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TE LO CALCO
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Recopilación de Relatos y Microrrelatos
Alejandro Gil Posada
Nota del autor
Un día caí en la consciencia de la inconsciencia. Descubrí que hacía algo que no todo
el mundo hacía, me sentí poderoso, libre y valiente cuando fui capaz de verbalizarlo.
Lo admito, escribo. En la soledad de mis pensamientos, en la oscuridad de mi cuarto,
entre el bullicio y las miradas curiosas e irónicas de todos los que me observan con un
cuaderno y un bolígrafo entre mis manos. Pardiez, deben exclamar sus cabeza y
pensamientos: otro infeliz escribiendo sus reflexiones y depresiones.
Lo admito, es para lo único para lo que me he sentido valiente en mi vida, para vivir las
de otros que nacían del torrente de tinta o del estirado trazo del grafito que delineaban
mis dedos.
Lo admito, tengo un punto exhibicionista, egocéntrico, petulante y creído como para
creerme escritor. Por eso, soy capaz, con una total falta de respeto por la opinión de
todos los que me rodean, me conozcan o no, de compartir a través de la red de redes,
del hiperespacio cibernético una valiente sarta de pensamientos, reflexiones y
depresiones, vidas extrañas que se resumen en una sola: la mía.
Una compostura de signos caligráficos, de letras, palabras y frases, algunas con más
sentido que otro y con mejor y mayor estilo y habilidad que quieren ser epítome de una
realidad insoslayable: soy un soñador con los ojos abiertos.
Sueños imposibles, aquí unos amigos. Amigos, aquí mis sueños.
Alejandro Gil Posada
Madrid julio 2016
Nota: Los siguientes relatos y microrrelatos han sido escritos en el transcurso de los dos
últimos años, muchos de ellos, influenciados por delirios de grandeza remitidos a concursos,
con algunos he tenido suerte, con otros muchos no, pero no dejaré de soñar y escribir.
Relatos
Emborrona el papel, ilumina tu camino
–Quédate ahí, ni te levantes. Te salvó la campana, luego vuelvo a por lo mío
No era tan mala idea. Si en algún momento pensó en no cumplir una orden
aquel, sin duda, no era el momento más indicado. Le salvó el sonido de la sirena que
señalaba el final del recreo y la cercanía de Don Julián, el jefe de patio aquel día. En
aquella ocasión sólo su orgullo y su cuaderno quedaron maltrechos. Cuando
escucharon la voz del profesor inquiriendo que pasaba allí le menearon por última vez
sujetándole por las solapas de la chaqueta y lo arrojaron al suelo.
Lo suyo era de él, en realidad no era de nadie porque a nadie le importaba lo
que hacía en solitario, siempre enfrascado en sus papeles con su sempiterno
cuaderno en las manos, pero estaba claro que le esperaba otro ataque, esa tarde o
mañana. No estaba seguro de cuando, pero llegaría.
– ¿Qué estaba pasando? ¿Te han pegado? Sabes que me puedes contar lo que
quieras
No sabía que contestar a esa pregunta. Desde fuera podría calificarse como
acoso, pero ¿en realidad lo era? Los amigos siempre se empujan entre ellos, es algo
aceptado y propio de la jerarquía del grupo. No castigan ni maltratan, sólo marcan
territorio y dejan claro quién es el que manda allí. Cristalino: en aquel patio mandaban
los más mayores apoyados por los más grandes. Siempre es así, en cualquier patio,
en cualquier calle, en cualquier lugar. Como iba a pensar que eso era acoso.
Llevaba marcada una diana desde que él recordaba pese a que nunca había
querido pertenecer a ningún grupo, ni llevaba gafas o se vestía de manera estrafalaria
o diferente a como lo hacían los demás de forma que pudiera atraer la atención de los
demás como algo dorado para una urraca.
Ah sí, lo olvidaba, leía. Le gustaba leer, escribir y se ve que no es lo mejor ni lo
más indicado cuando estás en el colegio y menos hacer gala de ello. Todos le habían
dicho que esas fiebres se pasan, la de unos y la de los otros. Cuando se crece todos
tratan de parecer más intelectuales cuando quieren trabajar y los hay que pasan por
ser unos cazurros para formar parte del rebaño. Lo mismo que quería él: ser oveja del
rebaño, no quería destacar, pero leía, no podía ni quería remediarlo.
Recogió el cuaderno en el que escribía y dibujaba, le habían arrancado algunas
hojas que estaban desperdigadas cerca del muro donde le habían estampado hacía
unos instantes. El profesor le puso la mano sobre el hombro.
–Te gusta escribir y por lo que veo también dibujar.
Tenía la vista puesta en las hojas que sostenía delante de él. Con vergüenza le
extendió la mano para que se las devolviera
– ¿Tienes problemas con ellos?– se giró hacia el grupo que se perdía en la puerta del
edificio principal
– ¿Problemas? No, sólo parece que no les gusta leer, ni escribir, ni dibujar.
–Ya sabes que si necesitas algo no tienes más que pedirlo o en tu caso escribirlo
seguro que se te dará mejor.
–Da igual, sólo lo escucharía o lo leería yo.
–Nadie te hace caso, ¿es lo que me estás diciendo?
–No, no es eso, es que…
– ¿Es qué?
–Nada, es una tontería.
–Cuéntamela si quieres, por favor.
–Que las cosas que pasan en los libros, nunca pasan de verdad.
–Tú crees, ¿sabes quién es Julio Verne?
– ¡Si claro!
–Entonces has leído alguno de sus libros y ¿Emilio Salgary?
–Ese también me suena
–Quien les iba a decir a ellos que todo lo que pensaron y escribieron, historias
increíbles, se cumpliría en muchos casos.
–Entonces cree que si pienso de verdad en ello y lo escribo podría cumplirse.
– ¿Por qué no? Lo importante es que lo escribas y lo creas. ¿Quién tiene que decirte
que no lo imagines?
–Sí, creo que sí.
Aún con la vista puesta en el suelo se quedaron en silencio. Notó como la
mano del profesor le empujaba levemente encaminando sus pasos hacia las aulas.
Seguía pensando en la próxima batalla que le tocaría librar, aunque el peso de aquella
mano sobre el hombro le tranquilizaba.
Pasó días escribiendo de forma furiosa, emborronando hojas de su cuaderno,
derramando letras y tiznando con el grafito cualquier espacio en blanco, como si le
fuera la vida en ello y de alguna forma era cierto. Lo que ocurrió después y puedo dar
fe de ello, fue algo que desafía a todas las leyes y límites de la física, la cuántica y la
realidad.
Yo vi volar por los aires a chicos, papeles y todo tipo de materiales cuando se
acercaron a él en la enésima escaramuza colegial. Los abusones, los gorrones, los
explotadores quedaron reducidos a un patético grupo de llorones atemorizados por el
poder de aquel petimetre al que hostigaban. Era una locura.
Armado con su cuaderno y su lápiz hizo que aquellos matones de tres al cuarto
no se le volvieran a acercar, que le rehuyeran e incluso que alguno de ellos abrazara
una nueva religión: la lectura. Todos le vimos, acorralado en aquella esquina, olía a
sangre, tenía toda la pinta de acabar siendo una auténtica escabechina hasta que
abrió su cuaderno y un ciclón invisible asoló aquella camarilla de fanfarrones. Nadie se
le pudo acercar, parecía rodeado de una burbuja de energía invisible que repelía a
todos los que quisieron ponerle la mano encima.
Fue el nuevo héroe sin quererlo ni necesitarlo.
Cuando todo terminó y los perdonavidas yacían en el suelo o retrocedían
despavoridos con los ojos como platos todos se le echaron encima con gran algarabía.
Incluso intentaron llevarle en volandas. No dejó que nadie le cogiera. Sólo decía con
humildad que él no había hecho nada, había escrito como antes lo hicieron otros
aquello que deseaba que ocurriera y ocurrió.
Aún conservaba aquel cuaderno, una vez me lo enseño y con hojas rotas y
ajadas por el tiempo ahí estaba escrito todo lo que ocurrió, donde sólo las letras
llegan, donde los hombres no pueden, allí donde habitan los sueños.
Los latidos del reloj
El único regalo que recibió de su padre antes de partir fue aquel reloj. Le
añoraba y aunque su madre, con las pocas fuerzas que le quedaban, siempre le
reconvenía por jugar con él no podía dejar de aprehenderlo con fuerza entre sus
manos. Hacía meses, años, no lo recordaba con nitidez, cuando su padre con una
sonrisa grave lo puso con cuidado en su muñeca y le confesó que, a su vez, a él se lo
había confiado su padre y a este, el padre de su padre. Una tradición, la puerta que le
había permitido entrar en la edad adulta. Hoy sólo un recuerdo que se iba haciendo
borroso. Lloró de alegría como después lo hizo con lágrimas amargas cuando cerró la
puerta detrás de él. Aún con aquel reloj en la muñeca era sólo un niño sin padre y con
sueños, algo usual ahora en aquel barrio. La guerra se mostraba descarnada. Muchos
eran los llamados a filas esquilmando los pueblos y familias robando, sueños y vidas.
Todo cambió el día en que fue capaz de descubrir lo que de verdad era aquel
reloj, hasta que, por fin, entendió para que servía aquel reloj.
El colegio, el edificio destartalado donde aún se reunían los pocos niños que
quedaban en aquel pueblo, un oasis de normalidad entre toda aquella atrocidad fue el
lugar donde le entregaron la clave. El maestro les habló de para qué servía un reloj.
Un día, los hombres, habían decidido apoderarse del tiempo, que este fuera el que
marcara el destino de la humanidad y sus vidas, para señalar el lugar adecuado y el
momento justo en que cada uno debe encontrarse en cada momento. Eso era lo que
marca la vida de todos, de su padre también: si no, él no hubiera habría estado en el
pueblo cuando vino el escuadrón de reclutamiento.
¿Y si fuera posible? Si un reloj es capaz de someter el tiempo y el tiempo doma
a los hombres, ¿podría manejar las manecillas de aquel reloj y dominar el tiempo? ¿Y
si ahora lo utilizara en su beneficio y no siguiera las normas?
Volvió corriendo a casa, para refugiarse en el cuarto que había en la buhardilla,
el único lugar donde podía estar a solas y tranquilo en aquella casa de locos. Desde
que se había ido su padre todo había cambiado.
Iluminado por la tenue luz del atardecer sacó el reloj del bolsillo. Lo llevaba
escondido en el forro de la chaqueta para evitar que alguien se lo pudiera quitar. Aquel
objeto dorado podría ser del gusto de muchos en el pueblo. La guerra había dejado a
todos en las últimas. Cosechas destrozadas, los hombres en la guerra y unos pocos
niños desnutridos que iban al colegio aparentando normalidad que les robaban los
ecos lejanos de obuses y morteros. El aliento de la guerra y la muerte llamaba a sus
puertas.
Ya casi en penumbra miró la esfera y cerrando los ojos le pidió en voz queda:
–Por favor haz que se cumpla. Por favor haz que funcione…
Lo primero que hizo, como le había enseñado su padre fue darle cuerda. Giró
la corona del reloj venciendo la resistencia del muelle, notaba crepitar una rueda
dentada. La aguja del segundero comenzó a moverse de forma instantánea. Siguió
dando cuerda hasta que no pudo más. Ahora comenzaba el segundo paso de su plan:
ponerlo en hora. Tiró de la corona del reloj y escuchó un clic que le indicaba que todo
comenzaba. La lógica le decía que si un reloj se pone en hora moviendo la aguja de
las horas, girando a favor o en contra de su recorrido normal se debe avanzar o
retroceder en el tiempo.
Inspiró profundamente y comenzó a dar marcha atrás en el tiempo girando la
corona como un loco.
Imaginó que pasaría si volviera atrás en el tiempo. Visualizó su mañana en el
colegio, se ensimismó en el pollo que de forma especial había cocinado su madre
hace unos días sacándoles de la dieta de patatas y nabos a la que se había habituado.
La última conversación con su abuelo antes de que también le reclutaran. La última
navidad juntos, con un hogar caliente y lleno de luces, ahora una triste vela alumbraba
las cenas en casa, la única comida que hacían al día.
No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas a las manecillas cuando, por fin,
abrió los ojos, seguro de que algo tenía que haber pasado. Miró la esfera y fijó su
atención en la hora, movió con cuidado las agujas del reloj hasta dejarlas en las doce
en punto, cuando un nuevo día comienza. Fuera todo estaba oscuro pero una luz
provenía del salón de la casa. Bajó corriendo por la escalera.
Escuchó una voz masculina. No, no podía ser: lo había logrado, no se lo podía
creer. Cuando apareció en la sala sólo era una vela la que seguía alumbrando la
estancia. Dos hombres con uniforme hablaban en voz baja con su madre que estaba
abrazada a su abuela sollozando con hipidos. El tipo más joven con un abrigo de
grandes solapas levantadas se calló cuando entró. Miró al suelo y le dijo:
–Hijo, tienes que estar orgulloso, tu padre es un héroe de la patria…
No entendía que significaba aquello. Recordaba cuando habían venido a
buscar a su padre. La escena era igual aunque ahora veía a los soldados con un
uniforme desgastado y lleno de barro. Se fijó en la cara del más mayor. Ojeras negras,
barba mal afeitada y pequeñas cicatrices enrojecidas le cubrían el rostro. Le miró.
–Muchacho, ¿qué estabas haciendo que has bajado con tanta prisa?
Estaba confundido y no sabía muy bien que contestar.
–Venís a buscar a mi padre, es eso ¿no?
Su madre levantó la cabeza del hombro de la abuela y volvió a llorar un poco
más fuerte. Los dos soldados se miraron y volvieron la vista al suelo. El mayor se le
acercó y le puso la mano en el hombro.
– ¿Por qué piensas eso?
–Tengo un reloj mágico, me lo dio mi padre. Si lo utilizo bien y giro las manecillas en el
sentido contrario seguro que puedo volver atrás en el tiempo. Estoy justo en el
momento en el que vinieron a buscar a mi padre y les puedo decir que no se lo lleven.
Le necesitamos en casa, tengo que hacer muchas cosas con él, me tiene que enseñar
aún a pescar mejor, a cuidar el ganador, a recoger…
Le cortó cuando le puso la mano en la cara. Le miró y estaba llorando en
silencio. Dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.
–No hijo, no, el tiempo no vuelve atrás. Recuerda todo lo que estás viviendo ahora
porque ese es el tiempo mejor gastado en tu vida. Tu padre no volverá aunque gires
las manecillas al revés.
–Entonces el reloj no es mágico
–Sí, lo es, es mágico. No lo pierdas nunca, tu padre te está dando la mano en un
abrazo eterno.
Apretó el reloj en el puño con rabia, quiso arrojarlo lejos. Maldito.
Sintió el tic tac del reloj. Apretó la mano con más fuerza. El sonido acompasado del
reloj, de un corazón, se le grabó en la piel.
El hombre de barro
Érase una vez… Así es como comienzan las fábulas y así es como comenzó su vida
un pequeño hombre que un día se descubrió a sí mismo, solo.
Se despertó tras un largo letargo en un lugar solitario, agreste. Se encontró
tumbado en la tierra desnudo y solo. Cuando se recobró de la sorpresa inicial se
levantó poco a poco, como teniendo miedo de caerse o desmoronarse en un
momento, de descubrirse el también tan irreal como aquel paisaje que contemplaban
sus ojos. De pie, mirando a su alrededor se sintió aún mas solo, una sensación que se
hacía más patente observando la infinitud del horizonte. Solo se tenía a él mismo, era
poco, pero le compensaba, o al menos eso quería creer.
Su soledad le llevo a intentar encontrar una salida a ese desierto, a ese lugar, a
su propio cuerpo, pero la evasión le sirvió de poco. En ese ostracismo, el tedio, el
aburrimiento, la soledad le cubrieron de brumas la cabeza. Ya no veía, ya no pensaba,
tan solo sentía. Y sentía que era un pequeño hombre en medio de un desierto de
soledad.
Estaba solo, lo sentía y lo vivía. Solo el aire, el sol y la lluvia le acompañaban,
pero su compañía en nada le beneficiaba. El aire le azotaba el rostro, el sol le
castigaba los ojos y la lluvia le golpeaba como un látigo en la espalda.
Esto fue así hasta que el agua, que caía de manera constante sobre la tierra
seca, comenzó a encharcarse. La tierra comenzó a embarrarse, formándose un
extraño lodo que parecía comerse todo lo que había en aquel lugar solitario. Lenta,
inexorablemente, lo cubría todo. El pequeño hombre no se movía y el cieno comenzó
a cubrirle los pies, a subir lentamente por sus piernas, a enterrar todo su cuerpo. Ni la
lluvia se lo podía quitar y acabo convertido en una estatua. Una estatua de fango, feo,
viscoso, húmedo y débil que ahogaba al pequeño hombre. Solo.
A cada momento en que la lluvia se hacía más virulenta y el viento soplaba con
más fuerza, la estatua se desmoronaba aunque, poco a poco, surgía en aquel paraje
otra acumulación de barro, volviendo a surgir el pequeño hombre hecho estatua.
Esta transfiguración se repetía desde hacía tiempo, desde que se encontró solo
en un desierto, azotado por la lluvia y el viento.
Tribulaciones de un viejo de corazón, pensamientos de un alma agrietada,
reflexiones de un cerebro relajado, visiones de unos ojos cansados de mirar y no ver
nada, abrazos de unos brazos cansados de no estrechar nada entre ellos, pasos de
unos pies desesperados que no le llevaban a ninguna parte. Todo esto quedó
atrapado en el lodo.
Un cieno desagradable y repelente pero que le confirió al pequeño hombre un
cuerpo renovado. Ni sus pies estaban cansados ni sus brazos desesperados. Solo
tuvo que pagar un precio, su corazón y su alma seguían intactos, azotados por el
viento y la lluvia, tan castigadores que...que no pudieron resistirlo más. Tras la
enésima transformación de su cuerpo, el pequeño hombre no deshacerse y a
rehacerse. Cuando la lluvia y el viento regresaron, creció, absorbió toda la furia del
viento y de la lluvia, los hizo suyos, hasta que cuando no aguanto más. Con el corazón
destrozado, el cuerpo dolorido, el alma agotada, se tumbó y durmió.
Durmió con la esperanza de un mañana mejor.
Hoy aún se le oye respirar, por los árboles que cubren su cuerpo. Aún se oyen
sus lamentos en los truenos. Aún se le oye sufrir cuando la tierra tiembla y su corazón
se parte en dos. Y llora. Llora constantemente su desdicha, su soledad, vertiendo ríos
de lágrimas que desembocan en un, cada vez más profundo, océano de amargura y
desesperación.
Sí, él habla, escúchale, escucha a la tierra.
Y eso es lo que hacia ella, una pequeña mujer que un día conoció a un
pequeño hombre. Ella hablaba con la tierra, hablaba con los árboles, hablaba con el
cielo y, cuando él la escuchaba, la lluvia y el viento volvían a su corazón y azotaban su
cuerpo.
Él había cambiado, su corazón con el tiempo, se había convertido en piedra,
protegiéndole del viento y de la lluvia, pero el aun humano corazón del pequeño
hombre, latía. Latía fuerte pues sabía que su amada le hablaba y quería romper una
montaña de rechazo, de negativas, de amenazas, de consecuencias. Pero el corazón
no puede y tan solo le queda esperar palabras.
Dulces palabras, duras palabras y acabar de una vez con esta lenta agonía que
amenazaba con petrificar su corazón, que amenazaba con convertir la fértil montaña
en nada, que amenazaba con la desaparición, quien sabe si hasta siempre, o hasta
que crezca de nuevo otra montaña.
Quizá cuando renazca el pequeño hombre cubierto de lodo y hecho estatua
que es azotado por la lluvia y el viento.
Cómo ser feliz y no morir en el intento
Yo era una persona feliz. Todo, hasta lo más insignificante servía para
animarme a seguir adelante en mi vida. Era, lo que se dice, una persona optimista.
Encontraba, sobre todo en los problemas, un aliciente, una visión, un nuevo sueño,
algo que me permitía crecer.
Te preguntarás porqué hablo en tiempo pasado y forma categórica, siendo yo
tan optimista. Hablo en pasado porque después de solucionar el mundo tantas veces,
de forma utópica, alguien me descubrió las verdades esenciales del mundo: el cielo es
azul, el agua moja, cosas lógicas. Lo ilógico es que fui yo mismo el que lo descubrió.
Estaba tan metido en mi optimismo que tenía una coraza que me impedía ver lo que
tenía enfrente. Esta es la razón por la que un optimista de pro hable ahora en
presente, que no tenga alicientes. ¿Raro? Ahora me explico mejor.
A mí me gustaba salir al campo. Me gustaba escuchar los primeros trinos de
los pájaros al amanecer, contemplar profundos valles, andar, oler, revolcarme, sentir la
calidez del sol, el frio de la noche, la frescura del agua, el frio de la nieve y el aire en la
cara azotándome la cara. La satisfacción de la llegada al final del camino, el paisaje
único tras la larga caminata, el esfuerzo en los momentos difíciles, el sudor, el dolor.
La sensación de profundidad, de altura, de soledad, la sensación, en fin de
enfrentarse a algo desconocido y no saber lo que es.
Soñador, lo sé. Lógico en alguien optimista como yo.
La última vez que pensé en esto me encontraba sentado en una roca, los
colgando y la cantimplora en la mano. El refresco no venía mal después de hacer
cumbre aunque dos horas antes se me antojaba difícil llegar a donde me encontraba
ahora. Plácidamente sentado de cara al valle, trataba de distinguir el lugar de donde
había partido esa mañana. Las musas vinieron a mí encuentro así que agarré el
cuaderno de dibujo y el lápiz y forcé la vista al frente, observando los pequeños
detalles que aparecían ante mí. Entorné los ojos mirando al sol de primavera que
apretaba justiciero. El picor de la ropa por el calor, empezó a proporcionarme un efecto
anestésico.
No, no podía ser. Una sonrisa irónica afloró a mi rostro, me reía por la
imposibilidad de lo que veía. Al fondo del valle, justo en el lugar de donde había salido
esa mañana andando, una fábrica de yesos vertía toneladas de humo al cielo abierto.
Cientos de cables se cruzaban entre ellos sobre pequeñas porciones de terreno,
carreteras y caminos corrían en su loca carrera por avanzar más que la que tenían a
su lado. Me giré asqueado, no quería ver más, pero fue aún peor. Colillas, papeles,
plásticos, latas de refresco. No podía ser ¿qué estaba pasando?
Abrí los ojos sobresaltado. Miré a mí alrededor con angustia. Suspiré con alivio.
Me reconfortó observar que nada había cambiado. El sol había despertado fantasmas
en mí cabeza. Si, ya sabía que todo estaba bastante mal y sucio, pero nada que no se
pudiera arreglar, ¿O sí?
Volví a mirar al fondo del valle, al cielo que recortaba entre las hojas de los
árboles. Dormía despierto, imaginándome a mí mismo corriendo sin esfuerzo por
valles y montañas, cruzando ríos, adentrándome en bosques, saltando al vacío desde
barrancos y remontando el vuelo como un águila, cayendo súbitamente en un lago,
buceando largo tiempo, con la paz y la absoluta tranquilidad con que las cosas ocurren
en el agua.
Por fin abrí los ojos y salí de mi reparador sueño. Me encontré en el mismo
recoveco rocoso donde estaba desde hacía tiempo, desde que yo recuerdo.
Últimamente no salía mucho. Los cables de alta tensión suponían un grave
peligro, y la comida escaseaba o bien eran animales enfermos o envenenados. Por
eso, yo tan optimista, ahora, solo vivo el presente. Yo conseguí lo que todos sueñan y
solo algunos logran, encontré por fin mi camino en la vida. Quien haya leído esto, si es
que alguien alguna vez lo llega a leer, estará sorprendido. Nunca se me dieron bien las
letras así que solo he sabido explicar lo que ocurrió, aunque no he terminado aún.
Yo quería más, era un tío optimista, tenía muchos sueños y mi deseo se
cumplió pues lo perseguía con un afán poco común. Quería vivir en libertad y lo
conseguí. Un día, en una de mis múltiples salidas al campo desperté y mire con
curiosidad mi cuerpo. Mis brazos y mis piernas habían cambiado bastante, mire al
frente y con altanero orgullo desplegué mis alas y volé hasta el promontorio más
cercano, era yo, claro hombre, era un águila.
