Este resumen describe la historia de Keawe, un hombre de Hawaii que compra una botella mágica de un extraño hombre por $50. La botella contiene un diablo que concede los deseos de quien la posee. Después de probar varias veces los poderes de la botella, Keawe desea una hermosa casa, la cual recibe junto a una gran herencia. Más tarde vende la botella a su amigo Lopaka para probar sus poderes, quien desea una goleta.
Prueba de evaluación Geografía e Historia Comunidad de Madrid 2º de la ESO
El Diablo de la Botella- Stevenson Robert Louis
1. El diablo en la botella
ROBERT LOUIS STEVENSON
Digitalizado por Analia (junio 2002)
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2. Se llamaba Keawe y había nacido en Hawaii. Era un hombre pobre, inquieto y valiente;
sabía leer y escribir como un maestro de escuela y era un marino de primera que había
navegado en los barcos de vapor de la isla y había gobernado un bote ballenero.
Después de navegar por todas las costas quiso ver más mundo, quiso ver las ciudades
extranjeras, quiso ver qué había más allá de sus playas, y se embarcó en un buque que
partía para San Francisco.
San Francisco es una ciudad grande, con un espléndido puerto. Tiene una hermosa
colina llena de mansiones donde vive gente muy rica. Por aquellas colinas paseaba un
día Keawe, contento por tener buen dinero en los bolsillos, mirando esas casas una más
linda que la otra.
«Hermosas casas -pensaba Keawe-. Deben de ser muy felices los hombres que viven sin
preocuparse por el futuro».
En eso seguía pensando cuando llegó frente a una casa, tal vez más chica que las otras,
pero tan hermosa y bien terminada que parecía de juguete. Los escalones tenían el brillo
de la plata, los bordes del jardín eran guirnaldas de flores y las ventanas resplandecían
como diamantes.
Keawe se paró frente a la casa, entusiasmado.
Mientras la miraba vio que detrás de una de las ventanas un hombre lo miraba a él.
Keawe podía verlo tan claramente como se ve a los peces en el agua de los arrecifes.
Era un hombre mayor, calvo, de barba negra, con un gesto de tristeza.
Keawe miraba al hombre, el hombre miraba a Keawe, y cada uno envidiaba la suerte del
otro.
De pronto el hombre sonrió, hizo señas a Keawe de que se acercase, y salió a recibirlo.
-Esta hermosa casa es mía -dijo suspirando-, ¿le gustaría conocerla?
La recorrieron desde el sótano hasta el altillo, y en la casa no había nada que no fuera
perfecto.
-Es muy hermosa -dijo Keawe-, en una casa así yo estaría siempre contento, no entiendo
por qué suspira usted.
-Nada le impide tener una casa todavía mejor. Supongo que tendrá dinero.
-Tengo cincuenta dólares, y eso no es para pensar en una casa así.
-Lástima que no tenga más -dijo el hombre-, porque podría tener problemas en el futuro,
pero es suya por cincuenta dólares.
-¿La casa?
-No, la casa no. La botella. Toda mi riqueza ha salido de una botella de apenas un poco
más de cuarto litro. Mírela.
Abrió un mueble cerrado con llave y sacó una botella panzona y de cuello largo. El
vidrio era blanco como la leche, con vetas de colores tornasolados. Algo como una
sombra en un fuego se movía adentro.
-Esta es la botella -dijo el hombre, y al ver que Keawe se reía, añadió-: ¿No me cree?
Trate de romperla.
Keawe la tiró al piso y la botella rebotó como una pelota. La arrojó con más fuerza, pero
nada.
-Qué raro -dijo-, la botella parece de vidrio.
-Es de vidrio -dijo el hombre-. Pero de un vidrio templado en los infiernos. En ella vive
un diablo, y supongo que lo que se ve moverse debe ser su sombra. El hombre que
compre esta botella tendrá el diablo a su servicio, y todo lo que desee, amor, fama,
dinero, casas como ésta, la ciudad entera, lo conseguirá al momento. Napoleón llegó a
ser dueño del mundo cuando la tuvo, pero al fin la vendió y fue derrotado. El capitán
Cook también la tuvo, y gracias a ella descubrió tantas islas. Cuando la vendió encontró
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3. la muerte en Hawaii. Una vez que se vende desaparece la protección y, salvo que se esté
contento con lo que se tiene, vendrán las desgracias.
-¿Y usted habla de venderla?
-Tengo todo lo que deseo y me estoy poniendo viejo. Y lo único que el diablo no puede
conceder es una vida más larga. Además no puedo ocultarle que hay un grave
inconveniente en tener la botella: si el dueño muere antes de venderla arderá para
siempre en el infierno.
-Me puedo arreglar sin una casa -dijo Keawe-, pero no me gustaría quemarme en el
infierno.
-Un poco de riesgo vale la pena. Se puede usar el poder del diablo con moderación,
vender la botella, y seguir viviendo con todas las comodidades.
-Hay dos cosas que me resultan extrañas: una, que usted se lo pasa suspirando como un
muchacho enamorado, la otra es que vende la botella muy barata.
-Ya le dije que estoy envejeciendo, y tengo que deshacerme de la botella antes de morir.
