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Tema 8. Razones contra el divorcio
Curso en línea "Catequesis básica para padres"
Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

Mi más sincera enhorabuena por vuestros comentarios al tema 7. Ciertamente,
siempre caben nuevos matices en esas cuestiones, especialmente a la hora de mirar
con mayor misericordia a quienes caen en las redes del hedonismo. Y es que el
problema detrás del egoísmo sexual no proviene sólo de esa "pasión desenfrenada que
nos animaliza", sino que detrás de muchos de esos comportamientos existe también el
anhelo de paliar la propia soledad. Aunque, tantas veces por ignorancia, lo hagan por
caminos equivocados, en el fondo, muchos están buscando el Amor de Dios...

Me han gustado especialmente vuestras respuestas a la última pregunta (acerca de por
qué no hay tan pocas mujeres que se rebelan ante las diversas manifestaciones de
egoísmo sexual masculino). Con esas observaciones, se podría escribir todo un libro al
respecto.

Felicito de modo especial a quienes han sabido ver que la mujer no es la única
beneficiada de la doctrina de la Iglesia. En efecto, también los varones albergamos
nobles sueños de amor verdadero. Y es precisamente para que esos sueños se puedan
hacer realidad, que debemos aprender a vivir la templanza.

El siguiente y último tema es un intento de fundamentar racionalmente la
indisolubilidad del matrimonio. Pongo el acento en lo racional para dejar claro que los
cristianos no queremos imponer nuestros valores religiosos en una sociedad
legítimamente pluralista. Lo hacemos ante todo como ciudadanos preocupados por el
daño que el divorcio está causando en tantos conciudadanos. En efecto, en el ámbito
ético, el diálogo debe estar basado en la razón y en la voluntad de buscar honestamente
la verdad.

Con este tema 8 termina el curso. Quisiera agradeceros de veras vuestra participación,
con una mención especial para quienes, desde Catholic.net, lo han hecho posible.

Personalmente he aprendido muchísimo de vosotros (¿o tendría que decir "de
ustedes"?). Me ha alegrado especialmente vuestro vivo deseo de aprender. Es un
inmenso placer para mí poder aportar un grano de arena en la evangelización de
personas tan hondamente motivadas...

Espero contar con vuestra oración hasta que, al final del camino, nos podamos
encontrar en el Cielo. Termino citando un texto que alguien puso en el foro, y que
resume bien lo que muchos de nosotros hemos experimentado durante estas 8 semanas:

"Gracias a todos y los felicito por hacer este curso, piensen y entiendan que cuando los
hermanos de comunidad se unen, como en este curso, somos un tronco en donde nos
fortalecemos unos con los otros; luego, cuando cada uno de nosotros regresa a sus
tareas habituales, nos convertimos en ramas, y cada rama debe dar frutos y en
abundancia!!! Bendiciones!!! y si Dios quiere nos volveremos a encontrar..."

P. Michel Esparza
1) Introducción

Durante siglos, el matrimonio ha sido la unión de “uno con una para siempre”. Siempre
han existido otro tipo de uniones, como el concubinato, más o menos toleradas, pero
que se consideraban anormales. Todo empezó a cambiar cuando se legalizó el divorcio;
en ese momento, se abandonó el “para siempre”. Últimamente se tiende incluso a abolir
el “uno con una”.

En nuestros días, quizá sea la Iglesia Católica la única que defiende incondicionalmente
la indisolubilidad del vínculo matrimonial (esto es, que sólo la muerte puede disolver el
vínculo que un hombre y una mujer han contraído válidamente). Pero hasta hace unos
decenios también el matrimonio civil era «hasta que la muerte nos separe» porque la ley
civil se inspiraba en la ley natural. En efecto, la indisolubilidad matrimonial no es sólo
requerida por la ley eclesiástica, sino también por la ley natural. Jesucristo elevó a la
dignidad de sacramento una realidad natural preexistente.

Para un cristiano, atentar contra dicha indisolubilidad supone un pecado, pero, según la
ética natural, el divorcio es un mal moral para todo ser humano.

Si la indisolubilidad del matrimonio es una verdad de ética natural, tiene que ser
accesible a toda persona honesta e inteligente. También un no-creyente tendría que
poder entenderla. En principio, la ética sólo prohíbe aquellos actos que pueden resultar
perjudiciales para las personas. Me propongo, por tanto, argumentar de modo racional
por qué el divorcio no compensa. Ardua tarea.

Soy consciente de que se trata de una tentativa ambiciosa y difícil. De hecho, estamos
habituados a oír argumentos a favor del divorcio. Se defiende a menudo el divorcio
alegando que toda persona tiene derecho a ser feliz, que tras la boda puede descubrir
que se ha casado con la persona equivocada y tiene el derecho a rehacer su vida con otra
persona. La Iglesia es incluso tachada de inmisericorde por no avalar esa tesis. En una
sociedad en la que cada vez se divorcia más gente, arrecian las críticas contra el Papa
cada vez que recuerda, por ejemplo, que una persona divorciada que se ha vuelto a casar
por lo civil no puede acercarse a la comunión.

La indisolubilidad del matrimonio ha sido siempre, y no sólo en la actualidad, una
cuestión controvertida. Ya hace veinte siglos, ni siquiera los judíos se atenían a ello.
Dice Cristo que Moisés permitió a éstos ciertas excepciones a causa de su dureza de
corazón. Tiene gracia la reacción de los apóstoles cuando Jesucristo les enseña que la
indisolubilidad del matrimonio responde al plan original de Dios para con los hombres.
Sus discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no
trae cuenta casarse»1. Jesús admite que esta cuestión no es fácil de entender; haría falta
un don de lo alto para entenderlo, algo similar a lo que sucede con el celibato voluntario
en la Iglesia. Quizá por eso, algunos moralistas cristianos afirman que sólo conviene
argumentar esta cuestión desde la fe. De todos modos, aun siendo conscientes de la
dificultad que siempre ha tenido la defensa racional de la indisolubilidad del
matrimonio, al menos vamos a intentarlo.

2) Una sola carne

El compromiso que adquieren los contrayentes es realmente espectacular. Acostumbro a
decirlo en la celebración de una boda. Los contrayentes prometen, ni más ni menos, que
seguirán siendo fieles en todas las circunstancias, exceptuada la muerte. Ni la
enfermedad, ni siquiera la infidelidad del otro cónyuge, puede hacer que dejen de ser
marido y mujer.

En efecto, como recuerdan los juristas expertos en Derecho Canónico, la indisolubilidad
del matrimonio se deriva de la naturaleza del vínculo matrimonial. El matrimonio es un
contrato por el que los contrayentes se convierten en una caro (una sola carne). Es
preciso explicar a quienes se preparan para el matrimonio que, al casarse, se obligan
libremente a contraer un vínculo tan indisoluble como el que liga, por naturaleza, a
padres e hijos. Del mismo modo que yo no puedo dejar de ser hijo de mi padre, tampoco
puede una persona casada dejar de ser esposo o esposa del otro cónyuge vivo 2. En el
fondo, es un contrasentido que una mujer, por ejemplo, se refiera a su esposo vivo
diciendo: “mi ex-marido”, como es absurdo hablar de “mi ex-hijo” o de “mi ex-madre”.

¿Y por qué tiene que ser el vínculo matrimonial de esa índole tan absoluta? Si los
contrayentes fueran conscientes de las consecuencias de su alianza, ¿querrían casarse?
¿No sería mejor una especie de “matrimonio a prueba” para cubrirse la retirada en caso
de que algo no funcione? Algunos responden diciendo que traer hijos al mundo exige tal
tipo de compromiso. Por mucho que nos intenten convencer de que los hijos acaban
acostumbrándose al divorcio de sus padres, todos sabemos algo sobre las heridas que
sufren esos hijos. ¿Pero entonces, si no hay hijos, se puede aprobar el divorcio? La
verdad es que no sólo se trata de los hijos. El matrimonio tiene dos fines: la mutua
ayuda entre los cónyuges y la procreación. Habría que mostrar que el divorcio no sólo
es nocivo para los hijos, sino también para los propios cónyuges.

Quizá conviene que analicemos el caso más difícil: los cónyuges llevan unos años
casados, no tienen hijos y se quieren divorciar de mutuo acuerdo y en buenos términos.
No están enfadados. No se han enamorado de otra persona. Simplemente han llegado a
la conclusión de que son incompatibles y no ven que eso pueda cambiar en el futuro.
Dicen: «Nos hemos equivocado». Es un caso muy hipotético: apenas se da en la
realidad. Pero, si logramos resolver este caso extremo, pondremos las bases para
resolver otros dos casos más frecuentes y difíciles: aquel en el que la convivencia
termina por convertirse en un verdadero infierno para uno o para los dos cónyuges, y
aquel en el que uno de los cónyuges no mantiene su palabra: traiciona y abandona al
otro.

3) Nadie y todo el mundo se equivoca

Decir «nos hemos equivocado» es una verdad a medias. En todos los matrimonios hay
problemas. De cara a las posibilidades de éxito de un matrimonio, en lugar de poner el
acento en la elección del cónyuge, ¿no estará la clave más bien en aprender a amar y a
comunicar? La mitad de los problemas está ligada a una mala comunicación y la otra
mitad tiene que ver con falta de calidad del amor.

