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El presente documento contiene el prólogo, y los dos primeros capítulos de la obra “Los No
Vivos, la maldición del heredero” cuya autoría pertenece a Emiliano Pérez (Todos los derechos
reservados, 2015).
Para más información:
Visita: http://www.mundosemiliano.com
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Prólogo
En el Inicio de Todos los Tiempos la Fuerza Creadora engendró, depositando toda fe y
confianza, seres fieles dotados de su inmaculada gracia. Los mantuvo a su diestra,
enseñándoles hasta la última norma de bondad, corrigiéndoles cada minúsculo error que
pudieran cometer y ellos a su vez sabían aprovechar hasta el último centésimo de
sabiduría del Gran Ser. Sus hijos nunca objetaban su palabra y siempre seguían el camino
recto. Todos, sin algún reproche, le mostraban un respeto ecuánime a sus tratos. Entre
esta multitud de Hijos de Luz el más preciado y hermoso era aquel con el nombre más
poderoso del reino: Luz Bella. Este Hijo de la Luz fue de los más grandes, el más sabio,
el más diestro, pero algo cambió en su persona; su complejo de superioridad alentado,
sin quererlo así, por todos, creció hasta convertirse en algo oscuro, diferente a todo lo
existente hasta ese momento. Eran ideas negativas jamás vistas, algo comparado con la
malicia humana actual. Sus pensamientos se gestionaron por algún tiempo hasta
convertirse en planes, proyectos que iban en contra de los designios de su Señor. Sus
conjeturas erróneas, su maldad y sus ansias de poder, que crecían rápidamente, saturaron
su sana mente y la convirtieron en la mancha más negra de todo el límpido reino. Cuando
sus artimañas fuera de contexto se descubrieron, Luz Bella fue expulsado del lugar que
lo acogió desde su creación y le aportó poder y sabiduría, donde fue uno de los más
grandes y mejores. Su padre lloró con amargura esta pérdida, la más valiosa que jamás
ha sufrido y también la que, hasta el momento, le ha costado más lidiar. Su tristeza, sin
embargo, radicaba en el drástico cambio de pensar sufrido por el alma más blanca de
todo el reino. Luz, por otra parte, no se abatió por el hecho, al contrario, se sintió libre:
ninguna cadena lo ataba a alguna regla.
De luz a oscuridad. Pasó de ser el Ángel al Demonio. Así como fue el más
grande de todos los ángeles del Paraíso, se convirtió en el más grande de los demonios,
el padre de todos ellos y el primero. Un líder innato con un corazón impuro, cuya podrida
mentalidad se esparció como enfermedad entre algunos otros seres de luz que se unieron
a él.
Crearon entre todos un mundo corrompido, sin resquicios de pureza, apartado
de toda dicha, gracia, bondad. El Hijo Luz ya no quería valerse de lo justo. No quería
saber sobre el mundo que le asqueaba. En el abismo más profundo del Infierno
concibieron planes y crearon a más de los suyos. También fundó un arte, una magia
oscura, distinta a la del Señor Blanco. Ya nada lo detendría: se convertía poco a poco en
el Padre Oscuro, un dios del mal, una fuerza tremenda, arrasadora.
En su hedionda madriguera esperaba un momento, solo eso. Conocía de
antemano las próximas jugadas de su antiguo Señor porque le fueron confiadas cuando
fungió de su mano derecha. Tramó con organizada prisa, el tiempo se acercaba. Y, sin
más, sin dificultad alguna siquiera, logró uno de sus más grandes objetivos: alejar a la
humanidad de la Mano Divina. El Gran Padre, tal como lo había hecho con él, los retiró
de su mundo puro, sin embargo no los dejó a manos del Señor Oscuro. El Demonio no
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pudo hacer mucho a partir de entonces, no logró conquistarlos como juraban sus
principales artimañas.
Nunca decayó ni se dio por vencido. Nunca lo haría. Rendirse estaba fuera de
su vocablo. Cambió de objetivo, ahora no anhelaba la Tierra ni la conjunción de
humanos sobre esta. Prestó, entonces, toda su atención en las Personas Mágicas,
humanos capaces de dominar el arte de la magia, una habilidad extraña inclusive para él
y los individuos del más allá, una muy útil. Necesitaba esta habilidad, similar a la suya; de
ella se valdría para conquistar no solamente a aquellos con poder sino al planeta entero.
Todo por venganza. Arrebataría a su antiguo señor aquello que amaba.
Y, con la maliciosa idea de cómo lo haría, echó su plan a andar.
Sucedió apenas hace más de mil quinientos años, cuando el mundo
experimentaba graves vuelcos a causa de distintos sucesos. El lóbrego rumor comenzó
a resonar en otra parte del Planeta Tierra. La oscuridad no se hacía esperar y, guiada por
los mismos demonios destructores y carnívoros, llegó al débil corazón de los grandes
jefes, de los señores y, al final, de los campesinos. La maldad, los pecados, la envidia, el
deseo, todo se conjugó con el propósito de destruir su mundo a partir de ellos. Las
Personas Mágicas pelearon, hermanos contra hermanos, hechiceros contra magos,
magos contra druidas, adivinos… No había alguna Persona Mágica que no poseyera odio
y velara únicamente por los de su raza o por sí mismos. Cada batalla arrancaba un trozo
de vida del mundo; si nada detenía el paso de la muerte, el planeta iba a ver el ocaso de
sus días.
La aparición de un extraño y oportuno joven fue el respiro necesario. El
muchacho, un chico sin grandes habilidades de pelea, logró conjurar una magia tan
grande que separó a los ejércitos, hermanó a los hombres y consiguió la esperada
conclusión de la guerra. El cómo lo logró se convirtió en uno de los más grandes secretos
de la historia de la magia.
El Gran Demonio, aunque atormentado por una clara pérdida más, tomó todo
con calma; siguió aprendiendo de sus errores. Con la mente despejada, fría, dejó pasar
algún tiempo desde su última jugada, deseaba mostrar al mundo por segunda vez su
poder, el poder de un dios lleno de maldad y rencor.
Su esmerada labor dio frutos. Primero logró brindar aún más poder en sus hijos,
sus demonios guerreros, peones de lucha muy bien entrenados. En el Infierno esperaban
agazapados en las sombras, listos para lanzar una mordida contra la humanidad. Dar
mucho más poder a sus hijos simplemente era una nada del plan, un primer paso.
Con la seducción mortífera de un líder, convocó a los más crueles y perversos
magos y hechiceros de nuestro planeta, hombres que se revelaban a todos sus principios
y preferían servir a la Oscuridad, ser Hijos de la Noche, hermanados con los demonios
a través de los mismos deseos, buscando ese mismo objetivo.
Esta nueva raza de Personas Mágicas se hizo llamar los Oscuridad, más tarde
la historia y sus actos les moldearon otro nombre, fueron llamados brujos. Eran el nuevo
orden. La magia en ellos fue reconstruida, desde raíz, con oscuridad, convirtiéndola en
algo sucio y peligroso.
Con nuevos poderes y habilidades mágicas, estos brujos progresaron hasta
convertirse en regímenes controlados por malvados reyes traídos desde las más oscuras
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y torcidas pesadillas del ser más bestial. Su corazón estaba tan podrido como sus
entrañas. Eran nuevos hombres, demonios y sirvientes del Señor Oscuro. La palabra
humano tal vez fuera la menos indicada para describirlos.
El alto, por parte de las demás Personas Mágicas, fue inmediato. Los más
poderosos se unieron y corrió el rumor que el mismísimo Zoth, el joven guerrero que
acabó con la primera batalla, se unió en alma y utilizó el mismo poder secreto para tratar
de frenar la nueva ola de muerte, el nuevo golpe del Demonio. Todo funcionó, la maldad
volvió a perder ante magia que superó a la de sus sirvientes.
Con el paso del tiempo las batallas contra los Oscuridad menguaban, así como
en ellos las ansias de poder y de gobernar el mundo. Por desgracia, malvados o no, eran
las nuevas Personas Mágicas. No se extinguieron, no se fueron y su nombre no
desapareció. Después de tiempo se miraban sus grupos reducidos en las montañas,
apiñándose en cuevas hediondas a animales de los bosques. Algunos habitaron los
pueblos olvidados y destruidos por su asoladora batalla, sin embargo daban pelea desde
lejos, deseando agrandarse sostenidos de la mano de su Padre. Mientras algunos
buscaban poder, otros de ellos pregonaban la aceptación de quienes podían olvidar,
confiarse y hermanarse.
El Demonio, de nueva cuenta, no sufrió una pérdida, se sentó en su helado
trono y comenzó a atar cabos desde las profundidades. No faltaba mucho, casi tenía las
respuestas necesarias. Una vez todo listo en su mente, su plan, su verdadero plan,
comenzaría. Los brujos no importaban ya, habían sido un experimento, prototipo de su
verdadero hijo guerrero.
Paulatinamente los magos, hechiceros, druidas, adivinos y sacerdotisas se
recuperaban, tal eran los acentuados efectos del caminar de las tinieblas en los no tan
lejanos tiempos. Las tierras eran nuevamente sembradas por los granjeros, las casas se
reconstruían con maderas y rocas más fuertes, a los ríos llegaban nuevos peces. Los
olores, colores y sabores del nuevo mundo brillaban en los ojos de los felices ciudadanos.
Las nuevas generaciones nacían sin saber qué había pasado en los terrenos aún
ennegrecidos y quemados con la llama cruel de la guerra. A lado de las generaciones
humanas nacieron más animales, la comida dejó de escasear y las grandes ciudades y
reinos se elevaron de nueva cuenta, tan portentosos como en un principio. El mundo en
sí se iba reconstruyendo con un ascenso tan firme como decidido.
Fue justo cuando de muerte poco se conocía, cuando no quedaban rastros de
los hombres que lucharon con los brujos. Fue cuando las Personas Mágicas menos lo
esperaban.
Nadie sabía lo que el ser más ruin hacía en sus escondrijos ni en las Grietas del
Infierno y mucho menos en las cuevas lóbregas que frecuentaba casi todo los días. Todo
lo ejecutó apenas años atrás de los nuestros. Comenzó con el inició una guerra nueva,
pero no en el seno de las Personas Mágicas, no, sino en el de los humanos sin ápice de
conocimiento mágico. Tal guerra permanece aún en recuerdos, anaqueles y libros: la
Segunda Guerra Mundial. Una mera distracción.
Mientras tanto en el mundo mágico, nuevos personajes, de rareza notoria,
causaron alarma en hombres diestros que podían reconocer a un enemigo a simple vista.
Su similitud a los brujos de antaño alteraba a aquellos que recordaban, pero no eran
brujos, no eran nada conocido ni siquiera por los expertos. Parecían ser humanos,
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pálidos, como muertos; se asemejaban más a los viejos vampiros, otros demonios del
Infierno. No, no eran guerreros oscuros del pasado. Al poco tiempo, ni una semana más
tarde de su brote, todo el mundo los conoció a la perfección y con ello un nuevo miedo
se alzó en forma de una barrera infranqueable para la esperanza. Ese era el nuevo poder
del Infierno, algo totalmente distinto. Tanto los hombres como los demonios los
bautizaron No Vivos. Su aspecto innatural era notorio, estaban vivos gracias a una
voluntad, un secreto del Demonio, nada más. Eran cuerpos andando sin alma, por este
motivo su peligrosidad era innata. No poseían corazón, razón, amor ni nada humano.
Todos ellos habían nacido gracias al segundo plan del Infierno. No pensaban, se
dedicaban a actuar bajo el mandato de su superior. No descartaban matar a quien que se
cruzara en su camino, no había fuerza capaz de detener su ambiciosa furia, su lluvia de
sangre. Su poder no se comparaba con el de los demonios guerreros. Los antiguos brujos
eran una risa a su lado. Los vampiros quedaban lejos de ser los demonios más
sanguinarios del Infierno. Había una nueva raza de Hijos de la Noche, la mejor de todas.
Una sombra envolvió lo que pasaba bajo ella. Una sombra fría, más lóbrega que
los abismos, más sangrienta que los asesinos de las antiguas historias, más destructora
que todos los desastres naturales en uno. La maldita sombra prosiguió e inundó a varios
inocentes con sus ejércitos de No Vivos acompañados de los despreciables vampiros, de
los demonios y de otros seres malvados que ayudaban de la mano tal como el Demonio
les ordenaba desde su abismo, donde reía de forma asquerosa, satisfecho. Al fin
admiraba su trabajo; lo que tanto deseaba era plausible y no era más un alarde de su
retorcida y soñadora mente.
Las Personas Mágicas se habían hecho de grandes enemigos, muy poderosos,
pues todos ellos manejaban magias innaturales, tan poderosas que estaban acompañadas
de un poder de destrucción como no había existido antes.
Fue lo que muchos clasificaron como un verdadero milagro aquello que
terminó con esa batalla. Mientras el mundo oraba por un milagro y temblaba, lejos diez
hombres se reunían y se preparaban para la batalla. Acompañados de diez armas únicas
creadas por un poder desconocido, tuvieron la suficiente capacidad para alzarse en
contra de la oscuridad. Su poder chocó de forma balanceada en contra de la malvada
magia de los Hijos de la Noche, creando una batalla legendaria y un colapso de los No
Vivos.
En el último día de la batalla, el fuego atroz y demoledor lamía hasta donde su
brazo alcanzaba, exhibiendo su suntuosidad, empalideciendo el lugar, acompañando a
cientos de cadáveres y proporcionándoles tardíamente un poco de calor en sus ya fríos
cuerpos, algunos destrozados, algunos otros parecían dormidos en el dañado suelo,
impregnados todos con sangre del enemigo en sus ropas, tal como habían acarreado el
pesar mientras vivían.
Un silencio macabro reinaba, ahogado. Los dolorosos matices no eran nada
prometedores, de hecho ese día poco había sido prometedor: sangre opacada por el cielo
de la silenciosa noche, los cuerpos amontonados, la soledad inmunda de los parajes,
charcos de lodo profanados por los marchares de soldados, los instrumentos destruidos,
el olor a putrefacción… Inclusive aquellas lujosas y famosas casas, construidas en su
mayoría de canteras llenas de ornamentos, en las que alguna vez se amontonaron los
habitantes de lo que fue un reino magnifico, estaban vacías, muy sucias y chamuscadas,
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otras tantas derrumbadas o al borde del colapso. Los árboles se quemaban, los que
permanecían en píe estaban incompletos. Las rocas de empedrados se desamontonaban
por los caminos, fuera de su sitio y quebradas por los pesos; unas habían sido utilizadas
para machacar, otras fueron herramientas para herir, sin embargo no se comparaban con
las magníficas espadas que estaban agolpadas en las manos de aquellos que terminaron
con vidas, manchadas del líquido vital en sus aletargados filos.
Desde lejos se podía apreciar el caminar de la muerte por el destrozado reino.
Desde lejos era visible la inmundicia de una guerra que acabó con miles de vidas.
Fue entonces cuando un hombre misterioso corrió a través de un puente que
de luz solo tenía una antorcha incrustada en un poste delgado, allá a lo lejos. El tipo iba
con cuidado, tapándose el rostro con una capucha. Acababa de luchar y no sabía por qué
lo habían abandonado, en realidad no recordaba mucho, todo era confuso. No le habían
atravesado el corazón, como lo hubiera deseado, de hecho, si él fuera un enemigo
común, así hubiera sido. Estaba herido de una pierna y medía cada paso y la oscuridad
lo medía a él. No era paranoia, él sabía que lo miraban, sus enemigos no pudieron
desaparecer así sin más. Toda la gente se había marchado, pero los guerreros estaban
por allí, observando cada uno de sus movimientos desde la gentil penumbra.
A pesar de sus dolores y deplorable estado de salud, no evitaba que una sonrisa
sepulcral asomara bajo la sombra. Tarareaba una alegre canción, con el silencio parecía
que la gritaba, la podían oír desde lejos, ni siquiera grillos asistían en la serenata nocturna
en esa ocasión. Era una visión extraña, un hombre extraño. Era como si el miedo no lo
abrazara. Era, por igual, divertido: un cojo cantando en un día como así, en una noche
como esa, con dolores como aquellos. Quizá fuera que, a esa hora, después de tanto, ya
nada le importaba. Continuó con su firme paso por la calzada, de ahí por unas calles en
tinieblas y muy profundas. Las casas del reino lo señalaban, las gárgolas lo miraban con
ojos fijos, los mismos ojos que dieron un seguimiento apegado de la guerra.
Frente a la parafernalia de muerte, a las sombras de casas y de la asquerosa luz
del fuego, un enorme castillo viejo e inmortal seguía paralizado, débil; no era el de antes.
Aun así sus daños eran mínimos comparados con los de las construcciones que se
hincaban ante él, mostrando, a tal hora, respeto para el coloso de piedra, sitio de reyes e
historias.
Después de discutirlo consigo mismo, de analizar sus pasos nuevos y pasados,
el hombre respiró ingenua tranquilidad. Creyó que las cosas saldrían del todo bien, creyó
que la senda era digna para cruzarla de inicio a fin sin contrariedades. Terminó su andar
sin más, buscó la iluminación amarillenta y cálida del castillo, sin suerte: se vio de frente
con algunos No Vivos que estaban, sin duda, esperándolo en la abundante penumbra
regalada por árboles del jardín real.
Los cinco sujetos pálidos, algunos bañados de sangre, algunos otros con heridas
mortales, lo rodearon, le dijeron algo y, antes de que siquiera respondiera, lo paralizaron
con un embrujo. Uno de ellos le acercó un trozo de madera con un raro fuego verdoso
ardiendo inmutable, luego se lo pegó en la cara sin dejo de crueldad, como si lo fuese a
marcar, y este respondió con un estruendoso grito de dolor. Gracias al efecto del fuego
y el mismo inhumano dolor, se desmayó. Los cinco hombres eran los únicos en ese
punto de Greyddera y creyeron estar listos para entrar en la enorme fortificación.
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Cargaron al sujeto con esperanza de volverlo a la normalidad. Comenzaron a andar hacia
su objetivo inicial, ahora con pasos firmes, decididos, cerriles.
El castillo de Greyddera estaba abierto a la fuerza, sus dos hojas imponentes de
madera maciza y fina estaban tumbadas groseramente a un lado del hueco que había sido
esa misma mañana una ornamentada y detallada entrada. Dentro, ni un alma se adjuntaba
con los objetos, sillas y cuadros. Como bien sabían, todos habían huido al refugio, con
los elfos, creyendo que todo había terminado. Ni siquiera un guardia asomaba la cara. Al
lado de la puerta había mil rasguños que se hicieron cuando los No Vivos trataron con
ahínco de abrirse camino y buscar a los señores del reino. Ahora ningún humano sensato
respiraba los aires nocturnos de la batalla. Más allá del portal no se apreciaba algo grave,
solo manchas de humo y sangre roja desparramada en algunas secciones de suelo y pared,
pero ningún cuerpo opacaba los elegantes azulejos del piso.
Al sentir que la hora esperada había llegado, tres magos salieron de los setos
altos del jardín y embistieron con hechizos protectores antes de ser identificados por los
No Vivos.
La batalla continuó, tres contra cinco.
Los tres magos llevaban la delantera gracias a sus armas magníficas que bailaban
enfrente de los No Vivos sin piedad, así esos demonios cayeron uno por uno al lado de
algunas víctimas y más enemigos: un último tributo al sufrimiento, al reino y a los que
dieron su vida por terminar con esa pesadilla. Los tres Diez exhalaron victoria,
boquearon, jadearon y se enjugaron el sudor que les perló la frente. Creyeron que su
descanso los esperaba, aun así la tristeza ocasionada por la pérdida de sus compañeros y
la devastación de las tierras que prometieron, ante todo, cuidar con sus vidas, los
embargó tan rápido como su siguiente suspiro.
Se iban a tirar a maldecir, llorar con tranquilidad sus calvarios personales a pesar
de ver más clara la victoria sobre el enemigo. Supieron entonces cuál era la trampa que
les habían preparado de plato fuerte, la que los acabó. Sus cadáveres se unieron a unos
cuantos más.
De esta manera se perdieron los diez guerreros que conformaban la esperanza
de las Personas Mágicas. Sus armas y armaduras se esfumaron tras la magia de la trampa.
El hombre encapuchado que fingió ser víctima, rio como demente al ver los cuerpos de
los Diez, grandes y poderosos hombres, regados junto al de sus compañeros No Vivos.
Este ser era diferente, más fuerte, más hábil y era el que más temor infundía. Las marcas
del No Vivo, esparcidas como tatuajes en todo su pálido cuerpo, hablaban del líder de
la raza que gozaba lo que bajo sus pies sucedía.
El No Vivo corrió hasta el vestíbulo del castillo con reciente premura. Ahí
dentro la luz era más noble, no se lo comía como la boca de lobo de afuera y el frío se
cegaba con las antorchas. Fuera de sí, entró a cada una de las habitaciones, abriendo y
cerrando de un portazo, buscando a alguien en especial. Posteriormente corrió al balcón
de los tronos, pero no llegó, se quedó a mitad de las escaleras, distraído al visualizar una
figura fuera de una pequeña ventana junto a los cuadros del rey. Observó, gracias a su
poderosa visión, a un hombre alto y encapotado que cargaba un bulto enredado.
La visión auguraba el final de la jornada. Todo había terminado ya.
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Salió del castillo con trancos acelerados que resuenan aún como fantasmas sin
descanso.
Se perdió entre las penumbras y sombras nocturnas del pueblo devastado. A lo
lejos, en esa dirección y arriba, en el cielo se abrió un túnel lleno de fuego por donde
entró volando, elevado por un humo macabro que parecía salir de sus botas sucias. Tras
él, como un remolino terrible, volaron directo a al agujero miles de cuerpos que le
servirían para después, cuando él y su Señor estuvieran nuevamente listos ya que
únicamente la batalla había terminado, por el momento, sin embargo su guerra
perduraría hasta el final.
Para el Gran Demonio, quien ha esperado desde el Inicio de los Tiempos, los
años son segundos. Su nuevo plan era lo que esperaba ejecutar para retomar sus
esperanzas debilitadas.
Una vez terminada la guerra, la felicidad en el mundo comenzó a fluir como
oro líquido, poco a poco. Era un gran alivio, un peso menos. Se podía respirar en paz de
nueva cuenta. El rey de los No Vivos se había ido, su séquito era historia, Greyddera
celebraba a lo grande una victoria más. A los Diez, los guerreros con armas de poder
anormal, se les celebró como a nadie, como grandes héroes, los más grandes a un lado
del antiguo Zoth. Eran, sin duda, el más considerable milagro, el motivo del por qué las
Personas Mágicas le ganaron una nueva batalla al Demonio. De no haber sido por ellos
la historia hubiese sido distinta.
Todo el auge de los castillos aumentó más rápido de lo previsto. Las calles del
reino, las casas, los animales, los árboles, todo fue nuevo y mejor. El hermano menor
del rey Regacello, quien pereció en manos de un No Vivo, dejó de hacerse el bobo y
trabajó duro a lado de su enfermo hermano mayor para mantener el reino sobre pilares
firmes.
Justo después de la guerra, una nueva felicidad llegó para dos familias, la
Corbeau y la Fleourge. Ambas tuvieron sus primeros hijos. De verdad era un alivio
recibir esos regalos del cielo para reconfortarse después del daño causado. Eran una cura,
la primera pieza del rompecabezas llamado vida amorosa y tranquila, llena de esperanzas.
El dos de noviembre los Corbeau, al no poder tener hijos, adoptaron a un
pequeño bebé con solo poco tiempo de vida. El veintiocho de diciembre, luego de una
navidad única, la familia Fleourge pasó una larga tarde en el hospital local para al fin
concebir a una pequeña bebé hermosa.
Cuando ambas madres y padres cargaron a sus hijos, les sonrieron y les besaron
la tibia frente, en lo último que pensaron fue que esas dos vidas se unirían algún día, en
el futuro.
9
1 El fantasma
de SiriusSon
La devastación creada por las manos del Padre de la Noche se difuminó en historias. Por
veintidós años la paz logró convivir con las nuevas generaciones. La guerra seguía en las
mentes de todos, jóvenes o ancianos; un mal recuerdo del pasado.
Los más sabios tenían claro que el rey No Vivo estaba escondido, no había
muerto, si su poder permanecía en el mundo vivo de alguna forma, aparte de las
remembranzas y temores, nadie lo podía asegurar ni desmentir. De vez en cuando
aparecían difamaciones, calumnias e historias sobre nuevos levantamientos; todo
mentiras creadas desde cero, sin argumentos sólidos, y expandidas a su vez en forma de
chismes terroríficos, simples cuentos de miedo para asustar al más débil y desorientar al
menos avispado, los cuales solían encender la mecha del temor generalizado en la
población.
En el Infierno se encontraban aún los más portentosos enemigos y los secretos
del Demonio. Muchos aseguraban que era cuestión de tiempo, nada más, eso les evitaba
vivir en completa armonía y construir un mundo tranquilo, ciego ante la verdad. A otros
no les importaba, tan solo se enfocaban en los pasos que darían, creían en un futuro;
trabajaban, respiraban, vivían tratando de olvidar los pesares del ayer porque eran lastres
pesados para llevar a cuestas.
A los veintidós años de edad, Flurum Roscord Corbeau se había convertido en
un hombre, algo inmaduro, pero un buen muchacho con grandes virtudes y algunos
defectos. Un joven común surcando la tranquilidad de la cotidianidad sin mayores
preocupaciones y peligros que los que él mismo se acarreaba.
