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Después de la segunda oración 1 , salimos de la posada y nos dirigimos hacia la residencia del visir Ibraim Maluf.  Al entrar en la hermosa morada del visir, el calculista quedó  encantado. Era una casa principesca, de puro estilo árabe, con un pequeño jardín sombreado por filas paralelas de naranjos y limoneros. Del jardín se pasaba a un patio interior por una estrecha puerta y un corredor que tenía apenas el ancho de un hombre normal.  1  Las oraciones obligatorias para los musulmanes en el día son cinco. La primera, al amanecer; la segunda ,al medio día; la tercera, a las 16 horas más o menos; la cuarta a la puesta del Sol; y la última por la noche.
En el fondo del patio erguíanse doce columnas blancas, unidas por otros tantos arcos en forma de herradura, que sostenían, a la altura del primer piso, una galería con baranda de madera. El piso del patio, de la galería y de las habitaciones estaba embaldosado con espléndidos mosaicos de cuadritos esmaltados, de variados colores; los arcos lucían arabescos y pinturas sugestivas; la balaustrada tenía labrados de motivos delicados; todo estaba diseñado con una armonía y una gracia digna de los arquitectos de la Alhambra. Había en el medio del patio una fuente y, más adelante, otra, revestidas de mosaico con rosas y estrellas y en ella tres surtidores. Del medio de cada arco colgaba una lámpara morisca. Todo era allí, fastuoso y señorial.
Una de las alas del edificio, que se extendía a lo largo del jardín, tenía también un frente formado por tres arcos, ante los que susurraba una tercera fuente. En las salas principales, ricos tapices de oro lucían, suspendidos de las paredes. Ante el gran ministro nos condujo un esclavo negro. Lo encontramos reclinado en grandes almohadones, hablando con dos de sus amigos. Uno de ellos era el sheik Salem Nasair, nuestro compañero de aventuras en el desierto; el otro era un hombre bajo, de fisonomía bondadosa, de rostro redondo y barba ligeramente grisácea. Vestía con esmerado gusto y lucía en el pecho, una medalla de oro de forma rectangular, que tenía una cara del color del oro y otra  obscura como bronce.
Nos recibió el visir Maluf con demostraciones de viva simpatía, y dirigiéndose al hombre de la medalla, le dijo sonriente: ─ Aquí está nuestro gran matemático. El joven que lo acompaña es un “bagdalí” que lo descubrió por casualidad cuando viajaba por los caminos de Alah. Dirigimos un respetuoso “zalam” al noble jefe. Más tarde supimos que se trataba de un poeta brillante -Iezid Abul-Hamid-, amigo y confidente del califa Al-Motacen. La singular medalla la había recibido de sus manos como premio, por haber escrito un poema de treinta mil doscientos versos sin emplear una sola vez, las letras “kaf”,  “lam” y “ayu” 2 . 2  Son tres letras notables y de uso corriente en el alfabeto árabe. La última no puede ser pronunciada correctamente por los latinos; es una especie de “A” sorda y gutural que sólo los orientales reproducen con  perfección.
– Amigo Maluf –dijo el poeta Iezid–, cuéstame creer las hazañas prodigiosas llevadas  a cabo por este calculista persa. Cuando se combinan los números, aparecen,  también, los artificios del cálculo y las mistificaciones algebraicas. Presentóse cierta vez un mago, que afirmaba poder leer el destino de los hombres en la arena, al rey El-Harit, hijo de Modad. –“¿Hace usted cálculos?”, le preguntó el rey. Y antes de que el mago saliese de su asombro, continuó: “Si no hace cálculos, sus predicciones nada valen; mas si las obtiene por los cálculos, dudo de ellas.” Aprendí en la India un proverbio que dice: “Es preciso desconfiar siete veces del cálculo y cien del  calculista.” – Para poner fin a esas de desconfianzas –sugirió el visir– vamos a someter a nuestro huésped a una prueba decisiva.
Y diciendo así se levantó de los almohadones y nos condujo a una de las ventanas  del palacio. Daba esa ventana para un gran patio que, en ese momento, estaba lleno de  camellos.  Eran todos muy hermosos, pareciendo de buena raza; distinguí entre ellos dos o tres blancos, de Mongolia, y varios “carehs”, de pelo claro. – Es esa –dijo el visir– una hermosa partida de camellos que he comprado y que pienso enviar como dote al padre de mi novia. Di, sin error, cuántos son. El visir, para hacer más interesante la prueba, dijo en secreto a su amigo Iezid, el  número total de animales. Quiero ahora –prosiguió, volviéndose a Beremís– que nuestro calculista nos diga cuántos camellos hay en el patio, delante de nosotros.
 
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  • 1.  
