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APARTAMENTO CON VISTAS

FINALISTA III CONCURSO RELATOS
       MUJERES VIAJERAS




     Lola Buendía | Abril 2011
Apartamento con vistas.                   Lola Buendía Martínez




                                       I. Vistas al mar.

         Esta mañana, al despertar, en un gesto
instintivo aprendido tras años de rutina, he buscado
con la mirada los dígitos rojos del despertador que
siempre está en mi mesita de noche. Tras unos minutos
de confusión, he recordado que el despertador se
quedó en España junto al resto de la mayoría de mis
cosas, ésas que ya ni siquiera echo de menos.

        Hace unos meses, la ventana de mi habitación
tenía vistas a un enorme parque de reciente
construcción. Al otro lado, se erigían imponentes
bloques de edificios, algunos todavía por terminar, en
un barrio moderno y pretencioso, construido en tiempo
récord para alojar a cientos de vecinos que nunca
llegaron. Cada día, en la mediocridad de una rutina
marcada por la situación de crisis del país, desde mi
habitación contemplaba, impotente, el testigo de la
especulación, la corrupción y la ruina española.

        Ahora, mi habitación tiene vistas al cruce de
Davie con Bute Street, en la ciudad de Vancouver,
Canadá. Un desfile de rascacielos de cristal me saluda
desde lejos cada mañana y, sólo un poco más allá, las
montañas nevadas de Grouse Mountain configuran un
paisaje de contrastes. Si te fijas, a la izquierda, entre
esos dos bloques de edificios, se distingue un trozo del
Pacífico y, algunos días, si tienes suerte, puedes ver
cruzar los hidroaviones.

                           1
Apartamento con vistas.                    Lola Buendía Martínez




                          II. Tranquila zona residencial.

        El día en que mi avión cruzó el Atlántico,
sobrevoló Groenlandia, dejó atrás las Montañas
Rocosas y aterrizó en el aeropuerto de Vancouver, yo
traía conmigo una mochila y una sola maleta. Cuando
se hace el equipaje para un viaje sin billete de vuelta,
cuando el futuro es incierto e improbable, uno empieza
a dudar de si realmente merece la pena cargar con algo.
Quizá sería mejor vivir con lo puesto, olvidarse de los
objetos que nos atan a los lugares y nos hacen
depender de ellos y vivir en un eterno viaje en el que
nunca merece la pena adquirir nada, sino llevarse sólo
los recuerdos que nuestra memoria sea capaz de
almacenar.

         Con esta idea en la mente dejé casi todo en
España aunque, al mismo tiempo, no dejé nada: un
trabajo con fecha de caducidad, un piso en alquiler en
las afueras, un país en crisis, ningún futuro. Meses
después, desde el balcón del piso en el que vivo en el
barrio de West End, contemplo cada mañana, frente a
una taza de café aguachado, la lluvia incesante que cae
sobre el cruce de Davie con Bute Street, la gente pasear
sin prisa, la niebla cubriendo las montañas, el autobús
número 6 en su ruta diaria hacia Granville Street, el
puesto de flores ambulante… Algunos días sale sol y la
ciudad entera resplandece, brilla, me suplica que no la
abandone nunca y, por unos momentos, me gustaría
cumplir sus deseos.

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Apartamento con vistas.                          Lola Buendía Martínez




                          III. 50 m2, 1 bedroom, open concept.

         En los 50 m2 de mi apartamento de West End
los muebles son prestados, la vajilla es de plástico y la
batería de cocina de segunda mano. La lavadora está
en el sótano, funciona con monedas y es de uso
compartido, pero tengo un salón-comedor “open
concept” que es lo más en Norteamérica. ¿Parking? No,
gracias, no tenemos coche, se quedó atrás junto al
despertador de los dígitos rojos y muchas otras cosas.
Es mejor moverse en bici, más ecológico, dicen, se hace
ejercicio y, cuando te acostumbras a la lluvia, ya no hay
quien te pare.

        Cuando llegué a esta ciudad el invierno estaba
a la vuelta de la esquina, las primeras nevadas me
pillaron desprevenida, la lluvia era una incomodidad
continua, la incertidumbre un estado natural y los
meses por venir, un enigma. La soledad de una ciudad
desconocida puede ser devastadora, pero cuando uno
aprende a vivir con ella, sin darte cuenta, simplemente
desaparece. Alguien me dijo que Vancouver, o te adora,
o te echa a escupitajos. A pesar de todo, creo que yo le
he caído bien.

