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Dar sentido cristiano al sufrimiento humano
Pbro. Silvio Marinelli, CSC
El significado del sufrimiento y de la muerte de Cristo
El sufrimiento y la muerte de Jesús deben comprenderse en el conjunto de su vida. La
exegesis contemporánea está atenta a captar no tanto las “palabras” y las “acciones”
de Jesús como la “intención” profunda de su existencia. Esta intención se revela sobre
todo cuando se analiza su comportamiento ante el dolor y la muerte.
El modo en que Jesús vivió su sufrimiento y su muerte se inscribe dentro de su
comportamiento y de su actividad. Es su consecuencia, o mejor, su “coronación”. En el
modo como Jesús sufre y muere se revela el enfoque fundamental de su existencia.
El NT ha acuñado ya desde sus primeras elaboraciones teológicas del acontecimiento
de Jesucristo fórmulas que indican ese significado: “para”, “a favor de”, “por amor
de”, “en obediencia a”… Toda su vida fue una “pro-existencia”, es decir “una vida
“por” los demás: Dios Padre y los hombres.
Por tanto, el sentido del sufrimiento y de la muerte de Jesús aparece en primer lugar
colocando ese sufrimiento y esa muerte en referencia a su vida, al compromiso de
“obediencia a Dios” y de “fidelidad a los hombres”, a su misión. La muerte es la
coronación de esta obediencia y fidelidad.
En segundo lugar, ese sentido se revela plenamente en la referencia a Dios que lo
glorifica con la resurrección. El modo en que Jesús muere revela el secreto de su
existencia: “la confianza” en el Padre, su convencimiento de la presencia del Dios de
amor que lleva adelante su designio de salvación y lo realiza.
Jesús luchó contra el sufrimiento, la enfermedad, la injusticia y la muerte, como lo
demuestran tanto sus palabras como sus “signos” o “milagros”. Esto indica que el
primer significado es ser una “PROTESTA” frente al sufrimiento mismo, frente a la
muerte y el mal.
El segundo significado está en la modalidad con la que dio una “respuesta” al misterio
del sufrimiento: no lo venció “desde fuera”, ni procuró tampoco la salvación de los
hombres “desde fuera”: lo hizo “desde dentro”, donándose a sí mismo, entregándose
a si mismo.
Permaneciendo fiel hasta el fin, Jesús “fue transformado por el sufrimiento”: (Heb 5,7-
10). En consecuencia, este acontecimiento ha transformado el sentido del sufrimiento
y de la muerte del hombre, que ahora han pasado a ser “camino hacia la gloria”.
Ahora, el sufrimiento y la muerte de todo ser humano tienen un sentido, a condición de
que estén insertos en Cristo. La muerte y el sufrimiento no tienen valor en sí mismos.
Su valor proviene de la fidelidad, del amor obediente, de la solidaridad.
La resurrección del cristiano es el término del proceso de transfiguración que se
describe como “dolores de parto” (Rom 8,22; Jn 16,21), es decir, la nueva donación de la
vida a través del proceso de muerte y de vida, de vivir y morir, que han sido penetrados
por las actitudes de la fidelidad y la entrega de sí.
Significado del sufrimiento y de la muerte del hombre “en Cristo”
¿Qué sucede en las experiencias dolorosas de la existencia y en la muerte después de la
transformación de la existencia del hombre
provocada por el encuentro con Cristo?
Ni el AT ni Jesús han dado una explicación del sufrimiento; han luchado contra él: el
sufrimiento es algo que no debería existir, porque está en referencia al mal.
A. Quien si se ha planteado el problema del sentido fue San Pablo.
Contradicciones en sus comunidades, tribulaciones, dudas, preocupaciones,
ansiedades, perplejidades, dificultades, Pablo las colocó todas en ese contexto de fe,
interpretándolas en primer lugar como experiencias anticipadoras de la muerte y
preguntándose el por qué de tal carácter dramático (2 Cor 1,8-10; Rom 4,17-21).