En cuanto al precio, hay algo que tengo que explicarle. Hace mucho tiempo, cuando el
diablo la trajo a la tierra, la botella era extraordinariamente cara. El primer comprador
fue el Preste Juan, ese legendario personaje medieval, y pagó el equivalente a muchos
millones de dólares. Pero sólo se la puede vender por menos dinero del que ha costado,
de lo contrario la botella regresa como una paloma mensajera. A lo largo de los siglos el
precio fue disminuyendo, la botella es ahora notablemente barata. Eso sí, el pago debe
ser hecho en moneda contante y sonante.
-¿Cómo puede saber que todo lo que usted dice es cierto?
-Muy sencillo. Déme sus cincuenta dólares, tome la botella, y pida que los cincuenta
dólares vuelvan a su bolsillo. Si no vuelven rompemos el trato y yo le devuelvo el
dinero.
-Bueno, eso no puede perjudicarme. Keawe entregó el dinero y el hombre le dio la
botella.
-Diablo de la botella -dijo Keawe-, quiero otra vez mi dinero.
Apenas terminó de hablar sintió su bolsillo tan lleno de monedas como antes.
-Ya no quedan dudas, es una botella maravillosa -dijo Keawe.
-Y ahora, querido amigo, muy buenos días y que el diablo lo acompañe -dijo el hombre.
-Espere, no me gusta este juego, tome su botella.
-Usted la compró por menos de lo que yo pagué por ella. Ahora es suya y no tenemos
más que hablar. Sólo deseo que se marche.
Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo y con la sensación de haber
sido engañado. Entonces contó su dinero. La suma estaba completa: cuarenta y nueve
dólares en moneda norteamericana y una moneda chilena. Eso era lo que tenía antes de
hacer el trato.
-Esto resultó cierto, ahora probaré otra cósa -se dijo mientras miraba las calles vacías de
gente aunque era mediodía.
Dejó la botella en una cuneta y se alejó. Dos veces se volvió para mirar. La botella
panzona, lechosa, seguía donde la había dejado. Miró por tercera vez y dobló en la
esquina. En ese momento sintió algo en el codo: el largo cuello de la botella salía del
bolsillo de su chaquetón de marino.
-Esto también parece cierto -pensó Keawe.
Decidido a seguir probando compró un sacacorchos en un bazar y en un lugar apartado
trató de destaparla. El tirabuzón entró y salió, pero el corcho seguía tan entero como
antes. Keawe comenzó a temblar y sudar. La botella lo estaba llenando de miedo.
Cuando regresaba al puerto vio una tienda de antigüedades con todas las clases de cosas
que los marineros cargan en sus cofres: deidades paganas, monedas antiguas, dibujos
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dólares.
El hombre de la tienda al principio rió, pero los colores de la botella brillaban bajo el
blanco lechoso, y estaba esa extraña sombra que se agitaba en su interior... Después de
regatear un rato, el tendero pagó sesenta dólares y puso la botella en la ventana.
-Bueno -se dijo Keawe mientras regresaba a su barco-, vendí por sesenta lo que compré
por cincuenta, vamos a ver si esto también es cierto.
Apenas llegó a su camarote abrió su bolso de viaje. Ahí, como esperándolo, estaba la
botella.
Lopaka, su compañero de camarote, lo encontró con los ojos fijos mirando dentro del
bolso.
-¿Te pasa algo? -preguntó. Keawe le contó toda la historia.
-Es muy extraño -dijo Lopaka-, pero una cosa está bien clara, ya se sabe cuáles son los
problemas que trae. Ahora te falta saber cuáles son los beneficios, y si se cumplen tus
deseos yo mismo te compraré la botella. Así podré tener una goleta para comerciar en
las islas.
-Lo que yo quiero -dijo Keawe- es tener una hermosa casa con jardines, en la costa de
Kona. Una casa donde el sol entre por las ventanas y que tenga cuadros en las paredes y
adornos y alfombras, igual a la casa en que estuve hoy. Deseo vivir contento en una casa
así.
-Si todo sale bien, te compraré la botella. Y yo tendré una goleta.
A los pocos días el barco regresó a Honolulu, con Keawe, Lopaka y la botella. La
primera noticia que dieron a Keawe cuando pisaron tierra fue que habían muerto su tío y
su primo y que él recibiría una herencia.
-Vayamos a ver al abogado -dijo Lopaka. En el estudio se enteraron de que Keawe re-cibiría
una fortuna, lo que hizo exclamar a Lopaka:
-¡Es el dinero para la casa!
-Si está pensando en hacer una casa -dijo el abogado-, aquí tienen la tarjeta de un nuevo
arquitecto del que cuentan maravillas.
Sin perder tiempo fueron a verlo. Sobre la mesa se desplegaban varios planos de entre
los que el arquitecto sacó uno.
-¿Quieren algo fuera de lo común? ¿Qué le parece éste? -dijo desplegando un proyecto.
Apenas pudo reprimir un grito. Era el dibujo exacto de lo que él tenía en la mente. «Es
la casa que quiero -pensó- y si tomo lo malo también voy a tomar lo bueno».
Keawe dijo todo lo que debía tener la casa, los muebles, los cuadros, los adornos sobre
las mesas. El arquitecto preguntó detalles, hizo cálculos, sumó y restó. Cuando terminó
dijo la misma suma que acababa de heredar.