Inaudito, increíble. Por eso dejo escrito esto, porque sé que nadie podrá
creerme y a partir de este momento nadie podrá reconocerme. Al fin descubrí las
verdades de la vida, yo no soy el único, hay otros muchos como yo, soñadores,
optimistas. La naturaleza era mi alivio, mi principio y ahora mi final, un final en sí
mismo que competía con el afán de cambiar todo lo impuesto, lo preestablecido,
romper, siendo lo que en realidad tenía que ser desde hace mucho tiempo.
Continúa el enigma de la desaparición
Sin nuevas hipótesis las líneas de investigación continúan abiertas
Sigue el enigma sobre la ausencia de Luis José Muñoz Pérez, vecino de la
localidad madrileña de Oteruelo del Valle (Madrid) desaparecido el mes pasado en
extrañas circunstancias. Excelente conocedor de la sierra madrileña, sus padres
lanzaron la voz de alarma al comprobar que no regresó de una de sus múltiples
salidas. Efectivos de la Guardia Civil y de Protección Civil así como grupos de
voluntarios emprendieron una búsqueda en profundidad peinando la zona en la que
suponía se encontraba. Los únicos rastros que se encontraron fueron los efectos
personales de Luis José, una mochila con comida suficiente para dos días y la ropa
con las que se recuerda haberle visto por última vez. Las incógnitas con respecto a
este caso continúan. Sus familiares mantienen el silencio, sin comprender las razones
de su desaparición. Las instituciones, por el momento no han emitido nuevos
comunicados. Madrid. AGENCIAS RLF.
Regresan las Águilas
Al parecer las dimos por muertas o por desaparecidas pero durante este mes
un Águila Imperial (Aquila Heliaca Adalberto), sobrevuela majestuosa los cielos de la
Comunidad de Madrid. El hecho de que este ave haya llegado hasta aquí se
desconoce, pues prefieren las zonas de encinar y dehesa y no tanto la zona
escarpada de esta parte de la Sierra Norte. Por ahora se desconoce la ubicación de su
nido y también si existen otras Águilas Imperiales.
Grupos Ecologistas han hecho una llamada de atención y alerta por la cercanía de
cables de alta tensión en la zona de caza de este ejemplar, la aparición de animales
envenenados por estricnina hace temer lo peor. AGENCIAS. RLF.
El Autobús
El traqueteo y el bamboleo, quizá el roce inocente o la búsqueda febril del
mismo. La mirada cautiva debida a la imposibilidad de moverse o poder mirar a otro
sitio que no fuera ella. Quizá podría parecer ofensivo o violento por el hecho de mirar
como lo hacía, siempre a los ojos, a esa mirada extraviada y extraña que parecía
esconder algún secreto.
Un secreto, aquel que el autobús se empeñaba en extraer en cada giro
acelerón o bache. Todos se conocían, eran los mismos desde hace semanas, meses,
años.
Habían crecido juntos en aquel tiempo. Él había logrado estudiar cosas
diferentes e increíbles, casi escribir un libro, hacer trabajos, leer, hacer terapia y mirar,
cómo no. Mirar para tratar de iniciar, de alguna forma, ese juego de miradas, buscando
que alguien se fijara en él. Alguien lo hacía, seguro, pues en un autobús eres blanco
de miradas en algún momento.
Habitantes de una pecera, de una pecera con ruedas a través de cuyo cristal
se observa la calle, a la vez que los transeúntes miran animales dentro de una celda
móvil de cristal.
Es un microcosmos que se busca dominar. Una pequeña ciudad ambulante, un
pequeño mundo en el que las miserias y las vidas de cada uno se esconden tras
miradas abúlicas, perdidas. Donde nadie apenas si sonríe, donde nadie escribe, donde
nadie habla, solo miran, con esa mirada vidriosa de la mañana o la cansada de la
noche. Una mirada ocupada en tratar de olvidar aquello que ha soñado o se ha visto
durante el día solo volviendo a la rutina del autobús, lugar de los comunes.
Lugar donde todo es lo que parece ¿O no? Pues ¿Qué secretos esconde aquel
que se sienta siempre en el mismo sitio? ¿Qué problemas atesora aquella cabeza, que
candidez muestra aquel niño, que pensamiento atribulado tiene aquel anciano, que
trabajo afanoso espera a aquel chico o qué asco podría atenazar la vida de aquellos
que se sientan junto a él?.
Escribe, mira a su alrededor, mira por encima de sus cabezas y vuelve afanoso
a la tarea. Se distrae pronto de las letras y vuelve a mirar.
Antes utilizaba la música para alentar a aquellos que le dictaban las letras que
escribía, en aquel cuaderno ajado con el tiempo y el uso. Los problemas le llevaban a
pasar cuarenta y cinco minutos diarios absortos en un relato sin principio ni fin. Era un
relato, un discurso repetido como lo era la música que escuchaba. Saltaba un
pensamiento, la siguiente canción, un mensaje de teléfono que le desviaba de su tarea
a la que volvía con dedicación.
Todo se miraban pero ninguno de forma directa. Todos se daban un repaso
visual, aunque luego sus ojos les devolvieran la mirada al suelo.
Otra parada anunciada por la megafonía y ya sabía quién se subiría o bajaría.
Los mismos rostros, las mismas personas. Las novedades estaban en la calle en un
desfile constante de seres. Todos ocupaban sus puestos. Cada uno tenía ya un lugar
asignado y casi reservado por la antigüedad que da el uso y disfrute. Conocía como
conducía cada uno de los conductores, si aquel día, pese a todo, llegaría pronto o
tarde al trabajo. Sabía lo que estudiaban, casi incluso lo que podrían escuchar a través
de sus auriculares
Sabía que estaban allí junto a él, haciéndole compañía.
Estaba tratando de que ella, otra más, le mirara y comenzara de nuevo otra
caza, otro juego de gato y ratón, otra fuga hacia delante olvidándose de los que se
quedaban atrás, sin excusas, sin cadáveres, sin problemas.
Lo que pasaba en el autobús quedaba en el autobús solo de esa forma se
entendía que nunca jamás hubiera aplicado todo aquello que veía, leía aprendía o
escuchaba en aquella cabina. Cada día desde hacía años, era así, así sería parecía
que para siempre pues mañana sería en otro bus, en otro tren en otro lugar pero
volvería a ese microcosmos a esa vida en cuarenta y cinco minutos con la que cada
día lograba olvidar la suya.
Silencio, escucha
Resonaba en sus oídos. Sonidos sinfónicos y voces profundas se mezclaban
en un baile lento. Una batalla había comenzado y evocaba el fulgor del acero, el
resbalar de la hoja purificadora sobre la carne trémula, el crujir y el rechinar de dientes.
Visiones de una vida, reflexiones de un momento, paz, peligro de muerte y un
vuelco en el corazón, músculos que notaba como se llenaban de sangre mientras
respiraba lenta y profundamente perdiendo el aliento durante tres minutos. Ansiedad
que terminaba cuando comenzaba la siguiente canción aunque el corazón seguía
latiendo a un ritmo totalmente desacompasado en comparación con el ritmo de bits por
minuto de la canción de estilo hip hopero que sonaba en este momento.
¿Por qué la música alegra el alma y levanta el espíritu si evoca sentimientos y
recuerdos que precisamente utilizan el ritmo como el vehículo para difundirla? No lo
entendía. Le atraía y de forma irremediable la odiaba.
No lo leas, no lo veas, no lo escuches. El forbidden, interdit, prohibido aparecía
como una señal gigante en todos lados aunque la tentación era mucho más fuerte que
el posible miedo al dolor. Dolor ¿Físico, moral, espiritual, ético, filosófico? No sabría
cómo definirlo, pero estaba ahí.
No entendía lo que decía la letra pero hilvanaba historias uniendo piezas de un
puzle en el que, como siempre, una palabra era un símbolo, una imagen una historia,
un roce, un mundo, un pensamiento, una vida
La música sigue sonando. Moviendo el dial dirige el pensamiento saliendo y
entrando en puertas en un pasillo sin final en el que hay que entrar sin llamar. Los
convencionalismos sociales, la urbanidad y las buenas costumbres aquí no valen
nada, no sirven de nada, no gustan a nadie. Es el único lugar donde pueden volar
libros al ritmo de las notas y los dedos sobre las cuerdas de la guitarra o el teclado.
Y ya no importa quien está al otro lado porque sí, siempre hay alguien al otro
lado. Alguien con quien recorrer ese camino que no indica la canción, a quien
encontramos al otro lado de la puerta que esperamos que nos mire a los ojos y
bajando la mirada nos invite a entrar a compartir con él ese momento, ese roce, ese
corazón, un sueño.
Y la música nos lleva a pedir perdón, a ser alguien durante tres minutos a ser
aquel que desearíamos ser, a ser sentimientos y miedos, a motivarnos a vivir, a ser
felices, o no.
Era siempre igual, un proceso repetido y que no admitía cambios. Tras un
momento de angustia se refugiaba en los acordes cíclicos, rítmicos, que la música le
aportaba y que le trasladaban inmediatamente a otro lugar
Era su refugio ancestral, una morada privada, su olimpo donde se reunía con
aquellos que otros denominaban dioses y lo eran realmente porque creaban y tenían
mundos imposibles que anudaban al mástil de una guitarra y un micrófono y desde
ahí, saltaba al vacío ocupando almas, cabezas y corazones.
En un momento parecían compañeros imprescindibles en un viaje eterno que
solo se acababa cuando se agotaban las pilas o el autoreverse no funcionada y ahí
entraba él, cantando con palabras que anidaban en su garganta sin que las supiera, a
través de idiomas que desconocía como en un nuevo Pentecostés, donde una gracia
divina le iluminaba y le hacía entender aquello que otros gritaban en un mantra
liberador y extraño, en un trance irreal.
Repetía estribillos hasta la extenuación su pecho subía y bajaba al ritmo que
imponían los bajos y golpeteos rítmicos de la canción. Se ponía los auriculares en sus
oídos e inmediatamente se trasladaba a otro mundo. Ponía una barrera entre la
realidad que vivía y el lugar donde quería llegar. Se escapaba y se introducía en una
burbuja. Ya no escuchaba todo lo que ocurría a su alrededor, no miraba, ni notaba
aquellas miradas que se paraban en él. No era nadie.
Era una capa de invisibilidad, ese artilugio con el que siempre había soñado: un
reloj que le permitiera viajar en el tiempo, congelarlo y resolver todos sus
arrepentimiento, los renuncios, sus errores alargando aquello que le agradaba, todo
aquello que un sueño de un artilugio mágico le permitía.
Solo la música le permitía hacerlo. Las canciones le recordaban momentos
podría volver a voluntad al pasado solo pulsando Rew o FFwd en su aparato. El skip
en su mp3 funcionaba constantemente haciéndole llorar y reír en una constante
ansiedad vital. Por eso era importante, por eso era necesaria pero por eso igualmente
la rechazaba. Un día le hacía rey en su mundo y al instante siguiente villano, podía ser
veloz, lento o aquel que quisiera ser cuando lo quisiera ser.
Por eso se asombraba, por como ahora no quería oírla ¿Qué es lo que había
pasado? Ella fue la única con la que realmente había compartido música con quien la
había escuchado, a quien había dejado entrar en su burbuja, a la que no había puesto
barreras y para la que se había quitado los auriculares.
Por eso, cuando desapareció, la música dolía, le llevaba a un purgatorio
doloroso de sonidos estridentes y punzantes, donde se caía pero no se levantaba,
donde siempre le faltaba el aliento.
Ella desapareció y la música murió con ella.
Tanto tienes, tanto vales
Estaba tan acostumbrado a trabajar con los medios, con la televisión, los
periódicos y la radio que ahora, viendo las noticias en aquel bar le parecía extraño casi
irreal que hubiera negociado con todas ellas contratos de patrocinio, acuerdos e
inserciones.
Tan fantástico como andar contando los céntimos que lograba mendigar en la
puerta de algún bar, iglesia, rebuscando en las máquinas de tabaco o cabinas de
teléfonos. Aún era capaz de evocar cuando su paga de incentivos le podía reportar
miles, cientos de miles de euros y ahora, se veía obligado a rebuscar en los cubos de
basura. Eso era algo que aún no había logrado asimilar, era superior a sus fuerzas, las
pocas que le quedaban para enfrentarse a su vida, la que había sido en algún
momento exitosa y foco de envidias. El que había logrado grandes cosas, que había
firmado algunos de los más grandes contratos de imagen y publicidad en los últimos
años se enfrentaba a la miseria y lo peor que tenía el ser humano: la indiferencia, y
eso era lo que peor llevaba. El que tuvo a cientos de personas a su cargo, al que iban
mendigando una audiencia acabó defenestrado, le hicieron el vacío, cayó en
desgracia. Su ego no le dejó aceptar que quizá gran parte de la culpa fue suya al
relacionarle con varios escándalos de corrupción.
Lo que para él siempre había sido una parte lógica y habitual en su trabajo,
trabajar con comisionistas, hacer regalos y dispensas, sufragar peticiones caprichosas
o efectuar abonos en efectivo sin pasar por caja le dejó con el culo al aire. De ahí a
plantearle una renuncia digna fue todo uno. La empresa no le echó pero si le
recomendaron con amabilidad que se fuera, ya no había sitio para él.
Había sido un tiburón, un depredador, ajeno a las reglas, incomodo e
insoportable ahora, vestido gracias a la beneficencia y alimentándose en un comedor
social se le saltaban las lágrimas. No le quedaba más que una maleta con lo que
había podido rescatar de la rapiña de las fianzas. En su casa quedaron premios y
muchos recuerdos valiosos que apenas alcanzaron para librarle de ir a la cárcel. Era
un profesional de reconocido prestigio, no tenía antecedentes penales y eso le sirvió
para evadir la cárcel aunque era una ironía lo que le ocurría por evadir impuestos.
Todo aquello era una locura.
Toco fondo el día que, comiendo un plato de lentejas en aquel comedor
paupérrimo rodeado de personajes informes que apenas si eran capaces de hablar
avergonzados por tener que estar en aquel lugar, estaba partiendo una patata
mientras escuchaba a una monja hablar de Esaú y Jacob y de la parábola del hijo
pródigo.
No supo porque llegó a esa conclusión, por otro lado extrema y brillante, pero
fue una auténtica revelación, lo tuvo claro. Se trataba de una metáfora, una metáfora
que hablaba del todo y las partes. Viendo aquel plato de legumbres supo que tanto
daba el todo, el plato, como cada una de sus partes, lo que trasladado al ámbito
marquetiniano era sencillo. Las partes necesarias para lograr un proyecto, que
resultan ineludibles para el mismo, tienen un valor añadido muy por encima de su valor
venal, por encima del valor venal del plato.
Hablando en plata, si necesitas patatas para hacer unas lentejas, aunque estas
sean mucho más baratas que las propias lentejas, lograrás un plato más atractivo y
con mayor valor añadido que un simple plato de lentejas. Incluso aunque esas patatas
no fueran de una calidad superior las necesitas para el plato. ¿Y si entras en un
mercado sin competencia? Todavía existen nichos de mercado inexplorados, no hacía
falta irse muy lejos, un breve análisis del sensiblero, llorón y subjetivo mercado del ser,
del individuo le abría una puerta. La pena vende, mucho, y siempre funciona ¿Por qué
no explotarlo entonces? Si tanto más valen las partes como el todo, en función de la
demanda y con un adquirente generoso o que no reparara en gastos, acuciado por la
pena, el dolor y la necesidad. Lo tuvo claro, si lograba encontrar los clientes
adecuados estaría hecho. Es simple: ley de la oferta y la demanda, al no existir oferta
fuera de un circuito ilegal, la suya sería el mejor ofrecimiento, el único. Lo tenía claro
se vendería, vendería sus órganos.
Había visto en directo como la gente vendía su sangre en Estados Unidos para
sobrevivir. Para su desgracia en España cualquier donación resulta voluntaria y sin
remuneración, salvo el semen, aunque tendría que investigar si había alguna otra
posibilidad, pero quien querría rechazar la oferta de alguien como él. Era un tipo sano,
había tenido algún coqueteo con las drogas pero ¿quién no en su situación y su
puesto? Aunque a cuatro rayas de coca y algún porro no se le podía llamar drogarse.
Luego la fiebre de la vida sana le había atrapado sin remisión. Del pádel y los
partidillos de fútbol sala con los amigos, cada vez más gordos, se pasó al running y de
ahí a los maratones, el triatlón y disciplinas cada vez más duras. Era una persona
sana, no le quedaban dudas.
Comenzaría la prospección del mercado con las primeras donaciones de
semen y después podría ir creciendo y haciendo apuestas más fuertes. Había leído
como todos, noticias de matarifes que pagaban decenas de miles de euros por un
órgano sano. Encontrados los demandantes adecuados y ya tenía algunos en la
cabeza, antiguos amigos y conocidos, podría pedirles lo que quisiera, al fin y al cabo al
que algo quiere, algo le cuesta. Tenía que medir bien los esfuerzo y por supuesto
controlar el proyecto para poder crecer con él al contar con un bien escaso y
demandado
Terminó de comer aquellas lentejas con patatas que acabó por bautizar como
las del producto marketing o las del principio del fin. Es curioso como en el lugar más
insospechado puede encontrarse una oportunidad, se había hartado de decírselo a
todos esos pececillo en clases de escuelas de negocios. El mundo de los negocios es
como un cardumen de jureles, en un momento dado un tiburón se cierne sobre ellos y
los devora con avidez. Si habían logrado diferenciarse del resto probablemente el
depredador no iría a por ellos por ser más difícil atraparlos frente a la masa, con sólo
abrir la boca atrapaba alguna presa.
Comenzaría su resurrección lo que no dejaba de ser irónico porque sus planes
se basaban en una muerte lenta y progresiva, un desmantelamiento corporal que aún
con consecuencias aceptadas, le reportaría el cambio de vida que deseaba. Él no
había nacido para estar en aquel lugar rebañando con desesperación los platos de
duralex. Recuperaría aquello que su mala cabeza y los demás le habían quitado. Por
eso lo tuvo claro, nada de fiarse de otros, de vanagloriarse por los resultados. Sería
oveja del rebaño, gallina ponedora en el corral, preso modelo, sólo así lograría que,
poco a poco todo llegara a buen término. La planificación estratégica arrumbaba a su
cabeza. Era algo sencillo, pocos pasos, todo bien calculado, un plan sencillo y
brillante. Lo único que le faltaba era buscar la información indispensable y un buen
terno para poder presentar su proyecto. Se trataba de morder en la pena de los
demás, no de dar más pena de la que ya daba.
En poco tiempo tenía la información. Había sido sencillo, Internet es un ser
todopoderoso donde todo se puede conseguir, información o clientes, aunque él era
más del marketing face to face, de la vieja escuela, de presentarse a puerta fría y
lograr vender un congelador en el Polo Norte en invierno, de vender cosas que la
gente no necesitaba. Era más sencillo de lo que parecía, sólo era cuestión de tocar la
tecla adecuada y adornarlo lo suficiente y él era muy bueno en eso, excelente.
Tanto como para, en apenas un mes haber logrado su primer encargo
importante. En poco tiempo pasó de frecuentar un albergue para transeúntes a poder
alquilar un pequeño y acogedor apartamento en el que radicó su empresa de servicios
personales al ciudadano al que llamó, en un rapto mordaz “Por un plato de lentejas”.
No se le había dado mal la publicidad y con las remuneraciones logradas por las
donaciones de semen y la participación en un par de experimentos clínicos había
logrado salir del arroyo en el que se encontraba.
Tocó las puertas adecuadas. Fue fundamental la ayuda de un antiguo
compañero médico de pádel que se compadeció de su situación y que con un poco de
labia y la oferta de un riñón para su hija casi desahuciada y sometida a diálisis le
introdujo en el proceloso mundo de las donaciones.
El todo y las partes, tanto tienes tanto vales y él valía mucho. Midiendo de
forma adecuada las dádivas, los tiempos y la recuperación física en apenas un año
había cambiado el recoleto barrio donde había comenzado su renacimiento por un
chalet pareado en una urbanización a las afueras. Se iba acercando, poco a poco, al
lugar de donde le habían expulsado pero algo no terminaba de funcionar.
De forma cíclica entraba en algún proceso de selección para la realización de
experimentos médicos, test de medicamentos, seguía donando semen, había logrado
donar médula ósea e incluso hacía meses que había comenzado a dejarse crecer el
pelo para venderlo. Pese a que podría, había optado por no ofrecerse para posar
desnudo, algo que también estaba bien pagado. Había obviado la posibilidad de
prostituirse, aunque había tenido alguna oferta, se había ofrecido incluso para la
donación de piel, había consultado la posibilidad de donar una córnea y lo último había
sido una biopsia de su hígado con resultados negativos para poder donar. Pero, en
efecto, había algo que no terminaba de funcionar.
Lo tenía, tenía aquello que quería, había logrado lo que se había propuesto. La
codicia no le había cegado pero estaba traicionando su plan original, se había dejado
llevar, fue un instante de luz cegadora, pero lo comprendió, tarde, pero lo entendió.
Siempre se habían aprovechado de él, fue un tonto redomado, señalaron su
ego, le retaron y acabó en la calle por creerse invencible, superior a todo y a todos, por
creerse dios. Que equivocado estaba. Se había dejado la piel en sentido figurado y
tuvo como recompensa que le repudiaran. Ahora se había dejado la piel en sentido
literal y al fin le habían recompensado con lo que valía. Extraño ¿verdad? Casi irreal
Tan fantástico como verse ahora tumbado en esa camilla observando las
evoluciones de todas aquellas personas con mascarillas y guantes asépticos que iban
de un lado a otro embebidas en sus actividades. Echaba el cierre, su empresa echaba
el cierre en aquella sala de operaciones, no quería morir de éxito.
El anestesista le hizo un gesto con la mano y le colocó la mascarilla en la cara.
Le pidió que contara hacia atrás desde cinco. Cinco: su amigo médico le llamó loco
pero acabó aceptando sus condiciones. Cuatro: se sometería a una extracción
multiorgánica. Tres: lo que quedara lo donaría a la ciencia. Dos: en varios hospitales
de España estaban esperando sus órganos. Uno: alcanzó la cima y sufrió el vértigo de
la caída. No le quedaba nada por demostrar. Cero.
Epitafio
Encendió la luz del flexo. El sonido del interruptor rompió el silencio. No se oía
nada en la casa, las habitaciones encerraban recuerdos y sellaban sonidos y gritos
infantiles, recuerdos de una familia feliz y divertida.
Ahora estaba solo. Sus únicos compañeros desde hacía demasiado tiempo
eran la interminable botella de Macallan, un vaso bajo de culo grueso y cristal labrado,
tabaco y aquel cenicero de piedra en forma de pie. Irónico, lo único en la casa que
parecía ser consciente de la realidad, su vida se apagaba de forma inevitable como los
cigarros que se consumían apoyados en el pedrusco tallado.
Encendió el enésimo cigarrillo y se entretuvo unos segundos reteniendo el
humo de la primera calada en sus pulmones. Le quemaba. No había criado hijos,
parecían cuervos, buitres.
Pese a ser un don nadie no le fue mal del todo. Había logrado amasar un
patrimonio suficiente para vivir primero sin apreturas luego con desahogo y al final por
encima de lo que todos habían pronosticado para un simple fotógrafo. Nunca le
importó en exceso el dinero pero todo parecía una burla cruel y mordaz. Su vida había
compuesto una fotografía rebosante de buenos momentos, plena y ahora aparecía
ocupada por una prole cargante, llena de hijos desnaturalizados, mujeres idiotas
preocupadas por lo que hacía solo en una casa tan grande, niños insufribles y
cuñados, aún jóvenes esperando la dádiva por su muerte. Todos querían su parte del
botín, hijos como buitres, nietos como hienas, toda la familia oliendo la carroña.
Aún no estaba seguro de lo que quería hacer ni tan siquiera si debía hacerlo.
En su vida había tomado muchas decisiones, buenas y malas, pero nunca dudó en
exceso quizá por la inconsciencia del que no tiene nada que perder. Ahora tampoco
era el caso, pero no veía razón alguna en tener que dejar ninguna herencia. Que
maldita razón cultural llevaba a todos a inferir que les legaría sus bienes cuando no le
debía nada a nadie como tampoco nadie se lo debía a él. Su mente le mantenía firme
en su dictamen aunque había flaqueado desde el diagnóstico del, podría decirse,
maldito cáncer terminal. En realidad resultó una redención, un desahogo porque
siempre pensó en irse como había pretendido vivir, sin ruido, pensando en que todos
le recordarían por lo que era nunca por lo que tenía. Ese tanto tienes tanto vales le
dolía más que la quimio que comenzó y abandonó al poco tiempo tratando de disfrutar
el poco tiempo que le quedaba y porque no, tratando de joder a todos los demás por
primera vez en su vida.
