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MÁS ALLÁ  DEL BOSQUE Luis Tamargo.
No podían avanzar más rápido. La cojera del compañero les retrasaba el paso, aunque cada día recorrían varios kilómetros. No es que se conocieran de toda la vida, apenas cuatro años atrás, pero la calaña de sus tropelías los había unido mucho más allá que las esposas que atenazaban sus muñecas. Primero fue el desfalco aquel en el Banco donde coincidieron, después otro y otro más, hasta que fueron encarcelados. Quizás demasiado jóvenes para estar dispuestos a pasar el resto de su existencia entre rejas, sí, por eso lo decidieron durante el trayecto que los conducía a la prisión de alta seguridad en Dolbler. Había que arriesgarse.
Se deshicieron del vigilante que los custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de que el otro soldado, que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese, saltaron... El tren se adentraba ya en los túneles que atraviesan la gran cadena montañosa y aún pudieron escuchar su pitido, mientras caían puente abajo. Fue una caída limpia, desde más de veinte metros de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse salvador que les acogía. Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó, tal vez una mala posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie izquierdo se quedó resentido.
Caminaban despacio, intercalando breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro del bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de consuelo y supuso la reposición de víveres para unas cuantas jornadas más. Así, llegaron a las montañas.  En su huída, a veces, instintivamente echaban la vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su fuga y, tarde o temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla que habría ya salido en su búsqueda. Así, siguieron camino seguro por la línea que separaba el bosque de la montaña. Desde lo alto podían observar si alguien se acercaba y siempre tenían el bosque a mano para adentrarse y escapar.
Lo que nunca imaginaron fue que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta cabía en lo posible que ni siquiera formara parte de la patrulla. Lo observaron desde lejos en su lento cabalgar, se diría que impasible, hasta que estuvo lo suficientemente próximo para alcanzarlo de un disparo... Lo que hubieran dado entonces por un arma! El jinete detuvo su marcha, obedeciendo a un sexto sentido al que solo son capaces de atender los expertos en el terreno. Y permaneció allí, en pie junto a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquella inmovilidad lo que les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos durante el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel endiablado jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia.
No había lugar a dudas de que sabía de su presencia, pero aquella persecución calculada les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que evitar los espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso de la montaña para su huída, pues quedaban a la vista de su perseguidor. Además, también ignoraban lo que podría tardar en aparecer el resto de su cuadrilla, por lo que se desviaron al interior del bosque. Allí podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás, si daban con el río podrían huir más rápido y borrar su pista. Nada más adentrarse en el bosque volvieron a oir aquellos aullidos escalofriantes. Los habían escuchado ya anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban la frondosidad del arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra salida.
Las ansias por adelantar camino y la torpeza del compañero para sostenerse en pie dificultaban la marcha entre la vegetación. Cuando volvían la vista cada hilera de árboles parecía un jinete y resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En el bosque todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y aquellos aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó imposible reconocer entre la maleza las hordas de atacantes que se les echaron encima. Caían de las ramas altas y surgían de la espesura como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les redujo.
A los fugitivos nadie les contó de los guerreros Colchalkes, nunca oyeron hablar de la fiereza de aquella especie aparte de hombres que en el idioma de la selva se hacían llamar “lobos del bosque”, aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y, sobre todo, por sus gestos bruscos y agresivos.  Casi fueron arrastrados hasta el poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba de dolor, pero pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero de hacha le partió el cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha de piedra levantarse en el aire...
Pero el guerrero quedó inmóvil, mientras se volvía al tiempo que el grupo. El Montañés atravesaba con calma la linde del bosque sobre su montura cobriza, hacia la ladera rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible. Cuando su figura iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y, llevándolas en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono... Luego, el hacha cayó implacable.
*Es Una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo. El autor: http:// leetamargo.blogspot.com

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MAS ALLA DEL BOSQUE

  • 1. MÁS ALLÁ DEL BOSQUE Luis Tamargo.