El principio resolutivo fundamental, según lo ha identificado Pablo, se encuentra en la
visión de Cristo, sentado a la derecha de Dios, y está actuando hasta el fin de los
tiempos para desplegar la fuerza transformadora de su resurrección, aplicándola a las
situaciones de sufrimiento y de muerte en que se encuentran los hombres (He 9,5; 1 Cor
15,20-28). Por tanto, la conciencia del Apóstol está dominada por la luz de Cristo
resucitado.
La resurrección ha sido la respuesta del Padre a la actitud de fidelidad y de compasión
del Hijo.
De modo que Pablo vive su existencia “con” y “en” Cristo resucitado.
La resurrección de Jesús no ha mostrado simplemente que esa muerte fue una
injusticia demasiado grande, sino que mostró más bien su fecundidad, su poder de
liberación, su valor para la salvación de los hombres. Apuntando hacia este dato, las
experiencias de sufrimiento
del creyente se transforman, adquieren un nuevo sentido.
En los sufrimientos que derivan de su vida apostólica, Pablo ve actuar la “necrosis” de
Cristo, es decir, la actitud con la cual Jesús murió: es Cristo mismo el que continúa
obrando y sufriendo, incluso muriendo.
La expresión de Col 1,24 (“completo en mi carne lo que falta…”) quiere decir que la
obra de Cristo continúa en sus discípulos, que está todavía en acción en ellos.
B. Los sufrimientos que provienen de la condición mortal de la finitud del hombre, los
resume Pablo en la formula “la creación gime y está en dolores” (Rom 8,19-25): hombre
y naturaleza están en una situación de “vanidad” a causa del pecado del hombre. Tal
ligereza indica la ruptura de la ligazón con el Dios creador, por lo cual carecen de
fundamento y de solidez, no son sino superficialidad e inestabilidad. De ello se sigue la
“corrupción», es decir, un estado de división y de continua disgregación.
Pues bien, la encarnación y la obra de Cristo han introducido la creación en un
horizonte de esperanza. Esto cambia el sentido de ese padecimiento: ahora, gemido y
sufrimiento significan gemido de espera, de los dolores de parto. Es el sentido de un
nacimiento a través del dolor, de modo que, a través del sufrimiento, se manifiesta
“ya” la vida. La novedad introducida por Cristo es que, ahora, a través del dolor viene la
vida.
C. Y los sufrimientos que nacen de la vida cotidiana, conectados con las
preocupaciones de cada día de orden económico, como también las enfermedades y
los lutos, las dificultades de la relaciones humanas, los conflictos interpersonales,
ciertos fracasos, cambian también de sentido en cuanto el discípulo está inserto “en
Cristo”, vive “con Cristo, porque no sólo la existencia apostólica, sino la condición
humana como tal ha sido asumida por Cristo (GS 22; SD 31).
La misma muerte ya no es un destino que haya que sufrir: por el contrario, puede
convertirse en un acto libremente aceptado en la actitud de quien se confía filialmente
al Padre. En ella se lleva a plenitud el proceso de configuración con Cristo. Para Pablo, la
muerte puede significar “una ganancia”, porque le permite estar de manera plena e
inmediata “con” Cristo
(Flp 1,21). Como el vivir para el creyente es un “vivir-con/en Cristo”, así el morir es un
“morir con/en Cristo”. Pero ambas situaciones tienen sentido y valor en cuanto son un
“ser-con/en-Cristo”.
CONCLUSIONES
La tradición teológica y espiritual de la Iglesia ha captado desde los comienzos el
significado de “participación en los sufrimientos de Cristo” a partir de los
padecimientos sufridos “a causa” de Cristo. Tal participación fue identificada de
inmediato en las persecuciones, en las tribulaciones derivadas de las fatigas
apostólicas, hasta el martirio.
Pronto se vio también este sentido de participación en la vida de penitencia y de
ascesis, de “fuga mundi” para un seguimiento más inmediato de Cristo.
Más dificultad ha hallado la Teología para ver ese sentido de participación en el
sufrimiento de Cristo en las experiencias dolorosas derivadas de la condición humana
de criatura finita, como la enfermedad, la muerte, pues
en estos padecimientos se veía el desarrollo del recorrido natural de todo ser viviente.