                                          IV. Zonas comunes.

         Las ciudades parecen mutar cuando te
acostumbras a ellas. Ahora Vancouver parece distinta,
las calles Robson y Granville son cotidianas, los barrios


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Apartamento con vistas.                    Lola Buendía Martínez




de Kitsilano y Commercial Drive guardan pocos
secretos, los senderos de Stanley Park son la ruta
habitual de los domingos y el café del Starbucks ha
substituido, sin pena, a los de mi antigua cafetera
italiana.

         En la esquina de Davie con Bute Street
trascurre la mayor parte de mi vida canadiense. Mi
nueva peluquera es de origen etíope y me cuenta
historias de su familia en un inglés con acento
ininteligible. Compro pan de molde y leche fresca cada
día en el mercado de la esquina, regentado por una
familia asiática que tiene los mejores precios del barrio.
Cuando llega el fin de semana, me tomo un smoothie
en la terraza del Blenz café, donde el chico pelirrojo me
pregunta sin falta si lo quiero “with cream”.

         Cuando estoy a buenas con el mundo me gusta
bajar la calle hasta el cruce con Denman Street y
saludar a las estatuas de los hombres sonrientes, tan
simpáticos y divertidos. A la vuelta, suelo comprar sushi
para llevar en alguno de los restaurantes japoneses de
Davie Street, cada día en uno diferente. Dicen que el
sushi en Vancouver es de los mejores y de los más
baratos del mundo y constituye parte fundamental de
la cultura y de la gastronomía de la ciudad. Así que
como parte de mi proceso de integración he aprendido,
por fin, a comer con palillos y a llamar por su nombre a
los diferentes tipos de sushi, sashimi y demás delicias
orientales.

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Apartamento con vistas.                  Lola Buendía Martínez




        A veces siento que podría vivir aquí para
siempre y olvidarme de la posibilidad de volver a un
país que seguirá en crisis por demasiado tiempo, quizá
más de lo que yo puedo permitirme esperar. Hace ya
mucho tiempo que vivo con la maleta a medio hacer,
siempre preparada para la siguiente mudanza, y desde
hace un tiempo, no demasiado, empiezo a tener la
extraña necesidad de echar raíces, de guardar todas
mis escasas posesiones en algún sitio del que no tenga
que sacarlas cada poco tiempo… y me pregunto si éste
será ese lugar.

                               V. Hipoteca a 40 años.

        Mucha gente aspira a conseguir un buen
trabajo, ser funcionario en el mejor de los casos, y
comprar un piso en el que vivir de por vida lo más cerca
posible de la familia. Yo vivo a 8.675’79 km de casa de
mis padres, pero tengo Skype y los sábados por la
mañana es la hora familiar. Los amigos que quedan en
España me recomiendan que no vuelva y mis padres
aprenden inglés en clases para padres de hijos que
también se fueron.

       Y es que a veces tu país te echa sin quererlo, va
cerrando sus puertas poco a poco y acaba desgastando
tu ánimo y tus fuerzas hasta que ya no te quedan
excusas para quedarte. Pero el mundo es
tremendamente grande y las posibilidades infinitas
cuando se rompen las fronteras. Así que te vas,

                           5
Apartamento con vistas.                    Lola Buendía Martínez




abandonas el país que pagó tu educación y ahogó tus
ilusiones, coges tu maleta llena de nada y buscas un
lugar donde tu ventana no tenga vistas a un barrio
fantasma.

                                VI. Nuevo, a estrenar.

         Mañana volveré a despertarme buscando los
dígitos rojos del despertador que ya no tengo. Desde la
ventana, el cruce de Davie con Bute lucirá
esplendoroso, con el sol de la primavera inundándolo
todo y los cristales de los rascacielos reflejando un azul
perfecto, sin defectos. El número 6 avanzará calle abajo
hacia Granville Street y el puesto ambulante de flores
de la esquina seguirá vendiendo los tulipanes y
margaritas que algún día compraré.