Odiaba lo que aseguraban era su más grande defecto: ser un brago, la
combinación sanguínea de un mago y un brujo. La brujería justamente seguía siendo la
parte oscura de la magia, y el pilar de varias guerras pasadas que los libros de su escuela
seguían recordando. Muchos se aventuraban a decir que el joven Corbeau había tenido
familiares brujos en antiguas generaciones. Ser adoptado generalizaba esa misma
creencia. A pesar de esto, otros depositaban confianza en él a la par que un miedo
irracional tomaba por sorpresa a los desconocidos que no querían conocerle y se
limitaban a juzgar sin fundamentos. Por su parte él ignoraba a quien debería ignorar. No
tenía la más mínima culpa de ser un brago. Nunca utilizaba la magia negra para mal, ni
siquiera era fácil identificar qué clase de Persona Mágica era, parecía un mago como
cualquier otro, sin un ápice de verdadera y pura crueldad asesina, característica de los
prístinos brujos.
Los muchachos de su escuela, de manera amistosa o para hacerlo enojar, le
llamaban Cuervo debido a su apellido y a su usual vestimenta negra, a veces conformada
por túnicas o simples pantalones y playeras. Su cabello azabache le llegaba hasta los
hombros y sus ojos profundos eran del mismo color lúgubre. Su piel, muchos decían tan
nívea como la de los vampiros, contrastaba y aumentaba todos los tonos de negro que
portaba. Gritar era una de sus actividades favoritas, e imitaba de vez en cuando el gutural
graznar de los cuervos ya fuera para fastidiar, como presentación de sí mismo —
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admirada por muchos chicos, algunos de los cuales le imitaban en ocasiones—, o sin
ningún motivo aparente. El famoso grito espontáneo de Corbeau. En su forma de ser
cabe destacar su rebeldía estilizada muy a su manera, cosa desacorde con su amabilidad
y confiabilidad que, entre otras grandiosas aptitudes, lo convertían en un muy buen
amigo, uno que nunca fallaba.
Le fascinaban varias cosas en la vida: los animales extraños, sitios nuevos,
aventuras, buenas bromas, comida exótica, perder el tiempo, saltarse clases. Siempre
quería justificar sus actos erróneos con excusas incorporadas a célebre sonrisa y sus ojos
embebidos de falso arrepentimiento; ante los inexpertos que recién le conocían parecía
decir la pura verdad. Era único, uno de los jóvenes más divertidos de su clase y de toda
la universidad. Aunque parecía petulante, no era tan fanfarrón ni engreído.
Uno de tantos días, dentro de una de tantas clases aburridas, para lograr pasar
desapercibido por los ágiles ojos de su profesora, se escudaba detrás de su mochila y la
de Rody, su amigo y compañero, con la cara pegada a la mesa de madera esmaltada de
tonos ocres. Los murmullos de sus compañeros, la palabrería soporífera de su mentora,
sumado todo al calor asfixiante de la época veraniega, lo tenían sumiso, atontado, bajo
el hechizo de Morfeo. El calor se había convertido en el más grande enemigo de todos
los alumnos de SiriusSon.
Era extraño en aquella parte de Europa que la temporada de calor comenzara
tan prematuramente. Ni los bosques verdes en torno de la fortificación, ni las montañas
a cuestas podían contener el poder del sol. La misma constitución rocosa de la
universidad servía de poco para retener toda la acumulación de rayos solares que caían
sin reservas. Y como si no fuera suficiente con el bochorno, los holgados y abombados
uniformes de color dorado daban todo de sí para que el sudor de los muchachos fuera
el líquido más abundante en todo el lugar. Un jersey de lana no los martirizaría tanto, ni
una boa los ahogaría con tanto tesón como aquella maldita prenda obligatoria.
El salón era largo, con extensas ventanas sin vidrio en las paredes de piedra y
las bancas de madera servían para albergar a dos compañeros. Enfrente, el pizarrón verde
lleno de notas blancas parecía burlarse de ellos con decenas de líneas monótonas,
palabras y números, muchos de los cuales sus cansadas mentes dejaban de interpretar y
sustituían por figuras borrosas sin sentido. Para colmo, el examen escrito en hoja de
papel que tenían bajo sus narices les hacía perder más el sentido, sin mencionar la
cordura, les aturdía el cerebro, atormentándolos como pocas veces.
De vez en cuando gotas de sudor caían de sus frentes perladas al papel,
arruinando lo ya escrito. De vez en cuando un alumno salía a respirar, tomar agua, o
desertaba de la tarea que pocos terminaban con una sonrisa de autocomplacencia en el
rostro. Las plumas parecían volar por el ágil movimiento de las manos, escribiendo con
soltura todo lo que alcanzaban a captar. Para salir con vida del sitio deberían terminar
con la mayor prontitud.
—¡Flurum, Flurum! —Rody intentaba despertarlo, murmurándole con un tono
de alarma al oído mientras lo meneaba con sutilidad, cuidando de no hacerlo con
brusquedad como hubiese deseado.
Con el acto le trataba de salvar el pellejo porque la profesora de la clase estaba
haciendo preguntas mientras los jóvenes hacían su último examen de Secretos Mágicos.
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Flurum, con la última fuerza de su ímpetu masacrado, entreabrió los ojos como
un bebé recién parido. Mirando a través de un velo de lagañas y modorra, de forma
pausada y con temor, buscó a su profesora. La encontró preguntando a un compañero
que tan sólo estaba tres bancas a un lado y una detrás de él. Se tragó, al ver aquél fantasma
de mal augurio, la baba que no expulsó sobre la empapada mesa. Al levantar la cabeza
lo más rígidamente posible, el sucio y mojado examen se le despegó de la cara.
Restándole importancia, se limpió el sudor del rostro pálido con la manga, se atusó el
cabello enmarañado con sus largos dedos y se talló los ojos rojos rogando que la marca
de la modorra hubiese desaparecido con aquellos fútiles ajustes a su rostro, antes de tener
enfrente la aparición que flotaba de alumno en alumno. Se liberó de poco de ese sueño
abofeteador, y torpemente contestó algunas líneas del examen estropeado. No buscaba
las mejores respuestas, se conformaba que no fueran tan estúpidas y lo acusaran, así, de
su estado.
La maestra, con pasos ligeros, llegó al fin a su mesa, pasó de largo al joven Rody
Waberdos y dirigió hacia él unos ponzoñosos ojos de víbora.
Era fácil doblegar a los alumnos de SiriusSon con miradas directas, duras y frías,
sin necesidad de recurrir a frases orales. Los profesores de la universidad eran
inteligentes, conocían a sus alumnos y con habilidad preludiaban lo que los chicos se
traían entre manos para evitar cualquier falta al reglamento.
Con el joven Corbeau había una tradición ya casi descrita en los Anales de los
Altos Magos: siempre, examen tras examen, trabajo tras trabajo, ojos atiborrados de
autoridad lo atravesaban, incitándolo a doblegarse por su propia voluntad. Él recaía
contadas veces en cuánto su falta de moral o fervor por la escuela lo afectaba o a los
maestros o alumnos.
La achaparrada maestra dedicó unos segundos para ablandar a Flurum con una
mirada que decía, entre otras cosas, que estaba consciente del estado abrumado del
muchacho. Se posó enfrente y abrió la boca:
—Está despierto joven Corbeau, me alegro, espero que esté listo. A ver, una
pregunta fácil, ¿qué diferencia un benhbon de una lechuza de la Ciénaga Rentigiz?
Su voz seca se acoplaba perfectamente a su fisonomía deteriorada.
Flurum trató de responder, siquiera abrir la boca. No lo consiguió, seguía
adormilado. Sentía lo pegajoso de su boca. Sus ojos entrecerrados y enrojecidos
analizaron a la amenazadora mujer, que esperaba con ansias la respuesta. El chico la
tenía, pero le dio flojera responder, se limitó a esbozar una sonrisa tozuda y se encogió
de hombros. Para remarcar su falta de interés, bostezó como un león.
—¡Señor Corbeau! —El joven conocía ese tono de sobra: la maestra Dial
trataba de doblegarlo, de transformar su actual expresión de bobo a la de un niño
verdaderamente espantado, atento a las órdenes de sus superiores—. ¡Señor Flurum, no
aguanto más su comportamiento! —berreó—. Esto es el colmo, joven irresponsable. Es
su último examen. No ha cambiado nada en estos años. Sé que castigarlo no sirve, aun
así vaya con el rector, dígale lo sucedido. Si no soporto algo es que los alumnos duerman
en clase y menos en un examen tan importante. Por cierto… —Detuvo un segundo sus
palabras para sonreír, indicando de nuevo su seria amenaza y, como la vez pasada, no
consiguió doblegar al muchacho— una vez el rector le haga un reporte, regrese a la clase,
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el examen y yo lo estaremos esperando… por su bien. —La maestra cogió el papel
húmedo del chico y le echó una revisión rápida—. Sí, por su bien lo volverá a hacer
desde el inicio, además este ya está arruinado con baba y sudor. —Ultimó con una sutil
expresión de asco—. Otra cosa —continuó con una nueva sonrisa, augurando malas
noticias— le haré diez preguntas extra sobre tres objetos, dos animales raros, un animal
mágico y lo demás de hechizos y embrujos. Y ya sabe lo que sigue, joven Corbeau, en la
tarde le aplicaré el castigo de siempre.
El chico deseó zafarse de los castigos. Como dijo ella, ya estaba adaptado a cada
uno, no había nada nuevo que en realidad pudiera amedrentar su espíritu vehemente,
pero las tardes se habían hecho para descansar de las largas jornadas de trabajo, no para
seguir con precisamente más trabajo. No abrió la boca en su defensa, era mejor salir del
caluroso lugar de una vez. Después haría la prueba, en ese momento el sueño y el calor
no le daban muchas oportunidades. Se encogió de hombros y asintió sin hacer énfasis
en el asunto ni oponer mayor resistencia.
—Sí, señorita Dial, lo que usted mande… Usted ordena en este infierno lleno
de demonios adormilados, seres de la noche buscando en tumbas su alimento diario. —
Sonrió e hizo una pequeña genuflexión jocosa.
La mujer volteó los ojos mientras negaba con la cabeza, desaprobando su
acción infantil.
—No cabe duda, joven, no habrá otro como usted. O eso espero. Le rogaré a
dios que así sea. Déjese de payasadas y váyase ahora a la rectoría. Nada de escapaditas,
he.
—No se preocupe, iré con el viejo —dijo el muchacho y bostezó, desganado.
—Ojalá algún día aprenda a respetar a sus mayores, Corbeau. Usted mismo será
mayor algún día.
—Ya los respeto —dijo y quiso reír, pero algo lo detuvo—. Yo los trato como
iguales, eso es todo.
—Sí. Vaya, la actitud de los jóvenes siempre es la misma.
—Usted un día fue joven, maestra, eso no lo puede negar.
—Yo fui una chica aplicada, centrada, me comportaba como debía.
Al decirlo, se irguió con orgullo.
—No, a mí no me engaña, usted algún día fue una persona divertida. Los años
le han sentado mal. —No pudo contenerse más, le dedicó una amplia sonrisa. Al acto,
algunos oyentes metiches dejaron escapar una carcajada, sofocada al instante para no
faltar al respeto a una ya irritada profesora.
Ya muchos, como Rody Waberdos, habían dejado de lado la hoja de papel con
preguntas para enfocar su vista al dúo que discutía.
—Como sea —dijo ella—. Sí, ya estoy vieja y soy una regañona, niño malcriado.
Ahora, fuera del salón.
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Se podía notar que la profesora Dial no estaba molesta del todo, muy en el
fondo Flurum le hizo recordar sus años mozos. Flurum lo sabía, lo podía ver en los
soñadores ojillos de la educadora.
—Usted gana, anciana —dijo dejando escapar media risotada.
Se levantó restando importancia a su comportamiento. La profesora no
despegó la vista del muchacho hasta verlo salir del salón, arrastrando sus pies y
sintiéndose un héroe ante todos esos ojos. Esa marcha era muy conocida por sus
compañeros de clase, lo único necesario para completarla era un himno acompañado de
un coro. Entre esos alumnos se encontraban sus fieles seguidores, ellos lo clasificaban
como un valiente, una persona que, de una manera divertida y guasona, se enfrentaba a
la autoridad. En contraparte, los profesores lo catalogaban como un hombre que
necesitaba más atención de la que recibía. Él, a su vez, no prestaba importancia a los
comentarios, fueran para bien o para mal, solo se excusaba diciendo que el molestar a
los profesores era un buen deporte del cual era gran pilar y principal jugador dentro de
SiriusSon.
Al salir por las largas puertas chirriantes se echó a andar por los pequeños y
altos corredores que, debido a la falta de una aglomeración humana, eran más frescos.
La infraestructura del sitio era de las más extrañas de todo el continente. SiriusSon era
una permondel, una de las famosas Coronas de Piedra. No existían muchas en el mundo y
algunas ya eran ruinas. Son distintas a cualquier fortificación construida para proteger
reinos, reyes o pueblos: fueron creadas, a su inicio, por la mano de la naturaleza, no la
humana, en la cima de montañas, con una curiosa forma de corona de piedra, aunque
muchos suponían que habían sido justamente manos humanas las que habían dotado a
ese trozo de montaña con puertas, ventanas, pasillos y recovecos en forma de
habitaciones, más tarde de salones.
La permondel no había tenido ocupación alguna y, al ser una de las más enormes
del mundo, un grupo de profesores se dio a la tarea de convertirla, hacía pocos años, en
sede de una escuela privada para varones. Un internado con alta calidad de enseñanza.
Su estructura, como la mayoría de las permondel, eran torrecillas picudas de piedra,
iniciando por ocho pequeñas en derredor de cuatro más grandes, las cuales a su vez
protegían dos y luego una, la principal de las torres; esta presumía de una campana de
plata que reverberaba con ímpetu gracias a rayos del sol o, por la noche, de la luna. Junto
a ella, un reloj con manecillas brillantes de oro recordaba a todos la hora y resonaba
odioso para reafirmarles la entrada a clase. Además de una corona, la forma del castillo
se podía comparar con dientes afilados de un cálido tono grisáceo. La piedra no
presentaba bordes mellados ni costras, estaba bastante lisa, como si la hubieran pulido
completamente.
Afuera del edificio, el panorama se componía de los hermosos jardines de pasto
y árboles sembrados sobre la piedra llana. La montaña no era muy grande, no como sus
vecinas, aunque era más imponente que los montes paralelos en los cuales se había
abierto un sendero que conducía a la universidad desde una carretera poco transitada en
el linde del bosque.
El frío más intenso aparecía en los meses invernales, gracias a eso el verde podía
crecer en paz hasta los bordes donde cercas de piedra protegían a los estudiantes de una
caída al abismo. Esas mismas bardas obstruían gran parte del hermoso paisaje construido
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bellamente por muchos montes, bosques y montañas. SiriusSon estaba apartado con
recelo de la civilización, justamente a medio día a caballo del pueblo más cercano.
La permondel había sido bautizada hacía mucho tiempo atrás con el nombre de
SiriusSon, mismo nombre otorgado a la universidad. Nadie estaba seguro de quién fue
el original autor del nombre, si un rey, un acaudalado señor, alguien que obedecía a la
oscuridad. Sin embargo, era sencillo ver el porqué del título: los rayos del sol, al chocar
con los picos de piedra del castillo, formaban sobre los terrenos bajo la montaña la figura
de un perro de gran tamaño. Por caprichos de la magia, la sombra nunca era desterrada
del lugar, perduraba como si fuera protectora del castillo; por las noches la luna, aunque
fuera la más ínfima, la mantenía viva, ni siquiera las nubes ni la oscuridad profunda
abolían la enorme sombra. Ser un guardián era una parte del trabajo del inexistente
animal, además, para todos y cada uno de los jóvenes, siempre ha sido un logotipo
adorado, un perro amable, amigable, un cazador y vigilante, un atractivo de la escuela y
un símbolo viril.
SiriusSon, en poco tiempo, consiguió ser la mejor escuela privada para varones
de toda Europa. La familia adoptiva de Flurum, los Corbeau, contaban con los
suficientes recursos económicos para darle una educación adecuada a su muchacho en
la emblemática universidad.
Después de haber cursado cinco años en el lugar, el final se encontraba a la
vuelta de la esquina. Todos los ciclos en el castillo fueron revitalizantes para el
muchacho. Había trabajado duro, aunque nunca lo parecía. Cada día miraba al mundo
con una fresca sonrisa en los labios, nunca se preocupaba o trastornaba sin necesidad, y
la necesidad nunca llegó.
Como en cualquier escuela universitaria de Personas Mágicas, a ellos les
mostraban las reglas de la magia, las formas de controlarla, ganar poder sobre ella. Las
enseñanzas, obviamente, no se limitaban a ese arte antiguo, igual les instruían materias
comunes como las matemáticas, historia nacional y mundial, biología tanto de animales
como de semihumanos y seres mágicos.
Al joven la magia le gustaba para hacer bromas, sin embargo conocía las
consecuencias de su uso. La tomaba siempre con seriedad, guardándole imprescindible
respeto, así como la precaución necesaria.
Andando, canturreaba con desgana, todo estaba tranquilo. Los únicos
murmullos provenían de los salones llenos de aburridos y acalorados jóvenes. Sus pasos
aportaban ruido a la silente cacofonía matinal de SiriusSon.
Tomó el camino de la rectoría. No le importaba ir con el rector, ese era su deber
o de lo contrario su castigo sería peor y eso lo fastidiaba: perder tiempo contestando
preguntas, lavando partes muy concurridas del castillo, fregando los baños,
exponiéndose ante todos como el próximo lavandero lo cual no era otra cosa más que
el ritual de lavar las sucias ropas de sus compañeros, incluso la interior.
Antes de andar por unas largas escaleras en diagonal que daban directamente a
un piso superior, asomó su cara sobre la burda balaustrada de piedra que estaba tan alta
como él, buscando un maldito bebedero de roca. Ya tenía casi cinco años completos
dentro del lugar y había vagado por cada rincón del mismo, sin embargo siempre se
olvidaba de la posición de cosas como los bebederos. Su extraña racionalidad lo
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consolaba, diciéndole que el bebedero siempre confabulaba contra él para matarlo de
sed. Tal vez estaban hechizados para hacer sufrir a los alumnos.
Salió del paso de las escaleras y encontró su objetivo: un pequeño pilar de roca
con una llave de agua achatada. Se acercó desmadejado hasta la fuente de agua y accionó
para que un chorro del líquido vital llegara a sus labios secos que bebieron con premura.
Súbitamente, creyó escuchar unos pasos lentos, pausados, hechos con cuidado
tras él. Dejó de beber con brusquedad y volteó, prevenido. Por unos instantes imaginó
ver una sombra escondida en las profundidades tras las escaleras. Se apartó del bebedero
y, con precaución, emprendió camino hacia la oscuridad.
—¿Hay alguien allí? —preguntó a quien le respondiera—. ¿Canis? —inquirió
con voz aventurera sin rastros de miedo.
Se tomó un par de minutos para revisar la amplitud del camino. No había nadie,
la escasa luz de las ventanas altas lo demostraban, desmintiendo su visión.
Regresó al bebedero a tomar otro sorbo dejando de lado lo sucedido,
relegándolo a un simple efecto visual. Se mojó la cara y se enjugó con la manga de su
túnica a modo de toalla. Al girarse se sobresaltó por culpa de una figura que bien podía
haberlo estando vigilando desde hacía segundos, pero de ninguna manera era
CanisSolsing.
El castillo gozaba de más de una historia de terror creada por el paso de
generaciones de alumnos. Ya fueran leyendas sobre muertos vivos de color transparente,
sombras entre las sombras, voces del más allá, seres infernales, etcétera. En la más
famosa de las historias el personaje principal era CanisSolsing o, conocido popularmente,
el Hombre Oculto. Algunos decían que Canis era un alma atormentada, un señor
maldecido hacía muchas eras. Otros, que era el amo original del castillo o algún sirviente
que había muerto de una forma terrible en alguna guerra. La historia más controversial
aseguraba que Canis era un extraterrestre escondido en la Tierra, en ese castillo
construido por sus manos alienígenas. Flurum mismo, contando con esa nueva ocasión,
ya lo había visto más de cinco veces por toda la escuela, ya fuera nítidamente desde una
ventana o del balcón, o como sombra, lejos del pasillo. Siempre se aparecía protegido
por el anonimato de una túnica negra.
Pero no, el hombre que tenía enfrente era alguien conocido por todos en el
castillo: el rector de la universidad. Un mago célebre, alto, moreno e inteligente que, por
giros malvividos del destino, sufría de amnesia y, claro, ya no le era muy útil su memoria
que antaño fue de un erudito, de un hombre que logró sobrevivir en la guerra contra los
No Vivos, usando sus capacidades diversas. Las leyendas aseguraban la participación del
rector al lado de los mismos Diez, los indiscutibles salvadores del mundo entero. Ahora
era un profesor en todo lo ancho de la palabra. Sus investigaciones eran reconocidas en
las distintas ramas de la educación para Personas Mágicas. Su rostro se escondía tras una
insipiente barba veteada de blanco que también le tapaba la pequeña boca y, junto con
unos anteojos de grosor exagerado, evitaban que el semblante de hombre fuera
apreciable.
—¡Profesor! ¡Me asustó! —bufó el alumno, jadeando con exageración, con la
mano en el corazón y los ojos fuera de las órbitas.
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El profesor, sin inmutar su expresión pacífica, observó al muchacho. Marcó
una media sonrisa entre la barba y dio dos calmos pasos hacia atrás.
—Sí, te asusté, joven, pero parece que has visto un verdadero fantasma. Dime,
¿has visto un fantasma?
Flurum se encogió de hombros y recobró la compostura.
—Ha sido CanisSolsing, ¿verdad? —preguntó Syclot sin rodeos y sin mudar de
expresión.
—Quizá —admitió—. No podría asegurarlo para nada, pero… profesor, lo
quiero oír de su boca, ¿Canis es real? Me refiero… quiero decir, ¿es un alma y vaga por
el castillo?
—Es raro —contestó con aire pensativo—, nunca he visto un fantasma, no sé
si existan pero, independientemente de quién sea él, no le temas. ¿CanisSolsing?, ¿quién
sería el pocos sesos que le dio el nombre? —Se permitió una carcajadilla senil—.
Cambiando de tema, me he cruzado con la profesora Dial momentos atrás y dijo que lo
buscara, que usted andaba por allí. Sígame por favor. No me gusta dar castigos fuera de
mi rectoría, me siento desnudo —dijo, acentuando más su sonrisa.
Sin cruzar ni una sílaba más en la instancia, los dos, el rector delante y el
regañando detrás, caminando con el mismo ritmo casi militar, se apresuraron. Subieron
escaleras por un buen rato hasta llegar a uno de los pisos más altos de la fortaleza, en el
pico principal. Al terminar de subir el último peldaño, los recibió una línea de puertas
opacas encastradas a la pared de piedra. Se acercaron a la más imponente, custodiada a
cada lado por dos estatuas de piedra negra pulida con la figura de pastores alemanes
sobre sus cuartos traseros. El hombre mayor abrió una hoja y penetró a la oscuridad.
El rector, alzando lo que el muchacho supuso sería la varita, encendió una luz
incorpórea en la parte más alta del techo y dejó entrar al alumno. El chico, dando pasos
desganados, se sentó enfrente del escritorio sobre una silla que sus posaderas conocían
de sobra desde el primer año de escuela. El rector se colocó cómodamente del otro lado
de su bonita mesa de negra madera llena de símbolos y palabras que de lejos parecían
simples hilos entretejidos.
—¿Señor Arthur, qué…?
—No, soy Flurum, señor Syck —corrigió, tranquilo, aburrido, acurrucando su
rostro contra la palma de su mano derecha.
Flurum, así como muchos alumnos conocedores, estaba acostumbrado a la
mala memoria de su rector y con el tiempo adquirió la capacidad para que las engorrosas
conversaciones no lo trastornaran.
El chico se talló los ojos con las mangas de su brilloso uniforme, bostezó y
amoldó su trasero a la suave colchoneta.
—¿No tiene calor? Parece que la rectoría es el Infierno y no solamente lo digo
por el clima asfixiante —se mofó acompañando todo con una sonrisa de niño travieso.
—¿Ahora qué hizo, joven Flori? —arrebató el rector sin esperar a escuchar otra
tontería.
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—¡NO SOY FLORI! —refunfuñó con un tono elevado, luego se calmó para
continuar—: Ni Arturito. Mi nombre es fácil de recordar y, por supuesto, no es uno tan
bobo como Flori—le corrigió sin perderle el respeto. Syclot era el único en todo
SiriusSon que podía presumir haber puesto en estado de sumisión más de una vez a ese
alumno irritante—. Soy Flurum Roscord Corbeau, señor, ya lo he discutido con usted
varias veces. —Se detuvo y exhaló e inhaló para recuperar aire—. Me volví a dormir,
señor, y además no quise contestar una pregunta desconocida de la señorita Dial, una
muy estúpida debo admitir.
