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A favor del matrimonio
POR: HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Dos posiciones opuestas, por un mismo escritor. Aquí, Héctor Abad
Faciolince defiende el matrimonio.
El matrimonio es un invento de la cultura, como la sinfonía, el soneto, el jardín, la
democracia o la universidad. En la naturaleza animal —y nosotros somos
mamíferos— lo que rige es la rapiña: el león joven mata o exilia al león viejo,
asfixia a sus crías y se queda a la fuerza con la hembra, que tiene otra camada. Y
no con una sola hembra, sino con todas las que puede controlar y dominar. Igual
es el gorila; el macho alfa es el que más fecunda. En la sociedad primitiva, lo que
impera es el harén: un macho califa se reserva cientos o miles de mujeres que son
cuidadas y mantenidas a raya por un puñado de eunucos. En las márgenes del
poder, célibes y ganosos, otros machos más jóvenes, incluyendo a los hijos del
rey, no ven la hora de matar al cacique para poder suplantarlo como el fecundador
de la manada. Y las mujeres pugnan por estar con quien quieren, no con el que se
impone. El matrimonio remedia ese injusto orden “natural” según el cual el macho
más fuerte, más rico, más poderoso se puede quedar con todas las hembras que
le dé la gana. Y si no se queda con ellas, tiene al menos el derecho de pernada, y
el señor feudal desvirga antes a la doncella que concede a uno de sus súbditos.
El matrimonio es una institución creada para conseguir cierta paz social, mayor
igualdad entre los géneros, y para disminuir el abuso del mafioso que se quiere
apoderar de todas las mujeres más bonitas del barrio, sin compartir ninguna. El
matrimonio fue la solución que los hombres y las mujeres corrientes encontraron
para que en el sexo y la reproducción no rigiera la ley del más fuerte, sino un
orden más parecido al de la propiedad privada. De hecho, el adulterio, después
del matrimonio, es una especie de hurto. El matrimonio regula lo que en el mundo
anárquico nos devolvería, en ámbito sexual, a la ley de la selva.
Pero hay más argumentos para defender esta vetusta y maltrecha institución. Hay
que decir, ante todo, que el matrimonio es una cosa seria. La seriedad no es una
virtud muy alabada en estos tiempos, pero ser serios es una cualidad
indispensable en todos los negocios, y el matrimonio es —entre otras cosas más
poéticas— también un negocio, un contrato. Por supuesto que es una unión
romántica que refrenda el amor, un juramento de que dos cuerpos y dos mentes
se atraen y se gustan, y harán todo cuanto esté de su parte para preservar el
enlace, por el bien de los hijos que vendrán y por el bien de esa empresa familiar
que con el matrimonio se funda. Pero lo primero que un matrimonio proclama es:
estos dos han conformado una unidad económica y sentimental duradera y harán
lo posible por preservarla y por hacer que prospere.
Los matrimonios, en general, no se hacen en secreto sino ante muchos testigos:
las dos familias de los novios, los padrinos, los amigos de lado y lado, el oficiante
del rito (no importa si civil o religioso). Este compromiso público es importante
pues los contrayentes están empeñando su palabra, y por lo tanto su prestigio, al
jurar que van a cumplir con ciertos deberes y sacrificios a los que el matrimonio
obliga. El ser humano es ritual, y así hoy en día no nos gusten tanto los ritos, estos
nos marcan: dejan una huella indeleble en la memoria, un sello, una garantía.
Traicionar un juramento público es por lo menos molesto. No someterse al rito es
desconocer la magia irracional, pero real, que está a la base de muchos asuntos
humanos. Intercambiar anillos y decir al unísono unas palabras que se repiten
desde hace siglos le dan a la ceremonia ese toque especial y necesario que obliga
a los contrayentes a luchar por su relación sin rendirse.
Los que no se casan, o quienes creen que casarse es sencillamente compartir las
cuatro paredes de una casa, carecen de seriedad: o no confían en los
compromisos para-toda-la-vida o, en todo caso, no están dispuestos a cumplirlos.
