2. En 1942 Juan Ramón Jiménez
proyectó reunir en un volumen los
retratos de personajes relacionados
con los tres mundos: España
Hispanoamérica y la Muerte.
Aquí presento las caricaturas,
como él mismo las llama, de
escritores de la generación del 98 y
el Modernismo.
4. 5º, 7º, 13º, 17º Rubén Darío mío. ¡Tanto Rubén
Darío en mí; tan vivo siempre, tan igual y tan distinto;
siempre tan nuevo! Ninguna de mis siluetas sucesivas
(Mi Rubén Darío, Contra y por Rubén Darío, Rubén
Darío español, etc.) es la siguiente. Y la silueta posible
de su muerte me dolía, al querer escribirla, como
cuando, yendo yo de España a New York, 1.916, febrero
crudísimo, me dolió el radio con la noticia lamentable,
frente a Terranova ciego de ciclón blanco en la tarde; en
un vano de la ruta que él, un poco vivo aún en sí, había
ocupado antes. (Todavía pude tocar en New York ¡con
qué emoción! su mano penúltima, aquí y allá, en una
mesa de la Hispanic Society, sobre todo, donde él dejó
su fotografía final con firma aún segura y redonda.)
5. Hoy, más cerca de su León y su cuerpo deshecho,
el capricho de la onda incesante de las figuraciones
trae a mi imajinación un Rubén Darío marino, salido
quizás de la fotografía que me dio en Madrid, hace
años, el bueno y fiel Alfonso Reyes, amigo siempre
mejor de Rubén Darío, y contra estos inmensos
horizontes lluviosos de la Florida llana y costera, que
corre, sudeste abajo, hasta Nicaragua. Un Rubén Darío
en uniforme blanco veraniego de ¿capitán de navío?
...adonde una tarde caliente y dorada...
¡Cuánto he pensado que Rubén Darío era, no un lobo
de mar, un raro monstruo humano marino, bárbaro y
esquisito a la vez Siempre fue para mí mucho más ente
de mar que de tierra.
6. Al paisaje polvoriento poco lo sorprendí entregado;
creo que no sentía bastante lo pedrero; la arena ya le
encontraba la planta. En España, lo sentí vivir más por
Málaga, por Mallorca. Desde ellas me envió ramos de
versos. Madrid lo cerraba y lo enroscaba hipnotizado
como una serpiente marina. El posible mar madrileño le
abría las narices; sintiéndolo o presintiéndolo olía y
gustaba por todos sus poros y todos los puntos de la
rosa de los vientos el efluvio de Venus. Lo vi mucho
tomando, con su whisky, mariscos. El mismo tenía algo
de gran marisco náufrago. Y, sin duda, su instrumento
sonoro favorito era el caracol. Su poesía ¿no es una
cantata caracol y lira?
...y oigo un rumor de olas y un incógnito acento...
7. Mucho mar hay en Rubén Darío, mar pagano. No mar
metafísico, ni mar, en él, psicolójico. Mar elemental, mar
de permanentes horizontes históricos, mar de ilustres
islas. Su misma técnica era marina. Modelaba el verso
con plástica de ola: hombro, pecho, cadera de ola;
muslo, vientre de ola; le daba empuje, plenitud
pleamarinos, altos, llenos de hervoroso espumeo lento
de carne contra agua. Sus iris, sus arpas, sus estrellas
eran marinos. Todos sus mares, Atlánticos, Pacíficos,
Mediterráneos, eran uno: mar de Citeres:
...y los faros celestes prendían sus farolas...
Rubén Darío andaba siempre mareado de la ola, de
la Venus, de la sal, del tónico. No sabía nunca qué
hacer, así, con su levita, sus guantes, su sombrero de
copa, y menos con su disfraz diplomático.
8. No eran éstos sus trajes ni como favorito
plenipotenciario de su reina oriental, ni como almirante
de su dios Neptuno. El tenía colgado en la percha de su
pensión su desnudo mayor. Por eso lo encontraron a
veces caído en la acera; se enredaba en el uniforme. Su
mole redonda y grasa de pie pequeño, como de tiburón
en pie, digo, en cola, no podía con el chaleco. . A veces
me lo figuro como un sultán delfín fáunico de los corales,
entre las sirenas de su harén acuático. No, no, señores;
su vaivén rítmico de siempre no era tanto de mareos de
Noé como de alzada, batida de océano. Cuando sacaba
su reló anacrónico, yo comprendía, por los golpecitos
que le daba y por su mirar perdido a los cuatro vientos,
bocacalles de lo salado imposible, que lo que lo
orientaba era una brújula:
...cual si fuera el rudo son...