—No se enoje, señor Flurum —le dijo, apaciguándolo. El rector no hablaba
molesto, para él el ver a Flurum de mala gana era una costumbre, ni siquiera su memoria
embotada le hacía olvidar cosas relacionadas con el chico, aparte de su nombre—. Ahora
mandaré un telegrama a sus padres. Recuerde, ellos me dieron la tarea de llamarlos cada
vez que usted mostrara malas actitudes en la escuela. Si fuera por mí no los molestaría o
los sacaría de sus asuntos para avisarles que su único hijo, la esperanza de la familia
Corbeau, estaba haciendo cosas indebidas en momentos inoportunos, en donde un
comportamiento de esa índole no es aceptado. A diferencia de usted, yo capto todas las
instrucciones y las trato de seguir tal y como las reglas me lo dicten. Debería intentar
hacer lo mismo un día. Portarse bien le dejará una gran sensación de bienestar. Pero no,
su actitud vehemente y llena de brío le hace desperdiciar la energía para el estudio. No
lo culpo, no obstante, seguirá al pie de la letra mis instrucciones, así como las del
profesorado. —Flurum bostezó otra vez y se recargó en el respaldo de la silla,
amoldándose a ella—. Ya estamos a punto de salir y le falta terminar (o comenzar) sus
nuevos castigos.
—Sí, aún no comienzo a limpiar los baños —dijo sin poder ayudarse de alguna
excusa, como siempre lo hacía; simplemente, y para evitar enfrascarse en una riña inútil,
corroboró la veracidad del rector, todo sin inmutarse o mostrar alguna debilidad en su
rostro, como otras tantas veces.
—No me va a engañar. —El rector sonrió como Flurum, compitiendo en
afabilidad—. No hijo, esta vez lo harás, el otro año te escabulliste sin cumplir tus
castigos, fuiste muy astuto.
—Debo decirlo, su mala memoria me ayudó.
—Pobre de mi mente, señor Corbeau, no tiene la culpa de nada. Ahora
apuntaré todo, pero primero…
El rector rescató con sus largas y delgadas manos una caja de latón opaco de
debajo de su grandiosa mesa. Colocó el aparato enfrente de los dos y abrió la parte
superior; a falta de una aceitada en los engranes del artilugio el acto dejó escapar un
chirrido escandaloso. La tapa, en la parte interior, contaba con un pequeño tubo con
punta colgando de un hilillo de cobre. Syclot, entonces, sacó su varita blanca. A
diferencia de las oscuras varitas de los magos menores, el color blanco indicaba el rango
superior del mago, además múltiples adornos rúnicos dorados la ornamentaban.
—Miltorll Corbeau —señalando con la varita, le susurró a la caja.
Y el tubillo enloqueció, girando de un lado a otro y dando vueltas, tomando
con libertad la amplitud de su radio.
Una vez lapicillo de metal dejó de pivotar, el rector se dirigió a la caja:
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—¿Señor, está ahí?
Débilmente se escuchó un rugido metálico, dos segundos de silencio y al final
la voz:
—Sí, sí, soy yo y… ¡ROSCORD, ¿QUÉ HICISTE AHORA?!
Los gritos de enojo pertenecían a un hombre con una profunda voz que se
adivinaría tranquila en cualquier otra ocasión. El padre de Flurum estaba acostumbrado
a llamadas como aquella, por lo tanto conocía de sobra la voz del rector de SiriusSon y
el porqué de la llamada, no necesitaba hacer pregunta alguna.
—Padre, ya sabes que ese nombre no me gusta y… —comenzó Flurum, con el
mismo tono, dirigiéndose de mala gana a la caja parlanchina.
—¡Basta Flurum! —arrebató con un gruñido desgarrador, luego tranquilizó un
poco su tono para continuar—: Dime, no tengo mucho tiempo.
—Miltorll, tu hijo se durmió otra vez —respondió el rector en lugar del joven,
ya que este no era capaz de transmitir a su padre su nueva trastada sin sentir vergüenza.
—¡No puede ser! ¿Otra vez? Hijo, ¿en qué piensas? —gruñó el hombre.
—El calor me durmió, yo no… —trató de excusarse de una manera infantil,
como siempre.
—Nada. Eres un hombre mayor, un adulto. Ni siquiera un niño se dormiría en
una clase. Tu madre escuchará de esto, hijo, no le gustará nada. Bien, no me queda más
tiempo, me llaman ahora mismo. Adiós Flurum, profesor —terminó y su voz se
desvaneció de la misma forma que llegó al lugar. Si el aparato fuera un teléfono, el padre
de Corbeau hubiese colgado de golpe, con furia y celeridad.
El rector señaló el artículo con la varita, la guardó y dirigió una mirada
inquisitiva hacia el amonestado. Corbeau desvió sus ojos hacia todas las direcciones
posibles, despreocupado. Bostezó y se quedó mirando una ventana lejana por donde se
escapaba un poco de luz, luego miró a su rector. Syclot no despegaba la vista del
muchacho, esperando, sin éxito, alguna sentencia positiva. Flurum se encogió de
hombros.
Era un hecho: sus padres iban a estar molestos otra vez con él. Eso no era un
gran problema, él cumpliría los castigos impuestos por los profesores y era todo, eso los
contentaría o, con el tiempo, se les pasaría. Muchas veces sus padres estaban tan
ocupados que no le daban el interés necesario a pequeñeces como aquellas después de
cierto tiempo.
—Usted sabe que —comenzó el rector, con una voz congruente con su
mirada— cada minuto dentro de las aulas de esta escuela no son un desperdicio, y usted
está a punto de salir airoso de ella. Dejará huella como uno de los más irrespetuosos.
Usted, joven Flurum, no debe encerrarse en su círculo de juegos y de bobadas. Es un
adulto, no un niño falto de cuidados. No necesita regaños tras de usted. Tiene la
capacidad de cuidarse solo, de hecho lo hace, pero no cuidas de ti mismo.
Flurum invocó su poder actoral, con él logró hacer una cara de preocupación
muy creíble.
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—Entiendo —dijo. No era totalmente una mentira, era consciente de las
palabras del rector porque eran una verdad incómoda—. ¿Ya me puedo ir?
—No me engañas, Grenveu…
—Corbeau —corrigió el muchacho con el mismo tono acongojado.
—Corbeau, sabes que tengo la razón. Ahora…
La campana resonó sin previo aviso, silenciando al rector y con certeza a todos
los profesores de la universidad. Syclot cerró la boca por unos segundos, esperando el
silencio reconfortante, pliego en blanco para agregar sus palabras.
—Como decía, yo… Si… —De repente algo sucedió con él y la continuidad
de su regaño: en su expresión seria se acuñó la confusión y sus palabras perdieron
significado—. Joven, ¿qué hace en mi rectoría?, ¿un nuevo castigo? —preguntó,
inseguro.
Era una oportunidad: la mente del rector había fallado, entumeciendo su
comprensión de los hechos. Corbeau ideó un plan en milisegundos nada más.
—Sólo me iba a decir algo, profesor —dijo Flurum, sobreactuando—. Ya
hecho, me retiro. Gracias, la profesora estará contenta con la noticia. —Sonrió,
satisfecho.
—De nada —respondió vacilante el mago.
El chico se levantó sin desvanecer la sonrisa de sus labios delgados. En
cualquier momento Syclot lo reconocería, su reputación era de las peores en el castillo,
el rector podría revisar sus castigos o asegurarse con cada uno de los profesores del
porqué estubo en la rectoría.
Flurum salió sin voltear, con mucho cuidado, como si caminara junto a un
dragón dormido. Afuera, en la habitual banca apiñada a la pared de cantera resanada, lo
esperaba su viejo amigo Rody Waberdos, un chico muy apegado a él, uno de sus más
grandes secuaces, no uno igual de irrespetuoso que él, pero sí su mejor amigo. El chico,
físicamente hablando, poseía gran semejanza a Flurum, las diferencias radicaban en que
era más rechoncho, su cabello era rizado y de un suave color marrón. Muchos podían
jurar que los dos no eran tan solo los mejores amigos, sino hermanos.
—¿Qué tal? —le preguntó, poniéndose de pie y echándose la mochila de cuero
al hombro.
Levantó otra mochila de la banca, la de Flurum, y se la pasó al propietario.
—Bien. Sí, bien.
Flurum procuró utilizar una mueca despreocupada.
—Se le fue la memoria de nuevo, ¿no? —adivinó el otro.
La respuesta fue una risilla de complicidad, Rody la copió.
—Vámonos de aquí. El simple hecho de estar fuera de la rectoría me produce
nauseas —dijo Corbeau, su amigo asintió.
Los dos se marcharon a las afueras del castillo, pasando entre multitudes de
alumnos que igualmente anhelaban darse una escapada oportuna de la aburrida rutina
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escolar. Era la hora del receso, el inmenso reloj de oro marcaba la hora favorita de
Flurum y de la mayoría del ejército varonil que pululaba entre las puertas, se apretaban y
empujaban en los pasillos, silbando y gritando, algunos hasta ladraban de la emoción. La
jovialidad nunca faltaba en SiriusSon a esa hora en los días de labores escolares.
Flurum, Rody y dos de sus mejores amigos —uno alto y moreno, y otro más
bajo de pelo largo y rubio— tomaron un atajo al brincar por las enormes ventanas sin
cristal, evitando así a sus compañeros de grupo que se dirigían como ola corriendo por
el pasillo izquierdo para dar contra la puerta, uniéndose con los demás jóvenes en
multitud. Otros los imitaron y brincaron por entre los enormes arcos.
Se alejaron del griterío, directamente a su mesa favorita a un lado del castillo
donde se formaba un recodo del inmenso jardín que cubría la mayoría de la piedra plana
con pasto corto de un verde exuberante. Ahí la sombra que les cubría el rostro era la de
la permondel y no la del perro gigante.
Se sentaron a empujones, como siempre. Ya tranquilos, de sus mochilas de
mano sacaron una manta blanca, la doblaron por la mitad y, al desdoblara, su almuerzo
del día estaba sobre ella, listo para ser devorado.
El día era casi perfecto, de no ser por el sol, un amigo en otros días, un enemigo
en esa temporada. El aire era puro, fiel aliento de bosques y montañas impregnado de
un sanador aroma. Todos buscaban el frescor, la sombra. Algunos se arrojaban al pasto
húmedo restando importancia a los uniformes dorados que se manchaban con suma
facilidad.
—Que bien, los de primero ya terminaron por hoy —dijo Rody casi con
envidia.
—El profesor Entgen no asistió —dijo un alumno de primero que pasaba por
allí con la cara llena de felicidad y lodo—. Creo que le ha dado diarrea del gusano.
Flurum escupió un trozo de emparedado al tratar de reír tras escuchar la noticia.
—Calma Matt, sigue jugando —le dijo Lurios, el joven alto y moreno.
El alumno flacucho de primer grado con cara de ardilla se retiró dando tumbos
de emoción.
—Pobres niños, aún les queda tiempo en esta prisión —dijo Flurum y mordió
un trozo de pan relleno de algo amarillo que el chico intuyó era queso pero que sabía a
cebolla.
—Así es pero ¡míranos! Eso dijeron de nosotros y nosotros ya nos vamos lejos
—dijo Rody con una mueca complaciente.
—Es verdad —contribuyó Smethers, el amigo más bajo—. Al fin… —Iba a
suspirar, pero algo lo detuvo—. ¡Mira nada más! Es ese.
Señaló con una mirada despectiva a alguien que se acercaba.
Haciendo acopio de su mejor disimulo, Rody y Flurum voltearon un poco para
lograr ver de quién se trataba. Un alumno delgadísimo, con pelo cobrizo y descuidado,
ojillos de rata, lleno de pecas y purulencias graves, se les acercó poco a poco, con una
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sonrisa odiosa. Se colocó a un lado de la mesa de piedra, a la izquierda de Corbeau, su
enemigo.
—Roscord —dijo con un odio extraño, envuelto en un claro tono de placer
desdeñoso.
—¿Ahora qué, July…? —Flurum refunfuñó, luego soltó una risa tonta.
Los secuaces del joven, sentados fielmente a su diestra, le hicieron coro a su
risa.
El chico delgado era una horma de todos los zapatos. Su juego favorito era
fastidiar a cualquiera y su objetivo favorito era, por alguna razón, Corbeau. Flurum era
uno de los mejores amigos que se pudiera encontrar en todo SiriusSon, todos podían
contar con su apoyo, muchos lo respetaban, nadie se metía con él, solo ese chico, el
único humano en el mundo al cual Flurum odiaba de verdad. Un fastidio, un exagerado,
un llorón, un lame botas.
—Mi nombre es Julyantl Zorkerfory —dijo, tratando que su chillona voz
sonara seria y molesta—. No eres nadie para llamarme July, Corbeau. ¿Olvidas mi
nombre? ¿Acaso tu mente no puede recordar algo tan simple como un nombre? —
bromeó a su estilo, sin gracia—. Esto no me extraña, nada me extraña en ti.
—Lo lamento, si no tuvieras un nombre tan… ¿Cómo lo digo sin herirte?, ¿feo?
Sí, feo. Un nombre tan feo y largo cualquiera lo recordaría.
Las risas de los presentes no se hicieron esperar.
—¡Oh! Disculpa por no tener un nombre tan corto y sin gracia, señor Cuervo…
—Bla, bla… Dime ¿qué quieres? —Esos pocos segundos de hosca charla
fueron suficientes para hartarlo. Con su tono lo demostró—. Ya, vamos, ve con tus
amigos, ellos seguro te esperan… Oh, lo siento, todos tus compañeros se asquearon de
ti.
Al hablar, migas de pan volaron desde la boca de Flurum hasta la cara de
Zorkerfory. La mirada del chico extraño se tornó peligrosa y le imprimió amenaza. Se
limpió cada migaja con su dedo índice mientras en su rostro se denotaba el asco.
Flurum Corbeau y todos en la mesa rieron sin reparo.
—Tengo mejores cosas que andar con gentuza como tú o esos. —Señaló con
la mirada a sus amigos—. Me gusta ser portador de malas noticias. —Sonrió con
manifiesto placer—. ¿Recuerdas lo que hiciste anteayer? Sí, lo recuerdas bien, ¿no? Claro,
puede ser que tu mente lo haya olvidado…
—Ni loco. —Su risa apenas y dejaba entender sus palabras—. No olvidaré
cómo te desmayaste al ver una simple rata de campo.
Todos en la mesa soltaron una atronadora carcajada, irritando todavía más al
chico ya encabritado al límite.
—Aguántate por lo menos una —dijo Lurios.
—Tú no te metas, larguirucho. No importa, de todas maneras te reportaré al
rector. Te irá mal, ya lo verás.
22
Quería demostrar su valentía, eso era todo, sin embargo no podía colocar una
expresión acorde con sus palabras y menos al tener enfrente a Cuervo, terror de muchos.
—Ja, ja ¡Vaya, me muero de pavor! —En Flurum el sarcasmo era un don.
Corbeau ya no habló, ni rio. Se levantó de la banca, encarando al otro joven.
Zorkerfory retrocedió sobre sus pasos, dejando una prudente distancia entre él y su
contrincante. Flurum era más alto y fortachón. Como reacción de miedo y advertencia,
el otro se desencorvó y lo miró a los ojos, como una cobra lista a atacar. Su mano derecha
estaba preparada para ir directo al bolsillo donde se encontraba su varita.
—Bien, bien, repórtame, me lo merezco —siguió Flurum—. Solo te voy a pedir
una cosa, para la siguiente no me lo digas a mí, ve directo con el rector, ¿para qué pierdes
tiempo? Las amenazas no sirven conmigo, lo sabes. Ya debes conocer mi modus
operandi. La siguiente vez que hagas esta bobada no responderé con palabras, haré que
de esa boca ya no salgan tonterías sino dientes.
El ultimátum mordaz de Flurum fue conciso, no bromeaba. Zorkerfory no
encontraba una manera de zafarse, no ponía cara de susto gracias a su orgullo, pero lo
estaba, asustado hasta el tuétano. La mirada de demonio de Flurum lo tenía sumiso,
engarrotado.
Rody, al presentir una posible riña, lo cual podría meter en todavía más
problemas a su amigo, se levantó, tomó del brazo a Flurum y lo sentó sin mucho
esfuerzo. Todas las expresiones de su amigo siguieron en las mismas posturas, no se
turbó ni un poco. Las dos miradas de mutuo odio no empeoraron ni mejoraron. El aire
se cargaba, se podía sentir la tensión.
El raro chico tragó saliva audiblemente. De hecho, conocía bien al joven
Corbeau: para Flurum estar en problemas era cotidiano, nada del otro mundo. Él, por
otro lado, no debería caer tan bajo, era el chivato de los profesores, su sirviente, el recto,
el favorito. Flurum nunca buscaba las peleas, no le servía de algo enfrentar a sus
contrincantes con puños, pero si éstos atacaban primero de esta manera, él no dudaba
seguir el juego. Y peleaba con ahínco, dando todo de sí como si se tratara de un asunto
de suma importancia, buscando siempre salir victorioso.
Julyantl intentó pasar saliva nuevamente, pero el temor le dejó seca la garganta.
Era un hecho: había perdido una nueva batalla, Flurum lo atacaría si seguía
despotricando sandeces.
—Como sea… —Disimuló con trabajo su miedo y sus ganas de marcharse del
campo de guerra—. Corbeau, no me importa lo que digas o quieras hacer. Sea como
fuere te veré en la sala de castigos muy pronto.
Flurum, jugando, se levantó de golpe con la cara ceñuda.
El otro se retiró cuanto su orgullo le dio chance. Trató de no flaquear, como si
de verdad fuera a responder con los puños. Dirigió la mirada hacia Flurum. Corbeau dio
unos cuantos pasos hasta tener de frente a Zorkerfory. Ahora muchos alumnos
apreciaban la escena en silencio, esperando cualquier movimiento, brusco o ínfimo.
Los dos estuvieron segundos peleando con los ojos.
23
Corbeau dejó salir un graznido de cuervo y le dio un golpe sin fuerza en el
hombro.
Zorkerfory se quedó como si un fantasma se le hubiese aparecido a la vuelta de
una esquina en un oscuro y solitario lugar. Su semblante contraído reflejaba pavor; estaba
pálido, inmovilizado, de verdad creyó que Flurum le iba acertar un puñetazo. Cualquier
otro chico se hubiera tapado por lo menos la cara o la zona en donde iba a recibir el
golpe, este nada hizo.
El hecho provocó una oleada de risa en todos los fisgones, dejando más
ridiculizado al chivato de la universidad. Julyantl echó un vistazo furtivo impregnado de
cólera a todos los hombres que se divertían a su cuesta. Se puso rojo de rabia y vergüenza.
—Ja, ja —dijo secamente, sarcástico—. No importa, el que ríe al último ríe
mejor, Corbeau, ya lo verás. Todos lo verán. —Trató de zafarse del muro donde lo tenían
aprisionado. No sabía qué decir y su quebradiza voz no lo ayudaba a colocar las cosas
sobre suelo firme.
—Has dicho esa frase por años —espetó Flurum—. Ahora vete, no me hagas
darte un puñetazo de verdad, si lo hago iré detenido y lo peor es que al ver tu horrible
cara creerán que de verdad te medio maté, así que me podrían llevar a prisión.
Todos celebraron el chascarrillo estridentemente.
El pie derecho de Zorkerfory, al dar la media vuelta, se coló en una raíz salida
en arco. Su caída fue mucho más divertida que su expresión de terror anterior. Las
carcajadas que se escucharon no sólo pertenecían a los amigos de Corbeau, sino al de
todos los jóvenes que vieron la escena. Flurum era el que más se divertía: se moría de
risa mientras su enemigo de humillación.
Como si nada hubiese sucedido, el chivato se levantó del duro y mojado suelo,
se limpió el uniforme, dio una vuelta brusca y fue a grandes zancadas por todo el jardín,
tratando de mostrar toda la amplitud de su espalda a su contrincante y al mundo de gente
que se burlaba. Buscaba la manera de no parecer un cobarde, pero todos lo sabían de
antemano: se replegaba del campo de batalla, se escondería en su agujero.
Mientras el molesto alumno se retiraba, algunos felicitaban a Cuervo, otros le
aplaudían y chicos de primer año deseaban convertirse en sus aprendices.
Cuando la zona se fue despejando y el silencio reclamó el lugar, la hora del
receso cobró cordura.
—¿Cómo fue eso de la rata? —preguntó Lurios después de engullir su último
bocado de pan relleno de carne.
—Una larga y adorable historia —dijo Flurum y se desperezó.
—Fue de verdad algo muy cómico —opinó Rody—. Nunca creí que un
humano le pudiera temer tanto a un animalito. Válgame, lo hubieran visto.
—Yo concuerdo contigo —dijo Smethers a Flurum—. ¿Qué buscaba ganarse
con encararte? O el chico no tiene nada qué hacer más que fastidiar, o de verdad le
gustan los problemas. La gente común busca amigos, no enemigos. A la hora del receso
no se le ve por ningún lado, nadie sabe dónde come, en el jardín no.
24
—Aparece aquí nada más para molestar —puntualizó Lurios.
—Ya no hablen de Zoker, harán que vomite —dijo Flurum sin conseguir el
tono de guasa que quería.
Acabando el almuerzo era hora de ponerse tétrico y contar su propia historia
de terror. Se encorvó hasta poder recargarse en la mesa, se sostuvo con los codos y cerró
las manos, pensativo, mirando a la nada. Rody enseguida divisó el raro comportamiento
en su amigo.
—¿Qué mosca te picó? —le preguntó, los otros dos lo miraron—. ¿No me
digas que te preocupó lo que el chivato te dijo?
—¡No! —reaccionó casi ofendido—. Pues, mientras iba castigado a con el
rector, me pareció… ver ese fantasma —dijo vacilante, con temor a parecer un lunático
o un miedoso que exagera los hechos.
Analizó a sus amigos para ver su primera reacción antes de escuchar lo que
tenían que decir. Ellos lo miraron con caras algo dubitativas. Smethers era el menos
confundido de los presentes; asintió y miró a Rody.
—¿No lo ves? —le dijo—. Flurum ya lo ha visto un montón de veces y yo unas
tantas… hasta Lurios lo vio un par de ocasiones.
—Pero pudo ser otra cosa, no sé —se excusó Lurios. Su temor a parecer un
miedoso creyente en los espíritus errantes era mayor al de Corbeau—. Creo que la
primera vez fue una manta negra y la otra… una mochila.
Se encogió de hombros, restando importancia.
—Digas lo que digas, Lurios, yo sí lo vi —continuó Flurum—. Y no me
importa confesarlo. Tampoco me da miedo si de un fantasma se trató, ¿pero qué será si
no? Bien saben que yo no fui el creador de las historias, las leyendas tienen tantos años
como este castillo el cual… ¿se creó de la nada? —dijo con voz misteriosa, aumentando
así el interés de sus amigos—. No hubo registros de quién lo creó, ningún rey vivió aquí,
no perteneció a los No Vivos, o a los brujos, ni a ningún hombre acaudalado del pasado,
ellos preferían presumir sus riquezas a ocultarlas lejos. —Se encogió de hombros—.
Esto no me da miedo, ni me preocupa. Solo digo, y lo reafirmaré tantas veces como sea
necesario, que todo esto es muy extraño. Hay algo aquí, lo sé. No me colocaré la batuta
de investigador, pero… —Hizo un ademán de desinterés con los hombros.
—Lo sé, es algo raro —aseguró Rody cuando su amigo dejó de hablar—. Bien,
yo te creo. Las mentiras de esta índole no sirven, si dices que estás seguro, te creo. ¿Ya
le preguntaste al rector? Si alguien sabe algo será ese hombre.
Flurum asintió con premura.
—Dijo que no lo había visto…
—Mentiras —cortó Smethers, nada alarmado por la falta de su rector—. A mí
me dijo que sí en dos ocasiones. Recuerda, no tiene buena memoria. Pudiera ser, y casi
puedo apostar, a que lo olvidó o se confundió. Vamos, hablamos del rector y uno de los
principales fundadores de SiriusSon, ¿ustedes creen que no ha visto al fantasma del
castillo? Si alguien como él no lo ha visto podría refutar su existencia. Aunque por otro
lado estás tú, Flurum, yo te creo íntegramente.
25
—Bien. Pudiera ser que Syclot no quisiera hablar conmigo —dijo Flurum,
poniéndose más misterioso, casi susurrando—. Digo, yo le he hablado del Canis y casi
me cambia de tema con brusquedad y, aunque no lo hizo, noté que lo quería hacer.
Piensen, quizás el rector tenga la respuesta. Smethers, ¿de verdad te dijo que lo vio?
—Sí. Una noche me desperté casi de madrugada. Soñaba con la clase de
Regusmanta, que me regañaba como de costumbre por no entregar la tarea. Y a la
mañana siguiente efectivamente tenía tarea con él. Lo había olvidado.
—Como de costumbre —apostilló Rody con media sonrisa en los labios.
—Así es —contestó junto con una sonrisa de la misma calaña—. Maldije y me
levanté para buscar algunas cosas necesarias para el trabajo. Al salir por el pasillo vi, dos
pisos abajo, una sombra. Creí que era el mismísimo CanisSolsing. Bajé con un miedo
terrible. Afuera, la tormenta no paraba, dentro las veladoras y antorchas iluminaban muy
poco mientras tiritaban. Pero mi curiosidad fue mayor. Continué bajando, con pasos
lentos, y lo que vi no fue nada del otro mundo, el rector mismo permanecía viendo la
tormenta desde una ventana, incluso algunas gotas le bañaban. Yo le confesé que creí
que era el famoso fantasma del castillo, el rio. La atmosfera de terror estaba creada ya, le
pregunté si, en todos sus años como guardián del castillo, lo había visto. Fue cuando me
dijo que en dos ocasiones, no le vi convencido. Le eché, como en esta ocasión, la culpa
a su mente dañada. Otra cosa… —Un recuerdo le llegó de sopetón, pero vaciló en
relatar.