Parecen más frescos, más alegres, pero en realidad lo que son es poco serios:
frívolos, indolentes, poco confiables. O bien, si son fuertes, hermosos y ricos, lo
que quieren es quedarse con muchas mujeres, y no con una sola. Los que no se
casan, en cierto sentido, no quieren salir de la adolescencia, esa edad en que las
relaciones son de prueba y en que la lucha con sus congéneres es física. El
matrimonio es una señal de madurez: yo seguiré siendo tuyo y tú seguirás siendo
mía a pesar de los vaivenes de la vida. No te dejaré por el hecho de que engordes
o enfermes o envejezcas; el compromiso que firmo no depende de la pasión que
sienta por tu cuerpo. Sé que toda unión está sometida al desgaste del tiempo,
pero nosotros pasaremos por encima de eso, porque esta unión es mucho más
importante que el sexo exultante de los primeros meses o años.
Aquel que no se casa suele ser un egoísta: no está dispuesto a compartir sus
bienes o sus beneficios, a permitir que todo aquello que se produzca se disfrute en
común, sin hacer cálculos mezquinos. Aquel que no se casa abandona a su pareja
a su suerte en una separación, y nada quiere darle de lo que haya que dividir pues
se produjo en compañía. El que no se casa, también, suele ser machista, pues en
general la parte más débil de una relación es la mujer, y es ella la que padece las
peores consecuencias en caso de una separación sin que haya matrimonio que la
defienda: lo pierde todo sin poder exigir casi nada. Para que el casamiento sea
completo, hay que apostarlo todo, poner el case total: todo lo mío será tuyo, todo
lo tuyo será mío. Sin ese case, el casamiento se queda a medias.
Las parejas poco serias —las arrejuntadas, las seminternas, las ocasionales— en
general se rompen por la parte más frágil, que se conoce bien, por experiencia
milenaria: o por el sexo (acostumbramiento, infidelidad, pérdida de atracción de
uno o de ambos), o por la plata (reclamos, desigualdad de ingresos, herencias,
quiebras, éxitos o fracasos). En las relaciones no matrimoniales basta que haya
una dificultad o una infracción leve que toque estos aspectos delicados de la vida
de pareja para que todo se derrumbe. El matrimonio, en cambio, ayuda a superar
esas fricciones: el matrimonio pasa por encima de todo aquello que no es
sustancial, pues en el matrimonio lo único sustancial es, precisamente, el
matrimonio mismo.
Nuestra época de niños mimados, superficiales, demasiado preocupados por la
felicidad inmediata, por el amor-pasión estilo telenovela, tolera muy mal los
contratiempos y en vez de enfrentarlos y superarlos con la hondura de la seriedad,
los destruye con la irresponsable incuria de la frivolidad. Si hoy en día los
matrimonios se rompen incluso con más facilidad que con la que antes se rompía
un noviazgo, es porque nuestra época ha perdido el sentido de la solemnidad y de
la seriedad del verdadero matrimonio. Sin la seriedad de ese vínculo, las
perspectivas más perniciosas se ciernen sobre la prole: serán los hijos quienes
tendrán que padecer la inmadurez de sus padres, que serán incapaces de criarlos
como se debe, con el compromiso y el apoyo de una pareja amorosa y unida, no
con la frivolidad y la dejadez de una pareja rota, camorrera y lejana, que no les
enseña que el amor es una cosa seria y no un superficial y fugaz coqueteo de
juventud.
Contra el matrimonio
POR: HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Dos posiciones opuestas, por un mismo escritor. Aquí, Héctor Abad
Faciolince se despacha contra el matrimonio.
El matrimonio es la careta leguleya o mamasanta del amor. Un abogado, un cura o
un notario bendicen a una pareja y le dicen que de ahí en adelante se pueden
acostar legalmente, sin pecar ante la ley de Dios y sin cometer infracción ante la
ley del mundo. Ser soltero, para el Estado, es inconveniente y se ha vuelto casi
imposible. Ni siquiera te tienes que casar: basta que una mujer tenga novio por
más de un año, y que convivan y se acuesten de vez en cuando en una misma
casa, para que el Leviatán moderno diga que esas dos personas ya han contraído
un vínculo jurídico. Cuando amor y matrimonio no eran la misma cosa, matrimonio
y amor iban cada uno por su lado, y funcionaban. Al fundirse, como ha ocurrido en
los tiempos modernos, todo se vuelve conflictivo y efímero.
