver a Europa. Mel comenzó a agarrar cosas con las que jugar nerviosamente: la servilleta, el tenedor... – ¿Y si te ocurre algo? ¿Entonces, qué? Ya no quedará nada, ni para mí, ni para ti. – Mel... tengo que hacer algo. Esa guerra es horrible. Tengo que... ¡no puedo quedarme de brazos cruzados, maldita sea! Si fueras tú misma lo... Janice no pudo cortarse a tiempo y vio el rostro de Melinda volviéndose rojo intenso. Podía oír ya lo que se le venía encima. – ¿Yo misma? ¡Ah, yo misma! ¡Comprendo! ¿La Mel que hay ahora no te gusta? ¿No es de su agrado, doctora Covington? ¡Lo siento, no tenemos otra! ¡Se nos han acabado las que vienen con memoria propia! Janice se revolvió incómoda en su silla y bebió un sorbo rápido de su whiskey doble. – ¡Mel, por favor, no levantes la voz! – No me trates como si fuera una niña, Jan. Puede que no tenga recuerdos, pero sigo siendo una adulta –entonces las facciones de Mel cambiaron y se volvieron calculadoras, frías– Dime, Janice... ¿qué cambiarías? ¿Qué me haría ser la Mel de antes? ¿Que haría tu Mel que no haría yo?
  • 24. Janice no se pudo retener. Contestó automáticamente, manteniendo la mirada de su amiga. – Ella no se habría casado con Percebal. Mel se congeló. Su cuerpo se quedó inmóvil. Apenas pudo ir retirándose lentamente hacia atrás, para acurrucarse contra su silla todo lo que pudiera. Se le estaba encogiendo el corazón. Janice permanecía seria, dolida. – ¿Le quieres? –preguntó la arqueóloga. Mel reaccionó con la acción de un autómata. – ¡Qué pregunta! ¡Por supuesto que le quiero! Janice no movió un músculo. – Pero, ¿estás enamorada de él? Y Melinda miró al río. Los reflejos de las luces sobre el agua. V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – Sí... bueno... supongo que es amor. Ya no puedo saber si quiera cómo se sentía el amor. – Sí puedes saberlo. Melinda ignoró inconscientemente el susurro de Janice. – Sólo sé que cada día tengo un sueño muy raro, y que a cada vez se intensifica más. Janice se tensó. – ¿Quieres que te lo cuente? Mel alzó la vista para ver un rostro desconcertado, y conmovido. – ¿Jan, te encuentras bien? Estás toda pálida. – Sí, sí. Es sólo que... creo que necesito volver al hotel. Tengo que dormir y prepararme para mañana. – Oh... Janice se levantó con prisa y estuvo a punto de salir corriendo, sin despedida, ni nada. Pero su corazón pudo más y se volvió para encarar a Mel con una sonrisa. Se acercó a ella, y se agachó, tomándole la mano. – Melinda Pappas –comenzó con las orejas ardiéndole. Tomó aire para soltarlo de carrerilla– Eres la mejor persona que conozco, mi amiga, y mi socia. Cualquiera de las decisiones que tomes en tu vida, sé que serán correctas, porque tú eres una persona correcta. Jamás perdiste la compostura ante mis cabezonerías ni me dejaste desfallecer cuando ya no veía la salida. Así que, todo lo que puedo decir es que Percebal es el hombre más afortunado de este mundo, y que espero que nuestros caminos se vuelvan a encontrar pronto. Mientras tanto, yo volveré a Europa para poder encontrar la forma de recuperar tus recuerdos –Janice se acercó a ella y la besó en la mejilla. Se mantuvo ahí un buen rato, y luego continuó hacia el oído– Gracias por el mejor año de mi vida. –susurró. Sin más, Janice Covington abandonó la sala. Melinda se quedó allí, contemplando la silla vacía frente a ella. En ese momento, Percebal regresaba. – ¿Eh, a dónde ha ido Janice? ¿Mel? – Ha... ha tenido que marcharse, no se encontraba bien... – Oh, vaya, es una pena. ¿Le has preguntado a qué dirección le enviamos la invitación? Mel sintió un golpe en el corazón. – ¿Eh? – La dirección... – No... la verdad, no... Melinda se dio cuenta de que esta era la primera vez que estaba sola. Es decir, que desde que había perdido la memoria, desde que había salido de aquella nave, allí, en Egipto, era la primera vez que estaba sin Janice. Percebal estaba a su lado, perdido en comentar cualquier otra cosa. Pero Melinda comenzó a sentir el vacío creciendo cada vez más y sintió miedo de que la pérdida de Janice la hiciera quedarse como la silla solitaria que tenía frente a ella.   El teléfono sonó, y del cúmulo de oscuridad salió la pequeña luz de una lámpara luchando con los ojos adormecidos de la arqueóloga. – ¿Diga?
