No hay cultura sin cerebro humano y no hay espíritu, es decir capacidad de conciencia y pensamiento, sin cultura. ... Hay entonces una triada un bucle entre cerebro mente cultura, donde cada uno de los términos necesita a los otros”.
Prueba de evaluación Geografía e Historia Comunidad de Madrid 2º de la ESO
PROMOCIONAR LA CULTURA
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PROMOCIÓN DE LA CULTURA
Para el filósofo español Ortega y Gasset, la enseñanza superior no
se limita al profesionalismo o a la investigación, sino también a la
cultura, sin la cual el ser humano no podría andar con acierto en la
selva de la vida. Este gran pensador creía que la universidad ante
todo es cultura; pues según él, es lo que da identidad a los
seres humanos. Morin (2005), por su parte afirma: “El hombre solo
se completa como ser plenamente humano por y en la cultura. No
hay cultura sin cerebro humano y no hay espíritu, es decir
capacidad de conciencia y pensamiento, sin cultura. ... Hay
entonces una triada un bucle entre cerebro mente cultura,
donde cada uno de los términos necesita a los otros”.
La cultura, como cualidad fundamental de ser, la describe Ernesto
Sábato (1989) en su totalidad "como una aventura del hombre, como
la fascinante aventura de su pensamiento, su imaginación y su
voluntad; desde la invención de la rueda y del plano inclinado hasta
la filosofía, desde el invento del fuego hasta la creación del
lenguaje, desde las danzas primitivas hasta la música de nuestro
tiempo". Para él, “la cultura no tiene "nada de enciclopedismo
muerto, nada de catálogos de nombres y fechas de batallas y
nombres de montañas, es la viviente y conmovedora hazaña del
hombre en su lucha contra las potencias de la naturaleza y las
frustraciones físicas y espirituales. No es información sino
formación".
A nuestro juicio, esta función universitaria es la que más
detrimento ha sufrido en los últimos tiempos. En décadas
pasadas se identificaba a la universidad como un centro donde
se hacía y se vivía la cultura. Hoy, por las exigencias de la
sociedad productiva y tecnológica, le han empujado a cumplir las
funciones netamente utilitarias y rentables, es decir el triste
papel de simple entrenadora de competencias técnicas que
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permita al futuro egresado ser una pieza efectiva de la
industria.
De ahí que se constate la titulación de miles de profesionales con
paupérrima comprensión del mundo, incapaces para discernir las
formas de manipulación a las que han sido sometidos, ignorantes de
las grandes corrientes del pensamiento, incompetentes para
establecer un discusión seria sobre los palpitantes dilemas del
planeta y de la humanidad, ignorantes de los fines trascendentes
del hombre, desconocedores de las manifestaciones literarias o
artísticas, reacios a la lectura y al estudio, ineptos para dilucidar
los conflictos morales y éticos, poco diestros para el diálogo
argumental … Como expresaba Postman (1975): “Hábiles para
manejar máquinas, pero incapaces de preguntarse por qué lo
hacen”.
No podemos decir que en las décadas pasadas en la academia la
cultura haya tenido presencia constante, pero por lo menos las
aulas, los auditorios, las salas múltiples, eventualmente estaban
llenos de profesores y estudiantes donde se discutían acuciantes
cuestiones nacionales y mundiales: los derechos humanos, la deuda
externa, la injusticia social, las dictaduras militares, la
dependencia, el imperialismo, las revoluciones tercermundistas, el
papel de la mujeres, el poder de las transnacionales, la influencia
de los medios de comunicación y muchos otros temas. Igualmente,
se programaban cine foros para dialogar sobre las obras del
séptimo arte o del teatro. Hoy estamos demasiado ocupados para
estos eventos, y muchos los consideran nada productivos. Para los
utilitaristas contemporáneos, son solo oportunidades para
discusiones bizantinas o elucubraciones filosóficas que no aportan
al crecimiento económico individual o colectivo.
El descenso de la cultura solo se puede explicar cuando las
universidades y sus docentes han desestimado u olvidado la
formación cultural de los nuevos profesionales. Si, como se ve,
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lo importante es graduar “profesionales cualificados” destinados
al servicio exclusivo de la sociedad productiva, que no nos
extrañe el bajo nivel cultural de nuestra sociedad. Un dato
ilustrativo son los resultados de una reciente encuesta
realizadas por la FLACSO en la cual un elevado porcentaje de
encuestados relaciona la cultura con los cantantes populares de
nuestro medio. Y otro estudio descubrió que en el Ecuador el
promedio anual de obras leídos era de “medio libro”. Asimismo,
no es nada difícil demostrar que un significativo porcentaje de
titulados universitarios son verdaderos analfabetos funcionales.