Haría lo que le viniese en gana sin obligaciones, nada de tratar de dar
respuestas a todo, de salvar a los demás cuando no quieren ser salvados, se acabó
ser el hijo, padre, abuelo o suegro utópico. Pronto se apagaría como el último cigarro
que humeaba en la mesa y los que se quedaban, esos que dicen sufrir tanto con la
pérdida, se repartirían los despojos.
La llama alumbró su rostro de nuevo, se iba a morir de igual manera, recogió el
bolígrafo y se puso a escribir.
Rodeó de nuevo el ataúd cerrado, había sido un expreso deseo del viejo y no
terminaba de creérselo, había muerto. Imaginaba que sus padres respiraban aliviados,
suponían que a poco que les tocara en el reparto tendrían con lo que poder empezar
de nuevo, eran malos tiempos. El viejo tenía dinero de sobra, se lo había demostrado
pagándole de forma encubierta los estudios. Fue un pacto tácito, su interés en él era lo
que siempre le alabó, el único que no parecía tener interés en lo que tengo, le decía
siempre. Ahora, el ataúd cerrado le revelaba sentimientos que no creía atesorar. De
pronto conoció la aflicción de perder a alguien querido deslumbrado por todo el
ceremonial aunque comenzó a comprender muchas cosas. Todas aquellas quejas no
parecían un brindis al sol.
Desde que recordaba había escuchado al viejo gruñir por la poca atención real
que le dispensaban sus hijos, familiares y amigos, los pocos que le quedaban vivos.
Era el último de una estirpe de profesionales, de hombres del renacimiento moderno
que se divirtieron exprimiendo su juventud hasta límites insospechados. Para ellos no
existían los horarios ni los imposibles, cumplían sus responsabilidades y se atrevían
con lo que les pusieran por delante, con todo. Por eso quizá sus padres le tildaron de
loco incluso incapaz, pero no era tonto. Con querencia y esfuerzo logró ser un
fotógrafo de referencia en una época en la que todo estaba lleno de pioneros. Fue uno
de ellos. No era ego, se sabía protagonista y sin exigirlo esperó esa consideración de
su clan pero nadie le jaleó ni le animó.
Los corrillos en el tanatorio, los murmullos soterrados preguntándose qué es lo
que tenía el viejo y como sería la adjudicación comenzaron a sacarle un poco de
quicio, se estaban repartiendo todo sin saber siquiera su voluntad. Suponían que
siendo tan especial y bastante despreocupado con estos temas no habría dejado
testamento alguno. Los planes aviesos formulaban todo tipo de hipótesis sobre la
magnitud de la sucesión.
El humo del crematorio aún se fundía en las miradas perdidas de sus parientes
cuando comenzó el circo. Un tipo trajeado con gesto serio se acercó preguntando por
los familiares de Augusto Dorronsoro conminándoles a reunirse con el señor notario
que llevaba todos los asuntos del viejo. Definitivamente parecía que sí que había
testamento y que el incapaz lo tenía todo atado y bien atado. Casi le entró la risa por el
gesto torcido y las miradas torvas que compusieron muchos en la reunión improvisada.
Pasmo fue lo único que supo expresar cuando el mismo individuo imperturbable se
plantó en su casa con un sobre lacrado con acuse de recibo en el que se pedía su
comparecencia en el acto de la notaría para ejercer de albacea del finado,
precisamente él, el tarambana. El viejo, genio y figura hasta la sepultura.
Miradas huidizas y de soslayo sobre un único blanco: él. A un lado la familia,
todos habían acabado apiñados en una esquina del despacho. Le ahorró el mal trago
a sus padres así no tendrían que estar en tierra de nadie. En medio el señor notario el
único tranquilo en la estancia, lógico él iba a cobrar pasara lo que pasara y el oficial
que taciturno, luz y taquígrafos, esperaba en una mesa auxiliar a que el show diera
comienzo. Había otra persona más en la que nadie más pareció reparar y que no
recordaba ni como familiar, tampoco parecía ser personal del despacho. Aposentado
en un rincón como un mueble, asistía con gesto vacío al evento.
Comenzaba la hoguera de las vanidades, la lucha de egos subidos en carrozas
doradas. Confusión, desorden, el caos. Miradas como puñales mientras el notario
cogía un sobre lacrado y lo abría en presencia de todos los presentes invocando el
deseo del viejo de contar con la aquiescencia de los herederos respecto a sus
decisiones o de otra manera, como leyó textualmente: “os joderéis con lo que os
toque”.
Resoplidos de estupor y una atmósfera gélida. Un volcán borboteando en la
cabeza de todos. Vapores y humores saliendo de sus rostros, un cuadro vamos.
Siguió leyendo, todos tendrían su parte debidamente fiscalizada y reseñada en un
pliego añadido a la declaración escrita de puño y letra del testador y de cuya
correspondiente entrega y cumplimiento de lo pactado era comisionado el albacea con
ayuda del, sorpresa, sujeto que estaba en la esquina con cara de pasar por allí y que
asintió cuando el notario le señaló sin levantar la vista del papel.
El notario terminó de leer el testamento con una última perla del viejo: “Ahí os quedáis”
todos se miraron de hito en hito mientras el tipo de la esquina se acercaba y le
entregaba un fajo de llaves y un sobre animándole a que lo abriera y leyera el
contenido. Dentro había un listado de bienes con su correspondiente anotación al
margen y el destino que se le había dado a cada uno. Parecía que todas las grandes
propiedades habían sido vendidas y el valor pasaría a ser administrado por un
fideicomiso. De nuevo miradas al cielo y ojos en blanco.
Pero había más, un listado de familiares con una anotación, un número que se
correspondía con los que figuraban en las llaves. Eran llaves de un guardamuebles y
el que se las había entregado se ofreció como cicerone para dirigirles al sitio y
comprobar in situ su contenido. Extrañeza no exenta de esperanza anidaba ahora en
todos. Dicho y hecho, todos salieron con rumbo al almacén.
Como un remedo de San Pedro cuando llegaron al lugar en cuestión comenzó
a repartir las llaves y dirigidos por el encargado cada uno abrió su consigna. Ruido
nervioso de llaves, señales de fastidio al ver el contenido, sólo una caja en su interior y
chillidos histéricos al abrirlas.
Perfectamente embalsamados dentro de cada una de ellas se encontraban los restos
del viejo. Ahora me querréis por lo que soy, no por lo que tengo, denunció.
Una moneda al aire
Todo había terminado. Lo poco que le quedaba era aquella moneda que ahora
le pesaba en el bolsillo del pantalón, esos pantalones de lanilla que le picaban una
barbaridad. La situación era absurda en sí misma: solo, disfrazado y medio borracho,
castigo auto impuesto para poder soportar patrañas de complots, correveidiles e
intereses creados. Entre hipidos y eructos apenas audibles se movía con la mirada
perdida en ese circo aunque nadie parecía verle, invisible a las miradas de todos.
Seguía arrepintiéndose de no haber puesto todo de su parte para llegar a esa
situación pero, ahora lo único que quería era irse. Lo único que le ataba a aquella
escena era esa moneda, irónico para alguien abrochado a la tierra.
Su vida era un arquetipo, se había empeñado en ello y lo consiguió aunque
tampoco le costó mucho darse la vuelta y huir, es sencillo. Era un efecto rebote:
rechazar de forma sistemática la preocupación in crescendo de familiares y amigos.
Cuanto más se preocupaban, más odiaba que lo hicieran, un sencillo acto venial que
le llevó a zafarse de recomendaciones y deberes so pena de disgustos y amarguras
familiares.
Se auto convencía mientras paseaba entre los presentes. Era diferente por
convicción no por obligación, nunca le llamó la vida que habían señalado para él como
buen hijo, nunca le pidieron opinión y fue fácil huir de todo lo que los demás habían
señalado que debía hacer.
No esperó que lo comprendieran, estaba seguro, y tampoco le importó que no
lo respetaran, de eso, pensándolo bien no estaba muy seguro, todos excepto él, que
siempre escuchó con ojos interesados e indulgentes todo lo que le contaba por insólito
o ridículo que pudiera parecer. Una referencia espiritual, un héroe, un padre, un
maestro que siempre le animó a buscar.
Quería quitarse esos pantalones y ponerse su mono de loneta azul, quería
arrancarse esa sensación de falsa aflicción por los demás, quería irse de allí. Le
observaba inmóvil en el féretro y no se lo creía. Soñaba, esperaba que pudiera abrir
los ojos en cualquier momento el que había sido la puerta a un mundo nuevo, exento
de corsés sociales, lógico para un niño y para el que no ha dejado de serlo nunca. Sus
padres, ilusos, siempre trataron de apartarles pero enfrentándose a su autoridad quizá
por primera vez, logro que se unieran más aún. Hasta que el idealismo se acabó, el
sentimiento de peligro, el atractivo de lo desconocido, todo se agotó. Se acabó la
aventura.
Muerto, en un ataúd. Se le caía el alma a los pies encima vestido de aquella
forma y rodeado de los que no quería ni deseaba ver, su familia, si, pero todos
extraños. Parecía una broma macabra. De poder se hubiera levantado del ataúd para
ciscarse en todos ellos, falsas monedas, buitres. No soportaba sus lágrimas de
plañidera sus gestos ni los golpes en el pecho ¿Para qué? Nunca le habían soportado.
Asquerosos.
La desorientación alcohólica le hizo apartarse a un rincón sin mirar a nadie, en
realidad era un fantasma para todos desde el momento en que decidió que la vida que
llevaba, la que habían decidido para él no era la que quería llevar. Acabó en un pueblo
recluido entre corrales y paredes de adobe con el ánimo insuflado por las historias de
aventuras, de la búsqueda de un bien mayor que la felicidad, en ocasiones tan esquiva
que termina abrasando a todos los que se ponían por delante.
En eso se había convertido, en un extraño consciente para él mismo, un
apestado para su familia, un paria para la sociedad más allá de lo que era lo normal y
lo preestablecido, pero ¿qué quería ser en realidad? No lo sabía.
Sólo quería vivir, estar, no podía hacer más de lo que estaba haciendo porque
no tenía más para hacer, dar o ser.
Esa realidad insoslayable, la verdad fuera de toda aventura le atormentaba. Se
había empeñado en cambiarla pero era lo que la vida le había reservado. Su
existencia tenía que ser así, esa, ¿o no? Porque no cambiar lo que siempre había
sido, porque no ser el que siempre quiso ser, ¿por qué no?
Pues porque no. Hay cosas, hechos vedados al común de los mortales, situaciones
contra las que no se puede luchar, algo contra lo que no caben cambios, verdades que
no admiten discusión y sólo un hado que se empeña en complicarnos, un demonio
pagado, alimentado por nosotros mismos contra el que no queremos ni sabemos
luchar, la conciencia que nos apunta la realidad. Un diablo que postró en una silla de
ruedas a un soñador y enclaustró su alma, un dios furioso y vengativo rodeado de
adoradores que lo protegen defenestrando falsos ídolos, ideas peregrinas,
ensoñaciones de aventuras.
No podía confundirse, esa moneda, el único legado de su abuelo era el
comienzo, la puerta que debía llevarle más allá de lo que conocía en la búsqueda de
su propio lugar en el mundo, un tesoro, lo que nos es negado: a ser el dueño de su
destino.
Tenía la llave. La sentía entre sus dedos llamándole así que no lo dudó más.
La posó suavemente en el pulgar de su mano derecha y la lanzó al aire. No
supo cuantas vueltas dio en su viaje pero cuando llegó a la altura de sus ojos la atrapó
de nuevo entre sus dedos y la colocó en la palma de la mano tapándola con la otra.
Eligió: cara, me quedo y aguanto lo que otros habían destinado para mí. Cruz, cierro
los ojos y las puertas y sin mirar atrás sigo mi camino.
Salió cruz, era lógico. Hay veces, pocas, en que los deseos y la realidad, se
imponen al azar.
Echó un último vistazo y se dio la vuelta. A nadie echaría de menos, tampoco
nadie le esperaba. Con su moneda inició su camino sin importarle el destino, sólo
esperaba llegar.
El camino era sencillo, por primera vez no tuvo dudas, nadie estaba allí para
decirle lo que debía hacer, para darle recomendaciones. Por primera vez tuvo la
suficiente paz para decidir por sí mismo. Todo parecía sencillo, fácil, sin complicación
gracias a la moneda, gracias a su conciencia, ahora liberada de prejuicios.
Encrucijada. Hay que escoger un camino. Simplemente escogió el más sencillo y
agradable de caminar, estaba harto de sufrir. Un camino alfombrado por todo lo vivido,
un camino en el que el paisaje le ayudó a recordar, vivir momentos ya vividos, tomar
los mismos caminos que ya había tomado antes ¿Por qué no volver a vivir lo vivido?
¿Por qué no cerciorarse de lo que había pasado para comprender todo lo que le
quedaba por vivir?
La última encrucijada fue donde se encontró con un tal Caronte que le pidió
una moneda como pago por mostrarle el siguiente paso. Una moneda, esa moneda
era un alto precio por enseñarle un camino. La amasó en su mano, la manoseó por
última vez sintió los bordes gastados por el roce del uso.
Se la entregó decidido y siguió camino hacia un sol brillante y eterno que le
saludaba nublándole la vista. A su espalda las tinieblas comenzaron a cubrirlo todo.
Ellas estaban al mando
Giró la llave de contacto, el motor dio un último respingo con un estertor
amortiguado antes de callar. Suspiró con la vista perdida al frente, las manos
apretaban con fuerza el volante, no era capaz de hablar y tampoco sabía que decir, las
palabras se le habían acabado hace tiempo.
Miró a su derecha sin mirar, no le echaría de menos ya tenía a otro que
ocupaba su lugar. No quería dar excusas que nadie le había pedido ni necesitaba así
que salió en silencio del coche y echó un último vistazo al interior. Ninguna
contestación, ni un gesto, nada. En aquella calle mal iluminada, alejada, solitaria, allí
terminaba todo. Le daba pena, pero debía seguir adelante, soltar lastre, dejarle atrás.
Se colgó el bolso del hombro y dio un portazo mientras se giraba, su andar
ondulante perdió en la oscuridad.
Estupefacto, sin capacidad de reacción aunque hacía tiempo que se imaginaba
sucedería, había tensado en exceso la cuerda. Veinticinco años eran demasiado,
ahora es cuando tomaba conciencia de su decrepitud. Disfrutó de su madre, de su
hermana mayor hasta que apareció ella, desde entonces nunca hubo otra.
Siempre tuvo suerte con las mujeres, era un gran admirador de los cuerpos
femeninos, pero ninguna fue como ella. Una rápida tira de imágenes pasó por su
mente recordándolas a todas con un punto de lujuria contenida y de satisfacción en la
mirada, como la que se le queda a un niño que acaba de descubrir un secreto
cósmico.
Tuvo suerte y le trataron con dulzura y dureza tibia, nunca tuvo quejas, ellas
tampoco. En un complejo equilibrio lograba su apego pese al halo de indiferencia que
le había caracterizado. Le habían tratado con devoción, había sido confidente fiel,
refugio de sus desdichas, parapeto de arrebatos. Todas habían sido importantes pero
ninguna como ella. Había disfrutado del roce casual de su cuerpo, de su olor, siempre
las había protegido y había hecho cuanto podía por todas. Las dejaba hacer, le
gustaba que le dirigieran que sacaran todo lo que tenía dentro. Pero ninguna como
ella.
La disfrutó aunque sabía que le utilizaba, la quería aunque sabía que no sería
eterno, gozaba con su goce, la amaba en silencio y nunca pudo demostrarle nada.
Había sido afortunado pero ahora todo había acabado en aquella calle mal iluminada,
alejada y solitaria.
Era una pena que fuera un coche.
Cerró la puerta con suavidad. El tufo a plástico y cuero nuevo le desagradó por
un instante y recordó ese olor tan suyo que tenía su viejo coche. Pensó en donde
estaría, con nostalgia.
Un esqueleto metálico estaba al final de una calle alejada y solitaria. Había
quedado poco después de la rapiña, pero dentro una jovencita saltaba sobre el asiento
moviendo el volante haciendo que conducía. Se había convertido en centro de juegos,
pero otra vez ellas estaban al mando.
TE LO CALCO
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RCreado por TLCDSGN
Ellas estaban al mando
Giró la llave de contacto. El motor dio un último respingo
con un estertor amortiguado antes de callar. Suspiró. Con
la vista fija y las manos apretando con firmeza el volante no
fue capaz de hablar, tampoco sabía que decir. Las palabras
se le habían acabado hace mucho tiempo.
No lo echaría de menos, ya tenía a otro que ocupaba su
lugar. En silencio salió del coche y echó un vistazo al
interior. Ninguna contestación, nada.
Una calle mal iluminada, alejada, solitaria, allí terminaba
todo. Le daba pena, pero debía seguir adelante, soltar
lastre, dejarle atrás.
Se colgó el bolso del hombro y dio un portazo mientras se
giraba sin mirar. Su andar ondulante se perdió en la
oscuridad.
Sin capacidad de reacción, se quedó estupefacto, aunque
hacía tiempo que se imaginaba que todo aquello podría
suceder. Habían tensado demasiado la cuerda. Eran
veinticinco años. Tuvo a su madre, a su hermana mayor,
hasta que apareció ella, desde aquel momento nunca hubo
otra.
Había disfrutado con muchas mujeres, siempre tuvo esa
suerte. Era un gran admirador de aquellos cuerpos
perfectos y deliciosos de carnes morenas y apretadas, de
pechos rotundos, anatomía voluptuosa y pelo largo, pero
ninguna fue como ella.
Una rápida tira de imágenes pasó por su mente, recordando
a todas esas mujeres con un punto de lujuria contenida y de
satisfacción en la mirada, como la que se le queda a un niño
que acaba de descubrir a las mujeres.
Ellas siempre le habían tratado con el cariño y la dureza
adecuados. Nunca tuvo queja, ni ellas tampoco. En un
complejo equilibrio siempre había logrado atraer su apego
pese al halo de indiferencia que le había caracterizado. Le
habían tratado con la dureza y la devoción adecuadas.
Había sido el confidente fiel, el refugio de sus desdichas, el
parapeto para sus arrebatos. Le habían acariciado
suavemente. Todas sabían hasta donde le podían exigir.
Todas habían sido importantes, pero ninguna como ella.
Había disfrutado del roce casual de su cuerpo, de su olor.
Siempre las había protegido y había hecho cuanto podía por
todas. Siempre les había dejado hacer. Le gustaba que le
dirigieran, que sacaran todo lo que tenía dentro.
Pero ninguna como ella. Disfrutaba de ella, con ella, aunque
sabía que le utilizaba. La quería aunque sabía que no sería
eterno. Gozaba cuando ella gozaba. La amaba en silencio y
nunca pudo demostrarle nada.
Había sido afortunado, pero ahora todo había acabado en
aquella calle mal iluminada, alejada, solitaria.
Era una pena que fuera un coche.
Ella cerró la puerta con suavidad. El olor a plástico y cuero
nuevo le desagradó por un momento y recordó ese olor tan
suyo que tenía su viejo coche. Pensó en donde estaría. Le
daba pena, pero…
Un coche. Un esqueleto metálico estaba al final de una calle
alejada, solitaria. Había quedado poco después de la rapiña
pero, dentro, una jovencita saltaba sobre el asiento
moviendo el volante, haciendo que conducía. Se había
convertido en centro de juegos, pero otra vez ellas estaban
al mando.
Alejandro Gil Posada
La furgoneta de color blanco
Lleva aparcada allí desde hace tiempo. Tiene que ser la misma. Es la primera
vez que es consciente de que lleva mirando lo mismo desde hace días. Calada al
cigarro y vuelta al papel, sigue en blanco sabe lo que vendrá a continuación un rapto
de inspiración, un momento de luz cegadora, un disparo de nieve, algo que borre de
pronto todo y lleve la letra al papel.
Siempre le venía a la cabeza esa canción de Silvio Rodríguez. Se recordaba
sentado en la oscuridad campestre, rodeado de gente pero solo, quizá con su mano
apoyada en una roca o recostado sobre alguien, evocando las misma visiones del
cantante en una letra que a él le llevaba a pensar en evasión, amores perdidos y
relaciones fallidas mientras admiraba la destreza de otro a la guitarra y notaba el tono
arrastrado de las palabras del cantante en una persona no sudamericana.
Palabras, lápiz y papel. Escribía como le salía, a borbotones, con la cabeza
derramando sobre el papel trazos que fluían sin aparente orden ni concierto pero que
calmaban su sed, colmando el papel. Era necesario rellenar el papel. Seguía
escribiendo mientras sentía, pensaba y llamaba al hado que le otorgaba ese momento
de calma interior, de vacío espiritual cuando lo dejaba todo en un papel y lograba
cerrar el cuaderno con un “hasta mañana”
Nervios y agotamiento. Temblor en las manos y en los hombros ¿Hacía frío en
aquella habitación o era el inicio de un llanto quedo y suave? Más lágrimas sin motivo
que le señalaban que la vida real no te da atajos ni soluciones, solo en un mundo
imaginario, su mundo de letras y números cabrían todas las posibilidades, donde todo
era perfecto.
Escribía para vaciarse pero no para leer. En algún momento había pensado ser
escritor cuando voces amables le animaban a ello, pero le daba vergüenza volver a
leerse ¿Qué clase de patético parlamento era ese que estaba en el papel? Desde
luego ni héroe ni villano. Aquello era una patraña infumable llena de giros y
expresiones robadas a otros, referencias a libros películas y canciones que él creía
que le hacían parecer más culto, pero que se sucedían una tras otra dejando una
patente falta de originalidad.
Al fin se consolaba pensando que no había nada que inventar. Todo lo que
leemos es reescritura de algo que ya había escrito alguien antes, solo le quedaba el
consuelo de pensar que había nacido en un momento y lugar equivocados, sino la
cosa habría sido diferente. Pero ¿Por qué diferente? Si ni tan siquiera era capaz de
escribir sin faltas de ortografía. Patético. Aun así su producción literaria crecía sin
medida. Seguro que habría algún estilo en el que podría encuadrarse y que fuera
transgresor con todos los convencionalismos y criterios lingüísticos pero, a quien
quería engañar, solo escribía como un remedio, como un hecho solaz y regocijo de su
alma atormentada. Atormentada por todo aquello que leía y hacía suyo. Por cada
frase, párrafo o palabra que leía e interiorizaba. Patético, solo vivía su vida cuando
escribía y cuando lo hacía no era él pero era tan fácil, sencillo…tan relajante.
El mechero iluminó su cara y la primera calada entró raspando la garganta.
Miró como el humo que salía entre sus labios subía y se perdía entre sombras
mientras su cabeza era capaz de transcribir las siguientes frases. El golpeteo rítmico
del lápiz sobre el papel le hacía perder la conciencia que se perdía en volutas de humo
y en el trazado errático de las letras que surgían de pronto. Imaginaba un texto y este
aparecía ante él y solo tenía que repasarlo con la punta del lápiz. Llenaba una hoja
más y seguía sin pensar, solo transcribiendo aquello que surgía.
La cabeza comenzaba a dolerle necesitaba parar y respirar, aquella catarsis le
dejaba sin aliento, le agitaba con fuerza dejándole los sentido embotados. Se paró de
pronto miraba a su alrededor buscando otras vez a su hado pero no lo encontraba
¿Qué suerte de extraño designio le llevaba a ser así? ¿Por qué se complicaba tanto la
vida? ¿Por qué estaba en su mente y no aparecía en el papel? ¿Inaccesible?
¿Prohibida? La veía alejarse andando poco a poco como en una escena de película,
caminando mientras pensaba, se dará la vuelta y vendrá desandando el camino y todo
habrá sido un sueño
Como un sueño era todo aquello que escribía donde era perfecto donde podría
dirigir los designios del mundo, todas las cartas estaban boca arriba y no había dolor,
pánico ni ansiedad, solo ante el papel en blanco.
Frenó el arranque productivo, escribió más lento, fijó la vista y apoyó la cabeza
en el regazo que le ofrecía su otra mano, una mano que había tomado otras manos,
que había sentido el palpitar de un corazón ajeno y que ahora era insensible al calor
de un cuerpo cotidiano.
Y el maremágnum volvió a surgir. La revolución comenzó, el caldero rompió a
hervir y se volcó con el papel y el lápiz de una manera furiosa para eliminar esa bestia
interior, ese animal que pugnaba por salir.