Sin embargo, no faltan en la tradición interpretaciones en este sentido: a veces, la
Iglesia ha interpretado el sentido de estos padecimientos como una consecuencia del
pecado original o como el precio que hay que pagar para entrar en la “vida eterna”.
Otras veces ha interpretado la enfermedad como oportunidades queridas o permitidas
por Dios para la purificación o para la expiación de culpas propias o ajenas, o como
ocasión para progresar en el conocimiento de la vida divina. También se han visto como
condiciones que hay que vivir para llegar a la perfecta libertad interior.
Recientemente, una lectura más atenta de las fuentes de la Revelación y de la tradición
de la Iglesia está orientando el pensamiento y la espiritualidad católica a definir con
mayor exactitud el sentido de los sufrimientos humanos que derivan de la finitud y
mortalidad de nuestra condición de criaturas.
La Carta Apostólica SD (14) se expresa con la afirmación de que Cristo ha venido a
derrotar las “raíces transcendentales del mal”, que están “en el pecado y en la
muerte: en efecto, estas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna”.
Como ser en devenir, el hombre, “para llegar a ser él mismo, debe experimentar su
propia alteridad respecto de Dios y atravesar, a título de la finitud, el abismo de su
muerte. No obstante, esta no puede ser la última palabra de Dios a este Adán creado
enteramente por amor: “Dios no ha creado la muerte” (Sab 2,12)”.
Dios nos quiere semejantes a Él, participes de su vida divina.
El pecado ha causado un oscurecimiento de nuestra mente y una perturbación de
nuestro espíritu, por lo cual es más difícil llegar a comprender y a secundar este
significado del sufrimiento y de la muerte como la experimentamos realmente.
Todo lo que le sucede al cristiano le sucede en cuanto es “en Cristo».
Por tanto, también su sufrimiento – más allá de la distinción, de todos modos oportuna,
entre el sufrir “a causa de Cristo” y el sufrir “con Cristo” (SD 25; 26) – es participación en
el sufrimiento de Cristo, como también en su muerte, su resurrección y su
glorificación.
Eso explica por qué en esta concepción también el sufrimiento de quienes no pueden
asumir una actitud, de quienes no pueden asumir una postura - por ejemplo, en el caso
del sufrimiento de los niños, o de las personas que han perdido la razón - tiene ya un
sentido en virtud de esa participación en Cristo: el valor de ese sufrimiento estriba en
el “ser en Cristo”.
La dimensión eclesial de esta experiencia la expresa el Apóstol con la doctrina del
“cuerpo místico”, por el cual, al ser todos nosotros “sus miembros, cada uno por su
parte”, somos también entre nosotros “miembros unos de otros”, donde cada uno
“lleva el peso de los otros”:
la comunidad cristiana se edifica a través de este movimiento de recíproca donación de
sí y de acogida.
De ese modo, el hombre, sufriendo “a causa” de Cristo o “con Cristo” se hace
partícipe del sufrimiento de Cristo: ahora, su sufrimiento adquiere “sentido” (SD 14-18;
24).
Dios quiere el bien de las criaturas y quiere sobre todo la dignidad de la persona
humana. El quiere comunicar su “gloria” a los hombres, es decir, quiere hacerlos
partícipes de su propia plenitud de ser y de vida, del valor divino en cuanto se
manifiesta y se participa a los hombres.
Dios realiza ese proyecto sirviéndose de la colaboración de sus criaturas, las conduce
progresivamente hacia la plena madurez por medio de su Hijo encarnado, “autor y
consumador de la fe” (Heb 12,2).
De tal manera, dentro de la existencia humana está inserto un principio vital que
comunica una cualidad propia: hacer que los hombres vivan “para Dios”, “para gloria
del Padre”, y no para sí mismos; que vivan a ejemplo del Hijo.
Por eso, el sufrimiento se torna en “ocasión” para que de hecho se realice
la obediencia a la voluntad del Padre: el sufrimiento cumple el papel de apelación, de
llamado, de ocasión que “provoca la donación de sí” por parte del hombre.
Así, el hombre llega a su plena madurez y manifiesta su “grandeza espiritual”.
Por eso, el sufrimiento se torna en “ocasión” para que de hecho se realice
la obediencia a la voluntad del Padre: el sufrimiento cumple el papel de apelación, de
llamado, de ocasión que “provoca la donación de sí” por parte del hombre.