Ya en los claustros universitarios, qué difícil es encontrar colegas,
y mucho menos estudiantes, con los cuales se pueda compartir y
discutir las grandes ideas de autores como Vattimo, Bobbio,
Derrida, Lyotard, Lipovetsky, Bauman, Habermas, Freire,
Maturana, Chomsky, Hedges, Sen, Petras, Stiglitz, Klein, Ramonet,
Sartori, Acosta, Gudynas, Báez, Cueva, Echeverría, Adoum, Bunge,
Kuhn, Onfray, Foucault, Morin, Marina, Fromm, Savater, Camps,
Cortina, Arendt, Punset, Eco, Zea, Galeano, Ingenieros, Saramago,
Sábato, Benedetti, Fuentes, Dussel, Hourtart, Hessel,
Openheimer, Castells, Hawking, Díaz Barriga, Gentili, Puiggrós,
Laval, Giroux, Apple, Torres, para citar unos pocos.
Al respecto, vale la pregunta, ¿tuvo usted oportunidad de enterarse
de vivencias culturales, lecturas, aportes artísticos de sus
profesores en la universidad, ya sea en clase o fuera de ellas? En
las clases de sus profesores ¿se hacía espacio para eventuales
manifestaciones culturales? ¿En la institución y en el aula ¿se
realizaron experiencias interculturales? ¿Participó usted en foros
culturales donde se discutían temas de actualidad? ¿Cuál era la
actitud común de los estudiantes frente a los programas culturales
realizados por la institución? ¿Cree que puede continuarse con una
universidad ajena a la cultura?
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La verdad es que desde los años 90 hay una fuerte corriente
pedagógica orientada a que los educadores y educadoras asuman el
papel de intelectuales críticos que puedan aportar con sus ideas a
la transformación social, a la comprensión de los problemas
mundiales y, en general, al avance cultural de su comunidad, ciudad
y país.
En forma simple, se puede decir que un intelectual es alguien que
lee mucho, está interesado por las ideas, cultiva la vida del
pensamiento, que ha alcanzado cierta categoría como creador,
analista o investigador, y luego emplea los medios de comunicación
u otros cauces de expresión para intervenir sobre temas que
interesan a los ciudadanos, hasta el punto de convertirse en una
autoridad reconocida -o, al menos, una voz importante en ese campo
(Collin, 2006). Note usted que todos esos atributos deberían ser
casi exclusivos de los académicos y académicas, sin negarlos a otros
estratos sociales.
Pero quizás la característica más emblemática del intelectual sea
su posicionamiento crítico frente al sistema, ante el poder
establecido, como afirma el filósofo italiano EnzoTraverso (2014),
lo que define a un intelectual es quien "cuestiona el poder, objeta
el discurso dominante, provoca la discordia e introduce un punto de
vista crítico, no solo en su obra sino también y sobre todo en el
espacio público".
Está claro que en este grupo no pueden constar aquellos
intelectuales de salón, culteranos, que viven en la fatuidad de
reuniones elitistas, sino el intelectual que desciende a la sociedad
para comprender a su pueblo, para dialogar con sus miembros, y
juntos buscar mejores días para el país. Así lo sugiere el mismo
Traverso al subrayar la gradual transformación del clásico
intelectual en “experto de gobierno, inevitablemente desconectado
de los movimientos sociales actuales. Para inventar nuevas utopías,
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los intelectuales deberían salir de su ámbito especializado y volver
a tomar una postura universalista”.
Otros pueden pensar que la cultura es un lujo propio de las élites
o de los intelectualmente dotados y muy poco para quienes no
han tenido oportunidad de instruirse. Lo cierto es que la cultura
es una manifestación netamente humana a la que tienen derecho
todos los sectores de la población.
En consecuencia, al docente universitario de estos tiempos le
corresponde devolver uno de los valores más representativos de la
universidad: generar y promover la cultura de los pueblos y de los
ciudadanos. Y esta tarea solo puede ser cumplida por quienes han
acogido como norte de su vida la cultura, que es ir más allá de la
estrecha especialidad. Martínez (1999) demuestra la importancia
de la formación cultural de los universitarios cuando sostiene:
“Será necesario hacer coincidir una amplia cultura con una
especialización adecuada, de forma que sea capaz de entender el
contexto de significados en los que los conocimientos actúan, su
razón de ser y sus relaciones, más allá de las meramente
‘científicas’. La cultura es quien da significado a las acciones y por
tanto a las conductas y a los resultados de éstas. Solo en la medida
que se disponga de una cultura amplia se estará en condiciones de
poder entender los productos de la ciencia y sus consecuencias”.