Para su tranquilidad lo llevaba dominando y domando a través del papel y la
letra desde hacía años pero le estaba reclamando más y más espacio y ahora parecía
tener más y más poder ¿Cuánto podría aguantarlo? ¿Quería dejarle en su celda o ya
no le importaba dejarlo suelto? ¿Qué cadenas eran las que lo retenían ahora? ¿Por
qué la bestia había crecido?
El odio, el egoísmo y la indiferencia lo habían alimentado, el tiempo hizo su
trabajo y ahora, ahora le ahogaba, le apretaba en su cabeza y en sus manos le
quemaban las palabras que el animal quería decir, le quemaban los gritos que no
quería escuchar, le quitaba el aliento convertirse él en la bestia y el único medio para
catalizar esa metamorfosis era escribir. Para no leer, para volver a encerrar a la bestia
en una cárcel de papel y grafito, un lugar de olvido y desesperación, en un limbo en el
que durmiera el sueño de los justos, los inconscientes los inocentes…los idiotas
Cuando se vaciaba, cuando al fin ponía freno al latir atropellado de su corazón
el sosiego llegaba a su mente el optimismo que volvía a su cara con una sonrisa y
medía mejor las distancias. Aquella que unos pasos inocentes, lentos y firmes habían
cubierto, que una mano alzada había sellado quien sabe si hasta el siguiente momento
en que la bestia reclamara su lugar, quemara y dejara sus mordiscos en el alma
confundida e incapaz de localizarse en un cuerpo dormido, agostado y estéril.
Un final o un comienzo, hasta el siguiente lienzo en blanco.
Juguete roto
Se levantó pronto, desde hacía días con la bajada de las temperaturas
comenzaba a temblar cuando amanecía. Se abrazó para darse calor y se movió con
rapidez por el salón de la casa. En realidad el salón formaba parte de su propia
habitación que no era otra cosa que un pequeño camastro en una esquina de la
estancia. En la otra esquina, en otra pequeña cama, dormían sus padres.
Anhelaba los días felices, el pasado y ni siquiera la excitación propia del día
que comenzaba a asomar a la ventana pudo quitarle ese sentimiento. Se acercó en
penumbra hasta el pie de la televisión, ahí tenían que estar pero no vio nada. Ningún
paquete, ninguna bolsa. No vio nada simplemente porque no había nada. Miró la
pared, debajo del reloj que ya llevaba parado dos años, desde que se había cerrado la
fábrica y su padre cayó en desgracia señalado por todos, un pequeño calendario
denunciaba lo que ya sabía, hoy era día seis de enero.
Pensó en juguetes, en instrumentos tecnológicos, en papel de regalo crujiente,
grandes bolsas, tenía la ilusión de que este año, pese a todo hubiera llegado la
normalidad a la casa. Con una mueca de tristeza y comprensión, de pena y rabia, se
acercó a la cama de sus padres y se acostó con ellos.
Se levantó pronto y fue corriendo al salón de la casa, nerviosa, bajando los
escalones de la amplia escalinata de dos en dos. Solo llevaba puestos unos gruesos
calcetines de lana para evitar que el mayordomo la escuchara porque odiaba el tropel
parecido a una estampida que producía la señorita al bajar. Se movió en penumbra, en
sigilo hasta la chimenea, junto a la rejilla dorada no vio nada. Un clic la puso en alerta,
justo en ese momento el reloj de pared sonó con estrépito junto a ella dando una
campanada, el carillón comenzó a funcionar. Una portezuela se abrió bajo la esfera
dejando salir a unos pequeños muñecos que repetían un baile de salón girando y
girando hasta desaparecer como habían aparecido. El baile que tantas otras veces
había mirado extasiada ahora ya no le decía nada. Subió con un tropel de cien
caballos al piso de arriba, directa al despacho de su padre, rebuscó en la mesa entre
carpetas allí estaba, el calendario de sobremesa se lo confirmaba. Hoy era seis de
enero pero ¿y los juguetes? ¿Y los regalos?
Abrió los ojos y miró a su alrededor sorprendido, confundido pero nada había
cambiado seguía rodeado de soledad y oscuridad, lo mismo desde que el Mega
Ranger del Hiperespacio le había arrancado un brazo en singular batalla. Entonces
cayó en desgracia, ya no era útil, se convirtió en un vagabundo, en un paria. Algo
parecido le había ocurrido a su compañera de penas, había perdido un ojo por la
crueldad de su hijita y ahora se apoyaba en su torso, calva, con todo el cuerpo tatuado
y medio desnudo.
Todo ocurrió muy rápido nunca supieron cómo llegaron hasta aquel lugar pero
ahora, sumidos en su pena, hundidos en su miseria solo podían sentirse desgraciados
e inútiles, que sería de ellos ahora, aunque no debían quejarse otros habían muerto, o
habían quedado atrás mutilados en guerras sin sentido, arrojados a precipicios
oscuros de los que nunca volvieron.
Se levantó pronto aquel día. No le gustaba aquella época del año, le recordaba
otros momentos otrora felices. ¿Felices? no quería considerarse desagradecido con la
vida, le quedaba lo que de verdad quería, ahora lo sabía, pero el dinero es
demasiadas veces traidor, como todos aquellos que le utilizaron de cabeza de turco
para escapar de la quema política y el oprobio social.
Cogió una bolsa de tela, se subió el cuello del gabán raído y se fue de caza. En
poco tiempo descubrió algo interesante. Aquello le podía servir. Con los ojos
humedecidos recogió aquel oro en paño. Mañana era día seis, lo metió todo en la
bolsa y se volvió apresurado hacia la casa. Cuando llegó al portal rebuscó en una
esquina, allí estaba aún la caja que había dejado. Comenzó un rápido trabajo de
ensamblaje. Aquí puede ir bien este brazo. Bonita, a ti tendré que ponerte un gorro. En
poco tiempo quedó todo listo.
Abrió los ojos con pereza y se movió con suavidad en la cama. Su padre aún
dormía pero su madre se afanaba sobre el infiernillo requemando el pan duro para
hacerlo pasar por una tostada. Se restregó los ojos, no lo podía creer, encima de su
cama había una caja enorme, gigante envuelta en un bonito papel irisado. Corrió
mudo, con la boca abierta de asombro. Tocó la caja con cuidado, como si fuera a
desvanecerse pero no, era real. Se giró, su madre miraba el pan duro con lágrimas en
los ojos. Cogió la caja con los brazos e hizo esfuerzo para levantarla y depositarla
sobre el suelo. No pesaba.
La caja estaba vacía, de hecho no tenía fondo. Sobre la cama había un
pequeño paquete alargado envuelto en el mismo papel. Confundido lo abrió y vio un
muñeco. Por fin, era cierto, hoy era día seis de enero.
Abrió los ojos y se encontró en brazos de un niño. Observó a su alrededor, la
casa en la que estaba parecía humilde pero por lo menos había logrado escapar de
aquel destierro forzoso en la basura. Se fijó en su brazo, ahora era mucho más corto y
musculoso que el otro pero se alegró de su injerto.
Se levantó desganada de la cama y contraria a la costumbre bajó las escaleras
despacio, al mayordomo al oírla justo detrás de él casi le da un vuelco el corazón. Ella,
que siempre bajaba y subía la escalera corriendo y haciendo ruido, pero ahora no
tenía ganas.
Con gesto estirado el mayordomo la miró y le indicó sin palabras que la
siguiera. Se colocó a su espalda y caminó detrás de él hasta la entrada de la puerta,
cuando se retiró y le dejó ver lo que había delante se encontró con una caja enorme,
gigantesca, envuelta en un papel con brillos iridiscentes. No se lo podía creer, por fin,
era cierto, hoy era seis de enero.
Corrió atropellada, casi se cae de la emoción tirándose encima de la caja.
Dentro sonó un quejido. No, no podía ser, por fin le habían traído lo que siempre había
querido. Empujó el paquete hasta que lo levantó, debajo, con cara de susto un chico,
más o menos de su edad le miraba sentado sobre el suelo y abrazado a dos muñecos.
Por fin tenía un compañero de juegos.
Se odiaba, se odiaría cada segundo del resto de su vida por eso pero quería
pensar que lo hacía por el bien de todos. Su hijo viviría la vida que se merecía en
realidad no la que a su padre le había tocado vivir. Apretó con amargura el fajo de
billetes en la mano, se levantó el cuello del raído gabán y enfiló sus pasos hacia la
calle, al fondo se oían risas de niños.
El último verso del haikú
Resultaba irónico que la última visión en su vida fuera aquella. Pese al
desasosiego no pudo evitar una sonrisa sardónica. Aquel tipo, el único que le daba
pavor en aquella sala, sostenía un gran pincel de forma suave entre sus dedos, como
presa de un rapto teresiano. Abriendo los ojos con gesto iracundo trazó con rapidez
gruesas líneas de tinta negra sobre un pliego extendido en el suelo.
Su vida parecía pender de un hilo y aquel personaje estaba sumido en un
trance, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, delineando caracteres japoneses
rodeado de sicarios gritones tatuados.
No recordaba haberle visto hablar desde que le quitaron la venda de los ojos.
Solo miraba con ojos tranquilos y daba órdenes con pequeños gestos y ligeros
movimientos de cabeza. El resto aunque parecían actuar de forma errática se movían
al son de las cejas del maestro.
Echó un vistazo a la hoja de papel, debía ser un pliego de papel Xuan en el que
la tinta se extendía y tomaba vida tocada por la varita mágica del Katame Fude. En
aquellas manos parecía la batuta con la que dirigir los destinos de los tres
desgraciados que apenas nos movíamos, con las manos atadas a las piernas tirados
en un rincón de aquel sótano. Instinto de supervivencia, quizá si permanecíamos
inmóviles se olvidarían de nosotros.
Pero el destino parecía tener otros planes. El mismo que me llevó a aceptar
con interés aquellas clases de caligrafía japonesa que me regalaron mis amigos más
trendy: “Es lo último en Nueva York”. Valiente tontería aunque ahora no había lugar
para lamentos estériles. Parecía que iba a pagar mi intento de parecer más cool con
sangre.
Lo comprendí cuando, pese a mis exiguos conocimientos de la lengua logré
traducir los signos escritos: muerte y honor. El último verso del haiku
Absurdo, tan estúpido como cautivador me pareció la idea de tatuarme el
código bushido: camino del guerrero. Otra estrofa del haiku. Una frivolidad que tomó
cuerpo, tinta y piel, en aquella silla del salón de tatuajes especializado en grafías
orientales del que acabé saliendo a golpes, con una capucha en la cabeza y cinta
americana unciendo mis manos.
Castigo fugaz. La primera estrofa del haiku decoraba ahora mi antebrazo, ahí
donde había decidido trascender mis ansias culturales más allá de las fronteras de un
barrio que me ahogaba, un trabajo que me absorbía y una familia y convenciones
sociales que había acabado por odiar.
La clave estaba en el último verso del haiku. Muerte liberadora, honor fatuo y
vanidoso. Hacía tiempo que nada, ni nadie podía rellenar los huecos en mi mente. Mis
ojos, cegados por la tecnología parecían haber conformado un crisol insectívoro con
ciento de pantallas, un video wall en la retina lleno de pequeñas imágenes, de
fotografías instantáneas en movimiento, miraban pero no veían. Cientos de pantallas
en blanco, ningún buscador de términos, ningún dios google. Fie la suerte a la
tecnología y esta me empujó hasta aquel sótano.
Fue una tontería, nunca lo había hecho antes, pero respondía aquel
cuestionario que saltó en un pop up. Siempre tenía activo el filtro pero debió fallar con
la última actualización del antivirus. La promesa de aquel tatuaje gratis en un estudio
de referencia mundial acabó por condenarme.
Solo fue necesaria una palabra, solo una respuesta, la clave del código del
bushido. A todos aquellos que lo descubrieran les prometían ser arrancados de la vida,
de la realidad por la hoja purificadora. Una hipérbole, toda una declaración de
intenciones que tomé por una metáfora, pero parecía ser verídica.
El honor, la lealtad era su bandera, el honor su paraíso, la muertes su código.
Solo así lograrían salvar el mundo los elegidos, los supervivientes que dominarían la
faz de la tierra. Me creí uno de ellos, harto de penar una existencia vacua. Creí que el
terror y el respeto grabado en mi piel sería el vehículo para dominar a la masa, para
salir del rebaño. Ni la euforia de las drogas lo había logrado antes y solo la tinta
parecía tener la solución.
Descubrí la clave en el último verso del haiku y certifiqué mi acierto al escuchar
el roce sibilante, el tintineo metálico a mi espalda. El final se encontraba cerca, tan
cerca como sentía la vibración de la katana cuando el tipo silencioso la acercó a mi
cuello marcando el lugar elegido para el tajo fatal. Un momento zen en el que víctima y
verdugo nos unimos en un solo ser, en elque sería aquel que había buscado cuando
seguía el código samurái que habían marcado en mipiel. Castigo fugaz, muerte y
honor.
Cerré los ojos y me preparé para el desenlace fatal. Cumpliendo con el rito
ancestral, morir ya no me importaba si era aquello lo que me habían reservado, el
justo castigo. La hoja cayó con un movimiento circular.
Cuando desperté abofeteado por aquellas rudas manos no sabía dónde me
encontraba. Abrí los ojos con dificultad esperando encontrarme en otro lugar pero no,
seguía postrado en aquel sillón. Un humo denso y azulado cubría el techo formando
una nube compacta. Los olores del incienso y el pachuli aguijoneaban mi pituitaria.
Tenía dolor de cabeza, los miembros abotargados y una sensación de abandono.
En la esquina, casi como una estatua estaba el tipo que había sembrado el
horror en mí. Me observaba con mirada ausente mientras aspiraba lentamente de una
pipa alargada. Dejaba salir gruesas volutas de humo que ascendían caprichosas.
Cuando me incorporé se rio con una sonrisa desdentada, inmediatamente habló con
una voz estridente ametrallando el silencio de la habitación. A mi lado contestaron en
la misma lengua.
Me giré y sorprendido me encontré con uno de mis compañeros de cautiverio,
en el que me había apoyado, sobre el que había derramado lágrimas. Movió la cabeza
con gesto de satisfacción.
–¿Te encuentras bien?– con gestos torpes me abría los párpados y miraba dentro
como si leyera un libro– La vuelta del viaje siempre suele ser dura, sobre todo para
alguien que no está acostumbrado.
Tenía un fuerte acento asiático ¿De qué viaje me estaba hablando?
–No sé de qué viaje me hablas…
–Es normal, te costará aún unos minutos volver.
Volví a hacer una prospección del sitio. Las paredes estaban llenas de dibujos
y caracteres asiáticos, chinos o japoneses, no sabría diferenciarlos le parecían todos
iguales. El vano de la puerta dejaba ver otras salas al fondo de donde salían
humaredas compactas. El desdentado solo sonreía y sujetaba con delicadeza la pipa
en sus manos mientras fumaba como una coracha. Cuando me acostumbré al humo
pude ver a tipos que se movían nerviosos entre las habitaciones, todos llevaban el
torso desnudo y completamente tatuado.
Un reflejo inconsciente me hizo mirarme el antebrazo. Ahí seguía, solo, el único
tatuaje que me había hecho nunca, la fecha de mi nacimiento en números romanos. El
que me había preguntado se volvió a dirigir a mí.
–¿Mejor?
–Sí, creo que si ¿Qué estoy haciendo aquí?
–No te preocupes ahora, irás recordando poco a poco.
–Hace un momento estaban a punto de cortarme la cabeza con una katana– Me volví
hacia la esquina y señalándole– Él, estaba a punto de cortarme la cabeza.
Se rio. Maldita la gracia que tenía el condenado.
–Efectos secundarios. Es normal es un psicotrópico muy fuerte.
–¿Una droga? ¿Me estás diciendo que me he metido una droga y que he estado a
punto de cagarme encima porque lo estaba flipando?
–Es lo que venías buscando. No es fácil encontrarnos, hay que investigar mucho para
lograr llegar hasta aquí.
–Cojonudo, pero ¿Qué me he metido?
–Vosotros lo conocéis con GM, Game Master es un derivado de la tetradotoxina. Fugu.
-¿Fugu? ¿Game Master?
–Fugu, si, pez globo.
– ¡Qué mierda me has metido!
–Tranquilo los efectos se pasan por completo en un par de días
Entre brumas mentales comencé a invocar al único dios verdadero que
conozco, el de la cordura aunque no parecía querer acudir presto a mí llamada. Tor
me había llevado hasta aquel lugar. Llevaba días, semanas emponzoñado por el opio
y la marihuana, probando todo lo que caía en mis manos hasta que encontré la
solución en la Deep Web: Game Master una nueva droga de diseño que lograba
implantar recuerdos falsos en la mente. Sobre estimulado, teniendo acceso a todo lo
que quería, solo frenado por el dinero, necesitaba nuevas sensaciones, algo más allá,
trascender la mente, el espíritu, el alma. Me lo creía todo.
Internet lo tiene todo, Tor tiene más. Superé las barreras, insultos y amenazas
y me planté en aquel laboratorio, enmascarado tras un salón de tatuajes donde se
sintetizaba el GM. Me costó un buen fajo pero en apenas minutos estaba tumbado en
aquella silla reclinable notando como mi cerebro se hinchaba hasta reventar.
El pánico por la cercanía de la muerte había pasado, pero seguía observando
con recelo a mis dos interlocutores que ahora mi miraban en silencio. Como en una
especie de broma macabra me fijé en el que me había despertado. Con un cuidado
difuminado llevaba tatuado en el brazo derecho la palabra muerte. Otro kanji
esmerado silueteaba la palabra honor en el izquierdo.
El hombre objeto
–Hijo, no sé si es lo que deseas escuchar pero, ahí va, atento a las consecuencias. No
quiero parecer insensible pero tú fuiste un hijo muy querido.
–Hombre papá, eso es bueno.
Se giró hacia su madre con gesto de sorpresa pero esta no levantaba la vista
de la taza de tila. Su madre era lo único que sabía hacer cuando le atacaban los
nervios.
–Ya pero fuiste muy querido porque tu hermano tenía problemas médicos. Eres un hijo
a la carta, la única posibilidad de salvar a tu hermano
La mandíbula se le desencajó hasta casi tocar el suelo. Estupefacto solo le
salió decir:
–Joder papá, eso sí que no me lo esperaba. Es un golpe bajo
–Hijo, has preguntado y yo te respondo. Ya sabes que prefiero ser claro, siempre he
sido así toda la vida
–Si papá, cristalino, pero ser un poquito más delicado no hubiera venido mal
–Ya sabes cómo es tu padre…
–Ya, ya.
–Bueno y como estamos en este momento de confesiones, para que lo sepas, lo que
esperamos de ti es que nos cuides cuando no hagamos mayores. No sabíamos cómo
sería tu salud, si lograrías remontar tras los trasplantes y operaciones así que, por eso
te animamos a que no estudiaras y fueras tú mismo
Una mentira, había vivido una total y absoluta mentira toda su vida, una vida
falaz y extraña. Solo le aguantaba porque esperaban que les cuidara en el futuro. Se
sentía un humano programado, alguien con fecha de caducidad como un
electrodoméstico. Su hermano se había llevado todo lo bueno, lo mejor, tampoco
había pedido mucho. Su madre había procurado siempre que su educación fuera
completa aunque espartana y su padre fue muy artero también con el cariño que le
prodigaba, que no era mucho en realidad.
Una madre nunca deja desamparado a un hijo y de alguna forma le preparó
para ese día. Le ayudó a ser austero, poco proclive a las demostraciones de cariño,
servicial, complaciente y ahora entendía por qué. En realidad era un simple hombre
objeto, una caja de piezas y herramientas, un kit de montaje de órganos, vísceras y
fluidos para un bien mayor, para la supervivencia de su hermano.
Todos se quedaron callados, mirándose de hito en hito, sin saber que hacer o
que decirse. Estaba claro que algo había que hacer pero nadie era capaz. Al fin, él
rompió el silencio:
–Bueno por tanto, ¿qué me espera o qué debo esperar a partir de este momento?
– ¿Esperar? ¿Es qué quieres algo?–dijo el padre saliendo de sus pensamientos.
–Me ha costado unos minutos de adaptación, ya sabéis como soy para encajar este
tipo de noticias, por un oído me entra y por otro me sale. Desde luego os habéis
currado mi educación.
–No pretenderás ahora reprocharnos que te hemos dado la vida.
–Hombre no sé, pero podríais haber puesto un poco más de dedicación, ¿no? Al fin y
al cabo solo me he llevado la peor parte. Me habéis sangrado, de forma literal, mi
educación deja que desear frente a la de mi hermano y podría haberme enterado de
todo esto de otra forma. Como al menos me habéis educado para no sufrir no sé si
agradecerlo u odiaros por ello
–Lázaro por favor, no digas eso
Hubo un momento de silencio después de que hablara su madre, se sonrió y
habló de nuevo
–De hecho, ahora que has pronunciado mi nombre no deja de ser irónico ¿A quién
queríais resucitar? A Juan, por supuesto. En fin repito, ¿cuál será mi vida a partir de
este momento?
–Sencilla, solo tienen que limitarte a vivir como hasta ahora, obedecernos y ser tú.
–Vale, pero ¿me llevaré algo a cambio?
– ¿Algo a cambio?
–Sí, claro, no pretenderéis que esto sea igual que hasta ahora. Creo que mi sacrificio
tiene o merece una recompensa.
– Que quieres ¿dinero? Ya sabes…
–Sí, ya sé que no hay mucho de dónde coger.
– ¿Coger? Lo dices como si necesitaras algo, como si te faltara
–Mamá, por faltar, me falta parte de la médula, un riñón, parte del hígado al menos
hasta donde yo sé. No, no pienso robar solo quiero coger aquello que creo que en
puridad me corresponde.
– ¿Qué quieres entonces?
Se quedó callado por un momento. Pensaba
–Podríamos empezar por hacer una declaración de bienes, de los presentes y futuros,
donde habéis invertido, planes de pensiones o seguros.
-¿Pretendes fiscalizar nuestra vida?
-No papá, no te pases, solo quiero saber con qué cuento para el futuro. Mal que os
pese sigo siendo vuestro hijo y eso me da derecho a pedir sin ser exigente cierto
número de cosas. Tendré que vivir en el futuro porque hasta el momento solo he
sobrevivido. Bueno, me habéis hecho sobrevivir más bien.
El silencio se volvió a adueñar del despacho del padre. Siempre hablaban de
las cosas importantes allí. Su madre rumiaba todas aquellas palabras entre sorbo y
sorbo de tila. El padre tenía el rostro carmesí por la ira y la indignación ¿Cómo se le
podía ocurrir a su hijo pedirle nada? Él le había dado la vida. Solo con eso tenía que
estarle eternamente agradecido. Qué clase de sanguijuela era
–Bueno lleguemos a un acuerdo satisfactorio para todos. La casa mientras vivamos la
podrás disfrutar como el dinero con el que contamos con condiciones, nada de gastos
extra y solo los necesarios.
– ¿Nada para mí? Debería corresponderme un sueldo
– ¿Por qué? ¿Por cuidarnos?
–Por supuesto
–Por supuesto que no. Es tu deber tu obligación como hijo. Yo cuidé de tus abuelas
hasta su muerte, como es lo normal.
–Normal para ti. Somos de generaciones diferentes. Si me habéis creado y criado con
un propósito, como un producto no sé porque os extraña que yo sea ahora
mercantilista. Solo protejo aquello que es mío, para mí. No os voy a pedir nada fuera
de lo común
Iba hilvanando un plan, su plan, mientras hablaba. No estaba seguro de lo que
quería o tan siquiera de si lo conseguiría pero se planteaba algo interesante. Su
hermano, el virtuoso, el hacendoso, el inteligente y capacitado trabajaba pese a las
buenas escuelas y universidades donde estudió como ingeniero junior en una empresa
de energías renovables. Vamos que se estaba rompiendo el culo y ganaba apenas
para subsistir con todo esto de la crisis, por eso y porque le costaba enfrentarse a los
problemas. Era metódico, ordenado y con capacidad de análisis pero le faltaba ese
punto por el que no era capaz de enfrentarse a algo desconocido con un punto de
inconsciencia, con desprecio de las capacidades y convencionalismos sociales. Así
apareció la idea, el germen de lo que quería hacer, al fin y al cabo estaba programado
para ello: servir a los demás en su más amplio sentido.
Seria profesional de ello, ofrecería servicios de vida.