«Está claro que voy a tener esa casa quiera o no -pensó Keawe- y que proviene del
diablo. Pero de una cosa estoy seguro, no volveré a desear nada mientras tenga esta
botella en mi poder.»
Terminaron los arreglos y firmó un contrato con el arquitecto dejando todo en sus
manos.
Keawe y Lopaka tomaron un barco con rumbo a Australia y dejaron pasar el tiempo
acordado para la terminación de la casa. Cuando regresaron estaba lista. De inmediato
se dirigieron hacia el lejano lugar elegido.
La casa se levantaba al pie de la montaña y era visible desde el mar. Por encima se
elevaba un bosque hasta las nubes y la rodeaban jardines con todas las flores y plantas
de papaya y árboles del pan. Desde las habitaciones con amplios balcones podían verse
los barcos que pasaban navegando. En ninguna parte del mundo existían cuadros con
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y delicados.
Cuando terminaron de recorrer y admirar toda la casa, Keawe y Lopaka se sentaron a
descansar.
-¿Es así como lo habías pensado? -preguntó Lopaka.
-Mejor que todo lo que soñé. Mucho mejor.
-Hay que pensar una cosa, todo esto podría ser absolutamente natural, y existe la
posibilidad de que la botella no haya tenido nada que ver. Si yo la comprara y no lograse
mi goleta, habría metido las manos en el fuego por nada. Creo que no me negarás una
prueba más.
-Ya fui demasiado lejos -dijo Keawe- y juré que no recibiría más favores del diablo.
-Todo lo que quiero es ver al propio diablo. Después, aquí tengo el dinero preparado, te
compraré la botella.
-Soy un hombre de palabras, y aquí está el dinero prometido.
-Yo también tengo curiosidad -dijo Keawe-Señor diablo, queremos verlo.
Apenas terminó de hablar, veloz como una lagartija, el diablo se asomó y volvió a
meterse en la botella. Keawe y Lopaka quedaron como de piedra. Ya había anochecido
cuando pudieron volver a hablar. Lopaka entregó el dinero y tomó la botella.
-Soy un hombre de palabra -dijo Lopaka-. Si no lo fuera, no tocaría esta botella ni con la
punta del pie. En cuanto logre mi goleta y algunos dólares me libraré para siempre de
ella.
Esa noche Keawe casi no pudo dormir, pero la mañana radiante y su nueva casa tan
agradable le hicieron olvidar sus temores.
Los días comenzaron a pasar y eran de una continua alegría para Keawe. Los paseantes
admiraban la casa y eran invitados a conocerla. Su fama se extendió rápidamente y se la
conoció con el nombre de Ka-Hale-Nui, la casa grande; a veces también se la llamaba la
casa resplandeciente.
Pasado un tiempo Keawe fue a visitar a unos lejanos amigos. Con ellos pasó la noche,
pero apenas amaneció quiso volver a su casa. Se despidió y cabalgó con toda la rapidez
posible.
En la mitad del camino vio a lo lejos a una muchacha que se bañaba a la orilla del mar.
Cuando llegó al lugar la muchacha terminaba de vestirse y estaba parada en la arena.
Era hermosa y sus ojos brillaban con una mirada amable. Keawe se acercó y detuvo su
caballo.
-Creía conocer a todos los que viven aquí -dijo-, ¿cómo es que nunca te había visto?
-Soy Kokua, hija de Kiano -dijo la muchacha-, y acabo de volver de Oahu. Yo tampoco
te conozco.
-Ya te diré quién soy -dijo Keawe bajando del caballo-, pero antes quiero saber una
cosa: ¿estás casada?
-Son muchas preguntas -dijo Kokua riendo-, y me toca preguntar a mí, ¿estás casado?
-No -dijo Keawe-, y hasta este momento no había pensado en casarme.
Así comenzó el galanteo de Keawe y los dos jóvenes se enamoraron. Keawe hizo volar
su caballo montañas arriba y llegó cantando a la casa resplandeciente. Se sentó y comió
en el amplio balcón, cantando entre bocado y bocado.
Se hundió el sol en el mar, vino la noche, y Keawe recorría los balcones, su canto se
perdía en lo alto de la montaña y lo escuchaban los marineros de los barcos.
El canto de Keawe se seguía escuchando desde lejos mientras se desnudaba para
bañarse. Eran canciones alegres, canciones de un hombre enamorado que siente que
tiene todo lo que hace falta para ser feliz. Repentinamente los cantos cesaron en la casa
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descanso desde un extremo al otro de las habitaciones.
Keawe, al desnudarse, había descubierto una extraña mancha en su cuerpo, y él sabía lo
que esa mancha significaba. Tenía lepra. Por eso había dejado de cantar. Porque
significaba abandonar su casa y sus amigos y tener que internarse en el destierro de la
isla de los leprosos. ¡Y él que acababa de encontrar el amor y se sentía dueño de la
felicidad!
Caminó como un desesperado de ida y de vuelta sin conseguir ordenar sus
pensamientos. Sentía que podría abandonar su patria, abandonar su casa, sus amigos,
toda su riqueza. No tema miedo de morir abandonado en la isla de los enfermos, pero lo
que no podía admitir era abandonar a Kokua, que parecía haber salido del mar para que
él la encontrara.
