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Las paredes se estucan para que no se vean las imperfecciones. Se empastan con grumos que mienten tapando lo
que se quiere esconder. Por eso este es un país al gotelé, con sus muros estucados antes de alisarlos o derribarlos,
con sus paredes grumosas porque es la manera que encontramos para esconder nuestras vergüenzas. Debajo de la
pintura gruesa vamos dejando las fisuras, lo que no se entiende y el miedo a romper los marcos que nos contienen.
Pensamos que podíamos aparcar el cuestionar las cosas debajo de las capas y ahora nos encontramos con tabiques
llenos de preguntas enquistadas y de grietas a punto de enseñar nuestras roturas. Y es tarde para remendar nuestras
costuras con pasta niveladora porque las fallas se abren como heridas profundas. Dejamos un relieve tapando la vida
que escuece y en los coágulos guardamos los suspiros. Enterramos las angustias en los esmaltes porque había que
estar a lo importante, a empapelar ilusiones con una Constitución incuestionable, libertad sin ira. Nos pintamos de
transición sin haber lijado las motas toscas. La reconciliación regalaba un olvido debajo de las gotas. Ahí se
quedaron las víctimas del franquisrno y la reparación de la memoria. El barniz de la impunidad fue más fuerte que
los aromas de justicia. Encapsulamos la posibilidad de que el sistema fuera otro porque el miedo al abismo
paralizaba las espátulas, la monarquía parlamentaria era la única manera de pintar. A las voces críticas se les
escupía pintura encima. Por no lijar y desvelar deficiencias se dejaron debajo del gotelé. Así silenciamos la falta de
igualdad entre las personas y los privilegios de algunas de ellas, los subterfugios por donde se escapa la transpa-
rencia, las facilidades de los poderosos para que su sentido de estado pudiera respaldar sus chanchullos, el dudar del
sistema de representación parlamentaria, la crítica institucional y los despeñaderos a los que nos conduciría la
tiranía capitalista. No todas las casas tenían alfombras bajo las que esconder nuestra cochambre. Por eso se aprove-
charon las paredes en las que despojarse de las miserias que manchan y se cubrieron con una superficie lustrosa, con
una vida al gotelé.
De tanto esconder todo lo que acordarnos no decirnos ahora tenemos un estucado tan grueso que nos araña los
espacios, que nos cercena nuestros lugares y pese a todo el revestimiento de ese enyesado de apariencia acicalada,
va aflorando toda la mugrienta inmundicia que pretendimos amortajar. Porque la chapuza de los cimientos no
importaba mientras que supiéramos guardar las apariencias. Y ahora esta vida estucada se va tiznando de moho y
humedades, la bazofia ya no nos cabe y va resquebrajando todas las molduras que nos contienen.
Lo que tendríamos que hacer es quitar el gotelé a la vida política. Rascarnos el apelmazamiento, quitarnos los
grumos punibles, pulirnos los desvaríos, y sobre una superficie lisa, imperfecta pero sin escondite para las trampas,
empezar a dibujarnos sin camuflajes deshonestos ni ambages.
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  • 1. Las paredes se estucan para que no se vean las imperfecciones. Se empastan con grumos que mienten tapando lo que se quiere esconder. Por eso este es un país al gotelé, con sus muros estucados antes de alisarlos o derribarlos, con sus paredes grumosas porque es la manera que encontramos para esconder nuestras vergüenzas. Debajo de la pintura gruesa vamos dejando las fisuras, lo que no se entiende y el miedo a romper los marcos que nos contienen. Pensamos que podíamos aparcar el cuestionar las cosas debajo de las capas y ahora nos encontramos con tabiques llenos de preguntas enquistadas y de grietas a punto de enseñar nuestras roturas. Y es tarde para remendar nuestras costuras con pasta niveladora porque las fallas se abren como heridas profundas. Dejamos un relieve tapando la vida que escuece y en los coágulos guardamos los suspiros. Enterramos las angustias en los esmaltes porque había que estar a lo importante, a empapelar ilusiones con una Constitución incuestionable, libertad sin ira. Nos pintamos de transición sin haber lijado las motas toscas. La reconciliación regalaba un olvido debajo de las gotas. Ahí se quedaron las víctimas del franquisrno y la reparación de la memoria. El barniz de la impunidad fue más fuerte que los aromas de justicia. Encapsulamos la posibilidad de que el sistema fuera otro porque el miedo al abismo paralizaba las espátulas, la monarquía parlamentaria era la única manera de pintar. A las voces críticas se les escupía pintura encima. Por no lijar y desvelar deficiencias se dejaron debajo del gotelé. Así silenciamos la falta de igualdad entre las personas y los privilegios de algunas de ellas, los subterfugios por donde se escapa la transpa- rencia, las facilidades de los poderosos para que su sentido de estado pudiera respaldar sus chanchullos, el dudar del sistema de representación parlamentaria, la crítica institucional y los despeñaderos a los que nos conduciría la tiranía capitalista. No todas las casas tenían alfombras bajo las que esconder nuestra cochambre. Por eso se aprove- charon las paredes en las que despojarse de las miserias que manchan y se cubrieron con una superficie lustrosa, con una vida al gotelé. De tanto esconder todo lo que acordarnos no decirnos ahora tenemos un estucado tan grueso que nos araña los espacios, que nos cercena nuestros lugares y pese a todo el revestimiento de ese enyesado de apariencia acicalada, va aflorando toda la mugrienta inmundicia que pretendimos amortajar. Porque la chapuza de los cimientos no importaba mientras que supiéramos guardar las apariencias. Y ahora esta vida estucada se va tiznando de moho y humedades, la bazofia ya no nos cabe y va resquebrajando todas las molduras que nos contienen. Lo que tendríamos que hacer es quitar el gotelé a la vida política. Rascarnos el apelmazamiento, quitarnos los grumos punibles, pulirnos los desvaríos, y sobre una superficie lisa, imperfecta pero sin escondite para las trampas, empezar a dibujarnos sin camuflajes deshonestos ni ambages. Es largo, pero podíamos recortarlo…