El tira y afloja de la negociación les dejó de nuevo en silencio. Casi podía oír
chirriar el mecanismo de pensamiento de su padre en su cabeza, pero lo que pedía no
era tan raro y su padre lo sabía, su madre como casi siempre callaba. Callaba y
miraba al suelo. Su padre seguía de color bermellón repantingando en su sillón y con
los puños apretados sobre el reposa brazos
–Si me dejáis un par de días os presentaré un plan de negocio y lo entenderéis mejor.
–Que dices de plan de negocios ¿Qué sabes tú de eso?
–Papá, aunque os habéis esmerado en mi educación lo justo, no soy tonto y sé que es
un plan de negocio.
–Pues esperaremos ansiosos tu respuesta
–Os lo aseguro, será algo que no podréis rechazar.
Su madre levantó la vista y se le quedó mirando con intensidad
–Hijo ¿Estás seguro de lo que quieres hacer?
–Mamá lo repito, no soy tonto y creo que todos quedaremos contentos
–Bueno, tú sabes lo que estás haciendo
–No lo sabe
–Si papá, se lo que voy a hacer. No te imaginas siquiera lo que soy capaz de hacer
porque en realidad no me conoces, siempre he sido un objeto maleable a vuestro
antojo y ahora que me rebelo y contesto estás asustado. No le deis vueltas pronto
sabréis de que va la vaina.
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Recopilación de Relatos y Microrrelatos

  • 1. TE LO CALCO DSGN RCreado por TLCDSGN Recopilación de Relatos y Microrrelatos Alejandro Gil Posada
  • 2. Nota del autor Un día caí en la consciencia de la inconsciencia. Descubrí que hacía algo que no todo el mundo hacía, me sentí poderoso, libre y valiente cuando fui capaz de verbalizarlo. Lo admito, escribo. En la soledad de mis pensamientos, en la oscuridad de mi cuarto, entre el bullicio y las miradas curiosas e irónicas de todos los que me observan con un cuaderno y un bolígrafo entre mis manos. Pardiez, deben exclamar sus cabeza y pensamientos: otro infeliz escribiendo sus reflexiones y depresiones. Lo admito, es para lo único para lo que me he sentido valiente en mi vida, para vivir las de otros que nacían del torrente de tinta o del estirado trazo del grafito que delineaban mis dedos. Lo admito, tengo un punto exhibicionista, egocéntrico, petulante y creído como para creerme escritor. Por eso, soy capaz, con una total falta de respeto por la opinión de todos los que me rodean, me conozcan o no, de compartir a través de la red de redes, del hiperespacio cibernético una valiente sarta de pensamientos, reflexiones y depresiones, vidas extrañas que se resumen en una sola: la mía. Una compostura de signos caligráficos, de letras, palabras y frases, algunas con más sentido que otro y con mejor y mayor estilo y habilidad que quieren ser epítome de una realidad insoslayable: soy un soñador con los ojos abiertos. Sueños imposibles, aquí unos amigos. Amigos, aquí mis sueños. Alejandro Gil Posada Madrid julio 2016 Nota: Los siguientes relatos y microrrelatos han sido escritos en el transcurso de los dos últimos años, muchos de ellos, influenciados por delirios de grandeza remitidos a concursos, con algunos he tenido suerte, con otros muchos no, pero no dejaré de soñar y escribir.
  • 4. Emborrona el papel, ilumina tu camino –Quédate ahí, ni te levantes. Te salvó la campana, luego vuelvo a por lo mío No era tan mala idea. Si en algún momento pensó en no cumplir una orden aquel, sin duda, no era el momento más indicado. Le salvó el sonido de la sirena que señalaba el final del recreo y la cercanía de Don Julián, el jefe de patio aquel día. En aquella ocasión sólo su orgullo y su cuaderno quedaron maltrechos. Cuando escucharon la voz del profesor inquiriendo que pasaba allí le menearon por última vez sujetándole por las solapas de la chaqueta y lo arrojaron al suelo. Lo suyo era de él, en realidad no era de nadie porque a nadie le importaba lo que hacía en solitario, siempre enfrascado en sus papeles con su sempiterno cuaderno en las manos, pero estaba claro que le esperaba otro ataque, esa tarde o mañana. No estaba seguro de cuando, pero llegaría. – ¿Qué estaba pasando? ¿Te han pegado? Sabes que me puedes contar lo que quieras No sabía que contestar a esa pregunta. Desde fuera podría calificarse como acoso, pero ¿en realidad lo era? Los amigos siempre se empujan entre ellos, es algo aceptado y propio de la jerarquía del grupo. No castigan ni maltratan, sólo marcan territorio y dejan claro quién es el que manda allí. Cristalino: en aquel patio mandaban los más mayores apoyados por los más grandes. Siempre es así, en cualquier patio, en cualquier calle, en cualquier lugar. Como iba a pensar que eso era acoso. Llevaba marcada una diana desde que él recordaba pese a que nunca había querido pertenecer a ningún grupo, ni llevaba gafas o se vestía de manera estrafalaria o diferente a como lo hacían los demás de forma que pudiera atraer la atención de los demás como algo dorado para una urraca. Ah sí, lo olvidaba, leía. Le gustaba leer, escribir y se ve que no es lo mejor ni lo más indicado cuando estás en el colegio y menos hacer gala de ello. Todos le habían dicho que esas fiebres se pasan, la de unos y la de los otros. Cuando se crece todos tratan de parecer más intelectuales cuando quieren trabajar y los hay que pasan por ser unos cazurros para formar parte del rebaño. Lo mismo que quería él: ser oveja del rebaño, no quería destacar, pero leía, no podía ni quería remediarlo. Recogió el cuaderno en el que escribía y dibujaba, le habían arrancado algunas hojas que estaban desperdigadas cerca del muro donde le habían estampado hacía unos instantes. El profesor le puso la mano sobre el hombro.
  • 5. –Te gusta escribir y por lo que veo también dibujar. Tenía la vista puesta en las hojas que sostenía delante de él. Con vergüenza le extendió la mano para que se las devolviera – ¿Tienes problemas con ellos?– se giró hacia el grupo que se perdía en la puerta del edificio principal – ¿Problemas? No, sólo parece que no les gusta leer, ni escribir, ni dibujar. –Ya sabes que si necesitas algo no tienes más que pedirlo o en tu caso escribirlo seguro que se te dará mejor. –Da igual, sólo lo escucharía o lo leería yo. –Nadie te hace caso, ¿es lo que me estás diciendo? –No, no es eso, es que… – ¿Es qué? –Nada, es una tontería. –Cuéntamela si quieres, por favor. –Que las cosas que pasan en los libros, nunca pasan de verdad. –Tú crees, ¿sabes quién es Julio Verne? – ¡Si claro! –Entonces has leído alguno de sus libros y ¿Emilio Salgary? –Ese también me suena –Quien les iba a decir a ellos que todo lo que pensaron y escribieron, historias increíbles, se cumpliría en muchos casos. –Entonces cree que si pienso de verdad en ello y lo escribo podría cumplirse. – ¿Por qué no? Lo importante es que lo escribas y lo creas. ¿Quién tiene que decirte que no lo imagines? –Sí, creo que sí. Aún con la vista puesta en el suelo se quedaron en silencio. Notó como la mano del profesor le empujaba levemente encaminando sus pasos hacia las aulas. Seguía pensando en la próxima batalla que le tocaría librar, aunque el peso de aquella mano sobre el hombro le tranquilizaba.
  • 6. Pasó días escribiendo de forma furiosa, emborronando hojas de su cuaderno, derramando letras y tiznando con el grafito cualquier espacio en blanco, como si le fuera la vida en ello y de alguna forma era cierto. Lo que ocurrió después y puedo dar fe de ello, fue algo que desafía a todas las leyes y límites de la física, la cuántica y la realidad. Yo vi volar por los aires a chicos, papeles y todo tipo de materiales cuando se acercaron a él en la enésima escaramuza colegial. Los abusones, los gorrones, los explotadores quedaron reducidos a un patético grupo de llorones atemorizados por el poder de aquel petimetre al que hostigaban. Era una locura. Armado con su cuaderno y su lápiz hizo que aquellos matones de tres al cuarto no se le volvieran a acercar, que le rehuyeran e incluso que alguno de ellos abrazara una nueva religión: la lectura. Todos le vimos, acorralado en aquella esquina, olía a sangre, tenía toda la pinta de acabar siendo una auténtica escabechina hasta que abrió su cuaderno y un ciclón invisible asoló aquella camarilla de fanfarrones. Nadie se le pudo acercar, parecía rodeado de una burbuja de energía invisible que repelía a todos los que quisieron ponerle la mano encima. Fue el nuevo héroe sin quererlo ni necesitarlo. Cuando todo terminó y los perdonavidas yacían en el suelo o retrocedían despavoridos con los ojos como platos todos se le echaron encima con gran algarabía. Incluso intentaron llevarle en volandas. No dejó que nadie le cogiera. Sólo decía con humildad que él no había hecho nada, había escrito como antes lo hicieron otros aquello que deseaba que ocurriera y ocurrió. Aún conservaba aquel cuaderno, una vez me lo enseño y con hojas rotas y ajadas por el tiempo ahí estaba escrito todo lo que ocurrió, donde sólo las letras llegan, donde los hombres no pueden, allí donde habitan los sueños.
  • 7. Los latidos del reloj El único regalo que recibió de su padre antes de partir fue aquel reloj. Le añoraba y aunque su madre, con las pocas fuerzas que le quedaban, siempre le reconvenía por jugar con él no podía dejar de aprehenderlo con fuerza entre sus manos. Hacía meses, años, no lo recordaba con nitidez, cuando su padre con una sonrisa grave lo puso con cuidado en su muñeca y le confesó que, a su vez, a él se lo había confiado su padre y a este, el padre de su padre. Una tradición, la puerta que le había permitido entrar en la edad adulta. Hoy sólo un recuerdo que se iba haciendo borroso. Lloró de alegría como después lo hizo con lágrimas amargas cuando cerró la puerta detrás de él. Aún con aquel reloj en la muñeca era sólo un niño sin padre y con sueños, algo usual ahora en aquel barrio. La guerra se mostraba descarnada. Muchos eran los llamados a filas esquilmando los pueblos y familias robando, sueños y vidas. Todo cambió el día en que fue capaz de descubrir lo que de verdad era aquel reloj, hasta que, por fin, entendió para que servía aquel reloj. El colegio, el edificio destartalado donde aún se reunían los pocos niños que quedaban en aquel pueblo, un oasis de normalidad entre toda aquella atrocidad fue el lugar donde le entregaron la clave. El maestro les habló de para qué servía un reloj. Un día, los hombres, habían decidido apoderarse del tiempo, que este fuera el que marcara el destino de la humanidad y sus vidas, para señalar el lugar adecuado y el momento justo en que cada uno debe encontrarse en cada momento. Eso era lo que marca la vida de todos, de su padre también: si no, él no hubiera habría estado en el pueblo cuando vino el escuadrón de reclutamiento. ¿Y si fuera posible? Si un reloj es capaz de someter el tiempo y el tiempo doma a los hombres, ¿podría manejar las manecillas de aquel reloj y dominar el tiempo? ¿Y si ahora lo utilizara en su beneficio y no siguiera las normas? Volvió corriendo a casa, para refugiarse en el cuarto que había en la buhardilla, el único lugar donde podía estar a solas y tranquilo en aquella casa de locos. Desde que se había ido su padre todo había cambiado. Iluminado por la tenue luz del atardecer sacó el reloj del bolsillo. Lo llevaba escondido en el forro de la chaqueta para evitar que alguien se lo pudiera quitar. Aquel objeto dorado podría ser del gusto de muchos en el pueblo. La guerra había dejado a todos en las últimas. Cosechas destrozadas, los hombres en la guerra y unos pocos niños desnutridos que iban al colegio aparentando normalidad que les robaban los ecos lejanos de obuses y morteros. El aliento de la guerra y la muerte llamaba a sus puertas. Ya casi en penumbra miró la esfera y cerrando los ojos le pidió en voz queda: –Por favor haz que se cumpla. Por favor haz que funcione…
  • 8. Lo primero que hizo, como le había enseñado su padre fue darle cuerda. Giró la corona del reloj venciendo la resistencia del muelle, notaba crepitar una rueda dentada. La aguja del segundero comenzó a moverse de forma instantánea. Siguió dando cuerda hasta que no pudo más. Ahora comenzaba el segundo paso de su plan: ponerlo en hora. Tiró de la corona del reloj y escuchó un clic que le indicaba que todo comenzaba. La lógica le decía que si un reloj se pone en hora moviendo la aguja de las horas, girando a favor o en contra de su recorrido normal se debe avanzar o retroceder en el tiempo. Inspiró profundamente y comenzó a dar marcha atrás en el tiempo girando la corona como un loco. Imaginó que pasaría si volviera atrás en el tiempo. Visualizó su mañana en el colegio, se ensimismó en el pollo que de forma especial había cocinado su madre hace unos días sacándoles de la dieta de patatas y nabos a la que se había habituado. La última conversación con su abuelo antes de que también le reclutaran. La última navidad juntos, con un hogar caliente y lleno de luces, ahora una triste vela alumbraba las cenas en casa, la única comida que hacían al día. No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas a las manecillas cuando, por fin, abrió los ojos, seguro de que algo tenía que haber pasado. Miró la esfera y fijó su atención en la hora, movió con cuidado las agujas del reloj hasta dejarlas en las doce en punto, cuando un nuevo día comienza. Fuera todo estaba oscuro pero una luz provenía del salón de la casa. Bajó corriendo por la escalera. Escuchó una voz masculina. No, no podía ser: lo había logrado, no se lo podía creer. Cuando apareció en la sala sólo era una vela la que seguía alumbrando la estancia. Dos hombres con uniforme hablaban en voz baja con su madre que estaba abrazada a su abuela sollozando con hipidos. El tipo más joven con un abrigo de grandes solapas levantadas se calló cuando entró. Miró al suelo y le dijo: –Hijo, tienes que estar orgulloso, tu padre es un héroe de la patria… No entendía que significaba aquello. Recordaba cuando habían venido a buscar a su padre. La escena era igual aunque ahora veía a los soldados con un uniforme desgastado y lleno de barro. Se fijó en la cara del más mayor. Ojeras negras, barba mal afeitada y pequeñas cicatrices enrojecidas le cubrían el rostro. Le miró. –Muchacho, ¿qué estabas haciendo que has bajado con tanta prisa? Estaba confundido y no sabía muy bien que contestar.
  • 9. –Venís a buscar a mi padre, es eso ¿no? Su madre levantó la cabeza del hombro de la abuela y volvió a llorar un poco más fuerte. Los dos soldados se miraron y volvieron la vista al suelo. El mayor se le acercó y le puso la mano en el hombro. – ¿Por qué piensas eso? –Tengo un reloj mágico, me lo dio mi padre. Si lo utilizo bien y giro las manecillas en el sentido contrario seguro que puedo volver atrás en el tiempo. Estoy justo en el momento en el que vinieron a buscar a mi padre y les puedo decir que no se lo lleven. Le necesitamos en casa, tengo que hacer muchas cosas con él, me tiene que enseñar aún a pescar mejor, a cuidar el ganador, a recoger… Le cortó cuando le puso la mano en la cara. Le miró y estaba llorando en silencio. Dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. –No hijo, no, el tiempo no vuelve atrás. Recuerda todo lo que estás viviendo ahora porque ese es el tiempo mejor gastado en tu vida. Tu padre no volverá aunque gires las manecillas al revés. –Entonces el reloj no es mágico –Sí, lo es, es mágico. No lo pierdas nunca, tu padre te está dando la mano en un abrazo eterno. Apretó el reloj en el puño con rabia, quiso arrojarlo lejos. Maldito. Sintió el tic tac del reloj. Apretó la mano con más fuerza. El sonido acompasado del reloj, de un corazón, se le grabó en la piel.
  • 10. El hombre de barro Érase una vez… Así es como comienzan las fábulas y así es como comenzó su vida un pequeño hombre que un día se descubrió a sí mismo, solo. Se despertó tras un largo letargo en un lugar solitario, agreste. Se encontró tumbado en la tierra desnudo y solo. Cuando se recobró de la sorpresa inicial se levantó poco a poco, como teniendo miedo de caerse o desmoronarse en un momento, de descubrirse el también tan irreal como aquel paisaje que contemplaban sus ojos. De pie, mirando a su alrededor se sintió aún mas solo, una sensación que se hacía más patente observando la infinitud del horizonte. Solo se tenía a él mismo, era poco, pero le compensaba, o al menos eso quería creer. Su soledad le llevo a intentar encontrar una salida a ese desierto, a ese lugar, a su propio cuerpo, pero la evasión le sirvió de poco. En ese ostracismo, el tedio, el aburrimiento, la soledad le cubrieron de brumas la cabeza. Ya no veía, ya no pensaba, tan solo sentía. Y sentía que era un pequeño hombre en medio de un desierto de soledad. Estaba solo, lo sentía y lo vivía. Solo el aire, el sol y la lluvia le acompañaban, pero su compañía en nada le beneficiaba. El aire le azotaba el rostro, el sol le castigaba los ojos y la lluvia le golpeaba como un látigo en la espalda. Esto fue así hasta que el agua, que caía de manera constante sobre la tierra seca, comenzó a encharcarse. La tierra comenzó a embarrarse, formándose un extraño lodo que parecía comerse todo lo que había en aquel lugar solitario. Lenta, inexorablemente, lo cubría todo. El pequeño hombre no se movía y el cieno comenzó a cubrirle los pies, a subir lentamente por sus piernas, a enterrar todo su cuerpo. Ni la lluvia se lo podía quitar y acabo convertido en una estatua. Una estatua de fango, feo, viscoso, húmedo y débil que ahogaba al pequeño hombre. Solo. A cada momento en que la lluvia se hacía más virulenta y el viento soplaba con más fuerza, la estatua se desmoronaba aunque, poco a poco, surgía en aquel paraje otra acumulación de barro, volviendo a surgir el pequeño hombre hecho estatua. Esta transfiguración se repetía desde hacía tiempo, desde que se encontró solo en un desierto, azotado por la lluvia y el viento. Tribulaciones de un viejo de corazón, pensamientos de un alma agrietada, reflexiones de un cerebro relajado, visiones de unos ojos cansados de mirar y no ver nada, abrazos de unos brazos cansados de no estrechar nada entre ellos, pasos de unos pies desesperados que no le llevaban a ninguna parte. Todo esto quedó atrapado en el lodo.
  • 11. Un cieno desagradable y repelente pero que le confirió al pequeño hombre un cuerpo renovado. Ni sus pies estaban cansados ni sus brazos desesperados. Solo tuvo que pagar un precio, su corazón y su alma seguían intactos, azotados por el viento y la lluvia, tan castigadores que...que no pudieron resistirlo más. Tras la enésima transformación de su cuerpo, el pequeño hombre no deshacerse y a rehacerse. Cuando la lluvia y el viento regresaron, creció, absorbió toda la furia del viento y de la lluvia, los hizo suyos, hasta que cuando no aguanto más. Con el corazón destrozado, el cuerpo dolorido, el alma agotada, se tumbó y durmió. Durmió con la esperanza de un mañana mejor. Hoy aún se le oye respirar, por los árboles que cubren su cuerpo. Aún se oyen sus lamentos en los truenos. Aún se le oye sufrir cuando la tierra tiembla y su corazón se parte en dos. Y llora. Llora constantemente su desdicha, su soledad, vertiendo ríos de lágrimas que desembocan en un, cada vez más profundo, océano de amargura y desesperación. Sí, él habla, escúchale, escucha a la tierra. Y eso es lo que hacia ella, una pequeña mujer que un día conoció a un pequeño hombre. Ella hablaba con la tierra, hablaba con los árboles, hablaba con el cielo y, cuando él la escuchaba, la lluvia y el viento volvían a su corazón y azotaban su cuerpo. Él había cambiado, su corazón con el tiempo, se había convertido en piedra, protegiéndole del viento y de la lluvia, pero el aun humano corazón del pequeño hombre, latía. Latía fuerte pues sabía que su amada le hablaba y quería romper una montaña de rechazo, de negativas, de amenazas, de consecuencias. Pero el corazón no puede y tan solo le queda esperar palabras. Dulces palabras, duras palabras y acabar de una vez con esta lenta agonía que amenazaba con petrificar su corazón, que amenazaba con convertir la fértil montaña en nada, que amenazaba con la desaparición, quien sabe si hasta siempre, o hasta que crezca de nuevo otra montaña. Quizá cuando renazca el pequeño hombre cubierto de lodo y hecho estatua que es azotado por la lluvia y el viento.
  • 12. Cómo ser feliz y no morir en el intento Yo era una persona feliz. Todo, hasta lo más insignificante servía para animarme a seguir adelante en mi vida. Era, lo que se dice, una persona optimista. Encontraba, sobre todo en los problemas, un aliciente, una visión, un nuevo sueño, algo que me permitía crecer. Te preguntarás porqué hablo en tiempo pasado y forma categórica, siendo yo tan optimista. Hablo en pasado porque después de solucionar el mundo tantas veces, de forma utópica, alguien me descubrió las verdades esenciales del mundo: el cielo es azul, el agua moja, cosas lógicas. Lo ilógico es que fui yo mismo el que lo descubrió. Estaba tan metido en mi optimismo que tenía una coraza que me impedía ver lo que tenía enfrente. Esta es la razón por la que un optimista de pro hable ahora en presente, que no tenga alicientes. ¿Raro? Ahora me explico mejor. A mí me gustaba salir al campo. Me gustaba escuchar los primeros trinos de los pájaros al amanecer, contemplar profundos valles, andar, oler, revolcarme, sentir la calidez del sol, el frio de la noche, la frescura del agua, el frio de la nieve y el aire en la cara azotándome la cara. La satisfacción de la llegada al final del camino, el paisaje único tras la larga caminata, el esfuerzo en los momentos difíciles, el sudor, el dolor. La sensación de profundidad, de altura, de soledad, la sensación, en fin de enfrentarse a algo desconocido y no saber lo que es. Soñador, lo sé. Lógico en alguien optimista como yo. La última vez que pensé en esto me encontraba sentado en una roca, los colgando y la cantimplora en la mano. El refresco no venía mal después de hacer cumbre aunque dos horas antes se me antojaba difícil llegar a donde me encontraba ahora. Plácidamente sentado de cara al valle, trataba de distinguir el lugar de donde había partido esa mañana. Las musas vinieron a mí encuentro así que agarré el cuaderno de dibujo y el lápiz y forcé la vista al frente, observando los pequeños detalles que aparecían ante mí. Entorné los ojos mirando al sol de primavera que apretaba justiciero. El picor de la ropa por el calor, empezó a proporcionarme un efecto anestésico. No, no podía ser. Una sonrisa irónica afloró a mi rostro, me reía por la imposibilidad de lo que veía. Al fondo del valle, justo en el lugar de donde había salido esa mañana andando, una fábrica de yesos vertía toneladas de humo al cielo abierto. Cientos de cables se cruzaban entre ellos sobre pequeñas porciones de terreno, carreteras y caminos corrían en su loca carrera por avanzar más que la que tenían a su lado. Me giré asqueado, no quería ver más, pero fue aún peor. Colillas, papeles, plásticos, latas de refresco. No podía ser ¿qué estaba pasando?
