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Indice
¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA?
Sobre el Autor
¿Cómo le va a su familia?
1. Crisis en Nuestros Hogares
¿A favor del Machismo?
Retrato de mujer
Los hijos
Algo indispensable
Hay que tender un puente
No sólo crecer en estatura
Si el Señor no construye...
Nuestro tesoro
2. Una sola Carne
Una ayuda adecuada
Una cadena
Todo al revés
¿Se les olvidó platicar?
Las pequeñas cosas
El corazón es alcancía
Dios se paseaba
Hogares, hogueras
3. El Amor en el Matrimonio
El auténtico amor
Nuestro amor
Amor = perdón
Un examen peligroso
4. Los Papeles en el Matrimonio
Una cabeza
La cabeza está fallando
La ayuda adecuada
La mujer liberada
Como el primer día
5. Plagas de Nuestras Familias
El egoísmo
La infidelidad
El exceso de licor
La falta de comunicación
Falta de oración en pareja
No tengan miedo de gritar
2
6. La Educaciónde los Hijos
¿Para quién la bofetada?
La disciplina indispensable
Obra de paciencia
Una religión viva
Reflejo de los padres
7. El Buen Samaritanoen el Hogar
8. Jesús en el Hogar
La bendición de Dios
La oración de los esposos
Sobre arena sobre roca
Amor naturaly amor sobrenatural
La fe
La epifanía de María
Invítenlos...
9. La Bibliaen la Familia
El lugar para la Biblia
Desde la niñez
Aprender a escuchar a Dios
Un lugar de preferencia
10. La Oraciónen Familia
Familias ejemplares
El sacerdocio de los papás
La oración en el hogar
No es nada fácil
La virgen María en el hogar
Babel o Caná
11. Los Sacramentos en la Familia
El Bautismo
La Confirmación
La Reconciliación
La Eucaristía
La Unción de los Enfermos
El Orden Sacerdotal
El Matrimonio
Familia sacramental
12. La Familia Reconciliada
La reconciliación con Dios
La reconciliaciónentre los de la familia
Perdonarnosa nosotros mismos
Hay que platicar mucho
La isla de paz
3
P. HUGO ESTRADA, sdb.
¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA?
Ediciones San Pablo
Guatemala
4
NIHIL OBSTAT:
Pbro. Lic. Sergio Checchi, s.d.b.
Puede imprimirse:
Pbro. Ricardo Chinchilla, s.d.b.
Provincial de los Salesianos en Centroamérica
CON LICENCIAECLESIASTICA
5
Sobre el Autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del
Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en
la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía
para un mundo postmoderno”.
6
¿Cómo le va a su familia?
Siempre habíamos estado esperando un libro del P. Estrada que abordara el difícil y debatido tema de la
FAMILIA. La respuesta del P. Estrada se convierte en una inquietante pregunta: ¿Cómo le va a su familia?. Este
libro enfoca con serenidad y, al mismo tiempo, con energía, los difíciles momentos por los que atraviesan
muchas familias: la falta de comunicación, el divorcio, el alcoholismo, la infidelidad, la lucha de generaciones, la
secularización. Como experimentado pedagogo y sacerdote, el P. Estrada expone sus profundas reflexiones que,
seguramente, serán de gran utilidad para que muchas de nuestras familias, de babeles de infelicidad se conviertan
en cenáculos de gozo y bendición de Dios.
7
1. Crisis en Nuestros Hogares
En la novela española, «El diablo cojuelo», hay un personaje que va por encima de
las casas, levantando los tejados y observando lo que hay adentro. Si tuviéramos el poder
de este curioso personaje, quedaríamos asombrados al ver tanta amargura, tanta
desilusión, tanta frustración en muchos hogares. Un siquiatra de Estados Unidos afirmó
que el 75% de los matrimonios de ese país son «desdichados». Es algo que deja sin
aliento. No cabe duda de que una epidemia maléfica está desbaratando nuestras familias.
Nuestros hogares, cada vez más, se están convirtiendo en pequeños hoteles a los
que los miembros de la familia casi sólo llegan a comer y a dormir. Allí se ve televisión,
se leen los periódicos, se escucha música; pero casi no se platica; se gritan mucho unos a
otros; el dialogo casi ha desaparecido por completo. ¿Que les estará pasando a nuestras
familias?
Al principio, cuando Dios instituyó la familia, le fijó leyes y normas para su
felicidad. Cuando esas normas y leyes se quebrantan, todo se viene abajo. Lo que antes
era gozo, paz, cordialidad, se convierte en amargura, en desilusión. Es necesario que
nuestras familias sean sometidas a un serio examen, a la luz de la biblia. En la Palabra de
Dios se exponen pistas muy concretas para que las familias reencuentren el sendero que
las llevará a recobrar la armonía, el gozo de vivir en familia.
¿A favor del Machismo?
En la carta a los Efesios, se lee: «El esposo es la cabeza de su esposa como Cristo
es la cabeza de su Iglesia» Ef 9, 23. Algunos hombres creen encontrar aquí la defensa
de su espíritu machista. En el contexto no se habla de una «superioridad» del hombre
con respecto a la mujer. Todo lo contrario: Se hace resaltar que Cristo, como cabeza de
su Iglesia, vino a servirla, a sacrificarse por ella. Por eso terminó lavándoles los pies a sus
apóstoles. Al hombre, por su misma psicología, se le ha escogido para llevar sobre sus
hombros la tremenda responsabilidad de ser «la cabeza de su hogar», de ir adelante
abriendo camino para su esposa y para sus hijos. La mencionada frase de San Pablo, no
favorece el «machismo», sino mas bien acentúa la responsabilidad del padre de familia
de asumir el peso de ir en la vanguardia enfrentando las más duras situaciones para
buscar la felicidad de su esposa y de sus hijos.
En la primera carta de San Pedro, se lee: «Esposos, denles a sus esposas el honor
que les corresponde» 1P 3, 7. San Pedro fue casado; conocía muy bien lo que era un
hogar. Por eso realza el lugar de privilegio que le corresponde a la mujer dentro del
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núcleo familiar.
Durante el noviazgo, los novios se deshacen en atenciones hacia la novia. Parece
que se quieren convertir en alfombras para que ellas pasen encima. Pero los tiempos
cambian: durante el matrimonio, una de las características de los esposos es su
indiferencia, su falta de finura, de cortesía. Ahora quieren que la esposa sea una alfombra
que esté continuamente bajo sus zapatos. ¡Sería bueno resucitar, de alguna manera,
aquellos chispazos del noviazgo en que el aparecía con un regalo de vez en cuando!
¡Habría que desempolvar algunos piropos que no se le han dicho a la esposa desde hace
mucho tiempo! ¿Cuándo fue la última vez que el esposo invitó a la esposa a salir juntos
para charlar, para tomar una taza de café? Es algo muy simple, pero que tiene mucha
incidencia en la armonía familiar. La esposa, en el fondo de su corazón, está reclamando
a gritos esas pequeñas atenciones. Por su orgullo femenino, tal vez, no lo expresa, pero
lo desea ardientemente.
La misma carta a los Efesios, dice: «Esposos amen a sus esposas como Cristo amó
a su Iglesia y dio la vida por ella» Ef 5, 25. La manera como Cristo amó a su iglesia,
como esposo, que se sacrificó por ella. Murió por ella. El verdadero amor no consiste en
pensar como una persona me puede hacer feliz a mí, sino cómo yo puedo hacerla feliz a
ella.
San Pablo no favorece el «machismo»; recalca, más bien, la responsabilidad del
marido como «cabeza de su hogar», como responsable de la felicidad de su esposa y de
sus hijos.
Retrato de mujer
En el libro de proverbios hay frases bellísimas que enumeran las bondades de la
esposa. Escojo algunos versículos del capítulo 31: «Mujer ejemplar no es fácil de hallar.
De mas valor es que las perlas. Su esposo confía plenamente en ella...». «Brinda a su
esposo grandes satisfacciones todos los días de su vida...». «Se reviste de fortaleza y
con ánimo se dispone a trabajar...». «Habla siempre con sabiduría, y da con amor sus
enseñanzas...». Sus hijos y su esposo la alaban y le dicen: «Mujeres buenas hay muchas,
pero tu eres la mejor de todas».
Toda mujer debería esforzarse por reflejar en su vida ese bello retrato del ama de
casa que muestra el libro de Proverbios.
Cuando eran novias, se arreglaban con pulcritud, con esmero. Pero ahora, no es
raro, que dejen mucho que desear en su presentación personal. Tal vez no meditan
suficientemente que su marido llega de la calle, de ver y tratar con mujeres muy bellas; si
las encuentra desarregladas, indiferentes, no experimenta ninguna atracción normal hacia
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ellas. La Biblia dice: «Maridos amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia» Ef 5,
25. La Mujer debe cooperar para que su esposo se sienta emocionado al verla, al
volverla a besar, a saludarla.
Es muy conveniente, también, que la esposa reflexione acerca de sus temas de
conversación con el marido. Es extremo tedioso para el marido, que vuelve de su trabajo,
cansado y, a veces frustrado, encontrarse con una esposa que solo sabe hablar de pañales
y de pleitos de cocina. ¡Como habría que resucitar algunos de aquellos deliciosos diálogos
del tiempo del noviazgo!
Salomón escribió: «Es mejor vivir en el desierto que con una mujer rencillosa e
iracunda» Pr 21, 19. La mujer con facilidad se llega a aburrir con los monótonos
quehaceres domésticos, y se vuelve quejumbrosa. Sin darse cuenta, puede contagiar a su
esposo y a sus hijos su pesimismo y mal humor. La Biblia señala que ella debe infundir
«fortaleza» en su hogar. Es muy notorio que así como el hombre con facilidad olvida
pequeños detalles de cortesía, así también la mujer «conserva» por muchos años los
rencores que se anidan en su corazón, que bloquean su relación íntima con su esposo y
que, a la postre matan el amor.
Las esposas, con frecuencia, deberían meditar en el capítulo 31 del libro de
Proverbios, y preguntarse seriamente si esos bellos versículos son una realidad en su vida
de madres y esposas.
Los hijos
Modernamente se habla de producir hijos artificialmente, en probetas. Lo cierto es
que los «verdaderos» hijos son el producto del amor de esposo y esposa, no de la
química. Los padres no traen a los hijos al mundo para que sean infelices, sino para que
puedan realizarse en la vida y se cumpla en ellos el plan de amor con que Dios los envió
a la existencia.
Educar a un hijo es una hazaña. Sobre todo a un hijo joven o adolescente. En esos
difíciles tiempos de nuestra historia, muchos padres están totalmente desorientados. No
saben encontrar el camino del equilibrio para no ser unos tiranos con sus hijos, ni unos
débiles educadores que no saben hacer respetar las normas propias de toda familia.
El libro Eclesiástico dice: «El que mima a su hijo, después tendrá que vendarle las
heridas, y, al oírlo gritar, se le partirá el corazón...». «Caballo sin amansar se vuelve
terco, e hijo dejado a sus anchas, se desboca...». «Sé blando con tu hijo, y te hará
temblar...» Eclo 30.
Es necesario que los padres no se den por vencidos; que con amor sepan imponer
10
una amorosa disciplina que lleve a los hijos al convencimiento de que sus papás quieren
para ellos lo mejor; que si les tienen la rienda corta -como dice el Eclesiástico- es por su
bien. Los hijos deben estar seguros de que sus padres no los disciplinan por cólera, sino
por amor. Por otra parte, hay que recordarles a los hijos lo que les ordena la biblia:
«Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y tengas una larga vida sobre la
tierra» Ef 6, 2.
En el capítulo segundo de San Lucas, se puede apreciar cómo el adolescente Jesús
ha recibido una buena educación en su hogar. Entre líneas, se pueden leer muchas cosas
en lo que respecta a la clase de familia de Jesús; a su educación. En primer lugar se les
queda sin pedir permiso en el Templo. Cuando lo encuentran, Jesús no da ninguna
explicación aceptable desde un punto de vista humano. Afirma que se quedó porque debe
«cuidar las cosas de su Padre». Aquí, de por medio, está el misterio. Expresamente el
evangelista dice que José y María no comprendieron. Pero María, no renunció a su deber
de madre; reprochó a Jesús, le hizo ver su error, según ella. Seguramente no armó un
escándalo. María, en esta oportunidad, tiene que haber obrado con la cordura que la
caracterizaba. Al no comprender la respuesta de su Hijo, dice el Evangelista que calló y
guardó todo este incidente en su corazón. Es decir, procuró encontrar una «explicación»
a todo lo que estaba sucediendo. Es uno de los pasos más difíciles en el proceso
educativo: saber reflexionar para encontrar el camino adecuado para llegarle al corazón al
hijo adolescente o joven.
A Jesús lo encuentran dialogando a cerca de las Escrituras, nada menos, que con los
doctores de la ley. Esto implica que Jesús había sido adoctrinado en las Escrituras por sus
padres. En la familia Judía era el padre el encargado de catequizar a la familia. Aquí no
se puede pasar por alto el influjo que pudo haber tenido San José en la educación
religiosa de Jesús.
Ir de Nazaret al Templo de Jerusalén implicaba una dura travesía de unos ciento
cincuenta kilómetros por malos caminos. Como Dios así lo mandaba, aquella familia
inmediatamente emprendió el viaje. Para ellos la Palabra de Dios estaba sobre todo.
Jesús desde niño, es enseñado a cumplir con los deberes religiosos. A imponerse
cualquier sacrificio para no fallar a lo que Dios manda. Así había bebido Jesús la religión
en su hogar, no como un purgante, sino como agua pura que brotaba de la vivencia
religiosa de José y de María.
Algo indispensable
Cuando se examinan los fracasos en la educación familiar, no es aventurado afirmar
que ha faltado una formación religiosa. Algunos padres dicen: «¡Pero si nosotros vamos
todos los domingos a misa!». No se trata de ir a misa los domingos. Eso hasta se ha
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convertido en algo tan mecánico, a veces, que habría que examinar si brota del corazón o
del miedo a romper la tradición familiar.
La verdadera formación religiosa nace cuando los hijos ven que su familia toma
como la cosa más natural el orar juntos, el meditar en la Palabra de Dios, el vivir según
las normas del Evangelio. Una familia religiosa reza con naturalidad tanto a la hora del
dolor como a la hora de la felicidad. Cuando los hijos ven que la religión para sus papás
no es una cosa de «costumbre», sino «algo Vital», entonces le aprecian verdaderamente,
aunque, de momento, no logren comprender la profundidad de esas vivencias religiosas.
En muchas familias el aspecto religioso es más algo de «tipo tradicional» que
«vivencial», y, por eso mismo, el joven, al darse cuenta de lo poco que eso repercute en
la vida de sus padres, opta por despreciar la religión; la considera como una hipocresía.
Un día el joven tendrá una crisis religiosa -Posiblemente al estar terminando el
bachillerato o al ingresar a la universidad-; esta crisis le servirá para plantearse una serie
de problemas que como niño no había podido resolver. Esa crisis, en cierto sentido, es
buena, porque permite al joven tener una respuesta personal ante lo religioso. Para que
esta respuesta sea positiva, ayudará, grandemente, el recuerdo vivencial del puesto que
en su familia se ha dado a Dios y a su Palabra.
Algunos papás que se permiten menospreciar la religión, no saben del mal que les
hacen a los hijos. ¡Cómo cambiarían su actitud, si, como educadores, pudieran conocer
la inseguridad que eso crea en los jóvenes! Son muchos los psicólogos renombrados de la
actualidad que cada vez más, están acentuando la necesidad del aspecto religioso para la
formación integral del individuo.
Hay que tender un puente
En el capítulo segundo de San Lucas, no deja de impresionar que Jesús -que se
supone bien educado- se quede en el templo, sin avisar a sus padres. Son muchas las
explicaciones que los comentaristas nos sirven. Lo cierto es que nunca quedamos
conformes. El misterio está allí. Y lo admirable del asunto es que María no se puso
histérica en medio de la plaza. Dice el evangelio, que «no entendió»; pero que «callaba y
meditaba en su corazón». Bonito el diálogo entre la madre y el adolescente. La madre
busca en lo profundo de su corazón como encontrar un camino para acercarse a su hijo.
La madre intenta tender un puente de comprensión para meterse en el mundo de su hijo
adolescente.
Nunca los padres lograrán entender «totalmente» sus hijos adolescentes o jóvenes.
El motivo es fácil de comprender; entre ellos median 20 ó 30 años de vida. ¡Un abismo
de años difícil de salvar! Y no se trata, en realidad, de comprender plenamente al hijo
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adolescente; pero sí de tener un puente de comprensión. Y aquí el adulto lleva la parte
principal porque, por eso mismo, que es adulto, a él se le exige mas reflexión y
comprensión. Hay familias en las que se enzarzan en discusiones inútiles que a nada
llegan y que sí hieren profundamente la sensibilidad tanto de padres como de hijos. Por
ejemplo, cuando se trata de modas, maneras de vestir, pelo, música. Los padres
sostienen que los «Valses de sus tiempos» ¡esos» si eran música»!, y que la de ahora no
sirve para nada, pura basura... Después de haberse herido mutuamente, los padres se
quedan con los «Valses de sus tiempos», y los hijos con sus guitarras eléctricas y su
batería. Estas cosas inútiles entorpecen la armonía de la familia. En cambio, hay que
acentuar los principios básicos, los verdaderos valores que no pasan de moda.
María, que calla y medita para comprender a su hijo adolescente, continua siendo el
modelo de los padres a quienes, en vez de gritar y regañar, les convendría mas saber
«callar y meditar» como tender ese «difícil» puente hacia el corazón de su hijo
adolescente o joven.
No sólo crecer en estatura
En Nazaret, «Jesús crecía en edad y sabiduría», dice el evangelista Lucas (Lc 2,
52). ¡Cómo se alegran los padres cuando a sus hijos ya no les vienen los pantalones:
están creciendo! ¡O cuando las hijas se van haciendo señoritas! Los padres gozan
constatando el progreso de sus hijos en la escuela, en los deportes, pero, no pocas veces,
le dan mínima importancia al crecimiento espiritual de los hijos. Se le da un valor
máximo a los conocimientos de tipo intelectual, y se descuidan los valores
verdaderamente indispensables.
De nada sirve que los papás se preocupen de que sus hijos vayan bien vestidos a la
escuela, y que aprendan inglés y obtengan buenas calificaciones, si esos hijos no han
aprendido lo fundamental que los ayudará para no ser unos «Fracasados» en la sociedad.
Los hijos deben ver, como en una película, la manera correcta de vivir de un
cristiano, en el ejemplo vivo de sus padres. No se trata de largos sermones dichos con
cólera. Se trata, más bien, de un ejemplo constante que los hijos se tiene que
acostumbrar a ver en sus papás.
Si los hijos se dan cuenta de que la mamá continuamente dice mentiras al
telefonear; si descubren que su papá tiene una doble vida, una de drasticidad en la casa,
y otra de liviandades fuera del hogar; si ven que sus padres viven en una continua pelea;
si no observan compasión por el necesitado, caridad hacia los demás, entonces, no
tendrán en su vida un punto de referencia para orientarse en lo relacionado con los
valores fundamentales que deben aprenderse a vivir en cada hogar.
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Seguramente Jesús no sorprendería a José diciéndoles mentiras a sus clientes que
llegaban a la carpintería. A María, en el Evangelio, se le adivina siempre en actitud de
servicio hacia los demás. El Niño aprendía de sus padres, y «Crecía en edad y
sabiduría» (Lc 2, 52).
El hogar es la escuela indispensable en donde los hijos con sus mejores maestros -
Sus padres- deben aprender a vivir cristianamente. Entonces, van a crecer no sólo en
estatura, sino también en espíritu.
Si el Señor no construye...
Todo esto sería una vana ilusión si no se contara con la ayuda que viene de lo alto:
con el poder del Señor. Bien dice el salmo 127: «Si el señor no construye la casa, en
vano se cansan los albañiles». La felicidad de un hogar no puede prescindir de la
presencia de Dios. No es raro que los esposos se sorprendan si se les pregunta si rezan
juntos. Como si fuera algo raro: debería ser lo más normal que marido y mujer -
Tomados de la mano- oraran diariamente. ¿Romanticismo barato? No; una necesidad
vital. ¿Qué de raro hay en que marido y mujer oren juntos por su niño enfermo o por el
joven que está siendo vapuleado por el ambiente infectado de negativismo religioso?
San Juan Crisóstomo decía que todo hogar debería ser como una pequeña iglesia.
Algo sagrado. A algunas familias les está resultando de gran bendición reunirse alrededor
de la mesa después de haber cenado para leer una página de la Biblia y hacer una oración
familiar, con espontaneidad, según las circunstancias... Si algunas familias no tienen esta
recomendable costumbre, es muy bueno que la adquieran. Al principio habrá dificultades;
pero no saben ¡qué bendiciones tan grandes atraerán sobre la familia!.
En momentos de crisis espiritual en el pueblo judío, cuenta el libro de Josué, que el
pueblo estaba tambaleando con respecto a su religión. Fue entonces cuando Josué dijo:
«Mi familia y yo serviremos al Señor» Jos 24, 15. Eso es lo que se les está pidiendo, en
estos momentos de crisis familiar, a los padres: que cierren filas, que protejan su hogar,
que se den cuenta de que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles». (Sal 127, 1).
Nuestro tesoro
Nadie escogió la propia familia. Los padres no seleccionaron a sus hijos. El esposo,
tal vez, no es el mejor esposo del mundo; pero es el propio esposo. La esposa, tal vez,
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no es la mujer ideal; pero es la propia esposa. Un día, ante el altar de Dios, marido y
mujer se juraron mutuo amor, fidelidad para siempre. Con nuestra familia sucede como
con nuestra patria. Hay otras naciones que tienen más aviones, más máquinas, más
petróleo, más computadoras. Pero nuestra patria no la cambiamos por nada del mundo.
Es nuestro tesoro. Es el hogar en donde Dios nos colocó para que construyamos nuestra
felicidad. Cada uno debe colaborar para que se haga realidad ese ideal.
El hogar no lo forman las paredes de la casa, ni la refrigeradora, ni el carro, ni el
televisor. Lo esencial del hogar es el amor. La comprensión entre esposo y esposa,
padres e hijos, no se puede parangonar con un televisor a colores ni con una cuenta
bancaria muy elevada. La palabra hogar trae a la mente la idea de «hoguera», algo
cálido. Eso es el amor en el hogar. Cuando falta, habrá, tal vez, una bonita casa, bien
amueblada, pero allí no existe un «hogar».
Don Bosco a sus educadores les decía: «Amen a los jóvenes: pero que ellos se den
cuenta de que ustedes los aman». Y tenía mucha razón. No basta querer: el hijo debe
tener muestras fehacientes de que sus padres lo aman... Más que una chumpa de cuero,
más que un carrito de juguete, más que un viaje, los hijos anhelan la caricia de sus papás,
la palabra amorosa y comprensiva; que los papás sepan robarle el tiempo a la televisión,
al periódico para platicar con ellos... Eso es lo que constituye el verdadero hogar, ese
tesoro que Dios nos ha regalado.
José, seguramente, tenía buenos muebles en su carpintería; pero, más que a sus
muebles, a su negocio, le dio importancia a su familia, a su amor de padre que se
patentizó en todo momento, sobre todo en las circunstancias críticas. María, en el
templo, en vez de ponerse a gritar con cólera a Jesús, su hijo enigmático, supo callar,
meditar la manera de que la armonía familiar no se hiciera añicos.
Cuando esposo y esposa, cuando padres e hijos buscan, bajo la mirada de Dios,
esos puentes que salvan los abismos de incomprensión, entonces nuestras casas dejan de
ser pequeños hoteles o pensiones para convertirse Nazaret de amor y de armonía.
15
2. Una sola Carne
Cada día, nos encontramos con más niños que nos hablan de su «otro papá», de su
«otra mamá». Con razón el Concilio Vaticano II afirmaba que el divorcio es una
«Epidemia» de la sociedad, que está destruyendo nuestras familias. Muchos jóvenes le
tienen pánico al matrimonio porque han visto lo desastrosa que es la vida conyugal en sus
propios hogares. Parece que algunos, cuando van al matrimonio, ya llevan, en su
subconsciencia, la idea de divorciarse, apenas aparezcan las primeras dificultades.