  • 2. Después de la segunda oración 1 , salimos de la posada y nos dirigimos hacia la residencia del visir Ibraim Maluf. Al entrar en la hermosa morada del visir, el calculista quedó encantado. Era una casa principesca, de puro estilo árabe, con un pequeño jardín sombreado por filas paralelas de naranjos y limoneros. Del jardín se pasaba a un patio interior por una estrecha puerta y un corredor que tenía apenas el ancho de un hombre normal. 1 Las oraciones obligatorias para los musulmanes en el día son cinco. La primera, al amanecer; la segunda ,al medio día; la tercera, a las 16 horas más o menos; la cuarta a la puesta del Sol; y la última por la noche.
  • 3. En el fondo del patio erguíanse doce columnas blancas, unidas por otros tantos arcos en forma de herradura, que sostenían, a la altura del primer piso, una galería con baranda de madera. El piso del patio, de la galería y de las habitaciones estaba embaldosado con espléndidos mosaicos de cuadritos esmaltados, de variados colores; los arcos lucían arabescos y pinturas sugestivas; la balaustrada tenía labrados de motivos delicados; todo estaba diseñado con una armonía y una gracia digna de los arquitectos de la Alhambra. Había en el medio del patio una fuente y, más adelante, otra, revestidas de mosaico con rosas y estrellas y en ella tres surtidores. Del medio de cada arco colgaba una lámpara morisca. Todo era allí, fastuoso y señorial.
  • 4. Una de las alas del edificio, que se extendía a lo largo del jardín, tenía también un frente formado por tres arcos, ante los que susurraba una tercera fuente. En las salas principales, ricos tapices de oro lucían, suspendidos de las paredes. Ante el gran ministro nos condujo un esclavo negro. Lo encontramos reclinado en grandes almohadones, hablando con dos de sus amigos. Uno de ellos era el sheik Salem Nasair, nuestro compañero de aventuras en el desierto; el otro era un hombre bajo, de fisonomía bondadosa, de rostro redondo y barba ligeramente grisácea. Vestía con esmerado gusto y lucía en el pecho, una medalla de oro de forma rectangular, que tenía una cara del color del oro y otra obscura como bronce.
  • 5. Nos recibió el visir Maluf con demostraciones de viva simpatía, y dirigiéndose al hombre de la medalla, le dijo sonriente: ─ Aquí está nuestro gran matemático. El joven que lo acompaña es un “bagdalí” que lo descubrió por casualidad cuando viajaba por los caminos de Alah. Dirigimos un respetuoso “zalam” al noble jefe. Más tarde supimos que se trataba de un poeta brillante -Iezid Abul-Hamid-, amigo y confidente del califa Al-Motacen. La singular medalla la había recibido de sus manos como premio, por haber escrito un poema de treinta mil doscientos versos sin emplear una sola vez, las letras “kaf”, “lam” y “ayu” 2 . 2 Son tres letras notables y de uso corriente en el alfabeto árabe. La última no puede ser pronunciada correctamente por los latinos; es una especie de “A” sorda y gutural que sólo los orientales reproducen con perfección.
  • 6. – Amigo Maluf –dijo el poeta Iezid–, cuéstame creer las hazañas prodigiosas llevadas a cabo por este calculista persa. Cuando se combinan los números, aparecen, también, los artificios del cálculo y las mistificaciones algebraicas. Presentóse cierta vez un mago, que afirmaba poder leer el destino de los hombres en la arena, al rey El-Harit, hijo de Modad. –“¿Hace usted cálculos?”, le preguntó el rey. Y antes de que el mago saliese de su asombro, continuó: “Si no hace cálculos, sus predicciones nada valen; mas si las obtiene por los cálculos, dudo de ellas.” Aprendí en la India un proverbio que dice: “Es preciso desconfiar siete veces del cálculo y cien del calculista.” – Para poner fin a esas de desconfianzas –sugirió el visir– vamos a someter a nuestro huésped a una prueba decisiva.
  • 7. Y diciendo así se levantó de los almohadones y nos condujo a una de las ventanas del palacio. Daba esa ventana para un gran patio que, en ese momento, estaba lleno de camellos. Eran todos muy hermosos, pareciendo de buena raza; distinguí entre ellos dos o tres blancos, de Mongolia, y varios “carehs”, de pelo claro. – Es esa –dijo el visir– una hermosa partida de camellos que he comprado y que pienso enviar como dote al padre de mi novia. Di, sin error, cuántos son. El visir, para hacer más interesante la prueba, dijo en secreto a su amigo Iezid, el número total de animales. Quiero ahora –prosiguió, volviéndose a Beremís– que nuestro calculista nos diga cuántos camellos hay en el patio, delante de nosotros.
  • 8.  
  • 9.