  • 13. Abrí los ojos sobresaltado. Miré a mí alrededor con angustia. Suspiré con alivio. Me reconfortó observar que nada había cambiado. El sol había despertado fantasmas en mí cabeza. Si, ya sabía que todo estaba bastante mal y sucio, pero nada que no se pudiera arreglar, ¿O sí? Volví a mirar al fondo del valle, al cielo que recortaba entre las hojas de los árboles. Dormía despierto, imaginándome a mí mismo corriendo sin esfuerzo por valles y montañas, cruzando ríos, adentrándome en bosques, saltando al vacío desde barrancos y remontando el vuelo como un águila, cayendo súbitamente en un lago, buceando largo tiempo, con la paz y la absoluta tranquilidad con que las cosas ocurren en el agua. Por fin abrí los ojos y salí de mi reparador sueño. Me encontré en el mismo recoveco rocoso donde estaba desde hacía tiempo, desde que yo recuerdo. Últimamente no salía mucho. Los cables de alta tensión suponían un grave peligro, y la comida escaseaba o bien eran animales enfermos o envenenados. Por eso, yo tan optimista, ahora, solo vivo el presente. Yo conseguí lo que todos sueñan y solo algunos logran, encontré por fin mi camino en la vida. Quien haya leído esto, si es que alguien alguna vez lo llega a leer, estará sorprendido. Nunca se me dieron bien las letras así que solo he sabido explicar lo que ocurrió, aunque no he terminado aún. Yo quería más, era un tío optimista, tenía muchos sueños y mi deseo se cumplió pues lo perseguía con un afán poco común. Quería vivir en libertad y lo conseguí. Un día, en una de mis múltiples salidas al campo desperté y mire con curiosidad mi cuerpo. Mis brazos y mis piernas habían cambiado bastante, mire al frente y con altanero orgullo desplegué mis alas y volé hasta el promontorio más cercano, era yo, claro hombre, era un águila. Inaudito, increíble. Por eso dejo escrito esto, porque sé que nadie podrá creerme y a partir de este momento nadie podrá reconocerme. Al fin descubrí las verdades de la vida, yo no soy el único, hay otros muchos como yo, soñadores, optimistas. La naturaleza era mi alivio, mi principio y ahora mi final, un final en sí mismo que competía con el afán de cambiar todo lo impuesto, lo preestablecido, romper, siendo lo que en realidad tenía que ser desde hace mucho tiempo. Continúa el enigma de la desaparición Sin nuevas hipótesis las líneas de investigación continúan abiertas Sigue el enigma sobre la ausencia de Luis José Muñoz Pérez, vecino de la localidad madrileña de Oteruelo del Valle (Madrid) desaparecido el mes pasado en extrañas circunstancias. Excelente conocedor de la sierra madrileña, sus padres lanzaron la voz de alarma al comprobar que no regresó de una de sus múltiples salidas. Efectivos de la Guardia Civil y de Protección Civil así como grupos de voluntarios emprendieron una búsqueda en profundidad peinando la zona en la que suponía se encontraba. Los únicos rastros que se encontraron fueron los efectos personales de Luis José, una mochila con comida suficiente para dos días y la ropa con las que se recuerda haberle visto por última vez. Las incógnitas con respecto a
  • 14. este caso continúan. Sus familiares mantienen el silencio, sin comprender las razones de su desaparición. Las instituciones, por el momento no han emitido nuevos comunicados. Madrid. AGENCIAS RLF. Regresan las Águilas Al parecer las dimos por muertas o por desaparecidas pero durante este mes un Águila Imperial (Aquila Heliaca Adalberto), sobrevuela majestuosa los cielos de la Comunidad de Madrid. El hecho de que este ave haya llegado hasta aquí se desconoce, pues prefieren las zonas de encinar y dehesa y no tanto la zona escarpada de esta parte de la Sierra Norte. Por ahora se desconoce la ubicación de su nido y también si existen otras Águilas Imperiales. Grupos Ecologistas han hecho una llamada de atención y alerta por la cercanía de cables de alta tensión en la zona de caza de este ejemplar, la aparición de animales envenenados por estricnina hace temer lo peor. AGENCIAS. RLF.
  • 15. El Autobús El traqueteo y el bamboleo, quizá el roce inocente o la búsqueda febril del mismo. La mirada cautiva debida a la imposibilidad de moverse o poder mirar a otro sitio que no fuera ella. Quizá podría parecer ofensivo o violento por el hecho de mirar como lo hacía, siempre a los ojos, a esa mirada extraviada y extraña que parecía esconder algún secreto. Un secreto, aquel que el autobús se empeñaba en extraer en cada giro acelerón o bache. Todos se conocían, eran los mismos desde hace semanas, meses, años. Habían crecido juntos en aquel tiempo. Él había logrado estudiar cosas diferentes e increíbles, casi escribir un libro, hacer trabajos, leer, hacer terapia y mirar, cómo no. Mirar para tratar de iniciar, de alguna forma, ese juego de miradas, buscando que alguien se fijara en él. Alguien lo hacía, seguro, pues en un autobús eres blanco de miradas en algún momento. Habitantes de una pecera, de una pecera con ruedas a través de cuyo cristal se observa la calle, a la vez que los transeúntes miran animales dentro de una celda móvil de cristal. Es un microcosmos que se busca dominar. Una pequeña ciudad ambulante, un pequeño mundo en el que las miserias y las vidas de cada uno se esconden tras miradas abúlicas, perdidas. Donde nadie apenas si sonríe, donde nadie escribe, donde nadie habla, solo miran, con esa mirada vidriosa de la mañana o la cansada de la noche. Una mirada ocupada en tratar de olvidar aquello que ha soñado o se ha visto durante el día solo volviendo a la rutina del autobús, lugar de los comunes. Lugar donde todo es lo que parece ¿O no? Pues ¿Qué secretos esconde aquel que se sienta siempre en el mismo sitio? ¿Qué problemas atesora aquella cabeza, que candidez muestra aquel niño, que pensamiento atribulado tiene aquel anciano, que trabajo afanoso espera a aquel chico o qué asco podría atenazar la vida de aquellos que se sientan junto a él?. Escribe, mira a su alrededor, mira por encima de sus cabezas y vuelve afanoso a la tarea. Se distrae pronto de las letras y vuelve a mirar. Antes utilizaba la música para alentar a aquellos que le dictaban las letras que escribía, en aquel cuaderno ajado con el tiempo y el uso. Los problemas le llevaban a pasar cuarenta y cinco minutos diarios absortos en un relato sin principio ni fin. Era un relato, un discurso repetido como lo era la música que escuchaba. Saltaba un pensamiento, la siguiente canción, un mensaje de teléfono que le desviaba de su tarea a la que volvía con dedicación.
  • 16. Todo se miraban pero ninguno de forma directa. Todos se daban un repaso visual, aunque luego sus ojos les devolvieran la mirada al suelo. Otra parada anunciada por la megafonía y ya sabía quién se subiría o bajaría. Los mismos rostros, las mismas personas. Las novedades estaban en la calle en un desfile constante de seres. Todos ocupaban sus puestos. Cada uno tenía ya un lugar asignado y casi reservado por la antigüedad que da el uso y disfrute. Conocía como conducía cada uno de los conductores, si aquel día, pese a todo, llegaría pronto o tarde al trabajo. Sabía lo que estudiaban, casi incluso lo que podrían escuchar a través de sus auriculares Sabía que estaban allí junto a él, haciéndole compañía. Estaba tratando de que ella, otra más, le mirara y comenzara de nuevo otra caza, otro juego de gato y ratón, otra fuga hacia delante olvidándose de los que se quedaban atrás, sin excusas, sin cadáveres, sin problemas. Lo que pasaba en el autobús quedaba en el autobús solo de esa forma se entendía que nunca jamás hubiera aplicado todo aquello que veía, leía aprendía o escuchaba en aquella cabina. Cada día desde hacía años, era así, así sería parecía que para siempre pues mañana sería en otro bus, en otro tren en otro lugar pero volvería a ese microcosmos a esa vida en cuarenta y cinco minutos con la que cada día lograba olvidar la suya.
  • 17. Silencio, escucha Resonaba en sus oídos. Sonidos sinfónicos y voces profundas se mezclaban en un baile lento. Una batalla había comenzado y evocaba el fulgor del acero, el resbalar de la hoja purificadora sobre la carne trémula, el crujir y el rechinar de dientes. Visiones de una vida, reflexiones de un momento, paz, peligro de muerte y un vuelco en el corazón, músculos que notaba como se llenaban de sangre mientras respiraba lenta y profundamente perdiendo el aliento durante tres minutos. Ansiedad que terminaba cuando comenzaba la siguiente canción aunque el corazón seguía latiendo a un ritmo totalmente desacompasado en comparación con el ritmo de bits por minuto de la canción de estilo hip hopero que sonaba en este momento. ¿Por qué la música alegra el alma y levanta el espíritu si evoca sentimientos y recuerdos que precisamente utilizan el ritmo como el vehículo para difundirla? No lo entendía. Le atraía y de forma irremediable la odiaba. No lo leas, no lo veas, no lo escuches. El forbidden, interdit, prohibido aparecía como una señal gigante en todos lados aunque la tentación era mucho más fuerte que el posible miedo al dolor. Dolor ¿Físico, moral, espiritual, ético, filosófico? No sabría cómo definirlo, pero estaba ahí. No entendía lo que decía la letra pero hilvanaba historias uniendo piezas de un puzle en el que, como siempre, una palabra era un símbolo, una imagen una historia, un roce, un mundo, un pensamiento, una vida La música sigue sonando. Moviendo el dial dirige el pensamiento saliendo y entrando en puertas en un pasillo sin final en el que hay que entrar sin llamar. Los convencionalismos sociales, la urbanidad y las buenas costumbres aquí no valen nada, no sirven de nada, no gustan a nadie. Es el único lugar donde pueden volar libros al ritmo de las notas y los dedos sobre las cuerdas de la guitarra o el teclado. Y ya no importa quien está al otro lado porque sí, siempre hay alguien al otro lado. Alguien con quien recorrer ese camino que no indica la canción, a quien encontramos al otro lado de la puerta que esperamos que nos mire a los ojos y bajando la mirada nos invite a entrar a compartir con él ese momento, ese roce, ese corazón, un sueño. Y la música nos lleva a pedir perdón, a ser alguien durante tres minutos a ser aquel que desearíamos ser, a ser sentimientos y miedos, a motivarnos a vivir, a ser felices, o no. Era siempre igual, un proceso repetido y que no admitía cambios. Tras un momento de angustia se refugiaba en los acordes cíclicos, rítmicos, que la música le aportaba y que le trasladaban inmediatamente a otro lugar
  • 18. Era su refugio ancestral, una morada privada, su olimpo donde se reunía con aquellos que otros denominaban dioses y lo eran realmente porque creaban y tenían mundos imposibles que anudaban al mástil de una guitarra y un micrófono y desde ahí, saltaba al vacío ocupando almas, cabezas y corazones. En un momento parecían compañeros imprescindibles en un viaje eterno que solo se acababa cuando se agotaban las pilas o el autoreverse no funcionada y ahí entraba él, cantando con palabras que anidaban en su garganta sin que las supiera, a través de idiomas que desconocía como en un nuevo Pentecostés, donde una gracia divina le iluminaba y le hacía entender aquello que otros gritaban en un mantra liberador y extraño, en un trance irreal. Repetía estribillos hasta la extenuación su pecho subía y bajaba al ritmo que imponían los bajos y golpeteos rítmicos de la canción. Se ponía los auriculares en sus oídos e inmediatamente se trasladaba a otro mundo. Ponía una barrera entre la realidad que vivía y el lugar donde quería llegar. Se escapaba y se introducía en una burbuja. Ya no escuchaba todo lo que ocurría a su alrededor, no miraba, ni notaba aquellas miradas que se paraban en él. No era nadie. Era una capa de invisibilidad, ese artilugio con el que siempre había soñado: un reloj que le permitiera viajar en el tiempo, congelarlo y resolver todos sus arrepentimiento, los renuncios, sus errores alargando aquello que le agradaba, todo aquello que un sueño de un artilugio mágico le permitía. Solo la música le permitía hacerlo. Las canciones le recordaban momentos podría volver a voluntad al pasado solo pulsando Rew o FFwd en su aparato. El skip en su mp3 funcionaba constantemente haciéndole llorar y reír en una constante ansiedad vital. Por eso era importante, por eso era necesaria pero por eso igualmente la rechazaba. Un día le hacía rey en su mundo y al instante siguiente villano, podía ser veloz, lento o aquel que quisiera ser cuando lo quisiera ser. Por eso se asombraba, por como ahora no quería oírla ¿Qué es lo que había pasado? Ella fue la única con la que realmente había compartido música con quien la había escuchado, a quien había dejado entrar en su burbuja, a la que no había puesto barreras y para la que se había quitado los auriculares. Por eso, cuando desapareció, la música dolía, le llevaba a un purgatorio doloroso de sonidos estridentes y punzantes, donde se caía pero no se levantaba, donde siempre le faltaba el aliento. Ella desapareció y la música murió con ella.
  • 19. Tanto tienes, tanto vales Estaba tan acostumbrado a trabajar con los medios, con la televisión, los periódicos y la radio que ahora, viendo las noticias en aquel bar le parecía extraño casi irreal que hubiera negociado con todas ellas contratos de patrocinio, acuerdos e inserciones. Tan fantástico como andar contando los céntimos que lograba mendigar en la puerta de algún bar, iglesia, rebuscando en las máquinas de tabaco o cabinas de teléfonos. Aún era capaz de evocar cuando su paga de incentivos le podía reportar miles, cientos de miles de euros y ahora, se veía obligado a rebuscar en los cubos de basura. Eso era algo que aún no había logrado asimilar, era superior a sus fuerzas, las pocas que le quedaban para enfrentarse a su vida, la que había sido en algún momento exitosa y foco de envidias. El que había logrado grandes cosas, que había firmado algunos de los más grandes contratos de imagen y publicidad en los últimos años se enfrentaba a la miseria y lo peor que tenía el ser humano: la indiferencia, y eso era lo que peor llevaba. El que tuvo a cientos de personas a su cargo, al que iban mendigando una audiencia acabó defenestrado, le hicieron el vacío, cayó en desgracia. Su ego no le dejó aceptar que quizá gran parte de la culpa fue suya al relacionarle con varios escándalos de corrupción. Lo que para él siempre había sido una parte lógica y habitual en su trabajo, trabajar con comisionistas, hacer regalos y dispensas, sufragar peticiones caprichosas o efectuar abonos en efectivo sin pasar por caja le dejó con el culo al aire. De ahí a plantearle una renuncia digna fue todo uno. La empresa no le echó pero si le recomendaron con amabilidad que se fuera, ya no había sitio para él. Había sido un tiburón, un depredador, ajeno a las reglas, incomodo e insoportable ahora, vestido gracias a la beneficencia y alimentándose en un comedor social se le saltaban las lágrimas. No le quedaba más que una maleta con lo que había podido rescatar de la rapiña de las fianzas. En su casa quedaron premios y muchos recuerdos valiosos que apenas alcanzaron para librarle de ir a la cárcel. Era un profesional de reconocido prestigio, no tenía antecedentes penales y eso le sirvió para evadir la cárcel aunque era una ironía lo que le ocurría por evadir impuestos. Todo aquello era una locura. Toco fondo el día que, comiendo un plato de lentejas en aquel comedor paupérrimo rodeado de personajes informes que apenas si eran capaces de hablar avergonzados por tener que estar en aquel lugar, estaba partiendo una patata mientras escuchaba a una monja hablar de Esaú y Jacob y de la parábola del hijo pródigo. No supo porque llegó a esa conclusión, por otro lado extrema y brillante, pero fue una auténtica revelación, lo tuvo claro. Se trataba de una metáfora, una metáfora
  • 20. que hablaba del todo y las partes. Viendo aquel plato de legumbres supo que tanto daba el todo, el plato, como cada una de sus partes, lo que trasladado al ámbito marquetiniano era sencillo. Las partes necesarias para lograr un proyecto, que resultan ineludibles para el mismo, tienen un valor añadido muy por encima de su valor venal, por encima del valor venal del plato. Hablando en plata, si necesitas patatas para hacer unas lentejas, aunque estas sean mucho más baratas que las propias lentejas, lograrás un plato más atractivo y con mayor valor añadido que un simple plato de lentejas. Incluso aunque esas patatas no fueran de una calidad superior las necesitas para el plato. ¿Y si entras en un mercado sin competencia? Todavía existen nichos de mercado inexplorados, no hacía falta irse muy lejos, un breve análisis del sensiblero, llorón y subjetivo mercado del ser, del individuo le abría una puerta. La pena vende, mucho, y siempre funciona ¿Por qué no explotarlo entonces? Si tanto más valen las partes como el todo, en función de la demanda y con un adquirente generoso o que no reparara en gastos, acuciado por la pena, el dolor y la necesidad. Lo tuvo claro, si lograba encontrar los clientes adecuados estaría hecho. Es simple: ley de la oferta y la demanda, al no existir oferta fuera de un circuito ilegal, la suya sería el mejor ofrecimiento, el único. Lo tenía claro se vendería, vendería sus órganos. Había visto en directo como la gente vendía su sangre en Estados Unidos para sobrevivir. Para su desgracia en España cualquier donación resulta voluntaria y sin remuneración, salvo el semen, aunque tendría que investigar si había alguna otra posibilidad, pero quien querría rechazar la oferta de alguien como él. Era un tipo sano, había tenido algún coqueteo con las drogas pero ¿quién no en su situación y su puesto? Aunque a cuatro rayas de coca y algún porro no se le podía llamar drogarse. Luego la fiebre de la vida sana le había atrapado sin remisión. Del pádel y los partidillos de fútbol sala con los amigos, cada vez más gordos, se pasó al running y de ahí a los maratones, el triatlón y disciplinas cada vez más duras. Era una persona sana, no le quedaban dudas. Comenzaría la prospección del mercado con las primeras donaciones de semen y después podría ir creciendo y haciendo apuestas más fuertes. Había leído como todos, noticias de matarifes que pagaban decenas de miles de euros por un órgano sano. Encontrados los demandantes adecuados y ya tenía algunos en la cabeza, antiguos amigos y conocidos, podría pedirles lo que quisiera, al fin y al cabo al que algo quiere, algo le cuesta. Tenía que medir bien los esfuerzo y por supuesto controlar el proyecto para poder crecer con él al contar con un bien escaso y demandado Terminó de comer aquellas lentejas con patatas que acabó por bautizar como las del producto marketing o las del principio del fin. Es curioso como en el lugar más insospechado puede encontrarse una oportunidad, se había hartado de decírselo a todos esos pececillo en clases de escuelas de negocios. El mundo de los negocios es como un cardumen de jureles, en un momento dado un tiburón se cierne sobre ellos y los devora con avidez. Si habían logrado diferenciarse del resto probablemente el depredador no iría a por ellos por ser más difícil atraparlos frente a la masa, con sólo abrir la boca atrapaba alguna presa.
  • 21. Comenzaría su resurrección lo que no dejaba de ser irónico porque sus planes se basaban en una muerte lenta y progresiva, un desmantelamiento corporal que aún con consecuencias aceptadas, le reportaría el cambio de vida que deseaba. Él no había nacido para estar en aquel lugar rebañando con desesperación los platos de duralex. Recuperaría aquello que su mala cabeza y los demás le habían quitado. Por eso lo tuvo claro, nada de fiarse de otros, de vanagloriarse por los resultados. Sería oveja del rebaño, gallina ponedora en el corral, preso modelo, sólo así lograría que, poco a poco todo llegara a buen término. La planificación estratégica arrumbaba a su cabeza. Era algo sencillo, pocos pasos, todo bien calculado, un plan sencillo y brillante. Lo único que le faltaba era buscar la información indispensable y un buen terno para poder presentar su proyecto. Se trataba de morder en la pena de los demás, no de dar más pena de la que ya daba. En poco tiempo tenía la información. Había sido sencillo, Internet es un ser todopoderoso donde todo se puede conseguir, información o clientes, aunque él era más del marketing face to face, de la vieja escuela, de presentarse a puerta fría y lograr vender un congelador en el Polo Norte en invierno, de vender cosas que la gente no necesitaba. Era más sencillo de lo que parecía, sólo era cuestión de tocar la tecla adecuada y adornarlo lo suficiente y él era muy bueno en eso, excelente. Tanto como para, en apenas un mes haber logrado su primer encargo importante. En poco tiempo pasó de frecuentar un albergue para transeúntes a poder alquilar un pequeño y acogedor apartamento en el que radicó su empresa de servicios personales al ciudadano al que llamó, en un rapto mordaz “Por un plato de lentejas”. No se le había dado mal la publicidad y con las remuneraciones logradas por las donaciones de semen y la participación en un par de experimentos clínicos había logrado salir del arroyo en el que se encontraba. Tocó las puertas adecuadas. Fue fundamental la ayuda de un antiguo compañero médico de pádel que se compadeció de su situación y que con un poco de labia y la oferta de un riñón para su hija casi desahuciada y sometida a diálisis le introdujo en el proceloso mundo de las donaciones. El todo y las partes, tanto tienes tanto vales y él valía mucho. Midiendo de forma adecuada las dádivas, los tiempos y la recuperación física en apenas un año había cambiado el recoleto barrio donde había comenzado su renacimiento por un chalet pareado en una urbanización a las afueras. Se iba acercando, poco a poco, al lugar de donde le habían expulsado pero algo no terminaba de funcionar. De forma cíclica entraba en algún proceso de selección para la realización de experimentos médicos, test de medicamentos, seguía donando semen, había logrado donar médula ósea e incluso hacía meses que había comenzado a dejarse crecer el pelo para venderlo. Pese a que podría, había optado por no ofrecerse para posar desnudo, algo que también estaba bien pagado. Había obviado la posibilidad de prostituirse, aunque había tenido alguna oferta, se había ofrecido incluso para la donación de piel, había consultado la posibilidad de donar una córnea y lo último había sido una biopsia de su hígado con resultados negativos para poder donar. Pero, en efecto, había algo que no terminaba de funcionar.
  • 22. Lo tenía, tenía aquello que quería, había logrado lo que se había propuesto. La codicia no le había cegado pero estaba traicionando su plan original, se había dejado llevar, fue un instante de luz cegadora, pero lo comprendió, tarde, pero lo entendió. Siempre se habían aprovechado de él, fue un tonto redomado, señalaron su ego, le retaron y acabó en la calle por creerse invencible, superior a todo y a todos, por creerse dios. Que equivocado estaba. Se había dejado la piel en sentido figurado y tuvo como recompensa que le repudiaran. Ahora se había dejado la piel en sentido literal y al fin le habían recompensado con lo que valía. Extraño ¿verdad? Casi irreal Tan fantástico como verse ahora tumbado en esa camilla observando las evoluciones de todas aquellas personas con mascarillas y guantes asépticos que iban de un lado a otro embebidas en sus actividades. Echaba el cierre, su empresa echaba el cierre en aquella sala de operaciones, no quería morir de éxito. El anestesista le hizo un gesto con la mano y le colocó la mascarilla en la cara. Le pidió que contara hacia atrás desde cinco. Cinco: su amigo médico le llamó loco pero acabó aceptando sus condiciones. Cuatro: se sometería a una extracción multiorgánica. Tres: lo que quedara lo donaría a la ciencia. Dos: en varios hospitales de España estaban esperando sus órganos. Uno: alcanzó la cima y sufrió el vértigo de la caída. No le quedaba nada por demostrar. Cero.