—¿Qué? —preguntó Flurum, sumergido en la historia de su amigo.
—Antes de llegar hasta con Syclot, escuché voces, un par. Una pertenecía al
rector y la otra no la reconocí. Debido a la tormenta nada puedo asegurar, tal vez era el
viejo Syclot hablando solo.
—Su mente está acabada pero no creo que tanto. Nunca nadie lo ha visto hablar
solo, serás el primero —dijo Lurios.
—¿Acaso hablaba con el fantasma? —inquirió Flurum más en broma que
enserio—. Pudiera ser que formulara algún hechizo, o rezara, o memorizara algo. O
también quizá, y sólo quizá, crea en fantasmas y hablara con alguno de ellos.
—La práctica de hablar con muertos es muy antigua, nada nuevo —les recordó
Smethers—. Antes muchos brujos, magos incluso, lo hacían. Ahora es algo prohibido.
Aunque no creo, ni por un segundo, que nuestro rector, el afamado Ángelo Nelcury
Syclot, esté involucrado en cosas de esas. Además esta magia pertenece al ramo de la
magia negra.
—No se sabe —dijo Flurum, volviendo a su tono normal—. La misma historia
del rector es confusa, su mente no ayuda de mucho. ¿Y si antes invocaba fantasmas?
—Era un guerrero, es lo único que sabemos. Además de ser una de las mentes
más brillantes de Europa —les recordó Rody, sacándolos de su fantasiosa conjetura.
—El tiempo pasa y se lleva todo —dijo Flurum—. ¿Hiciste la tarea de
matemáticas? —preguntó a Smethers, con ansias de cambiar el tema de conversación.
—¿La olvidaste? —preguntó Rody sin verdadera sorpresa.
Flurum asintió e hizo un ademán de súplica, misma que se copió en su rostro.
26
—No era nada del otro mundo —dijo Smethers—. ¿Siquiera intentaste hacerla?
—Bueno… mmm… no —confesó sin abatir su ánimo.
—Creo que nadie te la va a pasar —dijo Rody.
—¡¿Por qué no?! —soltó, espantado.
A Flurum casi se le detiene el corazón, eso sí le daba temor, no como los
fantasmas.
Como respuesta, Lurios sacó su reloj de bolsillo. Las manecillas casi marcaban
la hora más odiada de todos: la de entrada.
—Muy tarde. El viejo revisa todo al ingresar, no hay tiempo —dijo Smethers
con cara de sentirlo.
27
2 Una extraña
intrusa
El tañido de la campana fue despiadado, odioso y hendió la serenidad de los muchachos.
Anunciando, con una presunción irritante, el regreso a los salones donde el aburrimiento
y el bochorno los esperaban con los brazos abiertos.
—¡Maldición! —gorjeó el chico Corbeau mientras se tumbaba en la banca de
piedra, haciendo un berrinche.
—Vamos, ya ha sucedido esto más de cien veces, creo —le recordó Smethers
sin afán de burla—. El profesor está acostumbrado, y tú también.
Flurum se debatía internamente.
—No quiero soportar sus gruñidos, no en esta mañana abrumadora.
Adelántense, en menos de lo que canta un gallo estaré allá.
—Como digas —respondió Rody y se levantó junto con sus dos compañeros—
. Pero apura, nos darán los resultados del examen y nos aplicarán el último tramo.
Además hoy practicaremos mucho…
—¡Pareces mi madre! —le espetó con una sonrisa—. Lo sé Rod, ahorita voy,
enserio. Si falto me irá peor, y mi tiempo es sagrado.
Rody se encogió de hombros y comenzó a andar, los otros dos chicos le
siguieron con pasos flojos, delatando sus minúsculas ansias por regresar. Muchos se
retiraban de igual forma: sin ánimo alguno. Al final, queriéndolo o no, todos entraron.
Los patios y jardines quedaron vacíos a excepción de algunas aves y pequeños
mamíferos, aparte del joven Roscord que había sacado papel y tinta de su mochila,
dispuesto a cumplir aquella imposible meta.
Los de primer año se dirigieron a la parte posterior del castillo, donde la
montaña se desparramaba; era allí donde los profesores habían creado un centro de
entretenimiento para jóvenes, en el cual se incluía un área de deportes y una alberca
olímpica, aunque en ese momento sería una alberca para divertirse nada más.
Flurum apremió con su tarea, moviendo a toda velocidad la pluma fuente,
apachurrándola con desmesura, sin intervenir en menores daños. Al terminar no revisó
el resultado, solo guardó el pergamino y el papel en su mochila de cuero negro, se levantó
y se la echó al hombro. Ya llevaba casi diez minutos de retraso. Los retrasos en la escuela
no importaban más que las mismas tareas. Y las tareas conseguían el valor necesario si
estaban bien efectuadas, algo que a Flurum se le escapaba al momento de hacerlo todo
con urgencia.
Casi corriendo, atravesó los jardines hasta la enorme entrada que permanecía
abierta de par en par mostrando, en su empalidecido interior, varios caminos separados
y puertas de madera en las paredes. Subió la escalinata y, justo antes de atravesar el
umbral, sucedieron tantas cosas a una velocidad increíble. Primero, las enormes hojas de
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la puerta se hermanaron con un suave estallido de polvo, dejándolo fuera. Esto ya era
raro porque, exceptuando la noche, las puertas siempre permanecían abiertas. Pensó que
se trataba de alguna equivocación o de alguna trampa para no dejarlo pasar, una broma
tal vez de uno de sus múltiples enemigos o, en el mejor de los casos, de sus amigos.
Brincó del escalón para asomar su cara por la ventana y avisar al directivo más cercano
sobre su injusto trato.
—¡Me dejaron afuera!
Del otro lado de las ventanas una neblina tan negra como la noche
obstaculizaba su visión, cubriendo los pasillos, salones y las escaleras. Los ojos del
muchacho no podían penetrar ni un palmo.
El miedo, como un mal acompañante, lo tomó de la mano. En su interior corrió
la adrenalina sin un verdadero motivo e hizo que sus sentidos se embotaran. Estaba
tenso, sin saber qué hacer. Luego, como si su temor fuera poco, de entre la neblina una
sombra se materializó; una forma negra, alta y ancha. El contorno describía a un hombre
fornido. Flurum trató de mirar el rostro del tipo. También le fue inútil debido a la negrura
y a que el ser estaba ataviado con una túnica con capote.
Era imposible. Una coincidencia terrible. Acababan de hablar de él, y ahora
estaba ahí, corroborando su existencia. Ahora de frente, más sólido y visible. Mucho más
carnal.
Flurum tragó saliva e intentó mover los engarrotados músculos.
En ese segundo, cuando trató de hacer algo, las rocas pequeñas encastradas en
el ornamento del marco de la ventana salieron disparadas con odio, a una velocidad
increíble. El chico no pudo hacer más que cerrar los ojos por lo imprevisto del
movimiento.
Los proyectiles rocosos no lo tocaron ni lastimaron.
Abrió los ojos y vio un mundo distinto. Deseó nunca haberlos abierto. Era una
pesadilla en vida; delante de él había un castillo, pero no era una permondel de dura y gris
roca, más bien una fortaleza enorme, construida tanto por manos artesanales como por
la historia, por siglos de relatos y leyendas. El castillo de Greyddera, el más poderoso de
todos los reinos de Europa y del mundo, se alzaba tan imponente como vulnerable. El
cielo era tan oscuro como la tinta. El frío era terrible. La lluvia amenazaba. Los truenos
y relámpagos chocaban contra las despellejadas montañas aledañas. Y ahí, en ese
espectáculo disparatado, se mantenía un ejército contra otro. Unos soldados pálidos
llenos de símbolos oscuros en la piel, y otros con armería y escudos de distintos reinos.
Era una batalla voraz, y él estaba en medio de la lucha. Podía sentir el miedo, el dolor, el
odio.
Fue sólo un instante, un terrible instante de terror.
Una delicada manita en su hombro lo sacó de la pesadilla.
Estaba, curiosamente y sin saber cómo, enfrente de la banca de piedra donde
había almorzado. El castillo, por su parte, estaba como siempre: con las enormes puertas
hechas a los lados mostrando una limpia visión de su interior a través de las ventanas
intactas. Ningún monstruo asomaba su anónimo rostro tras una neblina cegadora.
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Al recuperarse un poco, miró de reojo la mano delicada que lo había liberado
de la oscuridad. Sin duda pertenecía a una mujer. Se dio la vuelta, aún desorbitado, con
rasgos de confusión que pocas veces se apreciaban en su rostro.
—¡Hola! —dijo la muchacha con dulzura.
Era una joven bastante bella, un poco más baja que él, con ojos de color verde
brillante, piel radiante y pelo de fuego. Pero su físico no fue el que dominó al chico y le
hizo sentir algo extraño, como una enfermedad en el estómago y un agujero en el
corazón acompañados de un nudo enorme en la garganta. Fue su cortés voz, su mirada
tierna y dulce, fueron sus delicados labios, su olor, la preciosa aura que rodeaba a tan
linda mujer.
El corazón le zumbó más fuerte esta vez, no por miedo, no a causa de una
visión o del fantasma del castillo. Había una razón emocional involucrada.
De nueva cuenta se trabó. No supo cómo reaccionar ante la inesperada
aparición que llegó de ningún sitio. Abrió la boca y rogó que de ella saliera algo, y así fue:
—¿Quién eres? —preguntó dubitativo y, con el mismo nerviosismo, se retiró
dos pasos de ella.
—Soy Renwood Fleourge.
Escuchar su voz cantarina escapando de su sonrisa perlada imborrable era todo
un placer.
Cuando los dos se estrecharon la mano —el chico no quería dejar de sentir esa
piel en la suya—, la muchacha se sentó en la banca de piedra. Sudaba y su pecho se
inflaba una y otra vez, claros síntomas del agotamiento.
El muchacho, entonces, dejando de lado sus cursis sentimientos de hombre,
despejó su mente. Ella era divina y encantadora, pero también una extraña, un enemigo
potencial con una hermosa cara y un vestido que la hacía parecer un fantasma a plena
luz del día. Él, con una mirada hostil, se tomó unos segundos para sacar sus conjeturas
sobre la chica. Se tragó el nerviosismo y, como un presunto caballero guardián de su
territorio, preguntó:
—¿Qué quieres niña en…?
—¡No soy una niña, soy una sacerdotisa! —refutó, ofendida, arrancando las
insolentes palabras. Su precioso trino enmelado creó magia, hizo que su enojo no fuese
perceptible—. Este es el único lugar por estos territorios. Me extravié. Busco a alguien.
Pero bueno… —Su aliento se escapó.
El chico, en lugar de prestarle atención, la miraba embobado. Sin darse cuenta,
comenzaba a ser atraído por la hermosa Renwood, no menos que una extraña. ¿Sería
una especie de magia? ¿Un hechizo para atontarlo y obligarlo a hacer cosas en contra de
su voluntad?
—Bueno sí, pero eso no explica qué estás haciendo en este castillo y... y ¿cómo
has entrado en la fortaleza? —siguió, utilizando la misma petulancia.
Renwood no poseía una falsa apariencia, ni representaba un peligro verdadero.
Entonces, no engañaba al muchacho.
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—Me perdí y traté de buscar ayuda pero todos se fueron porque la campana
sonó —explicaba enérgica para que el chico entendiera lo precario de su situación—.
Por suerte, un joven me logró escuchar a pesar del alboroto de la campana; me guio
adentro pero enseguida se fue. Además entré por la misma puerta, la cual me abrió el
tipo. —Flurum echó un vistazo a la puerta de entrada y salida, la única en toda la barda.
Estaba cerrada—. Y no sé cómo la abrió ni quién era, no te molestes en preguntarme.
Un alumno de la universidad, por más diestro en mañas, nunca sería capaz de
abrir el lugar. A parte del profesorado, nadie en el mundo podía abrir.
—¡Oh! ¿Cómo demonios lo haría? Sea como sea estás de polizona en el castillo,
señorita Renwood. Es una escuela de varones, además, no estás segura aquí. —Sonrió
con picardía—. Las señoritas están prohibidas, pero yo no sigo las reglas al pie —confesó
con orgullo—. Al parecer, quien te dejó entrar tampoco acata las normas del castillo.
Pero, ¿por qué lo haría?
—Bueno, yo sí obedezco las reglas y quizá quién me abrió la puerta tenía
consideración por una mujer en mi estado, perdida, cansada y desorientada por
completo. Y piensa, esos bosques no son apropiados para una chica.
—Es lo más probable. Pudo llevarte ante un profesor cualificado, alguien que
te pudiera brindar ayuda. Eso de abandonarte no fue algo muy amable. Como sea, si
quieres te daré un mapa de la zona —ofreció amablemente.
—Sí, gracias, lo necesitaré.
La emoción en ella trinaba como un dulce coro, y su sonrisa obligaba a Flurum
a ayudarle.
—Dime, ¿buscabas a alguien del castillo o de la zona?
—Mi maestra sabe quién es, yo no. Ella estaba ocupadísima, me dejó el trabajo
a mí. No sé por dónde buscar. Con unos polvos pude seguir el rastro, como un sabueso
—dijo con una risa de otro mundo, buscando ser graciosa, logrando ser encantadora—
. Por desgracia se me terminaron, pero me trajeron hasta acá. —Se encogió levemente
de hombros mientras su sonrisa se perdía—. No lo sé, me quedé más confundida.
—Bueno, yo me tengo que retirar. No te quisiera dejar aquí, pero no te
preocupes, daré aviso para que alguien acuda cuanto antes.
—Está bien, yo me puedo esperar aquí, debo concentrarme y descansar.
Entonces, ¿si me darás un mapa? —preguntó, cautivadora.
—Bien —dijo y asintió, evitando crear una sonrisa delatora por el gusto que le
daría socorrerla.
Sacó su varita. Como todas las varitas de los magos de bajo rango era negra,
con las puntas de plata terminadas en una leve puntilla, con inscripciones extrañas que
iban y venían como redes, inscripciones menores a las de un mago más culto y con más
hazañas en su haber.
Apuntó a su propia mano y susurró, ininteligible. En su palma se comenzó a
formar, de la nada, un trozo de pergamino. Mantuvo el conjuro hasta que el papel quedó
completo. Una vez hecho, miró la hoja y ahora dijo:
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—Zona noroeste de Italia, En la escuela SiriusSon, con poblado en Rígory del
reinado de Greyddera. Justo en las lindes de Francia, en Piamonte y bla, bla, bla… Tú
sabrás lo demás —le terminó de decir a la hoja.
En la superficie rugosa del pedazo de pergamino se trazaron un mar de líneas,
curvas, símbolos y toda la analogía de un verdadero mapa. Le entregó el plano a
Renwood, ella lo tomó con una sonrisa de gratitud y lo comenzó analizar. Movió el papel
para todos lados, identificando sitios, lugares peligrosos, caminos específicos.
—¿Le entiendes? —dudó Flurum.
El cómo la joven bailaba sus ojos sobre el mapa no le gustó al chico; parecía un
poco desorbitada y era notoria su confusión.
—Bueno, está muy confuso, aunque ya le entendí muy bien. —La chica dobló
el pergamino y lo sostuvo con fuerza, como si fuera el recurso que le salvaría la vida—.
Me has ayudado bastante con este mapa. Oye, sí que posees grandes habilidades con la
varita.
Flurum se sonrojó un poco y, rogando que no se le notara, asintió en una forma
quieta.
—Gracias Renwood, fue un placer. —Le estrechó la tierna mano de
porcelana—. Me tengo que ir, mi profesor me matará si llego tarde. Si miro al rector o
algún otro trabajador, les doy aviso. La puerta no se abrirá sin uno de ellos. Espera aquí
—terminó, apresurado.
Se despidió con una sonrisa, misma que fue recompensada por una de la joven
pelirroja. La dejó sentada en la mesa de piedra y se abrió camino hasta el castillo, de
nuevo.
El aula de Flurum quedaba por otra torre, el pico mediano de la derecha. Para
ingresar había una puerta específica con escaleras de caracol entrando a la fortaleza de
piedra. No tomó ese camino, siguió por la escalera principal hasta el último piso. Iba con
premura, casi corriendo. Su profesor lo mataría, estaba seguro, pero no podía abandonar
a la desorbitada Renwood.
Sudando y jadeando, llegó hasta la rectoría. No había un alma en los pasillos,
solo se escuchaban voces de los educadores en los salones, todas con un coro desigual,
aburrido en el mejor de los casos. Se acercó a la puerta y tocó con el puño.
—¿Rector? —preguntó con duda.
Su plegaria no fue correspondida. Syclot no se encontraba en su oficina, o eso
parecía. Pegó, como de costumbre, su oído a la puerta con minucioso sigilo. Había
alguien del otro lado, eso era manifiesto. Dos voces, eran dos personas y ninguna le
prestaba atención. Como la puerta no tenía puesto el pestillo, Flurum aprovechó para
colarse al recinto; no tenía tiempo. No le importaba irrumpir en una reunión.
Y, ¡sorpresa!, no había alguien.
Era imposible. Habían desaparecido las dos personas. El chico no estaba
totalmente seguro de que una de esas voces fuera de su rector. Ya no estaba seguro de
sí mismo. Podría haber sido magia, o simplemente su imaginación. Pensó, aunque lo
32
descartó en ese mismo instante, en un fantasma, quizás en dos. De fantasmas ya tenía
hasta la coronilla.
Se dio la vuelta, restando la suficiente importancia al hecho. El rector lo miraba
desde la apertura, extrañado. Flurum, de la repentina impresión, dio un leve salto hacia
atrás.
—¿Sí? —inquirió Syclot con pulcro tono.
—Hola —dijo Flurum, desconcertado.
—¿Qué pasa joven? Es de mala educación entrar a la rectoría sin mi permiso.
No importa ya, ¿qué se le ofrece?
—Lo busco a usted. Verá, algún alumno dejó entrar a una chica a SiriusSon,
ella está despistada y necesita ayuda. ¿Sería tan amable de abrirle la puerta? Quizá necesite
quien la encamine hasta el pueblo, o no sé.
—Me sorprende, señor Corbeau, a veces es tan responsable, y a veces todo lo
contrario. —Le dedicó una sonrisilla—. Y a veces las dos. Está bien, yo me encargo. No
hay tiempo, vaya a su clase.
Él no respondió e hizo caso.
Tomó un largo pasillo a la derecha hasta toparse con una escalerita. Bajó hacia
una serie de salones, eligió el más grande e ingresó cuidadosamente, sin hacer el menor
ruido.
El inmutable profesor de la clase se encontraba allá a lo lejos, enfrente de una
manchada pizarra negra. Las ventanas iluminaban los aburridos rostros de todos los
alumnos, los compañeros de Flurum. Uno que otro lo volteó a ver, la mayoría estaban
tan inmersos en sus propios pensamientos que no se dieron cuenta de lo sucedido, bien
un dragón pudo haber entrado y ellos hubieran seguido igual de inmutables.
Buscó su asiento, a lado de Rody Waberdos. Se instaló y, antes de decir algo o
de adaptarse a la nueva incomodidad, fue atacado por la mirada de su amigo.
—¿Dónde estabas? —masculló Rody—. Es una parte importante. Por si fuera
poco, la profesora Dial te busca, me dijo que te dijera… —Pensó un instante con el
dedo índice en los labios, recordando—. ¡Ah! Te espera en la parte norte por la tarde.
—Maldición, creí que se le había pasado mi castigo. ¡LA PARTE NORTE! —
gritó, apenas procesando la dura información que Rody le había entregado como balde
de agua helada.
Todos, exceptuando al ensimismado profesor que no dejaba de hablar,
voltearon. A Flurum no le importó.
—¿Y por qué tardaste tanto? —acometió Rody.
Flurum analizó bien la situación. Rody era su mejor amigo, no sería una falta
decirle la verdad. Pero la verdad era tan extraña que parecía una mentira. ¿Una muchacha
perdida afuera del castillo? Eso era un disparatado engaño diseñado por niños. Se lo
pensó, y al fin confesó:
—Verás. Terminé la tarea rápidamente… —Recordó, antes de seguir
fluidamente con el relato, una cosa más, algo aún más parecido a una mentira sin
33
precedentes: lo que le sucedió antes de conocer a Renwood. Vaciló al mantener el hilo
de la narración—. Luego… Este… Apareció una chica. —Contaría lo del fantasma más
tarde—. Era una chica rara, guapa, pero algo despistada. Al parecer se perdió y alguien,
no me preguntes quién que no tengo la más mínima idea, la dejó entrar a la escuela. He
llamado a Syclot para que le den la mano. Todo al terminar mi tarea.
—¿La puerta? —dudó el otro muchacho—. No se abre ni con una bomba
atómica. ¿Será cierto que un alumno la abrió? Yo lo dudo. Flurum —dijo más serio—,
ella pudo ser alguna especie de… No sé cómo decirlo… ¿Peligro? Sí, peligro. Quizá se
trataba de una bruja, o yo qué sé. Pudo ser ella, y nadie más, quien abriera la puerta del
castillo. ¡Y la dejaste allá! ¡Pudo entrar! —decía acelerado y su tono acogió pánico.
—Eres un maldito paranoico —dijo Flurum con una sonrisa amistosa—. No
soy tonto Rody, esa muchacha no era un peligro más que para ella misma, créeme. Syclot
le ayudará. Esa es toda la historia, nada más.
—Para mí todo sigue en tinieblas. Bien, no molestaré más con mi angustia,
justificada por cierto. Pero si es verdad que un alumno abrió la puerta con magia nos
referimos a un tipo poderoso. Su magia podría ser equivalente a la del rector, quien fue
uno de los grandes en su época.
—Sí, hasta que alguien lo deschavetó por completo. —Flurum no pudo evitar
la broma. Luego deseó olvidar todo lo sucedido, no obstante, continuó con el tema—:
La muchacha, llamada Renwood, estaba desorbitada. Era, no sé, como de nuestra edad.
Parecía muy buena persona, nadie con poderes oscuros. Y sí, estoy segurísimo, amigo
Rody paranoico, que era sacerdotisa, nada más. Tenías que verle, sus ojos, su sonrisa…
—Flurum no se dio cuenta, comenzaba a delirar y su mente se apartaba del punto de la
conversación y terminaba en la imagen de la chica. Al caer en la cuenta, trató de tragarse
las palabras, o remediar todo, pero ¿qué más daba? Estaba acabado; tontamente siguió
la trampa de su amigo.
—¡Te gustó, ya lo sé! —Rody cambió todo su semblante para esbozar una
sonrisa, dándole a su voz la debida entonación socarrona.
La risa silenciosa de Rody duró unos segundos, aunque fue tiempo suficiente
para amedrentar a su amigo.
—Ya me crees, ¿eh? Para eso eres bueno Rod, para burlarte. Hace unos
segundos ella era una bruja, un peligro mundial, lista para atacarnos a todos, y ahora…
—¿Quiere compartirnos algo, señor Corbeau? —interrogó el profesor desde
no muy lejos, con su áspera voz martilladora.
Los dos, Rody y Flurum, se ajustaron y observaron de frente al profesor,
dejando de lado su palabrería. Con el acto, el joven Corbeau se salvó de más
interrogatorios por parte de su compañero. El hombre, de vestimentas andrajosas y con
cara de aburrimiento, los miraba directamente con sus ojillos pantanosos. Esperaba una
respuesta.
—No, profesor Regusmanta —dijo Flurum imprimiendo veracidad.
—Bien. Ahora me gustaría que prestaran atención. Si desean de verdad seguir
farfullando háganlo fuera de mi salón.
34
—No se preocupe, siga con la clase.
Lo dicho no sonó ni mínimamente a disculpa, pero el profesor la tomó como
una.
La atención prestada por Corbeau fue como la de todos dentro del salón
brumoso. Miraba la pizarra, esta estaba llena de cosas ininteligibles. La voz del profesor
era como la de la lluvia en un día de tormenta, un sonido de segundo plano sin ningún
significado aparente. Su mente, de entre todas las demás, era la que más distaba de la
realidad. Divagaba entre aquella hermosa joven, luego en la aparición, relevándose sin
dejar un instante de paz en su cabeza.
—Oye, oye… —musitó Rody, despertando a su compañero abstraído.
—¿Qué Rod…?
Dado el tono preocupante de Rody, Flurum acató en segundos. Waberdos
señalaba la ventana más cercana. Flurum asomó su cabeza, le costó verla, pero ahí estaba,
era ella, la chica. No se había movido ni un centímetro de la mesa de piedra. El rector
no la había atendido aún.
Renwood estaba intranquila: de una bolsa pequeña de cuero extraía pellizcos
de polvo y los arrojaba al aire; esferas multicolores saltaban de su mano, eran bellísimas,
su material parecía ser un finísimo cristal. Andaban unos centímetros o hasta unos
metros y luego desaparecían como burbujas de jabón. Era todo un espectáculo.
—¿Qué hace? —preguntó Flurum, intrigado.
El acto no le gustaba, ella llamaba la atención a kilómetros. Como Rody,
muchos otros alumnos dejaban lo que estaban haciendo para ver a la chica y sus burbujas
de colores.