A esos hipotéticos cónyuges que, sin tener hijos, quieren divorciarse de mutuo acuerdo,
les diría que si no saben ser felices en esas circunstancias, es de temer que tampoco lo
serán cuando se vuelvan a casar con otra persona. Si no se entienden, pueden aprender a
entenderse, y si lo que falla es la calidad de su amor, siempre están a tiempo de
esforzarse por mejorarla. Posiblemente digan que se casaron estando enamorados, pero
que ahora ya no sienten gran cosa uno por otro. Quizá, como sucede con mucha
frecuencia, identifican amor con pasión; no saben que el amor se construye sobre una
base de pasión pero que va más lejos. El amor verdadero es comparable a un edificio de
tres pisos -unión física, afectiva y espiritual- y ellos sólo se han fijado en los dos
primeros y han descuidado el tercero. El sexo y el sentimiento no pueden ser un fin en sí
mismos. Cuando se hacen bien las cosas, lo físico (una sola carne) potencia lo afectivo
(un solo corazón), y esto a su vez facilita lo espiritual (una sola alma). Pero cuando el
egoísmo impregna la relación, se desatiende la unión espiritual y tanto la unión afectiva
como la unión corporal se deterioran. En el caso ideal, la unión sexual potencia los
sentimientos, y éstos facilitan la capacidad de sacrificio. En el peor de los casos, la
relación se deshumaniza: el cariño se convierte en moneda de cambio para obtener
satisfacción sexual.

Un sofisma en una mezcla de verdad y de mentira (hacer demagogia a base de sofismas
suele tener éxito porque en todo sofisma hay algo de verdad). En el caso que nos ocupa,
es evidente que la elección del cónyuge puede ser más o menos acertada, que hay
personas con las que uno congenia mejor. Eso es tan evidente como decir que unas
personas tienen mayor valía personal que otras. Es lógico, por tanto, que una persona
casada pueda pensar que no tuvo mucha suerte al elegir. De todos modos, mi
experiencia en pastoral matrimonial me dice que no es esa la cuestión principal.
Siempre me viene al recuerdo lo que hace años me contó un francés. Se había casado
cinco veces y al final había descubierto que la causa de sus fracasos matrimoniales no
era -como siempre había pensado- la mala suerte en la elección de su mujer. Se dio
cuenta de que la causa principal de esos fracasos residía en él mismo: en su incapacidad
para vencer su egoísmo y amar de verdad. «Ahora -me decía- me doy cuenta de que
habría podido ser feliz con cada una de esas cinco mujeres».

En el fondo, todo matrimonio exige construir un puente entre dos islas. No existen, del
todo, “almas gemelas”. Para empezar, varón y mujer siempre resultan ser más diferentes
de lo que se pensaba. Además, cada uno tiene su propia historia personal, hábitos y
sensibilidades. Ciertamente unas personas son más afines que otras. Siempre nos es más
fácil llevarnos bien con una persona que se nos parece. El “puente” que hay que
construir es más corto. Pero también eso es relativo. Muchas veces me he preguntado:
¿qué es mejor: que los cónyuges sean afines o complementarios? Nada es ideal. En los
dos casos veo ventajas y desventajas. Si son afines, se entienden mejor, pero los
defectos se multiplican. Por ejemplo, si ambos tienen tendencia a agobiarse, los agobios
se multiplican por dos. Si son complementarios, pueden aprender siempre uno de otro
(así como complementarse a la hora de educar a sus hijos), pero, al ser tan diferentes,
surgen entre ellos más problemas de comunicación.

Tanto si los cónyuges son parecidos como si son diferentes, queda mucho trabajo por
hacer. No se trata de un proceso automático, como si bastase con elegir bien al cónyuge
para que todo vaya sobre ruedas. Un matrimonio siempre está evolucionando, hacia
mejor o hacia peor. Es como una planta delicada que exige todo tipo de cuidados. Si no
se vigila, surgen serios problemas que habrían podido ser prevenidos ya que se han ido
incubando durante largo tiempo. En todo matrimonio hay que salvar escollos de todo
tipo (problemas de egoísmo, de comunicación, penurias, disgustos...). Cuantos más
escollos se superan, mayor es la felicidad. En una familia, hay abismos de felicidad y de
infelicidad...
Cuando surgen desavenencias, la tentación de abandonar la empresa es muy grande. Es
muy duro, por ejemplo, entrar en casa y sentirse como un extraño. Si no se ponen a
tiempo los medios para resolver la situación, tarde o temprano surge otra persona que
aumenta la tentación y contribuye a precipitar la situación. Si el hombre descontento
encuentra una mujer atenta, comprensiva y dispuesta a ofrecer sus encantos, será muy
duro para él recordar que su mujer está todo el día gritándole y que hace meses, si no
años, que no tienen relaciones matrimoniales. Lo mismo le sucede a la mujer que se
siente incomprendida e injustamente tratada por su marido, cuando cuenta sus
problemas a un compañero de trabajo que se deshace en atenciones y le escucha con
infinita paciencia.

En esas circunstancias, se da un error muy común: pensar enseguida que con otra
persona todo será muy diferente, olvidando que, en una relación de amor, los
“preparativos del viaje” son los más fáciles. Todos los comienzos son alentadores, pero
sólo el tiempo dirá si ese amor incipiente ha ido adquiriendo raíces profundas. El
encantamiento que produce el enamoramiento reciente distorsiona la realidad. Todo se
ve de color azul. Pero la prueba de fuego viene después. Por eso pienso que si los
actores de Hollywood -y los partidarios del amor sin compromiso- se suelen casar entre
tres y cinco veces, es porque a lo largo de una vida no tienen tiempo para hacerlo más
veces...

4) Querer, saber y poder

Acerquémonos ahora al caso de esos matrimonios en los que la convivencia se ha
convertido en un infierno. Cuando discurro sobre estos temas, me embarga la
preocupación de no ser suficientemente respetuoso, pues soy consciente de los abismos
de infelicidad en los que pueden caer los esposos. Si asistir a la quiebra de un
matrimonio es quizá una de las circunstancias más dolorosas en la vida, ¿qué no será
vivirla en primera persona? Ya el solo hecho de que personas que antaño se amaron
intensamente constaten que su relación se ha enfriado, constituye un penoso desengaño.
Un escritor inglés, Evelyn Vaugh, en su novela Retorno a Brideshead, describe
magistralmente ese deterioro de una relación: «Yo había representado todas las escenas
del drama conyugal, había visto cómo las primeras rencillas se hacían cada vez más
frecuentes, cómo las lágrimas afectaban menos, cómo las reconciliaciones eran menos
dulces, hasta que todo aquello engendraba un sentimiento de desapego y de crítica
indiferencia, y la creciente convicción de que el culpable no era yo sino la amada.
Percibía las discordancias de su voz y aprendí a escucharlas con recelo; capté la
incomprensión tajante y resentida que se leía en sus ojos y el rictus obstinado y egoísta
de la comisura de sus labios. Le conocí de la misma manera que se conoce a la mujer
con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio;
conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus
celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como a una
antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de
locura»3.

Al enfriamiento de los afectos, se pueden unir todo tipo de violencias. Cuando uno
presencia la quiebra de un matrimonio, quizá se pregunte: ¿Cómo es posible que dos
personas que un día se quisieron tanto se torturen ahora de ese modo? En el fondo, se
odian porque se siguen queriendo. A nivel meramente afectivo, amor y odio son el
anverso y reverso de la misma moneda. «Quienes se pelean se desean», dice el refrán.
Bien lo entendió una mujer que, arrepentida tras su divorcio, afirmó: «Si hubiera sabido
que le quería tanto, le habría querido un poco más...».

Si un matrimonio se desmorona, conviene también preguntarse: ¿Cómo se podría haber
evitado? Es ciertamente una cuestión compleja. Ya he señalado que el éxito del
matrimonio depende de la capacidad de comunicar y de amar de verdad. Excede mi
actual propósito hacer un análisis del amor verdadero, esa mezcla de capacidad de
sacrificio (obras de entrega facilitadas por una gran capacidad afectiva), de libertad
interior, de desprendimiento y de rectitud de intención (propios de personas que han
madurado humana y sobrenaturalmente). En términos más generales puedo decir que,
en la raíz de todo mal moral, encontramos siempre tres posibles causas entremezcladas:
mala voluntad (no querer), ignorancia (no saber), e incapacidad (no poder). Al revés,
para amar de verdad, hacen falta tres cosas: idoneidad y gracia de Dios (poder), buena
voluntad (querer) y formación (saber).

Un matrimonio no funciona si hay una incapacidad insuperable en uno de los cónyuges.
Además de capacidad, se precisa buena voluntad y conocimiento de los medios para
aprender a amarse y a entenderse. En la práctica, rara vez se da sólo uno de los tres
elementos. Casi nunca es blanco o negro; suele ser más bien gris, una mezcla de los tres
elementos. De todos modos, de cara a buscar soluciones ante un fracaso matrimonial,
podemos diseccionar el problema considerando los tres elementos por separado.