Los fariseos, con la intención de hacer resbalar a Jesús le hicieron una entrevista
acerca del divorcio. La respuesta del Señor es para nosotros de suma importancia porque
nos descubre el pensamiento de Jesús con respecto al divorcio.
Los fariseos comenzaron por recordar que Moisés había permitido el divorcio. Jesús
les hizo ver que Moisés había permitido el divorcio por la testarudez del pueblo, para
evitar un mal mayor. Pero les recalcó: «EN EL PRINCIPIO NO FUE ASÍ» Mt 19, 4. El
libro de Génesis narra claramente que cuando Dios creó la primera pareja, tuvo la
intención de formar un matrimonio estable. Jesús citó las palabras del Génesis: «Dejará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y los dos serán UNA SOLA
CARNE» Gn 2, 24. Jesús añadió su comentario personal: «Por eso no separe el hombre
lo que Dios ha unido» Mt 19, 6.
En el plan de Dios, el divorcio no tenía cabida. Para Dios, hombre y mujer, esposo
y esposa debían unirse formando «una sola carne», una sola persona. Nadie debía
intentar romper ese vínculo matrimonial que Dios había establecido. Un matrimonio
religioso tiene la finalidad de repetir la escena del Génesis: unir al hombre y la mujer para
siempre con la bendición de Dios.
Una ayuda adecuada
Muy tierna la escena del libro de Génesis en la que Dios ve la soledad de Adán y
piensa en regalarle una compañera. Dice el Señor: «No está bien que el hombre esté
solo; le voy a dar UNA AYUDA ADECUADA» Gn 2, 18. Esta simple frase, AYUDA
ADECUADA, define exactamente lo que es un matrimonio. Dos compañeros de viaje
que el Señor junta para que se ayuden mutuamente en su peregrinaje a través de la vida.
Simbólicamente el Génesis cuenta que la mujer fue sacada de una costilla del
hombre. El antiguo libro judío, «Talmud», –que comenta la escritura–, sostiene que Dios
no sacó a la mujer de la cabeza del hombre para que no lo dominara; no la sacó de los
16
pies, para que no fuera su esclava; la sacó de su costado para que estuviera siempre
cerca de su corazón. En el Génesis no hay cabida para la «liberación femenina», porque
allí no se habla de una «esclava», sino de una compañera en iguales condiciones. No hay
lugar tampoco para el «machismo», porque no se habla de un capataz y una sirvienta. El
Génesis presenta el matrimonio como UNA SOLA CARNE. Una sola persona formada
por esposo y esposa.
Para nosotros el matrimonio es un Sacramento: algo Santo, algo Sagrado. Cuando la
Iglesia celebra un matrimonio, busca repetir la escena bíblica de la bendición de Dios
para el hombre y la mujer. Una comparación puede ayudar a comprender mejor en qué
consiste el Sacramento del Matrimonio. Cuando comienza una misa, al lado del altar, hay
un panecillo de harina -la hostia-; la pueden tocar el acólito y el sacristán; pero llega el
momento de la Consagración; el Sacerdote repite las mismas palabras de Jesús en la
Ultima Cena; entonces, aquel pan queda consagrado: es el Cuerpo de Jesús. Por la fe así
lo creemos. Ya el sacristán o el monaguillo no pueden tocar la Santa Hostia. Los novios
llegan al pie del altar, hacen su voto matrimonial ante Dios, y, en ese momento, se
convierten en «algo sagrado»; han «consagrado» su amor el uno al otro, ante Dios, para
toda la vida. Por eso afirmamos que el Matrimonio es un Sacramento; la petición de lo
que Dios consagró «en el principio».
Una cadena
Hay algo particular en este Sacramento en relación a los demás Sacramentos. En el
Bautismo el ministro ordinario es un Sacerdote; en la Eucaristía es un sacerdote como
también en la Reconciliación. En la Confirmación es un Obispo. En el Matrimonio, en
cambio, los ministros del sacramento son los mismos novios. Son ellos los que «se
casan»; el sacerdote no los casa; el sacerdote únicamente es representante de la Iglesia:
un testigo.
El casamiento de los dos novios se verifica de una manera muy sencilla, por medio
de una de las palabras más pequeñas de nuestro vocabulario: un «SI», que los novios se
han venido repitiendo el uno al otro, muchas veces, y que, finalmente, han decidido
pronunciarlo como juramento para toda la vida. Por eso escogen la casa del Señor para
ese instante tan trascendental de su vida, y, por eso mismo, invitan a un sacerdote para
que sea testigo de parte de la Iglesia. Además, en ese momento, quieren estar rodeados
de sus familiares y amigos más íntimos porque van a llevar a cabo uno de los actos más
importantes de su vida.
Durante la ceremonia del matrimonio, a los nuevos esposos se les «ata» con una
cadena para simbolizar el pacto que acaban de hacer. Algunos, con cierto pesimismo, ven
esa cadena como la «pérdida» de su libertad; pero el verdadero sentido cristiano de esta
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cadena es simbolizar la «máxima libertad» de poder amarrarse para siempre a la persona
con la que quiere vivir para toda la vida, ante Dios y ante los hombres.
Todo al revés
Con frecuencia se escucha la broma de algunos que dicen que el matrimonio es
como la «Divina comedia» al revés. La «Divina comedia», del poeta Dante, tiene tres
partes: Infierno, Purgatorio y Cielo. Los bromistas afirman que el matrimonio comienza
con un cielo, sigue un purgatorio y termina en un infierno. Esta broma denota algo
trágico de nuestra sociedad: la crisis de los matrimonios, que está asolando a muchísimas
familias, las está haciendo trizas. Es impresionante el dato de un psiquiatra de los Estados
Unidos que afirma que 2 de cada 3 matrimonios de ese país son desdichados. Es algo
que verdaderamente asusta.
La estadística actual de divorcios es algo aterrador. Son innumerables las personas
frustradas después de un fracaso matrimonial, y son muchos los hijos con serios traumas
debido, muchas veces, a la inmadurez e irresponsabilidad de sus padres.
Para llegar al Sacramento del Matrimonio debe existir la base de un serio noviazgo,
período de conocimiento mutuo de los novios y de profunda reflexión ante Dios. Es
común que el tiempo del noviazgo se caracterice por romanticismos banales y por una
serie de descuidos y liviandades que de ninguna manera contribuyen a la madurez que
requiere el noviazgo como paso previo hacia el matrimonio. Es un contrasentido que los
novios pretendan la bendición de Dios para llegar a un buen matrimonio, si su noviazgo
se caracteriza por faltas que, precisamente, van contra la voluntad de Dios. Mientras no
haya noviazgos serios, se soportarán serios problemas en los matrimonios.
Son muchos los hogares infelices; pero la infelicidad no era la meta de los
ilusionados novios el día que se acercaron al altar para sellar su compromiso. Lo triste del
caso es que de los hogares mal avenidos saldrán los hijos mártires que llegarán al mundo
para sufrir por la inconsecuencia y la inmadurez de sus padres.
El capítulo 19 de San Mateo refiere que, en cierta oportunidad, los Apóstoles
comentaron con Jesús las grandes responsabilidades que conlleva el matrimonio, y le
dijeron: «Señor, entonces, es mejor no casarse». Jesús puntualizó: «No todos pueden
con eso, sino los que han recibido ese don» Mt 19, 10-11. Según Jesús, Dios concede
una «gracia especial» para los que son llamados a la vida matrimonial; esto, muy
claramente, patentiza que sin esa gracia -don- es imposible poderse desempeñar bien en
el matrimonio. ¿No será esta gracia de Dios la que está faltando en muchos matrimonios?
Un día los novios llegaron ante el altar; pidieron la bendición de Dios; pero es muy
posible que se hayan olvidado de que esa bendición es como una lámpara de aceite a la
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que hay que estarle renovando el aceite para que no se apague. Muchos, un día, pidieron
la bendición de Dios para su matrimonio; pero dejaron que se apagara esa luz que se les
había regalado.
Al ver algunas parejas, más que «una sola carne», parecen dos contrincantes en los
extremos de un cuadrilátero. ¿Cómo hacer para que el cuadrilátero se convierta en hogar,
o para que el hogar no llegue a ser un cuadrilátero?
¿Se les olvidó platicar?
Durante el noviazgo la cuenta del teléfono subía exageradamente; los novios
platicaban largo y tendido, a toda hora. Las visitas a la casa de la novia se prolongaban
hasta desesperar a los parientes. Ahora, en cambio, la conversación entre los esposos se
caracteriza por desabridos monosílabos. Ya no se platica; se rehuye el diálogo. La
televisión y el periódico son un buen pretexto para ensimismarse en un silencio pesado y
distanciador.
Si no se dialoga, sí se grita; se ofende con palabras zahirientes. Se dicen «cosas»,
que abren profundas heridas, que después cuesta mucho cerrar. Todo esto mata el amor,
porque el amor es comunicación, compartir, dar y recibir. En muchos hogares como que
se les olvidó platicar, y eso es terrible. Vivir con alguien, durante muchos años, y no
saber platicar con esa persona, es algo que no puede recibir el nombre de matrimonio.
Las pequeñas cosas
La etapa del noviazgo se caracteriza por la delicadeza. Cada uno de los novios
procura ganarle al otro la inventiva; es una porfía romántica. El regalito el día de
cumpleaños, imposible que se pueda olvidar. Un piropo estudiado durante varias noches.
Una refacción en una sencilla cafetería. Todo tiene su halo de poesía. ¡Lástima que estas
cosas, tan pequeñas y bellas, se reservan sólo para el tiempo del noviazgo! Son cosas
sencillas, pero que patentizan que hay una llama que está ardiendo. El descuido de estas
cosas simples es fatal. También la polilla es diminuta, pero con facilidad destruye una
enciclopedia. El no valorizar estas pequeñas finuras va minando el matrimonio.
A las vírgenes necias, de la parábola, se les apagaron sus lámparas porque
descuidaron renovar el aceite. A los nuevos esposos, el día de su boda, junto al altar, se
les entrega la lámpara radiante de su amor; pero no hay que olvidarse de renovar
continuamente el aceite de las delicadezas de todos los días, que es el aceite que impide
19
que se apague la lámpara.
El corazón es alcancía
Nuestro corazón puede convertirse en alcancía en donde podemos guardar monedas
de plata, de gratos recuerdos y nobles sentimientos, o alfileres y botones de
resentimientos. Muchos corazones, de esposas o esposos, están saturados de
resentimientos, de heridas recibidas de parte de su cónyuge. Lo peor del caso es que «no
se quiere olvidar». La persona como que tiene miedo de salir perdiendo, si olvida, si no
está sacando a relucir continuamente la herida que recibió. Esto hace que el corazón se
vaya envenenando, y, entonces, adiós amor; adiós vida íntima, adiós matrimonio. El
resentimiento es como leucemia: envenena la sangre, y la muerte del matrimonio es
inevitable.
San Pablo acentúa que no debe sorprendernos la noche con el rencor en el corazón.
Sabia norma de los esposos debería ser pedirse perdón con frecuencia. Sobre todo -lo
más difícil- saber perdonar a diario. Rogar a Dios que el corazón se conserve limpio de
resentimientos, de odios. Entonces el corazón se convertirá en alcancía que irá
archivando las cosas bellas de la vida familiar, que le van dando sabor al hogar, al
diálogo, al amor sincero.
Dios se paseaba
El simbolismo bíblico del Génesis retrata a Dios «paseándose» en el paraíso y
visitando a sus moradores. Allí hay gozo, paz, luminosidad. Pero llega el rompimiento, y,
por primera vez, aparecen el miedo, el terror, la inseguridad, el egoísmo. Necesitan
«esconderse». El esposo culpa a su mujer: «La esposa que me diste me indujo a comer
del fruto» Gn 3, 12. La esposa, cuando se vio manchada, tuvo miedo de estar sola; le
presentó el fruto a Adán. En ese momento Dios ya no «se paseaba» en ese hogar.
Los constructores de la torre de Babel tuvieron la misma experiencia. Se sintieron
muy seguros de ellos mismos, y rompieron con Dios. Al poco tiempo, ya no se
entendieron entre ellos mismos; tuvieron que separarse. Babel significa confusión.
Confusión es la que se vive en muchos hogares en los que «no se pasea Dios», en donde
se pretende construir una torre de felicidad a base de comodidades materiales; pero en
donde a Dios se le tiene como a un «desconocido», y, peor aún, como a «un
expulsado».
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Dice el Evangelio que una casa se puede construir sobre roca o sobre arena Mt 7,
24-27. La roca es el Señor. Muchas casas en donde el Señor «no se pasea»,
aparentemente, tienen atractivas fachadas; pero a la hora de la crisis, se derrumban:
estaban construidas sobre arena. El hogar, en donde «se pasea el Señor», está sobre una
roca. No se le promete que no tendrá huracanes y torrentadas, pero se le garantiza que
no se derrumbará.
María y José iniciaron su vida matrimonial con serios problemas. Cuando José vio
los signos de embarazo en su prometida, mil ideas comenzaron a revolotear en su mente.
¿Llevarla a los tribunales? José era un hombre «justo» y determinó sacrificarse, irse al
extranjero para no perjudicar a María, a quien seguía amando. En la vida de ellos «se
paseaba» el Señor; él no los podía abandonar; y no los abandonó. Los dos encontraron el
camino de Dios, que es camino de equilibrio y de paz.
Los cónyuges, en crisis hogareña, podrán acudir a sicólogos y consejeros
matrimoniales -y es muy laudable que lo hagan-; pero el amor es un «don» de Dios y,
como dice el Salmo 127: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles». Hay muchos matrimonios cansados, buscando la solución de sus problemas
en muchos lugares, pero se les ha olvidado que la torre no se puede construir mientras el
Señor no «se pasee en el hogar».
Hogares, hogueras
Si las casas tuvieran paredes de cristal, ¡cuánta amargura y frustración se podría
contemplar dentro de algunos llamados hogares! Hogar viene de hoguera, y denota algo
cálido, acogedor, algo que se busca con ansia. Más que hogueras, algunos hogares
modernos, parecen refrigeradores. En un ambiente de frialdad, nadie quiere vivir, por
eso, ella comienza a sentir su casa como una pequeña jaula, y él le da varias vueltas a la
manzana antes de decidirse a llegar a su casa.
Hay que reconstruir muchos hogares. Los cónyuges deben volver a reubicarse en su
papel de compañeros de viaje, de «ayuda adecuada» el uno para el otro. Ser como Dios
los ideó: «una sola carne». Hay que tener mucho cuidado, entonces, para que no se
repita la historia de la torre de Babel. No se puede construir una torre hogareña, si Dios
no «se pasea» a diario en el corazón de cada uno de los habitantes del hogar. Dios no
instituyó el matrimonio para que los hogares fueran «sucursales» del infierno, sino nidos
de amor y paz en donde esposo y esposa fueran una ayuda adecuada, el uno para el otro,
a través de su éxodo hacia la eternidad dichosa.
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3. El Amor en el Matrimonio
Sería muy conveniente que, sin que los novios se dieran cuenta, les filmaran un
videocassette en los momentos en que se dan muestras superabundantes de su cariño o
de lo que ellos, por el momento, llaman amor. Este videocassette habría que exhibírselos
diez años después: cuando ya fueran marido y mujer. Tal vez no se reconocerían; tal vez
pensarían que no son ellos los efusivos novios que no terminaban de acariciarse y
besarse.
Los novios llegan ante el altar, según dicen, incendiándose de amor. Sólo el tiempo
podrá ser juez de si, de veras, era amor o una simple atracción natural del hombre a la
mujer y de la mujer al hombre. Sólo las abundantes «pruebas» de la vida tendrán la
última palabra acerca de si había amor o si era simplemente una pasión natural.
La palabra amor se repite, machaconamente, en cada estrofa de las canciones de
moda. Pero la palabra amor «se ha devaluado» en gran manera. A veces se llama amor a
lo que es una «TRANSACCIÓN COMERCIAL»: Te doy para que me des. Me diste
cinco, te devuelvo cinco. Si te doy seis, salgo perdiendo.
El comerciante atiende con refinamiento a los clientes; casi se creería que ama a sus
clientes. Pero, en realidad, lo que busca es el dinero de sus clientes. El amor comercial se
puede disfrazar de cortesía, pero, en el fondo, no busca el bien de la otra persona, sino el
propio beneficio.
Los novios aseguran que se «aman». Cada uno de sus abundantes suspiros dicen
que son expresiones de su «intenso» amor. Se abrazan, se besan. Muchas veces, el
enamorado ama su yo en el tú de la otra persona. Se ama a sí mismo. Busca su propio
deleite. Es por eso tan difícil evaluar el amor de los enamorados, un amor «romántico».
Sólo el tiempo podrá juzgar si en esas indiscretas muestras de cariño de los enamorados
había auténtico amor.
El novelista ruso, Dostoievski muestra el caso de uno de sus personajes que
continuamente habla de amor a la humanidad. Era su tema favorito. Se le llenaba la boca
hablando del amor a los demás. Pero este típico personaje odiaba al que vivía con él
porque se sonaba la nariz con estruendo y porque al comer «hacía mucho ruido». Aquí
está esbozado el clásico amor «humanista»; un amor muy en «abstracto», fuera de toda
realidad. Se ama al prójimo, pero de lejos, sin molestarse en atenderlo, en bajar hacia él
cuando está en necesidad. Abundan los «comunistas de cafetería». Pretenden arreglar las
necesidades de los otros desde la mesa de un restaurante; pero nunca se les ve, codo con
codo, junto al necesitado.
Los hippies salieron a las calles con sus vestimentas estrafalarias y con sus
cartelones que decían: PAZ Y AMOR. Pero fueron crueles con sus papás; los dejaron
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llorando en sus casas. Los martirizaron con sus irresponsabilidades y acusaciones.
El auténtico amor
Es tan difícil poder asegurar que amamos a los demás. Nuestros hechos anulan
nuestros discursos acerca del amor. Sólo Jesús pudo decir con libertad: «Ámense unos a
otros como yo les he amado» Jn 13, 34.
En el huerto de Getsemaní, a Jesús le invadió el terror ante la inminencia de su
pasión. El sabía que por medio de su sacrificio iba a salvar a los hombres; por eso aceptó
el cáliz que Dios le presentaba. Lo hizo por amor. Bien dijo el mismo Jesús que «no hay
amor más grande que el del que da la vida por un amigo» Jn 15, 13. El amor de Jesús es
un amor «de sacrificio». Se entrega a su dolorosísima pasión porque ama a los hombres
y quiere que se salven.
En la última cena, el Señor ya sabía que los apóstoles lo iban a traicionar; sin
embargo, los llama «amigos»; les lava los pies; reza por ellos para que puedan volver al
camino correcto después de haber sido «zarandeados» por el espíritu del mal. El amor de
Jesús es un amor «comprensivo. Acepta a los demás como son, con sus virtudes y sus
fallos.
El amor de Jesús es un amor «perdonador». A Pedro le anticipa de que antes de
que el gallo cante, lo negará tres veces. ¿Porque tuvo que mencionar Jesús al gallo?
Quería darle a Pedro una señal de tipo auditivo. Cuando, más tarde, Pedro escuchó el
canto del gallo, se acordó de que Jesús ya se lo había profetizado; que ya le había
anticipado que había rezado por él, es decir, que Jesús ya lo había perdonado
previamente. Si Pedro no hubiera escuchado el canto del gallo y no se hubiera acordado
del perdón anticipado de Jesús, se hubiera derrumbado psicológicamente ante su tamaña
traición. Pedro, al recordar el amor perdonado de Jesús, se puso a llorar «amargamente»;
eso lo salvó de la desesperación.
El amor sacrificado, comprensivo y perdonador de Jesús es el patrón para poder
evaluar nuestro propio amor.
Nuestro amor
En muchos matrimonios se estila el amor «comercial». Viven en la continua
competencia del «te doy para que me des». Si él no da, ella lo castiga sexualmente; él,
23
por su parte, contraataca con una venganza de tipo económico. Y así les pasa el tiempo.
El día que uno de los dos acepte que amar es «sacrificarse» por el otro, tendrá que
renunciar a su actitud comercial en su relación matrimonial para buscar el bien del otro.
En ese momento habrá comenzado a amar a su cónyuge.
A muchos matrimonios se les va el tiempo en lamentos; ella no acepta que su
esposo no sea el «príncipe azul» con el que había soñado. El no se resigna a que ella no
sea la «heroína» de la telenovela que se imaginaba.
Lo cierto es que los príncipes azules y las heroínas de película sólo existen en las
mentes de los poetas. En el matrimonio solamente existe ese esposo y esa esposa con sus
defectos chocantes, pero también con sus múltiples virtudes. Es el padre o la madre de
esos hijos que Dios ha regalado. Es el esposo o la esposa que el Señor ha permitido
encontrar en los misteriosos caminos de la vida. Es el esposo o la esposa a quien se ha
jurado amor para toda la vida, junto a un altar.
San Pedro, como persona casada que fue, daba un sabio consejo a los matrimonios;
les decía: «Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor
fraternal... No devuelvan mal por mal o un insulto, al contrario, devuelvan una
bendición...» (1P 3, 8-9).
Para llegar a ese «mismo pensar y sentir», de que habla San Pedro, es indispensable
el diálogo. Es el medio eficaz para conocer el punto de vista del propio cónyuge. Para
saber por qué llora, por qué sufre, por qué reacciona en determinada forma. Cuáles son
sus gustos y qué le molesta y le tortura. Lastimosamente los esposos hablan muy poco. A
veces creen que dialogar es atacar verbalmente al otro, echarle en cara con ira sus
desaciertos. Esto no conduce a nada positivo. Al contrario, empeora las situaciones. Abre
heridas difíciles de cerrar.
Los novios se caracterizan por el «mucho hablar»; siempre encuentran un pretexto
para llamarse por teléfono, para comunicarse. Los esposos, en cambio, se caracterizan
por su comunicación reducida a la mínima expresión. Por eso abundan los malos
entendidos, la falta de comprensión, el litigio verbal, que hiere como un látigo, y distancia
a los cónyuges.
Si esposo y esposa «dialogaran» más, pelearían menos, y llegarían más fácilmente a
ese «mismo pensar y mismo sentir» a que alude San Pedro. Esposo y esposa deberían
resucitar aquellos dulces diálogos que los hacían tan felices. Deberían desempolvar los
piropos de otros tiempos que sanaban las heridas que mutuamente se habían causado.
Dialogar es aprender a vivir en paz.
Amor = perdón
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La película LOVE STORY puso de moda la frase «Amar es no tener que pedir
perdón nunca». Una frase propia de película, pero muy alejada de lo que debe ser la
realidad del amor en el matrimonio. El verdadero amor en el matrimonio se demuestra
aprendiendo a pedir perdón muchas veces; dando el primer paso hacia la reconciliación,
sin esperar que sea el otro el que tome la iniciativa de dar ese difícil paso de humildad.
Nada enferma tanto como el resentimiento, acumulado durante años en el corazón.
Hay un momento en que el corazón se satura y el amor ya no tiene cabida en él. Nada
tan nocivo como el rencor que carcome la mente y el corazón. La Biblia alude al caso de
Saúl. Primero aparece como un hombre gozoso, lleno del Espíritu Santo. Luego deja que
la envidia y el resentimiento se apoderen de su corazón. Se torna un individuo totalmente
neurótico. La Biblia afirma que «lo atormentaba un mal espíritu». Saúl estaba dominado
por el odio que había anulado su gozo de antes. En muchos matrimonios, el
resentimiento alimentado durante mucho tiempo, impide que los esposos puedan
comunicarse íntimamente. El rencor deforma la realidad: todo se ve negativo en el
cónyuge; ya no se logran apreciar sus talentos, sus bondades.
San Pablo daba un consejo sapientísimo; decía Pablo: «Que no se ponga el sol
sobre su rencor. No le den oportunidad al diablo» (Ef 4, 26-27). Cuando los cónyuges se
van a dormir con resentimiento en su corazón, el diablo aprovecha para revolver la
subconsciencia; para multiplicar los pensamientos negativos, para acentuar los defectos
del propio cónyuge. Nadie puede tener paz mientras su corazón está lleno de alfileres de
resentimiento.
Pedro le preguntó a Jesús por el número de veces que debía perdonar al enemigo.
