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Testimonio de una voluntaria tras el terremoto ocurrido en México 19/09/2017
Ayer estuve seis horas ayudando en la zona cero de Escocia, en la Del Valle. Me
quedé en casa de mis papás y me levanté a las 6:30am, mi mamá me hizo de
desayunar mientras me alistaba y me enfilé hacía Heriberto Frías, donde
convocan a los voluntarios. Nos explicaron que las mujeres pasamos cubetas
vacías al Ejército, quienes las llenan de cascajo y las regresan a las 2 filas de
hombres que están formados detrás de nosotras, replegados en las paredes. Las
varillas, vidrios, muebles, boiler y objetos más peligrosos son movidos por el
ejército. Conocen la inexperiencia de la mayoría de los voluntarios y no nos
arriesgan. Para entrar nos dan equipo -casco, guantes, chaleco y tapabocas-
escriben tu nombre, un número de contacto y tipo de sangre en el brazo con
plumón indeleble y te vacunan contra el tétanos. Entramos a la zona cero en
silencio, con el celular apagado y rápidamente nos ponen a trabajar. (Previo
tuvimos el susto del temblor, nos replegamos y tardamos 45 min más en entrar
mientras Protección Civil verificaba que era seguro nuestro ingreso). Mis ojos no
dan crédito a lo que veo: nunca había visto un edificio caído y es impresionante
como una estructura tan robusta y sólida es ahora una montaña de cascajo y
recuerdos. La línea de vida -como la conocen- comienza y uno deja de pensar
para ponerse a trabajar. Mientras uno está activo continuamente ofrecen agua,
electrolitos, dulces, tamales y huevos duros, donado por la sociedad. Los
voluntarios preferimos no comer, solo agarramos dulces para dejarles la comida al
ejército e ingenieros. También pasan voluntarios médicos para saber si te sientes
bien, colocan gotas en los ojos y sacan a quienes ven más cansados de lo normal.
Pasar cubetas (botes de pintura) parece sencillo, pero después de una hora
sientes ampollas en las manos y calambres en los hombros. Te das cuenta que no
eres la única cansada cuando las cubetas empiezan a caerse de las manos de las
demás. Algunos gritan que hay que tener cuidado, que pueden romperse. Los
hombres nos alientan y nos dicen que hacemos un gran trabajo. Mientras te
concentras en no retrasar la actividad ves pasar pedazos de la vida de alguien
más: zapatos, fotos, sillas, ropa, edredones, cuadros. Objetos que seguramente se
obtuvieron con esfuerzo y dedicación, y ahora son nada. Llamó mi atención una
carretilla (tirada en su mayoría por albañiles, quienes sacan escombros más
grandes) con un juego de copas nuevo, aun envuelto. Conforme las mujeres
dimiten nos recorremos y me acerco a la zona cero. Veo un auto en los escombros
del estacionamiento: es un Sentra rojo y está intacto. Sin embargo, la entrada está
detenida con polines por lo que probablemente no saldrá completo. Nadie toma
selfies ni trae música, tampoco hablan, bromean o flojean. El respeto es tangible,
es una zona de luto. Un día antes sacaron un pug y un gato, por lo que existe la
posibilidad de que haya vida entre los escombros. Nuestra eficiencia puede ser la
diferencia entre la vida y la muerte de alguien más. El Ejército, la Marina y los
ingenieros trabajan incansablemente. Hay una grúa que con precisión milimétrica
mueve las paredes señaladas para continuar con la búsqueda; cuando lo hace el
silencio es absoluto. Tiene una bandera de México en la punta y cuando se mueve
ésta hondea -el corazón se hincha. Los militares se colocan enfrente de nosotras
para protegernos. Una vez que la pared está en el suelo toman sus picos y la
deshacen en minutos. Empieza de nuevo: pasar rápidamente las cubetas para
sacar el escombro lo antes posible, las cubetas regresan con los hombres, las
carretillas van y vienen, el ejército sale con material riesgoso. La garganta pica, los
ojos molestan, el corazón duele, el alma se engrandece al ver el esfuerzo de todos
por ayudar desinteresadamente al otro. Llega el equipo chileno para ayudar y
suben a evaluar los escombros. La actividad continua hora tras hora. Te habitúas
a tus compañeras, sabes que la de la izquierda es rápida pero la de la derecha es
despistada, por la que continuamente le ayudo para no retrasarnos. Debajo del
caso y tapabocas es difícil saber su edad pero son mucho más jóvenes que yo, la
mayoría de los voluntarios lo son. Después de un tiempo pasa un ingeniero y nos
pregunta a que hr entramos: a las 8:30am. Nos dice que debe sacarnos, algunas
aceptan pero mi compañera de la izquierda y yo le comentamos que aguantamos
un par de horas más. Nos comentan que son casi las 3 -no puedo creerlo- y que
nos deben relevar para evitar un incidente. Detienen la línea de vida y anuncian
que saldrá un convoy con 15 mujeres. Dejamos las cubetas y nos enfilamos sobre
Escocia rumbo a Eugenia. Mientras lo hacemos la gente deja lo que tiene en las
manos, se quita los guantes y comienza a aplaudirnos: los voluntarios, los
paramédicos, los ingenieros, los albañiles. Una persona del ejército grita: ¡vivan
las mujeres mexicanas valientes! Y así, entre aplausos y gritos, con la vista en el
suelo y aguantándome las lágrimas salgo de la zona cero. Damos vuelta hacia
Eugenia, entregó el equipo y la gente me ofrece fruta, comida y agua mientras me
felicitan. Les doy las gracias y sigo de largo. Mientras camino me doy cuenta que
voy sola -no sé dónde están las demás, pero me hubiera gustado despedirme de
ellas- me duele todo, tengo mucha hambre, me arde la cara y me siento mareada.