Tarde, después de medianoche, se acordó de la botella. Recordó el día que el diablo
salió de la botella y sintió que se le helaba la sangre.
«Es espantosa esa botella -pensó-, espantoso el diablo y horribles las llamas del
infierno, ¿pero qué otra esperanza me queda? Si me animé a hacer un pacto por una
casa, ¿cómo no habría de hacerlo de nuevo por el amor de Kokua?»
Esa noche no pudo dormir. Apenas amaneció ensilló su caballo bajo una lluvia
torrencial y se encaminó al puerto a tomar el vapor que lo llevaría a Honolulu. Allí
podría encontrar a Lopaka.
Cada vez que llegaba el vapor los lugareños se reunían para esperarlo. Amontonados
bajo los aleros bromeaban contando las novedades del día. Keawe se sentó entre ellos,
pero no tenía ganas de hablar, y miraba sin ver la lluvia que caía sobre las casas y el
oleaje que azotaba las rocas. Sentía un nudo atroz en la garganta.
-Keawe, el de la casa resplandeciente, hoy está de mal humor -corrió un murmullo.
Cuando llegó el vapor un bote ballenero lo llevó a bordo. Estaba lleno de gente que
paseaba y en la parte delantera se transportaban toros salvajes de Hilo y caballos de
Kau. Apartándose de todos Keawe fue a sentarse solo, mirando hacia la costa donde,
muy a lo lejos, se veía la casa de Kokua.
La oscuridad fue cayendo y se encendieron las luces de los camarotes. Los viajeros se
sentaron, jugaron a las cartas, bebieron, descansaron, pero Keawe caminó por cubierta
toda la noche, y todo el día siguiente siguió paseándose de un lado al otro como un
animal salvaje en una jaula.
Al caer la noche llegaron a los muelles de Honolulu. En medio de una multitud Keawe
bajó a tierra y comenzó a preguntar por Lopaka. Según las informaciones Lopaka había
adquirido una goleta -la mejor que había en las islas-, y había partido en busca de
aventuras hacia Pola-Pola o Khaiki. No sería posible encontrarlo.
Buscando alguna referencia recordó que Lopaka tenía un amigo abogado y preguntó por
él. Le contestaron que ese abogado, de improviso, se había convertido en una persona
muy rica y que tenía una hermosa casa nueva en la playa de Waikikí. Este fue un dato
que le interesó. Tomó un coche de alquiler y se dirigió a la dirección del abogado.
La casa era nueva con un jardín lleno de árboles jóvenes. El abogado, cuando apareció
en la puerta, parecía un hombre contento.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Usted es amigo de Lopaka, y Lopaka me compró cierto objeto que yo desearía
encontrar de nuevo. Tal vez pueda darme informes.
El rostro del abogado se volvió sombrío.
-Este es un asunto del que no me gusta hablar, y del que además ya he perdido la pista,
pero puedo darle algunos datos para que usted los siga.
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7. Durante varios días Keawe peregrinó por la ciudad repitiendo la misma escena.
Encontró ropas nuevas, carruajes, hermosas casas y gente muy contenta. Pero cada vez
que hablaba del asunto los rostros se ensombrecían.
«Voy por buen camino -pensaba Keawe-, esos carruajes, esas mansiones, son regalos
del diablo, y esas caras contentas son de los que se libraron de la maldición. Cuando vea
rostros pálidos y escuche suspirar sabré que estoy cerca de la botella.»
Por fin llegó a una casa en la calle Britania. Los indicios eran los de siempre: la casa
nueva, el hermoso jardín, las luces que brillaban en el interior, pero el joven que
apareció estaba pálido como un cadáver, ojeroso, y una mirada desesperada como la del
que aguarda la horca.
«Aquí es, con seguridad» -pensó Keawe.
-Vengo a comprarle la botella -dijo sin dudar.
-La botella. ¡Quiere comprarla! -dijo el joven, apoyándose en la pared.
Tomando a Keawe del brazo lo hizo pasar. Sirvió dos vasos de vino y lo invitó a
sentarse.
-Sí, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio ahora?
El joven dejó caer su vaso y miró a Keawe como si fuera un fantasma.
-El precio -balbuceó-, ¡el precio! ¿No sabe cuál es el precio?
-Eso es lo que pregunto. ¿Ocurre algo con el precio?
-Ha bajado mucho... -dijo tartamudeando.
-Bueno, tendré que pagar menos, ¿cuánto le costó?
El joven estaba blanco como un papel.
-Dos centavos -contestó al fin.
-¿Dos centavos? Eso quiere decir que sólo la podrá vender en un centavo... y el que la
compre...
Las palabras murieron en la boca de Keawe. El que la compra ya no podría venderla de
nuevo, tendría que cargar con la botella hasta el fin de sus días, y después...
El joven cayó de rodillas, desesperado.
-Cómprela, por favor, cómprela. Y quédese con toda mi fortuna. Yo estaba desesperado
cuando la compré. Estaba loco, me esperaba la cárcel por haber robado dinero donde
trabajaba.
-Pobre infeliz, ¿usted cree que yo puedo vacilar cuando se trata del amor? Déme la
botella y el cambio que seguramente ya tiene preparado. Aquí tiene una moneda de
cinco centavos.