        Por la tarde iré a pasear por la orilla de English
Bay y me tomaré un helado de los del carrito de la
esquina con Denman Street, junto a las estatuas de los
hombres sonrientes. Después compraré algo de fruta
en el mercado de siempre, me pararé a ver el
escaparate de la tienda de libros del 1521 de Davie
Street, me quedaré contemplando a la gente que cuida
su pedazo de huerto en el jardín comunitario de la
esquina con Burrad y, de vuelta a casa, saludaré a la
peluquera etíope y comparé sushi para la cena.




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  • 2. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez I. Vistas al mar. Esta mañana, al despertar, en un gesto instintivo aprendido tras años de rutina, he buscado con la mirada los dígitos rojos del despertador que siempre está en mi mesita de noche. Tras unos minutos de confusión, he recordado que el despertador se quedó en España junto al resto de la mayoría de mis cosas, ésas que ya ni siquiera echo de menos. Hace unos meses, la ventana de mi habitación tenía vistas a un enorme parque de reciente construcción. Al otro lado, se erigían imponentes bloques de edificios, algunos todavía por terminar, en un barrio moderno y pretencioso, construido en tiempo récord para alojar a cientos de vecinos que nunca llegaron. Cada día, en la mediocridad de una rutina marcada por la situación de crisis del país, desde mi habitación contemplaba, impotente, el testigo de la especulación, la corrupción y la ruina española. Ahora, mi habitación tiene vistas al cruce de Davie con Bute Street, en la ciudad de Vancouver, Canadá. Un desfile de rascacielos de cristal me saluda desde lejos cada mañana y, sólo un poco más allá, las montañas nevadas de Grouse Mountain configuran un paisaje de contrastes. Si te fijas, a la izquierda, entre esos dos bloques de edificios, se distingue un trozo del Pacífico y, algunos días, si tienes suerte, puedes ver cruzar los hidroaviones. 1
  • 3. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez II. Tranquila zona residencial. El día en que mi avión cruzó el Atlántico, sobrevoló Groenlandia, dejó atrás las Montañas Rocosas y aterrizó en el aeropuerto de Vancouver, yo traía conmigo una mochila y una sola maleta. Cuando se hace el equipaje para un viaje sin billete de vuelta, cuando el futuro es incierto e improbable, uno empieza a dudar de si realmente merece la pena cargar con algo. Quizá sería mejor vivir con lo puesto, olvidarse de los objetos que nos atan a los lugares y nos hacen depender de ellos y vivir en un eterno viaje en el que nunca merece la pena adquirir nada, sino llevarse sólo los recuerdos que nuestra memoria sea capaz de almacenar. Con esta idea en la mente dejé casi todo en España aunque, al mismo tiempo, no dejé nada: un trabajo con fecha de caducidad, un piso en alquiler en las afueras, un país en crisis, ningún futuro. Meses después, desde el balcón del piso en el que vivo en el barrio de West End, contemplo cada mañana, frente a una taza de café aguachado, la lluvia incesante que cae sobre el cruce de Davie con Bute Street, la gente pasear sin prisa, la niebla cubriendo las montañas, el autobús número 6 en su ruta diaria hacia Granville Street, el puesto de flores ambulante… Algunos días sale sol y la ciudad entera resplandece, brilla, me suplica que no la abandone nunca y, por unos momentos, me gustaría cumplir sus deseos. 2
  • 4. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez III. 50 m2, 1 bedroom, open concept. En los 50 m2 de mi apartamento de West End los muebles son prestados, la vajilla es de plástico y la batería de cocina de segunda mano. La lavadora está en el sótano, funciona con monedas y es de uso compartido, pero tengo un salón-comedor “open concept” que es lo más en Norteamérica. ¿Parking? No, gracias, no tenemos coche, se quedó atrás junto al despertador de los dígitos rojos y muchas otras cosas. Es mejor moverse en bici, más ecológico, dicen, se hace ejercicio y, cuando te acostumbras a la lluvia, ya no hay quien te pare. Cuando llegué a esta ciudad el invierno estaba a la vuelta de la esquina, las primeras nevadas me pillaron desprevenida, la lluvia era una incomodidad continua, la incertidumbre un estado natural y los meses por venir, un enigma. La soledad de una ciudad desconocida puede ser devastadora, pero cuando uno aprende a vivir con ella, sin darte cuenta, simplemente desaparece. Alguien me dijo que Vancouver, o te adora, o te echa a escupitajos. A pesar de todo, creo que yo le he caído bien. IV. Zonas comunes. Las ciudades parecen mutar cuando te acostumbras a ellas. Ahora Vancouver parece distinta, las calles Robson y Granville son cotidianas, los barrios 3