  • 25. – ¿Janice Covington? – Sí... – Soy Howard Gardner, capitán de las Fuerzas Especiales Aliadas, la llamo desde París... eh... ¿la he despertado? – Bueno, Howard, ahora mismo aquí son las tres de la mañana y dentro de dos horas tengo que coger un avión para Madrid, así que me ha hecho un favor... – Oh... Verá doctora, le llamo porque hemos encontrado algunas cosas muy interesantes que pensamos, podrían ser de su interés –se oyó un estruendo al otro lado de la línea– ¿Doctora...? – Continúe, continúe... ¿dónde coño está el maldito interruptor? – Eh... pues, como le digo, hemos estado trabajando los últimos meses en documentar y tratar de encontrar las reliquias que los nazis han saqueado por toda Europa, y nuestro equipo de arqueólogos ha dado con algo sumamente interesante, que según han dicho, es su especialidad... V E FA R ht N SI ht tp FI ÓN tp :// C V E O :// O N R vo . IG co E .h S IN ol sa P A AL .e te Ñ s c O , a. L co m – ¿Y de qué se trata si puede saberse? – En principio, es un pergamino de escritura griega que hemos fechado alrededor del tres mil antes de Cristo, aunque nadie se atreve a asegurar nada hasta que usted venga aquí y lo vea por su misma... ¿doctora Covington? ¿Doctora, sigue ahí...? El silencio se cortó de repente con una voz más que entusiasmada. – Howard, creo que tú y yo vamos a hacernos muy buenos amigos...   Capítulo XXI: La Tierra Prometida   "Para abrirse un nuevo camino hay que ser capaz de perderse" – Jean Rostand Gabrielle permaneció sonriente mientras Xena jugaba con los niños. Jugaba con los niños... dioses, debía ser eso algo extraño en su amiga, pues toda Gabrielle se sentía enrarecida pero agradada con esto. Xena se dejaba tirar, agarrar, despeinar, acariciar y hasta gritar. Tenía una horda de diez pequeños señores de la guerra alrededor de ella y no parecía molestarla. – Aarón, ¿podrías llamar a tu hermano, por favor? Xena y yo partiremos al atardecer. – ¿De veras tenéis que dejarnos? Gabrielle indicó al muchacho que se sentase junto a ella. Miles de hogueras se esparcían por toda la zona desértica, cocinando las reservas de comida. El sol estaba en su apogeo en el cielo, el murmullo de gente sonaba distinto, y feliz. – Ya hemos terminado aquí. Debemos seguir nuestro camino. Especialmente yo. Necesito recuperar mis recuerdos... – ¡Podríais quedaros con nosotros y juntos haremos recuerdos nuevos! Gabrielle sonrió bajando su mirada. – No es así de sencillo, y lo sabes –Aarón se volvió entristecido– Ahora escúchame bien... La bardo esperó unos segundos a que el muchacho la volviese a encarar por sí mismo. – ¿Sabes lo que le ha ocurrido a tu madre, verdad? Aarón asintió nervioso, sin mediar palabra. – No debes estar triste. Lo que hizo fue por vosotros. Debéis estar orgullosos. Una lágrima vagó por la mejilla del muchacho. – Lo sé –sollozó el chico. Gabrielle sostuvo el rostro del joven entre sus manos y limpió las lágrimas. – Ahora tienes que prometerme que cuidarás de tu hermano, que no lo dejarás. Se va a abrir una nueva época para vosotros en la que te va a necesitar más que nunca. El chico paró de llorar de repente e irguió su mirada. – ¿A qué te refieres? –preguntó confuso. – Moisés es el auténtico profeta. Va a heredar mi derecho de encomienda.