Jesús, con su lenguaje figurado, le contestó: «Setenta veces siete», que significa infinidad
de veces, siempre. Una señora hizo la multiplicación: 70 por siete igual a 490 veces; y
dijo: «¡Esa cuota ya se me agotó con el sinvergüenza de mi marido!». En el pensamiento
de Jesús no existe ninguna cuota estipulada para las veces que hay que perdonar.
Mientras no exista perdón en el matrimonio, habrá dos personas conviviendo, pero sin
que haya un auténtico matrimonio, pues la base del matrimonio es el amor. Mientras no
haya corazones sanados de todo rencor, es muy difícil que pueda haber paz en los
hogares. La raíz de muchos divorcios habría que buscarla en la falta de perdón, en la
acumulación de resentimientos en el corazón -como en un archivo negro-; un día
finalmente se terminó el aceite del amor y ya resultó imposible seguir viviendo unidos. El
divorcio espiritual precede al divorcio legal.
Un examen peligroso
Para los alumnos siempre hay algún examen al que le tienen miedo. Unos le temen a
las matemáticas; otros al Inglés, a la Física, a la Química. En el campo del matrimonio, el
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examen más terrible es el examen acerca del amor. Es el examen más comprometedor.
Nunca se sale bien parado. Nunca se alcanza una calificación muy alta. Esto no debe
llevar a la depresión, al desánimo, sino a buscar las causas que han debilitado el amor en
el matrimonio.
José de Egipto había recibido una terrible herida de parte de sus hermanos: primero
habían intentado matarlo; luego habían optado por venderlo como esclavo. Un día,
aquellos hermanos, por falta de alimentos, llegaron a Egipto en donde José era Virrey.
Los hermanos no reconocieron a José. El sí supo quiénes eran, desde un primer
momento. Seguramente su terrible herida volvió a abrirse. Se comunicaba con ellos
solamente por medio de un intérprete, pues les hizo creer que no conocía su lengua.
Luego comenzó a jugarles malas partidas: les escondió objetos preciosos de la corte en su
equipaje. Seguramente José, en su subconsciencia, estaba reviviendo todo el dolor de la
herida que sus hermanos le habían causado. Hubo un momento en que José recordó los
sueños proféticos que Dios le había regalado. Comenzó a llorar impetuosamente y ya no
pudo seguir simulando; se abalanzó hacia sus hermanos para abrazarlos y para darse a
conocer. Por medio del llanto abundante José logró sanar su corazón herido por la
ingratitud de sus hermanos. Mientras no los perdonó, no quiso comunicarse con ellos ni
abrazarlos. Mientras esposo y esposa no se hayan podido perdonar, mientras no lloren su
pasado y saquen, por medio de las lágrimas, todo rencor, no podrá haber comunicación
entre ellos; no podrán abrazarse, no podrán relacionarse ni física ni espiritualmente.
San Pablo escribió: «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido concedido» (Rm 5, 5). El amor de Dios es como aceite
que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros. Cuando el amor de Dios ha caído sobre
nosotros, puede seguir fluyendo hacia los demás. Esposos y esposas, a diario, deben
suplicar que en ellos se derrame el amor de Dios para que siga fluyendo hacia el esposo,
hacia la esposa. El aceite del amor de Dios, muchas veces, se termina en nosotros, por
nuestro descuido, por nuestro alejamiento de las cosas del Señor. Como a las vírgenes
necias, se nos apaga nuestra lámpara porque se termina el aceite. Esposo y esposa, con
frecuencia acuden a «misas de casamiento». Es un momento adecuado para que revivan
el don de su matrimonio y para que renueven el aceite de su amor. Mientras Adán y Eva
tenían buena relación con Dios, también podían tener óptima comunión entre ellos
mismos. Cuando rompieron su «hablar con Dios», se rompió, al mismo tiempo, su
diálogo matrimonial. En ese instante él le alegó a Dios que toda su desventura había sido
causada por la «odiosa» mujer que le había dado. La mujer ciertamente no se quedó
callada; también ella habrá expresado su amargura con palabras desabridas.
Mundialmente el día del cariño se celebra el 14 de febrero. Se le llama el día de los
enamorados. Pero el preciso día de los enamorados debería ser el sexto día de la
creación cuando Dios creó al hombre y le entregó a su compañera para que fuera una
«ayuda adecuada». Dice la biblia que Adán exclamó: «¡Esta sí que es carne de mi
carne!» Gn 2, 23. Fue un poema de amor muy primitivo, pero saturado de autenticidad.
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El Señor unió al hombre y a la mujer en matrimonio. El permitió que se encontraran
el uno al otro. Que se juraran amor para toda la vida frente al altar. Ahora lo que Dios
quiere es que sean «ayuda adecuada» el uno para el otro. Que se ayuden mutuamente
durante el peregrinaje a través de la vida. Que se amen de corazón, Que es la única
manera de vivir en paz y armonía. Dios los unió para que se amaran no con un amor
comercial o romántico, sino con un amor fuerte que es sacrificio, perdón y comprensión.
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4. Los Papeles en el Matrimonio
En una obra de teatro, cuando uno de los actores intenta acaparar él solo la atención
del público, olvidándose de los demás compañeros de escena, la obra se desmorona
inmediatamente. El secreto para el éxito de una obra de teatro es que cada uno de los
actores procure desempeñar su papel a cabalidad, en equipo. En el matrimonio sucede lo
mismo: cuando el esposo o la esposa no cuidan de su parte o interfieren en el papel del
otro, inmediatamente comienzan a aflorar graves problemas en el hogar.
Una cabeza
La carta a los Efesios indica claramente que el hombre debe ser «la cabeza del
hogar». Aquí no se propicia ningún machismo, ni autoritarismo de parte del esposo, ni
mucho menos la superioridad del hombre con respecto a la mujer. Este no es el
pensamiento de la Biblia; la Escritura pone al hombre y a la mujer en el mismo plano.
San Pablo, por eso, explica con suma claridad en qué consiste «ser cabeza». Hace ver
cómo Cristo es «cabeza de la Iglesia», por que se sacrifica y se entrega por ella. Así el
esposo, en la vanguardia, va abriendo paso a su familia y, en esa línea de fuego, se
sacrifica y entrega por su esposa y por sus hijos.
San Pedro fue casado. En su primera carta aconseja tratar a la esposa con suma
delicadeza. Las palabras de Pedro son muy escogidas: «En cuanto a ustedes los esposos
sean comprensivos con sus esposas, denles el honor que les corresponde, no solamente
porque la mujer es más delicada, sino porque Dios en su bondad les ha prometido a
ellas la misma vida que a ustedes» (1P 3, 7). Pedro es consiente de que la mujer es el
hermoso regalo que Dios le ha entregado al hombre. Así se ve expuesto también en el
Génesis en el momento en que Dios le regala a Adán una compañera: Adán se
entusiasma vivamente, y ambos reciben la bendición de Dios para ser «una sola carne».
La cabeza está fallando
Una de nuestras tristes realidades en nuestro ambiente latinoamericano es que la
cabeza del hogar -el padre- está fallando en muchos hogares. Son múltiples los motivos.
Los horarios tan apretados en el trabajo hacen que el papá casi no se encuentre con sus
hijos. Cuando el papá se da cuenta, ya sus niños se han convertido en adolescentes y
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jóvenes, y él es para ellos un perfecto extraño. Hablan con la mamá, pero al papá lo ven
como alguien muy «lejano».
Debido también a las infidelidades matrimoniales -que nunca permanecen para
siempre ocultas- y por los desastres que causa el exceso de licor por parte del padre,
muchos hijos han llegado a perder el aprecio de sus respectivos papás. Es por eso que el
papá, para mantener su autoridad, tiene que recurrir al «matonismo» y las órdenes
autoritarias. En muchos hogares, los hijos están recibiendo una educación materna, nada
más, porque la figura del padre se ha difuminado en lo que respecta a la educación; se le
considera como un proveedor y no como educador.
Debido, también, a las ideas machistas con respecto a la religión, el papá se precia
de no ser religioso, y hasta se burla de la esposa que acude a la iglesia. Esto incide
negativamente en la educación integral de los hijos que se valen del ateísmo práctico de
su papá para evadir sus responsabilidades religiosas. En esta forma, el papá también está
perdiendo su liderazgo en lo que respecta a la educación espiritual de su familia.
Como en una obra de teatro, cuando el actor principal comienza a fallar, la obra se
viene abajo de romplón, así en el hogar se nota el descalabro cuando el padre ha perdido
su papel de «cabeza del hogar».
La ayuda adecuada
A muchas mujeres, con ideas exaltadas acerca de la «liberación femenina», les
disgusta que San Pablo hable de «cabeza del hogar»; creen que es como un paso previo
hacia una «esclavitud» doméstica. Pero no es éste el pensamiento de San Pablo.
El mismo San Pedro, que insiste en que se trate a las esposas con suma delicadeza,
también aconseja a las esposas que se «sometan» a sus maridos. El verbo «someterse»
no indica, en el contexto de la Biblia, que la mujer deba ser «alfombra» para que el
marido la pisotee. Lo que San Pedro quiere recalcar es el papel importante de la mujer en
apoyo de su marido, que va adelante, en la línea de fuego, abriendo campo para su
familia.
En nuestra sociedad, algunas veces, se ha estilado educar a la mujer para que sean
una «muda alfombra» para el esposo. Este no es el pensamiento de la Biblia: en la Santa
Escritura la mujer es un bello regalo de Dios, la «ayuda adecuada» para su esposo. Lo
mismo que el esposo es inigualable regalo de Dios para la mujer. Ambos se
complementan y se acompañan en el viaje hacia la eternidad.
Otra triste constatación, en nuestro medio latinoamericano, es que debido a que el
padre ha fallado, repetidas veces, como cabeza del hogar, la mujer ha debido tomar sobre
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sus hombros el pesado encargo de ser «padre y madre» a la vez en lo que respecta a la
educación de los hijos. Tal vez a esta situación, las mujeres en sus discusiones con el
marido hacen ilusión a «mis hijos» como que los hijos fueran solamente de ellas.
Cuando la esposa habla de «mis hijos», inconscientemente está exteriorizando una
cruda realidad: el esposo ha pasado a ocupar un «segundo plano» en su vida. A la luz de
la sicología y de la Escritura, el esposo debe preceder a los hijos. San Pablo en su carta a
Tito, les aconseja a las ancianas que enseñen a las jóvenes esposas a amar a «sus
esposos y a sus hijos». Así en ese orden: primero los esposos y luego a los hijos. Esto
hasta puede llegar a sonar «algo raro» para algunas madres, que piensan que lo primero
son sus hijos. Se olvidan que antes estuvo su marido y luego vinieron los hijos.
Estas situaciones anormales de nuestro ambiente casi no se enfrentan; más bien se
soslayan y se intenta aceptarlas pacíficamente. Lo cierto es que cuando en un hogar se
han trastrocado los papeles, los hogares comienzan a convulsionarse.
La mujer liberada
El capítulo 31 del libro de Proverbios enfoca la figura de una esposa dedicada a los
quehaceres domésticos; no se exhibe como una mujer «no liberada»; todo lo contrario:
se proyecta como una mujer gozosa, entregada a su esposo y a sus hijos, que la alaban y
la bendicen. Algunos versos del mencionado capítulo: «Su esposo confía plenamente en
ella». ... «Brinda a su esposa grandes satisfacciones todos los días de su vida»... «Sus
hijos y su esposo la alaban y le dicen: Mujeres buenas hay muchas, pero tú eres la mejor
de todas». Esta es la mujer «liberada» que resalta la Biblia. Ella juega un papel
primordial en el hogar, sin que su esposo se sienta «manipulado». Es la mujer que se ha
convertido en verdadera «ayuda adecuada» para su marido y para los hijos.
El tema del amor siempre está de moda. Pero ¡qué frívolos tantos discursos acerca
del amor!: se han cortado con los patrones de telenovelas y del cine. Allí se exaltan los
ardores románticos; no se habla para nada del sacrificio, de la entrega, de la renuncia.
Muchos jóvenes llegan al matrimonio ardiendo de romanticismo; pero a la hora que debe
aparecer el «verdadero amor», hecho de sacrificio y entrega, no aflora este amor por
ningún lado; entonces viene el rompimiento, la desilusión... Se creía que había amor, y
resulta que sólo existía un romanticismo pasajero.
San Pablo voló muy alto cuando habló del amor en el capítulo 13 de la primera
carta a los corintios. Algo sublime: «Tener amor es saber soportar, es ser bondadoso, es
no tener envidia ni ser presumido, ni grosero, ni egoísta, ni guardar rencor, es no
alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo
todo, esperarlo todo, soportarlo todo» 1Co 13, 4-7. Seguramente a San Pablo nunca le
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hubieran llamado como consultor para una telenovela o una película norteamericana que
abordaran el tema del amor.
San Pablo es un hombre práctico; no se anda por las ramas cuando trata de definir
en qué consiste el verdadero amor. Soportar. Perdonar. Dar siempre una nueva
oportunidad. Eso es lo que escasea en el hogar. Se espera que sea el otro el que
«soporte», el que «perdone», el que «crea». Y esto es el acabóse del amor en un hogar.
Mientras no se aprenda a perdonar, a soportar, a creer, la palabra amor será la palabra
más sin sentido que aparezca en el vocabulario.
Como el primer día
Cuando Dios unió a la primera pareja, impulsó sus corazones para que se buscaran
y se encontraran. Los bendijo y les señaló la pauta para que fueran felices. Les dijo que
debían ser «una sola carne». Algunos han entendido eso de ser «una sola carne» al estilo
freudiano, algo muy relacionado con la piel. Pero «una sola carne» -una sola persona-,
en el sentido bíblico es una relación total de amor. No es el amor artificial de las revistas
ilustradas. No es el amor de muchas de las canciones, sino el amor del que sabe que no
está solo en el escenario; el amor del que con humildad cumple su papel y busca
sacrificarse para que los demás estén bien. Del que ora todos los días a Dios para no ser
un estorbo en su familia y para saber servir a todos con amor y entereza. Cuando cada
uno desempeña su respectivo papel de esposo y esposa, entonces la familia llega a ser
ese «hogar, dulce hogar» que soñó el poeta.
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5. Plagas de Nuestras Familias
Una película española tiene un título muy llamativo: «¿Y la familia? -Bien, gracias».
El título de este film es muy desafiante, pone el dedo sobre la llaga de la sociedad: la
familia convulsionada. Una de nuestras preguntas más repetidas es: «¿Y la familia?».
Automáticamente respondemos: «Bien, gracias». Esta respuesta intenta esconder algo
que nos duele confesar: nuestra familia no anda nada bien; es un desastre. Una gran
mayoría de familias están siendo vapuleadas por los vendavales del materialismo y por
una sociedad consumista que está convirtiendo en máquinas a los seres humanos. Si hay
algo que falta en muchas familias es, precisamente, un poco de armonía, de paz, de
serenidad, de bendición. Algunas familias, sin ningún temor, podrían ser catalogadas
como «sucursales del infierno».
¿Y qué sucede con nuestras familias para que exista tanta infelicidad bajo sus
techos? Son muchos los factores negativos que están incidiendo en el desmoronamiento
de nuestros hogares. De manera especial, quisiéramos hacer resaltar algunos de ellos que
son como plagas maléficas que están destruyendo uno de los tesoros más bellos: la
familia.
El egoísmo
Egoísta es el que quiere que lo tengan en el centro de todas las atenciones; quiere
que lo miren, que lo amen, que lo escuchen, que lo sirvan. El egoísta no tiene ojos ni
oídos para ver los problemas de los demás, para escuchar las penas de los otros; el
egoísta nunca hace un favor, a no ser que espere algo como intercambio. El egoísta está
centrado en su yo. Se considera el centro de su hogar, de su universo.
En el Sacramento del matrimonio, hay una ceremonia muy significativa: la entrega
de anillos, que indica la mutua entrega, espiritual y física, de los novios. En muchos
matrimonios ha habido una entrega física, pero todavía no ha habido entrega de
corazones. Se han reservado muchos secretos. Tienen áreas ocultas de su vida que no
han sido abiertas al cónyuge. En estos matrimonios, cada uno está buscando su propio
interés; su realización personal. No piensa en favorecer al otro, sino en sacar partido del
otro. Ser servido, ser amado, ser acompañado, compadecido, escuchado. Cuando esto
sucede, el hogar se convierte en un «ring», en donde hay dos boxeadores que están
tratando de imponer su criterio, su capricho, su antojo. Si dos piedras chocan, saltan
chispas. Hay violencia. Para terminar con el fuego del enfrentamiento, uno de los dos
cónyuges, por lo menos, tendría que convertirse en almohada. Allí caería la piedra y no
causaría mayores problemas. Pero, ¿quién quiere ser almohada, ser humilde? Mientras
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marido y mujer, como dos piedras de egoísmo, estén chocando cotidianamente por
imponer su manera de pensar, habrá incendio de ira, de rencor, de odio. Es lo que se
aprecia en muchos hogares. Se han herido a fondo; el rencor se ha apoderado de los
corazones de los cónyuges. Es difícil, entonces, hablar de serenidad, de diálogo, de paz
familiar.
Muy apropiado, por eso, el consejo de San Pedro para los casados: «Tengan un
mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor fraternal. Sean bondadosos y
humildes. No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, devuelvan
bendición, pues Dios los ha llamado a recibir bendición» 1P 3,8-9. Este programa, que
traza Pedro para los casados, es el consejo más sabio para destruir el egoísmo, para
buscar un amor evangélico que, como lo captó muy bien San Francisco, consiste no en
buscar ser amado, sino en amar; no en anhelar ser comprendido, sino en comprender.
San Pablo muy bellamente llegó a decir que el verdadero amor «todo lo sufre, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta» 1Co 13, 7.
Cuando los herreros quieren doblar el hierro, lo someten a alta temperatura; cuando
está incandescente, entonces ya pueden doblarlo sin que se quiebre. Nosotros debemos
someternos al fuego del Espíritu Santo para ser purificados de nuestro egoísmo que
envenena la vida familiar y hace irrespirable el ambiente de tantos hogares. Mientras el
grano de trigo no haya sido despedazado dentro de la tierra, no habrá fruto. Mientras
esposo y esposa, tercamente, insistan en su necio egoísmo, el hogar seguirá siendo un
ring, y no un lugar de paz y refugio.
La infidelidad
El famoso informe Kinsey hizo notar que la mitad de los hombres encuestados
admitían que habían sido infieles, alguna vez, en su matrimonio. También muchas
mujeres aceptaron que habían sido infieles. Este impresionante «informe» es un reflejo
de la sociedad erotizada en la que vivimos, en la que se da un valor absoluto al sexo. Los
slogans de nuestros anuncios comerciales, los criterios que invaden nuestros ambientes
familiares, la pornografía, que es el pan de cada día, están empujando a muchos
matrimonios a la infidelidad. Algunos psicólogos hasta la aconsejan, en determinadas
circunstancias. Casi se diría que es un mal necesario.
Nuestro pueblo sencillo repite que «el diablo hace la olla, pero no sabe hacer la
tapadera». Muy cierto. Se cree que todo está escondido, que nadie sabe nada. De
pronto, todo se llega a saber. Vienen, entonces, esos traumas tremendos en la esposa, en
los hijos. Esos silencios pesados, esas desconfianzas entre esposo y esposa. Los hijos
ven que su papá, su «ídolo», se viene abajo del pedestal en que lo tenían. ¿ Con qué
autoridad viene ahora a exigirles moralidad, honradez?
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Cuando Dios unió a los primeros seres humanos les ordenó ser «una sola carne». El
señor no entendió bendecir amoríos, ni «sucursales» fuera del hogar. Claramente, el
Señor les advirtió a la primera pareja que si comían del «fruto prohibido», tendrían
muerte. No se refería sólo a la muerte física, sino también a la muerte del gozo, de la
armonía.
La Biblia señala que podemos tener bendición o maldición (Cfr. Dt 11, 26). Cuando
vamos por la senda del pecado, la bendición de Dios no está con nosotros. Todo lo
contrario: llevamos desgracia a nuestro hogar, a nuestra vida y a la de los hijos, de la
esposa, del esposo. Hay momentos en que no se sabe, a ciencia cierta, qué es lo que
sucede en el hogar; hay un ambiente tenso, indeseable. Si se buceara en la conciencia de
alguno del hogar, se podría detectar que hay pecado. Por eso la desgracia ha encontrado
la puerta abierta para ingresar en esa casa, en esa familia. Es posible que alguna familia
esté pasando este mal momento: el adulterio se ha hecho presente con sus secuelas de
desgracia. Es posible que alguna familia crea que todo está perdido. El evangelio narra el
caso de Jairo, que acudió a Jesús porque su hija estaba gravemente enferma. Cuando
estuvo frente a Jesús, unos amigos llegaron corriendo y le dijeron: «Ya no molestes al
Maestro; tu hija ya murió». Aquel padre quedó frío. Jesús le dijo, «No temas;
solamente ten fe» Mc 5, 36. Aquel hombre se atrevió a creer en las palabras del Señor,
Jesús le resucitó a su hija. Para el Señor no hay casos imposibles. Toda familia, que ha
sido herida por «la infidelidad», debe acudir al Señor insistentemente en la oración. Debe
tener plena confianza que el Señor sigue resucitando muertos.
Deben acudir también a los medios humanos; es bueno consultar a algún consejero
matrimonial, a algún psicólogo; pero hay que cuidar que sean muy cristianos, pues, de
otra suerte, pueden aconsejar algo que no está en sintonía con nuestros principios
evangélicos.
No quiere decir que porque en un hogar se haya introducido la infidelidad, ya no
hay esperanzas. Son muchos los hogares, que con la ayuda de Dios y la buena voluntad
de los de la familia, han sido restaurados. Han resucitado y han vuelto a vivir en plenitud.
El exceso de licor
El taxista que me llevaba al aeropuerto de Bogotá, en Colombia, al pasar por un
edificio de muchos pisos, me dijo: «Allí tengo mis acciones». Me quedé sorprendido,
pues veía que el chofer era muy pobre. El se sonrió y me dijo: «Es la licorera más
importante del país; allí va a parar el dinero de la mayoría del país». Una gran verdad me
estaba diciendo aquel taxista con su broma. El licor es una de las grandes plagas de
nuestros países. Cada familia tiene su historia negra con respecto al licor. Son muchos los
hogares que se desmoronan, cada día más, debido al alcoholismo.
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La Biblia narra el caso de un buen hombre, Noé, que después del diluvio encontró
unas uvas; le gustó en demasía su jugo; bebió y bebió hasta que se emborrachó y dio un
pésimo espectáculo ante su familia. Noé lo hizo inocentemente. Desconocía los fatales
efectos del licor. En la actualidad, nadie desconoce lo terrible que es el licor. Estamos
acostumbrados a ver, con horror, cómo cambia la personalidad de los individuos bajo el
efecto del licor. Se embrutecen. Insultan. Golpean a los seres más inocentes. Atropellan.
Se animalizan. Sería conveniente que a los borrachos se les tomara un «videocassette» y
se les mostrara después para que se pudiera contemplar «animalizados». Son muchas las
esposas mártires que esconden su triste historia de golpes, de injusticias, de pobreza, a
causa del maldito licor. Abundan los hijos que han quedado traumados por los excesos de
licor del papá o de la mamá. De allí vienen su ansiedad, su inseguridad, sus miedos, sus
terrores. ¡Y pensar que muchos de esos hijos, al no poder resolver, más tarde, sus
traumas, terminarán por seguir las huellas del papá alcohólico!.
Después de la navidad, llegó un señor llorando; durante la fiesta se había
emborrachado y había armado un escándalo en su familia. Estaba avergonzado. Le dije:
«Con llorar no se arregla nada; usted necesita demostrarles, con los hechos, a su familia
que está arrepentido y que no va a repetirse lo de la noche de navidad». El Señor tiene
indicaciones muy concretas para casos críticos de la vida. Dice el Señor: «Si tu ojo te
hace caer en pecado, sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte
de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno» Mt 5, 29.
En ciertas ocasiones especiales, el Señor nos exige tomar medidas drásticas. A
algunos, que tienen propensión al alcoholismo, el Señor les exige que ni siquiera olfateen
el licor. Mientras no se decidan a tomar esa medida «radical» estarán demostrando que
no se han convertido; que no están haciendo la voluntad de Dios. Si alguien continúa
emborrachándose, no se puede llamar cristiano, seguidor de Jesús. Si no ha cortado con
el vicio del alcoholismo, es señal de que su conversión es «ficticia»; el que, de veras, ha
«nacido de nuevo», no puede estar reincidiendo continuamente en borracheras.