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  • 1. Dar sentido cristiano al sufrimiento humano Pbro. Silvio Marinelli, CSC El significado del sufrimiento y de la muerte de Cristo El sufrimiento y la muerte de Jesús deben comprenderse en el conjunto de su vida. La exegesis contemporánea está atenta a captar no tanto las “palabras” y las “acciones” de Jesús como la “intención” profunda de su existencia. Esta intención se revela sobre todo cuando se analiza su comportamiento ante el dolor y la muerte. El modo en que Jesús vivió su sufrimiento y su muerte se inscribe dentro de su comportamiento y de su actividad. Es su consecuencia, o mejor, su “coronación”. En el modo como Jesús sufre y muere se revela el enfoque fundamental de su existencia. El NT ha acuñado ya desde sus primeras elaboraciones teológicas del acontecimiento de Jesucristo fórmulas que indican ese significado: “para”, “a favor de”, “por amor de”, “en obediencia a”… Toda su vida fue una “pro-existencia”, es decir “una vida “por” los demás: Dios Padre y los hombres. Por tanto, el sentido del sufrimiento y de la muerte de Jesús aparece en primer lugar colocando ese sufrimiento y esa muerte en referencia a su vida, al compromiso de “obediencia a Dios” y de “fidelidad a los hombres”, a su misión. La muerte es la coronación de esta obediencia y fidelidad. En segundo lugar, ese sentido se revela plenamente en la referencia a Dios que lo glorifica con la resurrección. El modo en que Jesús muere revela el secreto de su existencia: “la confianza” en el Padre, su convencimiento de la presencia del Dios de amor que lleva adelante su designio de salvación y lo realiza. Jesús luchó contra el sufrimiento, la enfermedad, la injusticia y la muerte, como lo demuestran tanto sus palabras como sus “signos” o “milagros”. Esto indica que el primer significado es ser una “PROTESTA” frente al sufrimiento mismo, frente a la muerte y el mal. El segundo significado está en la modalidad con la que dio una “respuesta” al misterio del sufrimiento: no lo venció “desde fuera”, ni procuró tampoco la salvación de los hombres “desde fuera”: lo hizo “desde dentro”, donándose a sí mismo, entregándose a si mismo. Permaneciendo fiel hasta el fin, Jesús “fue transformado por el sufrimiento”: (Heb 5,7- 10). En consecuencia, este acontecimiento ha transformado el sentido del sufrimiento y de la muerte del hombre, que ahora han pasado a ser “camino hacia la gloria”.
  • 2. Ahora, el sufrimiento y la muerte de todo ser humano tienen un sentido, a condición de que estén insertos en Cristo. La muerte y el sufrimiento no tienen valor en sí mismos. Su valor proviene de la fidelidad, del amor obediente, de la solidaridad. La resurrección del cristiano es el término del proceso de transfiguración que se describe como “dolores de parto” (Rom 8,22; Jn 16,21), es decir, la nueva donación de la vida a través del proceso de muerte y de vida, de vivir y morir, que han sido penetrados por las actitudes de la fidelidad y la entrega de sí. Significado del sufrimiento y de la muerte del hombre “en Cristo” ¿Qué sucede en las experiencias dolorosas de la existencia y en la muerte después de la transformación de la existencia del hombre provocada por el encuentro con Cristo? Ni el AT ni Jesús han dado una explicación del sufrimiento; han luchado contra él: el sufrimiento es algo que no debería existir, porque está en referencia al mal. A. Quien si se ha planteado el problema del sentido fue San Pablo. Contradicciones en sus