Para los antiguos, el amor era un exceso agradable, como la borrachera, y se
podía comprender que cayeran en él las personas muy jóvenes e inexpertas. Pero
que el hombre sabio y experimentado se dejara arrastrar por esa locura era algo
peor que una insensatez: era una ridiculez. El matrimonio como institución era
trascendente, pues preservaba el cumplimiento de un contrato mediante el cual
dos familias sellaban una alianza de intereses que, al cabo del tiempo, sería
aprovechada por los hijos. El matrimonio, entonces, era básicamente una cuestión
de patrimonio, y había que respetarlo como se respeta una transacción de
compraventa: si el marido quería deshacer el negocio y pedía el divorcio, podía
hacerlo, siempre y cuando devolviera con creces la dote que la esposa había
aportado. El principal objetivo de este contrato comercial eran los descendientes
legítimos, es decir, los únicos hijos que podían heredar legalmente el patrimonio.
Los hijos naturales, o bastardos, se quedaban por fuera del festín.
Esta antigua sabiduría del matrimonio la conservan todavía aquí, aunque es la
excepción, algunas personas. Recuerdo, por ejemplo, lo que le decía una añeja
matrona a su sobrina en una amena telenovela caribeña: “Querida, en la vida hay
una cosa fácil: enamorarse. Y una cosa difícil: casarse. Haz primero lo difícil, que
lo fácil puedes hacerlo después”. Este típico consejo de tía casamentera ha
llevado a algunas mujeres nuestras a matrimonios tal vez muy calculados, pero no
necesariamente infelices. No es fácil casarse, porque dentro de nuestra cultura
rige una idea que alguna vez le leí a un autor latino: “Yo creo que todas las
mujeres deberían casarse; pero ningún hombre”. Como ven, la cuadratura del
círculo, pues cómo casar a ese mujererío que se quiere desposar con ese ejército
esquivo de solterones empedernidos. Se ha ensayado de todo. A mediados del
siglo pasado, en Colombia, existió un “impuesto de soltería”, y los recaudadores
del erario eran implacables en la persecución de los numerosos evasores, aunque
al fin la ley fue derogada por inconstitucional. Hoy en día, al contrario, habría que
cobrar un impuesto a las mujeres solteras, pues desde que consiguieron al fin su
independencia económica, son precisamente ellas las que prefieren no casarse y
las que con justicia se separan ante el primer maltrato del macho tradicional.
Desde que las novelas y la poesía lírica exageraron el prestigio romántico del
amor, la tendencia en Occidente ha sido la de agrupar en una misma relación tres
cosas que no tienen por qué estar unidas necesariamente: amor, sexo y
matrimonio. Considérese esto: el amor es, por definición, una discontinuidad, un
alejamiento apasionado del camino habitual, una explosión de sensaciones
contradictorias, una violenta enfermedad del espíritu que nos aparta de la serena
racionalidad. La experiencia sexual, cuando se está en el colmo del amor, puede
ser un desastre o ser sublime (nunca se sabe bien), pues durante el amor-pasión
todo puede ocurrir y nada se puede calcular. Sellar esta locura con un rito solemne
de serios compromisos es un anticlímax.