Es una vergüenza para nuestra Iglesia que muchas fiestas patronales degeneren en
excesos de licor, en escándalos. Es una inconsecuencia llamarse cristianos, y no poder
celebrar una sencilla fiesta familiar, sin que hayan borrachos y liviandades propias de
personas sin Dios, y no de familias que se llaman cristianas.
Al enfermo que se encontraba paralítico junto a la piscina de Betesda, el Señor le
preguntó: «¿Quieres ser curado?» Jn 5, 6. Parecía una pregunta sin sentido; se suponía
que aquel paralítico estaba allí porque deseaba su curación. La pregunta de Jesús tiene
mucho sentido. Muchos enfermos, en el fondo de su subconsciencia, no quieren ser
curados; tienen miedo de ser libres; tienen temor de afrontar su nueva situación de gente
sana. A muchos enfermos de alcoholismo habría que preguntarles si, de verdad, quieren
ser curados. Muchos están aferrados a su botella, que les ayuda a atontarse para no ver
su realidad indeseable.
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Con gozo he podido constatar cómo cuando una persona se convierte, de veras, y
se entrega al Señor, su problema de alcoholismo se esfuma inmediatamente. San Pablo
decía: «No se emborrachen con vino, sino llénense del Espíritu Santo» Ef 5, 18. El que
está lleno del Espíritu Santo, tendrá la fuerza suficiente para resistir la mala inclinación
hacia el licor. El que tiene el gozo del Espíritu, no tendrá que buscar el gozo artificial en
el fondo de una botella.
Si alguien ama a su familia, si no quiere convertir a su esposa y a sus hijos en
mártires de su alcoholismo, debe, en primer lugar, llenarse del Espíritu Santo que le
proveerá del poder de lo alto para hacer frente a la tentación del licor; luego debe tomar
la firme determinación de ni siquiera olfatear el licor, pues el Señor le pide que le
entregue ese ídolo que lo está fascinando. Mientras el que tiene el problema con el licor
no haya tomado estas determinaciones drásticas, continuará siendo zarandeado por el
licor y no dejará de ser verdugo para su familia.
La falta de comunicación
Una encuesta muy confiable dio a conocer que marido y mujer solamente se
comunican durante 17 minutos en toda la semana. Algo que causa estupor. Vivimos en la
era de las comunicaciones: teléfonos, télex, satélites, televisión, fax, radio, cine. Sin
embargo las personas cada día nos comunicamos menos.
Cuando los actuales cónyuges eran novios, no terminaban de hablar. Siempre
buscaban un pretexto para comunicarse. El llegaba a visitar a la novia y, a pesar de que la
noche avanzaba, no se iba y no se iba... La supersticiosa abuelita hasta ponía una escoba
detrás de la puerta para apresurar la partida, pero ¡ni así se iba el novio! ¡Era bello ese
tiempo que los novios empleaban en comunicarse! ¡Siempre tenían algo lindo que
decirse! ¡Pero, lastimosamente, durante el matrimonio, las palabras se van terminando!
Algunos matrimonios ya adoptaron un «lenguaje Morse»: «Si. No. Ah. Vaya». Punto
raya. Otros matrimonios ya necesitan de un intérprete. El esposo le dice a la hija: «Decile
a tu mamá que no sea tan impertinente». Y la esposa está allí enfrente.
Cuando Jesús quiso llegar al corazón de la perdida mujer samaritana, buscó dialogar
con ella. La mujer se resistió al principio; trató de enredarlo en una acalorada discusión.
El Señor con amor la fue haciendo reflexionar, hasta que aquella mujer dejó que la
Gracia invadiera su corazón. Nuestro pueblo sencillo dice: «Hablando se entiende la
gente». Así es. Cuando la gente logra comunicarse, muchos malos entendidos se disipan.
Se logra llegar al corazón y a la mente. Cuando la gente no se comunica, abundan los
prejuicios, se agrandan los defectos, los errores.
El diálogo no consiste en «cantarle sus cuatro verdades» al cónyuge. Si alguien se
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siente agredido verbalmente, es lógico que se defienda. Entonces habrá una nueva pelea,
otro acalorado enfrentamiento. Dialogar es saber buscar el momento preciso y la manera
adecuada para decir lo que se debe decir; lo que tiene que ser aclarado. No con la
intención de «herir», de «hacer mal al otro», sino de ayudarlo a reflexionar, a mirar
imparcialmente un «nuevo punto de vista» que podría arreglar una determinada
situación.
Un esposo contaba que su esposa lo había llevado a un juzgado. Cuando estaba
ante el juez, ya sin ninguna esperanza de arreglo, al fin pudo escuchar con imparcialidad
las razones de su esposa. Nunca antes había escuchado con serenidad. Entonces, se dio
cuenta de que ella tenía razón. Se lo dijo. Pero ya era tarde; la esposa no quiso echar pie
atrás.
Muchos problemas familiares se solucionarían más fácilmente o se evitarían, si
esposo y esposa hablaran más entre ellos; si resucitaran los sabrosos diálogos del tiempo
del noviazgo. Si no platican, deben prepararse para pelear. Si no dialogan, terminarán por
tirarse los platos, y pondrán en peligro la estabilidad de su familia.
Falta de oración en pareja
Me ha sucedido con frecuencia: llegan algunas parejas a quienes les va pésimamente
en su matrimonio. Les pregunto si rezan juntos. Se me quedaron mirando como si les
hubiera preguntado si mataron a alguno. La oración en pareja se ha convertido en algo
«anormal» en muchos hogares. Debería ser lo más «normal» que marido y mujer
rezaran juntos, tuvieran en común a Dios en su vida.
Esta falta de oración en pareja tiene su origen en el propio hogar de los cónyuges:
los actuales esposos no vieron a sus papás rezando juntos. No tuvieron esa indispensable
escuela de oración en familia. Dice San Pablo: «Si el señor está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?» Rm 8, 31. En medio de muchos matrimonios no está el Señor. Es un
ausente. Un desconocido. Un marginado.
El Génesis describe a Dios que bajaba a platicar con la primera pareja de la
humanidad. Mientras ellos perseveraron hablando con Dios, había armonía en su vida.
Cuando dejaron de hablar con Dios, comenzaron a platicar con el mal. Y todo se
convirtió en un desastre. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la mujer con la
que rezas todos los días. Y así es. Mientras el esposo y esposa perseveren «hablando con
Dios», él no los dejará desamparados en sus crisis matrimoniales, que nunca faltan.
La Biblia resalta el bello caso del Joven Tobías y de Sara: Tb 8, 1-8. Ella tenía
muchos problemas para poder realizar un matrimonio feliz. La Biblia exhibe que algo
maléfico se interponía siempre. Lo primero que el fervoroso Tobías hizo, la noche de su
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boda, fue invitar a su esposa a ponerse de rodillas. Juntos, en oración, vencieron el mal
que podía haberlos separado. De rodillas es como marido y mujer deben recibir y
despedir el día. De rodillas es como deben enfrentar las crisis matrimoniales, las alegrías
y las penas de toda familia. Jesús prometió que donde dos o tres se reúnen en su
nombre, allí estará el. ¡Qué mejor que contar, día a día, con la presencia de la Gracia del
Señor! «Familia que reza unida, permanece unida», decía el Papa Pío XII.
No tengan miedo de gritar
Cuando a alguien se le está quemando su casa, comienza a gritar pidiendo auxilio a
Dios y a los vecinos. Si el hogar no marcha bien; si hay amargura, sinsabores, hay
muchas personas que pueden ayudar a solucionar esos problemas familiares. Existen
sicólogos cristianos, consejeros matrimoniales, sacerdotes, amigos. Lo importante es
pedir ayuda. Nada está perdido cuando existe una buena voluntad. El Señor puede
enviarle algún ángel -con saco, con blusa o una sotana- para ayudarle a arreglar su
situación matrimonial.
No tenga miedo de gritarle a Dios. Cuando Pedro se estaba hundiendo en las olas
del mar, le gritó a Jesús pidiendo ayuda. Al punto experimentó la férrea mano del Señor
que lo arrancaba del embravecido oleaje. En la oración busque sentir esa mano fuerte del
Señor que, un día, le regaló el don del matrimonio por medio de un Sacramento. El
Señor lo menos que quiere es que ese regalo, que le entregó junto a un altar, se eche a
perder.
Cuando murió Jesús, los discípulos de Emaús creían que todo estaba perdido. Por
eso regresaban desilusionados a su pueblo. Ya no había nada que hacer. Tuvieron la
buena idea de permitir a un viajero anónimo que los acompañara en su camino. Ese
viajero era Jesús. El comenzó a dialogar con ellos; los hizo reflexionar acerca del plan de
Dios en la Biblia. Cuando se dieron cuenta, sentían que les «ardía el corazón», y
descubrieron a Jesús Resucitado. Es posible que su matrimonio esté en estado de coma.
Que usted crea que ya no se puede hacer nada. Permítale a Jesús que lo acompañe.
Déjelo hablar. Háblele. Cuando usted menos lo piense, es posible que sienta que su
corazón «vuelva a arder». Es posible que haya una resurrección. Los discípulos de
Emaús, en lugar de continuar su camino de derrota, regresaron gozosos a Jerusalén a dar
la noticia de su encuentro con Jesús. Usted, que ha visto cómo Jesús resucita hogares
muertos, puede ser un testigo fabuloso para otras personas que creen que ya no hay nada
que hacer por su hogar desmoronado.
En algunas salas se ve un cuadro: un niño colocho que recoge unas virutas; un
hombre barbado curvado sobre un banco de carpintería; en un ángulo, hay una mujer
con un cántaro. Abajo del cuadro hay un letrero que dice: LA SAGRADA FAMILIA. Tal
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vez, alguno piense que esa familia era un hogar sin problemas. Pero no existe un hogar
sin problemas. La familia de Jesús, la Sagrada Familia, tuvo muchísimos problemas. En
primer lugar, les costó iniciar. San Mateo expone crudamente la angustia de José, al no
encontrar una explicación lógica de los síntomas de embarazo en su novia. Se capta el
silencio quemante de María. En seguida vemos a esa familia mendigando un lugar en el
pueblo de Belén. Todos les cierran sus puertas. El hijo tiene que nacer en una gruta.
Apenas ha pasado la alegría del nacimiento del hijo, ya tienen que huir apresuradamente
a un país lejano porque alguien quiere eliminar al Niño.
Nada raro decir que María y José tuvieron al hijo «más difícil». Era Dios y hombre.
Había mucho de misterioso en varias de sus actitudes. Con frecuencia no comprendía a
su hijo. Sufrían mucho por él. Y él también sufría al ver la pena de sus padres. Era el
precio de ser Dios y hombre.
A pesar de esa historia de pobrezas, penas y persecuciones, la familia de Jesús gozó
de armonía, de paz, de bendición. Porque allí estaba Dios. Porque en todo se busca el
camino del Señor.
Toda familia ha sido llamada a convertirse en «sagrada familia». Se inició junto a un
altar con la bendición de Dios. Mientras ese hogar se construya sobre la «roca» de los
mandamientos de Dios, podrá haber dificultades, tropiezos, calamidades, pero allí habrá
una «sagrada familia» en donde no faltarán la armonía, el gozo, la bendición de Dios.
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6. La Educación de los Hijos
Con harta frecuencia se escucha decir: «¡Qué mal anda la juventud!». Pero los
adultos, que se rasgan las vestiduras al comentar de los defectos de los jóvenes, tienen
miedo de preguntarse por qué anda mal la juventud. Tienen temor inconsciente de
sentirse señalados, culpables. Lo cierto es que muchos jóvenes «andan mal» porque sus
hogares están patas arriba.
Me tocó presidir una reunión de padres de familia; los papás se expresaban con
escándalo de lo que hacían los jóvenes «modernos». Los escuché con paciencia durante
bastante tiempo. Al final les expuse que, después de muchos años de trabajar con los
jóvenes, yo había llegado a la conclusión de que el problema número uno de los
muchachos son sus propios papás, su hogar. Ahí los jóvenes se encuentran con que sus
padres viven a diario un repetido enfrentamiento; el amor es algo desconocido: más que
esposos, los hijos ven en sus padres a dos compañeros que viven en la misma casa. Los
adolescentes y jóvenes con sentido crítico saben captar que en su hogar hay
«infidelidad»; a veces es tan notoria que ya no se puede ocultar; hay que aceptarla como
una cruz en la que toda familia se encuentra en una tortura perpetua. Con rebeldía y
desolación, los hijos sufren las consecuencias del alcoholismo de su padre, que engendra
pobreza, insultos, hostilidad. La mayoría de los muchachos no perciben en sus
respectivos hogares una vivencia religiosa profunda; tal vez existe una «religiosidad»
ocasional, sobre todo en los momentos de emergencias; pero los jóvenes, por lo general,
no ven en sus padres una religión auténtica que los lleve a ser mejores, más humanos,
más rectos, más justos. Más bien observan una religión que se queda en ritos y
ceremonias, pero que no tiene ninguna relación directa con la vida de todos los días. Por
eso, nada raro que el problema número uno de los jóvenes sean sus papás. La juventud
anda mal porque la educación que se imparte en los hogares es un desastre. Porque la
«educación» no consiste en imponer una serie de reglas, sino en mostrarle al hijo, con la
propia vida, cómo se debe vivir rectamente.
¿Para quién la bofetada?
Don Bosco fue a visitar a una familia. Durante la plática, uno de los hijos profirió
una «palabrota». Don Bosco como buen educador, intervino: «Niño, esa palabra no debe
decirse». «Mi papá la dice siempre», alegó el niño.
El papá se sonrojó: Don Bosco añadió: «Pero tu papá ya no volverá a repetir esa
palabra». Para los niños, sus padres son sus ídolos; al niño le encanta reírse como su
papá, peinarse como su papá; repite lo que su papá comenta. A la niña le fascina vestirse
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como su mamá; le copia la manera de telefonear, de atender a las visitas. Pero los niños
no se quedan siempre niños. Se convierten en adolescentes, en jóvenes; se despierta su
sentido crítico; llegan a tener un «ojo clínico» para observar a sus papás. Si descubren
que en ellos hay una doble vida, que hay mentira, «infidelidad», se sienten totalmente
frustrados: se vienen abajo sus ídolos. Les cuesta volver a creer en sus padres. Un día les
hablaron de la cigüeña, de Santa Claus. Ahora les hablan de honradez, de rectitud. ¡Que
difícil que un adolescente, un joven vuelva a colocar en un pedestal a sus papás cuando
se han sentido defraudados por ellos!.
El ejemplo es básico en la educación de los hijos. Decía el pensador Bandura que
aprendemos lo que sabemos a través de «modelos». Los padres de familia deben ser los
mejores modelos para sus hijos. Cuando se enseña con la vida, los «sermones» salen
sobrando. Una madre se quejaba de que todos sus hijos se habían hecho marineros; casi
nunca podían permanecer en casa. Alguien llegó a visitar a esa madre: observó que en la
sala había un cuadro en que se veía un barco y a un navegante con un catalejo en la
mano. El visitante le dijo a la madre: «Allí está el origen marinero de sus hijos». Aquellos
niños todos los días habían visto aquel cuadro de un marinero en alta mar. El cuadro que
día y noche ven los hijos es el ejemplo de sus papás. Es la lección diaria que ellos
aprenden de la vida para bien o para mal.
De Jesús dice el Evangelio que «crecía en estatura y en espíritu» Lc 2, 52. Un
desarrollo integral: cuerpo y espíritu. Tenía ejemplos vivos en su casa. A José, la Biblia lo
llama «justo», que significa, bíblicamente, un hombre a carta cabal. A María el Evangelio
la muestra como la que mejor escucha la Palabra y la pone en práctica. El niño, por eso,
se desarrolla no sólo físicamente, sino también espiritualmente. Muchos adolescentes y
jóvenes se convierten en «gigantes», pero sólo su aspecto exterior; espiritualmente se
quedan enanos. La educación en su hogar, el ejemplo de sus padres no los ayuda a
desarrollarse integralmente: en el cuerpo y en el espíritu.
El pensador griego, Diógenes, se encontró por la calle a un joven que profería una
mala palabra; preguntó quien era el padre; lo buscó, le dio una bofetada, y le dijo: «Hay
que castigar la mala palabra del hijo en la boca del padre». Cuando se habla tanto de que
la juventud «anda mal», habría que preguntarse a quien hay que darle la bofetada.
La disciplina indispensable
Muchos padres de familia se encuentran totalmente desorientados con respecto a la
disciplina que deben emplear en la educación de sus hijos. Existen tantas teorías que en
lugar de ayudarlos los confunden. Posiblemente se insiste mucho en «usar guantes de
seda». Algún padre de familia alega que tiene temor de «castigar» a su hijo porque puede
acarrearse su odio. Lo que sí es cierto que su hijo, un día, le reclamará si lo deja crecer
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como un arbolito torcido y no le pone a tiempo un sostén que le impida torcerse. Lo
importante es saber darle al castigo el sentido justo de equilibrio, de amor. Parece
contradictorio hablar de castigo con amor. Sin embargo, allí está la esencia del castigo
eficaz.
En la vida de Martín Lutero impresiona que él recuerda que su madre lo castigaba
con saña, con ira. Su comentario acerca de su madre no es nada halagador. San Juan
Bosco también, en su autobiografía, menciona la manera cómo su madre imponía
disciplina en su casa. Margarita se llamaba la madre de Don Bosco; era una mujer
campesina y viuda. Don Bosco recordaba que en una esquina de la estancia colgaba una
varita que se bamboleaba con el viento. Esa varita era símbolo de que su madre no
estaba dispuesta a transigir con lo que estuviera fuera de lugar. El santo pedagogo
rememora con gozo el día en que él quebró una botella de aceite que se regó por el suelo;
el niño ingenuo fue a preparar una varita bien pulida para entregársela a su madre cuando
volvía del trabajo. Cuenta el santo que su madre comprendió que él había cometido
alguna travesura; se informó acerca del asunto y no empleó la varita. Con seguridad, la
madre de Don Bosco empleó pocas veces ese método disciplinario. Don Bosco no la
recordaba con resentimiento, sino con ternura. Lutero, en cambio, recordaba con cierto
rencor la manera con que su madre lo había disciplinado. Todo está en la manera de
aplicar el castigo.
El gran educador Don Bosco afirma que es castigo todo aquello que se pueda pasar
como tal. De allí que el santo empleaba como castigos algunas tácticas muy propias de lo
que él llama «sistema preventivo». A un joven mal portado lo veía con cierta frialdad.
Eso bastaba para que el muchacho procurara remediar su situación para que Don Bosco
no lo viera con indiferencia.
Se dio el caso de una jovencita que no llegaba a los quince años; se había
pintarrajeado para ir a una fiesta en la noche. Los padres estaban nerviosos; no sabían
cómo debían obrar. Hubo un momento en que la jovencita comenzó a gritarles: «Por
favor, no me dejen ir a la fiesta». Son los jóvenes mismos los que reconocen que, en
determinadas oportunidades, necesitan la «mano dura» de los padres. Hasta podríamos
decir que los jóvenes ponen a prueba a sus padres para ver hasta dónde pueden llegar. Si
los papás se muestran débiles, el joven mismo se encuentra desconcertado, pues sus
propios padres les comunican su inseguridad.
Si el entrenador de un equipo no es capaz de someter a los deportistas a la adecuada
disciplina, el resultado será fatal en la competencia. Si los padres de familia no son
capaces de exigir siempre rectitud, verdad, justicia, la educación del hijo será un caos.
Bien dice el libro Eclesiástico: «Mima a tu hijo y te hará temblar» Eclo 30, 7.
Jesús adolescente se quedó en el Templo sin pedir permiso a sus papás. María y
José lo buscaron con angustia durante tres días. Cuando lo encontraron, María lo
comprendió; le dijo: «Hijo, ¿por qué hiciste esto? Tu padre y yo te hemos buscado con
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angustia» Lc 2, 48. Jesús era el Enmanuel, el Cristo; no por eso María renunció a su
autoridad de madre; le llamó la atención, lo reprendió. Claro está, no armó un escándalo
ante todos. El texto deja adivinar la sabiduría con que María encaró a su hijo en situación
tan inexplicable.
Los padres que son débiles para exigir disciplina en su casa, un día, tendrán que
llorar. Muy bien escribía un pensador: «Es mejor que lloren los niños cuando son niños y
no que lloren sus padres cuando sus hijos ya dejaron de ser niños».
Obra de paciencia
Se ha comparado la educación con el trabajo del agricultor. El campesino prepara el
terreno, lanza la semilla al surco; debe estar pendiente del sol, de la lluvia; debe arrancar,
pacientemente, las malas hierbas, librar las plantas de las plagas, esperar que vaya
creciendo lentamente la plantita, que dé los primeros frutos. También se ha comparado la
obra del educador con el arte del escultor. A golpe de cincel, el artista va sacando del
informe pedazo de mármol una bella estatua.
El gran educador Don Bosco le daba gran importancia a lo que él llamaba la
«asistencia» en la educación: el estar siempre al lado del educando. No se trata de una
vigilancia detectivesca que anula la personalidad del muchacho, que se siente pesada, que
hace que el joven se revele contra la autoridad. Según Don Bosco, la asistencia debe ser
como la del ángel que, invisiblemente, se encuentra siempre al lado de su protegido. Los
padres deben estar siempre al lado de sus hijos como el ángel, invisiblemente. Los padres
deben estar enterados de las compañías de sus hijos, de sus lecturas, de sus espectáculos,
de sus juegos. Esto implica mucho sacrificio y los padres tendrán que renunciar a muchas
cosas para estar con sus hijos. Este es el «alto precio» que debe pagarse para poder
educar a los hijos. Muchos padres de familia rehusan pagar esa cuota de «sacrificio» que
se les exige. Un día se arrepentirán de no haberles entregado a sus hijos lo mejor de sus
vidas.
El adolescente, el joven son muy maduros de por sí; no se puede pretender de ellos
que obren con total corrección. Lo importante es «el método» que se emplea para
ayudarlos a «madurar» integralmente. Algunos padres hacen gala de «matonismo»; creen
que con gritos van a educar a sus hijos. En el «sistema preventivo» de Don Bosco, se le
da suma importancia a la razón, al corazón. Don Bosco insistía en ganarse el corazón del
muchacho, en llegarle al corazón. Sólo así se podrá convencerlo. Porque la educación no
es asunto de «disciplina militar», sino de moldear corazones por el amor y el
convencimiento. Aquí otro gran desafío para los padres de familia. Esta clase de
educación exige que los padres antepongan la educación de sus hijos a sus negocios, a
sus placeres. En estos tiempos, tan conflictivos, ¿están los padres de familia dispuestos a
43
jugarse el todo por el todo en favor de la educación de sus hijos? Según lo que observo a
mi alrededor, pienso que una gran mayoría de padres no se han decidido a pagar tan alto
precio.
Un dato muy fácil de comprobar. El niño se acerca a su papá para que le responda
sus interminables preguntas; para que le arregle un juguete; el papá está embebido en la
televisión, o en la página deportiva del periódico. El niño es, propiamente, rechazado
como impertinente. El niño, entonces, se va acostumbrando a no poder platicar con su
propio padre. Pasan los años. Aquel niño se convierte en adolescente, en joven. El padre
tendría tantas cosas qué decirle. El muchacho también quisiera desahogarse con su papá,
con su mamá; pero entre ellos no se ha cultivado el diálogo; la comunicación está cortada
desde hace mucho tiempo. Lo que se afirma del papá podría también decirse de la
mamá, aunque en menor escala. Los padres están demasiado afanados en muchos
quehaceres. Se les olvida que ante todo deben contar con el tiempo necesario para la
educación del hijo.
Cuando un adolescente, un joven se decide a hablar, a externar sus ansiedades, sus
dudas, sus turbaciones, habría que decir que están llevando a cabo una hazaña. Si
después de haber hecho esfuerzos inauditos para poder abrir su corazón a su papá o a su
mamá, se encuentran con que el papá les dice que será otro día porque no tiene tiempo;
si ven a la mamá tan atareada que ya no sabe escuchar, el adolescente, el joven opta por
callar. De allí nace el terrible silencio de los jóvenes que no pueden comunicarse con sus
propios papás. Observan con tristeza que su papá tiene suficiente tiempo para hablar con
sus amigos, con sus clientes; que su mamá se pega al teléfono para platicar largo y
tendido con la vecina acerca de los chismes más recientes; pero que no tienen para él,
para sus conflictos de su desconcertante adolescencia y juventud.
