2. Más arriba, aún, el parque de Ibarra era un minúsculo
tablero de ajedrez sin alfiles, donde destacaba el añoso
Ceibo, plantado tras el terremoto del siglo XIX y que –
según decían- sus ramas habían caminado una cuadra
entera. La noche caía plácida sobre la enredaderas y la luna
parecía indolente a las sombras que pasaban, pero que no
podían ser reflejadas en las piedras.
3. ¿Quiénes miraban a Ibarra dormida? ¿Quiénes tenían
el privilegio de contemplar sus paredes blanquísimas
engalanadas con los fulgores de la luna? ¿Quiénes
pasaban en un vuelo rasante como si fueran aves
nocturnas? ¿Quiénes se sentaban cerca de las
campanas de la Catedral a mirar los tejuelos verdes y
las copas de los árboles?
4. Todas noticias importantísimas que –de no ser por las
voladoras- hubieran llegado desgastadas. Pero, a
diferencia de lo que se cree de las brujas, que van en
escoba, llevaban un traje negro y tienen la nariz
puntiaguda, las del sector norteño ecuatoriano poseían
trajes blanquísimos y tan almidonados que eran tiesos.
5. Por eso cuando las voladoras pasaban los pliegues de
sus vestidos sonaban mientras cortaban el viento.
Algunos las tenían localizadas. Por eso cuando
pasaban por encima de las casas, existían los atrevidos
que se acostaban en cruz y con esta fórmula las brujas
caían al suelo.