No le bastó a Renwood jugar con burbujas de polvo; tomó un buen puñado,
les susurró algo y los arrojó contra el castillo sin piedad, como quien lanza una bola de
nieve. Los polvos se dispersaron de una manera distinta a cualquier polvo, no se dejaron
llevar por el viento, poseían vida propia. Cada mota, como si fuera sanguijuela, se adhirió
a las paredes rocosas del castillo. La chica contempló su obra, feliz. Chasqueó los dedos
y las partículas de polvo estallaron con un plop. Lo que siguió fue interesante: la pared de
gris y aburrida roca se había llenado de manchas de colores. Renwood lo había pintado
con aquella rara magia de sacerdotisa.
—¿Es ella? —preguntó Rody, inquieto de igual manera.
—¡Sí! No puede ser. —Flurum estaba exasperado—. ¿Qué demonios creé que
hace? ¡Syclot no ha llegado!
Intranquilo, le dieron ganas de lanzarse por la ventana para tranquilizar a su
demente amiga.
—Pero pintar el castillo, ¡que locura! —dijo Rody casi con seriedad, pero no
logró detener una risilla divertida.
—Eso parece, una loca.
—¡Por mil demonios! —chilló el profesor, asomando su cabezota por la
ventana—. ¿Quién demonios es esa chica? ¿Qué está haciendo? ¡Demonios!
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Los no vivos, la maldición del heredero

  • 1. El presente documento contiene el prólogo, y los dos primeros capítulos de la obra “Los No Vivos, la maldición del heredero” cuya autoría pertenece a Emiliano Pérez (Todos los derechos reservados, 2015). Para más información: Visita: http://www.mundosemiliano.com Facebook: @Silvercuentos Twitter: @EmilianoPCS En Amazon: http://www.amazon.com.mx/gp/product/B012Y4KE8M BookTrailer: https://youtu.be/35iav_UmW48
  • 2. 2 Prólogo En el Inicio de Todos los Tiempos la Fuerza Creadora engendró, depositando toda fe y confianza, seres fieles dotados de su inmaculada gracia. Los mantuvo a su diestra, enseñándoles hasta la última norma de bondad, corrigiéndoles cada minúsculo error que pudieran cometer y ellos a su vez sabían aprovechar hasta el último centésimo de sabiduría del Gran Ser. Sus hijos nunca objetaban su palabra y siempre seguían el camino recto. Todos, sin algún reproche, le mostraban un respeto ecuánime a sus tratos. Entre esta multitud de Hijos de Luz el más preciado y hermoso era aquel con el nombre más poderoso del reino: Luz Bella. Este Hijo de la Luz fue de los más grandes, el más sabio, el más diestro, pero algo cambió en su persona; su complejo de superioridad alentado, sin quererlo así, por todos, creció hasta convertirse en algo oscuro, diferente a todo lo existente hasta ese momento. Eran ideas negativas jamás vistas, algo comparado con la malicia humana actual. Sus pensamientos se gestionaron por algún tiempo hasta convertirse en planes, proyectos que iban en contra de los designios de su Señor. Sus conjeturas erróneas, su maldad y sus ansias de poder, que crecían rápidamente, saturaron su sana mente y la convirtieron en la mancha más negra de todo el límpido reino. Cuando sus artimañas fuera de contexto se descubrieron, Luz Bella fue expulsado del lugar que lo acogió desde su creación y le aportó poder y sabiduría, donde fue uno de los más grandes y mejores. Su padre lloró con amargura esta pérdida, la más valiosa que jamás ha sufrido y también la que, hasta el momento, le ha costado más lidiar. Su tristeza, sin embargo, radicaba en el drástico cambio de pensar sufrido por el alma más blanca de todo el reino. Luz, por otra parte, no se abatió por el hecho, al contrario, se sintió libre: ninguna cadena lo ataba a alguna regla. De luz a oscuridad. Pasó de ser el Ángel al Demonio. Así como fue el más grande de todos los ángeles del Paraíso, se convirtió en el más grande de los demonios, el padre de todos ellos y el primero. Un líder innato con un corazón impuro, cuya podrida mentalidad se esparció como enfermedad entre algunos otros seres de luz que se unieron a él. Crearon entre todos un mundo corrompido, sin resquicios de pureza, apartado de toda dicha, gracia, bondad. El Hijo Luz ya no quería valerse de lo justo. No quería saber sobre el mundo que le asqueaba. En el abismo más profundo del Infierno concibieron planes y crearon a más de los suyos. También fundó un arte, una magia oscura, distinta a la del Señor Blanco. Ya nada lo detendría: se convertía poco a poco en el Padre Oscuro, un dios del mal, una fuerza tremenda, arrasadora. En su hedionda madriguera esperaba un momento, solo eso. Conocía de antemano las próximas jugadas de su antiguo Señor porque le fueron confiadas cuando fungió de su mano derecha. Tramó con organizada prisa, el tiempo se acercaba. Y, sin más, sin dificultad alguna siquiera, logró uno de sus más grandes objetivos: alejar a la humanidad de la Mano Divina. El Gran Padre, tal como lo había hecho con él, los retiró de su mundo puro, sin embargo no los dejó a manos del Señor Oscuro. El Demonio no
  • 3. 3 pudo hacer mucho a partir de entonces, no logró conquistarlos como juraban sus principales artimañas. Nunca decayó ni se dio por vencido. Nunca lo haría. Rendirse estaba fuera de su vocablo. Cambió de objetivo, ahora no anhelaba la Tierra ni la conjunción de humanos sobre esta. Prestó, entonces, toda su atención en las Personas Mágicas, humanos capaces de dominar el arte de la magia, una habilidad extraña inclusive para él y los individuos del más allá, una muy útil. Necesitaba esta habilidad, similar a la suya; de ella se valdría para conquistar no solamente a aquellos con poder sino al planeta entero. Todo por venganza. Arrebataría a su antiguo señor aquello que amaba. Y, con la maliciosa idea de cómo lo haría, echó su plan a andar. Sucedió apenas hace más de mil quinientos años, cuando el mundo experimentaba graves vuelcos a causa de distintos sucesos. El lóbrego rumor comenzó a resonar en otra parte del Planeta Tierra. La oscuridad no se hacía esperar y, guiada por los mismos demonios destructores y carnívoros, llegó al débil corazón de los grandes jefes, de los señores y, al final, de los campesinos. La maldad, los pecados, la envidia, el deseo, todo se conjugó con el propósito de destruir su mundo a partir de ellos. Las Personas Mágicas pelearon, hermanos contra hermanos, hechiceros contra magos, magos contra druidas, adivinos… No había alguna Persona Mágica que no poseyera odio y velara únicamente por los de su raza o por sí mismos. Cada batalla arrancaba un trozo de vida del mundo; si nada detenía el paso de la muerte, el planeta iba a ver el ocaso de sus días. La aparición de un extraño y oportuno joven fue el respiro necesario. El muchacho, un chico sin grandes habilidades de pelea, logró conjurar una magia tan grande que separó a los ejércitos, hermanó a los hombres y consiguió la esperada conclusión de la guerra. El cómo lo logró se convirtió en uno de los más grandes secretos de la historia de la magia. El Gran Demonio, aunque atormentado por una clara pérdida más, tomó todo con calma; siguió aprendiendo de sus errores. Con la mente despejada, fría, dejó pasar algún tiempo desde su última jugada, deseaba mostrar al mundo por segunda vez su poder, el poder de un dios lleno de maldad y rencor. Su esmerada labor dio frutos. Primero logró brindar aún más poder en sus hijos, sus demonios guerreros, peones de lucha muy bien entrenados. En el Infierno esperaban agazapados en las sombras, listos para lanzar una mordida contra la humanidad. Dar mucho más poder a sus hijos simplemente era una nada del plan, un primer paso. Con la seducción mortífera de un líder, convocó a los más crueles y perversos magos y hechiceros de nuestro planeta, hombres que se revelaban a todos sus principios y preferían servir a la Oscuridad, ser Hijos de la Noche, hermanados con los demonios a través de los mismos deseos, buscando ese mismo objetivo. Esta nueva raza de Personas Mágicas se hizo llamar los Oscuridad, más tarde la historia y sus actos les moldearon otro nombre, fueron llamados brujos. Eran el nuevo orden. La magia en ellos fue reconstruida, desde raíz, con oscuridad, convirtiéndola en algo sucio y peligroso. Con nuevos poderes y habilidades mágicas, estos brujos progresaron hasta convertirse en regímenes controlados por malvados reyes traídos desde las más oscuras
  • 4. 4 y torcidas pesadillas del ser más bestial. Su corazón estaba tan podrido como sus entrañas. Eran nuevos hombres, demonios y sirvientes del Señor Oscuro. La palabra humano tal vez fuera la menos indicada para describirlos. El alto, por parte de las demás Personas Mágicas, fue inmediato. Los más poderosos se unieron y corrió el rumor que el mismísimo Zoth, el joven guerrero que acabó con la primera batalla, se unió en alma y utilizó el mismo poder secreto para tratar de frenar la nueva ola de muerte, el nuevo golpe del Demonio. Todo funcionó, la maldad volvió a perder ante magia que superó a la de sus sirvientes. Con el paso del tiempo las batallas contra los Oscuridad menguaban, así como en ellos las ansias de poder y de gobernar el mundo. Por desgracia, malvados o no, eran las nuevas Personas Mágicas. No se extinguieron, no se fueron y su nombre no desapareció. Después de tiempo se miraban sus grupos reducidos en las montañas, apiñándose en cuevas hediondas a animales de los bosques. Algunos habitaron los pueblos olvidados y destruidos por su asoladora batalla, sin embargo daban pelea desde lejos, deseando agrandarse sostenidos de la mano de su Padre. Mientras algunos buscaban poder, otros de ellos pregonaban la aceptación de quienes podían olvidar, confiarse y hermanarse. El Demonio, de nueva cuenta, no sufrió una pérdida, se sentó en su helado trono y comenzó a atar cabos desde las profundidades. No faltaba mucho, casi tenía las respuestas necesarias. Una vez todo listo en su mente, su plan, su verdadero plan, comenzaría. Los brujos no importaban ya, habían sido un experimento, prototipo de su verdadero hijo guerrero. Paulatinamente los magos, hechiceros, druidas, adivinos y sacerdotisas se recuperaban, tal eran los acentuados efectos del caminar de las tinieblas en los no tan lejanos tiempos. Las tierras eran nuevamente sembradas por los granjeros, las casas se reconstruían con maderas y rocas más fuertes, a los ríos llegaban nuevos peces. Los olores, colores y sabores del nuevo mundo brillaban en los ojos de los felices ciudadanos. Las nuevas generaciones nacían sin saber qué había pasado en los terrenos aún ennegrecidos y quemados con la llama cruel de la guerra. A lado de las generaciones humanas nacieron más animales, la comida dejó de escasear y las grandes ciudades y reinos se elevaron de nueva cuenta, tan portentosos como en un principio. El mundo en sí se iba reconstruyendo con un ascenso tan firme como decidido. Fue justo cuando de muerte poco se conocía, cuando no quedaban rastros de los hombres que lucharon con los brujos. Fue cuando las Personas Mágicas menos lo esperaban. Nadie sabía lo que el ser más ruin hacía en sus escondrijos ni en las Grietas del Infierno y mucho menos en las cuevas lóbregas que frecuentaba casi todo los días. Todo lo ejecutó apenas años atrás de los nuestros. Comenzó con el inició una guerra nueva, pero no en el seno de las Personas Mágicas, no, sino en el de los humanos sin ápice de conocimiento mágico. Tal guerra permanece aún en recuerdos, anaqueles y libros: la Segunda Guerra Mundial. Una mera distracción. Mientras tanto en el mundo mágico, nuevos personajes, de rareza notoria, causaron alarma en hombres diestros que podían reconocer a un enemigo a simple vista. Su similitud a los brujos de antaño alteraba a aquellos que recordaban, pero no eran brujos, no eran nada conocido ni siquiera por los expertos. Parecían ser humanos,
  • 5. 5 pálidos, como muertos; se asemejaban más a los viejos vampiros, otros demonios del Infierno. No, no eran guerreros oscuros del pasado. Al poco tiempo, ni una semana más tarde de su brote, todo el mundo los conoció a la perfección y con ello un nuevo miedo se alzó en forma de una barrera infranqueable para la esperanza. Ese era el nuevo poder del Infierno, algo totalmente distinto. Tanto los hombres como los demonios los bautizaron No Vivos. Su aspecto innatural era notorio, estaban vivos gracias a una voluntad, un secreto del Demonio, nada más. Eran cuerpos andando sin alma, por este motivo su peligrosidad era innata. No poseían corazón, razón, amor ni nada humano. Todos ellos habían nacido gracias al segundo plan del Infierno. No pensaban, se dedicaban a actuar bajo el mandato de su superior. No descartaban matar a quien que se cruzara en su camino, no había fuerza capaz de detener su ambiciosa furia, su lluvia de sangre. Su poder no se comparaba con el de los demonios guerreros. Los antiguos brujos eran una risa a su lado. Los vampiros quedaban lejos de ser los demonios más sanguinarios del Infierno. Había una nueva raza de Hijos de la Noche, la mejor de todas. Una sombra envolvió lo que pasaba bajo ella. Una sombra fría, más lóbrega que los abismos, más sangrienta que los asesinos de las antiguas historias, más destructora que todos los desastres naturales en uno. La maldita sombra prosiguió e inundó a varios inocentes con sus ejércitos de No Vivos acompañados de los despreciables vampiros, de los demonios y de otros seres malvados que ayudaban de la mano tal como el Demonio les ordenaba desde su abismo, donde reía de forma asquerosa, satisfecho. Al fin admiraba su trabajo; lo que tanto deseaba era plausible y no era más un alarde de su retorcida y soñadora mente. Las Personas Mágicas se habían hecho de grandes enemigos, muy poderosos, pues todos ellos manejaban magias innaturales, tan poderosas que estaban acompañadas de un poder de destrucción como no había existido antes. Fue lo que muchos clasificaron como un verdadero milagro aquello que terminó con esa batalla. Mientras el mundo oraba por un milagro y temblaba, lejos diez hombres se reunían y se preparaban para la batalla. Acompañados de diez armas únicas creadas por un poder desconocido, tuvieron la suficiente capacidad para alzarse en contra de la oscuridad. Su poder chocó de forma balanceada en contra de la malvada magia de los Hijos de la Noche, creando una batalla legendaria y un colapso de los No Vivos. En el último día de la batalla, el fuego atroz y demoledor lamía hasta donde su brazo alcanzaba, exhibiendo su suntuosidad, empalideciendo el lugar, acompañando a cientos de cadáveres y proporcionándoles tardíamente un poco de calor en sus ya fríos cuerpos, algunos destrozados, algunos otros parecían dormidos en el dañado suelo, impregnados todos con sangre del enemigo en sus ropas, tal como habían acarreado el pesar mientras vivían. Un silencio macabro reinaba, ahogado. Los dolorosos matices no eran nada prometedores, de hecho ese día poco había sido prometedor: sangre opacada por el cielo de la silenciosa noche, los cuerpos amontonados, la soledad inmunda de los parajes, charcos de lodo profanados por los marchares de soldados, los instrumentos destruidos, el olor a putrefacción… Inclusive aquellas lujosas y famosas casas, construidas en su mayoría de canteras llenas de ornamentos, en las que alguna vez se amontonaron los habitantes de lo que fue un reino magnifico, estaban vacías, muy sucias y chamuscadas,
  • 6. 6 otras tantas derrumbadas o al borde del colapso. Los árboles se quemaban, los que permanecían en píe estaban incompletos. Las rocas de empedrados se desamontonaban por los caminos, fuera de su sitio y quebradas por los pesos; unas habían sido utilizadas para machacar, otras fueron herramientas para herir, sin embargo no se comparaban con las magníficas espadas que estaban agolpadas en las manos de aquellos que terminaron con vidas, manchadas del líquido vital en sus aletargados filos. Desde lejos se podía apreciar el caminar de la muerte por el destrozado reino. Desde lejos era visible la inmundicia de una guerra que acabó con miles de vidas. Fue entonces cuando un hombre misterioso corrió a través de un puente que de luz solo tenía una antorcha incrustada en un poste delgado, allá a lo lejos. El tipo iba con cuidado, tapándose el rostro con una capucha. Acababa de luchar y no sabía por qué lo habían abandonado, en realidad no recordaba mucho, todo era confuso. No le habían atravesado el corazón, como lo hubiera deseado, de hecho, si él fuera un enemigo común, así hubiera sido. Estaba herido de una pierna y medía cada paso y la oscuridad lo medía a él. No era paranoia, él sabía que lo miraban, sus enemigos no pudieron desaparecer así sin más. Toda la gente se había marchado, pero los guerreros estaban por allí, observando cada uno de sus movimientos desde la gentil penumbra. A pesar de sus dolores y deplorable estado de salud, no evitaba que una sonrisa sepulcral asomara bajo la sombra. Tarareaba una alegre canción, con el silencio parecía que la gritaba, la podían oír desde lejos, ni siquiera grillos asistían en la serenata nocturna en esa ocasión. Era una visión extraña, un hombre extraño. Era como si el miedo no lo abrazara. Era, por igual, divertido: un cojo cantando en un día como así, en una noche como esa, con dolores como aquellos. Quizá fuera que, a esa hora, después de tanto, ya nada le importaba. Continuó con su firme paso por la calzada, de ahí por unas calles en tinieblas y muy profundas. Las casas del reino lo señalaban, las gárgolas lo miraban con ojos fijos, los mismos ojos que dieron un seguimiento apegado de la guerra. Frente a la parafernalia de muerte, a las sombras de casas y de la asquerosa luz del fuego, un enorme castillo viejo e inmortal seguía paralizado, débil; no era el de antes. Aun así sus daños eran mínimos comparados con los de las construcciones que se hincaban ante él, mostrando, a tal hora, respeto para el coloso de piedra, sitio de reyes e historias. Después de discutirlo consigo mismo, de analizar sus pasos nuevos y pasados, el hombre respiró ingenua tranquilidad. Creyó que las cosas saldrían del todo bien, creyó que la senda era digna para cruzarla de inicio a fin sin contrariedades. Terminó su andar sin más, buscó la iluminación amarillenta y cálida del castillo, sin suerte: se vio de frente con algunos No Vivos que estaban, sin duda, esperándolo en la abundante penumbra regalada por árboles del jardín real. Los cinco sujetos pálidos, algunos bañados de sangre, algunos otros con heridas mortales, lo rodearon, le dijeron algo y, antes de que siquiera respondiera, lo paralizaron con un embrujo. Uno de ellos le acercó un trozo de madera con un raro fuego verdoso ardiendo inmutable, luego se lo pegó en la cara sin dejo de crueldad, como si lo fuese a marcar, y este respondió con un estruendoso grito de dolor. Gracias al efecto del fuego y el mismo inhumano dolor, se desmayó. Los cinco hombres eran los únicos en ese punto de Greyddera y creyeron estar listos para entrar en la enorme fortificación.
  • 7. 7 Cargaron al sujeto con esperanza de volverlo a la normalidad. Comenzaron a andar hacia su objetivo inicial, ahora con pasos firmes, decididos, cerriles. El castillo de Greyddera estaba abierto a la fuerza, sus dos hojas imponentes de madera maciza y fina estaban tumbadas groseramente a un lado del hueco que había sido esa misma mañana una ornamentada y detallada entrada. Dentro, ni un alma se adjuntaba con los objetos, sillas y cuadros. Como bien sabían, todos habían huido al refugio, con los elfos, creyendo que todo había terminado. Ni siquiera un guardia asomaba la cara. Al lado de la puerta había mil rasguños que se hicieron cuando los No Vivos trataron con ahínco de abrirse camino y buscar a los señores del reino. Ahora ningún humano sensato respiraba los aires nocturnos de la batalla. Más allá del portal no se apreciaba algo grave, solo manchas de humo y sangre roja desparramada en algunas secciones de suelo y pared, pero ningún cuerpo opacaba los elegantes azulejos del piso. Al sentir que la hora esperada había llegado, tres magos salieron de los setos altos del jardín y embistieron con hechizos protectores antes de ser identificados por los No Vivos. La batalla continuó, tres contra cinco. Los tres magos llevaban la delantera gracias a sus armas magníficas que bailaban enfrente de los No Vivos sin piedad, así esos demonios cayeron uno por uno al lado de algunas víctimas y más enemigos: un último tributo al sufrimiento, al reino y a los que dieron su vida por terminar con esa pesadilla. Los tres Diez exhalaron victoria, boquearon, jadearon y se enjugaron el sudor que les perló la frente. Creyeron que su descanso los esperaba, aun así la tristeza ocasionada por la pérdida de sus compañeros y la devastación de las tierras que prometieron, ante todo, cuidar con sus vidas, los embargó tan rápido como su siguiente suspiro. Se iban a tirar a maldecir, llorar con tranquilidad sus calvarios personales a pesar de ver más clara la victoria sobre el enemigo. Supieron entonces cuál era la trampa que les habían preparado de plato fuerte, la que los acabó. Sus cadáveres se unieron a unos cuantos más. De esta manera se perdieron los diez guerreros que conformaban la esperanza de las Personas Mágicas. Sus armas y armaduras se esfumaron tras la magia de la trampa. El hombre encapuchado que fingió ser víctima, rio como demente al ver los cuerpos de los Diez, grandes y poderosos hombres, regados junto al de sus compañeros No Vivos. Este ser era diferente, más fuerte, más hábil y era el que más temor infundía. Las marcas del No Vivo, esparcidas como tatuajes en todo su pálido cuerpo, hablaban del líder de la raza que gozaba lo que bajo sus pies sucedía. El No Vivo corrió hasta el vestíbulo del castillo con reciente premura. Ahí dentro la luz era más noble, no se lo comía como la boca de lobo de afuera y el frío se cegaba con las antorchas. Fuera de sí, entró a cada una de las habitaciones, abriendo y cerrando de un portazo, buscando a alguien en especial. Posteriormente corrió al balcón de los tronos, pero no llegó, se quedó a mitad de las escaleras, distraído al visualizar una figura fuera de una pequeña ventana junto a los cuadros del rey. Observó, gracias a su poderosa visión, a un hombre alto y encapotado que cargaba un bulto enredado. La visión auguraba el final de la jornada. Todo había terminado ya.
  • 8. 8 Salió del castillo con trancos acelerados que resuenan aún como fantasmas sin descanso. Se perdió entre las penumbras y sombras nocturnas del pueblo devastado. A lo lejos, en esa dirección y arriba, en el cielo se abrió un túnel lleno de fuego por donde entró volando, elevado por un humo macabro que parecía salir de sus botas sucias. Tras él, como un remolino terrible, volaron directo a al agujero miles de cuerpos que le servirían para después, cuando él y su Señor estuvieran nuevamente listos ya que únicamente la batalla había terminado, por el momento, sin embargo su guerra perduraría hasta el final. Para el Gran Demonio, quien ha esperado desde el Inicio de los Tiempos, los años son segundos. Su nuevo plan era lo que esperaba ejecutar para retomar sus esperanzas debilitadas. Una vez terminada la guerra, la felicidad en el mundo comenzó a fluir como oro líquido, poco a poco. Era un gran alivio, un peso menos. Se podía respirar en paz de nueva cuenta. El rey de los No Vivos se había ido, su séquito era historia, Greyddera celebraba a lo grande una victoria más. A los Diez, los guerreros con armas de poder anormal, se les celebró como a nadie, como grandes héroes, los más grandes a un lado del antiguo Zoth. Eran, sin duda, el más considerable milagro, el motivo del por qué las Personas Mágicas le ganaron una nueva batalla al Demonio. De no haber sido por ellos la historia hubiese sido distinta. Todo el auge de los castillos aumentó más rápido de lo previsto. Las calles del reino, las casas, los animales, los árboles, todo fue nuevo y mejor. El hermano menor del rey Regacello, quien pereció en manos de un No Vivo, dejó de hacerse el bobo y trabajó duro a lado de su enfermo hermano mayor para mantener el reino sobre pilares firmes. Justo después de la guerra, una nueva felicidad llegó para dos familias, la Corbeau y la Fleourge. Ambas tuvieron sus primeros hijos. De verdad era un alivio recibir esos regalos del cielo para reconfortarse después del daño causado. Eran una cura, la primera pieza del rompecabezas llamado vida amorosa y tranquila, llena de esperanzas. El dos de noviembre los Corbeau, al no poder tener hijos, adoptaron a un pequeño bebé con solo poco tiempo de vida. El veintiocho de diciembre, luego de una navidad única, la familia Fleourge pasó una larga tarde en el hospital local para al fin concebir a una pequeña bebé hermosa. Cuando ambas madres y padres cargaron a sus hijos, les sonrieron y les besaron la tibia frente, en lo último que pensaron fue que esas dos vidas se unirían algún día, en el futuro.