Como Keawe había supuesto, el joven ya tenía las monedas preparadas en un cajón. La
botella cambió de dueño, y apenas los dedos de Keawe la apretaron formuló su deseo de
estar sano.
Cuando llegó a su habitación se desnudó ante el espejo. Su piel estaba completamente
limpia. Pero apenas había terminado de mirarse sus ideas cambiaron, y empezó a pensar
que ahora estaba atado al diablo de la botella para toda la vida y que, después, lo
esperaban las llamas del infierno.
Cuando se sobrepuso un poco se dio cuenta de que ya era de noche y que una orquesta
tocaba en el hotel. El miedo a quedarse solo lo hizo ir a juntarse con la gente. Entre
caras felices caminó de un lado a otro escuchando melodías, pero no pudo dejar de oír el
crepitar de las llamas ni de ver el fuego rojo de los abismos. La orquesta tocó una
canción que él había cantado junto con Kokua, y sintió que recobrara su valor.
«Ya está hecho -pensó-. Una vez más tomaré lo bueno como tomo lo malo.»
Volvió a Hawaii en el primer vapor, se casó con Kokua tan pronto como fue posible y la
llevó a vivir a la casa resplandeciente.
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8. Mientras estaban juntos todo era felicidad para Keawe, pero apenas se quedaba un
momento solo volvía el crepitar de las llamas y veía los fuegos del abismo.
Kokua era una muchacha alegre y feliz, llena de cantos y risas, y en la casa
resplandeciente, entre tantas luces, ella era la que más brillaba.
Keawe la miraba y escuchaba con alegría, pero luego se apartaba para esconderse en los
rincones y llorar recordando el precio que había pagado por la felicidad. Después se
lavaba la cara, se unía a las canciones de Kokua y se esforzaba por reír con naturalidad.
Así llegó el día en que los pies de la muchacha dejaron de moverse con alegría y sus
cantos se hicieron cada vez más raros. Ahora no era sólo Keawe el que se apartaba para
llorar. Cada uno buscaba un escondido rincón en cada extremo de la casa y daba rienda
suelta a su dolor.
Keawe estaba tan hundido en su desesperación que ni se daba cuenta del cambio de su
mujer, únicamente se alegraba de tener más tiempo de estar con su dolor y no tener que
poner una cara sonriente. Pero un día que pasaba silenciosamente vio a Kokua
cubriéndose el rostro con las manos y llorando con desesperación.
-Hay razones para llorar en esta casa -dijo-, pero daría mi vida para que fueras feliz.
-Cuando vivías solo en esta casa toda la isla sabía que eras un hombre feliz. Todos
hablaban de tu risa y tus cantos, pero desde que nos casamos parece haberse acabado
esa felicidad. ¿Qué me pasa que traje tanta sombra sobre mi amado?
-Pobre Kokua -dijo Keawe-. Mi pobre y hermosa muchacha. Pensé que podría
esconderte este dolor. Te contaré todo. Me tendrás compasión pero sabrás todo lo que te
quería y lo que te sigo queriendo.
Y Keawe le contó toda la historia.
-¿Y eso hiciste por mí? -dijo Kokua mientras lo abrazaba llorando.
-¡Ay, mi amor! -dijo Keawe-. Cuando pienso en el fuego del infierno no puedo dejar de
sentir que se me oprime el corazón.
-No repitas más eso. Ningún hombre puede ir al infierno por amar a Kokua. Te aseguro
que te salvaré con estas manos o moriremos juntos. ¿Dijiste que te había costado un
centavo de dólar? No todo el mundo es norteamericano; en Inglaterra hay monedas que
valen alrededor de medio centavo de dólar. Claro que eso no resuelve el problema, el
comprador estaría perdido. ¡Ya está!, en Francia hay monedas que valen la quinta parte
de un centavo. Ya tenemos la solución, Keawe. Vayamos a las islas francesas, vayamos
a Tahití tan rápido como sea posible. Tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos
céntimos, un céntimo; cuatro posibles ventas. Además, seremos dos vendedores.
-¡Mi amor, mi amor! -dijo Keawe-. No podía ser que mereciera un castigo por quererte
tanto. Mi salvación está en tus manos.
Al día siguiente, muy temprano, comenzaron los preparativos. Kokua puso la botella en
el fondo del bolso de viaje y guardó los vestidos más lujosos y las más valiosas joyas.
-Debemos parecer personas ricas -dijo-, si no, ¿quién creerá la historia de la botella?
Durante los preparativos Kokua estuvo alegre como un pájaro. Keawe sentía un peso
menos ahora que había compartido su secreto y tenía esperanzas. Parecía un hombre
nuevo, aunque por momentos le reaparecía algo del antiguo horror.
Viajaron hasta Honolulu. Desde allí a San Francisco, donde tomaron un barco hasta
Papeete, la principal ciudad francesa de las islas del sur.
Pensaron que lo mejor sería alquilar una hermosa casa.
Encontraron una frente a la del cónsul británico, un lugar adecuado para ostentar
riquezas y hacerse conocer por sus carruajes y caballos. Ninguna de estas cosas ofrecía
dificultad mientras tuviera la botella en su poder. Kokua era más osada que Keawe para
hacerlo, y no vacilaba en pedírselo al diablo cada vez que hacía falta un puñado de
dólares.