En la película «Los hijos de Sánchez», se plantea el caso del padre latinoamericano
que quiere inmensamente a sus hijos, pero pretende educarlos a base de «matonismo»,
de brusquedad, de gritos. Todo resulta un fracaso. Hacia el final de la película una hija le
suplica al papá que por favor les diga que los quiere. La película termina con una imagen
congelada del Padre que intenta decirles a sus hijos que los quiere; pero no le salen las
palabras.
Es una realidad muy nuestra. Los padres pretenden educar a sus hijos a base de
gritos, de humillaciones. La auténtica educación sólo se logra de tú a tú, por medio del
diálogo y no de reprimendas coléricas que son índice de la falta de equilibrio de los
mismos padres.
Cuando el joven Jesús se quedó en el Templo, sin previo aviso a sus padres, María
buscó a dialogar con su hijo; por eso le formuló una pregunta: «¿Por qué nos hiciste
esto?». Lo duro del caso es que Jesús le respondió con otra pregunta: «¿Por qué me
buscaban; no sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?». Una pregunta
respondida con otra pregunta. Difícil problema para María. El evangelio afirma que
44
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¿Cómo le va a su familia? - P. Hugo Estrada

  • 1.
  • 2. Indice ¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA? Sobre el Autor ¿Cómo le va a su familia? 1. Crisis en Nuestros Hogares ¿A favor del Machismo? Retrato de mujer Los hijos Algo indispensable Hay que tender un puente No sólo crecer en estatura Si el Señor no construye... Nuestro tesoro 2. Una sola Carne Una ayuda adecuada Una cadena Todo al revés ¿Se les olvidó platicar? Las pequeñas cosas El corazón es alcancía Dios se paseaba Hogares, hogueras 3. El Amor en el Matrimonio El auténtico amor Nuestro amor Amor = perdón Un examen peligroso 4. Los Papeles en el Matrimonio Una cabeza La cabeza está fallando La ayuda adecuada La mujer liberada Como el primer día 5. Plagas de Nuestras Familias El egoísmo La infidelidad El exceso de licor La falta de comunicación Falta de oración en pareja No tengan miedo de gritar 2
  • 3. 6. La Educaciónde los Hijos ¿Para quién la bofetada? La disciplina indispensable Obra de paciencia Una religión viva Reflejo de los padres 7. El Buen Samaritanoen el Hogar 8. Jesús en el Hogar La bendición de Dios La oración de los esposos Sobre arena sobre roca Amor naturaly amor sobrenatural La fe La epifanía de María Invítenlos... 9. La Bibliaen la Familia El lugar para la Biblia Desde la niñez Aprender a escuchar a Dios Un lugar de preferencia 10. La Oraciónen Familia Familias ejemplares El sacerdocio de los papás La oración en el hogar No es nada fácil La virgen María en el hogar Babel o Caná 11. Los Sacramentos en la Familia El Bautismo La Confirmación La Reconciliación La Eucaristía La Unción de los Enfermos El Orden Sacerdotal El Matrimonio Familia sacramental 12. La Familia Reconciliada La reconciliación con Dios La reconciliaciónentre los de la familia Perdonarnosa nosotros mismos Hay que platicar mucho La isla de paz 3
  • 4. P. HUGO ESTRADA, sdb. ¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA? Ediciones San Pablo Guatemala 4
  • 5. NIHIL OBSTAT: Pbro. Lic. Sergio Checchi, s.d.b. Puede imprimirse: Pbro. Ricardo Chinchilla, s.d.b. Provincial de los Salesianos en Centroamérica CON LICENCIAECLESIASTICA 5
  • 6. Sobre el Autor EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”. Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía para un mundo postmoderno”. 6
  • 7. ¿Cómo le va a su familia? Siempre habíamos estado esperando un libro del P. Estrada que abordara el difícil y debatido tema de la FAMILIA. La respuesta del P. Estrada se convierte en una inquietante pregunta: ¿Cómo le va a su familia?. Este libro enfoca con serenidad y, al mismo tiempo, con energía, los difíciles momentos por los que atraviesan muchas familias: la falta de comunicación, el divorcio, el alcoholismo, la infidelidad, la lucha de generaciones, la secularización. Como experimentado pedagogo y sacerdote, el P. Estrada expone sus profundas reflexiones que, seguramente, serán de gran utilidad para que muchas de nuestras familias, de babeles de infelicidad se conviertan en cenáculos de gozo y bendición de Dios. 7
  • 8. 1. Crisis en Nuestros Hogares En la novela española, «El diablo cojuelo», hay un personaje que va por encima de las casas, levantando los tejados y observando lo que hay adentro. Si tuviéramos el poder de este curioso personaje, quedaríamos asombrados al ver tanta amargura, tanta desilusión, tanta frustración en muchos hogares. Un siquiatra de Estados Unidos afirmó que el 75% de los matrimonios de ese país son «desdichados». Es algo que deja sin aliento. No cabe duda de que una epidemia maléfica está desbaratando nuestras familias. Nuestros hogares, cada vez más, se están convirtiendo en pequeños hoteles a los que los miembros de la familia casi sólo llegan a comer y a dormir. Allí se ve televisión, se leen los periódicos, se escucha música; pero casi no se platica; se gritan mucho unos a otros; el dialogo casi ha desaparecido por completo. ¿Que les estará pasando a nuestras familias? Al principio, cuando Dios instituyó la familia, le fijó leyes y normas para su felicidad. Cuando esas normas y leyes se quebrantan, todo se viene abajo. Lo que antes era gozo, paz, cordialidad, se convierte en amargura, en desilusión. Es necesario que nuestras familias sean sometidas a un serio examen, a la luz de la biblia. En la Palabra de Dios se exponen pistas muy concretas para que las familias reencuentren el sendero que las llevará a recobrar la armonía, el gozo de vivir en familia. ¿A favor del Machismo? En la carta a los Efesios, se lee: «El esposo es la cabeza de su esposa como Cristo es la cabeza de su Iglesia» Ef 9, 23. Algunos hombres creen encontrar aquí la defensa de su espíritu machista. En el contexto no se habla de una «superioridad» del hombre con respecto a la mujer. Todo lo contrario: Se hace resaltar que Cristo, como cabeza de su Iglesia, vino a servirla, a sacrificarse por ella. Por eso terminó lavándoles los pies a sus apóstoles. Al hombre, por su misma psicología, se le ha escogido para llevar sobre sus hombros la tremenda responsabilidad de ser «la cabeza de su hogar», de ir adelante abriendo camino para su esposa y para sus hijos. La mencionada frase de San Pablo, no favorece el «machismo», sino mas bien acentúa la responsabilidad del padre de familia de asumir el peso de ir en la vanguardia enfrentando las más duras situaciones para buscar la felicidad de su esposa y de sus hijos. En la primera carta de San Pedro, se lee: «Esposos, denles a sus esposas el honor que les corresponde» 1P 3, 7. San Pedro fue casado; conocía muy bien lo que era un hogar. Por eso realza el lugar de privilegio que le corresponde a la mujer dentro del 8
  • 9. núcleo familiar. Durante el noviazgo, los novios se deshacen en atenciones hacia la novia. Parece que se quieren convertir en alfombras para que ellas pasen encima. Pero los tiempos cambian: durante el matrimonio, una de las características de los esposos es su indiferencia, su falta de finura, de cortesía. Ahora quieren que la esposa sea una alfombra que esté continuamente bajo sus zapatos. ¡Sería bueno resucitar, de alguna manera, aquellos chispazos del noviazgo en que el aparecía con un regalo de vez en cuando! ¡Habría que desempolvar algunos piropos que no se le han dicho a la esposa desde hace mucho tiempo! ¿Cuándo fue la última vez que el esposo invitó a la esposa a salir juntos para charlar, para tomar una taza de café? Es algo muy simple, pero que tiene mucha incidencia en la armonía familiar. La esposa, en el fondo de su corazón, está reclamando a gritos esas pequeñas atenciones. Por su orgullo femenino, tal vez, no lo expresa, pero lo desea ardientemente. La misma carta a los Efesios, dice: «Esposos amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y dio la vida por ella» Ef 5, 25. La manera como Cristo amó a su iglesia, como esposo, que se sacrificó por ella. Murió por ella. El verdadero amor no consiste en pensar como una persona me puede hacer feliz a mí, sino cómo yo puedo hacerla feliz a ella. San Pablo no favorece el «machismo»; recalca, más bien, la responsabilidad del marido como «cabeza de su hogar», como responsable de la felicidad de su esposa y de sus hijos. Retrato de mujer En el libro de proverbios hay frases bellísimas que enumeran las bondades de la esposa. Escojo algunos versículos del capítulo 31: «Mujer ejemplar no es fácil de hallar. De mas valor es que las perlas. Su esposo confía plenamente en ella...». «Brinda a su esposo grandes satisfacciones todos los días de su vida...». «Se reviste de fortaleza y con ánimo se dispone a trabajar...». «Habla siempre con sabiduría, y da con amor sus enseñanzas...». Sus hijos y su esposo la alaban y le dicen: «Mujeres buenas hay muchas, pero tu eres la mejor de todas». Toda mujer debería esforzarse por reflejar en su vida ese bello retrato del ama de casa que muestra el libro de Proverbios. Cuando eran novias, se arreglaban con pulcritud, con esmero. Pero ahora, no es raro, que dejen mucho que desear en su presentación personal. Tal vez no meditan suficientemente que su marido llega de la calle, de ver y tratar con mujeres muy bellas; si las encuentra desarregladas, indiferentes, no experimenta ninguna atracción normal hacia 9
  • 10. ellas. La Biblia dice: «Maridos amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia» Ef 5, 25. La Mujer debe cooperar para que su esposo se sienta emocionado al verla, al volverla a besar, a saludarla. Es muy conveniente, también, que la esposa reflexione acerca de sus temas de conversación con el marido. Es extremo tedioso para el marido, que vuelve de su trabajo, cansado y, a veces frustrado, encontrarse con una esposa que solo sabe hablar de pañales y de pleitos de cocina. ¡Como habría que resucitar algunos de aquellos deliciosos diálogos del tiempo del noviazgo! Salomón escribió: «Es mejor vivir en el desierto que con una mujer rencillosa e iracunda» Pr 21, 19. La mujer con facilidad se llega a aburrir con los monótonos quehaceres domésticos, y se vuelve quejumbrosa. Sin darse cuenta, puede contagiar a su esposo y a sus hijos su pesimismo y mal humor. La Biblia señala que ella debe infundir «fortaleza» en su hogar. Es muy notorio que así como el hombre con facilidad olvida pequeños detalles de cortesía, así también la mujer «conserva» por muchos años los rencores que se anidan en su corazón, que bloquean su relación íntima con su esposo y que, a la postre matan el amor. Las esposas, con frecuencia, deberían meditar en el capítulo 31 del libro de Proverbios, y preguntarse seriamente si esos bellos versículos son una realidad en su vida de madres y esposas. Los hijos Modernamente se habla de producir hijos artificialmente, en probetas. Lo cierto es que los «verdaderos» hijos son el producto del amor de esposo y esposa, no de la química. Los padres no traen a los hijos al mundo para que sean infelices, sino para que puedan realizarse en la vida y se cumpla en ellos el plan de amor con que Dios los envió a la existencia. Educar a un hijo es una hazaña. Sobre todo a un hijo joven o adolescente. En esos difíciles tiempos de nuestra historia, muchos padres están totalmente desorientados. No saben encontrar el camino del equilibrio para no ser unos tiranos con sus hijos, ni unos débiles educadores que no saben hacer respetar las normas propias de toda familia. El libro Eclesiástico dice: «El que mima a su hijo, después tendrá que vendarle las heridas, y, al oírlo gritar, se le partirá el corazón...». «Caballo sin amansar se vuelve terco, e hijo dejado a sus anchas, se desboca...». «Sé blando con tu hijo, y te hará temblar...» Eclo 30. Es necesario que los padres no se den por vencidos; que con amor sepan imponer 10
  • 11. una amorosa disciplina que lleve a los hijos al convencimiento de que sus papás quieren para ellos lo mejor; que si les tienen la rienda corta -como dice el Eclesiástico- es por su bien. Los hijos deben estar seguros de que sus padres no los disciplinan por cólera, sino por amor. Por otra parte, hay que recordarles a los hijos lo que les ordena la biblia: «Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y tengas una larga vida sobre la tierra» Ef 6, 2. En el capítulo segundo de San Lucas, se puede apreciar cómo el adolescente Jesús ha recibido una buena educación en su hogar. Entre líneas, se pueden leer muchas cosas en lo que respecta a la clase de familia de Jesús; a su educación. En primer lugar se les queda sin pedir permiso en el Templo. Cuando lo encuentran, Jesús no da ninguna explicación aceptable desde un punto de vista humano. Afirma que se quedó porque debe «cuidar las cosas de su Padre». Aquí, de por medio, está el misterio. Expresamente el evangelista dice que José y María no comprendieron. Pero María, no renunció a su deber de madre; reprochó a Jesús, le hizo ver su error, según ella. Seguramente no armó un escándalo. María, en esta oportunidad, tiene que haber obrado con la cordura que la caracterizaba. Al no comprender la respuesta de su Hijo, dice el Evangelista que calló y guardó todo este incidente en su corazón. Es decir, procuró encontrar una «explicación» a todo lo que estaba sucediendo. Es uno de los pasos más difíciles en el proceso educativo: saber reflexionar para encontrar el camino adecuado para llegarle al corazón al hijo adolescente o joven. A Jesús lo encuentran dialogando a cerca de las Escrituras, nada menos, que con los doctores de la ley. Esto implica que Jesús había sido adoctrinado en las Escrituras por sus padres. En la familia Judía era el padre el encargado de catequizar a la familia. Aquí no se puede pasar por alto el influjo que pudo haber tenido San José en la educación religiosa de Jesús. Ir de Nazaret al Templo de Jerusalén implicaba una dura travesía de unos ciento cincuenta kilómetros por malos caminos. Como Dios así lo mandaba, aquella familia inmediatamente emprendió el viaje. Para ellos la Palabra de Dios estaba sobre todo. Jesús desde niño, es enseñado a cumplir con los deberes religiosos. A imponerse cualquier sacrificio para no fallar a lo que Dios manda. Así había bebido Jesús la religión en su hogar, no como un purgante, sino como agua pura que brotaba de la vivencia religiosa de José y de María. Algo indispensable Cuando se examinan los fracasos en la educación familiar, no es aventurado afirmar que ha faltado una formación religiosa. Algunos padres dicen: «¡Pero si nosotros vamos todos los domingos a misa!». No se trata de ir a misa los domingos. Eso hasta se ha 11
  • 12. convertido en algo tan mecánico, a veces, que habría que examinar si brota del corazón o del miedo a romper la tradición familiar. La verdadera formación religiosa nace cuando los hijos ven que su familia toma como la cosa más natural el orar juntos, el meditar en la Palabra de Dios, el vivir según las normas del Evangelio. Una familia religiosa reza con naturalidad tanto a la hora del dolor como a la hora de la felicidad. Cuando los hijos ven que la religión para sus papás no es una cosa de «costumbre», sino «algo Vital», entonces le aprecian verdaderamente, aunque, de momento, no logren comprender la profundidad de esas vivencias religiosas. En muchas familias el aspecto religioso es más algo de «tipo tradicional» que «vivencial», y, por eso mismo, el joven, al darse cuenta de lo poco que eso repercute en la vida de sus padres, opta por despreciar la religión; la considera como una hipocresía. Un día el joven tendrá una crisis religiosa -Posiblemente al estar terminando el bachillerato o al ingresar a la universidad-; esta crisis le servirá para plantearse una serie de problemas que como niño no había podido resolver. Esa crisis, en cierto sentido, es buena, porque permite al joven tener una respuesta personal ante lo religioso. Para que esta respuesta sea positiva, ayudará, grandemente, el recuerdo vivencial del puesto que en su familia se ha dado a Dios y a su Palabra. Algunos papás que se permiten menospreciar la religión, no saben del mal que les hacen a los hijos. ¡Cómo cambiarían su actitud, si, como educadores, pudieran conocer la inseguridad que eso crea en los jóvenes! Son muchos los psicólogos renombrados de la actualidad que cada vez más, están acentuando la necesidad del aspecto religioso para la formación integral del individuo. Hay que tender un puente En el capítulo segundo de San Lucas, no deja de impresionar que Jesús -que se supone bien educado- se quede en el templo, sin avisar a sus padres. Son muchas las explicaciones que los comentaristas nos sirven. Lo cierto es que nunca quedamos conformes. El misterio está allí. Y lo admirable del asunto es que María no se puso histérica en medio de la plaza. Dice el evangelio, que «no entendió»; pero que «callaba y meditaba en su corazón». Bonito el diálogo entre la madre y el adolescente. La madre busca en lo profundo de su corazón como encontrar un camino para acercarse a su hijo. La madre intenta tender un puente de comprensión para meterse en el mundo de su hijo adolescente. Nunca los padres lograrán entender «totalmente» sus hijos adolescentes o jóvenes. El motivo es fácil de comprender; entre ellos median 20 ó 30 años de vida. ¡Un abismo de años difícil de salvar! Y no se trata, en realidad, de comprender plenamente al hijo 12
  • 13. adolescente; pero sí de tener un puente de comprensión. Y aquí el adulto lleva la parte principal porque, por eso mismo, que es adulto, a él se le exige mas reflexión y comprensión. Hay familias en las que se enzarzan en discusiones inútiles que a nada llegan y que sí hieren profundamente la sensibilidad tanto de padres como de hijos. Por ejemplo, cuando se trata de modas, maneras de vestir, pelo, música. Los padres sostienen que los «Valses de sus tiempos» ¡esos» si eran música»!, y que la de ahora no sirve para nada, pura basura... Después de haberse herido mutuamente, los padres se quedan con los «Valses de sus tiempos», y los hijos con sus guitarras eléctricas y su batería. Estas cosas inútiles entorpecen la armonía de la familia. En cambio, hay que acentuar los principios básicos, los verdaderos valores que no pasan de moda. María, que calla y medita para comprender a su hijo adolescente, continua siendo el modelo de los padres a quienes, en vez de gritar y regañar, les convendría mas saber «callar y meditar» como tender ese «difícil» puente hacia el corazón de su hijo adolescente o joven. No sólo crecer en estatura En Nazaret, «Jesús crecía en edad y sabiduría», dice el evangelista Lucas (Lc 2, 52). ¡Cómo se alegran los padres cuando a sus hijos ya no les vienen los pantalones: están creciendo! ¡O cuando las hijas se van haciendo señoritas! Los padres gozan constatando el progreso de sus hijos en la escuela, en los deportes, pero, no pocas veces, le dan mínima importancia al crecimiento espiritual de los hijos. Se le da un valor máximo a los conocimientos de tipo intelectual, y se descuidan los valores verdaderamente indispensables. De nada sirve que los papás se preocupen de que sus hijos vayan bien vestidos a la escuela, y que aprendan inglés y obtengan buenas calificaciones, si esos hijos no han aprendido lo fundamental que los ayudará para no ser unos «Fracasados» en la sociedad. Los hijos deben ver, como en una película, la manera correcta de vivir de un cristiano, en el ejemplo vivo de sus padres. No se trata de largos sermones dichos con cólera. Se trata, más bien, de un ejemplo constante que los hijos se tiene que acostumbrar a ver en sus papás. Si los hijos se dan cuenta de que la mamá continuamente dice mentiras al telefonear; si descubren que su papá tiene una doble vida, una de drasticidad en la casa, y otra de liviandades fuera del hogar; si ven que sus padres viven en una continua pelea; si no observan compasión por el necesitado, caridad hacia los demás, entonces, no tendrán en su vida un punto de referencia para orientarse en lo relacionado con los valores fundamentales que deben aprenderse a vivir en cada hogar. 13
  • 14. Seguramente Jesús no sorprendería a José diciéndoles mentiras a sus clientes que llegaban a la carpintería. A María, en el Evangelio, se le adivina siempre en actitud de servicio hacia los demás. El Niño aprendía de sus padres, y «Crecía en edad y sabiduría» (Lc 2, 52). El hogar es la escuela indispensable en donde los hijos con sus mejores maestros - Sus padres- deben aprender a vivir cristianamente. Entonces, van a crecer no sólo en estatura, sino también en espíritu. Si el Señor no construye... Todo esto sería una vana ilusión si no se contara con la ayuda que viene de lo alto: con el poder del Señor. Bien dice el salmo 127: «Si el señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». La felicidad de un hogar no puede prescindir de la presencia de Dios. No es raro que los esposos se sorprendan si se les pregunta si rezan juntos. Como si fuera algo raro: debería ser lo más normal que marido y mujer - Tomados de la mano- oraran diariamente. ¿Romanticismo barato? No; una necesidad vital. ¿Qué de raro hay en que marido y mujer oren juntos por su niño enfermo o por el joven que está siendo vapuleado por el ambiente infectado de negativismo religioso? San Juan Crisóstomo decía que todo hogar debería ser como una pequeña iglesia. Algo sagrado. A algunas familias les está resultando de gran bendición reunirse alrededor de la mesa después de haber cenado para leer una página de la Biblia y hacer una oración familiar, con espontaneidad, según las circunstancias... Si algunas familias no tienen esta recomendable costumbre, es muy bueno que la adquieran. Al principio habrá dificultades; pero no saben ¡qué bendiciones tan grandes atraerán sobre la familia!. En momentos de crisis espiritual en el pueblo judío, cuenta el libro de Josué, que el pueblo estaba tambaleando con respecto a su religión. Fue entonces cuando Josué dijo: «Mi familia y yo serviremos al Señor» Jos 24, 15. Eso es lo que se les está pidiendo, en estos momentos de crisis familiar, a los padres: que cierren filas, que protejan su hogar, que se den cuenta de que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». (Sal 127, 1). Nuestro tesoro Nadie escogió la propia familia. Los padres no seleccionaron a sus hijos. El esposo, tal vez, no es el mejor esposo del mundo; pero es el propio esposo. La esposa, tal vez, 14
  • 15. no es la mujer ideal; pero es la propia esposa. Un día, ante el altar de Dios, marido y mujer se juraron mutuo amor, fidelidad para siempre. Con nuestra familia sucede como con nuestra patria. Hay otras naciones que tienen más aviones, más máquinas, más petróleo, más computadoras. Pero nuestra patria no la cambiamos por nada del mundo. Es nuestro tesoro. Es el hogar en donde Dios nos colocó para que construyamos nuestra felicidad. Cada uno debe colaborar para que se haga realidad ese ideal. El hogar no lo forman las paredes de la casa, ni la refrigeradora, ni el carro, ni el televisor. Lo esencial del hogar es el amor. La comprensión entre esposo y esposa, padres e hijos, no se puede parangonar con un televisor a colores ni con una cuenta bancaria muy elevada. La palabra hogar trae a la mente la idea de «hoguera», algo cálido. Eso es el amor en el hogar. Cuando falta, habrá, tal vez, una bonita casa, bien amueblada, pero allí no existe un «hogar». Don Bosco a sus educadores les decía: «Amen a los jóvenes: pero que ellos se den cuenta de que ustedes los aman». Y tenía mucha razón. No basta querer: el hijo debe tener muestras fehacientes de que sus padres lo aman... Más que una chumpa de cuero, más que un carrito de juguete, más que un viaje, los hijos anhelan la caricia de sus papás, la palabra amorosa y comprensiva; que los papás sepan robarle el tiempo a la televisión, al periódico para platicar con ellos... Eso es lo que constituye el verdadero hogar, ese tesoro que Dios nos ha regalado. José, seguramente, tenía buenos muebles en su carpintería; pero, más que a sus muebles, a su negocio, le dio importancia a su familia, a su amor de padre que se patentizó en todo momento, sobre todo en las circunstancias críticas. María, en el templo, en vez de ponerse a gritar con cólera a Jesús, su hijo enigmático, supo callar, meditar la manera de que la armonía familiar no se hiciera añicos. Cuando esposo y esposa, cuando padres e hijos buscan, bajo la mirada de Dios, esos puentes que salvan los abismos de incomprensión, entonces nuestras casas dejan de ser pequeños hoteles o pensiones para convertirse Nazaret de amor y de armonía. 15