  • 9. 9 1 El fantasma de SiriusSon La devastación creada por las manos del Padre de la Noche se difuminó en historias. Por veintidós años la paz logró convivir con las nuevas generaciones. La guerra seguía en las mentes de todos, jóvenes o ancianos; un mal recuerdo del pasado. Los más sabios tenían claro que el rey No Vivo estaba escondido, no había muerto, si su poder permanecía en el mundo vivo de alguna forma, aparte de las remembranzas y temores, nadie lo podía asegurar ni desmentir. De vez en cuando aparecían difamaciones, calumnias e historias sobre nuevos levantamientos; todo mentiras creadas desde cero, sin argumentos sólidos, y expandidas a su vez en forma de chismes terroríficos, simples cuentos de miedo para asustar al más débil y desorientar al menos avispado, los cuales solían encender la mecha del temor generalizado en la población. En el Infierno se encontraban aún los más portentosos enemigos y los secretos del Demonio. Muchos aseguraban que era cuestión de tiempo, nada más, eso les evitaba vivir en completa armonía y construir un mundo tranquilo, ciego ante la verdad. A otros no les importaba, tan solo se enfocaban en los pasos que darían, creían en un futuro; trabajaban, respiraban, vivían tratando de olvidar los pesares del ayer porque eran lastres pesados para llevar a cuestas. A los veintidós años de edad, Flurum Roscord Corbeau se había convertido en un hombre, algo inmaduro, pero un buen muchacho con grandes virtudes y algunos defectos. Un joven común surcando la tranquilidad de la cotidianidad sin mayores preocupaciones y peligros que los que él mismo se acarreaba. Odiaba lo que aseguraban era su más grande defecto: ser un brago, la combinación sanguínea de un mago y un brujo. La brujería justamente seguía siendo la parte oscura de la magia, y el pilar de varias guerras pasadas que los libros de su escuela seguían recordando. Muchos se aventuraban a decir que el joven Corbeau había tenido familiares brujos en antiguas generaciones. Ser adoptado generalizaba esa misma creencia. A pesar de esto, otros depositaban confianza en él a la par que un miedo irracional tomaba por sorpresa a los desconocidos que no querían conocerle y se limitaban a juzgar sin fundamentos. Por su parte él ignoraba a quien debería ignorar. No tenía la más mínima culpa de ser un brago. Nunca utilizaba la magia negra para mal, ni siquiera era fácil identificar qué clase de Persona Mágica era, parecía un mago como cualquier otro, sin un ápice de verdadera y pura crueldad asesina, característica de los prístinos brujos. Los muchachos de su escuela, de manera amistosa o para hacerlo enojar, le llamaban Cuervo debido a su apellido y a su usual vestimenta negra, a veces conformada por túnicas o simples pantalones y playeras. Su cabello azabache le llegaba hasta los hombros y sus ojos profundos eran del mismo color lúgubre. Su piel, muchos decían tan nívea como la de los vampiros, contrastaba y aumentaba todos los tonos de negro que portaba. Gritar era una de sus actividades favoritas, e imitaba de vez en cuando el gutural graznar de los cuervos ya fuera para fastidiar, como presentación de sí mismo —
  • 10. 10 admirada por muchos chicos, algunos de los cuales le imitaban en ocasiones—, o sin ningún motivo aparente. El famoso grito espontáneo de Corbeau. En su forma de ser cabe destacar su rebeldía estilizada muy a su manera, cosa desacorde con su amabilidad y confiabilidad que, entre otras grandiosas aptitudes, lo convertían en un muy buen amigo, uno que nunca fallaba. Le fascinaban varias cosas en la vida: los animales extraños, sitios nuevos, aventuras, buenas bromas, comida exótica, perder el tiempo, saltarse clases. Siempre quería justificar sus actos erróneos con excusas incorporadas a célebre sonrisa y sus ojos embebidos de falso arrepentimiento; ante los inexpertos que recién le conocían parecía decir la pura verdad. Era único, uno de los jóvenes más divertidos de su clase y de toda la universidad. Aunque parecía petulante, no era tan fanfarrón ni engreído. Uno de tantos días, dentro de una de tantas clases aburridas, para lograr pasar desapercibido por los ágiles ojos de su profesora, se escudaba detrás de su mochila y la de Rody, su amigo y compañero, con la cara pegada a la mesa de madera esmaltada de tonos ocres. Los murmullos de sus compañeros, la palabrería soporífera de su mentora, sumado todo al calor asfixiante de la época veraniega, lo tenían sumiso, atontado, bajo el hechizo de Morfeo. El calor se había convertido en el más grande enemigo de todos los alumnos de SiriusSon. Era extraño en aquella parte de Europa que la temporada de calor comenzara tan prematuramente. Ni los bosques verdes en torno de la fortificación, ni las montañas a cuestas podían contener el poder del sol. La misma constitución rocosa de la universidad servía de poco para retener toda la acumulación de rayos solares que caían sin reservas. Y como si no fuera suficiente con el bochorno, los holgados y abombados uniformes de color dorado daban todo de sí para que el sudor de los muchachos fuera el líquido más abundante en todo el lugar. Un jersey de lana no los martirizaría tanto, ni una boa los ahogaría con tanto tesón como aquella maldita prenda obligatoria. El salón era largo, con extensas ventanas sin vidrio en las paredes de piedra y las bancas de madera servían para albergar a dos compañeros. Enfrente, el pizarrón verde lleno de notas blancas parecía burlarse de ellos con decenas de líneas monótonas, palabras y números, muchos de los cuales sus cansadas mentes dejaban de interpretar y sustituían por figuras borrosas sin sentido. Para colmo, el examen escrito en hoja de papel que tenían bajo sus narices les hacía perder más el sentido, sin mencionar la cordura, les aturdía el cerebro, atormentándolos como pocas veces. De vez en cuando gotas de sudor caían de sus frentes perladas al papel, arruinando lo ya escrito. De vez en cuando un alumno salía a respirar, tomar agua, o desertaba de la tarea que pocos terminaban con una sonrisa de autocomplacencia en el rostro. Las plumas parecían volar por el ágil movimiento de las manos, escribiendo con soltura todo lo que alcanzaban a captar. Para salir con vida del sitio deberían terminar con la mayor prontitud. —¡Flurum, Flurum! —Rody intentaba despertarlo, murmurándole con un tono de alarma al oído mientras lo meneaba con sutilidad, cuidando de no hacerlo con brusquedad como hubiese deseado. Con el acto le trataba de salvar el pellejo porque la profesora de la clase estaba haciendo preguntas mientras los jóvenes hacían su último examen de Secretos Mágicos.
  • 11. 11 Flurum, con la última fuerza de su ímpetu masacrado, entreabrió los ojos como un bebé recién parido. Mirando a través de un velo de lagañas y modorra, de forma pausada y con temor, buscó a su profesora. La encontró preguntando a un compañero que tan sólo estaba tres bancas a un lado y una detrás de él. Se tragó, al ver aquél fantasma de mal augurio, la baba que no expulsó sobre la empapada mesa. Al levantar la cabeza lo más rígidamente posible, el sucio y mojado examen se le despegó de la cara. Restándole importancia, se limpió el sudor del rostro pálido con la manga, se atusó el cabello enmarañado con sus largos dedos y se talló los ojos rojos rogando que la marca de la modorra hubiese desaparecido con aquellos fútiles ajustes a su rostro, antes de tener enfrente la aparición que flotaba de alumno en alumno. Se liberó de poco de ese sueño abofeteador, y torpemente contestó algunas líneas del examen estropeado. No buscaba las mejores respuestas, se conformaba que no fueran tan estúpidas y lo acusaran, así, de su estado. La maestra, con pasos ligeros, llegó al fin a su mesa, pasó de largo al joven Rody Waberdos y dirigió hacia él unos ponzoñosos ojos de víbora. Era fácil doblegar a los alumnos de SiriusSon con miradas directas, duras y frías, sin necesidad de recurrir a frases orales. Los profesores de la universidad eran inteligentes, conocían a sus alumnos y con habilidad preludiaban lo que los chicos se traían entre manos para evitar cualquier falta al reglamento. Con el joven Corbeau había una tradición ya casi descrita en los Anales de los Altos Magos: siempre, examen tras examen, trabajo tras trabajo, ojos atiborrados de autoridad lo atravesaban, incitándolo a doblegarse por su propia voluntad. Él recaía contadas veces en cuánto su falta de moral o fervor por la escuela lo afectaba o a los maestros o alumnos. La achaparrada maestra dedicó unos segundos para ablandar a Flurum con una mirada que decía, entre otras cosas, que estaba consciente del estado abrumado del muchacho. Se posó enfrente y abrió la boca: —Está despierto joven Corbeau, me alegro, espero que esté listo. A ver, una pregunta fácil, ¿qué diferencia un benhbon de una lechuza de la Ciénaga Rentigiz? Su voz seca se acoplaba perfectamente a su fisonomía deteriorada. Flurum trató de responder, siquiera abrir la boca. No lo consiguió, seguía adormilado. Sentía lo pegajoso de su boca. Sus ojos entrecerrados y enrojecidos analizaron a la amenazadora mujer, que esperaba con ansias la respuesta. El chico la tenía, pero le dio flojera responder, se limitó a esbozar una sonrisa tozuda y se encogió de hombros. Para remarcar su falta de interés, bostezó como un león. —¡Señor Corbeau! —El joven conocía ese tono de sobra: la maestra Dial trataba de doblegarlo, de transformar su actual expresión de bobo a la de un niño verdaderamente espantado, atento a las órdenes de sus superiores—. ¡Señor Flurum, no aguanto más su comportamiento! —berreó—. Esto es el colmo, joven irresponsable. Es su último examen. No ha cambiado nada en estos años. Sé que castigarlo no sirve, aun así vaya con el rector, dígale lo sucedido. Si no soporto algo es que los alumnos duerman en clase y menos en un examen tan importante. Por cierto… —Detuvo un segundo sus palabras para sonreír, indicando de nuevo su seria amenaza y, como la vez pasada, no consiguió doblegar al muchacho— una vez el rector le haga un reporte, regrese a la clase,
  • 12. 12 el examen y yo lo estaremos esperando… por su bien. —La maestra cogió el papel húmedo del chico y le echó una revisión rápida—. Sí, por su bien lo volverá a hacer desde el inicio, además este ya está arruinado con baba y sudor. —Ultimó con una sutil expresión de asco—. Otra cosa —continuó con una nueva sonrisa, augurando malas noticias— le haré diez preguntas extra sobre tres objetos, dos animales raros, un animal mágico y lo demás de hechizos y embrujos. Y ya sabe lo que sigue, joven Corbeau, en la tarde le aplicaré el castigo de siempre. El chico deseó zafarse de los castigos. Como dijo ella, ya estaba adaptado a cada uno, no había nada nuevo que en realidad pudiera amedrentar su espíritu vehemente, pero las tardes se habían hecho para descansar de las largas jornadas de trabajo, no para seguir con precisamente más trabajo. No abrió la boca en su defensa, era mejor salir del caluroso lugar de una vez. Después haría la prueba, en ese momento el sueño y el calor no le daban muchas oportunidades. Se encogió de hombros y asintió sin hacer énfasis en el asunto ni oponer mayor resistencia. —Sí, señorita Dial, lo que usted mande… Usted ordena en este infierno lleno de demonios adormilados, seres de la noche buscando en tumbas su alimento diario. — Sonrió e hizo una pequeña genuflexión jocosa. La mujer volteó los ojos mientras negaba con la cabeza, desaprobando su acción infantil. —No cabe duda, joven, no habrá otro como usted. O eso espero. Le rogaré a dios que así sea. Déjese de payasadas y váyase ahora a la rectoría. Nada de escapaditas, he. —No se preocupe, iré con el viejo —dijo el muchacho y bostezó, desganado. —Ojalá algún día aprenda a respetar a sus mayores, Corbeau. Usted mismo será mayor algún día. —Ya los respeto —dijo y quiso reír, pero algo lo detuvo—. Yo los trato como iguales, eso es todo. —Sí. Vaya, la actitud de los jóvenes siempre es la misma. —Usted un día fue joven, maestra, eso no lo puede negar. —Yo fui una chica aplicada, centrada, me comportaba como debía. Al decirlo, se irguió con orgullo. —No, a mí no me engaña, usted algún día fue una persona divertida. Los años le han sentado mal. —No pudo contenerse más, le dedicó una amplia sonrisa. Al acto, algunos oyentes metiches dejaron escapar una carcajada, sofocada al instante para no faltar al respeto a una ya irritada profesora. Ya muchos, como Rody Waberdos, habían dejado de lado la hoja de papel con preguntas para enfocar su vista al dúo que discutía. —Como sea —dijo ella—. Sí, ya estoy vieja y soy una regañona, niño malcriado. Ahora, fuera del salón.
  • 13. 13 Se podía notar que la profesora Dial no estaba molesta del todo, muy en el fondo Flurum le hizo recordar sus años mozos. Flurum lo sabía, lo podía ver en los soñadores ojillos de la educadora. —Usted gana, anciana —dijo dejando escapar media risotada. Se levantó restando importancia a su comportamiento. La profesora no despegó la vista del muchacho hasta verlo salir del salón, arrastrando sus pies y sintiéndose un héroe ante todos esos ojos. Esa marcha era muy conocida por sus compañeros de clase, lo único necesario para completarla era un himno acompañado de un coro. Entre esos alumnos se encontraban sus fieles seguidores, ellos lo clasificaban como un valiente, una persona que, de una manera divertida y guasona, se enfrentaba a la autoridad. En contraparte, los profesores lo catalogaban como un hombre que necesitaba más atención de la que recibía. Él, a su vez, no prestaba importancia a los comentarios, fueran para bien o para mal, solo se excusaba diciendo que el molestar a los profesores era un buen deporte del cual era gran pilar y principal jugador dentro de SiriusSon. Al salir por las largas puertas chirriantes se echó a andar por los pequeños y altos corredores que, debido a la falta de una aglomeración humana, eran más frescos. La infraestructura del sitio era de las más extrañas de todo el continente. SiriusSon era una permondel, una de las famosas Coronas de Piedra. No existían muchas en el mundo y algunas ya eran ruinas. Son distintas a cualquier fortificación construida para proteger reinos, reyes o pueblos: fueron creadas, a su inicio, por la mano de la naturaleza, no la humana, en la cima de montañas, con una curiosa forma de corona de piedra, aunque muchos suponían que habían sido justamente manos humanas las que habían dotado a ese trozo de montaña con puertas, ventanas, pasillos y recovecos en forma de habitaciones, más tarde de salones. La permondel no había tenido ocupación alguna y, al ser una de las más enormes del mundo, un grupo de profesores se dio a la tarea de convertirla, hacía pocos años, en sede de una escuela privada para varones. Un internado con alta calidad de enseñanza. Su estructura, como la mayoría de las permondel, eran torrecillas picudas de piedra, iniciando por ocho pequeñas en derredor de cuatro más grandes, las cuales a su vez protegían dos y luego una, la principal de las torres; esta presumía de una campana de plata que reverberaba con ímpetu gracias a rayos del sol o, por la noche, de la luna. Junto a ella, un reloj con manecillas brillantes de oro recordaba a todos la hora y resonaba odioso para reafirmarles la entrada a clase. Además de una corona, la forma del castillo se podía comparar con dientes afilados de un cálido tono grisáceo. La piedra no presentaba bordes mellados ni costras, estaba bastante lisa, como si la hubieran pulido completamente. Afuera del edificio, el panorama se componía de los hermosos jardines de pasto y árboles sembrados sobre la piedra llana. La montaña no era muy grande, no como sus vecinas, aunque era más imponente que los montes paralelos en los cuales se había abierto un sendero que conducía a la universidad desde una carretera poco transitada en el linde del bosque. El frío más intenso aparecía en los meses invernales, gracias a eso el verde podía crecer en paz hasta los bordes donde cercas de piedra protegían a los estudiantes de una caída al abismo. Esas mismas bardas obstruían gran parte del hermoso paisaje construido
  • 14. 14 bellamente por muchos montes, bosques y montañas. SiriusSon estaba apartado con recelo de la civilización, justamente a medio día a caballo del pueblo más cercano. La permondel había sido bautizada hacía mucho tiempo atrás con el nombre de SiriusSon, mismo nombre otorgado a la universidad. Nadie estaba seguro de quién fue el original autor del nombre, si un rey, un acaudalado señor, alguien que obedecía a la oscuridad. Sin embargo, era sencillo ver el porqué del título: los rayos del sol, al chocar con los picos de piedra del castillo, formaban sobre los terrenos bajo la montaña la figura de un perro de gran tamaño. Por caprichos de la magia, la sombra nunca era desterrada del lugar, perduraba como si fuera protectora del castillo; por las noches la luna, aunque fuera la más ínfima, la mantenía viva, ni siquiera las nubes ni la oscuridad profunda abolían la enorme sombra. Ser un guardián era una parte del trabajo del inexistente animal, además, para todos y cada uno de los jóvenes, siempre ha sido un logotipo adorado, un perro amable, amigable, un cazador y vigilante, un atractivo de la escuela y un símbolo viril. SiriusSon, en poco tiempo, consiguió ser la mejor escuela privada para varones de toda Europa. La familia adoptiva de Flurum, los Corbeau, contaban con los suficientes recursos económicos para darle una educación adecuada a su muchacho en la emblemática universidad. Después de haber cursado cinco años en el lugar, el final se encontraba a la vuelta de la esquina. Todos los ciclos en el castillo fueron revitalizantes para el muchacho. Había trabajado duro, aunque nunca lo parecía. Cada día miraba al mundo con una fresca sonrisa en los labios, nunca se preocupaba o trastornaba sin necesidad, y la necesidad nunca llegó. Como en cualquier escuela universitaria de Personas Mágicas, a ellos les mostraban las reglas de la magia, las formas de controlarla, ganar poder sobre ella. Las enseñanzas, obviamente, no se limitaban a ese arte antiguo, igual les instruían materias comunes como las matemáticas, historia nacional y mundial, biología tanto de animales como de semihumanos y seres mágicos. Al joven la magia le gustaba para hacer bromas, sin embargo conocía las consecuencias de su uso. La tomaba siempre con seriedad, guardándole imprescindible respeto, así como la precaución necesaria. Andando, canturreaba con desgana, todo estaba tranquilo. Los únicos murmullos provenían de los salones llenos de aburridos y acalorados jóvenes. Sus pasos aportaban ruido a la silente cacofonía matinal de SiriusSon. Tomó el camino de la rectoría. No le importaba ir con el rector, ese era su deber o de lo contrario su castigo sería peor y eso lo fastidiaba: perder tiempo contestando preguntas, lavando partes muy concurridas del castillo, fregando los baños, exponiéndose ante todos como el próximo lavandero lo cual no era otra cosa más que el ritual de lavar las sucias ropas de sus compañeros, incluso la interior. Antes de andar por unas largas escaleras en diagonal que daban directamente a un piso superior, asomó su cara sobre la burda balaustrada de piedra que estaba tan alta como él, buscando un maldito bebedero de roca. Ya tenía casi cinco años completos dentro del lugar y había vagado por cada rincón del mismo, sin embargo siempre se olvidaba de la posición de cosas como los bebederos. Su extraña racionalidad lo
  • 15. 15 consolaba, diciéndole que el bebedero siempre confabulaba contra él para matarlo de sed. Tal vez estaban hechizados para hacer sufrir a los alumnos. Salió del paso de las escaleras y encontró su objetivo: un pequeño pilar de roca con una llave de agua achatada. Se acercó desmadejado hasta la fuente de agua y accionó para que un chorro del líquido vital llegara a sus labios secos que bebieron con premura. Súbitamente, creyó escuchar unos pasos lentos, pausados, hechos con cuidado tras él. Dejó de beber con brusquedad y volteó, prevenido. Por unos instantes imaginó ver una sombra escondida en las profundidades tras las escaleras. Se apartó del bebedero y, con precaución, emprendió camino hacia la oscuridad. —¿Hay alguien allí? —preguntó a quien le respondiera—. ¿Canis? —inquirió con voz aventurera sin rastros de miedo. Se tomó un par de minutos para revisar la amplitud del camino. No había nadie, la escasa luz de las ventanas altas lo demostraban, desmintiendo su visión. Regresó al bebedero a tomar otro sorbo dejando de lado lo sucedido, relegándolo a un simple efecto visual. Se mojó la cara y se enjugó con la manga de su túnica a modo de toalla. Al girarse se sobresaltó por culpa de una figura que bien podía haberlo estando vigilando desde hacía segundos, pero de ninguna manera era CanisSolsing. El castillo gozaba de más de una historia de terror creada por el paso de generaciones de alumnos. Ya fueran leyendas sobre muertos vivos de color transparente, sombras entre las sombras, voces del más allá, seres infernales, etcétera. En la más famosa de las historias el personaje principal era CanisSolsing o, conocido popularmente, el Hombre Oculto. Algunos decían que Canis era un alma atormentada, un señor maldecido hacía muchas eras. Otros, que era el amo original del castillo o algún sirviente que había muerto de una forma terrible en alguna guerra. La historia más controversial aseguraba que Canis era un extraterrestre escondido en la Tierra, en ese castillo construido por sus manos alienígenas. Flurum mismo, contando con esa nueva ocasión, ya lo había visto más de cinco veces por toda la escuela, ya fuera nítidamente desde una ventana o del balcón, o como sombra, lejos del pasillo. Siempre se aparecía protegido por el anonimato de una túnica negra. Pero no, el hombre que tenía enfrente era alguien conocido por todos en el castillo: el rector de la universidad. Un mago célebre, alto, moreno e inteligente que, por giros malvividos del destino, sufría de amnesia y, claro, ya no le era muy útil su memoria que antaño fue de un erudito, de un hombre que logró sobrevivir en la guerra contra los No Vivos, usando sus capacidades diversas. Las leyendas aseguraban la participación del rector al lado de los mismos Diez, los indiscutibles salvadores del mundo entero. Ahora era un profesor en todo lo ancho de la palabra. Sus investigaciones eran reconocidas en las distintas ramas de la educación para Personas Mágicas. Su rostro se escondía tras una insipiente barba veteada de blanco que también le tapaba la pequeña boca y, junto con unos anteojos de grosor exagerado, evitaban que el semblante de hombre fuera apreciable. —¡Profesor! ¡Me asustó! —bufó el alumno, jadeando con exageración, con la mano en el corazón y los ojos fuera de las órbitas.
  • 16. 16 El profesor, sin inmutar su expresión pacífica, observó al muchacho. Marcó una media sonrisa entre la barba y dio dos calmos pasos hacia atrás. —Sí, te asusté, joven, pero parece que has visto un verdadero fantasma. Dime, ¿has visto un fantasma? Flurum se encogió de hombros y recobró la compostura. —Ha sido CanisSolsing, ¿verdad? —preguntó Syclot sin rodeos y sin mudar de expresión. —Quizá —admitió—. No podría asegurarlo para nada, pero… profesor, lo quiero oír de su boca, ¿Canis es real? Me refiero… quiero decir, ¿es un alma y vaga por el castillo? —Es raro —contestó con aire pensativo—, nunca he visto un fantasma, no sé si existan pero, independientemente de quién sea él, no le temas. ¿CanisSolsing?, ¿quién sería el pocos sesos que le dio el nombre? —Se permitió una carcajadilla senil—. Cambiando de tema, me he cruzado con la profesora Dial momentos atrás y dijo que lo buscara, que usted andaba por allí. Sígame por favor. No me gusta dar castigos fuera de mi rectoría, me siento desnudo —dijo, acentuando más su sonrisa. Sin cruzar ni una sílaba más en la instancia, los dos, el rector delante y el regañando detrás, caminando con el mismo ritmo casi militar, se apresuraron. Subieron escaleras por un buen rato hasta llegar a uno de los pisos más altos de la fortaleza, en el pico principal. Al terminar de subir el último peldaño, los recibió una línea de puertas opacas encastradas a la pared de piedra. Se acercaron a la más imponente, custodiada a cada lado por dos estatuas de piedra negra pulida con la figura de pastores alemanes sobre sus cuartos traseros. El hombre mayor abrió una hoja y penetró a la oscuridad. El rector, alzando lo que el muchacho supuso sería la varita, encendió una luz incorpórea en la parte más alta del techo y dejó entrar al alumno. El chico, dando pasos desganados, se sentó enfrente del escritorio sobre una silla que sus posaderas conocían de sobra desde el primer año de escuela. El rector se colocó cómodamente del otro lado de su bonita mesa de negra madera llena de símbolos y palabras que de lejos parecían simples hilos entretejidos. —¿Señor Arthur, qué…? —No, soy Flurum, señor Syck —corrigió, tranquilo, aburrido, acurrucando su rostro contra la palma de su mano derecha. Flurum, así como muchos alumnos conocedores, estaba acostumbrado a la mala memoria de su rector y con el tiempo adquirió la capacidad para que las engorrosas conversaciones no lo trastornaran. El chico se talló los ojos con las mangas de su brilloso uniforme, bostezó y amoldó su trasero a la suave colchoneta. —¿No tiene calor? Parece que la rectoría es el Infierno y no solamente lo digo por el clima asfixiante —se mofó acompañando todo con una sonrisa de niño travieso. —¿Ahora qué hizo, joven Flori? —arrebató el rector sin esperar a escuchar otra tontería.