9. Su patria verdadera fue la isla, de los Argonautas, de
Citeres, de Colón. Su palabra favorita, «archipiélago».
Cuando se la decía hacia dentro, parecía que se la
estaba engullendo como una docena de ostras, con
gula de jigante marino enamorado. Las tierras
continentales no tenían otra razón de vida para él que
ser paraíso accidental de las especies divinas y
humanas descendientes de Venus. Siempre Venus,
vijilándolo, desde la juventud, mujer isla del espacio
verde:
...Venus, desde el abismo, que miraba con triste
mirar.
En su segura transfiguración, Rubén Darío habrá sido
destinado por sus divinidades paganas (entre las que
asomó Cristo como un curioso de su alma, tierna visita
que él agradeció tanto) a una isla esmeralda.
10. Isla verde trasparente, ovalada en el poniente del mar
cerúleo, gran joya primera y última, perene apoteosis
tranquila de la esperanza cuajada. Que él vio la
eternidad también como isla sinfónica final del poniente
cotidiano, y lo inmortal lo esperó como espera al
nostáljico navegante. Lo he soñado mucho, capitán de
piratas del tesoro marino total, diosas, nubes, corales,
constelaciones, sirenas, soles, perlas, vientos.
Atesorador de su designio, libre ya de aquel «destierro»
de periodista del mar, que era su melancolía botines de
gloria, sin otra utilidad que su belleza parnasiana, serán
lujo de su casa flotante entre dos espacios, aire y agua.
¡El azul, el doble azul! Rubén Darío, ministro tú, mejor
que otro, de los capitanes del viento,
que ensangrientan la seda azul del firmamento
con el rojo pendón de los reyes del mar.
12. ¿Se ha salido Don Miguel de la cordillera? Y se nos
echa encima derecho, corto, tajante, por lo más difícil,
con la trayectoria de un águila aire abajo o de un delfín
en el oloso mar; con la seguridad de un dinámico
sonámbulo por este sueño de la vida; dormido, digo,
despierto de su falsa vida verdadera...
...Pero ¿qué es esto? ¡Atrás nosotros y atrás él! No,
no estábamos aquí. Es que Unamuno espejea que viene
por la ardiente meseta amarilla, a cuerpo, rojo, plata y
negro, esbelto como un pino, sonriente sin reír, las
manos en los bolsillos de la chaqueta, luchando (con el
levantado pecho ancho, con el ojo agudo, de gafa
natural, con el oído firme) contra el ciclón, el relámpago
y el trueno del mediodía, como David con los Filisteos,
como Sansón con el Cachorro... ¡Ya no hay León...!
¡Abajo Goliat!...
13. Cuidado, no te despiertes tú, que se nos va la
imajen... ¡No empujéis más!... Así no llegaremos nunca
a él ni a nosotros. ¡Esperad vuestro turno!... Y Don
Miguel, igual que un San Cristóbal luterano, pasa al
Niño Dios, catalancito de plomo, el desierto, que ahora
es el mar, con arena, digo, con el Mediterráneo estético
a la abrupta orilla... ...¡Otra vez todos atrás!, dice,
cegándonos con fuego, quemador como el mayor frío
de yelo, el ciclón de oro que todo lo despeja. Y
Unamuno, desnudo, figura clásico cristiana
policromada, con cabos precisos, juega a la pelota en
la Puerta del Sol madrileña, con los libros verdes de Fe
y San Martín... Un viscoso suicida está cerca con una
balanza, y un dramaturgo saltamontes tirita, desnudillo
también, al sol del verano ante un jurado de sonrientes
escultores...
14. ...Silencio, calma terrenal y celestial. ¿A ver? ¡Qué
sudor fresco! La siesta pasa y cae la tarde suave,
despejadamente colorida. ¡Qué ocurrencia! ¡Si no hay
figura en el paisaje de la ventana! Sólo cielo liso y tierra
lisa. Debe ser que Don Miguel de Unamuno, esta siesta
de agosto, echado vestido en su cama, estaba
soñando, en Salamanca, con venir a Madrid este
invierno. Y en sus secos, duros sueños, que se
correspondían con ecos de pedrea en las paredes de
los nuestros, ensayaba, contra el fino aire del sudeste y
las aristas de cristales ilusorios, un ondeo absoluto, un
peloteo bajo y recto, un estrecho boxeo definitivo.
16. Sólo veo que viene dando la vuelta al torreón por la
antigua, roja vereda yerbosa, difícilmente, como si no
quisiera pisarse las florecillas del cielo silvestre que se le
deben venir cayendo de la fantasía. Ya junto a mí, en un
destartalado tropezón contra un pedrusco, siento que se
ajiganta, subiendo negro, de pronto, como una sombra
que se sale por arriba de un telón encendido, como un
árbol corpulento cuando llega uno a ese punto, que no
se vuelve a encontrar por el aire, en que se ve, un
momento, de su único tamaño.