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9. Con ese tren de vida pronto se hicieron notar en la ciudad, y la pareja se convirtió en
tema de conversaciones que giraban sobre los caballos de Keawe y los espléndidos
trajes y joyas de Kokua.
Pronto comenzaron a ofrecer la botella, pero no era un asunto fácil de tratar. Resulta
difícil convencer a alguien de que se está hablando con seriedad cuando se ofrece la
fuente de la riqueza por cuatro céntimos. Además había que explicar los peligros de la
botella. Algunos desconfiaban y se reían, pero otros daban importancia a la parte
siniestra de la historia y se apartaban de Keawe y Kokua como de personas que tuviesen
un pacto con el diablo.
Lejos de ganar terreno, lo estaban perdiendo. Parecía que todo el mundo se hubiese
puesto de acuerdo para esquivarlos.
Comenzaron a sentirse deprimidos. Después de un día de fatigas se sentaban y
permanecían sin decir palabra, hasta que el silencio era roto por Kokua que comenzaba
a llorar.
Algunas veces oraban juntos, a veces sacaban la botella del armario y se quedaban toda
la noche mirando la sombra que revoloteaba en su interior. Esas noches tenían miedo de
irse a dormir, y cuando alguno era vencido por el cansancio, el otro, temeroso de estar
solo, salía a caminar por los jardines o por la playa para alejarse de la botella.
Una noche Kokua despertó y sintió a su lado la cama fría. Tuvo miedo y se sentó; la luz
de la luna alumbraba la botella que estaba en el piso. Afuera soplaba un viento que hacía
crujir los grandes árboles de la avenida. Las hojas secas se arremolinaban ruidosamente
en la terraza. Entre todos los ruidos Kokua distinguió otro, distinto y extraño, que tanto
podía ser de un hombre como de un animal, y que desgarraba el corazón al escucharlo.
Se levantó silenciosamente y miró el patio alumbrado por la luna. Allí estaba Keawe,
tirado boca abajo en la tierra y quejándose con desesperación.
El primer impulso fue correr a consolarlo, pero se contuvo.
«¡Qué tonta fui! -se dijo-. Es él quien corre este peligro eterno y no yo, es él quien tiene
esa maldición encima. Y todo fue por mi amor, por culpa del amor que me tiene. ¿Fui
tan tonta que no vi la obligación de una mujer que quiera a su hombre como yo lo
quiero? Alma por alma, que sea la mía la castigada.»
Se vistió en pocos minutos, tomó las monedas para el cambio que cada uno tenía
preparadas y salió a la calle. El viento arrastró pesadas nubes que ocultaron la luna. La
ciudad dormía. Kokua no sabía hacia dónde dirigirse cuando escuchó una tos entre las
sombras de los árboles. Un hombre viejo se apoyaba en un tronco.
-¿Qué hace usted afuera en una noche tan fría? -preguntó Kokua.
El viejo apenas podía hablar por la tos.
-Necesito un favor, señor, ¿podría usted ayudarme?
-¡Ah! -exclamó el anciano-. Así que usted es la bruja de las islas y trata de enredar a mi
pobre y vieja alma. He oído hablar de usted y no temo su maldad.
-Siéntese aquí -pidió Kokua-, y déjeme que le cuente una historia.
Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el final.
-Yo soy su esposa. Hemos llegado a un callejón sin salida. ¿Qué puedo hacer? Si yo
intentase comprarle la botella, se negaría a venderla, pero si va usted se la venderá con
el mayor gusto. Lo esperaré aquí, usted la comprará por cuatro céntimos y yo la
compraré nuevamente a usted por tres. No le faltarán fuerzas a esta pobre muchacha.
-Si usted quisiera engañarme -dijo el viejo-, creo que Dios la castigaría.
-Claro -dijo la muchacha-, pero yo no podría ser tan falsa como para engañarlo a usted.
-Déme los cuatro céntimos y espéreme aquí -dijo el anciano.
Cuando Kokua quedó sola en la calle las fuerzas la abandonaron. El viento que rugía en
las calles le pareció el crepitar de las llamas del infierno. A la luz del farol se
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Si hubiese tenido fuerzas suficientes habría huido. Si hubiese tenido aliento habría
gritado. Pero no tenía ni lo uno ni lo otro, y permaneció donde estaba, temblando como
una criatura asustada.
Después de un rato que le pareció eterno vio al viejo que regresaba con la botella en la
mano.
-Ya cumplí su encargo -dijo-. Dejé a su esposo llorando como un chico, hoy podrá
dormir tranquilo.
El anciano le alargó la botella.
-Antes de devolvérmela -dijo Kokua-, aproveche lo bueno de la botella y pídale que le
cure esa tos.
-Ya soy demasiado viejo y estoy muy cerca de la sepultura para aceptar ningún favor del
diablo. ¿Por qué no toma la botella? ¿Está dudando usted?
-¡No dudo! Concédame un momento, es mi mano la que resiste ante ese objeto maldito.
¡Sólo un momento!
El anciano miró a Kokua con compasión.
-Pobre jovencita. Usted está llena de miedo. Está bien, me quedaré con la botella. Soy
viejo y ya no podré ser feliz en este mundo. En cuanto al otro...