Un voluntario se da cuenta y me detiene, me llevan a un control donde me dan un
plátano y un refresco. Me espero unos minutos y salgo de la zona acordonada
donde los relevos y la policía me aplauden nuevamente. Nunca he recibido tanta
atención así que sólo sonrío -la fama no es lo mío. Respiré agradecida, me peiné
el cabello tieso, sacudí un poco mi pantalón y continué caminando sobre Gabriel
Mancera, pensando en todo lo que acababa de vivir, orgullosa de mi trabajo y
sobre todo, de no haber llorado enfrente de los demás. Eso termino cuando vi a mi
mamá esperándome afuera del primer retén, entre los camiones de volteo listos
para entrar a sacar más escombro.
Somos muy afortunados de tenerlo todo y lo menos que podemos hacer es ayudar
a quienes están pasando tiempos difíciles. Esta foto me la tomó Maria Eugenia
Romero infraganti al llegar a su casa, para que nunca olvidé lo que aprendí y sentí
en ese día... no lo haré.
Fuente:
Documento recuperado de Facebook
https://www.facebook.com/pages/Ciudad-de-M%C3%A9xico/114897945188014
publicado con fecha 24 de septiembre a las 11:36.

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  • 1. Testimonio de una voluntaria tras el terremoto ocurrido en México 19/09/2017 Ayer estuve seis horas ayudando en la zona cero de Escocia, en la Del Valle. Me quedé en casa de mis papás y me levanté a las 6:30am, mi mamá me hizo de desayunar mientras me alistaba y me enfilé hacía Heriberto Frías, donde convocan a los voluntarios. Nos explicaron que las mujeres pasamos cubetas vacías al Ejército, quienes las llenan de cascajo y las regresan a las 2 filas de hombres que están formados detrás de nosotras, replegados en las paredes. Las varillas, vidrios, muebles, boiler y objetos más peligrosos son movidos por el ejército. Conocen la inexperiencia de la mayoría de los voluntarios y no nos arriesgan. Para entrar nos dan equipo -casco, guantes, chaleco y tapabocas- escriben tu nombre, un número de contacto y tipo de sangre en el brazo con plumón indeleble y te vacunan contra el tétanos. Entramos a la zona cero en silencio, con el celular apagado y rápidamente nos ponen a trabajar. (Previo tuvimos el susto del temblor, nos replegamos y tardamos 45 min más en entrar mientras Protección Civil verificaba que era seguro nuestro ingreso). Mis ojos no dan crédito a lo que veo: nunca había visto un edificio caído y es impresionante como una estructura tan robusta y sólida es ahora una montaña de cascajo y recuerdos. La línea de vida -como la conocen- comienza y uno deja de pensar para ponerse a trabajar. Mientras uno está activo continuamente ofrecen agua, electrolitos, dulces, tamales y huevos duros, donado por la sociedad. Los voluntarios preferimos no comer, solo agarramos dulces para dejarles la comida al ejército e ingenieros. También pasan voluntarios médicos para saber si te sientes bien, colocan gotas en los ojos y sacan a quienes ven más cansados de lo normal. Pasar cubetas (botes de pintura) parece sencillo, pero después de una hora sientes ampollas en las manos y calambres en los hombros. Te das cuenta que no eres la única cansada cuando las cubetas empiezan a caerse de las manos de las demás. Algunos gritan que hay que tener cuidado, que pueden romperse. Los hombres nos alientan y nos dicen que hacemos un gran trabajo. Mientras te concentras en no retrasar la actividad ves pasar pedazos de la vida de alguien más: zapatos, fotos, sillas, ropa, edredones, cuadros. Objetos que seguramente se