La vieja institución del matrimonio, en cambio, tiene el encanto de las amenas
rutinas cotidianas: el cuidado de la casa, la crianza de los niños, los planes de
vacaciones, el descanso regenerador, el ambiente ideal para un trabajo
productivo, la división de los oficios, los cálculos sensatos de la economía
doméstica. El sexo de los casados tiene sus fases, como la luna, pero no se
puede pretender que al cabo de los años y de los decenios se parezca al sexo del
amor apasionado. La tragedia biológica del sexo (que muchas personas viven con
estupor y desesperación, cuando es lo natural) es que está condenado al
ineluctable desgaste del acostumbramiento. Sí, habrá momentos mejores, y si la
pareja es tierna y cómplice, adquirirá la destreza necesaria para conseguir casi
siempre ese nivel de placer aceptable que brinda la experiencia. En eso consiste
la sabiduría del matrimonio, y quizás el secreto de la estabilidad conyugal. Pero
cuántos matrimonios no se destruyen tristemente tan solo por la nostalgia de un
amor-pasión que, si fuéramos sensatos, sabríamos que con el paso de los años es
casi imposible mantenerlo con la misma persona. Aquellos que valoran y
persiguen demasiado el sexo exaltado, se pasan la vida en un péndulo constante
muy bien descrito por el poeta Jaime Gil de Biedma: “De la pasión al tedio, del
tedio a la pasión”.
Desde que Occidente abandonó la práctica de los matrimonios concertados, o por
conveniencia (como se usa todavía en muchos países asiáticos y africanos y en
casi todas las culturas islámicas), el matrimonio ha dejado de ser rutinario y lo que
se ha vuelto monótonamente repetitivo es el divorcio o el abandono. ¿Cuántas
veces se casan y se separan las estrellas que alumbran el ideal de vida
occidental? Actores, cantantes, deportistas, modelos juegan la vida entera a
intercambiar parejas. Y para evitar peligros patrimoniales en matrimonios que ya
no inspiran confianza de duración (porque se pactan al calor de lo más efímero, la
pasión amorosa), se recurre a las capitulaciones económicas antes de dar el sí.
Los ricos se divorcian frívolamente, y los pobres —que siempre los imitan— lo
hacen trágicamente, con el irresponsable abandono de los machos, que dejan a
los hijos abandonados a su suerte, protegidos tan solo por el esfuerzo
sobrehumano de madres solas que tratan de criarlos trabajando con horarios y
abnegación de esclavas.
El matrimonio de hoy —hijo del matrimonio moderno: el que reemplazó al contrato
con el amor— ha llegado a una encrucijada. Ya no funciona como pacto a largo
plazo, y aunque no se lo diga, viene (como las cajas de medicinas) con una fecha
de caducidad que casi siempre está alrededor de los siete años: “No consumar
después de agosto de 2021”. Repetimos la pantomima del matrimonio antiguo,
juramos en vano eternos compromisos, pero somos conscientes de que ya no es
como lo pintan, y hemos sido incapaces de inventarnos otra cosa, otras fórmulas
más apropiadas de convivencia.
Los matrimonios modernos, que en general son matrimonios por amor, nos
enfrentan a esta paradoja: pese a estar basados en esa maravilla, el amor,
muchísimos de ellos fracasan, pero a pesar de esta evidencia, la mayoría de las
personas se siguen casando (al parecer por amor, y con la ilusión de que ese
amor les va a durar siempre).
No solamente somos superficiales para construir una relación; igualmente
superficiales somos para destruirla. Años de convivencia agradable se pueden
arrojar a la basura por un altercado insignificante, digamos porque una noche se
quemó la carne en el horno. Por un pequeño desacuerdo se puede destruir una
familia. Pero en general estos pequeños desacuerdos lo que enmascaran es otra
realidad y otra gran disculpa: el desamor. O, lo que es lo mismo, otra vez el amor,
pero por otra persona. Y por amor, se supone, todo se perdona, incluso el
abandono de los hijos y la dilapidación del patrimonio.
Si lo fatal (es decir, lo que viene con el fátum, con el destino de nuestra época) es
que los matrimonios actuales se separen, lo que no se entiende es por qué sigue
siendo fatal (en el mismo sentido de casi obligatorio) casarse. El matrimonio, dice
Caren Blixen, es una de esas palabras que sobreviven a la cosa. Lo de ahora es
una unión romántica que destroza el romanticismo. Porque por amor no tiene
sentido que la gente se case. Cuando hay amor, el matrimonio puede ser dañino y
es, seguramente, superfluo. Su única salvación consistiría en recobrar la
verdadera esencia tradicional del matrimonio, que es una tierna alianza económica
para criar a los niños en la juventud o para cuidarse mutuamente en la vejez.