  • 17. 17 —¡NO SOY FLORI! —refunfuñó con un tono elevado, luego se calmó para continuar—: Ni Arturito. Mi nombre es fácil de recordar y, por supuesto, no es uno tan bobo como Flori—le corrigió sin perderle el respeto. Syclot era el único en todo SiriusSon que podía presumir haber puesto en estado de sumisión más de una vez a ese alumno irritante—. Soy Flurum Roscord Corbeau, señor, ya lo he discutido con usted varias veces. —Se detuvo y exhaló e inhaló para recuperar aire—. Me volví a dormir, señor, y además no quise contestar una pregunta desconocida de la señorita Dial, una muy estúpida debo admitir. —No se enoje, señor Flurum —le dijo, apaciguándolo. El rector no hablaba molesto, para él el ver a Flurum de mala gana era una costumbre, ni siquiera su memoria embotada le hacía olvidar cosas relacionadas con el chico, aparte de su nombre—. Ahora mandaré un telegrama a sus padres. Recuerde, ellos me dieron la tarea de llamarlos cada vez que usted mostrara malas actitudes en la escuela. Si fuera por mí no los molestaría o los sacaría de sus asuntos para avisarles que su único hijo, la esperanza de la familia Corbeau, estaba haciendo cosas indebidas en momentos inoportunos, en donde un comportamiento de esa índole no es aceptado. A diferencia de usted, yo capto todas las instrucciones y las trato de seguir tal y como las reglas me lo dicten. Debería intentar hacer lo mismo un día. Portarse bien le dejará una gran sensación de bienestar. Pero no, su actitud vehemente y llena de brío le hace desperdiciar la energía para el estudio. No lo culpo, no obstante, seguirá al pie de la letra mis instrucciones, así como las del profesorado. —Flurum bostezó otra vez y se recargó en el respaldo de la silla, amoldándose a ella—. Ya estamos a punto de salir y le falta terminar (o comenzar) sus nuevos castigos. —Sí, aún no comienzo a limpiar los baños —dijo sin poder ayudarse de alguna excusa, como siempre lo hacía; simplemente, y para evitar enfrascarse en una riña inútil, corroboró la veracidad del rector, todo sin inmutarse o mostrar alguna debilidad en su rostro, como otras tantas veces. —No me va a engañar. —El rector sonrió como Flurum, compitiendo en afabilidad—. No hijo, esta vez lo harás, el otro año te escabulliste sin cumplir tus castigos, fuiste muy astuto. —Debo decirlo, su mala memoria me ayudó. —Pobre de mi mente, señor Corbeau, no tiene la culpa de nada. Ahora apuntaré todo, pero primero… El rector rescató con sus largas y delgadas manos una caja de latón opaco de debajo de su grandiosa mesa. Colocó el aparato enfrente de los dos y abrió la parte superior; a falta de una aceitada en los engranes del artilugio el acto dejó escapar un chirrido escandaloso. La tapa, en la parte interior, contaba con un pequeño tubo con punta colgando de un hilillo de cobre. Syclot, entonces, sacó su varita blanca. A diferencia de las oscuras varitas de los magos menores, el color blanco indicaba el rango superior del mago, además múltiples adornos rúnicos dorados la ornamentaban. —Miltorll Corbeau —señalando con la varita, le susurró a la caja. Y el tubillo enloqueció, girando de un lado a otro y dando vueltas, tomando con libertad la amplitud de su radio. Una vez lapicillo de metal dejó de pivotar, el rector se dirigió a la caja:
  • 18. 18 —¿Señor, está ahí? Débilmente se escuchó un rugido metálico, dos segundos de silencio y al final la voz: —Sí, sí, soy yo y… ¡ROSCORD, ¿QUÉ HICISTE AHORA?! Los gritos de enojo pertenecían a un hombre con una profunda voz que se adivinaría tranquila en cualquier otra ocasión. El padre de Flurum estaba acostumbrado a llamadas como aquella, por lo tanto conocía de sobra la voz del rector de SiriusSon y el porqué de la llamada, no necesitaba hacer pregunta alguna. —Padre, ya sabes que ese nombre no me gusta y… —comenzó Flurum, con el mismo tono, dirigiéndose de mala gana a la caja parlanchina. —¡Basta Flurum! —arrebató con un gruñido desgarrador, luego tranquilizó un poco su tono para continuar—: Dime, no tengo mucho tiempo. —Miltorll, tu hijo se durmió otra vez —respondió el rector en lugar del joven, ya que este no era capaz de transmitir a su padre su nueva trastada sin sentir vergüenza. —¡No puede ser! ¿Otra vez? Hijo, ¿en qué piensas? —gruñó el hombre. —El calor me durmió, yo no… —trató de excusarse de una manera infantil, como siempre. —Nada. Eres un hombre mayor, un adulto. Ni siquiera un niño se dormiría en una clase. Tu madre escuchará de esto, hijo, no le gustará nada. Bien, no me queda más tiempo, me llaman ahora mismo. Adiós Flurum, profesor —terminó y su voz se desvaneció de la misma forma que llegó al lugar. Si el aparato fuera un teléfono, el padre de Corbeau hubiese colgado de golpe, con furia y celeridad. El rector señaló el artículo con la varita, la guardó y dirigió una mirada inquisitiva hacia el amonestado. Corbeau desvió sus ojos hacia todas las direcciones posibles, despreocupado. Bostezó y se quedó mirando una ventana lejana por donde se escapaba un poco de luz, luego miró a su rector. Syclot no despegaba la vista del muchacho, esperando, sin éxito, alguna sentencia positiva. Flurum se encogió de hombros. Era un hecho: sus padres iban a estar molestos otra vez con él. Eso no era un gran problema, él cumpliría los castigos impuestos por los profesores y era todo, eso los contentaría o, con el tiempo, se les pasaría. Muchas veces sus padres estaban tan ocupados que no le daban el interés necesario a pequeñeces como aquellas después de cierto tiempo. —Usted sabe que —comenzó el rector, con una voz congruente con su mirada— cada minuto dentro de las aulas de esta escuela no son un desperdicio, y usted está a punto de salir airoso de ella. Dejará huella como uno de los más irrespetuosos. Usted, joven Flurum, no debe encerrarse en su círculo de juegos y de bobadas. Es un adulto, no un niño falto de cuidados. No necesita regaños tras de usted. Tiene la capacidad de cuidarse solo, de hecho lo hace, pero no cuidas de ti mismo. Flurum invocó su poder actoral, con él logró hacer una cara de preocupación muy creíble.
  • 19. 19 —Entiendo —dijo. No era totalmente una mentira, era consciente de las palabras del rector porque eran una verdad incómoda—. ¿Ya me puedo ir? —No me engañas, Grenveu… —Corbeau —corrigió el muchacho con el mismo tono acongojado. —Corbeau, sabes que tengo la razón. Ahora… La campana resonó sin previo aviso, silenciando al rector y con certeza a todos los profesores de la universidad. Syclot cerró la boca por unos segundos, esperando el silencio reconfortante, pliego en blanco para agregar sus palabras. —Como decía, yo… Si… —De repente algo sucedió con él y la continuidad de su regaño: en su expresión seria se acuñó la confusión y sus palabras perdieron significado—. Joven, ¿qué hace en mi rectoría?, ¿un nuevo castigo? —preguntó, inseguro. Era una oportunidad: la mente del rector había fallado, entumeciendo su comprensión de los hechos. Corbeau ideó un plan en milisegundos nada más. —Sólo me iba a decir algo, profesor —dijo Flurum, sobreactuando—. Ya hecho, me retiro. Gracias, la profesora estará contenta con la noticia. —Sonrió, satisfecho. —De nada —respondió vacilante el mago. El chico se levantó sin desvanecer la sonrisa de sus labios delgados. En cualquier momento Syclot lo reconocería, su reputación era de las peores en el castillo, el rector podría revisar sus castigos o asegurarse con cada uno de los profesores del porqué estubo en la rectoría. Flurum salió sin voltear, con mucho cuidado, como si caminara junto a un dragón dormido. Afuera, en la habitual banca apiñada a la pared de cantera resanada, lo esperaba su viejo amigo Rody Waberdos, un chico muy apegado a él, uno de sus más grandes secuaces, no uno igual de irrespetuoso que él, pero sí su mejor amigo. El chico, físicamente hablando, poseía gran semejanza a Flurum, las diferencias radicaban en que era más rechoncho, su cabello era rizado y de un suave color marrón. Muchos podían jurar que los dos no eran tan solo los mejores amigos, sino hermanos. —¿Qué tal? —le preguntó, poniéndose de pie y echándose la mochila de cuero al hombro. Levantó otra mochila de la banca, la de Flurum, y se la pasó al propietario. —Bien. Sí, bien. Flurum procuró utilizar una mueca despreocupada. —Se le fue la memoria de nuevo, ¿no? —adivinó el otro. La respuesta fue una risilla de complicidad, Rody la copió. —Vámonos de aquí. El simple hecho de estar fuera de la rectoría me produce nauseas —dijo Corbeau, su amigo asintió. Los dos se marcharon a las afueras del castillo, pasando entre multitudes de alumnos que igualmente anhelaban darse una escapada oportuna de la aburrida rutina
  • 20. 20 escolar. Era la hora del receso, el inmenso reloj de oro marcaba la hora favorita de Flurum y de la mayoría del ejército varonil que pululaba entre las puertas, se apretaban y empujaban en los pasillos, silbando y gritando, algunos hasta ladraban de la emoción. La jovialidad nunca faltaba en SiriusSon a esa hora en los días de labores escolares. Flurum, Rody y dos de sus mejores amigos —uno alto y moreno, y otro más bajo de pelo largo y rubio— tomaron un atajo al brincar por las enormes ventanas sin cristal, evitando así a sus compañeros de grupo que se dirigían como ola corriendo por el pasillo izquierdo para dar contra la puerta, uniéndose con los demás jóvenes en multitud. Otros los imitaron y brincaron por entre los enormes arcos. Se alejaron del griterío, directamente a su mesa favorita a un lado del castillo donde se formaba un recodo del inmenso jardín que cubría la mayoría de la piedra plana con pasto corto de un verde exuberante. Ahí la sombra que les cubría el rostro era la de la permondel y no la del perro gigante. Se sentaron a empujones, como siempre. Ya tranquilos, de sus mochilas de mano sacaron una manta blanca, la doblaron por la mitad y, al desdoblara, su almuerzo del día estaba sobre ella, listo para ser devorado. El día era casi perfecto, de no ser por el sol, un amigo en otros días, un enemigo en esa temporada. El aire era puro, fiel aliento de bosques y montañas impregnado de un sanador aroma. Todos buscaban el frescor, la sombra. Algunos se arrojaban al pasto húmedo restando importancia a los uniformes dorados que se manchaban con suma facilidad. —Que bien, los de primero ya terminaron por hoy —dijo Rody casi con envidia. —El profesor Entgen no asistió —dijo un alumno de primero que pasaba por allí con la cara llena de felicidad y lodo—. Creo que le ha dado diarrea del gusano. Flurum escupió un trozo de emparedado al tratar de reír tras escuchar la noticia. —Calma Matt, sigue jugando —le dijo Lurios, el joven alto y moreno. El alumno flacucho de primer grado con cara de ardilla se retiró dando tumbos de emoción. —Pobres niños, aún les queda tiempo en esta prisión —dijo Flurum y mordió un trozo de pan relleno de algo amarillo que el chico intuyó era queso pero que sabía a cebolla. —Así es pero ¡míranos! Eso dijeron de nosotros y nosotros ya nos vamos lejos —dijo Rody con una mueca complaciente. —Es verdad —contribuyó Smethers, el amigo más bajo—. Al fin… —Iba a suspirar, pero algo lo detuvo—. ¡Mira nada más! Es ese. Señaló con una mirada despectiva a alguien que se acercaba. Haciendo acopio de su mejor disimulo, Rody y Flurum voltearon un poco para lograr ver de quién se trataba. Un alumno delgadísimo, con pelo cobrizo y descuidado, ojillos de rata, lleno de pecas y purulencias graves, se les acercó poco a poco, con una
  • 21. 21 sonrisa odiosa. Se colocó a un lado de la mesa de piedra, a la izquierda de Corbeau, su enemigo. —Roscord —dijo con un odio extraño, envuelto en un claro tono de placer desdeñoso. —¿Ahora qué, July…? —Flurum refunfuñó, luego soltó una risa tonta. Los secuaces del joven, sentados fielmente a su diestra, le hicieron coro a su risa. El chico delgado era una horma de todos los zapatos. Su juego favorito era fastidiar a cualquiera y su objetivo favorito era, por alguna razón, Corbeau. Flurum era uno de los mejores amigos que se pudiera encontrar en todo SiriusSon, todos podían contar con su apoyo, muchos lo respetaban, nadie se metía con él, solo ese chico, el único humano en el mundo al cual Flurum odiaba de verdad. Un fastidio, un exagerado, un llorón, un lame botas. —Mi nombre es Julyantl Zorkerfory —dijo, tratando que su chillona voz sonara seria y molesta—. No eres nadie para llamarme July, Corbeau. ¿Olvidas mi nombre? ¿Acaso tu mente no puede recordar algo tan simple como un nombre? — bromeó a su estilo, sin gracia—. Esto no me extraña, nada me extraña en ti. —Lo lamento, si no tuvieras un nombre tan… ¿Cómo lo digo sin herirte?, ¿feo? Sí, feo. Un nombre tan feo y largo cualquiera lo recordaría. Las risas de los presentes no se hicieron esperar. —¡Oh! Disculpa por no tener un nombre tan corto y sin gracia, señor Cuervo… —Bla, bla… Dime ¿qué quieres? —Esos pocos segundos de hosca charla fueron suficientes para hartarlo. Con su tono lo demostró—. Ya, vamos, ve con tus amigos, ellos seguro te esperan… Oh, lo siento, todos tus compañeros se asquearon de ti. Al hablar, migas de pan volaron desde la boca de Flurum hasta la cara de Zorkerfory. La mirada del chico extraño se tornó peligrosa y le imprimió amenaza. Se limpió cada migaja con su dedo índice mientras en su rostro se denotaba el asco. Flurum Corbeau y todos en la mesa rieron sin reparo. —Tengo mejores cosas que andar con gentuza como tú o esos. —Señaló con la mirada a sus amigos—. Me gusta ser portador de malas noticias. —Sonrió con manifiesto placer—. ¿Recuerdas lo que hiciste anteayer? Sí, lo recuerdas bien, ¿no? Claro, puede ser que tu mente lo haya olvidado… —Ni loco. —Su risa apenas y dejaba entender sus palabras—. No olvidaré cómo te desmayaste al ver una simple rata de campo. Todos en la mesa soltaron una atronadora carcajada, irritando todavía más al chico ya encabritado al límite. —Aguántate por lo menos una —dijo Lurios. —Tú no te metas, larguirucho. No importa, de todas maneras te reportaré al rector. Te irá mal, ya lo verás.
  • 22. 22 Quería demostrar su valentía, eso era todo, sin embargo no podía colocar una expresión acorde con sus palabras y menos al tener enfrente a Cuervo, terror de muchos. —Ja, ja ¡Vaya, me muero de pavor! —En Flurum el sarcasmo era un don. Corbeau ya no habló, ni rio. Se levantó de la banca, encarando al otro joven. Zorkerfory retrocedió sobre sus pasos, dejando una prudente distancia entre él y su contrincante. Flurum era más alto y fortachón. Como reacción de miedo y advertencia, el otro se desencorvó y lo miró a los ojos, como una cobra lista a atacar. Su mano derecha estaba preparada para ir directo al bolsillo donde se encontraba su varita. —Bien, bien, repórtame, me lo merezco —siguió Flurum—. Solo te voy a pedir una cosa, para la siguiente no me lo digas a mí, ve directo con el rector, ¿para qué pierdes tiempo? Las amenazas no sirven conmigo, lo sabes. Ya debes conocer mi modus operandi. La siguiente vez que hagas esta bobada no responderé con palabras, haré que de esa boca ya no salgan tonterías sino dientes. El ultimátum mordaz de Flurum fue conciso, no bromeaba. Zorkerfory no encontraba una manera de zafarse, no ponía cara de susto gracias a su orgullo, pero lo estaba, asustado hasta el tuétano. La mirada de demonio de Flurum lo tenía sumiso, engarrotado. Rody, al presentir una posible riña, lo cual podría meter en todavía más problemas a su amigo, se levantó, tomó del brazo a Flurum y lo sentó sin mucho esfuerzo. Todas las expresiones de su amigo siguieron en las mismas posturas, no se turbó ni un poco. Las dos miradas de mutuo odio no empeoraron ni mejoraron. El aire se cargaba, se podía sentir la tensión. El raro chico tragó saliva audiblemente. De hecho, conocía bien al joven Corbeau: para Flurum estar en problemas era cotidiano, nada del otro mundo. Él, por otro lado, no debería caer tan bajo, era el chivato de los profesores, su sirviente, el recto, el favorito. Flurum nunca buscaba las peleas, no le servía de algo enfrentar a sus contrincantes con puños, pero si éstos atacaban primero de esta manera, él no dudaba seguir el juego. Y peleaba con ahínco, dando todo de sí como si se tratara de un asunto de suma importancia, buscando siempre salir victorioso. Julyantl intentó pasar saliva nuevamente, pero el temor le dejó seca la garganta. Era un hecho: había perdido una nueva batalla, Flurum lo atacaría si seguía despotricando sandeces. —Como sea… —Disimuló con trabajo su miedo y sus ganas de marcharse del campo de guerra—. Corbeau, no me importa lo que digas o quieras hacer. Sea como fuere te veré en la sala de castigos muy pronto. Flurum, jugando, se levantó de golpe con la cara ceñuda. El otro se retiró cuanto su orgullo le dio chance. Trató de no flaquear, como si de verdad fuera a responder con los puños. Dirigió la mirada hacia Flurum. Corbeau dio unos cuantos pasos hasta tener de frente a Zorkerfory. Ahora muchos alumnos apreciaban la escena en silencio, esperando cualquier movimiento, brusco o ínfimo. Los dos estuvieron segundos peleando con los ojos.
  • 23. 23 Corbeau dejó salir un graznido de cuervo y le dio un golpe sin fuerza en el hombro. Zorkerfory se quedó como si un fantasma se le hubiese aparecido a la vuelta de una esquina en un oscuro y solitario lugar. Su semblante contraído reflejaba pavor; estaba pálido, inmovilizado, de verdad creyó que Flurum le iba acertar un puñetazo. Cualquier otro chico se hubiera tapado por lo menos la cara o la zona en donde iba a recibir el golpe, este nada hizo. El hecho provocó una oleada de risa en todos los fisgones, dejando más ridiculizado al chivato de la universidad. Julyantl echó un vistazo furtivo impregnado de cólera a todos los hombres que se divertían a su cuesta. Se puso rojo de rabia y vergüenza. —Ja, ja —dijo secamente, sarcástico—. No importa, el que ríe al último ríe mejor, Corbeau, ya lo verás. Todos lo verán. —Trató de zafarse del muro donde lo tenían aprisionado. No sabía qué decir y su quebradiza voz no lo ayudaba a colocar las cosas sobre suelo firme. —Has dicho esa frase por años —espetó Flurum—. Ahora vete, no me hagas darte un puñetazo de verdad, si lo hago iré detenido y lo peor es que al ver tu horrible cara creerán que de verdad te medio maté, así que me podrían llevar a prisión. Todos celebraron el chascarrillo estridentemente. El pie derecho de Zorkerfory, al dar la media vuelta, se coló en una raíz salida en arco. Su caída fue mucho más divertida que su expresión de terror anterior. Las carcajadas que se escucharon no sólo pertenecían a los amigos de Corbeau, sino al de todos los jóvenes que vieron la escena. Flurum era el que más se divertía: se moría de risa mientras su enemigo de humillación. Como si nada hubiese sucedido, el chivato se levantó del duro y mojado suelo, se limpió el uniforme, dio una vuelta brusca y fue a grandes zancadas por todo el jardín, tratando de mostrar toda la amplitud de su espalda a su contrincante y al mundo de gente que se burlaba. Buscaba la manera de no parecer un cobarde, pero todos lo sabían de antemano: se replegaba del campo de batalla, se escondería en su agujero. Mientras el molesto alumno se retiraba, algunos felicitaban a Cuervo, otros le aplaudían y chicos de primer año deseaban convertirse en sus aprendices. Cuando la zona se fue despejando y el silencio reclamó el lugar, la hora del receso cobró cordura. —¿Cómo fue eso de la rata? —preguntó Lurios después de engullir su último bocado de pan relleno de carne. —Una larga y adorable historia —dijo Flurum y se desperezó. —Fue de verdad algo muy cómico —opinó Rody—. Nunca creí que un humano le pudiera temer tanto a un animalito. Válgame, lo hubieran visto. —Yo concuerdo contigo —dijo Smethers a Flurum—. ¿Qué buscaba ganarse con encararte? O el chico no tiene nada qué hacer más que fastidiar, o de verdad le gustan los problemas. La gente común busca amigos, no enemigos. A la hora del receso no se le ve por ningún lado, nadie sabe dónde come, en el jardín no.
  • 24. 24 —Aparece aquí nada más para molestar —puntualizó Lurios. —Ya no hablen de Zoker, harán que vomite —dijo Flurum sin conseguir el tono de guasa que quería. Acabando el almuerzo era hora de ponerse tétrico y contar su propia historia de terror. Se encorvó hasta poder recargarse en la mesa, se sostuvo con los codos y cerró las manos, pensativo, mirando a la nada. Rody enseguida divisó el raro comportamiento en su amigo. —¿Qué mosca te picó? —le preguntó, los otros dos lo miraron—. ¿No me digas que te preocupó lo que el chivato te dijo? —¡No! —reaccionó casi ofendido—. Pues, mientras iba castigado a con el rector, me pareció… ver ese fantasma —dijo vacilante, con temor a parecer un lunático o un miedoso que exagera los hechos. Analizó a sus amigos para ver su primera reacción antes de escuchar lo que tenían que decir. Ellos lo miraron con caras algo dubitativas. Smethers era el menos confundido de los presentes; asintió y miró a Rody. —¿No lo ves? —le dijo—. Flurum ya lo ha visto un montón de veces y yo unas tantas… hasta Lurios lo vio un par de ocasiones. —Pero pudo ser otra cosa, no sé —se excusó Lurios. Su temor a parecer un miedoso creyente en los espíritus errantes era mayor al de Corbeau—. Creo que la primera vez fue una manta negra y la otra… una mochila. Se encogió de hombros, restando importancia. —Digas lo que digas, Lurios, yo sí lo vi —continuó Flurum—. Y no me importa confesarlo. Tampoco me da miedo si de un fantasma se trató, ¿pero qué será si no? Bien saben que yo no fui el creador de las historias, las leyendas tienen tantos años como este castillo el cual… ¿se creó de la nada? —dijo con voz misteriosa, aumentando así el interés de sus amigos—. No hubo registros de quién lo creó, ningún rey vivió aquí, no perteneció a los No Vivos, o a los brujos, ni a ningún hombre acaudalado del pasado, ellos preferían presumir sus riquezas a ocultarlas lejos. —Se encogió de hombros—. Esto no me da miedo, ni me preocupa. Solo digo, y lo reafirmaré tantas veces como sea necesario, que todo esto es muy extraño. Hay algo aquí, lo sé. No me colocaré la batuta de investigador, pero… —Hizo un ademán de desinterés con los hombros. —Lo sé, es algo raro —aseguró Rody cuando su amigo dejó de hablar—. Bien, yo te creo. Las mentiras de esta índole no sirven, si dices que estás seguro, te creo. ¿Ya le preguntaste al rector? Si alguien sabe algo será ese hombre. Flurum asintió con premura. —Dijo que no lo había visto… —Mentiras —cortó Smethers, nada alarmado por la falta de su rector—. A mí me dijo que sí en dos ocasiones. Recuerda, no tiene buena memoria. Pudiera ser, y casi puedo apostar, a que lo olvidó o se confundió. Vamos, hablamos del rector y uno de los principales fundadores de SiriusSon, ¿ustedes creen que no ha visto al fantasma del castillo? Si alguien como él no lo ha visto podría refutar su existencia. Aunque por otro lado estás tú, Flurum, yo te creo íntegramente.
  • 25. 25 —Bien. Pudiera ser que Syclot no quisiera hablar conmigo —dijo Flurum, poniéndose más misterioso, casi susurrando—. Digo, yo le he hablado del Canis y casi me cambia de tema con brusquedad y, aunque no lo hizo, noté que lo quería hacer. Piensen, quizás el rector tenga la respuesta. Smethers, ¿de verdad te dijo que lo vio? —Sí. Una noche me desperté casi de madrugada. Soñaba con la clase de Regusmanta, que me regañaba como de costumbre por no entregar la tarea. Y a la mañana siguiente efectivamente tenía tarea con él. Lo había olvidado. —Como de costumbre —apostilló Rody con media sonrisa en los labios. —Así es —contestó junto con una sonrisa de la misma calaña—. Maldije y me levanté para buscar algunas cosas necesarias para el trabajo. Al salir por el pasillo vi, dos pisos abajo, una sombra. Creí que era el mismísimo CanisSolsing. Bajé con un miedo terrible. Afuera, la tormenta no paraba, dentro las veladoras y antorchas iluminaban muy poco mientras tiritaban. Pero mi curiosidad fue mayor. Continué bajando, con pasos lentos, y lo que vi no fue nada del otro mundo, el rector mismo permanecía viendo la tormenta desde una ventana, incluso algunas gotas le bañaban. Yo le confesé que creí que era el famoso fantasma del castillo, el rio. La atmosfera de terror estaba creada ya, le pregunté si, en todos sus años como guardián del castillo, lo había visto. Fue cuando me dijo que en dos ocasiones, no le vi convencido. Le eché, como en esta ocasión, la culpa a su mente dañada. Otra cosa… —Un recuerdo le llegó de sopetón, pero vaciló en relatar. —¿Qué? —preguntó Flurum, sumergido en la historia de su amigo. —Antes de llegar hasta con Syclot, escuché voces, un par. Una pertenecía al rector y la otra no la reconocí. Debido a la tormenta nada puedo asegurar, tal vez era el viejo Syclot hablando solo. —Su mente está acabada pero no creo que tanto. Nunca nadie lo ha visto hablar solo, serás el primero —dijo Lurios. —¿Acaso hablaba con el fantasma? —inquirió Flurum más en broma que enserio—. Pudiera ser que formulara algún hechizo, o rezara, o memorizara algo. O también quizá, y sólo quizá, crea en fantasmas y hablara con alguno de ellos. —La práctica de hablar con muertos es muy antigua, nada nuevo —les recordó Smethers—. Antes muchos brujos, magos incluso, lo hacían. Ahora es algo prohibido. Aunque no creo, ni por un segundo, que nuestro rector, el afamado Ángelo Nelcury Syclot, esté involucrado en cosas de esas. Además esta magia pertenece al ramo de la magia negra. —No se sabe —dijo Flurum, volviendo a su tono normal—. La misma historia del rector es confusa, su mente no ayuda de mucho. ¿Y si antes invocaba fantasmas? —Era un guerrero, es lo único que sabemos. Además de ser una de las mentes más brillantes de Europa —les recordó Rody, sacándolos de su fantasiosa conjetura. —El tiempo pasa y se lleva todo —dijo Flurum—. ¿Hiciste la tarea de matemáticas? —preguntó a Smethers, con ansias de cambiar el tema de conversación. —¿La olvidaste? —preguntó Rody sin verdadera sorpresa. Flurum asintió e hizo un ademán de súplica, misma que se copió en su rostro.