Si existiese una incapacidad insuperable, ya existente en el momento en que se contrajo
matrimonio, éste será nulo. Cuando se introduce un proceso canónico de nulidad, se
investiga la posibilidad de que, cuando se casaron, faltara un requisito esencial de cara a
la validez del contrato, por ejemplo una seria falta de libertad o de madurez psíquica de
uno de los contrayentes. Hay personas divorciadas que se muestran reticentes a iniciar
dicha investigación, incluso si ya han atentado un nuevo matrimonio (civil). En el
fondo, tienen un comprensible miedo a revivir las antiguas heridas. Conviene, sin
embargo, animarles a hacerlo. No sólo por las posibilidades de regularizar su situación
de cara a la Iglesia, a la sociedad y a su propia conciencia, sino también porque,
ligándose a otra persona, están quebrantando la promesa más solemne que han hecho en
toda su vida. Si son honestos, querrán saber si aquel primer vínculo fue válido o nulo.

Si el problema es de ignorancia, habría que acudir a un buen asesor matrimonial -
médico, psicólogo o sacerdote- capaz de ofrecer los consejos y las terapias pertinentes.
El deterioro de un matrimonio siempre es paulatino. Cuanto antes se tomen medidas,
mejor. Por desgracia, la gente suele pensar que no necesita formarse en este terreno,
como si uno naciera sabiendo ya cómo se lleva bien una relación matrimonial. Si surgen
problemas, cierta soberbia -y un respetable pudor por no airear las desavenencias
matrimoniales- les lleva a no pedir ayuda. Me ha llamado siempre la atención que,
cuando uno propone organizar un cursillo de orientación conyugal, casi nadie se da por
interesado, como si el hecho procurarse una mayor formación en este ámbito tan
importante significase reconocer que las cosas no van bien. He visto tantas veces que un
cónyuge afirma que todo va bien una semana antes de que el otro se presente en casa
con una citación del abogado...

Lo que más difícil solución tiene es falta de (buena) voluntad. Es éste un problema que
sólo los interesados pueden remediar. Si no quieren, nada se puede hacer. Sin embargo,
lo que prometieron solemnemente el día de su boda fue precisamente que,
independientemente de los problemas que encontrasen en el futuro, nunca tirarían la
toalla; prometieron que siempre seguirían esforzándose por solucionar sus
desavenencias...

En conclusión, siempre existe una solución. Si hay incapacidad, se puede demostrar la
nulidad del matrimonio. Si el deterioro de la convivencia se debe a un problema de
ignorancia y/ o de falta de voluntad, aunque la solución sea ardua, se puede poner
remedio. Si algo se ha torcido, se puede volver a enderezar. En la práctica, son pocos los
que están dispuestos a luchar por enderezar lo que se torció. Quizá por lo mucho que
han sufrido. Hay que ser muy virtuoso para acometer esa empresa. Hablando con
personas a punto de tirar la toalla, si les hablas, por ejemplo, del daño que causarán a
sus hijos si se divorcian, te suelen decir que éstos también sufrirán igualmente si
continúa la convivencia. Es como si se obligasen a elegir entre dos posibilidades
negativas, como si estuviesen atrapados por la fatalidad. Olvidan que, a la fatalidad,
pueden contraponer la creatividad. Olvidan, en definitiva, que siempre existe una tercera
posibilidad positiva: no darlo nunca por perdido, luchar para arreglar las desavenencias,
aprender a entenderse y a amarse. Si en vez de pensar sólo en cómo dejar de sufrir ellos
mismos, les preocupase realmente el bienestar de sus hijos, se esforzarían más por
encontrar soluciones a sus problemas de convivencia.

5) Cónyuge abandonado

Lo más delicado del matrimonio es quizá que cada cónyuge depende plenamente de la
voluntad del otro. Uno está a la merced del otro. Si uno decide, por ejemplo, ser infiel,
el otro está vendido. Esa es precisamente una de las razones por las que el vínculo
matrimonial sea tan absoluto: es un modo de defender a cada contrayente ante la posible
futura arbitrariedad del otro. Cada contrayente promete solemnemente que, pase lo que
pase, no abandonará al otro. Para reforzar esa promesa, ambos saben que si, en el futuro,
uno no la cumple, no se puede romper el vínculo. Suceda lo que suceda, seguirán siendo
marido y mujer mientras vivan. Es posible que la situación se haga insostenible, hasta el
punto de que sea conveniente una separación temporal o definitiva, pero el vínculo que
les une seguirá estando vigente.

El carácter absoluto del vínculo matrimonial proporciona seguridad. Quizá por esa
razón, en lugares donde la infidelidad y el divorcio se han disparado, surge un creciente
interés hacia el matrimonio tal como lo entiende la Iglesia. Como decía un periodista
francés, «el matrimonio es un oasis de seguridad en el desierto de los equívocos»4.
Recuerdo un programa de televisión en el que se preguntaba a unos novios por qué
deseaban casarse por la Iglesia. La novia respondió: «Mi novio ha sido sincero y me ha
contado que ya ha salido con dieciséis chicas... Yo soy, por tanto, la número diecisiete...
¿Quién me dice que soy la definitiva? Por eso queremos aferrarnos a algo estable...
Tiene que haber algo absoluto en nuestro matrimonio».

De todos modos, hay que reconocer que la indisolubilidad es un arma de doble filo. Por
una parte, protege ante las veleidades futuras, pero, por otra parte, observo dos
inconvenientes. En primer lugar, entre católicos coherentes, sabiendo que el divorcio
está excluido, uno de los cónyuges podría dejar de esforzarse por combatir sus defectos;
sabe que su esposo o esposa no le va a abandonar y se aprovecha. En segundo lugar, si a
pesar de haberlo prometido solemnemente, uno de los cónyuges no cumple su promesa
de fidelidad, deja muy desprotegido al cónyuge abandonado (más aún en nuestros días,
puesto que las leyes civiles tienden más a facilitar el divorcio que a proteger el vínculo
matrimonial).

Teniendo en cuenta esa desprotección, la indisolubilidad del vínculo puede parecer
injusta. ¿Por qué seguiría obligado a la fidelidad, por ejemplo, el cónyuge maltratado o
abandonado? Ante todo, habría que responder diciendo que eso es precisamente lo que
ambos cónyuges pactaron al casarse: que ninguno de los dos, haga lo que haga en el
futuro, podrá romper el vínculo. Entonces, si de hecho hay gente que quebranta tales
promesas, en cuyo caso el cónyuge abandonado queda en una situación lamentable,
podemos preguntarnos de nuevo si realmente vale la pena prometer algo tan absoluto.
¿No será todo esto un argumento a favor del divorcio? Sí y no. Se entiende que haya
moralistas que, en el caso de abandono que venimos considerando, hayan intentado
introducir la posibilidad de un segundo matrimonio. Dicen que se trata de un caso de
“muerte moral” equiparable al caso de “muerte física”. Intentaré defender la tesis
contraria.

La situación en la que queda el cónyuge abandonado es terriblemente injusta, pero
pienso que dicha injusticia no favorece sólo la tesis del divorcio, sino también la tesis de
la indisolubilidad. En efecto, ese argumento divorcista tiene doble filo; se le puede dar
la vuelta: precisamente por la gran injusticia que padece el cónyuge abandonado, habría
que imponer legalmente la fidelidad. El divorcio siempre es un mal que hay que evitar a
toda costa poniendo toda la carne en el asador. Casarse siempre es un riesgo, porque la
libertad siempre conlleva riesgos. Pero cuanto menos absoluto sea el vínculo contraído,
mayor será el riesgo de que el matrimonio fracase. La experiencia muestra que hay más
fracasos si, como sucede en el concubinato y en el actual matrimonio civil, se deja una
puerta abierta a una posterior ruptura del vínculo. En cambio, en el vínculo indisoluble,
si el cónyuge tentado de quebrantar su promesa matrimonial recuerda que su infidelidad
no exime al otro del deber de fidelidad, es muy posible que se lo piense dos veces antes
de culminar su infidelidad. Si considera la gran faena que le va hacer al otro, es muy
probable que dé marcha atrás. Y si de hecho le abandona, su conciencia no se lo
perdonará jamás. Siempre me ha impresionado la diligencia con la que el cónyuge infiel
intenta que el cónyuge abandonado encuentre pareja. ¿No será para que no le remuerda
tanto la conciencia? Y quienes hacen apología del divorcio o promueven leyes
divorcistas, ¿no será para dar carta de normalidad a sus desatinos?

Sería ingenuo si no fuera consciente de que la fidelidad requiere a menudo grandes
sacrificios. Sé que hay situaciones muy dolorosas en las que no basta con tener buena
voluntad: se requiere, además, heroicidad (toda persona de buena voluntad puede contar
con la ayuda de Dios para ser heroico; los cristianos contamos, además, con medios
suficientes para ser santos, lo cual es mucho más que ser heroicos). Piénsese, por
ejemplo, en la desastrosa situación en la que queda un varón abandonado. Más aún si,
como suele ser el caso, ni siquiera recibe la custodia de sus hijos. Si alguien no es capaz
de tal heroicidad, lo comprendo, aunque no lo apruebo. He conocido a personas
admirables que han sabido ser fieles a un cónyuge impresentable o enfermo. A veces
pienso que no es una misión de poca monta el cuidar de un ser humano durante toda una
vida con el fin de evitarle mayores males. Es una misión de altísima dignidad seguir
siendo fiel a un cónyuge que, de otro modo, terminaría sus días en una institución
psiquiátrica o borracho perdido...