La formación cultural es ahora más obligatoria cuando asistimos a
una arremetida de la globalización neoliberal por homogenizar al
mundo, por imponer la ideología del “pensamiento único” (Ramonet,
1998). Según ella, todos los miembros del planeta deben idolatrar
al dios dinero, consumir coca cola y mcdonald, masticar chicle, usar
jeans, moverse al ritmo del rock, hablar el mismo idioma, imitar a
los gladiadores modernos, a los futbolistas, a las estrellas de cine
y, por supuesto, vivir la democracia al estilo americano.
El pensador suizo Romain (2000) afirma que los jóvenes de hoy no
valoran los conocimientos culturales y no están dispuestos a
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sacrificarse para transformarse en personas cultas. Lo que “se
estila” es vivir en el instante, una actitud característica de los niños
y los incultos. El que vive en el instante busca lo fácil, lo rápido, lo
superficial, lo que no supone esfuerzos, busca atajos.
No obstante, si por algo debemos valer como pueblos debe ser por
nuestras expresiones culturales, valores, diversidad étnica e
idiomática ... y ningún poder por omnipotente que sea puede
pretender desaparecernos del mapa cultural del mundo. ¿A título
de qué debemos formar parte de la cultura capitalista y adoptar el
“american way of life” como si ella podría sacar al mundo de la crisis
que sobrelleva? Paulo Freire dijo que no hay peor cosa que haber
perdido nuestra identidad para asumir la del colonizador.
Convertirse en imitadores de la vida de la metrópoli o ser
híbridos de culturas exóticas es la peor de las desgracias que
pueden ocurrirles a las naciones emergentes. La presencia de los
pueblos en el planeta se justifica por su diversidad cultural que
aportan a la humanización del mundo.
En relación a la diversidad cultural, es conocido que el Ecuador ha
denominado a su sistema educativo como “Educación Intercultural”,
para ser coherente con el rasgo emblemático de nuestra
nacionalidad: la diversidad étnica y cultural de los pueblos que
conforman el país. Igual orientación expresa la Ley Orgánica de la
Educación Superior que en su Artículo 9 reza: Art. 9.- “La educación
superior es condición indispensable para la construcción del
derecho del buen vivir, en el marco de la interculturalidad, del
respeto a la diversidad y la convivencia armónica con la naturaleza”.
Esta fundamentación legal, de hecho, consustancial a los fines de la
academia, impone a la institución universitaria y a sus miembros a
observar los preceptos de la interculturalidad. “Los fines de una
educación intercultural son: reconocer y aceptar el pluralismo
cultural como una realidad social, contribuir a la instauración de
una sociedad de igualdad de derechos y de equidad y contribuir
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al establecimiento de relaciones interétnicas armoniosas”
(Muñoz, 2002).
Sin embargo, hay mucho que hacer en este campo pues los
enunciados legales, pedagógicos y culturales, en gran medida, son
simples lirismos que escasa vigencia tienen a lo interno de los
centros universitarios y en la proyección social que se analizó en un
tema anterior. El bajo cumplimiento de la intercultural ha sido, en
esencia, secuela de nuestros atavismos racistas heredados desde
la colonia y de la invasión del modelo anglosajón del Norte. Estas
ideologías han tenido profunda incidencia en la formación
profesional, la cual se la considera un medio para “superar” nuestros
orígenes indio, negro y mestizo. Creer que estos prejuicios
ancestrales pueden eliminarse con la simple declaración de una ley
o de manera lírica en los Modelos Educativos universitarios, es
bastante ilusorio.
Esta reflexión no pretende afirmar la imposibilidad de la
interculturalidad, sino demostrar la denodada tarea que deben
emprender las instituciones para eliminar la aberración
etnocéntrica que domina el mundo. A través de infinidad de
mensajes e imágenes se ha impuesto la idea que existen culturas
superiores, interesantes y con el privilegio de imponer su visión a
todos los pueblos.
Frente a este pesado lastre, usted estará con nosotros que un
hombre o mujer universitario/a que obtiene un título superior no
puede vivir atado a los prejuicios racistas, etnocéntricos y
xenofóbicos, porque su formación científica le ha permitido
reconocer la invalidez de la superioridad racial o cultural de ningún
pueblo por adelantado que se le considere. La ciencia ha
demostrado, con sobra de pruebas que existe una sola raza: la
humana.