  • 23. Epitafio Encendió la luz del flexo. El sonido del interruptor rompió el silencio. No se oía nada en la casa, las habitaciones encerraban recuerdos y sellaban sonidos y gritos infantiles, recuerdos de una familia feliz y divertida. Ahora estaba solo. Sus únicos compañeros desde hacía demasiado tiempo eran la interminable botella de Macallan, un vaso bajo de culo grueso y cristal labrado, tabaco y aquel cenicero de piedra en forma de pie. Irónico, lo único en la casa que parecía ser consciente de la realidad, su vida se apagaba de forma inevitable como los cigarros que se consumían apoyados en el pedrusco tallado. Encendió el enésimo cigarrillo y se entretuvo unos segundos reteniendo el humo de la primera calada en sus pulmones. Le quemaba. No había criado hijos, parecían cuervos, buitres. Pese a ser un don nadie no le fue mal del todo. Había logrado amasar un patrimonio suficiente para vivir primero sin apreturas luego con desahogo y al final por encima de lo que todos habían pronosticado para un simple fotógrafo. Nunca le importó en exceso el dinero pero todo parecía una burla cruel y mordaz. Su vida había compuesto una fotografía rebosante de buenos momentos, plena y ahora aparecía ocupada por una prole cargante, llena de hijos desnaturalizados, mujeres idiotas preocupadas por lo que hacía solo en una casa tan grande, niños insufribles y cuñados, aún jóvenes esperando la dádiva por su muerte. Todos querían su parte del botín, hijos como buitres, nietos como hienas, toda la familia oliendo la carroña. Aún no estaba seguro de lo que quería hacer ni tan siquiera si debía hacerlo. En su vida había tomado muchas decisiones, buenas y malas, pero nunca dudó en exceso quizá por la inconsciencia del que no tiene nada que perder. Ahora tampoco era el caso, pero no veía razón alguna en tener que dejar ninguna herencia. Que maldita razón cultural llevaba a todos a inferir que les legaría sus bienes cuando no le debía nada a nadie como tampoco nadie se lo debía a él. Su mente le mantenía firme en su dictamen aunque había flaqueado desde el diagnóstico del, podría decirse, maldito cáncer terminal. En realidad resultó una redención, un desahogo porque siempre pensó en irse como había pretendido vivir, sin ruido, pensando en que todos le recordarían por lo que era nunca por lo que tenía. Ese tanto tienes tanto vales le dolía más que la quimio que comenzó y abandonó al poco tiempo tratando de disfrutar el poco tiempo que le quedaba y porque no, tratando de joder a todos los demás por primera vez en su vida. Haría lo que le viniese en gana sin obligaciones, nada de tratar de dar respuestas a todo, de salvar a los demás cuando no quieren ser salvados, se acabó ser el hijo, padre, abuelo o suegro utópico. Pronto se apagaría como el último cigarro
  • 24. que humeaba en la mesa y los que se quedaban, esos que dicen sufrir tanto con la pérdida, se repartirían los despojos. La llama alumbró su rostro de nuevo, se iba a morir de igual manera, recogió el bolígrafo y se puso a escribir. Rodeó de nuevo el ataúd cerrado, había sido un expreso deseo del viejo y no terminaba de creérselo, había muerto. Imaginaba que sus padres respiraban aliviados, suponían que a poco que les tocara en el reparto tendrían con lo que poder empezar de nuevo, eran malos tiempos. El viejo tenía dinero de sobra, se lo había demostrado pagándole de forma encubierta los estudios. Fue un pacto tácito, su interés en él era lo que siempre le alabó, el único que no parecía tener interés en lo que tengo, le decía siempre. Ahora, el ataúd cerrado le revelaba sentimientos que no creía atesorar. De pronto conoció la aflicción de perder a alguien querido deslumbrado por todo el ceremonial aunque comenzó a comprender muchas cosas. Todas aquellas quejas no parecían un brindis al sol. Desde que recordaba había escuchado al viejo gruñir por la poca atención real que le dispensaban sus hijos, familiares y amigos, los pocos que le quedaban vivos. Era el último de una estirpe de profesionales, de hombres del renacimiento moderno que se divirtieron exprimiendo su juventud hasta límites insospechados. Para ellos no existían los horarios ni los imposibles, cumplían sus responsabilidades y se atrevían con lo que les pusieran por delante, con todo. Por eso quizá sus padres le tildaron de loco incluso incapaz, pero no era tonto. Con querencia y esfuerzo logró ser un fotógrafo de referencia en una época en la que todo estaba lleno de pioneros. Fue uno de ellos. No era ego, se sabía protagonista y sin exigirlo esperó esa consideración de su clan pero nadie le jaleó ni le animó. Los corrillos en el tanatorio, los murmullos soterrados preguntándose qué es lo que tenía el viejo y como sería la adjudicación comenzaron a sacarle un poco de quicio, se estaban repartiendo todo sin saber siquiera su voluntad. Suponían que siendo tan especial y bastante despreocupado con estos temas no habría dejado testamento alguno. Los planes aviesos formulaban todo tipo de hipótesis sobre la magnitud de la sucesión. El humo del crematorio aún se fundía en las miradas perdidas de sus parientes cuando comenzó el circo. Un tipo trajeado con gesto serio se acercó preguntando por los familiares de Augusto Dorronsoro conminándoles a reunirse con el señor notario que llevaba todos los asuntos del viejo. Definitivamente parecía que sí que había testamento y que el incapaz lo tenía todo atado y bien atado. Casi le entró la risa por el gesto torcido y las miradas torvas que compusieron muchos en la reunión improvisada. Pasmo fue lo único que supo expresar cuando el mismo individuo imperturbable se plantó en su casa con un sobre lacrado con acuse de recibo en el que se pedía su comparecencia en el acto de la notaría para ejercer de albacea del finado, precisamente él, el tarambana. El viejo, genio y figura hasta la sepultura. Miradas huidizas y de soslayo sobre un único blanco: él. A un lado la familia, todos habían acabado apiñados en una esquina del despacho. Le ahorró el mal trago a sus padres así no tendrían que estar en tierra de nadie. En medio el señor notario el único tranquilo en la estancia, lógico él iba a cobrar pasara lo que pasara y el oficial
  • 25. que taciturno, luz y taquígrafos, esperaba en una mesa auxiliar a que el show diera comienzo. Había otra persona más en la que nadie más pareció reparar y que no recordaba ni como familiar, tampoco parecía ser personal del despacho. Aposentado en un rincón como un mueble, asistía con gesto vacío al evento. Comenzaba la hoguera de las vanidades, la lucha de egos subidos en carrozas doradas. Confusión, desorden, el caos. Miradas como puñales mientras el notario cogía un sobre lacrado y lo abría en presencia de todos los presentes invocando el deseo del viejo de contar con la aquiescencia de los herederos respecto a sus decisiones o de otra manera, como leyó textualmente: “os joderéis con lo que os toque”. Resoplidos de estupor y una atmósfera gélida. Un volcán borboteando en la cabeza de todos. Vapores y humores saliendo de sus rostros, un cuadro vamos. Siguió leyendo, todos tendrían su parte debidamente fiscalizada y reseñada en un pliego añadido a la declaración escrita de puño y letra del testador y de cuya correspondiente entrega y cumplimiento de lo pactado era comisionado el albacea con ayuda del, sorpresa, sujeto que estaba en la esquina con cara de pasar por allí y que asintió cuando el notario le señaló sin levantar la vista del papel. El notario terminó de leer el testamento con una última perla del viejo: “Ahí os quedáis” todos se miraron de hito en hito mientras el tipo de la esquina se acercaba y le entregaba un fajo de llaves y un sobre animándole a que lo abriera y leyera el contenido. Dentro había un listado de bienes con su correspondiente anotación al margen y el destino que se le había dado a cada uno. Parecía que todas las grandes propiedades habían sido vendidas y el valor pasaría a ser administrado por un fideicomiso. De nuevo miradas al cielo y ojos en blanco. Pero había más, un listado de familiares con una anotación, un número que se correspondía con los que figuraban en las llaves. Eran llaves de un guardamuebles y el que se las había entregado se ofreció como cicerone para dirigirles al sitio y comprobar in situ su contenido. Extrañeza no exenta de esperanza anidaba ahora en todos. Dicho y hecho, todos salieron con rumbo al almacén. Como un remedo de San Pedro cuando llegaron al lugar en cuestión comenzó a repartir las llaves y dirigidos por el encargado cada uno abrió su consigna. Ruido nervioso de llaves, señales de fastidio al ver el contenido, sólo una caja en su interior y chillidos histéricos al abrirlas. Perfectamente embalsamados dentro de cada una de ellas se encontraban los restos del viejo. Ahora me querréis por lo que soy, no por lo que tengo, denunció.
  • 26. Una moneda al aire Todo había terminado. Lo poco que le quedaba era aquella moneda que ahora le pesaba en el bolsillo del pantalón, esos pantalones de lanilla que le picaban una barbaridad. La situación era absurda en sí misma: solo, disfrazado y medio borracho, castigo auto impuesto para poder soportar patrañas de complots, correveidiles e intereses creados. Entre hipidos y eructos apenas audibles se movía con la mirada perdida en ese circo aunque nadie parecía verle, invisible a las miradas de todos. Seguía arrepintiéndose de no haber puesto todo de su parte para llegar a esa situación pero, ahora lo único que quería era irse. Lo único que le ataba a aquella escena era esa moneda, irónico para alguien abrochado a la tierra. Su vida era un arquetipo, se había empeñado en ello y lo consiguió aunque tampoco le costó mucho darse la vuelta y huir, es sencillo. Era un efecto rebote: rechazar de forma sistemática la preocupación in crescendo de familiares y amigos. Cuanto más se preocupaban, más odiaba que lo hicieran, un sencillo acto venial que le llevó a zafarse de recomendaciones y deberes so pena de disgustos y amarguras familiares. Se auto convencía mientras paseaba entre los presentes. Era diferente por convicción no por obligación, nunca le llamó la vida que habían señalado para él como buen hijo, nunca le pidieron opinión y fue fácil huir de todo lo que los demás habían señalado que debía hacer. No esperó que lo comprendieran, estaba seguro, y tampoco le importó que no lo respetaran, de eso, pensándolo bien no estaba muy seguro, todos excepto él, que siempre escuchó con ojos interesados e indulgentes todo lo que le contaba por insólito o ridículo que pudiera parecer. Una referencia espiritual, un héroe, un padre, un maestro que siempre le animó a buscar. Quería quitarse esos pantalones y ponerse su mono de loneta azul, quería arrancarse esa sensación de falsa aflicción por los demás, quería irse de allí. Le observaba inmóvil en el féretro y no se lo creía. Soñaba, esperaba que pudiera abrir los ojos en cualquier momento el que había sido la puerta a un mundo nuevo, exento de corsés sociales, lógico para un niño y para el que no ha dejado de serlo nunca. Sus padres, ilusos, siempre trataron de apartarles pero enfrentándose a su autoridad quizá por primera vez, logro que se unieran más aún. Hasta que el idealismo se acabó, el sentimiento de peligro, el atractivo de lo desconocido, todo se agotó. Se acabó la aventura. Muerto, en un ataúd. Se le caía el alma a los pies encima vestido de aquella forma y rodeado de los que no quería ni deseaba ver, su familia, si, pero todos extraños. Parecía una broma macabra. De poder se hubiera levantado del ataúd para ciscarse en todos ellos, falsas monedas, buitres. No soportaba sus lágrimas de
  • 27. plañidera sus gestos ni los golpes en el pecho ¿Para qué? Nunca le habían soportado. Asquerosos. La desorientación alcohólica le hizo apartarse a un rincón sin mirar a nadie, en realidad era un fantasma para todos desde el momento en que decidió que la vida que llevaba, la que habían decidido para él no era la que quería llevar. Acabó en un pueblo recluido entre corrales y paredes de adobe con el ánimo insuflado por las historias de aventuras, de la búsqueda de un bien mayor que la felicidad, en ocasiones tan esquiva que termina abrasando a todos los que se ponían por delante. En eso se había convertido, en un extraño consciente para él mismo, un apestado para su familia, un paria para la sociedad más allá de lo que era lo normal y lo preestablecido, pero ¿qué quería ser en realidad? No lo sabía. Sólo quería vivir, estar, no podía hacer más de lo que estaba haciendo porque no tenía más para hacer, dar o ser. Esa realidad insoslayable, la verdad fuera de toda aventura le atormentaba. Se había empeñado en cambiarla pero era lo que la vida le había reservado. Su existencia tenía que ser así, esa, ¿o no? Porque no cambiar lo que siempre había sido, porque no ser el que siempre quiso ser, ¿por qué no? Pues porque no. Hay cosas, hechos vedados al común de los mortales, situaciones contra las que no se puede luchar, algo contra lo que no caben cambios, verdades que no admiten discusión y sólo un hado que se empeña en complicarnos, un demonio pagado, alimentado por nosotros mismos contra el que no queremos ni sabemos luchar, la conciencia que nos apunta la realidad. Un diablo que postró en una silla de ruedas a un soñador y enclaustró su alma, un dios furioso y vengativo rodeado de adoradores que lo protegen defenestrando falsos ídolos, ideas peregrinas, ensoñaciones de aventuras. No podía confundirse, esa moneda, el único legado de su abuelo era el comienzo, la puerta que debía llevarle más allá de lo que conocía en la búsqueda de su propio lugar en el mundo, un tesoro, lo que nos es negado: a ser el dueño de su destino. Tenía la llave. La sentía entre sus dedos llamándole así que no lo dudó más. La posó suavemente en el pulgar de su mano derecha y la lanzó al aire. No supo cuantas vueltas dio en su viaje pero cuando llegó a la altura de sus ojos la atrapó de nuevo entre sus dedos y la colocó en la palma de la mano tapándola con la otra. Eligió: cara, me quedo y aguanto lo que otros habían destinado para mí. Cruz, cierro los ojos y las puertas y sin mirar atrás sigo mi camino. Salió cruz, era lógico. Hay veces, pocas, en que los deseos y la realidad, se imponen al azar. Echó un último vistazo y se dio la vuelta. A nadie echaría de menos, tampoco nadie le esperaba. Con su moneda inició su camino sin importarle el destino, sólo esperaba llegar.
  • 28. El camino era sencillo, por primera vez no tuvo dudas, nadie estaba allí para decirle lo que debía hacer, para darle recomendaciones. Por primera vez tuvo la suficiente paz para decidir por sí mismo. Todo parecía sencillo, fácil, sin complicación gracias a la moneda, gracias a su conciencia, ahora liberada de prejuicios. Encrucijada. Hay que escoger un camino. Simplemente escogió el más sencillo y agradable de caminar, estaba harto de sufrir. Un camino alfombrado por todo lo vivido, un camino en el que el paisaje le ayudó a recordar, vivir momentos ya vividos, tomar los mismos caminos que ya había tomado antes ¿Por qué no volver a vivir lo vivido? ¿Por qué no cerciorarse de lo que había pasado para comprender todo lo que le quedaba por vivir? La última encrucijada fue donde se encontró con un tal Caronte que le pidió una moneda como pago por mostrarle el siguiente paso. Una moneda, esa moneda era un alto precio por enseñarle un camino. La amasó en su mano, la manoseó por última vez sintió los bordes gastados por el roce del uso. Se la entregó decidido y siguió camino hacia un sol brillante y eterno que le saludaba nublándole la vista. A su espalda las tinieblas comenzaron a cubrirlo todo.
  • 29. Ellas estaban al mando Giró la llave de contacto, el motor dio un último respingo con un estertor amortiguado antes de callar. Suspiró con la vista perdida al frente, las manos apretaban con fuerza el volante, no era capaz de hablar y tampoco sabía que decir, las palabras se le habían acabado hace tiempo. Miró a su derecha sin mirar, no le echaría de menos ya tenía a otro que ocupaba su lugar. No quería dar excusas que nadie le había pedido ni necesitaba así que salió en silencio del coche y echó un último vistazo al interior. Ninguna contestación, ni un gesto, nada. En aquella calle mal iluminada, alejada, solitaria, allí terminaba todo. Le daba pena, pero debía seguir adelante, soltar lastre, dejarle atrás. Se colgó el bolso del hombro y dio un portazo mientras se giraba, su andar ondulante perdió en la oscuridad. Estupefacto, sin capacidad de reacción aunque hacía tiempo que se imaginaba sucedería, había tensado en exceso la cuerda. Veinticinco años eran demasiado, ahora es cuando tomaba conciencia de su decrepitud. Disfrutó de su madre, de su hermana mayor hasta que apareció ella, desde entonces nunca hubo otra. Siempre tuvo suerte con las mujeres, era un gran admirador de los cuerpos femeninos, pero ninguna fue como ella. Una rápida tira de imágenes pasó por su mente recordándolas a todas con un punto de lujuria contenida y de satisfacción en la mirada, como la que se le queda a un niño que acaba de descubrir un secreto cósmico. Tuvo suerte y le trataron con dulzura y dureza tibia, nunca tuvo quejas, ellas tampoco. En un complejo equilibrio lograba su apego pese al halo de indiferencia que le había caracterizado. Le habían tratado con devoción, había sido confidente fiel, refugio de sus desdichas, parapeto de arrebatos. Todas habían sido importantes pero ninguna como ella. Había disfrutado del roce casual de su cuerpo, de su olor, siempre las había protegido y había hecho cuanto podía por todas. Las dejaba hacer, le gustaba que le dirigieran que sacaran todo lo que tenía dentro. Pero ninguna como ella. La disfrutó aunque sabía que le utilizaba, la quería aunque sabía que no sería eterno, gozaba con su goce, la amaba en silencio y nunca pudo demostrarle nada. Había sido afortunado pero ahora todo había acabado en aquella calle mal iluminada, alejada y solitaria. Era una pena que fuera un coche.
  • 30. Cerró la puerta con suavidad. El tufo a plástico y cuero nuevo le desagradó por un instante y recordó ese olor tan suyo que tenía su viejo coche. Pensó en donde estaría, con nostalgia. Un esqueleto metálico estaba al final de una calle alejada y solitaria. Había quedado poco después de la rapiña, pero dentro una jovencita saltaba sobre el asiento moviendo el volante haciendo que conducía. Se había convertido en centro de juegos, pero otra vez ellas estaban al mando.
  • 31. TE LO CALCO DSGN RCreado por TLCDSGN Ellas estaban al mando Giró la llave de contacto. El motor dio un último respingo con un estertor amortiguado antes de callar. Suspiró. Con la vista fija y las manos apretando con firmeza el volante no fue capaz de hablar, tampoco sabía que decir. Las palabras se le habían acabado hace mucho tiempo. No lo echaría de menos, ya tenía a otro que ocupaba su lugar. En silencio salió del coche y echó un vistazo al interior. Ninguna contestación, nada. Una calle mal iluminada, alejada, solitaria, allí terminaba todo. Le daba pena, pero debía seguir adelante, soltar lastre, dejarle atrás. Se colgó el bolso del hombro y dio un portazo mientras se giraba sin mirar. Su andar ondulante se perdió en la oscuridad. Sin capacidad de reacción, se quedó estupefacto, aunque hacía tiempo que se imaginaba que todo aquello podría suceder. Habían tensado demasiado la cuerda. Eran veinticinco años. Tuvo a su madre, a su hermana mayor, hasta que apareció ella, desde aquel momento nunca hubo otra. Había disfrutado con muchas mujeres, siempre tuvo esa suerte. Era un gran admirador de aquellos cuerpos perfectos y deliciosos de carnes morenas y apretadas, de pechos rotundos, anatomía voluptuosa y pelo largo, pero ninguna fue como ella. Una rápida tira de imágenes pasó por su mente, recordando a todas esas mujeres con un punto de lujuria contenida y de satisfacción en la mirada, como la que se le queda a un niño que acaba de descubrir a las mujeres. Ellas siempre le habían tratado con el cariño y la dureza adecuados. Nunca tuvo queja, ni ellas tampoco. En un complejo equilibrio siempre había logrado atraer su apego pese al halo de indiferencia que le había caracterizado. Le habían tratado con la dureza y la devoción adecuadas. Había sido el confidente fiel, el refugio de sus desdichas, el parapeto para sus arrebatos. Le habían acariciado suavemente. Todas sabían hasta donde le podían exigir. Todas habían sido importantes, pero ninguna como ella. Había disfrutado del roce casual de su cuerpo, de su olor. Siempre las había protegido y había hecho cuanto podía por todas. Siempre les había dejado hacer. Le gustaba que le dirigieran, que sacaran todo lo que tenía dentro. Pero ninguna como ella. Disfrutaba de ella, con ella, aunque sabía que le utilizaba. La quería aunque sabía que no sería eterno. Gozaba cuando ella gozaba. La amaba en silencio y nunca pudo demostrarle nada. Había sido afortunado, pero ahora todo había acabado en aquella calle mal iluminada, alejada, solitaria. Era una pena que fuera un coche. Ella cerró la puerta con suavidad. El olor a plástico y cuero nuevo le desagradó por un momento y recordó ese olor tan suyo que tenía su viejo coche. Pensó en donde estaría. Le daba pena, pero… Un coche. Un esqueleto metálico estaba al final de una calle alejada, solitaria. Había quedado poco después de la rapiña pero, dentro, una jovencita saltaba sobre el asiento moviendo el volante, haciendo que conducía. Se había convertido en centro de juegos, pero otra vez ellas estaban al mando. Alejandro Gil Posada
  • 32. La furgoneta de color blanco Lleva aparcada allí desde hace tiempo. Tiene que ser la misma. Es la primera vez que es consciente de que lleva mirando lo mismo desde hace días. Calada al cigarro y vuelta al papel, sigue en blanco sabe lo que vendrá a continuación un rapto de inspiración, un momento de luz cegadora, un disparo de nieve, algo que borre de pronto todo y lleve la letra al papel. Siempre le venía a la cabeza esa canción de Silvio Rodríguez. Se recordaba sentado en la oscuridad campestre, rodeado de gente pero solo, quizá con su mano apoyada en una roca o recostado sobre alguien, evocando las misma visiones del cantante en una letra que a él le llevaba a pensar en evasión, amores perdidos y relaciones fallidas mientras admiraba la destreza de otro a la guitarra y notaba el tono arrastrado de las palabras del cantante en una persona no sudamericana. Palabras, lápiz y papel. Escribía como le salía, a borbotones, con la cabeza derramando sobre el papel trazos que fluían sin aparente orden ni concierto pero que calmaban su sed, colmando el papel. Era necesario rellenar el papel. Seguía escribiendo mientras sentía, pensaba y llamaba al hado que le otorgaba ese momento de calma interior, de vacío espiritual cuando lo dejaba todo en un papel y lograba cerrar el cuaderno con un “hasta mañana” Nervios y agotamiento. Temblor en las manos y en los hombros ¿Hacía frío en aquella habitación o era el inicio de un llanto quedo y suave? Más lágrimas sin motivo que le señalaban que la vida real no te da atajos ni soluciones, solo en un mundo imaginario, su mundo de letras y números cabrían todas las posibilidades, donde todo era perfecto. Escribía para vaciarse pero no para leer. En algún momento había pensado ser escritor cuando voces amables le animaban a ello, pero le daba vergüenza volver a leerse ¿Qué clase de patético parlamento era ese que estaba en el papel? Desde luego ni héroe ni villano. Aquello era una patraña infumable llena de giros y expresiones robadas a otros, referencias a libros películas y canciones que él creía que le hacían parecer más culto, pero que se sucedían una tras otra dejando una patente falta de originalidad. Al fin se consolaba pensando que no había nada que inventar. Todo lo que leemos es reescritura de algo que ya había escrito alguien antes, solo le quedaba el consuelo de pensar que había nacido en un momento y lugar equivocados, sino la cosa habría sido diferente. Pero ¿Por qué diferente? Si ni tan siquiera era capaz de escribir sin faltas de ortografía. Patético. Aun así su producción literaria crecía sin medida. Seguro que habría algún estilo en el que podría encuadrarse y que fuera transgresor con todos los convencionalismos y criterios lingüísticos pero, a quien quería engañar, solo escribía como un remedio, como un hecho solaz y regocijo de su
  • 33. alma atormentada. Atormentada por todo aquello que leía y hacía suyo. Por cada frase, párrafo o palabra que leía e interiorizaba. Patético, solo vivía su vida cuando escribía y cuando lo hacía no era él pero era tan fácil, sencillo…tan relajante. El mechero iluminó su cara y la primera calada entró raspando la garganta. Miró como el humo que salía entre sus labios subía y se perdía entre sombras mientras su cabeza era capaz de transcribir las siguientes frases. El golpeteo rítmico del lápiz sobre el papel le hacía perder la conciencia que se perdía en volutas de humo y en el trazado errático de las letras que surgían de pronto. Imaginaba un texto y este aparecía ante él y solo tenía que repasarlo con la punta del lápiz. Llenaba una hoja más y seguía sin pensar, solo transcribiendo aquello que surgía. La cabeza comenzaba a dolerle necesitaba parar y respirar, aquella catarsis le dejaba sin aliento, le agitaba con fuerza dejándole los sentido embotados. Se paró de pronto miraba a su alrededor buscando otras vez a su hado pero no lo encontraba ¿Qué suerte de extraño designio le llevaba a ser así? ¿Por qué se complicaba tanto la vida? ¿Por qué estaba en su mente y no aparecía en el papel? ¿Inaccesible? ¿Prohibida? La veía alejarse andando poco a poco como en una escena de película, caminando mientras pensaba, se dará la vuelta y vendrá desandando el camino y todo habrá sido un sueño Como un sueño era todo aquello que escribía donde era perfecto donde podría dirigir los designios del mundo, todas las cartas estaban boca arriba y no había dolor, pánico ni ansiedad, solo ante el papel en blanco. Frenó el arranque productivo, escribió más lento, fijó la vista y apoyó la cabeza en el regazo que le ofrecía su otra mano, una mano que había tomado otras manos, que había sentido el palpitar de un corazón ajeno y que ahora era insensible al calor de un cuerpo cotidiano. Y el maremágnum volvió a surgir. La revolución comenzó, el caldero rompió a hervir y se volcó con el papel y el lápiz de una manera furiosa para eliminar esa bestia interior, ese animal que pugnaba por salir. Para su tranquilidad lo llevaba dominando y domando a través del papel y la letra desde hacía años pero le estaba reclamando más y más espacio y ahora parecía tener más y más poder ¿Cuánto podría aguantarlo? ¿Quería dejarle en su celda o ya no le importaba dejarlo suelto? ¿Qué cadenas eran las que lo retenían ahora? ¿Por qué la bestia había crecido? El odio, el egoísmo y la indiferencia lo habían alimentado, el tiempo hizo su trabajo y ahora, ahora le ahogaba, le apretaba en su cabeza y en sus manos le quemaban las palabras que el animal quería decir, le quemaban los gritos que no quería escuchar, le quitaba el aliento convertirse él en la bestia y el único medio para catalizar esa metamorfosis era escribir. Para no leer, para volver a encerrar a la bestia en una cárcel de papel y grafito, un lugar de olvido y desesperación, en un limbo en el que durmiera el sueño de los justos, los inconscientes los inocentes…los idiotas Cuando se vaciaba, cuando al fin ponía freno al latir atropellado de su corazón el sosiego llegaba a su mente el optimismo que volvía a su cara con una sonrisa y
  • 34. medía mejor las distancias. Aquella que unos pasos inocentes, lentos y firmes habían cubierto, que una mano alzada había sellado quien sabe si hasta el siguiente momento en que la bestia reclamara su lugar, quemara y dejara sus mordiscos en el alma confundida e incapaz de localizarse en un cuerpo dormido, agostado y estéril. Un final o un comienzo, hasta el siguiente lienzo en blanco.