¡Démela! -dijo Kokua jadeante-. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan miserable
como para aceptar? Déme la botella.
-Dios te bendiga, jovencita -dijo el anciano, y le dio la botella.
Kokua la guardó entre sus ropas, se despidió del viejo y comenzó a caminar sin
importarle hacia dónde. Ahora todos los caminos eran iguales para ella: todos conducían
al infierno.
A ratos caminaba, a ratos corría desesperadamente y sus gritos se perdían en la noche o
caía en tierra y lloraba sin poder contenerse. Las llamas parecían querer devorar su
cuerpo.
Cerca del amanecer volvió a su casa. El viejo había acertado: Keawe dormía como una
criatura. Kokua se paró a su lado, mirándolo.
-Ahora te toca descansar -dijo para sus adentros-. Y después te tocará reír y cantar. Para
la pobre Kokua no habrá más cantos ni alegría.
Se dejó caer en la cama con un agotamiento tan grande que de inmediato quedó sumida
en el sueño más profundo.
Por la mañana, muy tarde ya, Keawe la despertó para darle la buena noticia. Tan
contento estaba que no reparó en lo mal que disimulaba Kokua su congoja. Las palabras
se anudaban en la garganta de Kokua, pero era Keawe el que hablaba y hablaba.
Tampoco comía nada, pero Keawe vaciaba los platos.
Keawe hablaba y comía y planeaba el regreso y le agradecía por haberlo salvado ya que
era ella quien había tenido todas las ideas. También se reía de ese pobre viejo que debía
ser un loco para comprar semejante botella.
-Parecía un viejo agradable -dijo-, pero vaya uno a saber, ¿para qué habría de querer la
botella?
-También podría haber tenido algún propósito noble -dijo Kokua.
Keawe rió con un gesto de disgusto.
-¡Qué tontería! Te aseguro que debía ser un viejo sinvergüenza, un viejo picaro que va a
tener grandes problemas para vender la botella. Ya era difícil venderla por cuatro
céntimos, por tres será imposible. El margen ya es demasiado pequeño y el asunto
comienza a oler a quemado. Es cierto que yo la compré en un centavo cuando no sabía
que habría monedas más chicas, pero mis angustias me enloquecían y nunca se dará otro
caso igual. El que tenga ahora la botella se la llevará a la fosa.
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11. -Amor mío -dijo Kokua-, ¿no es horrible salvarse a costa del dolor eterno de otro? Yo
no podría reír. Rezaría por el que tuviera la botella.
Keawe, sintiendo que todo lo que decía su esposa era verdad, se encolerizó más todavía.
-¡Tonterías! -gritó-. Tendrías que pensar un poco más en tu esposo.
Keawe salió de la habitación dejando sola a Kokua.
¿Qué posibilidad había de vender la botella en dos céntimos? Con seguridad, ninguna.
Y las cosas fueron empeorando. Ahora Keawe tenía apuro en regresar. Y regresar era
volver a un lugar donde no había esas pequeñas monedas.
Kokua ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que le quedaba. Encerrada en la casa,
cada tanto sacaba la botella para mirarla con un miedo atroz. Después, como con
repugnancia, volvía a esconderla.
Muchas veces Keawe quiso llevarla a pasear, pero Kokua parecía no poder salir de su
encierro.
-Me siento enferma y estoy agotada -contestaba-. No podría divertirme.
Pero al oír las excusas Keawe se enojaba cada vez más. Se enojaba con Kokua pensaba
que ella seguía dando vueltas con la situación del anciano; se enojaba consigo mismo
porque pensaba que Kokua tenía razón, y se avergonzaba de sentirse feliz.
-¡Este es tu cariño! -gritó Keawe-. ¡Tu esposo acaba de salvarse de la condenación
eterna y eso no te pone contenta!
Furioso, salió de la casa y pasó el día caminando por la ciudad. Cuando encontró
algunos amigos vio la posibilidad de distraerse y fueron a tomar unas copas. Alquilaron
un coche y siguieron visitando tabernas y bebiendo.
A pesar de todo Keawe no estaba contento. Él disfrutaba mientras su esposa estaba
triste, y sabía, en el fondo de su corazón, que ella tenía razón.
En la última taberna donde entraron se puso a beber junto a él un hombre brutal. Había
sido contramaestre de un ballenero, buscador de oro, desertor, prófugo de varias
prisiones. Era torpe y violento, le gustaba beber y ver cómo se emborrachaban los otros,
e instaba a Keawe a seguir bebiendo chocando las copas una y otra vez. Al cabo de un
rato a todos se les había acabado el dinero.
-Usted es rico -dijo el contramaestre borracho-. Yo conozco bien sus historias, tiene una
botella o no sé qué tontería.
-Sí -contestó Keawe-. Iré a mi casa y le pediré dinero a mi esposa, ella lo guarda.
-Hace usted muy mal, compañero. Nunca deje a nadie la bolsa con sus dólares y menos
a una mujer. Todas son traicioneras como el agua. Haría bien en vigilarla.
Las palabras quedaron dando vueltas en la cabeza de Keawe, que estaba atontado por lo
que había bebido.
«¿Será posible que me esté engañando? -pensó-. ¿Por qué, si no es así, está tan abatida
ahora que soy un hombre libre?»