La misma admiración merece el cónyuge abandonado que evita nuevas relaciones.
Recuerdo el caso de una mujer que, tras la marcha de su marido, para no poner en
peligro su fidelidad, ni siquiera acudía a bailes al aire libre en las fiestas de su pueblo.
Por lo demás, es bastante conocida la anécdota de una mujer francesa -casada y después
abandonada por un famoso comunista-, que durante más de treinta años siguió siendo
fiel a su marido para no obstaculizar su posible regreso. Un día, ese hombre, que a su
vez había sido abandonado, pasó cerca de la antigua casa familiar y se decidió a entrar
para saludar a su primera mujer. Le sorprendió la alegría con que ella le recibía, pero,
viendo que la mesa estaba preparada para dos personas, hizo ademán de marcharse.
«Quédate por favor a comer -le dijo ella-: llevo más de treinta años preparando todos los
días para ti un plato de más».

6) La importancia del clima social

El deber de fidelidad por parte del cónyuge abandonado no es sólo hacia el cónyuge
infiel, sino también hacia todos los demás matrimonios. Siendo fiel en el propio
matrimonio, especialmente cuando surgen dificultades, se está apoyando a todos los
demás matrimonios del entorno. Al revés, cuando alguien tira la toalla, de algún modo
está perjudicando a todos los demás. Ya vimos que la indisolubilidad es un arma de
doble filo. Si se devalúa el compromiso, se fomenta la infidelidad.

Basta con mirar la evolución de los últimos años. Hace unos decenios los divorciados
eran una gran excepción. Si perseveraban no era sólo gracias a sus buenas
disposiciones, sino también gracias al apoyo que recibían de su entorno familiar y
social. Hoy en día, más todavía en las grandes ciudades, sucede lo contrario. Como
contra argumento simplón, se dice que antes había mucha hipocresía: que la gente no se
divorciaba pero que en muchas familias había discordias. La verdad es que siempre ha
habido desavenencias, incluso en las mejores familias. Pero si, ante las dificultades, se
ha dejado una puerta abierta, es muy grande la tentación de abandonar el empeño por
resolver los problemas.

En todo caso, me parece una demagogia poner el acento en los problemas de
matrimonios fieles y olvidar los terribles disgustos que se llevan quienes deciden
divorciarse. Las injurias entre esposos pueden ocurrir en cualquier matrimonio, pero
también es verdad que esas injurias se intensifican cuando uno de los cónyuges amenaza
al otro con iniciar un proceso de divorcio. Cuando se sinceran, todos los divorciados
coinciden en decir que los trámites del divorcio fueron el peor trago de su vida. Y si son
todavía más sinceros -lo he visto tantas veces-, deploran haberse divorciado.

Cuando se debatía en España la ley del divorcio, recuerdo que una persona de un pueblo
navarro me dijo: «Si aprueban esa ley, aumentará el número de matrimonios rotos; mira,
en mi pueblo, si a un hombre casado se le ocurriera hacer el tonto con otra mujer, no lo
haría porque sus hijos le molerían a palos; pero si sale esa ley, llegará un día en que
incluso a la gente de mi pueblo le parecerá muy normal que alguien tenga la “valentía”
de “liberarse” de su mujer o de su marido». Ha sido profético.

¡Qué importante es fomentar un clima social que apoye el compromiso matrimonial!
Me han hablado de una película italiana (“Casomai” de 2001), en la que se pone de
manifiesto que muchos fracasos matrimoniales se originan más por culpa del entorno
que por culpa de los esposos. Dicha película narra una boda en la que el sacerdote, por
motivos pedagógicos, inicia una conversación con todos los asistentes, invitándoles a
comprometerse en apoyar la fidelidad de los contrayentes. Uno tras otro protestan. Se
levanta, por ejemplo, uno que dice que no se puede comprometer porque es un abogado
experto en procesos de divorcio. Al final el sacerdote dice que entiende esos alegatos,
pero pide a todos los asistentes a la boda que se salgan de la iglesia mientras los novios
pronunciarán su promesa matrimonial. No es mala pedagogía.

Más que nunca, hacen falta hoy en día modelos de fidelidad matrimonial. Por esa razón,
termino traduciendo unas declaraciones que hizo una señora a un periódico holandés5
cinco años después de haber sido abandonada por su marido (un tal Rob). Me
impresiona la coherencia de su testimonio:

«Ningún funcionario puede invalidar la promesa que, ante Dios, hice a mi marido.
Además, los hijos tienen derecho a un padre que siga perteneciendo a la familia; si no,
viven en continua división.

Cuando Rob quiso divorciarse, le acompañé al juzgado, porque pensé que también en
esos tiempos difíciles tenía que estar junto a él y que lo nuestro no se podía resolver de
cualquier manera. Si no lo hubiese hecho así, la sentencia de divorcio habría sido
automática. Cuando se me preguntó si quería divorciarme, dije que no. Le dije al juez:
“Si mi marido quiere su libertad, se la doy, pero que yo no quiero divorciarme”.
Siempre he seguido esa misma pauta: él es y sigue siendo mi marido. Eso ha
contribuido a que sigamos siendo amigos, a que no nos enfrentemos. Por ejemplo,
cuando venía y se iba de paseo con los hijos, yo le acompañaba. Los hijos necesitan
sentir que sus padres están unidos, que papá sigue siendo de la familia, aunque “algo”
haya cambiado. Eso le ha dado mucha estabilidad.

Además, me casé por la Iglesia: me casé ante Dios. Es una relación triangular. La
promesa que hice entonces a mi marido se la hice también a Dios. Y también Dios nos
prometió fidelidad. Eso ha sido mi mayor apoyo. Yo hago mi parte y sigo siendo fiel.
Desde luego, eso me hace sufrir. Y es que si, por ejemplo, salimos juntos o participamos
en una fiesta escolar de los hijos, eres de nuevo como una familia, pero sabes que
después te volverás a separar. Eso duele mucho. En esos momentos pedí al Señor que
me ayudara a aguantar el tirón... Mira, se dice a menudo que tanto el padre como la
madre tienen derecho a sus hijos, pero más bien son ellos nuestra responsabilidad y son
ellos los que tienen derecho a sus padres, y no del modo que a nosotros nos convenga,
sino del modo que ellos necesiten.

Gracias a Dios, nuestros hijos se sienten incluso privilegiados. Dicen: “papá ya no vive
en casa, pero ahora hemos recibido a Dios en su lugar”. La verdad es que, durante todo
este tiempo, Dios ha sido nuestra única fortaleza. Se ha metido muy hondo en nuestras
vidas. Yo y mis hijos sabemos ahora que, pase lo que pase, lo superaremos. Fue duro al
principio. Yo sabía el tipo de vida disoluta que llevaba Rob, pero, cuando venía a casa,
yo hacía la vista gorda. A menudo me decía a mí misma: “lo que haces por él, lo haces
también por Jesús en él”. Si no llega ser por eso, hay momentos en los que no
aguantaría, como cuando, sabiendo que viene a casa, cocino algo para él y no se queda a
comer.

Nunca he hablado mal de él ante los hijos, aunque hay cosas que ellos mismos ven, por
ejemplo que vive con otra. A mis hijos les digo que también yo cometo faltas, que no
todo es culpa de Rob. También a éste le reconocí mis fallos, en una carta larga en la que
le pedí perdón. Me costó lo suyo escribirla. Nunca me respondió pero en todo caso lo
sabe.

Entretanto, Rob se ha vuelto a casar. En contrapartida, veo que se siente cada vez más a
gusto en casa. Viene a menudo por las tardes y, cuando los niños se han acostado, se
queda un rato conmigo. Vemos algo en la televisión o charlamos con toda normalidad.
Puedo ahora decirle cosas sobre la familia y los hijos que nunca pensé que podría
decirle. Y ante ellos ha reconocido que se equivocó...».

----------------------
1. Mat. 19, 10.
2. Empleo a propósito la palabra “cónyuge”, a pesar de ser menos usual. Evito la
palabra “pareja” (del inglés “partner”) porque ésta última contribuye quizá a la
confusión que reina hoy en día. Se habla, en efecto, de pareja para denominar cualquier
tipo de uniones: novios, casados, concubinos de todo tipo y unión entre personas del
mismo sexo.
3. E. Vaugh, Retorno a Brideshead, Tusquets, Barcelona 1993, p. 18.
4. Denis Tillinac en Le Figaro Magazine de marzo 1990.
5. En Katholieke Nieuwsblad del 1 de noviembre de 1988

----------------
Comentarios al autor: P. Michel Esparza
michel.esparza@gmail.com

Comentarios al monitor del foro: Xavier Villalta
xvillalta@catholic.net


Participación en el foro:

1) ¿Cómo argumentarías que el divorcio no es la mejor solución para las
crisis matrimoniales? ¿Qu& eacute; otras soluciones propondrías a los
interesados?