comunidades, tribulaciones, dudas, preocupaciones, ansiedades, perplejidades, dificultades, Pablo las colocó todas en ese contexto de fe, interpretándolas en primer lugar como experiencias anticipadoras de la muerte y preguntándose el por qué de tal carácter dramático (2 Cor 1,8-10; Rom 4,17-21). El principio resolutivo fundamental, según lo ha identificado Pablo, se encuentra en la visión de Cristo, sentado a la derecha de Dios, y está actuando hasta el fin de los tiempos para desplegar la fuerza transformadora de su resurrección, aplicándola a las situaciones de sufrimiento y de muerte en que se encuentran los hombres (He 9,5; 1 Cor 15,20-28). Por tanto, la conciencia del Apóstol está dominada por la luz de Cristo resucitado. La resurrección ha sido la respuesta del Padre a la actitud de fidelidad y de compasión del Hijo. De modo que Pablo vive su existencia “con” y “en” Cristo resucitado. La resurrección de Jesús no ha mostrado simplemente que esa muerte fue una injusticia demasiado grande, sino que mostró más bien su fecundidad, su poder de liberación, su valor para la salvación de los hombres. Apuntando hacia este dato, las experiencias de sufrimiento
  • 3. del creyente se transforman, adquieren un nuevo sentido. En los sufrimientos que derivan de su vida apostólica, Pablo ve actuar la “necrosis” de Cristo, es decir, la actitud con la cual Jesús murió: es Cristo mismo el que continúa obrando y sufriendo, incluso muriendo. La expresión de Col 1,24 (“completo en mi carne lo que falta…”) quiere decir que la obra de Cristo continúa en sus discípulos, que está todavía en acción en ellos. B. Los sufrimientos que provienen de la condición mortal de la finitud del hombre, los resume Pablo en la formula “la creación gime y está en dolores” (Rom 8,19-25): hombre y naturaleza están en una situación de “vanidad” a causa del pecado del hombre. Tal ligereza indica la ruptura de la ligazón con el Dios creador, por lo cual carecen de fundamento y de solidez, no son sino superficialidad e inestabilidad. De ello se sigue la “corrupción», es decir, un estado de división y de continua disgregación. Pues bien, la encarnación y la obra de Cristo han introducido la creación en un horizonte de esperanza. Esto cambia el sentido de ese padecimiento: ahora, gemido y sufrimiento significan gemido de espera, de los dolores de parto. Es el sentido de un nacimiento a través del dolor, de modo que, a través del sufrimiento, se manifiesta “ya” la vida. La novedad introducida por Cristo es que, ahora, a través del dolor viene la vida. C. Y los sufrimientos que nacen de la vida cotidiana, conectados con las preocupaciones de cada día de orden económico, como también las enfermedades y los lutos, las dificultades de la relaciones humanas, los conflictos interpersonales, ciertos fracasos, cambian también de sentido en cuanto el discípulo está inserto “en Cristo”, vive “con Cristo, porque no sólo la existencia apostólica, sino la condición humana como tal ha sido asumida por Cristo (GS 22; SD 31). La misma muerte ya no es un destino que haya que sufrir: por el contrario, puede convertirse en un acto libremente aceptado en la actitud de quien se confía filialmente al Padre. En ella se lleva a plenitud el proceso de configuración con Cristo. Para Pablo, la muerte puede significar “una ganancia”, porque le permite estar de manera plena e inmediata “con” Cristo (Flp 1,21). Como el vivir para el creyente es un “vivir-con/en Cristo”, así el morir es un “morir con/en Cristo”. Pero ambas situaciones tienen sentido y valor en cuanto son un “ser-con/en-Cristo”.