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Texto jorge clase_eoe_19_de_junio

  • 1. A favor del matrimonio POR: HÉCTOR ABAD FACIOLINCE Dos posiciones opuestas, por un mismo escritor. Aquí, Héctor Abad Faciolince defiende el matrimonio. El matrimonio es un invento de la cultura, como la sinfonía, el soneto, el jardín, la democracia o la universidad. En la naturaleza animal —y nosotros somos mamíferos— lo que rige es la rapiña: el león joven mata o exilia al león viejo, asfixia a sus crías y se queda a la fuerza con la hembra, que tiene otra camada. Y no con una sola hembra, sino con todas las que puede controlar y dominar. Igual es el gorila; el macho alfa es el que más fecunda. En la sociedad primitiva, lo que impera es el harén: un macho califa se reserva cientos o miles de mujeres que son cuidadas y mantenidas a raya por un puñado de eunucos. En las márgenes del poder, célibes y ganosos, otros machos más jóvenes, incluyendo a los hijos del rey, no ven la hora de matar al cacique para poder suplantarlo como el fecundador de la manada. Y las mujeres pugnan por estar con quien quieren, no con el que se impone. El matrimonio remedia ese injusto orden “natural” según el cual el macho más fuerte, más rico, más poderoso se puede quedar con todas las hembras que le dé la gana. Y si no se queda con ellas, tiene al menos el derecho de pernada, y el señor feudal desvirga antes a la doncella que concede a uno de sus súbditos. El matrimonio es una institución creada para conseguir cierta paz social, mayor
  • 2. igualdad entre los géneros, y para disminuir el abuso del mafioso que se quiere apoderar de todas las mujeres más bonitas del barrio, sin compartir ninguna. El matrimonio fue la solución que los hombres y las mujeres corrientes encontraron para que en el sexo y la reproducción no rigiera la ley del más fuerte, sino un orden más parecido al de la propiedad privada. De hecho, el adulterio, después del matrimonio, es una especie de hurto. El matrimonio regula lo que en el mundo anárquico nos devolvería, en ámbito sexual, a la ley de la selva. Pero hay más argumentos para defender esta vetusta y maltrecha institución. Hay que decir, ante todo, que el matrimonio es una cosa seria. La seriedad no es una virtud muy alabada en estos tiempos, pero ser serios es una cualidad indispensable en todos los negocios, y el matrimonio es —entre otras cosas más poéticas— también un negocio, un contrato. Por supuesto que es una unión romántica que refrenda el amor, un juramento de que dos cuerpos y dos mentes se atraen y se gustan, y harán todo cuanto esté de su parte para preservar el enlace, por el bien de los hijos que vendrán y por el bien de esa empresa familiar que con el matrimonio se funda. Pero lo primero que un matrimonio proclama es: estos dos han conformado una unidad económica y sentimental duradera y harán lo posible por preservarla y por hacer que prospere. Los matrimonios, en general, no se hacen en secreto sino ante muchos testigos: las dos familias de los novios, los padrinos, los amigos de lado y lado, el oficiante del rito (no importa si civil o religioso). Este compromiso público es importante pues los contrayentes están empeñando su palabra, y por lo tanto su prestigio, al jurar que van a cumplir con ciertos deberes y sacrificios a los que el matrimonio obliga. El ser humano es ritual, y así hoy en día no nos gusten tanto los ritos, estos nos marcan: dejan una huella indeleble en la memoria, un sello, una garantía. Traicionar un juramento público es por lo menos molesto. No someterse al rito es desconocer la magia irracional, pero real, que está a la base de muchos asuntos humanos. Intercambiar anillos y decir al unísono unas palabras que se repiten desde hace siglos le dan a la ceremonia ese toque especial y necesario que obliga a los contrayentes a luchar por su relación sin rendirse. Los que no se casan, o quienes creen que casarse es sencillamente compartir las cuatro paredes de una casa, carecen de seriedad: o no confían en los compromisos para-toda-la-vida o, en todo caso, no están dispuestos a cumplirlos.