En segundo lugar, su estatus educativo debe haberle demostrado la
imposibilidad de construir una sociedad sin el concurso igualitario y
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democrático de todos quienes pueblan una nación. El Buen Vivir que
se ha tomado como fin de nuestro país, solo podrá lograrse con
genuinos comportamientos de diálogo, respeto, apoyo mutuo y
trabajo mancomunado. No hay duda que los titulados son los más
indicados para hacer realidad estos ideales.
Asimismo, la formación ética y axiológica brindada por la academia
debe haber conseguido que sus egresados no denigren sus orígenes
étnicos y culturales, so pena de actuar como abyectos imitadores
de identidades ajenas. Pero tampoco puede menoscabar la cultura
de otros pueblos y nacionalidades porque infringe el postulado de la
dignidad humana.
De otro lado, tanto se ha hablado sobre la necesidad de que la
academia contribuya al rescate de los valores culturales humanistas
y de nuestra nacionalidad, sin embargo, como hemos reiterado por
sobre cualquier afán, la avanzada neoliberal ha provocado que
nuestros jóvenes se muestren afecto por lo foráneo, es la clásica
“Nordomanía “denunciada por el filósofo mexicano Leopoldo Zea.
Ciertamente no habría nada de malo que nuestros estudiantes
acojan expresiones culturales de alto humanismo de otras latitudes,
pero la invasión de los antivalores posmodernos del siglo XXI raya
en lo vergonzoso. La muestra más fehaciente de este hecho es la
mayoría de los espectáculos televisivos, del cine y de las redes que
difunde la “cultura” hegemónica, la cual ha contribuido a banalizar
la verdadera cultura que constituye lo más alto del intelecto y el
sentimiento del hombre y la mujer.
Vargas Llosa en su obra “La civilización del espectáculo” (2013)
describe numerosas muestras de la degradación de la cultura en los
tiempos posmodernos. Según el autor la cultura ha dejado de ser
elitista, erudita y excluyente y se ha convertido en una genuina
“cultura de masas” Lo que busca esta cultura es divertir, hacer
posible la evasión fácil, nace con el predominio de la imagen y el
sonido sobre la palabra, a través de la pantalla, y el proceso se ha
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acelerado con la universalización de Internet. Hoy en día el
protagonismo que tenían antes los pensadores, filósofos,
científicos, ha dado paso a las estrellas del cine y la televisión; los
futbolistas tienen la influencia en los gustos y las costumbres que
antes tenían las personas de cultura. En la política, actores,
cantantes y deportistas han llegado a ocupar cargos importantes y
esto debido no tanto a sus aptitudes en el campo, sino a su presencia
mediática; hoy la mediocridad ha venido a eclipsar el lugar que por
siglos había ocupado el “intelectual”, cuya tímida intervención en la
vida política de hoy no tiene repercusiones.
Entonces, según el autor, la cultura ya no es la manera de llamar la
atención sobre graves problemas que acosan a la sociedad, y parece
más bien haberse convertido en el mecanismo de ayuda para
olvidarlos y distraer al gran público; parece haberse anclado tanto
en la sociedad, que quizás no tenga arreglo, pero quizás por esta
misma decadencia caiga por su propio peso, porque carece de una
base intelectual, cultural y ética.
Estas referencias le demostrarán, una vez más, que los nuevos
docentes deberán tener siempre presente uno de los enunciados de
La Declaración Mundial de la Educación Superior: “En última
instancia, la educación superior debería apuntar a crear una nueva
sociedad no violenta y de la que esté excluida la explotación,
sociedad formada por personas muy cultas, motivadas e integradas,
movidas por el amor hacia la humanidad y guiadas por la sabiduría”.
Ya en las aulas, los catedráticos pueden utilizar diversas ocasiones
para introducir elementos socioculturales que demuestren a sus
estudiantes el valor de la cultura. La experta cubana Maribel
Rodríguez (2009) propone algunas iniciativas para este propósito:
Propiciar un proceso de enseñanza-aprendizaje desarrollador,
considerando la clase como un hecho cultural.
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Defender la propia identidad cultural como esencia ideológica
de su profesión.
Incorporar a su diagnóstico las necesidades e intereses
culturales de sus estudiantes para ayudar a resolverlas con el
concurso de las instituciones culturales de la comunidad.
Dar a conocer el resultado de sus investigaciones en charlas,
conferencias u otras actividades formativas.
Poder expresarse en algún lenguaje artístico o como conocedor
del lenguaje artístico en algunas de sus manifestaciones, lo que
le permite ser un espectador culto.
Propiciar la participación de sus estudiantes en la vida cultural
de la comunidad divulgando los hechos culturales más
significativos.
Orientar a los sujetos de su contexto de actuación profesional
hacia el empleo culto del tiempo libre.
Expresar en su modo de actuación profesional un rango
estético.