  • 5. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez de Kitsilano y Commercial Drive guardan pocos secretos, los senderos de Stanley Park son la ruta habitual de los domingos y el café del Starbucks ha substituido, sin pena, a los de mi antigua cafetera italiana. En la esquina de Davie con Bute Street trascurre la mayor parte de mi vida canadiense. Mi nueva peluquera es de origen etíope y me cuenta historias de su familia en un inglés con acento ininteligible. Compro pan de molde y leche fresca cada día en el mercado de la esquina, regentado por una familia asiática que tiene los mejores precios del barrio. Cuando llega el fin de semana, me tomo un smoothie en la terraza del Blenz café, donde el chico pelirrojo me pregunta sin falta si lo quiero “with cream”. Cuando estoy a buenas con el mundo me gusta bajar la calle hasta el cruce con Denman Street y saludar a las estatuas de los hombres sonrientes, tan simpáticos y divertidos. A la vuelta, suelo comprar sushi para llevar en alguno de los restaurantes japoneses de Davie Street, cada día en uno diferente. Dicen que el sushi en Vancouver es de los mejores y de los más baratos del mundo y constituye parte fundamental de la cultura y de la gastronomía de la ciudad. Así que como parte de mi proceso de integración he aprendido, por fin, a comer con palillos y a llamar por su nombre a los diferentes tipos de sushi, sashimi y demás delicias orientales. 4
  • 6. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez A veces siento que podría vivir aquí para siempre y olvidarme de la posibilidad de volver a un país que seguirá en crisis por demasiado tiempo, quizá más de lo que yo puedo permitirme esperar. Hace ya mucho tiempo que vivo con la maleta a medio hacer, siempre preparada para la siguiente mudanza, y desde hace un tiempo, no demasiado, empiezo a tener la extraña necesidad de echar raíces, de guardar todas mis escasas posesiones en algún sitio del que no tenga que sacarlas cada poco tiempo… y me pregunto si éste será ese lugar. V. Hipoteca a 40 años. Mucha gente aspira a conseguir un buen trabajo, ser funcionario en el mejor de los casos, y comprar un piso en el que vivir de por vida lo más cerca posible de la familia. Yo vivo a 8.675’79 km de casa de mis padres, pero tengo Skype y los sábados por la mañana es la hora familiar. Los amigos que quedan en España me recomiendan que no vuelva y mis padres aprenden inglés en clases para padres de hijos que también se fueron. Y es que a veces tu país te echa sin quererlo, va cerrando sus puertas poco a poco y acaba desgastando tu ánimo y tus fuerzas hasta que ya no te quedan excusas para quedarte. Pero el mundo es tremendamente grande y las posibilidades infinitas cuando se rompen las fronteras. Así que te vas, 5
  • 7. Apartamento con vistas. Lola Buendía Martínez abandonas el país que pagó tu educación y ahogó tus ilusiones, coges tu maleta llena de nada y buscas un lugar donde tu ventana no tenga vistas a un barrio fantasma. VI. Nuevo, a estrenar. Mañana volveré a despertarme buscando los dígitos rojos del despertador que ya no tengo. Desde la ventana, el cruce de Davie con Bute lucirá esplendoroso, con el sol de la primavera inundándolo todo y los cristales de los rascacielos reflejando un azul perfecto, sin defectos. El número 6 avanzará calle abajo hacia Granville Street y el puesto ambulante de flores de la esquina seguirá vendiendo los tulipanes y margaritas que algún día compraré. Por la tarde iré a pasear por la orilla de English Bay y me tomaré un helado de los del carrito de la esquina con Denman Street, junto a las estatuas de los hombres sonrientes. Después compraré algo de fruta en el mercado de siempre, me pararé a ver el escaparate de la tienda de libros del 1521 de Davie Street, me quedaré contemplando a la gente que cuida su pedazo de huerto en el jardín comunitario de la esquina con Burrad y, de vuelta a casa, saludaré a la peluquera etíope y comparé sushi para la cena. 6