2) ¿Por qué es igualmente absurdo hablar de "ex-mujer" o de "ex-marido"
que de "ex-hijo"?

3) ¿Por qué hacen tanto daño en una sociedad las leyes que facilitan el
divorcio?

4) ¿Se te ocurre alguna sugerencia para mejorar este curso de catequesis?
Con esta lección termina el curso en línea "Catequesis básica para padres", agradecemos
a todos los alumnos su participación y esperamos que este curso haya servido para su
formación.

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Razones contra el divorcio

  • 1. Tema 8. Razones contra el divorcio Curso en línea "Catequesis básica para padres" Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org Mi más sincera enhorabuena por vuestros comentarios al tema 7. Ciertamente, siempre caben nuevos matices en esas cuestiones, especialmente a la hora de mirar con mayor misericordia a quienes caen en las redes del hedonismo. Y es que el problema detrás del egoísmo sexual no proviene sólo de esa "pasión desenfrenada que nos animaliza", sino que detrás de muchos de esos comportamientos existe también el anhelo de paliar la propia soledad. Aunque, tantas veces por ignorancia, lo hagan por caminos equivocados, en el fondo, muchos están buscando el Amor de Dios... Me han gustado especialmente vuestras respuestas a la última pregunta (acerca de por qué no hay tan pocas mujeres que se rebelan ante las diversas manifestaciones de egoísmo sexual masculino). Con esas observaciones, se podría escribir todo un libro al respecto. Felicito de modo especial a quienes han sabido ver que la mujer no es la única beneficiada de la doctrina de la Iglesia. En efecto, también los varones albergamos nobles sueños de amor verdadero. Y es precisamente para que esos sueños se puedan hacer realidad, que debemos aprender a vivir la templanza. El siguiente y último tema es un intento de fundamentar racionalmente la indisolubilidad del matrimonio. Pongo el acento en lo racional para dejar claro que los cristianos no queremos imponer nuestros valores religiosos en una sociedad legítimamente pluralista. Lo hacemos ante todo como ciudadanos preocupados por el daño que el divorcio está causando en tantos conciudadanos. En efecto, en el ámbito ético, el diálogo debe estar basado en la razón y en la voluntad de buscar honestamente la verdad. Con este tema 8 termina el curso. Quisiera agradeceros de veras vuestra participación, con una mención especial para quienes, desde Catholic.net, lo han hecho posible. Personalmente he aprendido muchísimo de vosotros (¿o tendría que decir "de ustedes"?). Me ha alegrado especialmente vuestro vivo deseo de aprender. Es un inmenso placer para mí poder aportar un grano de arena en la evangelización de personas tan hondamente motivadas... Espero contar con vuestra oración hasta que, al final del camino, nos podamos encontrar en el Cielo. Termino citando un texto que alguien puso en el foro, y que resume bien lo que muchos de nosotros hemos experimentado durante estas 8 semanas: "Gracias a todos y los felicito por hacer este curso, piensen y entiendan que cuando los hermanos de comunidad se unen, como en este curso, somos un tronco en donde nos fortalecemos unos con los otros; luego, cuando cada uno de nosotros regresa a sus tareas habituales, nos convertimos en ramas, y cada rama debe dar frutos y en abundancia!!! Bendiciones!!! y si Dios quiere nos volveremos a encontrar..." P. Michel Esparza
  • 2. 1) Introducción Durante siglos, el matrimonio ha sido la unión de “uno con una para siempre”. Siempre han existido otro tipo de uniones, como el concubinato, más o menos toleradas, pero que se consideraban anormales. Todo empezó a cambiar cuando se legalizó el divorcio; en ese momento, se abandonó el “para siempre”. Últimamente se tiende incluso a abolir el “uno con una”. En nuestros días, quizá sea la Iglesia Católica la única que defiende incondicionalmente la indisolubilidad del vínculo matrimonial (esto es, que sólo la muerte puede disolver el vínculo que un hombre y una mujer han contraído válidamente). Pero hasta hace unos decenios también el matrimonio civil era «hasta que la muerte nos separe» porque la ley civil se inspiraba en la ley natural. En efecto, la indisolubilidad matrimonial no es sólo requerida por la ley eclesiástica, sino también por la ley natural. Jesucristo elevó a la dignidad de sacramento una realidad natural preexistente. Para un cristiano, atentar contra dicha indisolubilidad supone un pecado, pero, según la ética natural, el divorcio es un mal moral para todo ser humano. Si la indisolubilidad del matrimonio es una verdad de ética natural, tiene que ser accesible a toda persona honesta e inteligente. También un no-creyente tendría que poder entenderla. En principio, la ética sólo prohíbe aquellos actos que pueden resultar perjudiciales para las personas. Me propongo, por tanto, argumentar de modo racional por qué el divorcio no compensa. Ardua tarea. Soy consciente de que se trata de una tentativa ambiciosa y difícil. De hecho, estamos habituados a oír argumentos a favor del divorcio. Se defiende a menudo el divorcio alegando que toda persona tiene derecho a ser feliz, que tras la boda puede descubrir que se ha casado con la persona equivocada y tiene el derecho a rehacer su vida con otra persona. La Iglesia es incluso tachada de inmisericorde por no avalar esa tesis. En una sociedad en la que cada vez se divorcia más gente, arrecian las críticas contra el Papa cada vez que recuerda, por ejemplo, que una persona divorciada que se ha vuelto a casar por lo civil no puede acercarse a la comunión. La indisolubilidad del matrimonio ha sido siempre, y no sólo en la actualidad, una cuestión controvertida. Ya hace veinte siglos, ni siquiera los judíos se atenían a ello. Dice Cristo que Moisés permitió a éstos ciertas excepciones a causa de su dureza de corazón. Tiene gracia la reacción de los apóstoles cuando Jesucristo les enseña que la indisolubilidad del matrimonio responde al plan original de Dios para con los hombres. Sus discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse»1. Jesús admite que esta cuestión no es fácil de entender; haría falta un don de lo alto para entenderlo, algo similar a lo que sucede con el celibato voluntario en la Iglesia. Quizá por eso, algunos moralistas cristianos afirman que sólo conviene argumentar esta cuestión desde la fe. De todos modos, aun siendo conscientes de la dificultad que siempre ha tenido la defensa racional de la indisolubilidad del matrimonio, al menos vamos a intentarlo. 2) Una sola carne El compromiso que adquieren los contrayentes es realmente espectacular. Acostumbro a
  • 3. decirlo en la celebración de una boda. Los contrayentes prometen, ni más ni menos, que seguirán siendo fieles en todas las circunstancias, exceptuada la muerte. Ni la enfermedad, ni siquiera la infidelidad del otro cónyuge, puede hacer que dejen de ser marido y mujer. En efecto, como recuerdan los juristas expertos en Derecho Canónico, la indisolubilidad del matrimonio se deriva de la naturaleza del vínculo matrimonial. El matrimonio es un contrato por el que los contrayentes se convierten en una caro (una sola carne). Es preciso explicar a quienes se preparan para el matrimonio que, al casarse, se obligan libremente a contraer un vínculo tan indisoluble como el que liga, por naturaleza, a padres e hijos. Del mismo modo que yo no puedo dejar de ser hijo de mi padre, tampoco puede una persona casada dejar de ser esposo o esposa del otro cónyuge vivo 2. En el fondo, es un contrasentido que una mujer, por ejemplo, se refiera a su esposo vivo diciendo: “mi ex-marido”, como es absurdo hablar de “mi ex-hijo” o de “mi ex-madre”. ¿Y por qué tiene que ser el vínculo matrimonial de esa índole tan absoluta? Si los contrayentes fueran conscientes de las consecuencias de su alianza, ¿querrían casarse? ¿No sería mejor una especie de “matrimonio a prueba” para cubrirse la retirada en caso de que algo no funcione? Algunos responden diciendo que traer hijos al mundo exige tal tipo de compromiso. Por mucho que nos intenten convencer de que los hijos acaban acostumbrándose al divorcio de sus padres, todos sabemos algo sobre las heridas que sufren esos hijos. ¿Pero entonces, si no hay hijos, se puede aprobar el divorcio? La verdad es que no sólo se trata de los hijos. El matrimonio tiene dos fines: la mutua ayuda entre los cónyuges y la procreación. Habría que mostrar que el divorcio no sólo es nocivo para los hijos, sino también para los propios cónyuges. Quizá conviene que analicemos el caso más difícil: los cónyuges llevan unos años casados, no tienen hijos y se quieren divorciar de mutuo acuerdo y en buenos términos. No están enfadados. No se han enamorado de otra persona. Simplemente han llegado a la conclusión de que son incompatibles y no ven que eso pueda cambiar en el futuro. Dicen: «Nos hemos equivocado». Es un caso muy hipotético: apenas se da en la realidad. Pero, si logramos resolver este caso extremo, pondremos las bases para resolver otros dos casos más frecuentes y difíciles: aquel en el que la convivencia termina por convertirse en un verdadero infierno para uno o para los dos cónyuges, y aquel en el que uno de los cónyuges no mantiene su palabra: traiciona y abandona al otro. 3) Nadie y todo el mundo se equivoca Decir «nos hemos equivocado» es una verdad a medias. En todos los matrimonios hay problemas. De cara a las posibilidades de éxito de un matrimonio, en lugar de poner el acento en la elección del cónyuge, ¿no estará la clave más bien en aprender a amar y a comunicar? La mitad de los problemas está ligada a una mala comunicación y la otra mitad tiene que ver con falta de calidad del amor. A esos hipotéticos cónyuges que, sin tener hijos, quieren divorciarse de mutuo acuerdo, les diría que si no saben ser felices en esas circunstancias, es de temer que tampoco lo serán cuando se vuelvan a casar con otra persona. Si no se entienden, pueden aprender a entenderse, y si lo que falla es la calidad de su amor, siempre están a tiempo de esforzarse por mejorarla. Posiblemente digan que se casaron estando enamorados, pero