  • 26. 26 —No era nada del otro mundo —dijo Smethers—. ¿Siquiera intentaste hacerla? —Bueno… mmm… no —confesó sin abatir su ánimo. —Creo que nadie te la va a pasar —dijo Rody. —¡¿Por qué no?! —soltó, espantado. A Flurum casi se le detiene el corazón, eso sí le daba temor, no como los fantasmas. Como respuesta, Lurios sacó su reloj de bolsillo. Las manecillas casi marcaban la hora más odiada de todos: la de entrada. —Muy tarde. El viejo revisa todo al ingresar, no hay tiempo —dijo Smethers con cara de sentirlo.
  • 27. 27 2 Una extraña intrusa El tañido de la campana fue despiadado, odioso y hendió la serenidad de los muchachos. Anunciando, con una presunción irritante, el regreso a los salones donde el aburrimiento y el bochorno los esperaban con los brazos abiertos. —¡Maldición! —gorjeó el chico Corbeau mientras se tumbaba en la banca de piedra, haciendo un berrinche. —Vamos, ya ha sucedido esto más de cien veces, creo —le recordó Smethers sin afán de burla—. El profesor está acostumbrado, y tú también. Flurum se debatía internamente. —No quiero soportar sus gruñidos, no en esta mañana abrumadora. Adelántense, en menos de lo que canta un gallo estaré allá. —Como digas —respondió Rody y se levantó junto con sus dos compañeros— . Pero apura, nos darán los resultados del examen y nos aplicarán el último tramo. Además hoy practicaremos mucho… —¡Pareces mi madre! —le espetó con una sonrisa—. Lo sé Rod, ahorita voy, enserio. Si falto me irá peor, y mi tiempo es sagrado. Rody se encogió de hombros y comenzó a andar, los otros dos chicos le siguieron con pasos flojos, delatando sus minúsculas ansias por regresar. Muchos se retiraban de igual forma: sin ánimo alguno. Al final, queriéndolo o no, todos entraron. Los patios y jardines quedaron vacíos a excepción de algunas aves y pequeños mamíferos, aparte del joven Roscord que había sacado papel y tinta de su mochila, dispuesto a cumplir aquella imposible meta. Los de primer año se dirigieron a la parte posterior del castillo, donde la montaña se desparramaba; era allí donde los profesores habían creado un centro de entretenimiento para jóvenes, en el cual se incluía un área de deportes y una alberca olímpica, aunque en ese momento sería una alberca para divertirse nada más. Flurum apremió con su tarea, moviendo a toda velocidad la pluma fuente, apachurrándola con desmesura, sin intervenir en menores daños. Al terminar no revisó el resultado, solo guardó el pergamino y el papel en su mochila de cuero negro, se levantó y se la echó al hombro. Ya llevaba casi diez minutos de retraso. Los retrasos en la escuela no importaban más que las mismas tareas. Y las tareas conseguían el valor necesario si estaban bien efectuadas, algo que a Flurum se le escapaba al momento de hacerlo todo con urgencia. Casi corriendo, atravesó los jardines hasta la enorme entrada que permanecía abierta de par en par mostrando, en su empalidecido interior, varios caminos separados y puertas de madera en las paredes. Subió la escalinata y, justo antes de atravesar el umbral, sucedieron tantas cosas a una velocidad increíble. Primero, las enormes hojas de
  • 28. 28 la puerta se hermanaron con un suave estallido de polvo, dejándolo fuera. Esto ya era raro porque, exceptuando la noche, las puertas siempre permanecían abiertas. Pensó que se trataba de alguna equivocación o de alguna trampa para no dejarlo pasar, una broma tal vez de uno de sus múltiples enemigos o, en el mejor de los casos, de sus amigos. Brincó del escalón para asomar su cara por la ventana y avisar al directivo más cercano sobre su injusto trato. —¡Me dejaron afuera! Del otro lado de las ventanas una neblina tan negra como la noche obstaculizaba su visión, cubriendo los pasillos, salones y las escaleras. Los ojos del muchacho no podían penetrar ni un palmo. El miedo, como un mal acompañante, lo tomó de la mano. En su interior corrió la adrenalina sin un verdadero motivo e hizo que sus sentidos se embotaran. Estaba tenso, sin saber qué hacer. Luego, como si su temor fuera poco, de entre la neblina una sombra se materializó; una forma negra, alta y ancha. El contorno describía a un hombre fornido. Flurum trató de mirar el rostro del tipo. También le fue inútil debido a la negrura y a que el ser estaba ataviado con una túnica con capote. Era imposible. Una coincidencia terrible. Acababan de hablar de él, y ahora estaba ahí, corroborando su existencia. Ahora de frente, más sólido y visible. Mucho más carnal. Flurum tragó saliva e intentó mover los engarrotados músculos. En ese segundo, cuando trató de hacer algo, las rocas pequeñas encastradas en el ornamento del marco de la ventana salieron disparadas con odio, a una velocidad increíble. El chico no pudo hacer más que cerrar los ojos por lo imprevisto del movimiento. Los proyectiles rocosos no lo tocaron ni lastimaron. Abrió los ojos y vio un mundo distinto. Deseó nunca haberlos abierto. Era una pesadilla en vida; delante de él había un castillo, pero no era una permondel de dura y gris roca, más bien una fortaleza enorme, construida tanto por manos artesanales como por la historia, por siglos de relatos y leyendas. El castillo de Greyddera, el más poderoso de todos los reinos de Europa y del mundo, se alzaba tan imponente como vulnerable. El cielo era tan oscuro como la tinta. El frío era terrible. La lluvia amenazaba. Los truenos y relámpagos chocaban contra las despellejadas montañas aledañas. Y ahí, en ese espectáculo disparatado, se mantenía un ejército contra otro. Unos soldados pálidos llenos de símbolos oscuros en la piel, y otros con armería y escudos de distintos reinos. Era una batalla voraz, y él estaba en medio de la lucha. Podía sentir el miedo, el dolor, el odio. Fue sólo un instante, un terrible instante de terror. Una delicada manita en su hombro lo sacó de la pesadilla. Estaba, curiosamente y sin saber cómo, enfrente de la banca de piedra donde había almorzado. El castillo, por su parte, estaba como siempre: con las enormes puertas hechas a los lados mostrando una limpia visión de su interior a través de las ventanas intactas. Ningún monstruo asomaba su anónimo rostro tras una neblina cegadora.
  • 29. 29 Al recuperarse un poco, miró de reojo la mano delicada que lo había liberado de la oscuridad. Sin duda pertenecía a una mujer. Se dio la vuelta, aún desorbitado, con rasgos de confusión que pocas veces se apreciaban en su rostro. —¡Hola! —dijo la muchacha con dulzura. Era una joven bastante bella, un poco más baja que él, con ojos de color verde brillante, piel radiante y pelo de fuego. Pero su físico no fue el que dominó al chico y le hizo sentir algo extraño, como una enfermedad en el estómago y un agujero en el corazón acompañados de un nudo enorme en la garganta. Fue su cortés voz, su mirada tierna y dulce, fueron sus delicados labios, su olor, la preciosa aura que rodeaba a tan linda mujer. El corazón le zumbó más fuerte esta vez, no por miedo, no a causa de una visión o del fantasma del castillo. Había una razón emocional involucrada. De nueva cuenta se trabó. No supo cómo reaccionar ante la inesperada aparición que llegó de ningún sitio. Abrió la boca y rogó que de ella saliera algo, y así fue: —¿Quién eres? —preguntó dubitativo y, con el mismo nerviosismo, se retiró dos pasos de ella. —Soy Renwood Fleourge. Escuchar su voz cantarina escapando de su sonrisa perlada imborrable era todo un placer. Cuando los dos se estrecharon la mano —el chico no quería dejar de sentir esa piel en la suya—, la muchacha se sentó en la banca de piedra. Sudaba y su pecho se inflaba una y otra vez, claros síntomas del agotamiento. El muchacho, entonces, dejando de lado sus cursis sentimientos de hombre, despejó su mente. Ella era divina y encantadora, pero también una extraña, un enemigo potencial con una hermosa cara y un vestido que la hacía parecer un fantasma a plena luz del día. Él, con una mirada hostil, se tomó unos segundos para sacar sus conjeturas sobre la chica. Se tragó el nerviosismo y, como un presunto caballero guardián de su territorio, preguntó: —¿Qué quieres niña en…? —¡No soy una niña, soy una sacerdotisa! —refutó, ofendida, arrancando las insolentes palabras. Su precioso trino enmelado creó magia, hizo que su enojo no fuese perceptible—. Este es el único lugar por estos territorios. Me extravié. Busco a alguien. Pero bueno… —Su aliento se escapó. El chico, en lugar de prestarle atención, la miraba embobado. Sin darse cuenta, comenzaba a ser atraído por la hermosa Renwood, no menos que una extraña. ¿Sería una especie de magia? ¿Un hechizo para atontarlo y obligarlo a hacer cosas en contra de su voluntad? —Bueno sí, pero eso no explica qué estás haciendo en este castillo y... y ¿cómo has entrado en la fortaleza? —siguió, utilizando la misma petulancia. Renwood no poseía una falsa apariencia, ni representaba un peligro verdadero. Entonces, no engañaba al muchacho.
  • 30. 30 —Me perdí y traté de buscar ayuda pero todos se fueron porque la campana sonó —explicaba enérgica para que el chico entendiera lo precario de su situación—. Por suerte, un joven me logró escuchar a pesar del alboroto de la campana; me guio adentro pero enseguida se fue. Además entré por la misma puerta, la cual me abrió el tipo. —Flurum echó un vistazo a la puerta de entrada y salida, la única en toda la barda. Estaba cerrada—. Y no sé cómo la abrió ni quién era, no te molestes en preguntarme. Un alumno de la universidad, por más diestro en mañas, nunca sería capaz de abrir el lugar. A parte del profesorado, nadie en el mundo podía abrir. —¡Oh! ¿Cómo demonios lo haría? Sea como sea estás de polizona en el castillo, señorita Renwood. Es una escuela de varones, además, no estás segura aquí. —Sonrió con picardía—. Las señoritas están prohibidas, pero yo no sigo las reglas al pie —confesó con orgullo—. Al parecer, quien te dejó entrar tampoco acata las normas del castillo. Pero, ¿por qué lo haría? —Bueno, yo sí obedezco las reglas y quizá quién me abrió la puerta tenía consideración por una mujer en mi estado, perdida, cansada y desorientada por completo. Y piensa, esos bosques no son apropiados para una chica. —Es lo más probable. Pudo llevarte ante un profesor cualificado, alguien que te pudiera brindar ayuda. Eso de abandonarte no fue algo muy amable. Como sea, si quieres te daré un mapa de la zona —ofreció amablemente. —Sí, gracias, lo necesitaré. La emoción en ella trinaba como un dulce coro, y su sonrisa obligaba a Flurum a ayudarle. —Dime, ¿buscabas a alguien del castillo o de la zona? —Mi maestra sabe quién es, yo no. Ella estaba ocupadísima, me dejó el trabajo a mí. No sé por dónde buscar. Con unos polvos pude seguir el rastro, como un sabueso —dijo con una risa de otro mundo, buscando ser graciosa, logrando ser encantadora— . Por desgracia se me terminaron, pero me trajeron hasta acá. —Se encogió levemente de hombros mientras su sonrisa se perdía—. No lo sé, me quedé más confundida. —Bueno, yo me tengo que retirar. No te quisiera dejar aquí, pero no te preocupes, daré aviso para que alguien acuda cuanto antes. —Está bien, yo me puedo esperar aquí, debo concentrarme y descansar. Entonces, ¿si me darás un mapa? —preguntó, cautivadora. —Bien —dijo y asintió, evitando crear una sonrisa delatora por el gusto que le daría socorrerla. Sacó su varita. Como todas las varitas de los magos de bajo rango era negra, con las puntas de plata terminadas en una leve puntilla, con inscripciones extrañas que iban y venían como redes, inscripciones menores a las de un mago más culto y con más hazañas en su haber. Apuntó a su propia mano y susurró, ininteligible. En su palma se comenzó a formar, de la nada, un trozo de pergamino. Mantuvo el conjuro hasta que el papel quedó completo. Una vez hecho, miró la hoja y ahora dijo:
  • 31. 31 —Zona noroeste de Italia, En la escuela SiriusSon, con poblado en Rígory del reinado de Greyddera. Justo en las lindes de Francia, en Piamonte y bla, bla, bla… Tú sabrás lo demás —le terminó de decir a la hoja. En la superficie rugosa del pedazo de pergamino se trazaron un mar de líneas, curvas, símbolos y toda la analogía de un verdadero mapa. Le entregó el plano a Renwood, ella lo tomó con una sonrisa de gratitud y lo comenzó analizar. Movió el papel para todos lados, identificando sitios, lugares peligrosos, caminos específicos. —¿Le entiendes? —dudó Flurum. El cómo la joven bailaba sus ojos sobre el mapa no le gustó al chico; parecía un poco desorbitada y era notoria su confusión. —Bueno, está muy confuso, aunque ya le entendí muy bien. —La chica dobló el pergamino y lo sostuvo con fuerza, como si fuera el recurso que le salvaría la vida—. Me has ayudado bastante con este mapa. Oye, sí que posees grandes habilidades con la varita. Flurum se sonrojó un poco y, rogando que no se le notara, asintió en una forma quieta. —Gracias Renwood, fue un placer. —Le estrechó la tierna mano de porcelana—. Me tengo que ir, mi profesor me matará si llego tarde. Si miro al rector o algún otro trabajador, les doy aviso. La puerta no se abrirá sin uno de ellos. Espera aquí —terminó, apresurado. Se despidió con una sonrisa, misma que fue recompensada por una de la joven pelirroja. La dejó sentada en la mesa de piedra y se abrió camino hasta el castillo, de nuevo. El aula de Flurum quedaba por otra torre, el pico mediano de la derecha. Para ingresar había una puerta específica con escaleras de caracol entrando a la fortaleza de piedra. No tomó ese camino, siguió por la escalera principal hasta el último piso. Iba con premura, casi corriendo. Su profesor lo mataría, estaba seguro, pero no podía abandonar a la desorbitada Renwood. Sudando y jadeando, llegó hasta la rectoría. No había un alma en los pasillos, solo se escuchaban voces de los educadores en los salones, todas con un coro desigual, aburrido en el mejor de los casos. Se acercó a la puerta y tocó con el puño. —¿Rector? —preguntó con duda. Su plegaria no fue correspondida. Syclot no se encontraba en su oficina, o eso parecía. Pegó, como de costumbre, su oído a la puerta con minucioso sigilo. Había alguien del otro lado, eso era manifiesto. Dos voces, eran dos personas y ninguna le prestaba atención. Como la puerta no tenía puesto el pestillo, Flurum aprovechó para colarse al recinto; no tenía tiempo. No le importaba irrumpir en una reunión. Y, ¡sorpresa!, no había alguien. Era imposible. Habían desaparecido las dos personas. El chico no estaba totalmente seguro de que una de esas voces fuera de su rector. Ya no estaba seguro de sí mismo. Podría haber sido magia, o simplemente su imaginación. Pensó, aunque lo
  • 32. 32 descartó en ese mismo instante, en un fantasma, quizás en dos. De fantasmas ya tenía hasta la coronilla. Se dio la vuelta, restando la suficiente importancia al hecho. El rector lo miraba desde la apertura, extrañado. Flurum, de la repentina impresión, dio un leve salto hacia atrás. —¿Sí? —inquirió Syclot con pulcro tono. —Hola —dijo Flurum, desconcertado. —¿Qué pasa joven? Es de mala educación entrar a la rectoría sin mi permiso. No importa ya, ¿qué se le ofrece? —Lo busco a usted. Verá, algún alumno dejó entrar a una chica a SiriusSon, ella está despistada y necesita ayuda. ¿Sería tan amable de abrirle la puerta? Quizá necesite quien la encamine hasta el pueblo, o no sé. —Me sorprende, señor Corbeau, a veces es tan responsable, y a veces todo lo contrario. —Le dedicó una sonrisilla—. Y a veces las dos. Está bien, yo me encargo. No hay tiempo, vaya a su clase. Él no respondió e hizo caso. Tomó un largo pasillo a la derecha hasta toparse con una escalerita. Bajó hacia una serie de salones, eligió el más grande e ingresó cuidadosamente, sin hacer el menor ruido. El inmutable profesor de la clase se encontraba allá a lo lejos, enfrente de una manchada pizarra negra. Las ventanas iluminaban los aburridos rostros de todos los alumnos, los compañeros de Flurum. Uno que otro lo volteó a ver, la mayoría estaban tan inmersos en sus propios pensamientos que no se dieron cuenta de lo sucedido, bien un dragón pudo haber entrado y ellos hubieran seguido igual de inmutables. Buscó su asiento, a lado de Rody Waberdos. Se instaló y, antes de decir algo o de adaptarse a la nueva incomodidad, fue atacado por la mirada de su amigo. —¿Dónde estabas? —masculló Rody—. Es una parte importante. Por si fuera poco, la profesora Dial te busca, me dijo que te dijera… —Pensó un instante con el dedo índice en los labios, recordando—. ¡Ah! Te espera en la parte norte por la tarde. —Maldición, creí que se le había pasado mi castigo. ¡LA PARTE NORTE! — gritó, apenas procesando la dura información que Rody le había entregado como balde de agua helada. Todos, exceptuando al ensimismado profesor que no dejaba de hablar, voltearon. A Flurum no le importó. —¿Y por qué tardaste tanto? —acometió Rody. Flurum analizó bien la situación. Rody era su mejor amigo, no sería una falta decirle la verdad. Pero la verdad era tan extraña que parecía una mentira. ¿Una muchacha perdida afuera del castillo? Eso era un disparatado engaño diseñado por niños. Se lo pensó, y al fin confesó: —Verás. Terminé la tarea rápidamente… —Recordó, antes de seguir fluidamente con el relato, una cosa más, algo aún más parecido a una mentira sin
  • 33. 33 precedentes: lo que le sucedió antes de conocer a Renwood. Vaciló al mantener el hilo de la narración—. Luego… Este… Apareció una chica. —Contaría lo del fantasma más tarde—. Era una chica rara, guapa, pero algo despistada. Al parecer se perdió y alguien, no me preguntes quién que no tengo la más mínima idea, la dejó entrar a la escuela. He llamado a Syclot para que le den la mano. Todo al terminar mi tarea. —¿La puerta? —dudó el otro muchacho—. No se abre ni con una bomba atómica. ¿Será cierto que un alumno la abrió? Yo lo dudo. Flurum —dijo más serio—, ella pudo ser alguna especie de… No sé cómo decirlo… ¿Peligro? Sí, peligro. Quizá se trataba de una bruja, o yo qué sé. Pudo ser ella, y nadie más, quien abriera la puerta del castillo. ¡Y la dejaste allá! ¡Pudo entrar! —decía acelerado y su tono acogió pánico. —Eres un maldito paranoico —dijo Flurum con una sonrisa amistosa—. No soy tonto Rody, esa muchacha no era un peligro más que para ella misma, créeme. Syclot le ayudará. Esa es toda la historia, nada más. —Para mí todo sigue en tinieblas. Bien, no molestaré más con mi angustia, justificada por cierto. Pero si es verdad que un alumno abrió la puerta con magia nos referimos a un tipo poderoso. Su magia podría ser equivalente a la del rector, quien fue uno de los grandes en su época. —Sí, hasta que alguien lo deschavetó por completo. —Flurum no pudo evitar la broma. Luego deseó olvidar todo lo sucedido, no obstante, continuó con el tema—: La muchacha, llamada Renwood, estaba desorbitada. Era, no sé, como de nuestra edad. Parecía muy buena persona, nadie con poderes oscuros. Y sí, estoy segurísimo, amigo Rody paranoico, que era sacerdotisa, nada más. Tenías que verle, sus ojos, su sonrisa… —Flurum no se dio cuenta, comenzaba a delirar y su mente se apartaba del punto de la conversación y terminaba en la imagen de la chica. Al caer en la cuenta, trató de tragarse las palabras, o remediar todo, pero ¿qué más daba? Estaba acabado; tontamente siguió la trampa de su amigo. —¡Te gustó, ya lo sé! —Rody cambió todo su semblante para esbozar una sonrisa, dándole a su voz la debida entonación socarrona. La risa silenciosa de Rody duró unos segundos, aunque fue tiempo suficiente para amedrentar a su amigo. —Ya me crees, ¿eh? Para eso eres bueno Rod, para burlarte. Hace unos segundos ella era una bruja, un peligro mundial, lista para atacarnos a todos, y ahora… —¿Quiere compartirnos algo, señor Corbeau? —interrogó el profesor desde no muy lejos, con su áspera voz martilladora. Los dos, Rody y Flurum, se ajustaron y observaron de frente al profesor, dejando de lado su palabrería. Con el acto, el joven Corbeau se salvó de más interrogatorios por parte de su compañero. El hombre, de vestimentas andrajosas y con cara de aburrimiento, los miraba directamente con sus ojillos pantanosos. Esperaba una respuesta. —No, profesor Regusmanta —dijo Flurum imprimiendo veracidad. —Bien. Ahora me gustaría que prestaran atención. Si desean de verdad seguir farfullando háganlo fuera de mi salón.
  • 34. 34 —No se preocupe, siga con la clase. Lo dicho no sonó ni mínimamente a disculpa, pero el profesor la tomó como una. La atención prestada por Corbeau fue como la de todos dentro del salón brumoso. Miraba la pizarra, esta estaba llena de cosas ininteligibles. La voz del profesor era como la de la lluvia en un día de tormenta, un sonido de segundo plano sin ningún significado aparente. Su mente, de entre todas las demás, era la que más distaba de la realidad. Divagaba entre aquella hermosa joven, luego en la aparición, relevándose sin dejar un instante de paz en su cabeza. —Oye, oye… —musitó Rody, despertando a su compañero abstraído. —¿Qué Rod…? Dado el tono preocupante de Rody, Flurum acató en segundos. Waberdos señalaba la ventana más cercana. Flurum asomó su cabeza, le costó verla, pero ahí estaba, era ella, la chica. No se había movido ni un centímetro de la mesa de piedra. El rector no la había atendido aún. Renwood estaba intranquila: de una bolsa pequeña de cuero extraía pellizcos de polvo y los arrojaba al aire; esferas multicolores saltaban de su mano, eran bellísimas, su material parecía ser un finísimo cristal. Andaban unos centímetros o hasta unos metros y luego desaparecían como burbujas de jabón. Era todo un espectáculo. —¿Qué hace? —preguntó Flurum, intrigado. El acto no le gustaba, ella llamaba la atención a kilómetros. Como Rody, muchos otros alumnos dejaban lo que estaban haciendo para ver a la chica y sus burbujas de colores. No le bastó a Renwood jugar con burbujas de polvo; tomó un buen puñado, les susurró algo y los arrojó contra el castillo sin piedad, como quien lanza una bola de nieve. Los polvos se dispersaron de una manera distinta a cualquier polvo, no se dejaron llevar por el viento, poseían vida propia. Cada mota, como si fuera sanguijuela, se adhirió a las paredes rocosas del castillo. La chica contempló su obra, feliz. Chasqueó los dedos y las partículas de polvo estallaron con un plop. Lo que siguió fue interesante: la pared de gris y aburrida roca se había llenado de manchas de colores. Renwood lo había pintado con aquella rara magia de sacerdotisa. —¿Es ella? —preguntó Rody, inquieto de igual manera. —¡Sí! No puede ser. —Flurum estaba exasperado—. ¿Qué demonios creé que hace? ¡Syclot no ha llegado! Intranquilo, le dieron ganas de lanzarse por la ventana para tranquilizar a su demente amiga. —Pero pintar el castillo, ¡que locura! —dijo Rody casi con seriedad, pero no logró detener una risilla divertida. —Eso parece, una loca. —¡Por mil demonios! —chilló el profesor, asomando su cabezota por la ventana—. ¿Quién demonios es esa chica? ¿Qué está haciendo? ¡Demonios!