  • 2. No podían avanzar más rápido. La cojera del compañero les retrasaba el paso, aunque cada día recorrían varios kilómetros. No es que se conocieran de toda la vida, apenas cuatro años atrás, pero la calaña de sus tropelías los había unido mucho más allá que las esposas que atenazaban sus muñecas. Primero fue el desfalco aquel en el Banco donde coincidieron, después otro y otro más, hasta que fueron encarcelados. Quizás demasiado jóvenes para estar dispuestos a pasar el resto de su existencia entre rejas, sí, por eso lo decidieron durante el trayecto que los conducía a la prisión de alta seguridad en Dolbler. Había que arriesgarse.
  • 3. Se deshicieron del vigilante que los custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de que el otro soldado, que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese, saltaron... El tren se adentraba ya en los túneles que atraviesan la gran cadena montañosa y aún pudieron escuchar su pitido, mientras caían puente abajo. Fue una caída limpia, desde más de veinte metros de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse salvador que les acogía. Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó, tal vez una mala posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie izquierdo se quedó resentido.
  • 4. Caminaban despacio, intercalando breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro del bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de consuelo y supuso la reposición de víveres para unas cuantas jornadas más. Así, llegaron a las montañas. En su huída, a veces, instintivamente echaban la vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su fuga y, tarde o temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla que habría ya salido en su búsqueda. Así, siguieron camino seguro por la línea que separaba el bosque de la montaña. Desde lo alto podían observar si alguien se acercaba y siempre tenían el bosque a mano para adentrarse y escapar.
  • 5. Lo que nunca imaginaron fue que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta cabía en lo posible que ni siquiera formara parte de la patrulla. Lo observaron desde lejos en su lento cabalgar, se diría que impasible, hasta que estuvo lo suficientemente próximo para alcanzarlo de un disparo... Lo que hubieran dado entonces por un arma! El jinete detuvo su marcha, obedeciendo a un sexto sentido al que solo son capaces de atender los expertos en el terreno. Y permaneció allí, en pie junto a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquella inmovilidad lo que les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos durante el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel endiablado jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia.
  • 6. No había lugar a dudas de que sabía de su presencia, pero aquella persecución calculada les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que evitar los espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso de la montaña para su huída, pues quedaban a la vista de su perseguidor. Además, también ignoraban lo que podría tardar en aparecer el resto de su cuadrilla, por lo que se desviaron al interior del bosque. Allí podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás, si daban con el río podrían huir más rápido y borrar su pista. Nada más adentrarse en el bosque volvieron a oir aquellos aullidos escalofriantes. Los habían escuchado ya anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban la frondosidad del arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra salida.
  • 7. Las ansias por adelantar camino y la torpeza del compañero para sostenerse en pie dificultaban la marcha entre la vegetación. Cuando volvían la vista cada hilera de árboles parecía un jinete y resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En el bosque todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y aquellos aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó imposible reconocer entre la maleza las hordas de atacantes que se les echaron encima. Caían de las ramas altas y surgían de la espesura como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les redujo.
  • 8. A los fugitivos nadie les contó de los guerreros Colchalkes, nunca oyeron hablar de la fiereza de aquella especie aparte de hombres que en el idioma de la selva se hacían llamar “lobos del bosque”, aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y, sobre todo, por sus gestos bruscos y agresivos. Casi fueron arrastrados hasta el poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba de dolor, pero pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero de hacha le partió el cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha de piedra levantarse en el aire...
  • 9. Pero el guerrero quedó inmóvil, mientras se volvía al tiempo que el grupo. El Montañés atravesaba con calma la linde del bosque sobre su montura cobriza, hacia la ladera rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible. Cuando su figura iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y, llevándolas en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono... Luego, el hacha cayó implacable.
  • 10. *Es Una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo. El autor: http:// leetamargo.blogspot.com