  • 4. que ahora ya no sienten gran cosa uno por otro. Quizá, como sucede con mucha frecuencia, identifican amor con pasión; no saben que el amor se construye sobre una base de pasión pero que va más lejos. El amor verdadero es comparable a un edificio de tres pisos -unión física, afectiva y espiritual- y ellos sólo se han fijado en los dos primeros y han descuidado el tercero. El sexo y el sentimiento no pueden ser un fin en sí mismos. Cuando se hacen bien las cosas, lo físico (una sola carne) potencia lo afectivo (un solo corazón), y esto a su vez facilita lo espiritual (una sola alma). Pero cuando el egoísmo impregna la relación, se desatiende la unión espiritual y tanto la unión afectiva como la unión corporal se deterioran. En el caso ideal, la unión sexual potencia los sentimientos, y éstos facilitan la capacidad de sacrificio. En el peor de los casos, la relación se deshumaniza: el cariño se convierte en moneda de cambio para obtener satisfacción sexual. Un sofisma en una mezcla de verdad y de mentira (hacer demagogia a base de sofismas suele tener éxito porque en todo sofisma hay algo de verdad). En el caso que nos ocupa, es evidente que la elección del cónyuge puede ser más o menos acertada, que hay personas con las que uno congenia mejor. Eso es tan evidente como decir que unas personas tienen mayor valía personal que otras. Es lógico, por tanto, que una persona casada pueda pensar que no tuvo mucha suerte al elegir. De todos modos, mi experiencia en pastoral matrimonial me dice que no es esa la cuestión principal. Siempre me viene al recuerdo lo que hace años me contó un francés. Se había casado cinco veces y al final había descubierto que la causa de sus fracasos matrimoniales no era -como siempre había pensado- la mala suerte en la elección de su mujer. Se dio cuenta de que la causa principal de esos fracasos residía en él mismo: en su incapacidad para vencer su egoísmo y amar de verdad. «Ahora -me decía- me doy cuenta de que habría podido ser feliz con cada una de esas cinco mujeres». En el fondo, todo matrimonio exige construir un puente entre dos islas. No existen, del todo, “almas gemelas”. Para empezar, varón y mujer siempre resultan ser más diferentes de lo que se pensaba. Además, cada uno tiene su propia historia personal, hábitos y sensibilidades. Ciertamente unas personas son más afines que otras. Siempre nos es más fácil llevarnos bien con una persona que se nos parece. El “puente” que hay que construir es más corto. Pero también eso es relativo. Muchas veces me he preguntado: ¿qué es mejor: que los cónyuges sean afines o complementarios? Nada es ideal. En los dos casos veo ventajas y desventajas. Si son afines, se entienden mejor, pero los defectos se multiplican. Por ejemplo, si ambos tienen tendencia a agobiarse, los agobios se multiplican por dos. Si son complementarios, pueden aprender siempre uno de otro (así como complementarse a la hora de educar a sus hijos), pero, al ser tan diferentes, surgen entre ellos más problemas de comunicación. Tanto si los cónyuges son parecidos como si son diferentes, queda mucho trabajo por hacer. No se trata de un proceso automático, como si bastase con elegir bien al cónyuge para que todo vaya sobre ruedas. Un matrimonio siempre está evolucionando, hacia mejor o hacia peor. Es como una planta delicada que exige todo tipo de cuidados. Si no se vigila, surgen serios problemas que habrían podido ser prevenidos ya que se han ido incubando durante largo tiempo. En todo matrimonio hay que salvar escollos de todo tipo (problemas de egoísmo, de comunicación, penurias, disgustos...). Cuantos más escollos se superan, mayor es la felicidad. En una familia, hay abismos de felicidad y de infelicidad...
  • 5. Cuando surgen desavenencias, la tentación de abandonar la empresa es muy grande. Es muy duro, por ejemplo, entrar en casa y sentirse como un extraño. Si no se ponen a tiempo los medios para resolver la situación, tarde o temprano surge otra persona que aumenta la tentación y contribuye a precipitar la situación. Si el hombre descontento encuentra una mujer atenta, comprensiva y dispuesta a ofrecer sus encantos, será muy duro para él recordar que su mujer está todo el día gritándole y que hace meses, si no años, que no tienen relaciones matrimoniales. Lo mismo le sucede a la mujer que se siente incomprendida e injustamente tratada por su marido, cuando cuenta sus problemas a un compañero de trabajo que se deshace en atenciones y le escucha con infinita paciencia. En esas circunstancias, se da un error muy común: pensar enseguida que con otra persona todo será muy diferente, olvidando que, en una relación de amor, los “preparativos del viaje” son los más fáciles. Todos los comienzos son alentadores, pero sólo el tiempo dirá si ese amor incipiente ha ido adquiriendo raíces profundas. El encantamiento que produce el enamoramiento reciente distorsiona la realidad. Todo se ve de color azul. Pero la prueba de fuego viene después. Por eso pienso que si los actores de Hollywood -y los partidarios del amor sin compromiso- se suelen casar entre tres y cinco veces, es porque a lo largo de una vida no tienen tiempo para hacerlo más veces... 4) Querer, saber y poder Acerquémonos ahora al caso de esos matrimonios en los que la convivencia se ha convertido en un infierno. Cuando discurro sobre estos temas, me embarga la preocupación de no ser suficientemente respetuoso, pues soy consciente de los abismos de infelicidad en los que pueden caer los esposos. Si asistir a la quiebra de un matrimonio es quizá una de las circunstancias más dolorosas en la vida, ¿qué no será vivirla en primera persona? Ya el solo hecho de que personas que antaño se amaron intensamente constaten que su relación se ha enfriado, constituye un penoso desengaño. Un escritor inglés, Evelyn Vaugh, en su novela Retorno a Brideshead, describe magistralmente ese deterioro de una relación: «Yo había representado todas las escenas del drama conyugal, había visto cómo las primeras rencillas se hacían cada vez más frecuentes, cómo las lágrimas afectaban menos, cómo las reconciliaciones eran menos dulces, hasta que todo aquello engendraba un sentimiento de desapego y de crítica indiferencia, y la creciente convicción de que el culpable no era yo sino la amada. Percibía las discordancias de su voz y aprendí a escucharlas con recelo; capté la incomprensión tajante y resentida que se leía en sus ojos y el rictus obstinado y egoísta de la comisura de sus labios. Le conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como a una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura»3. Al enfriamiento de los afectos, se pueden unir todo tipo de violencias. Cuando uno presencia la quiebra de un matrimonio, quizá se pregunte: ¿Cómo es posible que dos personas que un día se quisieron tanto se torturen ahora de ese modo? En el fondo, se odian porque se siguen queriendo. A nivel meramente afectivo, amor y odio son el anverso y reverso de la misma moneda. «Quienes se pelean se desean», dice el refrán.