  • 2. obtuvieron con esfuerzo y dedicación, y ahora son nada. Llamó mi atención una carretilla (tirada en su mayoría por albañiles, quienes sacan escombros más grandes) con un juego de copas nuevo, aun envuelto. Conforme las mujeres dimiten nos recorremos y me acerco a la zona cero. Veo un auto en los escombros del estacionamiento: es un Sentra rojo y está intacto. Sin embargo, la entrada está detenida con polines por lo que probablemente no saldrá completo. Nadie toma selfies ni trae música, tampoco hablan, bromean o flojean. El respeto es tangible, es una zona de luto. Un día antes sacaron un pug y un gato, por lo que existe la posibilidad de que haya vida entre los escombros. Nuestra eficiencia puede ser la diferencia entre la vida y la muerte de alguien más. El Ejército, la Marina y los ingenieros trabajan incansablemente. Hay una grúa que con precisión milimétrica mueve las paredes señaladas para continuar con la búsqueda; cuando lo hace el silencio es absoluto. Tiene una bandera de México en la punta y cuando se mueve ésta hondea -el corazón se hincha. Los militares se colocan enfrente de nosotras para protegernos. Una vez que la pared está en el suelo toman sus picos y la deshacen en minutos. Empieza de nuevo: pasar rápidamente las cubetas para sacar el escombro lo antes posible, las cubetas regresan con los hombres, las carretillas van y vienen, el ejército sale con material riesgoso. La garganta pica, los ojos molestan, el corazón duele, el alma se engrandece al ver el esfuerzo de todos por ayudar desinteresadamente al otro. Llega el equipo chileno para ayudar y suben a evaluar los escombros. La actividad continua hora tras hora. Te habitúas a tus compañeras, sabes que la de la izquierda es rápida pero la de la derecha es despistada, por la que continuamente le ayudo para no retrasarnos. Debajo del caso y tapabocas es difícil saber su edad pero son mucho más jóvenes que yo, la mayoría de los voluntarios lo son. Después de un tiempo pasa un ingeniero y nos pregunta a que hr entramos: a las 8:30am. Nos dice que debe sacarnos, algunas aceptan pero mi compañera de la izquierda y yo le comentamos que aguantamos un par de horas más. Nos comentan que son casi las 3 -no puedo creerlo- y que nos deben relevar para evitar un incidente. Detienen la línea de vida y anuncian que saldrá un convoy con 15 mujeres. Dejamos las cubetas y nos enfilamos sobre Escocia rumbo a Eugenia. Mientras lo hacemos la gente deja lo que tiene en las
  • 3. manos, se quita los guantes y comienza a aplaudirnos: los voluntarios, los paramédicos, los ingenieros, los albañiles. Una persona del ejército grita: ¡vivan las mujeres mexicanas valientes! Y así, entre aplausos y gritos, con la vista en el suelo y aguantándome las lágrimas salgo de la zona cero. Damos vuelta hacia Eugenia, entregó el equipo y la gente me ofrece fruta, comida y agua mientras me felicitan. Les doy las gracias y sigo de largo. Mientras camino me doy cuenta que voy sola -no sé dónde están las demás, pero me hubiera gustado despedirme de ellas- me duele todo, tengo mucha hambre, me arde la cara y me siento mareada. Un voluntario se da cuenta y me detiene, me llevan a un control donde me dan un plátano y un refresco. Me espero unos minutos y salgo de la zona acordonada donde los relevos y la policía me aplauden nuevamente. Nunca he recibido tanta atención así que sólo sonrío -la fama no es lo mío. Respiré agradecida, me peiné el cabello tieso, sacudí un poco mi pantalón y continué caminando sobre Gabriel Mancera, pensando en todo lo que acababa de vivir, orgullosa de mi trabajo y sobre todo, de no haber llorado enfrente de los demás. Eso termino cuando vi a mi mamá esperándome afuera del primer retén, entre los camiones de volteo listos para entrar a sacar más escombro. Somos muy afortunados de tenerlo todo y lo menos que podemos hacer es ayudar a quienes están pasando tiempos difíciles. Esta foto me la tomó Maria Eugenia Romero infraganti al llegar a su casa, para que nunca olvidé lo que aprendí y sentí en ese día... no lo haré. Fuente: Documento recuperado de Facebook https://www.facebook.com/pages/Ciudad-de-M%C3%A9xico/114897945188014 publicado con fecha 24 de septiembre a las 11:36.