1. De acuerdo a un estudio de la Universidad de California, el voto en
México es 18 veces más alto que el promedio de Iberoamérica en
términos de financiamiento público. Por ejemplo, cada sufragio cuesta
aquí 17 dólares, comparados con 29 centavos de dólar en Brasil, 41
centavos de dólar en Argentina y 2 dólares en Colombia.
El mismo estudio señala que el promedio de gasto electoral en la
región es de 123 millones de dólares contra 465 millones en México.
A pesar de las presiones de movimientos ciudadanos, analistas
políticos y líderes de opinión por disminuir los costos, la reforma
electoral de 2007 fue una simulación. La fórmula de asignación de
recursos públicos para los partidos representó un ahorro magro.
Además, se transmitieron en 2009 más de 23 millones de spots de
febrero a julio, contra 800,000 durante 2006.
¿Cómo llegamos a este punto? Durante los años noventa del siglo
pasado, las reformas electorales otorgaron recursos públicos a los
partidos para tener condiciones de competencia equitativas. Hoy día el
financiamiento sirve, entre otras cosas, para afianzar grupos
clientelares al interior de los partidos. Y es ejercido con alta
discrecionalidad.
¿Es factible reducir el gasto de los partidos? Desde mi punto de vista
podría serlo si pensamos en reformas previas a manera de
condiciones necesarias. Lo anterior, por dos razones:
En primer lugar, la fórmula de asignación de recursos está plasmada
en la Constitución Política. Su reforma necesitaría la aprobación de las
dos terceras partes del Congreso de la Unión y la ratificación de la
mitad más una de las legislaturas locales. Es fantasioso suponer que
los partidos reducirán su financiamiento si no son responsables
electoralmente de cuanto hacen o dejan de hacer.
Deseo recurrir a un principio de mercadotecnia para explicar la
segunda razón. Cuando se lanza un producto al mercado, las
campañas introductorias son costosas por la necesidad de
posicionarse. Los gastos se concentran en exposición mediática y
mensajes que capturen la atención.
2. Una vez ganado el posicionamiento, las campañas subsecuentes son
más baratas, basándose en la identificación entre los consumidores.
Por ello se usarán frases que recurren a la familiaridad como,
digamos, “fórmula mejorada”.
Este principio se aplica para los gastos de campaña en una
democracia que tiene políticos responsables. Por ejemplo, si un
diputado novato desea continuar con su carrera, debe posicionarse
ante el electorado para ganar la identificación y apoyo necesarios para
reelegirse. De esa forma presentará iniciativas e ingresará a las
comisiones que correspondan a los intereses de su distrito, además de
involucrarse en actividades de gestoría para dar resultados. Esto
también aplica para otros funcionarios electos, como los alcaldes.
Por lo tanto nuestros candidatos requieren de tantos recursos, los
cuales se gastan mayormente en los medios, porque así lo exigen los
arreglos institucionales: cada tres años se tienen que realizar cientos
de campañas introductorias.
Para concluir, si de verdad se desea un cambio en materia de
financiamiento, es necesario pensar en la reelección inmediata de
legisladores y alcaldes a manera de precondición. Hay que ser claros:
esta reforma no traería en automático los beneficios esperados, pero
sin ella garantizamos que nunca se aprueben.
Si tuvieran que presentarse a sus electores para ser nuevamente
electos, se verían obligados a acotar sus privilegios. Además los
electores tendrían otros elementos para evaluarlos más allá de las
dádivas y las promesas. Es hora de centrar el debate si no queremos
quejarnos de lo mismo cada tres años.