  • 6. Bien lo entendió una mujer que, arrepentida tras su divorcio, afirmó: «Si hubiera sabido que le quería tanto, le habría querido un poco más...». Si un matrimonio se desmorona, conviene también preguntarse: ¿Cómo se podría haber evitado? Es ciertamente una cuestión compleja. Ya he señalado que el éxito del matrimonio depende de la capacidad de comunicar y de amar de verdad. Excede mi actual propósito hacer un análisis del amor verdadero, esa mezcla de capacidad de sacrificio (obras de entrega facilitadas por una gran capacidad afectiva), de libertad interior, de desprendimiento y de rectitud de intención (propios de personas que han madurado humana y sobrenaturalmente). En términos más generales puedo decir que, en la raíz de todo mal moral, encontramos siempre tres posibles causas entremezcladas: mala voluntad (no querer), ignorancia (no saber), e incapacidad (no poder). Al revés, para amar de verdad, hacen falta tres cosas: idoneidad y gracia de Dios (poder), buena voluntad (querer) y formación (saber). Un matrimonio no funciona si hay una incapacidad insuperable en uno de los cónyuges. Además de capacidad, se precisa buena voluntad y conocimiento de los medios para aprender a amarse y a entenderse. En la práctica, rara vez se da sólo uno de los tres elementos. Casi nunca es blanco o negro; suele ser más bien gris, una mezcla de los tres elementos. De todos modos, de cara a buscar soluciones ante un fracaso matrimonial, podemos diseccionar el problema considerando los tres elementos por separado. Si existiese una incapacidad insuperable, ya existente en el momento en que se contrajo matrimonio, éste será nulo. Cuando se introduce un proceso canónico de nulidad, se investiga la posibilidad de que, cuando se casaron, faltara un requisito esencial de cara a la validez del contrato, por ejemplo una seria falta de libertad o de madurez psíquica de uno de los contrayentes. Hay personas divorciadas que se muestran reticentes a iniciar dicha investigación, incluso si ya han atentado un nuevo matrimonio (civil). En el fondo, tienen un comprensible miedo a revivir las antiguas heridas. Conviene, sin embargo, animarles a hacerlo. No sólo por las posibilidades de regularizar su situación de cara a la Iglesia, a la sociedad y a su propia conciencia, sino también porque, ligándose a otra persona, están quebrantando la promesa más solemne que han hecho en toda su vida. Si son honestos, querrán saber si aquel primer vínculo fue válido o nulo. Si el problema es de ignorancia, habría que acudir a un buen asesor matrimonial - médico, psicólogo o sacerdote- capaz de ofrecer los consejos y las terapias pertinentes. El deterioro de un matrimonio siempre es paulatino. Cuanto antes se tomen medidas, mejor. Por desgracia, la gente suele pensar que no necesita formarse en este terreno, como si uno naciera sabiendo ya cómo se lleva bien una relación matrimonial. Si surgen problemas, cierta soberbia -y un respetable pudor por no airear las desavenencias matrimoniales- les lleva a no pedir ayuda. Me ha llamado siempre la atención que, cuando uno propone organizar un cursillo de orientación conyugal, casi nadie se da por interesado, como si el hecho procurarse una mayor formación en este ámbito tan importante significase reconocer que las cosas no van bien. He visto tantas veces que un cónyuge afirma que todo va bien una semana antes de que el otro se presente en casa con una citación del abogado... Lo que más difícil solución tiene es falta de (buena) voluntad. Es éste un problema que sólo los interesados pueden remediar. Si no quieren, nada se puede hacer. Sin embargo, lo que prometieron solemnemente el día de su boda fue precisamente que,
  • 7. independientemente de los problemas que encontrasen en el futuro, nunca tirarían la toalla; prometieron que siempre seguirían esforzándose por solucionar sus desavenencias... En conclusión, siempre existe una solución. Si hay incapacidad, se puede demostrar la nulidad del matrimonio. Si el deterioro de la convivencia se debe a un problema de ignorancia y/ o de falta de voluntad, aunque la solución sea ardua, se puede poner remedio. Si algo se ha torcido, se puede volver a enderezar. En la práctica, son pocos los que están dispuestos a luchar por enderezar lo que se torció. Quizá por lo mucho que han sufrido. Hay que ser muy virtuoso para acometer esa empresa. Hablando con personas a punto de tirar la toalla, si les hablas, por ejemplo, del daño que causarán a sus hijos si se divorcian, te suelen decir que éstos también sufrirán igualmente si continúa la convivencia. Es como si se obligasen a elegir entre dos posibilidades negativas, como si estuviesen atrapados por la fatalidad. Olvidan que, a la fatalidad, pueden contraponer la creatividad. Olvidan, en definitiva, que siempre existe una tercera posibilidad positiva: no darlo nunca por perdido, luchar para arreglar las desavenencias, aprender a entenderse y a amarse. Si en vez de pensar sólo en cómo dejar de sufrir ellos mismos, les preocupase realmente el bienestar de sus hijos, se esforzarían más por encontrar soluciones a sus problemas de convivencia. 5) Cónyuge abandonado Lo más delicado del matrimonio es quizá que cada cónyuge depende plenamente de la voluntad del otro. Uno está a la merced del otro. Si uno decide, por ejemplo, ser infiel, el otro está vendido. Esa es precisamente una de las razones por las que el vínculo matrimonial sea tan absoluto: es un modo de defender a cada contrayente ante la posible futura arbitrariedad del otro. Cada contrayente promete solemnemente que, pase lo que pase, no abandonará al otro. Para reforzar esa promesa, ambos saben que si, en el futuro, uno no la cumple, no se puede romper el vínculo. Suceda lo que suceda, seguirán siendo marido y mujer mientras vivan. Es posible que la situación se haga insostenible, hasta el punto de que sea conveniente una separación temporal o definitiva, pero el vínculo que les une seguirá estando vigente. El carácter absoluto del vínculo matrimonial proporciona seguridad. Quizá por esa razón, en lugares donde la infidelidad y el divorcio se han disparado, surge un creciente interés hacia el matrimonio tal como lo entiende la Iglesia. Como decía un periodista francés, «el matrimonio es un oasis de seguridad en el desierto de los equívocos»4. Recuerdo un programa de televisión en el que se preguntaba a unos novios por qué deseaban casarse por la Iglesia. La novia respondió: «Mi novio ha sido sincero y me ha contado que ya ha salido con dieciséis chicas... Yo soy, por tanto, la número diecisiete... ¿Quién me dice que soy la definitiva? Por eso queremos aferrarnos a algo estable... Tiene que haber algo absoluto en nuestro matrimonio». De todos modos, hay que reconocer que la indisolubilidad es un arma de doble filo. Por una parte, protege ante las veleidades futuras, pero, por otra parte, observo dos inconvenientes. En primer lugar, entre católicos coherentes, sabiendo que el divorcio está excluido, uno de los cónyuges podría dejar de esforzarse por combatir sus defectos; sabe que su esposo o esposa no le va a abandonar y se aprovecha. En segundo lugar, si a pesar de haberlo prometido solemnemente, uno de los cónyuges no cumple su promesa de fidelidad, deja muy desprotegido al cónyuge abandonado (más aún en nuestros días,
  • 8. puesto que las leyes civiles tienden más a facilitar el divorcio que a proteger el vínculo matrimonial). Teniendo en cuenta esa desprotección, la indisolubilidad del vínculo puede parecer injusta. ¿Por qué seguiría obligado a la fidelidad, por ejemplo, el cónyuge maltratado o abandonado? Ante todo, habría que responder diciendo que eso es precisamente lo que ambos cónyuges pactaron al casarse: que ninguno de los dos, haga lo que haga en el futuro, podrá romper el vínculo. Entonces, si de hecho hay gente que quebranta tales promesas, en cuyo caso el cónyuge abandonado queda en una situación lamentable, podemos preguntarnos de nuevo si realmente vale la pena prometer algo tan absoluto. ¿No será todo esto un argumento a favor del divorcio? Sí y no. Se entiende que haya moralistas que, en el caso de abandono que venimos considerando, hayan intentado introducir la posibilidad de un segundo matrimonio. Dicen que se trata de un caso de “muerte moral” equiparable al caso de “muerte física”. Intentaré defender la tesis contraria. La situación en la que queda el cónyuge abandonado es terriblemente injusta, pero pienso que dicha injusticia no favorece sólo la tesis del divorcio, sino también la tesis de la indisolubilidad. En efecto, ese argumento divorcista tiene doble filo; se le puede dar la vuelta: precisamente por la gran injusticia que padece el cónyuge abandonado, habría que imponer legalmente la fidelidad. El divorcio siempre es un mal que hay que evitar a toda costa poniendo toda la carne en el asador. Casarse siempre es un riesgo, porque la libertad siempre conlleva riesgos. Pero cuanto menos absoluto sea el vínculo contraído, mayor será el riesgo de que el matrimonio fracase. La experiencia muestra que hay más fracasos si, como sucede en el concubinato y en el actual matrimonio civil, se deja una puerta abierta a una posterior ruptura del vínculo. En cambio, en el vínculo indisoluble, si el cónyuge tentado de quebrantar su promesa matrimonial recuerda que su infidelidad no exime al otro del deber de fidelidad, es muy posible que se lo piense dos veces antes de culminar su infidelidad. Si considera la gran faena que le va hacer al otro, es muy probable que dé marcha atrás. Y si de hecho le abandona, su conciencia no se lo perdonará jamás. Siempre me ha impresionado la diligencia con la que el cónyuge infiel intenta que el cónyuge abandonado encuentre pareja. ¿No será para que no le remuerda tanto la conciencia? Y quienes hacen apología del divorcio o promueven leyes divorcistas, ¿no será para dar carta de normalidad a sus desatinos? Sería ingenuo si no fuera consciente de que la fidelidad requiere a menudo grandes sacrificios. Sé que hay situaciones muy dolorosas en las que no basta con tener buena voluntad: se requiere, además, heroicidad (toda persona de buena voluntad puede contar con la ayuda de Dios para ser heroico; los cristianos contamos, además, con medios suficientes para ser santos, lo cual es mucho más que ser heroicos). Piénsese, por ejemplo, en la desastrosa situación en la que queda un varón abandonado. Más aún si, como suele ser el caso, ni siquiera recibe la custodia de sus hijos. Si alguien no es capaz de tal heroicidad, lo comprendo, aunque no lo apruebo. He conocido a personas admirables que han sabido ser fieles a un cónyuge impresentable o enfermo. A veces pienso que no es una misión de poca monta el cuidar de un ser humano durante toda una vida con el fin de evitarle mayores males. Es una misión de altísima dignidad seguir siendo fiel a un cónyuge que, de otro modo, terminaría sus días en una institución psiquiátrica o borracho perdido... La misma admiración merece el cónyuge abandonado que evita nuevas relaciones.