  • 4. CONCLUSIONES La tradición teológica y espiritual de la Iglesia ha captado desde los comienzos el significado de “participación en los sufrimientos de Cristo” a partir de los padecimientos sufridos “a causa” de Cristo. Tal participación fue identificada de inmediato en las persecuciones, en las tribulaciones derivadas de las fatigas apostólicas, hasta el martirio. Pronto se vio también este sentido de participación en la vida de penitencia y de ascesis, de “fuga mundi” para un seguimiento más inmediato de Cristo. Más dificultad ha hallado la Teología para ver ese sentido de participación en el sufrimiento de Cristo en las experiencias dolorosas derivadas de la condición humana de criatura finita, como la enfermedad, la muerte, pues en estos padecimientos se veía el desarrollo del recorrido natural de todo ser viviente. Sin embargo, no faltan en la tradición interpretaciones en este sentido: a veces, la Iglesia ha interpretado el sentido de estos padecimientos como una consecuencia del pecado original o como el precio que hay que pagar para entrar en la “vida eterna”. Otras veces ha interpretado la enfermedad como oportunidades queridas o permitidas por Dios para la purificación o para la expiación de culpas propias o ajenas, o como ocasión para progresar en el conocimiento de la vida divina. También se han visto como condiciones que hay que vivir para llegar a la perfecta libertad interior. Recientemente, una lectura más atenta de las fuentes de la Revelación y de la tradición de la Iglesia está orientando el pensamiento y la espiritualidad católica a definir con mayor exactitud el sentido de los sufrimientos humanos que derivan de la finitud y mortalidad de nuestra condición de criaturas. La Carta Apostólica SD (14) se expresa con la afirmación de que Cristo ha venido a derrotar las “raíces transcendentales del mal”, que están “en el pecado y en la muerte: en efecto, estas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna”. Como ser en devenir, el hombre, “para llegar a ser él mismo, debe experimentar su propia alteridad respecto de Dios y atravesar, a título de la finitud, el abismo de su muerte. No obstante, esta no puede ser la última palabra de Dios a este Adán creado enteramente por amor: “Dios no ha creado la muerte” (Sab 2,12)”. Dios nos quiere semejantes a Él, participes de su vida divina.
  • 5. El pecado ha causado un oscurecimiento de nuestra mente y una perturbación de nuestro espíritu, por lo cual es más difícil llegar a comprender y a secundar este significado del sufrimiento y de la muerte como la experimentamos realmente. Todo lo que le sucede al cristiano le sucede en cuanto es “en Cristo». Por tanto, también su sufrimiento – más allá de la distinción, de todos modos oportuna, entre el sufrir “a causa de Cristo” y el sufrir “con Cristo” (SD 25; 26) – es participación en el sufrimiento de Cristo, como también en su muerte, su resurrección y su glorificación. Eso explica por qué en esta concepción también el sufrimiento de quienes no pueden asumir una actitud, de quienes no pueden asumir una postura - por ejemplo, en el caso del sufrimiento de los niños, o de las personas que han perdido la razón - tiene ya un sentido en virtud de esa participación en Cristo: el valor de ese sufrimiento estriba en el “ser en Cristo”. La dimensión eclesial de esta experiencia la expresa el Apóstol con la doctrina del “cuerpo místico”, por el cual, al ser todos nosotros “sus miembros, cada uno por su parte”, somos también entre nosotros “miembros unos de otros”, donde cada uno “lleva el peso de los otros”: la comunidad cristiana se edifica a través de este movimiento de recíproca donación de sí y de acogida. De ese modo, el hombre, sufriendo “a causa” de Cristo o “con Cristo” se hace partícipe del sufrimiento de Cristo: ahora, su sufrimiento adquiere “sentido” (SD 14-18; 24). Dios quiere el bien de las criaturas y quiere sobre todo la dignidad de la persona humana. El quiere comunicar su “gloria” a los hombres, es decir, quiere hacerlos partícipes de su propia plenitud de ser y de vida, del valor divino en cuanto se manifiesta y se participa a los hombres. Dios realiza ese proyecto sirviéndose de la colaboración de sus criaturas, las conduce progresivamente hacia la plena madurez por medio de su Hijo encarnado, “autor y consumador de la fe” (Heb 12,2). De tal manera, dentro de la existencia humana está inserto un principio vital que comunica una cualidad propia: hacer que los hombres vivan “para Dios”, “para gloria del Padre”, y no para sí mismos; que vivan a ejemplo del Hijo.
  • 6. Por eso, el sufrimiento se torna en “ocasión” para que de hecho se realice la obediencia a la voluntad del Padre: el sufrimiento cumple el papel de apelación, de llamado, de ocasión que “provoca la donación de sí” por parte del hombre. Así, el hombre llega a su plena madurez y manifiesta su “grandeza espiritual”.
  • 7. Por eso, el sufrimiento se torna en “ocasión” para que de hecho se realice la obediencia a la voluntad del Padre: el sufrimiento cumple el papel de apelación, de llamado, de ocasión que “provoca la donación de sí” por parte del hombre. Así, el hombre llega a su plena madurez y manifiesta su “grandeza espiritual”.