  • 3. Parecen más frescos, más alegres, pero en realidad lo que son es poco serios: frívolos, indolentes, poco confiables. O bien, si son fuertes, hermosos y ricos, lo que quieren es quedarse con muchas mujeres, y no con una sola. Los que no se casan, en cierto sentido, no quieren salir de la adolescencia, esa edad en que las relaciones son de prueba y en que la lucha con sus congéneres es física. El matrimonio es una señal de madurez: yo seguiré siendo tuyo y tú seguirás siendo mía a pesar de los vaivenes de la vida. No te dejaré por el hecho de que engordes o enfermes o envejezcas; el compromiso que firmo no depende de la pasión que sienta por tu cuerpo. Sé que toda unión está sometida al desgaste del tiempo, pero nosotros pasaremos por encima de eso, porque esta unión es mucho más importante que el sexo exultante de los primeros meses o años. Aquel que no se casa suele ser un egoísta: no está dispuesto a compartir sus bienes o sus beneficios, a permitir que todo aquello que se produzca se disfrute en común, sin hacer cálculos mezquinos. Aquel que no se casa abandona a su pareja a su suerte en una separación, y nada quiere darle de lo que haya que dividir pues se produjo en compañía. El que no se casa, también, suele ser machista, pues en general la parte más débil de una relación es la mujer, y es ella la que padece las peores consecuencias en caso de una separación sin que haya matrimonio que la defienda: lo pierde todo sin poder exigir casi nada. Para que el casamiento sea completo, hay que apostarlo todo, poner el case total: todo lo mío será tuyo, todo lo tuyo será mío. Sin ese case, el casamiento se queda a medias. Las parejas poco serias —las arrejuntadas, las seminternas, las ocasionales— en general se rompen por la parte más frágil, que se conoce bien, por experiencia milenaria: o por el sexo (acostumbramiento, infidelidad, pérdida de atracción de uno o de ambos), o por la plata (reclamos, desigualdad de ingresos, herencias, quiebras, éxitos o fracasos). En las relaciones no matrimoniales basta que haya una dificultad o una infracción leve que toque estos aspectos delicados de la vida de pareja para que todo se derrumbe. El matrimonio, en cambio, ayuda a superar esas fricciones: el matrimonio pasa por encima de todo aquello que no es sustancial, pues en el matrimonio lo único sustancial es, precisamente, el matrimonio mismo. Nuestra época de niños mimados, superficiales, demasiado preocupados por la felicidad inmediata, por el amor-pasión estilo telenovela, tolera muy mal los
  • 4. contratiempos y en vez de enfrentarlos y superarlos con la hondura de la seriedad, los destruye con la irresponsable incuria de la frivolidad. Si hoy en día los matrimonios se rompen incluso con más facilidad que con la que antes se rompía un noviazgo, es porque nuestra época ha perdido el sentido de la solemnidad y de la seriedad del verdadero matrimonio. Sin la seriedad de ese vínculo, las perspectivas más perniciosas se ciernen sobre la prole: serán los hijos quienes tendrán que padecer la inmadurez de sus padres, que serán incapaces de criarlos como se debe, con el compromiso y el apoyo de una pareja amorosa y unida, no con la frivolidad y la dejadez de una pareja rota, camorrera y lejana, que no les enseña que el amor es una cosa seria y no un superficial y fugaz coqueteo de juventud. Contra el matrimonio POR: HÉCTOR ABAD FACIOLINCE Dos posiciones opuestas, por un mismo escritor. Aquí, Héctor Abad Faciolince se despacha contra el matrimonio. El matrimonio es la careta leguleya o mamasanta del amor. Un abogado, un cura o un notario bendicen a una pareja y le dicen que de ahí en adelante se pueden acostar legalmente, sin pecar ante la ley de Dios y sin cometer infracción ante la ley del mundo. Ser soltero, para el Estado, es inconveniente y se ha vuelto casi