  • 16. 2. Una sola Carne Cada día, nos encontramos con más niños que nos hablan de su «otro papá», de su «otra mamá». Con razón el Concilio Vaticano II afirmaba que el divorcio es una «Epidemia» de la sociedad, que está destruyendo nuestras familias. Muchos jóvenes le tienen pánico al matrimonio porque han visto lo desastrosa que es la vida conyugal en sus propios hogares. Parece que algunos, cuando van al matrimonio, ya llevan, en su subconsciencia, la idea de divorciarse, apenas aparezcan las primeras dificultades. Los fariseos, con la intención de hacer resbalar a Jesús le hicieron una entrevista acerca del divorcio. La respuesta del Señor es para nosotros de suma importancia porque nos descubre el pensamiento de Jesús con respecto al divorcio. Los fariseos comenzaron por recordar que Moisés había permitido el divorcio. Jesús les hizo ver que Moisés había permitido el divorcio por la testarudez del pueblo, para evitar un mal mayor. Pero les recalcó: «EN EL PRINCIPIO NO FUE ASÍ» Mt 19, 4. El libro de Génesis narra claramente que cuando Dios creó la primera pareja, tuvo la intención de formar un matrimonio estable. Jesús citó las palabras del Génesis: «Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y los dos serán UNA SOLA CARNE» Gn 2, 24. Jesús añadió su comentario personal: «Por eso no separe el hombre lo que Dios ha unido» Mt 19, 6. En el plan de Dios, el divorcio no tenía cabida. Para Dios, hombre y mujer, esposo y esposa debían unirse formando «una sola carne», una sola persona. Nadie debía intentar romper ese vínculo matrimonial que Dios había establecido. Un matrimonio religioso tiene la finalidad de repetir la escena del Génesis: unir al hombre y la mujer para siempre con la bendición de Dios. Una ayuda adecuada Muy tierna la escena del libro de Génesis en la que Dios ve la soledad de Adán y piensa en regalarle una compañera. Dice el Señor: «No está bien que el hombre esté solo; le voy a dar UNA AYUDA ADECUADA» Gn 2, 18. Esta simple frase, AYUDA ADECUADA, define exactamente lo que es un matrimonio. Dos compañeros de viaje que el Señor junta para que se ayuden mutuamente en su peregrinaje a través de la vida. Simbólicamente el Génesis cuenta que la mujer fue sacada de una costilla del hombre. El antiguo libro judío, «Talmud», –que comenta la escritura–, sostiene que Dios no sacó a la mujer de la cabeza del hombre para que no lo dominara; no la sacó de los 16
  • 17. pies, para que no fuera su esclava; la sacó de su costado para que estuviera siempre cerca de su corazón. En el Génesis no hay cabida para la «liberación femenina», porque allí no se habla de una «esclava», sino de una compañera en iguales condiciones. No hay lugar tampoco para el «machismo», porque no se habla de un capataz y una sirvienta. El Génesis presenta el matrimonio como UNA SOLA CARNE. Una sola persona formada por esposo y esposa. Para nosotros el matrimonio es un Sacramento: algo Santo, algo Sagrado. Cuando la Iglesia celebra un matrimonio, busca repetir la escena bíblica de la bendición de Dios para el hombre y la mujer. Una comparación puede ayudar a comprender mejor en qué consiste el Sacramento del Matrimonio. Cuando comienza una misa, al lado del altar, hay un panecillo de harina -la hostia-; la pueden tocar el acólito y el sacristán; pero llega el momento de la Consagración; el Sacerdote repite las mismas palabras de Jesús en la Ultima Cena; entonces, aquel pan queda consagrado: es el Cuerpo de Jesús. Por la fe así lo creemos. Ya el sacristán o el monaguillo no pueden tocar la Santa Hostia. Los novios llegan al pie del altar, hacen su voto matrimonial ante Dios, y, en ese momento, se convierten en «algo sagrado»; han «consagrado» su amor el uno al otro, ante Dios, para toda la vida. Por eso afirmamos que el Matrimonio es un Sacramento; la petición de lo que Dios consagró «en el principio». Una cadena Hay algo particular en este Sacramento en relación a los demás Sacramentos. En el Bautismo el ministro ordinario es un Sacerdote; en la Eucaristía es un sacerdote como también en la Reconciliación. En la Confirmación es un Obispo. En el Matrimonio, en cambio, los ministros del sacramento son los mismos novios. Son ellos los que «se casan»; el sacerdote no los casa; el sacerdote únicamente es representante de la Iglesia: un testigo. El casamiento de los dos novios se verifica de una manera muy sencilla, por medio de una de las palabras más pequeñas de nuestro vocabulario: un «SI», que los novios se han venido repitiendo el uno al otro, muchas veces, y que, finalmente, han decidido pronunciarlo como juramento para toda la vida. Por eso escogen la casa del Señor para ese instante tan trascendental de su vida, y, por eso mismo, invitan a un sacerdote para que sea testigo de parte de la Iglesia. Además, en ese momento, quieren estar rodeados de sus familiares y amigos más íntimos porque van a llevar a cabo uno de los actos más importantes de su vida. Durante la ceremonia del matrimonio, a los nuevos esposos se les «ata» con una cadena para simbolizar el pacto que acaban de hacer. Algunos, con cierto pesimismo, ven esa cadena como la «pérdida» de su libertad; pero el verdadero sentido cristiano de esta 17
  • 18. cadena es simbolizar la «máxima libertad» de poder amarrarse para siempre a la persona con la que quiere vivir para toda la vida, ante Dios y ante los hombres. Todo al revés Con frecuencia se escucha la broma de algunos que dicen que el matrimonio es como la «Divina comedia» al revés. La «Divina comedia», del poeta Dante, tiene tres partes: Infierno, Purgatorio y Cielo. Los bromistas afirman que el matrimonio comienza con un cielo, sigue un purgatorio y termina en un infierno. Esta broma denota algo trágico de nuestra sociedad: la crisis de los matrimonios, que está asolando a muchísimas familias, las está haciendo trizas. Es impresionante el dato de un psiquiatra de los Estados Unidos que afirma que 2 de cada 3 matrimonios de ese país son desdichados. Es algo que verdaderamente asusta. La estadística actual de divorcios es algo aterrador. Son innumerables las personas frustradas después de un fracaso matrimonial, y son muchos los hijos con serios traumas debido, muchas veces, a la inmadurez e irresponsabilidad de sus padres. Para llegar al Sacramento del Matrimonio debe existir la base de un serio noviazgo, período de conocimiento mutuo de los novios y de profunda reflexión ante Dios. Es común que el tiempo del noviazgo se caracterice por romanticismos banales y por una serie de descuidos y liviandades que de ninguna manera contribuyen a la madurez que requiere el noviazgo como paso previo hacia el matrimonio. Es un contrasentido que los novios pretendan la bendición de Dios para llegar a un buen matrimonio, si su noviazgo se caracteriza por faltas que, precisamente, van contra la voluntad de Dios. Mientras no haya noviazgos serios, se soportarán serios problemas en los matrimonios. Son muchos los hogares infelices; pero la infelicidad no era la meta de los ilusionados novios el día que se acercaron al altar para sellar su compromiso. Lo triste del caso es que de los hogares mal avenidos saldrán los hijos mártires que llegarán al mundo para sufrir por la inconsecuencia y la inmadurez de sus padres. El capítulo 19 de San Mateo refiere que, en cierta oportunidad, los Apóstoles comentaron con Jesús las grandes responsabilidades que conlleva el matrimonio, y le dijeron: «Señor, entonces, es mejor no casarse». Jesús puntualizó: «No todos pueden con eso, sino los que han recibido ese don» Mt 19, 10-11. Según Jesús, Dios concede una «gracia especial» para los que son llamados a la vida matrimonial; esto, muy claramente, patentiza que sin esa gracia -don- es imposible poderse desempeñar bien en el matrimonio. ¿No será esta gracia de Dios la que está faltando en muchos matrimonios? Un día los novios llegaron ante el altar; pidieron la bendición de Dios; pero es muy posible que se hayan olvidado de que esa bendición es como una lámpara de aceite a la 18
  • 19. que hay que estarle renovando el aceite para que no se apague. Muchos, un día, pidieron la bendición de Dios para su matrimonio; pero dejaron que se apagara esa luz que se les había regalado. Al ver algunas parejas, más que «una sola carne», parecen dos contrincantes en los extremos de un cuadrilátero. ¿Cómo hacer para que el cuadrilátero se convierta en hogar, o para que el hogar no llegue a ser un cuadrilátero? ¿Se les olvidó platicar? Durante el noviazgo la cuenta del teléfono subía exageradamente; los novios platicaban largo y tendido, a toda hora. Las visitas a la casa de la novia se prolongaban hasta desesperar a los parientes. Ahora, en cambio, la conversación entre los esposos se caracteriza por desabridos monosílabos. Ya no se platica; se rehuye el diálogo. La televisión y el periódico son un buen pretexto para ensimismarse en un silencio pesado y distanciador. Si no se dialoga, sí se grita; se ofende con palabras zahirientes. Se dicen «cosas», que abren profundas heridas, que después cuesta mucho cerrar. Todo esto mata el amor, porque el amor es comunicación, compartir, dar y recibir. En muchos hogares como que se les olvidó platicar, y eso es terrible. Vivir con alguien, durante muchos años, y no saber platicar con esa persona, es algo que no puede recibir el nombre de matrimonio. Las pequeñas cosas La etapa del noviazgo se caracteriza por la delicadeza. Cada uno de los novios procura ganarle al otro la inventiva; es una porfía romántica. El regalito el día de cumpleaños, imposible que se pueda olvidar. Un piropo estudiado durante varias noches. Una refacción en una sencilla cafetería. Todo tiene su halo de poesía. ¡Lástima que estas cosas, tan pequeñas y bellas, se reservan sólo para el tiempo del noviazgo! Son cosas sencillas, pero que patentizan que hay una llama que está ardiendo. El descuido de estas cosas simples es fatal. También la polilla es diminuta, pero con facilidad destruye una enciclopedia. El no valorizar estas pequeñas finuras va minando el matrimonio. A las vírgenes necias, de la parábola, se les apagaron sus lámparas porque descuidaron renovar el aceite. A los nuevos esposos, el día de su boda, junto al altar, se les entrega la lámpara radiante de su amor; pero no hay que olvidarse de renovar continuamente el aceite de las delicadezas de todos los días, que es el aceite que impide 19
  • 20. que se apague la lámpara. El corazón es alcancía Nuestro corazón puede convertirse en alcancía en donde podemos guardar monedas de plata, de gratos recuerdos y nobles sentimientos, o alfileres y botones de resentimientos. Muchos corazones, de esposas o esposos, están saturados de resentimientos, de heridas recibidas de parte de su cónyuge. Lo peor del caso es que «no se quiere olvidar». La persona como que tiene miedo de salir perdiendo, si olvida, si no está sacando a relucir continuamente la herida que recibió. Esto hace que el corazón se vaya envenenando, y, entonces, adiós amor; adiós vida íntima, adiós matrimonio. El resentimiento es como leucemia: envenena la sangre, y la muerte del matrimonio es inevitable. San Pablo acentúa que no debe sorprendernos la noche con el rencor en el corazón. Sabia norma de los esposos debería ser pedirse perdón con frecuencia. Sobre todo -lo más difícil- saber perdonar a diario. Rogar a Dios que el corazón se conserve limpio de resentimientos, de odios. Entonces el corazón se convertirá en alcancía que irá archivando las cosas bellas de la vida familiar, que le van dando sabor al hogar, al diálogo, al amor sincero. Dios se paseaba El simbolismo bíblico del Génesis retrata a Dios «paseándose» en el paraíso y visitando a sus moradores. Allí hay gozo, paz, luminosidad. Pero llega el rompimiento, y, por primera vez, aparecen el miedo, el terror, la inseguridad, el egoísmo. Necesitan «esconderse». El esposo culpa a su mujer: «La esposa que me diste me indujo a comer del fruto» Gn 3, 12. La esposa, cuando se vio manchada, tuvo miedo de estar sola; le presentó el fruto a Adán. En ese momento Dios ya no «se paseaba» en ese hogar. Los constructores de la torre de Babel tuvieron la misma experiencia. Se sintieron muy seguros de ellos mismos, y rompieron con Dios. Al poco tiempo, ya no se entendieron entre ellos mismos; tuvieron que separarse. Babel significa confusión. Confusión es la que se vive en muchos hogares en los que «no se pasea Dios», en donde se pretende construir una torre de felicidad a base de comodidades materiales; pero en donde a Dios se le tiene como a un «desconocido», y, peor aún, como a «un expulsado». 20
  • 21. Dice el Evangelio que una casa se puede construir sobre roca o sobre arena Mt 7, 24-27. La roca es el Señor. Muchas casas en donde el Señor «no se pasea», aparentemente, tienen atractivas fachadas; pero a la hora de la crisis, se derrumban: estaban construidas sobre arena. El hogar, en donde «se pasea el Señor», está sobre una roca. No se le promete que no tendrá huracanes y torrentadas, pero se le garantiza que no se derrumbará. María y José iniciaron su vida matrimonial con serios problemas. Cuando José vio los signos de embarazo en su prometida, mil ideas comenzaron a revolotear en su mente. ¿Llevarla a los tribunales? José era un hombre «justo» y determinó sacrificarse, irse al extranjero para no perjudicar a María, a quien seguía amando. En la vida de ellos «se paseaba» el Señor; él no los podía abandonar; y no los abandonó. Los dos encontraron el camino de Dios, que es camino de equilibrio y de paz. Los cónyuges, en crisis hogareña, podrán acudir a sicólogos y consejeros matrimoniales -y es muy laudable que lo hagan-; pero el amor es un «don» de Dios y, como dice el Salmo 127: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». Hay muchos matrimonios cansados, buscando la solución de sus problemas en muchos lugares, pero se les ha olvidado que la torre no se puede construir mientras el Señor no «se pasee en el hogar». Hogares, hogueras Si las casas tuvieran paredes de cristal, ¡cuánta amargura y frustración se podría contemplar dentro de algunos llamados hogares! Hogar viene de hoguera, y denota algo cálido, acogedor, algo que se busca con ansia. Más que hogueras, algunos hogares modernos, parecen refrigeradores. En un ambiente de frialdad, nadie quiere vivir, por eso, ella comienza a sentir su casa como una pequeña jaula, y él le da varias vueltas a la manzana antes de decidirse a llegar a su casa. Hay que reconstruir muchos hogares. Los cónyuges deben volver a reubicarse en su papel de compañeros de viaje, de «ayuda adecuada» el uno para el otro. Ser como Dios los ideó: «una sola carne». Hay que tener mucho cuidado, entonces, para que no se repita la historia de la torre de Babel. No se puede construir una torre hogareña, si Dios no «se pasea» a diario en el corazón de cada uno de los habitantes del hogar. Dios no instituyó el matrimonio para que los hogares fueran «sucursales» del infierno, sino nidos de amor y paz en donde esposo y esposa fueran una ayuda adecuada, el uno para el otro, a través de su éxodo hacia la eternidad dichosa. 21
  • 22. 3. El Amor en el Matrimonio Sería muy conveniente que, sin que los novios se dieran cuenta, les filmaran un videocassette en los momentos en que se dan muestras superabundantes de su cariño o de lo que ellos, por el momento, llaman amor. Este videocassette habría que exhibírselos diez años después: cuando ya fueran marido y mujer. Tal vez no se reconocerían; tal vez pensarían que no son ellos los efusivos novios que no terminaban de acariciarse y besarse. Los novios llegan ante el altar, según dicen, incendiándose de amor. Sólo el tiempo podrá ser juez de si, de veras, era amor o una simple atracción natural del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. Sólo las abundantes «pruebas» de la vida tendrán la última palabra acerca de si había amor o si era simplemente una pasión natural. La palabra amor se repite, machaconamente, en cada estrofa de las canciones de moda. Pero la palabra amor «se ha devaluado» en gran manera. A veces se llama amor a lo que es una «TRANSACCIÓN COMERCIAL»: Te doy para que me des. Me diste cinco, te devuelvo cinco. Si te doy seis, salgo perdiendo. El comerciante atiende con refinamiento a los clientes; casi se creería que ama a sus clientes. Pero, en realidad, lo que busca es el dinero de sus clientes. El amor comercial se puede disfrazar de cortesía, pero, en el fondo, no busca el bien de la otra persona, sino el propio beneficio. Los novios aseguran que se «aman». Cada uno de sus abundantes suspiros dicen que son expresiones de su «intenso» amor. Se abrazan, se besan. Muchas veces, el enamorado ama su yo en el tú de la otra persona. Se ama a sí mismo. Busca su propio deleite. Es por eso tan difícil evaluar el amor de los enamorados, un amor «romántico». Sólo el tiempo podrá juzgar si en esas indiscretas muestras de cariño de los enamorados había auténtico amor. El novelista ruso, Dostoievski muestra el caso de uno de sus personajes que continuamente habla de amor a la humanidad. Era su tema favorito. Se le llenaba la boca hablando del amor a los demás. Pero este típico personaje odiaba al que vivía con él porque se sonaba la nariz con estruendo y porque al comer «hacía mucho ruido». Aquí está esbozado el clásico amor «humanista»; un amor muy en «abstracto», fuera de toda realidad. Se ama al prójimo, pero de lejos, sin molestarse en atenderlo, en bajar hacia él cuando está en necesidad. Abundan los «comunistas de cafetería». Pretenden arreglar las necesidades de los otros desde la mesa de un restaurante; pero nunca se les ve, codo con codo, junto al necesitado. Los hippies salieron a las calles con sus vestimentas estrafalarias y con sus cartelones que decían: PAZ Y AMOR. Pero fueron crueles con sus papás; los dejaron 22
  • 23. llorando en sus casas. Los martirizaron con sus irresponsabilidades y acusaciones. El auténtico amor Es tan difícil poder asegurar que amamos a los demás. Nuestros hechos anulan nuestros discursos acerca del amor. Sólo Jesús pudo decir con libertad: «Ámense unos a otros como yo les he amado» Jn 13, 34. En el huerto de Getsemaní, a Jesús le invadió el terror ante la inminencia de su pasión. El sabía que por medio de su sacrificio iba a salvar a los hombres; por eso aceptó el cáliz que Dios le presentaba. Lo hizo por amor. Bien dijo el mismo Jesús que «no hay amor más grande que el del que da la vida por un amigo» Jn 15, 13. El amor de Jesús es un amor «de sacrificio». Se entrega a su dolorosísima pasión porque ama a los hombres y quiere que se salven. En la última cena, el Señor ya sabía que los apóstoles lo iban a traicionar; sin embargo, los llama «amigos»; les lava los pies; reza por ellos para que puedan volver al camino correcto después de haber sido «zarandeados» por el espíritu del mal. El amor de Jesús es un amor «comprensivo. Acepta a los demás como son, con sus virtudes y sus fallos. El amor de Jesús es un amor «perdonador». A Pedro le anticipa de que antes de que el gallo cante, lo negará tres veces. ¿Porque tuvo que mencionar Jesús al gallo? Quería darle a Pedro una señal de tipo auditivo. Cuando, más tarde, Pedro escuchó el canto del gallo, se acordó de que Jesús ya se lo había profetizado; que ya le había anticipado que había rezado por él, es decir, que Jesús ya lo había perdonado previamente. Si Pedro no hubiera escuchado el canto del gallo y no se hubiera acordado del perdón anticipado de Jesús, se hubiera derrumbado psicológicamente ante su tamaña traición. Pedro, al recordar el amor perdonado de Jesús, se puso a llorar «amargamente»; eso lo salvó de la desesperación. El amor sacrificado, comprensivo y perdonador de Jesús es el patrón para poder evaluar nuestro propio amor. Nuestro amor En muchos matrimonios se estila el amor «comercial». Viven en la continua competencia del «te doy para que me des». Si él no da, ella lo castiga sexualmente; él, 23
  • 24. por su parte, contraataca con una venganza de tipo económico. Y así les pasa el tiempo. El día que uno de los dos acepte que amar es «sacrificarse» por el otro, tendrá que renunciar a su actitud comercial en su relación matrimonial para buscar el bien del otro. En ese momento habrá comenzado a amar a su cónyuge. A muchos matrimonios se les va el tiempo en lamentos; ella no acepta que su esposo no sea el «príncipe azul» con el que había soñado. El no se resigna a que ella no sea la «heroína» de la telenovela que se imaginaba. Lo cierto es que los príncipes azules y las heroínas de película sólo existen en las mentes de los poetas. En el matrimonio solamente existe ese esposo y esa esposa con sus defectos chocantes, pero también con sus múltiples virtudes. Es el padre o la madre de esos hijos que Dios ha regalado. Es el esposo o la esposa que el Señor ha permitido encontrar en los misteriosos caminos de la vida. Es el esposo o la esposa a quien se ha jurado amor para toda la vida, junto a un altar. San Pedro, como persona casada que fue, daba un sabio consejo a los matrimonios; les decía: «Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor fraternal... No devuelvan mal por mal o un insulto, al contrario, devuelvan una bendición...» (1P 3, 8-9). Para llegar a ese «mismo pensar y sentir», de que habla San Pedro, es indispensable el diálogo. Es el medio eficaz para conocer el punto de vista del propio cónyuge. Para saber por qué llora, por qué sufre, por qué reacciona en determinada forma. Cuáles son sus gustos y qué le molesta y le tortura. Lastimosamente los esposos hablan muy poco. A veces creen que dialogar es atacar verbalmente al otro, echarle en cara con ira sus desaciertos. Esto no conduce a nada positivo. Al contrario, empeora las situaciones. Abre heridas difíciles de cerrar. Los novios se caracterizan por el «mucho hablar»; siempre encuentran un pretexto para llamarse por teléfono, para comunicarse. Los esposos, en cambio, se caracterizan por su comunicación reducida a la mínima expresión. Por eso abundan los malos entendidos, la falta de comprensión, el litigio verbal, que hiere como un látigo, y distancia a los cónyuges. Si esposo y esposa «dialogaran» más, pelearían menos, y llegarían más fácilmente a ese «mismo pensar y mismo sentir» a que alude San Pedro. Esposo y esposa deberían resucitar aquellos dulces diálogos que los hacían tan felices. Deberían desempolvar los piropos de otros tiempos que sanaban las heridas que mutuamente se habían causado. Dialogar es aprender a vivir en paz. Amor = perdón 24
  • 25. La película LOVE STORY puso de moda la frase «Amar es no tener que pedir perdón nunca». Una frase propia de película, pero muy alejada de lo que debe ser la realidad del amor en el matrimonio. El verdadero amor en el matrimonio se demuestra aprendiendo a pedir perdón muchas veces; dando el primer paso hacia la reconciliación, sin esperar que sea el otro el que tome la iniciativa de dar ese difícil paso de humildad. Nada enferma tanto como el resentimiento, acumulado durante años en el corazón. Hay un momento en que el corazón se satura y el amor ya no tiene cabida en él. Nada tan nocivo como el rencor que carcome la mente y el corazón. La Biblia alude al caso de Saúl. Primero aparece como un hombre gozoso, lleno del Espíritu Santo. Luego deja que la envidia y el resentimiento se apoderen de su corazón. Se torna un individuo totalmente neurótico. La Biblia afirma que «lo atormentaba un mal espíritu». Saúl estaba dominado por el odio que había anulado su gozo de antes. En muchos matrimonios, el resentimiento alimentado durante mucho tiempo, impide que los esposos puedan comunicarse íntimamente. El rencor deforma la realidad: todo se ve negativo en el cónyuge; ya no se logran apreciar sus talentos, sus bondades. San Pablo daba un consejo sapientísimo; decía Pablo: «Que no se ponga el sol sobre su rencor. No le den oportunidad al diablo» (Ef 4, 26-27). Cuando los cónyuges se van a dormir con resentimiento en su corazón, el diablo aprovecha para revolver la subconsciencia; para multiplicar los pensamientos negativos, para acentuar los defectos del propio cónyuge. Nadie puede tener paz mientras su corazón está lleno de alfileres de resentimiento. Pedro le preguntó a Jesús por el número de veces que debía perdonar al enemigo. Jesús, con su lenguaje figurado, le contestó: «Setenta veces siete», que significa infinidad de veces, siempre. Una señora hizo la multiplicación: 70 por siete igual a 490 veces; y dijo: «¡Esa cuota ya se me agotó con el sinvergüenza de mi marido!». En el pensamiento de Jesús no existe ninguna cuota estipulada para las veces que hay que perdonar. Mientras no exista perdón en el matrimonio, habrá dos personas conviviendo, pero sin que haya un auténtico matrimonio, pues la base del matrimonio es el amor. Mientras no haya corazones sanados de todo rencor, es muy difícil que pueda haber paz en los hogares. La raíz de muchos divorcios habría que buscarla en la falta de perdón, en la acumulación de resentimientos en el corazón -como en un archivo negro-; un día finalmente se terminó el aceite del amor y ya resultó imposible seguir viviendo unidos. El divorcio espiritual precede al divorcio legal. Un examen peligroso Para los alumnos siempre hay algún examen al que le tienen miedo. Unos le temen a las matemáticas; otros al Inglés, a la Física, a la Química. En el campo del matrimonio, el 25