  • 9. Recuerdo el caso de una mujer que, tras la marcha de su marido, para no poner en peligro su fidelidad, ni siquiera acudía a bailes al aire libre en las fiestas de su pueblo. Por lo demás, es bastante conocida la anécdota de una mujer francesa -casada y después abandonada por un famoso comunista-, que durante más de treinta años siguió siendo fiel a su marido para no obstaculizar su posible regreso. Un día, ese hombre, que a su vez había sido abandonado, pasó cerca de la antigua casa familiar y se decidió a entrar para saludar a su primera mujer. Le sorprendió la alegría con que ella le recibía, pero, viendo que la mesa estaba preparada para dos personas, hizo ademán de marcharse. «Quédate por favor a comer -le dijo ella-: llevo más de treinta años preparando todos los días para ti un plato de más». 6) La importancia del clima social El deber de fidelidad por parte del cónyuge abandonado no es sólo hacia el cónyuge infiel, sino también hacia todos los demás matrimonios. Siendo fiel en el propio matrimonio, especialmente cuando surgen dificultades, se está apoyando a todos los demás matrimonios del entorno. Al revés, cuando alguien tira la toalla, de algún modo está perjudicando a todos los demás. Ya vimos que la indisolubilidad es un arma de doble filo. Si se devalúa el compromiso, se fomenta la infidelidad. Basta con mirar la evolución de los últimos años. Hace unos decenios los divorciados eran una gran excepción. Si perseveraban no era sólo gracias a sus buenas disposiciones, sino también gracias al apoyo que recibían de su entorno familiar y social. Hoy en día, más todavía en las grandes ciudades, sucede lo contrario. Como contra argumento simplón, se dice que antes había mucha hipocresía: que la gente no se divorciaba pero que en muchas familias había discordias. La verdad es que siempre ha habido desavenencias, incluso en las mejores familias. Pero si, ante las dificultades, se ha dejado una puerta abierta, es muy grande la tentación de abandonar el empeño por resolver los problemas. En todo caso, me parece una demagogia poner el acento en los problemas de matrimonios fieles y olvidar los terribles disgustos que se llevan quienes deciden divorciarse. Las injurias entre esposos pueden ocurrir en cualquier matrimonio, pero también es verdad que esas injurias se intensifican cuando uno de los cónyuges amenaza al otro con iniciar un proceso de divorcio. Cuando se sinceran, todos los divorciados coinciden en decir que los trámites del divorcio fueron el peor trago de su vida. Y si son todavía más sinceros -lo he visto tantas veces-, deploran haberse divorciado. Cuando se debatía en España la ley del divorcio, recuerdo que una persona de un pueblo navarro me dijo: «Si aprueban esa ley, aumentará el número de matrimonios rotos; mira, en mi pueblo, si a un hombre casado se le ocurriera hacer el tonto con otra mujer, no lo haría porque sus hijos le molerían a palos; pero si sale esa ley, llegará un día en que incluso a la gente de mi pueblo le parecerá muy normal que alguien tenga la “valentía” de “liberarse” de su mujer o de su marido». Ha sido profético. ¡Qué importante es fomentar un clima social que apoye el compromiso matrimonial! Me han hablado de una película italiana (“Casomai” de 2001), en la que se pone de manifiesto que muchos fracasos matrimoniales se originan más por culpa del entorno que por culpa de los esposos. Dicha película narra una boda en la que el sacerdote, por motivos pedagógicos, inicia una conversación con todos los asistentes, invitándoles a
  • 10. comprometerse en apoyar la fidelidad de los contrayentes. Uno tras otro protestan. Se levanta, por ejemplo, uno que dice que no se puede comprometer porque es un abogado experto en procesos de divorcio. Al final el sacerdote dice que entiende esos alegatos, pero pide a todos los asistentes a la boda que se salgan de la iglesia mientras los novios pronunciarán su promesa matrimonial. No es mala pedagogía. Más que nunca, hacen falta hoy en día modelos de fidelidad matrimonial. Por esa razón, termino traduciendo unas declaraciones que hizo una señora a un periódico holandés5 cinco años después de haber sido abandonada por su marido (un tal Rob). Me impresiona la coherencia de su testimonio: «Ningún funcionario puede invalidar la promesa que, ante Dios, hice a mi marido. Además, los hijos tienen derecho a un padre que siga perteneciendo a la familia; si no, viven en continua división. Cuando Rob quiso divorciarse, le acompañé al juzgado, porque pensé que también en esos tiempos difíciles tenía que estar junto a él y que lo nuestro no se podía resolver de cualquier manera. Si no lo hubiese hecho así, la sentencia de divorcio habría sido automática. Cuando se me preguntó si quería divorciarme, dije que no. Le dije al juez: “Si mi marido quiere su libertad, se la doy, pero que yo no quiero divorciarme”. Siempre he seguido esa misma pauta: él es y sigue siendo mi marido. Eso ha contribuido a que sigamos siendo amigos, a que no nos enfrentemos. Por ejemplo, cuando venía y se iba de paseo con los hijos, yo le acompañaba. Los hijos necesitan sentir que sus padres están unidos, que papá sigue siendo de la familia, aunque “algo” haya cambiado. Eso le ha dado mucha estabilidad. Además, me casé por la Iglesia: me casé ante Dios. Es una relación triangular. La promesa que hice entonces a mi marido se la hice también a Dios. Y también Dios nos prometió fidelidad. Eso ha sido mi mayor apoyo. Yo hago mi parte y sigo siendo fiel. Desde luego, eso me hace sufrir. Y es que si, por ejemplo, salimos juntos o participamos en una fiesta escolar de los hijos, eres de nuevo como una familia, pero sabes que después te volverás a separar. Eso duele mucho. En esos momentos pedí al Señor que me ayudara a aguantar el tirón... Mira, se dice a menudo que tanto el padre como la madre tienen derecho a sus hijos, pero más bien son ellos nuestra responsabilidad y son ellos los que tienen derecho a sus padres, y no del modo que a nosotros nos convenga, sino del modo que ellos necesiten. Gracias a Dios, nuestros hijos se sienten incluso privilegiados. Dicen: “papá ya no vive en casa, pero ahora hemos recibido a Dios en su lugar”. La verdad es que, durante todo este tiempo, Dios ha sido nuestra única fortaleza. Se ha metido muy hondo en nuestras vidas. Yo y mis hijos sabemos ahora que, pase lo que pase, lo superaremos. Fue duro al principio. Yo sabía el tipo de vida disoluta que llevaba Rob, pero, cuando venía a casa, yo hacía la vista gorda. A menudo me decía a mí misma: “lo que haces por él, lo haces también por Jesús en él”. Si no llega ser por eso, hay momentos en los que no aguantaría, como cuando, sabiendo que viene a casa, cocino algo para él y no se queda a comer. Nunca he hablado mal de él ante los hijos, aunque hay cosas que ellos mismos ven, por ejemplo que vive con otra. A mis hijos les digo que también yo cometo faltas, que no todo es culpa de Rob. También a éste le reconocí mis fallos, en una carta larga en la que
  • 11. le pedí perdón. Me costó lo suyo escribirla. Nunca me respondió pero en todo caso lo sabe. Entretanto, Rob se ha vuelto a casar. En contrapartida, veo que se siente cada vez más a gusto en casa. Viene a menudo por las tardes y, cuando los niños se han acostado, se queda un rato conmigo. Vemos algo en la televisión o charlamos con toda normalidad. Puedo ahora decirle cosas sobre la familia y los hijos que nunca pensé que podría decirle. Y ante ellos ha reconocido que se equivocó...». ---------------------- 1. Mat. 19, 10. 2. Empleo a propósito la palabra “cónyuge”, a pesar de ser menos usual. Evito la palabra “pareja” (del inglés “partner”) porque ésta última contribuye quizá a la confusión que reina hoy en día. Se habla, en efecto, de pareja para denominar cualquier tipo de uniones: novios, casados, concubinos de todo tipo y unión entre personas del mismo sexo. 3. E. Vaugh, Retorno a Brideshead, Tusquets, Barcelona 1993, p. 18. 4. Denis Tillinac en Le Figaro Magazine de marzo 1990. 5. En Katholieke Nieuwsblad del 1 de noviembre de 1988 ---------------- Comentarios al autor: P. Michel Esparza michel.esparza@gmail.com Comentarios al monitor del foro: Xavier Villalta xvillalta@catholic.net Participación en el foro: 1) ¿Cómo argumentarías que el divorcio no es la mejor solución para las crisis matrimoniales? ¿Qu& eacute; otras soluciones propondrías a los interesados? 2) ¿Por qué es igualmente absurdo hablar de "ex-mujer" o de "ex-marido" que de "ex-hijo"? 3) ¿Por qué hacen tanto daño en una sociedad las leyes que facilitan el divorcio? 4) ¿Se te ocurre alguna sugerencia para mejorar este curso de catequesis? Con esta lección termina el curso en línea "Catequesis básica para padres", agradecemos a todos los alumnos su participación y esperamos que este curso haya servido para su formación.