  • 5. imposible. Ni siquiera te tienes que casar: basta que una mujer tenga novio por más de un año, y que convivan y se acuesten de vez en cuando en una misma casa, para que el Leviatán moderno diga que esas dos personas ya han contraído un vínculo jurídico. Cuando amor y matrimonio no eran la misma cosa, matrimonio y amor iban cada uno por su lado, y funcionaban. Al fundirse, como ha ocurrido en los tiempos modernos, todo se vuelve conflictivo y efímero. Para los antiguos, el amor era un exceso agradable, como la borrachera, y se podía comprender que cayeran en él las personas muy jóvenes e inexpertas. Pero que el hombre sabio y experimentado se dejara arrastrar por esa locura era algo peor que una insensatez: era una ridiculez. El matrimonio como institución era trascendente, pues preservaba el cumplimiento de un contrato mediante el cual dos familias sellaban una alianza de intereses que, al cabo del tiempo, sería aprovechada por los hijos. El matrimonio, entonces, era básicamente una cuestión de patrimonio, y había que respetarlo como se respeta una transacción de compraventa: si el marido quería deshacer el negocio y pedía el divorcio, podía hacerlo, siempre y cuando devolviera con creces la dote que la esposa había aportado. El principal objetivo de este contrato comercial eran los descendientes legítimos, es decir, los únicos hijos que podían heredar legalmente el patrimonio. Los hijos naturales, o bastardos, se quedaban por fuera del festín. Esta antigua sabiduría del matrimonio la conservan todavía aquí, aunque es la excepción, algunas personas. Recuerdo, por ejemplo, lo que le decía una añeja matrona a su sobrina en una amena telenovela caribeña: “Querida, en la vida hay una cosa fácil: enamorarse. Y una cosa difícil: casarse. Haz primero lo difícil, que lo fácil puedes hacerlo después”. Este típico consejo de tía casamentera ha llevado a algunas mujeres nuestras a matrimonios tal vez muy calculados, pero no necesariamente infelices. No es fácil casarse, porque dentro de nuestra cultura rige una idea que alguna vez le leí a un autor latino: “Yo creo que todas las mujeres deberían casarse; pero ningún hombre”. Como ven, la cuadratura del círculo, pues cómo casar a ese mujererío que se quiere desposar con ese ejército esquivo de solterones empedernidos. Se ha ensayado de todo. A mediados del siglo pasado, en Colombia, existió un “impuesto de soltería”, y los recaudadores del erario eran implacables en la persecución de los numerosos evasores, aunque al fin la ley fue derogada por inconstitucional. Hoy en día, al contrario, habría que cobrar un impuesto a las mujeres solteras, pues desde que consiguieron al fin su
  • 6. independencia económica, son precisamente ellas las que prefieren no casarse y las que con justicia se separan ante el primer maltrato del macho tradicional. Desde que las novelas y la poesía lírica exageraron el prestigio romántico del amor, la tendencia en Occidente ha sido la de agrupar en una misma relación tres cosas que no tienen por qué estar unidas necesariamente: amor, sexo y matrimonio. Considérese esto: el amor es, por definición, una discontinuidad, un alejamiento apasionado del camino habitual, una explosión de sensaciones contradictorias, una violenta enfermedad del espíritu que nos aparta de la serena racionalidad. La experiencia sexual, cuando se está en el colmo del amor, puede ser un desastre o ser sublime (nunca se sabe bien), pues durante el amor-pasión todo puede ocurrir y nada se puede calcular. Sellar esta locura con un rito solemne de serios compromisos es un anticlímax. La vieja institución del matrimonio, en cambio, tiene el encanto de las amenas rutinas cotidianas: el cuidado de la casa, la crianza de los niños, los planes de vacaciones, el descanso regenerador, el ambiente ideal para un trabajo productivo, la división de los oficios, los cálculos sensatos de la economía doméstica. El sexo de los casados tiene sus fases, como la luna, pero no se puede pretender que al cabo de los años y de los decenios se parezca al sexo del amor apasionado. La tragedia biológica del sexo (que muchas personas viven con estupor y desesperación, cuando es lo natural) es que está condenado al