  • 35. Juguete roto Se levantó pronto, desde hacía días con la bajada de las temperaturas comenzaba a temblar cuando amanecía. Se abrazó para darse calor y se movió con rapidez por el salón de la casa. En realidad el salón formaba parte de su propia habitación que no era otra cosa que un pequeño camastro en una esquina de la estancia. En la otra esquina, en otra pequeña cama, dormían sus padres. Anhelaba los días felices, el pasado y ni siquiera la excitación propia del día que comenzaba a asomar a la ventana pudo quitarle ese sentimiento. Se acercó en penumbra hasta el pie de la televisión, ahí tenían que estar pero no vio nada. Ningún paquete, ninguna bolsa. No vio nada simplemente porque no había nada. Miró la pared, debajo del reloj que ya llevaba parado dos años, desde que se había cerrado la fábrica y su padre cayó en desgracia señalado por todos, un pequeño calendario denunciaba lo que ya sabía, hoy era día seis de enero. Pensó en juguetes, en instrumentos tecnológicos, en papel de regalo crujiente, grandes bolsas, tenía la ilusión de que este año, pese a todo hubiera llegado la normalidad a la casa. Con una mueca de tristeza y comprensión, de pena y rabia, se acercó a la cama de sus padres y se acostó con ellos. Se levantó pronto y fue corriendo al salón de la casa, nerviosa, bajando los escalones de la amplia escalinata de dos en dos. Solo llevaba puestos unos gruesos calcetines de lana para evitar que el mayordomo la escuchara porque odiaba el tropel parecido a una estampida que producía la señorita al bajar. Se movió en penumbra, en sigilo hasta la chimenea, junto a la rejilla dorada no vio nada. Un clic la puso en alerta, justo en ese momento el reloj de pared sonó con estrépito junto a ella dando una campanada, el carillón comenzó a funcionar. Una portezuela se abrió bajo la esfera dejando salir a unos pequeños muñecos que repetían un baile de salón girando y girando hasta desaparecer como habían aparecido. El baile que tantas otras veces había mirado extasiada ahora ya no le decía nada. Subió con un tropel de cien caballos al piso de arriba, directa al despacho de su padre, rebuscó en la mesa entre carpetas allí estaba, el calendario de sobremesa se lo confirmaba. Hoy era seis de enero pero ¿y los juguetes? ¿Y los regalos? Abrió los ojos y miró a su alrededor sorprendido, confundido pero nada había cambiado seguía rodeado de soledad y oscuridad, lo mismo desde que el Mega Ranger del Hiperespacio le había arrancado un brazo en singular batalla. Entonces cayó en desgracia, ya no era útil, se convirtió en un vagabundo, en un paria. Algo parecido le había ocurrido a su compañera de penas, había perdido un ojo por la crueldad de su hijita y ahora se apoyaba en su torso, calva, con todo el cuerpo tatuado y medio desnudo.
  • 36. Todo ocurrió muy rápido nunca supieron cómo llegaron hasta aquel lugar pero ahora, sumidos en su pena, hundidos en su miseria solo podían sentirse desgraciados e inútiles, que sería de ellos ahora, aunque no debían quejarse otros habían muerto, o habían quedado atrás mutilados en guerras sin sentido, arrojados a precipicios oscuros de los que nunca volvieron. Se levantó pronto aquel día. No le gustaba aquella época del año, le recordaba otros momentos otrora felices. ¿Felices? no quería considerarse desagradecido con la vida, le quedaba lo que de verdad quería, ahora lo sabía, pero el dinero es demasiadas veces traidor, como todos aquellos que le utilizaron de cabeza de turco para escapar de la quema política y el oprobio social. Cogió una bolsa de tela, se subió el cuello del gabán raído y se fue de caza. En poco tiempo descubrió algo interesante. Aquello le podía servir. Con los ojos humedecidos recogió aquel oro en paño. Mañana era día seis, lo metió todo en la bolsa y se volvió apresurado hacia la casa. Cuando llegó al portal rebuscó en una esquina, allí estaba aún la caja que había dejado. Comenzó un rápido trabajo de ensamblaje. Aquí puede ir bien este brazo. Bonita, a ti tendré que ponerte un gorro. En poco tiempo quedó todo listo. Abrió los ojos con pereza y se movió con suavidad en la cama. Su padre aún dormía pero su madre se afanaba sobre el infiernillo requemando el pan duro para hacerlo pasar por una tostada. Se restregó los ojos, no lo podía creer, encima de su cama había una caja enorme, gigante envuelta en un bonito papel irisado. Corrió mudo, con la boca abierta de asombro. Tocó la caja con cuidado, como si fuera a desvanecerse pero no, era real. Se giró, su madre miraba el pan duro con lágrimas en los ojos. Cogió la caja con los brazos e hizo esfuerzo para levantarla y depositarla sobre el suelo. No pesaba. La caja estaba vacía, de hecho no tenía fondo. Sobre la cama había un pequeño paquete alargado envuelto en el mismo papel. Confundido lo abrió y vio un muñeco. Por fin, era cierto, hoy era día seis de enero. Abrió los ojos y se encontró en brazos de un niño. Observó a su alrededor, la casa en la que estaba parecía humilde pero por lo menos había logrado escapar de aquel destierro forzoso en la basura. Se fijó en su brazo, ahora era mucho más corto y musculoso que el otro pero se alegró de su injerto. Se levantó desganada de la cama y contraria a la costumbre bajó las escaleras despacio, al mayordomo al oírla justo detrás de él casi le da un vuelco el corazón. Ella, que siempre bajaba y subía la escalera corriendo y haciendo ruido, pero ahora no tenía ganas. Con gesto estirado el mayordomo la miró y le indicó sin palabras que la siguiera. Se colocó a su espalda y caminó detrás de él hasta la entrada de la puerta, cuando se retiró y le dejó ver lo que había delante se encontró con una caja enorme, gigantesca, envuelta en un papel con brillos iridiscentes. No se lo podía creer, por fin, era cierto, hoy era seis de enero.
  • 37. Corrió atropellada, casi se cae de la emoción tirándose encima de la caja. Dentro sonó un quejido. No, no podía ser, por fin le habían traído lo que siempre había querido. Empujó el paquete hasta que lo levantó, debajo, con cara de susto un chico, más o menos de su edad le miraba sentado sobre el suelo y abrazado a dos muñecos. Por fin tenía un compañero de juegos. Se odiaba, se odiaría cada segundo del resto de su vida por eso pero quería pensar que lo hacía por el bien de todos. Su hijo viviría la vida que se merecía en realidad no la que a su padre le había tocado vivir. Apretó con amargura el fajo de billetes en la mano, se levantó el cuello del raído gabán y enfiló sus pasos hacia la calle, al fondo se oían risas de niños.
  • 38. El último verso del haikú Resultaba irónico que la última visión en su vida fuera aquella. Pese al desasosiego no pudo evitar una sonrisa sardónica. Aquel tipo, el único que le daba pavor en aquella sala, sostenía un gran pincel de forma suave entre sus dedos, como presa de un rapto teresiano. Abriendo los ojos con gesto iracundo trazó con rapidez gruesas líneas de tinta negra sobre un pliego extendido en el suelo. Su vida parecía pender de un hilo y aquel personaje estaba sumido en un trance, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, delineando caracteres japoneses rodeado de sicarios gritones tatuados. No recordaba haberle visto hablar desde que le quitaron la venda de los ojos. Solo miraba con ojos tranquilos y daba órdenes con pequeños gestos y ligeros movimientos de cabeza. El resto aunque parecían actuar de forma errática se movían al son de las cejas del maestro. Echó un vistazo a la hoja de papel, debía ser un pliego de papel Xuan en el que la tinta se extendía y tomaba vida tocada por la varita mágica del Katame Fude. En aquellas manos parecía la batuta con la que dirigir los destinos de los tres desgraciados que apenas nos movíamos, con las manos atadas a las piernas tirados en un rincón de aquel sótano. Instinto de supervivencia, quizá si permanecíamos inmóviles se olvidarían de nosotros. Pero el destino parecía tener otros planes. El mismo que me llevó a aceptar con interés aquellas clases de caligrafía japonesa que me regalaron mis amigos más trendy: “Es lo último en Nueva York”. Valiente tontería aunque ahora no había lugar para lamentos estériles. Parecía que iba a pagar mi intento de parecer más cool con sangre. Lo comprendí cuando, pese a mis exiguos conocimientos de la lengua logré traducir los signos escritos: muerte y honor. El último verso del haiku Absurdo, tan estúpido como cautivador me pareció la idea de tatuarme el código bushido: camino del guerrero. Otra estrofa del haiku. Una frivolidad que tomó cuerpo, tinta y piel, en aquella silla del salón de tatuajes especializado en grafías orientales del que acabé saliendo a golpes, con una capucha en la cabeza y cinta americana unciendo mis manos. Castigo fugaz. La primera estrofa del haiku decoraba ahora mi antebrazo, ahí donde había decidido trascender mis ansias culturales más allá de las fronteras de un barrio que me ahogaba, un trabajo que me absorbía y una familia y convenciones sociales que había acabado por odiar.
  • 39. La clave estaba en el último verso del haiku. Muerte liberadora, honor fatuo y vanidoso. Hacía tiempo que nada, ni nadie podía rellenar los huecos en mi mente. Mis ojos, cegados por la tecnología parecían haber conformado un crisol insectívoro con ciento de pantallas, un video wall en la retina lleno de pequeñas imágenes, de fotografías instantáneas en movimiento, miraban pero no veían. Cientos de pantallas en blanco, ningún buscador de términos, ningún dios google. Fie la suerte a la tecnología y esta me empujó hasta aquel sótano. Fue una tontería, nunca lo había hecho antes, pero respondía aquel cuestionario que saltó en un pop up. Siempre tenía activo el filtro pero debió fallar con la última actualización del antivirus. La promesa de aquel tatuaje gratis en un estudio de referencia mundial acabó por condenarme. Solo fue necesaria una palabra, solo una respuesta, la clave del código del bushido. A todos aquellos que lo descubrieran les prometían ser arrancados de la vida, de la realidad por la hoja purificadora. Una hipérbole, toda una declaración de intenciones que tomé por una metáfora, pero parecía ser verídica. El honor, la lealtad era su bandera, el honor su paraíso, la muertes su código. Solo así lograrían salvar el mundo los elegidos, los supervivientes que dominarían la faz de la tierra. Me creí uno de ellos, harto de penar una existencia vacua. Creí que el terror y el respeto grabado en mi piel sería el vehículo para dominar a la masa, para salir del rebaño. Ni la euforia de las drogas lo había logrado antes y solo la tinta parecía tener la solución. Descubrí la clave en el último verso del haiku y certifiqué mi acierto al escuchar el roce sibilante, el tintineo metálico a mi espalda. El final se encontraba cerca, tan cerca como sentía la vibración de la katana cuando el tipo silencioso la acercó a mi cuello marcando el lugar elegido para el tajo fatal. Un momento zen en el que víctima y verdugo nos unimos en un solo ser, en elque sería aquel que había buscado cuando seguía el código samurái que habían marcado en mipiel. Castigo fugaz, muerte y honor. Cerré los ojos y me preparé para el desenlace fatal. Cumpliendo con el rito ancestral, morir ya no me importaba si era aquello lo que me habían reservado, el justo castigo. La hoja cayó con un movimiento circular. Cuando desperté abofeteado por aquellas rudas manos no sabía dónde me encontraba. Abrí los ojos con dificultad esperando encontrarme en otro lugar pero no, seguía postrado en aquel sillón. Un humo denso y azulado cubría el techo formando una nube compacta. Los olores del incienso y el pachuli aguijoneaban mi pituitaria. Tenía dolor de cabeza, los miembros abotargados y una sensación de abandono. En la esquina, casi como una estatua estaba el tipo que había sembrado el horror en mí. Me observaba con mirada ausente mientras aspiraba lentamente de una pipa alargada. Dejaba salir gruesas volutas de humo que ascendían caprichosas. Cuando me incorporé se rio con una sonrisa desdentada, inmediatamente habló con una voz estridente ametrallando el silencio de la habitación. A mi lado contestaron en la misma lengua.
  • 40. Me giré y sorprendido me encontré con uno de mis compañeros de cautiverio, en el que me había apoyado, sobre el que había derramado lágrimas. Movió la cabeza con gesto de satisfacción. –¿Te encuentras bien?– con gestos torpes me abría los párpados y miraba dentro como si leyera un libro– La vuelta del viaje siempre suele ser dura, sobre todo para alguien que no está acostumbrado. Tenía un fuerte acento asiático ¿De qué viaje me estaba hablando? –No sé de qué viaje me hablas… –Es normal, te costará aún unos minutos volver. Volví a hacer una prospección del sitio. Las paredes estaban llenas de dibujos y caracteres asiáticos, chinos o japoneses, no sabría diferenciarlos le parecían todos iguales. El vano de la puerta dejaba ver otras salas al fondo de donde salían humaredas compactas. El desdentado solo sonreía y sujetaba con delicadeza la pipa en sus manos mientras fumaba como una coracha. Cuando me acostumbré al humo pude ver a tipos que se movían nerviosos entre las habitaciones, todos llevaban el torso desnudo y completamente tatuado. Un reflejo inconsciente me hizo mirarme el antebrazo. Ahí seguía, solo, el único tatuaje que me había hecho nunca, la fecha de mi nacimiento en números romanos. El que me había preguntado se volvió a dirigir a mí. –¿Mejor? –Sí, creo que si ¿Qué estoy haciendo aquí? –No te preocupes ahora, irás recordando poco a poco. –Hace un momento estaban a punto de cortarme la cabeza con una katana– Me volví hacia la esquina y señalándole– Él, estaba a punto de cortarme la cabeza. Se rio. Maldita la gracia que tenía el condenado. –Efectos secundarios. Es normal es un psicotrópico muy fuerte.
  • 41. –¿Una droga? ¿Me estás diciendo que me he metido una droga y que he estado a punto de cagarme encima porque lo estaba flipando? –Es lo que venías buscando. No es fácil encontrarnos, hay que investigar mucho para lograr llegar hasta aquí. –Cojonudo, pero ¿Qué me he metido? –Vosotros lo conocéis con GM, Game Master es un derivado de la tetradotoxina. Fugu. -¿Fugu? ¿Game Master? –Fugu, si, pez globo. – ¡Qué mierda me has metido! –Tranquilo los efectos se pasan por completo en un par de días Entre brumas mentales comencé a invocar al único dios verdadero que conozco, el de la cordura aunque no parecía querer acudir presto a mí llamada. Tor me había llevado hasta aquel lugar. Llevaba días, semanas emponzoñado por el opio y la marihuana, probando todo lo que caía en mis manos hasta que encontré la solución en la Deep Web: Game Master una nueva droga de diseño que lograba implantar recuerdos falsos en la mente. Sobre estimulado, teniendo acceso a todo lo que quería, solo frenado por el dinero, necesitaba nuevas sensaciones, algo más allá, trascender la mente, el espíritu, el alma. Me lo creía todo. Internet lo tiene todo, Tor tiene más. Superé las barreras, insultos y amenazas y me planté en aquel laboratorio, enmascarado tras un salón de tatuajes donde se sintetizaba el GM. Me costó un buen fajo pero en apenas minutos estaba tumbado en aquella silla reclinable notando como mi cerebro se hinchaba hasta reventar. El pánico por la cercanía de la muerte había pasado, pero seguía observando con recelo a mis dos interlocutores que ahora mi miraban en silencio. Como en una especie de broma macabra me fijé en el que me había despertado. Con un cuidado difuminado llevaba tatuado en el brazo derecho la palabra muerte. Otro kanji esmerado silueteaba la palabra honor en el izquierdo.
  • 42. El hombre objeto –Hijo, no sé si es lo que deseas escuchar pero, ahí va, atento a las consecuencias. No quiero parecer insensible pero tú fuiste un hijo muy querido. –Hombre papá, eso es bueno. Se giró hacia su madre con gesto de sorpresa pero esta no levantaba la vista de la taza de tila. Su madre era lo único que sabía hacer cuando le atacaban los nervios. –Ya pero fuiste muy querido porque tu hermano tenía problemas médicos. Eres un hijo a la carta, la única posibilidad de salvar a tu hermano La mandíbula se le desencajó hasta casi tocar el suelo. Estupefacto solo le salió decir: –Joder papá, eso sí que no me lo esperaba. Es un golpe bajo –Hijo, has preguntado y yo te respondo. Ya sabes que prefiero ser claro, siempre he sido así toda la vida –Si papá, cristalino, pero ser un poquito más delicado no hubiera venido mal –Ya sabes cómo es tu padre… –Ya, ya. –Bueno y como estamos en este momento de confesiones, para que lo sepas, lo que esperamos de ti es que nos cuides cuando no hagamos mayores. No sabíamos cómo sería tu salud, si lograrías remontar tras los trasplantes y operaciones así que, por eso te animamos a que no estudiaras y fueras tú mismo Una mentira, había vivido una total y absoluta mentira toda su vida, una vida falaz y extraña. Solo le aguantaba porque esperaban que les cuidara en el futuro. Se sentía un humano programado, alguien con fecha de caducidad como un electrodoméstico. Su hermano se había llevado todo lo bueno, lo mejor, tampoco había pedido mucho. Su madre había procurado siempre que su educación fuera
  • 43. completa aunque espartana y su padre fue muy artero también con el cariño que le prodigaba, que no era mucho en realidad. Una madre nunca deja desamparado a un hijo y de alguna forma le preparó para ese día. Le ayudó a ser austero, poco proclive a las demostraciones de cariño, servicial, complaciente y ahora entendía por qué. En realidad era un simple hombre objeto, una caja de piezas y herramientas, un kit de montaje de órganos, vísceras y fluidos para un bien mayor, para la supervivencia de su hermano. Todos se quedaron callados, mirándose de hito en hito, sin saber que hacer o que decirse. Estaba claro que algo había que hacer pero nadie era capaz. Al fin, él rompió el silencio: –Bueno por tanto, ¿qué me espera o qué debo esperar a partir de este momento? – ¿Esperar? ¿Es qué quieres algo?–dijo el padre saliendo de sus pensamientos. –Me ha costado unos minutos de adaptación, ya sabéis como soy para encajar este tipo de noticias, por un oído me entra y por otro me sale. Desde luego os habéis currado mi educación. –No pretenderás ahora reprocharnos que te hemos dado la vida. –Hombre no sé, pero podríais haber puesto un poco más de dedicación, ¿no? Al fin y al cabo solo me he llevado la peor parte. Me habéis sangrado, de forma literal, mi educación deja que desear frente a la de mi hermano y podría haberme enterado de todo esto de otra forma. Como al menos me habéis educado para no sufrir no sé si agradecerlo u odiaros por ello –Lázaro por favor, no digas eso Hubo un momento de silencio después de que hablara su madre, se sonrió y habló de nuevo –De hecho, ahora que has pronunciado mi nombre no deja de ser irónico ¿A quién queríais resucitar? A Juan, por supuesto. En fin repito, ¿cuál será mi vida a partir de este momento? –Sencilla, solo tienen que limitarte a vivir como hasta ahora, obedecernos y ser tú. –Vale, pero ¿me llevaré algo a cambio? – ¿Algo a cambio? –Sí, claro, no pretenderéis que esto sea igual que hasta ahora. Creo que mi sacrificio tiene o merece una recompensa.
  • 44. – Que quieres ¿dinero? Ya sabes… –Sí, ya sé que no hay mucho de dónde coger. – ¿Coger? Lo dices como si necesitaras algo, como si te faltara –Mamá, por faltar, me falta parte de la médula, un riñón, parte del hígado al menos hasta donde yo sé. No, no pienso robar solo quiero coger aquello que creo que en puridad me corresponde. – ¿Qué quieres entonces? Se quedó callado por un momento. Pensaba –Podríamos empezar por hacer una declaración de bienes, de los presentes y futuros, donde habéis invertido, planes de pensiones o seguros. -¿Pretendes fiscalizar nuestra vida? -No papá, no te pases, solo quiero saber con qué cuento para el futuro. Mal que os pese sigo siendo vuestro hijo y eso me da derecho a pedir sin ser exigente cierto número de cosas. Tendré que vivir en el futuro porque hasta el momento solo he sobrevivido. Bueno, me habéis hecho sobrevivir más bien. El silencio se volvió a adueñar del despacho del padre. Siempre hablaban de las cosas importantes allí. Su madre rumiaba todas aquellas palabras entre sorbo y sorbo de tila. El padre tenía el rostro carmesí por la ira y la indignación ¿Cómo se le podía ocurrir a su hijo pedirle nada? Él le había dado la vida. Solo con eso tenía que estarle eternamente agradecido. Qué clase de sanguijuela era –Bueno lleguemos a un acuerdo satisfactorio para todos. La casa mientras vivamos la podrás disfrutar como el dinero con el que contamos con condiciones, nada de gastos extra y solo los necesarios. – ¿Nada para mí? Debería corresponderme un sueldo – ¿Por qué? ¿Por cuidarnos? –Por supuesto –Por supuesto que no. Es tu deber tu obligación como hijo. Yo cuidé de tus abuelas hasta su muerte, como es lo normal. –Normal para ti. Somos de generaciones diferentes. Si me habéis creado y criado con un propósito, como un producto no sé porque os extraña que yo sea ahora mercantilista. Solo protejo aquello que es mío, para mí. No os voy a pedir nada fuera de lo común
  • 45. Iba hilvanando un plan, su plan, mientras hablaba. No estaba seguro de lo que quería o tan siquiera de si lo conseguiría pero se planteaba algo interesante. Su hermano, el virtuoso, el hacendoso, el inteligente y capacitado trabajaba pese a las buenas escuelas y universidades donde estudió como ingeniero junior en una empresa de energías renovables. Vamos que se estaba rompiendo el culo y ganaba apenas para subsistir con todo esto de la crisis, por eso y porque le costaba enfrentarse a los problemas. Era metódico, ordenado y con capacidad de análisis pero le faltaba ese punto por el que no era capaz de enfrentarse a algo desconocido con un punto de inconsciencia, con desprecio de las capacidades y convencionalismos sociales. Así apareció la idea, el germen de lo que quería hacer, al fin y al cabo estaba programado para ello: servir a los demás en su más amplio sentido. Seria profesional de ello, ofrecería servicios de vida. El tira y afloja de la negociación les dejó de nuevo en silencio. Casi podía oír chirriar el mecanismo de pensamiento de su padre en su cabeza, pero lo que pedía no era tan raro y su padre lo sabía, su madre como casi siempre callaba. Callaba y miraba al suelo. Su padre seguía de color bermellón repantingando en su sillón y con los puños apretados sobre el reposa brazos –Si me dejáis un par de días os presentaré un plan de negocio y lo entenderéis mejor. –Que dices de plan de negocios ¿Qué sabes tú de eso? –Papá, aunque os habéis esmerado en mi educación lo justo, no soy tonto y sé que es un plan de negocio. –Pues esperaremos ansiosos tu respuesta –Os lo aseguro, será algo que no podréis rechazar. Su madre levantó la vista y se le quedó mirando con intensidad –Hijo ¿Estás seguro de lo que quieres hacer? –Mamá lo repito, no soy tonto y creo que todos quedaremos contentos –Bueno, tú sabes lo que estás haciendo –No lo sabe –Si papá, se lo que voy a hacer. No te imaginas siquiera lo que soy capaz de hacer porque en realidad no me conoces, siempre he sido un objeto maleable a vuestro antojo y ahora que me rebelo y contesto estás asustado. No le deis vueltas pronto sabréis de que va la vaina.