Lo mismo que el ordenado músico patético, se pasea
Antonio Machado, «orillas de la mar», por los trasmuros
de sus ciudades terrosas (Soria, Madrid, Baeza,
Segovia), pesado, lento de un lado y altivo del seguido,
17. con un libro deshecho en la mano, ausente siempre de
su tránsito monótono. (Vi en su casa al poniente, de la
calle de Fuencarral, un cuadro de su hermano José,
donde Antonio juvenil, jugando a las cartas con su
abuela, se pierde, el naipe en la suspensa mano, la
mirada partida en los jazmines trianeros del balcón de su
madre ingrávida, en una descentrada sonrisa
trasparente.) Esta sonrisa es, entre las almenas de sus
dientes, como el eterno jaramago pasado de luz en lo
alto de un murallón a nuestro mar del sudoeste (El
Puerto, Rota, Sanlúcar), comido y ruinoso. Con cualquier
cosa le basta a su sonrisa y con todo está el sonriente
bien hallado. No se ve su propio corpachón; y debe ser,
enteramente, para sí mismo, en su cabeza, cuando
tanto lo es pata los otros, pasado fijo su presencia
borrosa y vívida actualidad su hermosa
18. ausencia. Está jirando, como el buey solitario en la noria
del fin del naranjal de mi Fuentepiña, alrededor de ese
punto en que nada se olvida del agua que no acaba de
caer del canjilón de las horas muertas, ni de la que aún
no se ha estrellado (honda, oscura sombra estrecha
abajo) en la elástica base espejeante, del todo.
Siempre, cuando se va Antonio Machado, me lo
represento alzada la carta del azar, pensando distraído
(perpetuo marinero en tierra eterna) en el hermano
viajero del ultramar hispano, héroe confuso y constante
de su Del camino, ese librito secreto de los callejones
trasmuros del triste, sofocado horizonte.
20. No ha querido entrar. Se ha quedado orinando en un
árbol, dice Ortega. Entonces en vez de verlo a él
ausente en lo cercano mientras entramos despacio, las
manos en los bolsillos, por el jardín, vemos en el árbol
una de las figuras estraordinarias que él saca del desván
de su pensamiento sentimental, a cada paso. Pío Baroja
no es él en él, ni en sus años. Sería difícil dar su edad
personal y literaria y no preocupa la que tiene. Como un
niño que se encarama dentro de él, él se asoma a la
vida como los niños a las pájinas de un semanario
pintoresco.
21. Como un niño también, niega, con hociquito de ratón
constante en su roer, lo que ignora. Cuando dice lo que
dice, no hay que hacerle caso, sino reírse con él por la
fantasía que pone en su mentira. Porque lo ignora todo
es que no es su mundo. Por lo demás, él no tiene afán
de calor hondo ni de volar alto. Va, va, va, como en un
hormiguero. Y su obra toda, viaja ante nosotros con un
interminable vuelo bajo, con su sombra al lado como un
tren de mercancía
23. Como acaba de llorar, hay que contentarle más que a
los otros. Y se va uno con él a decirle cosas. Es inútil.
(Apenas) No contesta. No puede estallar. Pero en sus
ojos de una leve y grata bizquez verdeazul, aletean
suaves y cariñosas respuestas encontradas.
También escribe con los ojos. Y como las manos, que
el reuma inutiliza, seguro de no molestarle mucho, no le
sirven, este invierno me pide un taquígrafo que le sepa
cojer el aleteo. Así:
Querido Juan Ramón:
¿Quiere usted mandarme mañana jueves a ese joven taquígrafo?
Por la mañana a las once o por la tarde a las cuatro.
¿Qué retribución se le suele dar?
Suyo siempre.
Azorín
24. Hoy 28.
Así, su literatura resulta una taquigrafía sentimental
pasada directamente por sus ojos al signo más que a la
palabra escrita. Parece producto de un sondeo difícil,
leve fluir de un antro que está lleno y reventando... Pero
se siente que allí dentro hay una cosa sin fondo que
siempre dará luz.
Con él hay que dialogar como con una novia cuando
todo se ha dicho; con sonrisas y efusiones... Al irse, ya
en el puente verde, quisiera uno decirle más. Y él se
para un momento, triste, como haciendo pucheros,
penetrando a uno de la más fina gracia del instante. Y
entonces le da a uno pena de que se vaya así, tan sin
decir nada, y se queda uno rezagado entre las flores, en
el banco solo mirando mejor lo solo bello: el chopo de
oro, la sierra malva y rosa, el agua clara, entre
recuerdos puros...