Keawe regresó a su casa acompañado por el contramaestre. Al llegar a la esquina le
pidió que lo esperara. Había anochecido y dentro de la casa había luz, pero no se
escuchaba el menor ruido.
Keawe rodeó el jardín y abrió silenciosamente la puerta trasera.
Allí estaba Kokua sentada en el piso con una lámpara a su lado. Frente a ella estaba una
botella de un blanco lechoso, redonda y panzona y de cuello largo. Kokua la miraba y se
retorcía las manos.
Durante mucho tiempo Keawe quedó inmóvil en el umbral de la puerta, sin entender el
significado de lo que estaba viendo. Después el terror lo aprisionó, pensando que la
venta hubiese estado mal hecha y la botella estaba de vuelta como había pasado en San
Francisco. Sintió que las piernas no lo sostenían, y los vapores del vino se esfumaron de
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cara se le pusiera colorada.
«Tengo que asegurarme» -se dijo.
Cerró silenciosamente la puerta, volvió al frente de su casa, y entró haciendo ruido
como si recién acabase de llegar.
Cuando abrió la puerta de la habitación no había ninguna botella a la vista. Kokua
estaba sentada en un sillón y se sobresaltó como si acabase de despertarse.
-Estuve todo el día con unos amigos -dijo Keawe-, y vengo a buscar dinero para volver
con ellos.
Mientras hablaba abrió el cofre y saco un poco de dinero. De paso miró el rincón donde
antes guardaban la botella. Allí no había nada.
El mundo pareció dar vueltas en la cabeza de Keawe ahora que comprendía lo que había
pasado, «es lo que me temía -pensó-, ella la compró».
Logró dominarse, aunque un sudor helado le corría por la cara.
-Ahora vuelvo con mis amigos -dijo.
El dinero que Keawe había tomado era solo algunas monedas de un céntimo de las que
tenían preparadas desde la llegada. No necesitaba dinero para seguir bebiendo. Su
esposa había preferido perderse para salvarlo, ahora le tocaba a él sacrificarse.
En la esquina se hallaba el contramaestre esperándolo.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Keawe-, si no me ayuda a recuperarla no habrá mas
dinero ni vino.
-No me dirá que era en serio la historia esa de la botella...
-¿Acaso tengo cara de estar bromeando?
-Eso no. Está tan serio como un fantasma.
-Bueno, aquí tiene dos céntimos. Vaya a mi casa y ofrézcale las monedas a mi esposa,
que se la dará al instante. Tráigala y yo se la compraré por un céntimo. La regla es que
la botella debe ser vendida en un precio menor que el que se pagó. Suceda lo que suceda
no diga ni una palabra de que va de mi parte.
-Me pregunto si no se está burlando de mí -dijo el contramaestre.
-Aunque así fuese, todo esto no lo perjudica en nada.
-Eso también es cierto.
-Si duda de mí no tiene más que hacer una prueba. En cuanto salga de la casa pida que
su bolsillo se llene de dinero, o pida una botella de buen ron o lo que se le ocurra.
Entonces podrá ver lo que ha hace la botella.
-Muy bien, compañero. Probaré, pero si trata de divertirse conmigo yo me divertiré con
usted clavándole arpones en el cuerpo.
El hombre caminó hacia la casa y Keawe quedó en la esquina, esperando. Se hallaba
cerca del lugar donde su esposa había esperado la noche anterior y aunque su alma se
amargaba de desesperación no dudaba en seguir con sus planes hasta el fin.
Le pareció que el tiempo que pasaba era larguísimo, cuando oyó una voz que cantaba,
acercándose. La voz era la del contramaestre, no había ninguna duda, pero con muestras
de haber aumentado su borrachera.
El hombre llegó, tambaleante, hasta la luz del farol. Traía la botella del diablo en el
bolsillo y otra botella en la mano de la que bebía mientras caminaba.
-Bueno, consiguió la botella -dijo Keawe.
-¡No se me acerque! -gritó el contramaestre dando un salto hacia atrás-. Un solo paso y
le romperé la cabeza. Pensó que podía tomarme por estúpido.
-¿Qué quiere decir?
-¿Qué quiero decir? Que es una botella maravillosa, eso quiero decir. No sé cómo la
pude conseguir por dos céntimos, pero si sé que no la venderé por uno.
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-Ni loco, pero si quiere le daré un trago de buen ron.
-Ya conoce la historia -dijo Keawe-, y sabe que el hombre que conserve la botella irá a
parar al infierno.
-Al infierno iré lo mismo, y esta botella es lo mejor que pude haber encontrado para que
me acompañe. No señor -gritó-, esta es mi botella, y si le interesa puede empezar a
buscarse otra.
-¡No trato de engañarlo! -dijo Keawe.
-No creo en sus cuentos. Usted pensó que podría engañarme como a un imbécil, pero se
equivocó. Y aquí se termina todo; si no quiere un trago de ron, lo tomaré yo solo. A su
salud, y buenas noches.
El hombre se alejó por la avenida perdiéndose en la oscuridad.
Keawe corrió hacia Kokua rápido como el viento.
La alegría de los dos fue inmensa aquella noche y grande, desde entonces, fue la paz de
todos sus días en la casa resplandeciente.
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