  • 26. examen más terrible es el examen acerca del amor. Es el examen más comprometedor. Nunca se sale bien parado. Nunca se alcanza una calificación muy alta. Esto no debe llevar a la depresión, al desánimo, sino a buscar las causas que han debilitado el amor en el matrimonio. José de Egipto había recibido una terrible herida de parte de sus hermanos: primero habían intentado matarlo; luego habían optado por venderlo como esclavo. Un día, aquellos hermanos, por falta de alimentos, llegaron a Egipto en donde José era Virrey. Los hermanos no reconocieron a José. El sí supo quiénes eran, desde un primer momento. Seguramente su terrible herida volvió a abrirse. Se comunicaba con ellos solamente por medio de un intérprete, pues les hizo creer que no conocía su lengua. Luego comenzó a jugarles malas partidas: les escondió objetos preciosos de la corte en su equipaje. Seguramente José, en su subconsciencia, estaba reviviendo todo el dolor de la herida que sus hermanos le habían causado. Hubo un momento en que José recordó los sueños proféticos que Dios le había regalado. Comenzó a llorar impetuosamente y ya no pudo seguir simulando; se abalanzó hacia sus hermanos para abrazarlos y para darse a conocer. Por medio del llanto abundante José logró sanar su corazón herido por la ingratitud de sus hermanos. Mientras no los perdonó, no quiso comunicarse con ellos ni abrazarlos. Mientras esposo y esposa no se hayan podido perdonar, mientras no lloren su pasado y saquen, por medio de las lágrimas, todo rencor, no podrá haber comunicación entre ellos; no podrán abrazarse, no podrán relacionarse ni física ni espiritualmente. San Pablo escribió: «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del Espíritu Santo que nos ha sido concedido» (Rm 5, 5). El amor de Dios es como aceite que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros. Cuando el amor de Dios ha caído sobre nosotros, puede seguir fluyendo hacia los demás. Esposos y esposas, a diario, deben suplicar que en ellos se derrame el amor de Dios para que siga fluyendo hacia el esposo, hacia la esposa. El aceite del amor de Dios, muchas veces, se termina en nosotros, por nuestro descuido, por nuestro alejamiento de las cosas del Señor. Como a las vírgenes necias, se nos apaga nuestra lámpara porque se termina el aceite. Esposo y esposa, con frecuencia acuden a «misas de casamiento». Es un momento adecuado para que revivan el don de su matrimonio y para que renueven el aceite de su amor. Mientras Adán y Eva tenían buena relación con Dios, también podían tener óptima comunión entre ellos mismos. Cuando rompieron su «hablar con Dios», se rompió, al mismo tiempo, su diálogo matrimonial. En ese instante él le alegó a Dios que toda su desventura había sido causada por la «odiosa» mujer que le había dado. La mujer ciertamente no se quedó callada; también ella habrá expresado su amargura con palabras desabridas. Mundialmente el día del cariño se celebra el 14 de febrero. Se le llama el día de los enamorados. Pero el preciso día de los enamorados debería ser el sexto día de la creación cuando Dios creó al hombre y le entregó a su compañera para que fuera una «ayuda adecuada». Dice la biblia que Adán exclamó: «¡Esta sí que es carne de mi carne!» Gn 2, 23. Fue un poema de amor muy primitivo, pero saturado de autenticidad. 26
  • 27. El Señor unió al hombre y a la mujer en matrimonio. El permitió que se encontraran el uno al otro. Que se juraran amor para toda la vida frente al altar. Ahora lo que Dios quiere es que sean «ayuda adecuada» el uno para el otro. Que se ayuden mutuamente durante el peregrinaje a través de la vida. Que se amen de corazón, Que es la única manera de vivir en paz y armonía. Dios los unió para que se amaran no con un amor comercial o romántico, sino con un amor fuerte que es sacrificio, perdón y comprensión. 27
  • 28. 4. Los Papeles en el Matrimonio En una obra de teatro, cuando uno de los actores intenta acaparar él solo la atención del público, olvidándose de los demás compañeros de escena, la obra se desmorona inmediatamente. El secreto para el éxito de una obra de teatro es que cada uno de los actores procure desempeñar su papel a cabalidad, en equipo. En el matrimonio sucede lo mismo: cuando el esposo o la esposa no cuidan de su parte o interfieren en el papel del otro, inmediatamente comienzan a aflorar graves problemas en el hogar. Una cabeza La carta a los Efesios indica claramente que el hombre debe ser «la cabeza del hogar». Aquí no se propicia ningún machismo, ni autoritarismo de parte del esposo, ni mucho menos la superioridad del hombre con respecto a la mujer. Este no es el pensamiento de la Biblia; la Escritura pone al hombre y a la mujer en el mismo plano. San Pablo, por eso, explica con suma claridad en qué consiste «ser cabeza». Hace ver cómo Cristo es «cabeza de la Iglesia», por que se sacrifica y se entrega por ella. Así el esposo, en la vanguardia, va abriendo paso a su familia y, en esa línea de fuego, se sacrifica y entrega por su esposa y por sus hijos. San Pedro fue casado. En su primera carta aconseja tratar a la esposa con suma delicadeza. Las palabras de Pedro son muy escogidas: «En cuanto a ustedes los esposos sean comprensivos con sus esposas, denles el honor que les corresponde, no solamente porque la mujer es más delicada, sino porque Dios en su bondad les ha prometido a ellas la misma vida que a ustedes» (1P 3, 7). Pedro es consiente de que la mujer es el hermoso regalo que Dios le ha entregado al hombre. Así se ve expuesto también en el Génesis en el momento en que Dios le regala a Adán una compañera: Adán se entusiasma vivamente, y ambos reciben la bendición de Dios para ser «una sola carne». La cabeza está fallando Una de nuestras tristes realidades en nuestro ambiente latinoamericano es que la cabeza del hogar -el padre- está fallando en muchos hogares. Son múltiples los motivos. Los horarios tan apretados en el trabajo hacen que el papá casi no se encuentre con sus hijos. Cuando el papá se da cuenta, ya sus niños se han convertido en adolescentes y 28
  • 29. jóvenes, y él es para ellos un perfecto extraño. Hablan con la mamá, pero al papá lo ven como alguien muy «lejano». Debido también a las infidelidades matrimoniales -que nunca permanecen para siempre ocultas- y por los desastres que causa el exceso de licor por parte del padre, muchos hijos han llegado a perder el aprecio de sus respectivos papás. Es por eso que el papá, para mantener su autoridad, tiene que recurrir al «matonismo» y las órdenes autoritarias. En muchos hogares, los hijos están recibiendo una educación materna, nada más, porque la figura del padre se ha difuminado en lo que respecta a la educación; se le considera como un proveedor y no como educador. Debido, también, a las ideas machistas con respecto a la religión, el papá se precia de no ser religioso, y hasta se burla de la esposa que acude a la iglesia. Esto incide negativamente en la educación integral de los hijos que se valen del ateísmo práctico de su papá para evadir sus responsabilidades religiosas. En esta forma, el papá también está perdiendo su liderazgo en lo que respecta a la educación espiritual de su familia. Como en una obra de teatro, cuando el actor principal comienza a fallar, la obra se viene abajo de romplón, así en el hogar se nota el descalabro cuando el padre ha perdido su papel de «cabeza del hogar». La ayuda adecuada A muchas mujeres, con ideas exaltadas acerca de la «liberación femenina», les disgusta que San Pablo hable de «cabeza del hogar»; creen que es como un paso previo hacia una «esclavitud» doméstica. Pero no es éste el pensamiento de San Pablo. El mismo San Pedro, que insiste en que se trate a las esposas con suma delicadeza, también aconseja a las esposas que se «sometan» a sus maridos. El verbo «someterse» no indica, en el contexto de la Biblia, que la mujer deba ser «alfombra» para que el marido la pisotee. Lo que San Pedro quiere recalcar es el papel importante de la mujer en apoyo de su marido, que va adelante, en la línea de fuego, abriendo campo para su familia. En nuestra sociedad, algunas veces, se ha estilado educar a la mujer para que sean una «muda alfombra» para el esposo. Este no es el pensamiento de la Biblia: en la Santa Escritura la mujer es un bello regalo de Dios, la «ayuda adecuada» para su esposo. Lo mismo que el esposo es inigualable regalo de Dios para la mujer. Ambos se complementan y se acompañan en el viaje hacia la eternidad. Otra triste constatación, en nuestro medio latinoamericano, es que debido a que el padre ha fallado, repetidas veces, como cabeza del hogar, la mujer ha debido tomar sobre 29
  • 30. sus hombros el pesado encargo de ser «padre y madre» a la vez en lo que respecta a la educación de los hijos. Tal vez a esta situación, las mujeres en sus discusiones con el marido hacen ilusión a «mis hijos» como que los hijos fueran solamente de ellas. Cuando la esposa habla de «mis hijos», inconscientemente está exteriorizando una cruda realidad: el esposo ha pasado a ocupar un «segundo plano» en su vida. A la luz de la sicología y de la Escritura, el esposo debe preceder a los hijos. San Pablo en su carta a Tito, les aconseja a las ancianas que enseñen a las jóvenes esposas a amar a «sus esposos y a sus hijos». Así en ese orden: primero los esposos y luego a los hijos. Esto hasta puede llegar a sonar «algo raro» para algunas madres, que piensan que lo primero son sus hijos. Se olvidan que antes estuvo su marido y luego vinieron los hijos. Estas situaciones anormales de nuestro ambiente casi no se enfrentan; más bien se soslayan y se intenta aceptarlas pacíficamente. Lo cierto es que cuando en un hogar se han trastrocado los papeles, los hogares comienzan a convulsionarse. La mujer liberada El capítulo 31 del libro de Proverbios enfoca la figura de una esposa dedicada a los quehaceres domésticos; no se exhibe como una mujer «no liberada»; todo lo contrario: se proyecta como una mujer gozosa, entregada a su esposo y a sus hijos, que la alaban y la bendicen. Algunos versos del mencionado capítulo: «Su esposo confía plenamente en ella». ... «Brinda a su esposa grandes satisfacciones todos los días de su vida»... «Sus hijos y su esposo la alaban y le dicen: Mujeres buenas hay muchas, pero tú eres la mejor de todas». Esta es la mujer «liberada» que resalta la Biblia. Ella juega un papel primordial en el hogar, sin que su esposo se sienta «manipulado». Es la mujer que se ha convertido en verdadera «ayuda adecuada» para su marido y para los hijos. El tema del amor siempre está de moda. Pero ¡qué frívolos tantos discursos acerca del amor!: se han cortado con los patrones de telenovelas y del cine. Allí se exaltan los ardores románticos; no se habla para nada del sacrificio, de la entrega, de la renuncia. Muchos jóvenes llegan al matrimonio ardiendo de romanticismo; pero a la hora que debe aparecer el «verdadero amor», hecho de sacrificio y entrega, no aflora este amor por ningún lado; entonces viene el rompimiento, la desilusión... Se creía que había amor, y resulta que sólo existía un romanticismo pasajero. San Pablo voló muy alto cuando habló del amor en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios. Algo sublime: «Tener amor es saber soportar, es ser bondadoso, es no tener envidia ni ser presumido, ni grosero, ni egoísta, ni guardar rencor, es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo» 1Co 13, 4-7. Seguramente a San Pablo nunca le 30
  • 31. hubieran llamado como consultor para una telenovela o una película norteamericana que abordaran el tema del amor. San Pablo es un hombre práctico; no se anda por las ramas cuando trata de definir en qué consiste el verdadero amor. Soportar. Perdonar. Dar siempre una nueva oportunidad. Eso es lo que escasea en el hogar. Se espera que sea el otro el que «soporte», el que «perdone», el que «crea». Y esto es el acabóse del amor en un hogar. Mientras no se aprenda a perdonar, a soportar, a creer, la palabra amor será la palabra más sin sentido que aparezca en el vocabulario. Como el primer día Cuando Dios unió a la primera pareja, impulsó sus corazones para que se buscaran y se encontraran. Los bendijo y les señaló la pauta para que fueran felices. Les dijo que debían ser «una sola carne». Algunos han entendido eso de ser «una sola carne» al estilo freudiano, algo muy relacionado con la piel. Pero «una sola carne» -una sola persona-, en el sentido bíblico es una relación total de amor. No es el amor artificial de las revistas ilustradas. No es el amor de muchas de las canciones, sino el amor del que sabe que no está solo en el escenario; el amor del que con humildad cumple su papel y busca sacrificarse para que los demás estén bien. Del que ora todos los días a Dios para no ser un estorbo en su familia y para saber servir a todos con amor y entereza. Cuando cada uno desempeña su respectivo papel de esposo y esposa, entonces la familia llega a ser ese «hogar, dulce hogar» que soñó el poeta. 31
  • 32. 5. Plagas de Nuestras Familias Una película española tiene un título muy llamativo: «¿Y la familia? -Bien, gracias». El título de este film es muy desafiante, pone el dedo sobre la llaga de la sociedad: la familia convulsionada. Una de nuestras preguntas más repetidas es: «¿Y la familia?». Automáticamente respondemos: «Bien, gracias». Esta respuesta intenta esconder algo que nos duele confesar: nuestra familia no anda nada bien; es un desastre. Una gran mayoría de familias están siendo vapuleadas por los vendavales del materialismo y por una sociedad consumista que está convirtiendo en máquinas a los seres humanos. Si hay algo que falta en muchas familias es, precisamente, un poco de armonía, de paz, de serenidad, de bendición. Algunas familias, sin ningún temor, podrían ser catalogadas como «sucursales del infierno». ¿Y qué sucede con nuestras familias para que exista tanta infelicidad bajo sus techos? Son muchos los factores negativos que están incidiendo en el desmoronamiento de nuestros hogares. De manera especial, quisiéramos hacer resaltar algunos de ellos que son como plagas maléficas que están destruyendo uno de los tesoros más bellos: la familia. El egoísmo Egoísta es el que quiere que lo tengan en el centro de todas las atenciones; quiere que lo miren, que lo amen, que lo escuchen, que lo sirvan. El egoísta no tiene ojos ni oídos para ver los problemas de los demás, para escuchar las penas de los otros; el egoísta nunca hace un favor, a no ser que espere algo como intercambio. El egoísta está centrado en su yo. Se considera el centro de su hogar, de su universo. En el Sacramento del matrimonio, hay una ceremonia muy significativa: la entrega de anillos, que indica la mutua entrega, espiritual y física, de los novios. En muchos matrimonios ha habido una entrega física, pero todavía no ha habido entrega de corazones. Se han reservado muchos secretos. Tienen áreas ocultas de su vida que no han sido abiertas al cónyuge. En estos matrimonios, cada uno está buscando su propio interés; su realización personal. No piensa en favorecer al otro, sino en sacar partido del otro. Ser servido, ser amado, ser acompañado, compadecido, escuchado. Cuando esto sucede, el hogar se convierte en un «ring», en donde hay dos boxeadores que están tratando de imponer su criterio, su capricho, su antojo. Si dos piedras chocan, saltan chispas. Hay violencia. Para terminar con el fuego del enfrentamiento, uno de los dos cónyuges, por lo menos, tendría que convertirse en almohada. Allí caería la piedra y no causaría mayores problemas. Pero, ¿quién quiere ser almohada, ser humilde? Mientras 32
  • 33. marido y mujer, como dos piedras de egoísmo, estén chocando cotidianamente por imponer su manera de pensar, habrá incendio de ira, de rencor, de odio. Es lo que se aprecia en muchos hogares. Se han herido a fondo; el rencor se ha apoderado de los corazones de los cónyuges. Es difícil, entonces, hablar de serenidad, de diálogo, de paz familiar. Muy apropiado, por eso, el consejo de San Pedro para los casados: «Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor fraternal. Sean bondadosos y humildes. No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, devuelvan bendición, pues Dios los ha llamado a recibir bendición» 1P 3,8-9. Este programa, que traza Pedro para los casados, es el consejo más sabio para destruir el egoísmo, para buscar un amor evangélico que, como lo captó muy bien San Francisco, consiste no en buscar ser amado, sino en amar; no en anhelar ser comprendido, sino en comprender. San Pablo muy bellamente llegó a decir que el verdadero amor «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» 1Co 13, 7. Cuando los herreros quieren doblar el hierro, lo someten a alta temperatura; cuando está incandescente, entonces ya pueden doblarlo sin que se quiebre. Nosotros debemos someternos al fuego del Espíritu Santo para ser purificados de nuestro egoísmo que envenena la vida familiar y hace irrespirable el ambiente de tantos hogares. Mientras el grano de trigo no haya sido despedazado dentro de la tierra, no habrá fruto. Mientras esposo y esposa, tercamente, insistan en su necio egoísmo, el hogar seguirá siendo un ring, y no un lugar de paz y refugio. La infidelidad El famoso informe Kinsey hizo notar que la mitad de los hombres encuestados admitían que habían sido infieles, alguna vez, en su matrimonio. También muchas mujeres aceptaron que habían sido infieles. Este impresionante «informe» es un reflejo de la sociedad erotizada en la que vivimos, en la que se da un valor absoluto al sexo. Los slogans de nuestros anuncios comerciales, los criterios que invaden nuestros ambientes familiares, la pornografía, que es el pan de cada día, están empujando a muchos matrimonios a la infidelidad. Algunos psicólogos hasta la aconsejan, en determinadas circunstancias. Casi se diría que es un mal necesario. Nuestro pueblo sencillo repite que «el diablo hace la olla, pero no sabe hacer la tapadera». Muy cierto. Se cree que todo está escondido, que nadie sabe nada. De pronto, todo se llega a saber. Vienen, entonces, esos traumas tremendos en la esposa, en los hijos. Esos silencios pesados, esas desconfianzas entre esposo y esposa. Los hijos ven que su papá, su «ídolo», se viene abajo del pedestal en que lo tenían. ¿ Con qué autoridad viene ahora a exigirles moralidad, honradez? 33
  • 34. Cuando Dios unió a los primeros seres humanos les ordenó ser «una sola carne». El señor no entendió bendecir amoríos, ni «sucursales» fuera del hogar. Claramente, el Señor les advirtió a la primera pareja que si comían del «fruto prohibido», tendrían muerte. No se refería sólo a la muerte física, sino también a la muerte del gozo, de la armonía. La Biblia señala que podemos tener bendición o maldición (Cfr. Dt 11, 26). Cuando vamos por la senda del pecado, la bendición de Dios no está con nosotros. Todo lo contrario: llevamos desgracia a nuestro hogar, a nuestra vida y a la de los hijos, de la esposa, del esposo. Hay momentos en que no se sabe, a ciencia cierta, qué es lo que sucede en el hogar; hay un ambiente tenso, indeseable. Si se buceara en la conciencia de alguno del hogar, se podría detectar que hay pecado. Por eso la desgracia ha encontrado la puerta abierta para ingresar en esa casa, en esa familia. Es posible que alguna familia esté pasando este mal momento: el adulterio se ha hecho presente con sus secuelas de desgracia. Es posible que alguna familia crea que todo está perdido. El evangelio narra el caso de Jairo, que acudió a Jesús porque su hija estaba gravemente enferma. Cuando estuvo frente a Jesús, unos amigos llegaron corriendo y le dijeron: «Ya no molestes al Maestro; tu hija ya murió». Aquel padre quedó frío. Jesús le dijo, «No temas; solamente ten fe» Mc 5, 36. Aquel hombre se atrevió a creer en las palabras del Señor, Jesús le resucitó a su hija. Para el Señor no hay casos imposibles. Toda familia, que ha sido herida por «la infidelidad», debe acudir al Señor insistentemente en la oración. Debe tener plena confianza que el Señor sigue resucitando muertos. Deben acudir también a los medios humanos; es bueno consultar a algún consejero matrimonial, a algún psicólogo; pero hay que cuidar que sean muy cristianos, pues, de otra suerte, pueden aconsejar algo que no está en sintonía con nuestros principios evangélicos. No quiere decir que porque en un hogar se haya introducido la infidelidad, ya no hay esperanzas. Son muchos los hogares, que con la ayuda de Dios y la buena voluntad de los de la familia, han sido restaurados. Han resucitado y han vuelto a vivir en plenitud. El exceso de licor El taxista que me llevaba al aeropuerto de Bogotá, en Colombia, al pasar por un edificio de muchos pisos, me dijo: «Allí tengo mis acciones». Me quedé sorprendido, pues veía que el chofer era muy pobre. El se sonrió y me dijo: «Es la licorera más importante del país; allí va a parar el dinero de la mayoría del país». Una gran verdad me estaba diciendo aquel taxista con su broma. El licor es una de las grandes plagas de nuestros países. Cada familia tiene su historia negra con respecto al licor. Son muchos los hogares que se desmoronan, cada día más, debido al alcoholismo. 34
  • 35. La Biblia narra el caso de un buen hombre, Noé, que después del diluvio encontró unas uvas; le gustó en demasía su jugo; bebió y bebió hasta que se emborrachó y dio un pésimo espectáculo ante su familia. Noé lo hizo inocentemente. Desconocía los fatales efectos del licor. En la actualidad, nadie desconoce lo terrible que es el licor. Estamos acostumbrados a ver, con horror, cómo cambia la personalidad de los individuos bajo el efecto del licor. Se embrutecen. Insultan. Golpean a los seres más inocentes. Atropellan. Se animalizan. Sería conveniente que a los borrachos se les tomara un «videocassette» y se les mostrara después para que se pudiera contemplar «animalizados». Son muchas las esposas mártires que esconden su triste historia de golpes, de injusticias, de pobreza, a causa del maldito licor. Abundan los hijos que han quedado traumados por los excesos de licor del papá o de la mamá. De allí vienen su ansiedad, su inseguridad, sus miedos, sus terrores. ¡Y pensar que muchos de esos hijos, al no poder resolver, más tarde, sus traumas, terminarán por seguir las huellas del papá alcohólico!. Después de la navidad, llegó un señor llorando; durante la fiesta se había emborrachado y había armado un escándalo en su familia. Estaba avergonzado. Le dije: «Con llorar no se arregla nada; usted necesita demostrarles, con los hechos, a su familia que está arrepentido y que no va a repetirse lo de la noche de navidad». El Señor tiene indicaciones muy concretas para casos críticos de la vida. Dice el Señor: «Si tu ojo te hace caer en pecado, sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno» Mt 5, 29. En ciertas ocasiones especiales, el Señor nos exige tomar medidas drásticas. A algunos, que tienen propensión al alcoholismo, el Señor les exige que ni siquiera olfateen el licor. Mientras no se decidan a tomar esa medida «radical» estarán demostrando que no se han convertido; que no están haciendo la voluntad de Dios. Si alguien continúa emborrachándose, no se puede llamar cristiano, seguidor de Jesús. Si no ha cortado con el vicio del alcoholismo, es señal de que su conversión es «ficticia»; el que, de veras, ha «nacido de nuevo», no puede estar reincidiendo continuamente en borracheras. Es una vergüenza para nuestra Iglesia que muchas fiestas patronales degeneren en excesos de licor, en escándalos. Es una inconsecuencia llamarse cristianos, y no poder celebrar una sencilla fiesta familiar, sin que hayan borrachos y liviandades propias de personas sin Dios, y no de familias que se llaman cristianas. Al enfermo que se encontraba paralítico junto a la piscina de Betesda, el Señor le preguntó: «¿Quieres ser curado?» Jn 5, 6. Parecía una pregunta sin sentido; se suponía que aquel paralítico estaba allí porque deseaba su curación. La pregunta de Jesús tiene mucho sentido. Muchos enfermos, en el fondo de su subconsciencia, no quieren ser curados; tienen miedo de ser libres; tienen temor de afrontar su nueva situación de gente sana. A muchos enfermos de alcoholismo habría que preguntarles si, de verdad, quieren ser curados. Muchos están aferrados a su botella, que les ayuda a atontarse para no ver su realidad indeseable. 35