ineluctable desgaste del acostumbramiento. Sí, habrá momentos mejores, y si la pareja es tierna y cómplice, adquirirá la destreza necesaria para conseguir casi siempre ese nivel de placer aceptable que brinda la experiencia. En eso consiste la sabiduría del matrimonio, y quizás el secreto de la estabilidad conyugal. Pero cuántos matrimonios no se destruyen tristemente tan solo por la nostalgia de un amor-pasión que, si fuéramos sensatos, sabríamos que con el paso de los años es casi imposible mantenerlo con la misma persona. Aquellos que valoran y persiguen demasiado el sexo exaltado, se pasan la vida en un péndulo constante muy bien descrito por el poeta Jaime Gil de Biedma: “De la pasión al tedio, del tedio a la pasión”. Desde que Occidente abandonó la práctica de los matrimonios concertados, o por conveniencia (como se usa todavía en muchos países asiáticos y africanos y en casi todas las culturas islámicas), el matrimonio ha dejado de ser rutinario y lo que
  • 7. se ha vuelto monótonamente repetitivo es el divorcio o el abandono. ¿Cuántas veces se casan y se separan las estrellas que alumbran el ideal de vida occidental? Actores, cantantes, deportistas, modelos juegan la vida entera a intercambiar parejas. Y para evitar peligros patrimoniales en matrimonios que ya no inspiran confianza de duración (porque se pactan al calor de lo más efímero, la pasión amorosa), se recurre a las capitulaciones económicas antes de dar el sí. Los ricos se divorcian frívolamente, y los pobres —que siempre los imitan— lo hacen trágicamente, con el irresponsable abandono de los machos, que dejan a los hijos abandonados a su suerte, protegidos tan solo por el esfuerzo sobrehumano de madres solas que tratan de criarlos trabajando con horarios y abnegación de esclavas. El matrimonio de hoy —hijo del matrimonio moderno: el que reemplazó al contrato con el amor— ha llegado a una encrucijada. Ya no funciona como pacto a largo plazo, y aunque no se lo diga, viene (como las cajas de medicinas) con una fecha de caducidad que casi siempre está alrededor de los siete años: “No consumar después de agosto de 2021”. Repetimos la pantomima del matrimonio antiguo, juramos en vano eternos compromisos, pero somos conscientes de que ya no es como lo pintan, y hemos sido incapaces de inventarnos otra cosa, otras fórmulas más apropiadas de convivencia. Los matrimonios modernos, que en general son matrimonios por amor, nos enfrentan a esta paradoja: pese a estar basados en esa maravilla, el amor, muchísimos de ellos fracasan, pero a pesar de esta evidencia, la mayoría de las personas se siguen casando (al parecer por amor, y con la ilusión de que ese amor les va a durar siempre). No solamente somos superficiales para construir una relación; igualmente superficiales somos para destruirla. Años de convivencia agradable se pueden arrojar a la basura por un altercado insignificante, digamos porque una noche se quemó la carne en el horno. Por un pequeño desacuerdo se puede destruir una familia. Pero en general estos pequeños desacuerdos lo que enmascaran es otra realidad y otra gran disculpa: el desamor. O, lo que es lo mismo, otra vez el amor, pero por otra persona. Y por amor, se supone, todo se perdona, incluso el abandono de los hijos y la dilapidación del patrimonio.
  • 8. Si lo fatal (es decir, lo que viene con el fátum, con el destino de nuestra época) es que los matrimonios actuales se separen, lo que no se entiende es por qué sigue siendo fatal (en el mismo sentido de casi obligatorio) casarse. El matrimonio, dice Caren Blixen, es una de esas palabras que sobreviven a la cosa. Lo de ahora es una unión romántica que destroza el romanticismo. Porque por amor no tiene sentido que la gente se case. Cuando hay amor, el matrimonio puede ser dañino y es, seguramente, superfluo. Su única salvación consistiría en recobrar la verdadera esencia tradicional del matrimonio, que es una tierna alianza económica para criar a los niños en la juventud o para cuidarse mutuamente en la vejez.