  • 36. Con gozo he podido constatar cómo cuando una persona se convierte, de veras, y se entrega al Señor, su problema de alcoholismo se esfuma inmediatamente. San Pablo decía: «No se emborrachen con vino, sino llénense del Espíritu Santo» Ef 5, 18. El que está lleno del Espíritu Santo, tendrá la fuerza suficiente para resistir la mala inclinación hacia el licor. El que tiene el gozo del Espíritu, no tendrá que buscar el gozo artificial en el fondo de una botella. Si alguien ama a su familia, si no quiere convertir a su esposa y a sus hijos en mártires de su alcoholismo, debe, en primer lugar, llenarse del Espíritu Santo que le proveerá del poder de lo alto para hacer frente a la tentación del licor; luego debe tomar la firme determinación de ni siquiera olfatear el licor, pues el Señor le pide que le entregue ese ídolo que lo está fascinando. Mientras el que tiene el problema con el licor no haya tomado estas determinaciones drásticas, continuará siendo zarandeado por el licor y no dejará de ser verdugo para su familia. La falta de comunicación Una encuesta muy confiable dio a conocer que marido y mujer solamente se comunican durante 17 minutos en toda la semana. Algo que causa estupor. Vivimos en la era de las comunicaciones: teléfonos, télex, satélites, televisión, fax, radio, cine. Sin embargo las personas cada día nos comunicamos menos. Cuando los actuales cónyuges eran novios, no terminaban de hablar. Siempre buscaban un pretexto para comunicarse. El llegaba a visitar a la novia y, a pesar de que la noche avanzaba, no se iba y no se iba... La supersticiosa abuelita hasta ponía una escoba detrás de la puerta para apresurar la partida, pero ¡ni así se iba el novio! ¡Era bello ese tiempo que los novios empleaban en comunicarse! ¡Siempre tenían algo lindo que decirse! ¡Pero, lastimosamente, durante el matrimonio, las palabras se van terminando! Algunos matrimonios ya adoptaron un «lenguaje Morse»: «Si. No. Ah. Vaya». Punto raya. Otros matrimonios ya necesitan de un intérprete. El esposo le dice a la hija: «Decile a tu mamá que no sea tan impertinente». Y la esposa está allí enfrente. Cuando Jesús quiso llegar al corazón de la perdida mujer samaritana, buscó dialogar con ella. La mujer se resistió al principio; trató de enredarlo en una acalorada discusión. El Señor con amor la fue haciendo reflexionar, hasta que aquella mujer dejó que la Gracia invadiera su corazón. Nuestro pueblo sencillo dice: «Hablando se entiende la gente». Así es. Cuando la gente logra comunicarse, muchos malos entendidos se disipan. Se logra llegar al corazón y a la mente. Cuando la gente no se comunica, abundan los prejuicios, se agrandan los defectos, los errores. El diálogo no consiste en «cantarle sus cuatro verdades» al cónyuge. Si alguien se 36
  • 37. siente agredido verbalmente, es lógico que se defienda. Entonces habrá una nueva pelea, otro acalorado enfrentamiento. Dialogar es saber buscar el momento preciso y la manera adecuada para decir lo que se debe decir; lo que tiene que ser aclarado. No con la intención de «herir», de «hacer mal al otro», sino de ayudarlo a reflexionar, a mirar imparcialmente un «nuevo punto de vista» que podría arreglar una determinada situación. Un esposo contaba que su esposa lo había llevado a un juzgado. Cuando estaba ante el juez, ya sin ninguna esperanza de arreglo, al fin pudo escuchar con imparcialidad las razones de su esposa. Nunca antes había escuchado con serenidad. Entonces, se dio cuenta de que ella tenía razón. Se lo dijo. Pero ya era tarde; la esposa no quiso echar pie atrás. Muchos problemas familiares se solucionarían más fácilmente o se evitarían, si esposo y esposa hablaran más entre ellos; si resucitaran los sabrosos diálogos del tiempo del noviazgo. Si no platican, deben prepararse para pelear. Si no dialogan, terminarán por tirarse los platos, y pondrán en peligro la estabilidad de su familia. Falta de oración en pareja Me ha sucedido con frecuencia: llegan algunas parejas a quienes les va pésimamente en su matrimonio. Les pregunto si rezan juntos. Se me quedaron mirando como si les hubiera preguntado si mataron a alguno. La oración en pareja se ha convertido en algo «anormal» en muchos hogares. Debería ser lo más «normal» que marido y mujer rezaran juntos, tuvieran en común a Dios en su vida. Esta falta de oración en pareja tiene su origen en el propio hogar de los cónyuges: los actuales esposos no vieron a sus papás rezando juntos. No tuvieron esa indispensable escuela de oración en familia. Dice San Pablo: «Si el señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» Rm 8, 31. En medio de muchos matrimonios no está el Señor. Es un ausente. Un desconocido. Un marginado. El Génesis describe a Dios que bajaba a platicar con la primera pareja de la humanidad. Mientras ellos perseveraron hablando con Dios, había armonía en su vida. Cuando dejaron de hablar con Dios, comenzaron a platicar con el mal. Y todo se convirtió en un desastre. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la mujer con la que rezas todos los días. Y así es. Mientras el esposo y esposa perseveren «hablando con Dios», él no los dejará desamparados en sus crisis matrimoniales, que nunca faltan. La Biblia resalta el bello caso del Joven Tobías y de Sara: Tb 8, 1-8. Ella tenía muchos problemas para poder realizar un matrimonio feliz. La Biblia exhibe que algo maléfico se interponía siempre. Lo primero que el fervoroso Tobías hizo, la noche de su 37
  • 38. boda, fue invitar a su esposa a ponerse de rodillas. Juntos, en oración, vencieron el mal que podía haberlos separado. De rodillas es como marido y mujer deben recibir y despedir el día. De rodillas es como deben enfrentar las crisis matrimoniales, las alegrías y las penas de toda familia. Jesús prometió que donde dos o tres se reúnen en su nombre, allí estará el. ¡Qué mejor que contar, día a día, con la presencia de la Gracia del Señor! «Familia que reza unida, permanece unida», decía el Papa Pío XII. No tengan miedo de gritar Cuando a alguien se le está quemando su casa, comienza a gritar pidiendo auxilio a Dios y a los vecinos. Si el hogar no marcha bien; si hay amargura, sinsabores, hay muchas personas que pueden ayudar a solucionar esos problemas familiares. Existen sicólogos cristianos, consejeros matrimoniales, sacerdotes, amigos. Lo importante es pedir ayuda. Nada está perdido cuando existe una buena voluntad. El Señor puede enviarle algún ángel -con saco, con blusa o una sotana- para ayudarle a arreglar su situación matrimonial. No tenga miedo de gritarle a Dios. Cuando Pedro se estaba hundiendo en las olas del mar, le gritó a Jesús pidiendo ayuda. Al punto experimentó la férrea mano del Señor que lo arrancaba del embravecido oleaje. En la oración busque sentir esa mano fuerte del Señor que, un día, le regaló el don del matrimonio por medio de un Sacramento. El Señor lo menos que quiere es que ese regalo, que le entregó junto a un altar, se eche a perder. Cuando murió Jesús, los discípulos de Emaús creían que todo estaba perdido. Por eso regresaban desilusionados a su pueblo. Ya no había nada que hacer. Tuvieron la buena idea de permitir a un viajero anónimo que los acompañara en su camino. Ese viajero era Jesús. El comenzó a dialogar con ellos; los hizo reflexionar acerca del plan de Dios en la Biblia. Cuando se dieron cuenta, sentían que les «ardía el corazón», y descubrieron a Jesús Resucitado. Es posible que su matrimonio esté en estado de coma. Que usted crea que ya no se puede hacer nada. Permítale a Jesús que lo acompañe. Déjelo hablar. Háblele. Cuando usted menos lo piense, es posible que sienta que su corazón «vuelva a arder». Es posible que haya una resurrección. Los discípulos de Emaús, en lugar de continuar su camino de derrota, regresaron gozosos a Jerusalén a dar la noticia de su encuentro con Jesús. Usted, que ha visto cómo Jesús resucita hogares muertos, puede ser un testigo fabuloso para otras personas que creen que ya no hay nada que hacer por su hogar desmoronado. En algunas salas se ve un cuadro: un niño colocho que recoge unas virutas; un hombre barbado curvado sobre un banco de carpintería; en un ángulo, hay una mujer con un cántaro. Abajo del cuadro hay un letrero que dice: LA SAGRADA FAMILIA. Tal 38
  • 39. vez, alguno piense que esa familia era un hogar sin problemas. Pero no existe un hogar sin problemas. La familia de Jesús, la Sagrada Familia, tuvo muchísimos problemas. En primer lugar, les costó iniciar. San Mateo expone crudamente la angustia de José, al no encontrar una explicación lógica de los síntomas de embarazo en su novia. Se capta el silencio quemante de María. En seguida vemos a esa familia mendigando un lugar en el pueblo de Belén. Todos les cierran sus puertas. El hijo tiene que nacer en una gruta. Apenas ha pasado la alegría del nacimiento del hijo, ya tienen que huir apresuradamente a un país lejano porque alguien quiere eliminar al Niño. Nada raro decir que María y José tuvieron al hijo «más difícil». Era Dios y hombre. Había mucho de misterioso en varias de sus actitudes. Con frecuencia no comprendía a su hijo. Sufrían mucho por él. Y él también sufría al ver la pena de sus padres. Era el precio de ser Dios y hombre. A pesar de esa historia de pobrezas, penas y persecuciones, la familia de Jesús gozó de armonía, de paz, de bendición. Porque allí estaba Dios. Porque en todo se busca el camino del Señor. Toda familia ha sido llamada a convertirse en «sagrada familia». Se inició junto a un altar con la bendición de Dios. Mientras ese hogar se construya sobre la «roca» de los mandamientos de Dios, podrá haber dificultades, tropiezos, calamidades, pero allí habrá una «sagrada familia» en donde no faltarán la armonía, el gozo, la bendición de Dios. 39
  • 40. 6. La Educación de los Hijos Con harta frecuencia se escucha decir: «¡Qué mal anda la juventud!». Pero los adultos, que se rasgan las vestiduras al comentar de los defectos de los jóvenes, tienen miedo de preguntarse por qué anda mal la juventud. Tienen temor inconsciente de sentirse señalados, culpables. Lo cierto es que muchos jóvenes «andan mal» porque sus hogares están patas arriba. Me tocó presidir una reunión de padres de familia; los papás se expresaban con escándalo de lo que hacían los jóvenes «modernos». Los escuché con paciencia durante bastante tiempo. Al final les expuse que, después de muchos años de trabajar con los jóvenes, yo había llegado a la conclusión de que el problema número uno de los muchachos son sus propios papás, su hogar. Ahí los jóvenes se encuentran con que sus padres viven a diario un repetido enfrentamiento; el amor es algo desconocido: más que esposos, los hijos ven en sus padres a dos compañeros que viven en la misma casa. Los adolescentes y jóvenes con sentido crítico saben captar que en su hogar hay «infidelidad»; a veces es tan notoria que ya no se puede ocultar; hay que aceptarla como una cruz en la que toda familia se encuentra en una tortura perpetua. Con rebeldía y desolación, los hijos sufren las consecuencias del alcoholismo de su padre, que engendra pobreza, insultos, hostilidad. La mayoría de los muchachos no perciben en sus respectivos hogares una vivencia religiosa profunda; tal vez existe una «religiosidad» ocasional, sobre todo en los momentos de emergencias; pero los jóvenes, por lo general, no ven en sus padres una religión auténtica que los lleve a ser mejores, más humanos, más rectos, más justos. Más bien observan una religión que se queda en ritos y ceremonias, pero que no tiene ninguna relación directa con la vida de todos los días. Por eso, nada raro que el problema número uno de los jóvenes sean sus papás. La juventud anda mal porque la educación que se imparte en los hogares es un desastre. Porque la «educación» no consiste en imponer una serie de reglas, sino en mostrarle al hijo, con la propia vida, cómo se debe vivir rectamente. ¿Para quién la bofetada? Don Bosco fue a visitar a una familia. Durante la plática, uno de los hijos profirió una «palabrota». Don Bosco como buen educador, intervino: «Niño, esa palabra no debe decirse». «Mi papá la dice siempre», alegó el niño. El papá se sonrojó: Don Bosco añadió: «Pero tu papá ya no volverá a repetir esa palabra». Para los niños, sus padres son sus ídolos; al niño le encanta reírse como su papá, peinarse como su papá; repite lo que su papá comenta. A la niña le fascina vestirse 40
  • 41. como su mamá; le copia la manera de telefonear, de atender a las visitas. Pero los niños no se quedan siempre niños. Se convierten en adolescentes, en jóvenes; se despierta su sentido crítico; llegan a tener un «ojo clínico» para observar a sus papás. Si descubren que en ellos hay una doble vida, que hay mentira, «infidelidad», se sienten totalmente frustrados: se vienen abajo sus ídolos. Les cuesta volver a creer en sus padres. Un día les hablaron de la cigüeña, de Santa Claus. Ahora les hablan de honradez, de rectitud. ¡Que difícil que un adolescente, un joven vuelva a colocar en un pedestal a sus papás cuando se han sentido defraudados por ellos!. El ejemplo es básico en la educación de los hijos. Decía el pensador Bandura que aprendemos lo que sabemos a través de «modelos». Los padres de familia deben ser los mejores modelos para sus hijos. Cuando se enseña con la vida, los «sermones» salen sobrando. Una madre se quejaba de que todos sus hijos se habían hecho marineros; casi nunca podían permanecer en casa. Alguien llegó a visitar a esa madre: observó que en la sala había un cuadro en que se veía un barco y a un navegante con un catalejo en la mano. El visitante le dijo a la madre: «Allí está el origen marinero de sus hijos». Aquellos niños todos los días habían visto aquel cuadro de un marinero en alta mar. El cuadro que día y noche ven los hijos es el ejemplo de sus papás. Es la lección diaria que ellos aprenden de la vida para bien o para mal. De Jesús dice el Evangelio que «crecía en estatura y en espíritu» Lc 2, 52. Un desarrollo integral: cuerpo y espíritu. Tenía ejemplos vivos en su casa. A José, la Biblia lo llama «justo», que significa, bíblicamente, un hombre a carta cabal. A María el Evangelio la muestra como la que mejor escucha la Palabra y la pone en práctica. El niño, por eso, se desarrolla no sólo físicamente, sino también espiritualmente. Muchos adolescentes y jóvenes se convierten en «gigantes», pero sólo su aspecto exterior; espiritualmente se quedan enanos. La educación en su hogar, el ejemplo de sus padres no los ayuda a desarrollarse integralmente: en el cuerpo y en el espíritu. El pensador griego, Diógenes, se encontró por la calle a un joven que profería una mala palabra; preguntó quien era el padre; lo buscó, le dio una bofetada, y le dijo: «Hay que castigar la mala palabra del hijo en la boca del padre». Cuando se habla tanto de que la juventud «anda mal», habría que preguntarse a quien hay que darle la bofetada. La disciplina indispensable Muchos padres de familia se encuentran totalmente desorientados con respecto a la disciplina que deben emplear en la educación de sus hijos. Existen tantas teorías que en lugar de ayudarlos los confunden. Posiblemente se insiste mucho en «usar guantes de seda». Algún padre de familia alega que tiene temor de «castigar» a su hijo porque puede acarrearse su odio. Lo que sí es cierto que su hijo, un día, le reclamará si lo deja crecer 41
  • 42. como un arbolito torcido y no le pone a tiempo un sostén que le impida torcerse. Lo importante es saber darle al castigo el sentido justo de equilibrio, de amor. Parece contradictorio hablar de castigo con amor. Sin embargo, allí está la esencia del castigo eficaz. En la vida de Martín Lutero impresiona que él recuerda que su madre lo castigaba con saña, con ira. Su comentario acerca de su madre no es nada halagador. San Juan Bosco también, en su autobiografía, menciona la manera cómo su madre imponía disciplina en su casa. Margarita se llamaba la madre de Don Bosco; era una mujer campesina y viuda. Don Bosco recordaba que en una esquina de la estancia colgaba una varita que se bamboleaba con el viento. Esa varita era símbolo de que su madre no estaba dispuesta a transigir con lo que estuviera fuera de lugar. El santo pedagogo rememora con gozo el día en que él quebró una botella de aceite que se regó por el suelo; el niño ingenuo fue a preparar una varita bien pulida para entregársela a su madre cuando volvía del trabajo. Cuenta el santo que su madre comprendió que él había cometido alguna travesura; se informó acerca del asunto y no empleó la varita. Con seguridad, la madre de Don Bosco empleó pocas veces ese método disciplinario. Don Bosco no la recordaba con resentimiento, sino con ternura. Lutero, en cambio, recordaba con cierto rencor la manera con que su madre lo había disciplinado. Todo está en la manera de aplicar el castigo. El gran educador Don Bosco afirma que es castigo todo aquello que se pueda pasar como tal. De allí que el santo empleaba como castigos algunas tácticas muy propias de lo que él llama «sistema preventivo». A un joven mal portado lo veía con cierta frialdad. Eso bastaba para que el muchacho procurara remediar su situación para que Don Bosco no lo viera con indiferencia. Se dio el caso de una jovencita que no llegaba a los quince años; se había pintarrajeado para ir a una fiesta en la noche. Los padres estaban nerviosos; no sabían cómo debían obrar. Hubo un momento en que la jovencita comenzó a gritarles: «Por favor, no me dejen ir a la fiesta». Son los jóvenes mismos los que reconocen que, en determinadas oportunidades, necesitan la «mano dura» de los padres. Hasta podríamos decir que los jóvenes ponen a prueba a sus padres para ver hasta dónde pueden llegar. Si los papás se muestran débiles, el joven mismo se encuentra desconcertado, pues sus propios padres les comunican su inseguridad. Si el entrenador de un equipo no es capaz de someter a los deportistas a la adecuada disciplina, el resultado será fatal en la competencia. Si los padres de familia no son capaces de exigir siempre rectitud, verdad, justicia, la educación del hijo será un caos. Bien dice el libro Eclesiástico: «Mima a tu hijo y te hará temblar» Eclo 30, 7. Jesús adolescente se quedó en el Templo sin pedir permiso a sus papás. María y José lo buscaron con angustia durante tres días. Cuando lo encontraron, María lo comprendió; le dijo: «Hijo, ¿por qué hiciste esto? Tu padre y yo te hemos buscado con 42
  • 43. angustia» Lc 2, 48. Jesús era el Enmanuel, el Cristo; no por eso María renunció a su autoridad de madre; le llamó la atención, lo reprendió. Claro está, no armó un escándalo ante todos. El texto deja adivinar la sabiduría con que María encaró a su hijo en situación tan inexplicable. Los padres que son débiles para exigir disciplina en su casa, un día, tendrán que llorar. Muy bien escribía un pensador: «Es mejor que lloren los niños cuando son niños y no que lloren sus padres cuando sus hijos ya dejaron de ser niños». Obra de paciencia Se ha comparado la educación con el trabajo del agricultor. El campesino prepara el terreno, lanza la semilla al surco; debe estar pendiente del sol, de la lluvia; debe arrancar, pacientemente, las malas hierbas, librar las plantas de las plagas, esperar que vaya creciendo lentamente la plantita, que dé los primeros frutos. También se ha comparado la obra del educador con el arte del escultor. A golpe de cincel, el artista va sacando del informe pedazo de mármol una bella estatua. El gran educador Don Bosco le daba gran importancia a lo que él llamaba la «asistencia» en la educación: el estar siempre al lado del educando. No se trata de una vigilancia detectivesca que anula la personalidad del muchacho, que se siente pesada, que hace que el joven se revele contra la autoridad. Según Don Bosco, la asistencia debe ser como la del ángel que, invisiblemente, se encuentra siempre al lado de su protegido. Los padres deben estar siempre al lado de sus hijos como el ángel, invisiblemente. Los padres deben estar enterados de las compañías de sus hijos, de sus lecturas, de sus espectáculos, de sus juegos. Esto implica mucho sacrificio y los padres tendrán que renunciar a muchas cosas para estar con sus hijos. Este es el «alto precio» que debe pagarse para poder educar a los hijos. Muchos padres de familia rehusan pagar esa cuota de «sacrificio» que se les exige. Un día se arrepentirán de no haberles entregado a sus hijos lo mejor de sus vidas. El adolescente, el joven son muy maduros de por sí; no se puede pretender de ellos que obren con total corrección. Lo importante es «el método» que se emplea para ayudarlos a «madurar» integralmente. Algunos padres hacen gala de «matonismo»; creen que con gritos van a educar a sus hijos. En el «sistema preventivo» de Don Bosco, se le da suma importancia a la razón, al corazón. Don Bosco insistía en ganarse el corazón del muchacho, en llegarle al corazón. Sólo así se podrá convencerlo. Porque la educación no es asunto de «disciplina militar», sino de moldear corazones por el amor y el convencimiento. Aquí otro gran desafío para los padres de familia. Esta clase de educación exige que los padres antepongan la educación de sus hijos a sus negocios, a sus placeres. En estos tiempos, tan conflictivos, ¿están los padres de familia dispuestos a 43
  • 44. jugarse el todo por el todo en favor de la educación de sus hijos? Según lo que observo a mi alrededor, pienso que una gran mayoría de padres no se han decidido a pagar tan alto precio. Un dato muy fácil de comprobar. El niño se acerca a su papá para que le responda sus interminables preguntas; para que le arregle un juguete; el papá está embebido en la televisión, o en la página deportiva del periódico. El niño es, propiamente, rechazado como impertinente. El niño, entonces, se va acostumbrando a no poder platicar con su propio padre. Pasan los años. Aquel niño se convierte en adolescente, en joven. El padre tendría tantas cosas qué decirle. El muchacho también quisiera desahogarse con su papá, con su mamá; pero entre ellos no se ha cultivado el diálogo; la comunicación está cortada desde hace mucho tiempo. Lo que se afirma del papá podría también decirse de la mamá, aunque en menor escala. Los padres están demasiado afanados en muchos quehaceres. Se les olvida que ante todo deben contar con el tiempo necesario para la educación del hijo. Cuando un adolescente, un joven se decide a hablar, a externar sus ansiedades, sus dudas, sus turbaciones, habría que decir que están llevando a cabo una hazaña. Si después de haber hecho esfuerzos inauditos para poder abrir su corazón a su papá o a su mamá, se encuentran con que el papá les dice que será otro día porque no tiene tiempo; si ven a la mamá tan atareada que ya no sabe escuchar, el adolescente, el joven opta por callar. De allí nace el terrible silencio de los jóvenes que no pueden comunicarse con sus propios papás. Observan con tristeza que su papá tiene suficiente tiempo para hablar con sus amigos, con sus clientes; que su mamá se pega al teléfono para platicar largo y tendido con la vecina acerca de los chismes más recientes; pero que no tienen para él, para sus conflictos de su desconcertante adolescencia y juventud. En la película «Los hijos de Sánchez», se plantea el caso del padre latinoamericano que quiere inmensamente a sus hijos, pero pretende educarlos a base de «matonismo», de brusquedad, de gritos. Todo resulta un fracaso. Hacia el final de la película una hija le suplica al papá que por favor les diga que los quiere. La película termina con una imagen congelada del Padre que intenta decirles a sus hijos que los quiere; pero no le salen las palabras. Es una realidad muy nuestra. Los padres pretenden educar a sus hijos a base de gritos, de humillaciones. La auténtica educación sólo se logra de tú a tú, por medio del diálogo y no de reprimendas coléricas que son índice de la falta de equilibrio de los mismos padres. Cuando el joven Jesús se quedó en el Templo, sin previo aviso a sus padres, María buscó a dialogar con su hijo; por eso le formuló una pregunta: «¿Por qué nos hiciste esto?». Lo duro del caso es que Jesús le respondió con otra pregunta: «¿Por qué me buscaban; no sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?». Una pregunta respondida con otra pregunta. Difícil problema para María. El evangelio afirma que 44