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Justina
A Justina Sarmentero
Llamarse Justina es un castigo eterno, pensaba Justina. Claro, existía la
posibilidad de que la llamaran Tina, pero eso le gustaba todavía menos.
Hubo momentos en los que Justina pensó rebelarse y poner una querella criminal
contra sus padres o quemar su certificado de nacimiento. También pensó
declararse en huelga de hambre, pero le gustaba demasiado la comida como para
sacrificarse tanto. Por más que sus padres le explicaban que ella se llamaba así
en recuerdo de su abuela Justina, la niña de 12 años consideraba este nombre un
anacronismo y una broma de mal gusto. La abuela culpable vivía en el campo, en
un pueblo de la cordillera de Temuco. En su familia no se hablaba mucho de esta
abuela campesina. La abuela Justina debía de tener algo de sangre mapuche, o
por lo menos era mestiza y de origen mapuche. Veladamente, se referían a ella
como una campesina supersticiosa, lo que para Justina significaba ser una bruja.
Llamarse Justina y tener una abuela bruja del mismo nombre eran demasiadas
tragedias para una niña de 12 años que quería ser famosa. No tenía claro si sería
famosa como bailarina, pintora, escritora o corredora de 100 metros planos. Lo
único que tenía muy claro era que llamarse Justina y tener una abuela bruja que
vivía en un pueblo de la cordillera no le convenía para sus ambiciosos planes
hacia la fama. Lo importante era que sus amigas jamás se enteraran de la
existencia de la abuela ignorante y campesina.
Después de muchas rabietas, estaba consiguiendo que sus amigas la llamaran
Yusti, que sonaba a nombre de cantante pop. Algo es algo.
Llegó el verano y con él, las vacaciones, la playa, los paseos con su pandilla. Pero
ese verano todo iba a resultar diferente.
La mamá anunció durante el almuerzo:
—Este año iremos a veranear al campo.
—¿A qué hotel vamos a ir?
—A ningún hotel. Alojaremos en la casa de la abuela Justina.
La noticia horrorizó a Justina. No podía imaginar nada más atroz que pasar el
verano con la abuela campesina de la que no se hablaba jamás; que tenía fama
de bruja y que, seguramente, vivía en un rancho polvoriento.
Sus padres dieron por zanjada la cuestión y, después de Año Nuevo, cargaron el
auto y emprendieron el viaje. Los últimos 30 kilómetros del camino eran de tierra.
Llegaron cansados, traqueteados y empolvados.
La abuela Justina no vivía en un rancho. Tampoco se podía decir que su casa
fuera muy cómoda y elegante. Desde luego, no tenía piscina, lo que para Yusti era
imperdonable. Se trataba de una vieja casona de adobe, rústica y fresca, con un
amplio corredor lleno de enredaderas y un huerto cuajado de flores, arbustos y
árboles frutales.
La abuela estaba sentada en un sillón de mimbre, tomando mate. A su alrededor
había seis gatos perezosos y un perro de lanas dormido.
A Justina la desconcertó su abuela. Esperaba encontrar a una campesina medio
india, supersticiosa y siniestra, pero no a una anciana menuda, frágil y
extremadamente dulce.
—¡Qué grande y bonita está mi Justina chica!
—Por favor, no soy una niña chica y no me llame Justina. Ahora me llamo Yusti.
—Perdona, es que nadie me lo había advertido —sonrió la anciana.
En los días que siguieron, Justina fue descubriendo otras cosas en su abuela,
además de la dulzura. Cocinaba como los ángeles, por ejemplo. Siempre tenía
postres caseros deliciosos y para la hora del té horneaba panecillos de huevo y
hojaldres con azúcar flor.
—¿Estás contenta en la casa de tu abuela?
—Yo quería ir a la playa. Me gusta el surf y aquí…
La niña hizo un mohín de disgusto, dando una mirada despreciativa a su
alrededor.
—¿Quieres acompañarme esta tarde?
—¿A dónde vamos a ir?
—Es una sorpresa.
Después de la siesta, la abuela Justina y su nieta salieron de la casa. La anciana
caminaba despacio, con pasitos cortos, pero firmes. Entraron en el bosque por un
sendero casi cubierto de helechos. Anduvieron mucho, cruzando zonas boscosas
donde los árboles formaban una cúpula verde que apenas dejaba pasar la luz.
—¿Estás cansada?
—No, abuela.
—¿Tienes miedo?
—¡Claro que no! —Pero tenía miedo. Naturalmente que no iba a reconocerlo. Así,
llegaron a un claro del bosque, una especie de pared rocosa muy alta, de la que
caía una cascada impresionante.
—En verano, cuando yo era una niña como tú… perdón, una señorita como tú,
me escapaba hasta llegar aquí. Me sacaba la ropa y me bañaba desnuda debajo
de la cascada.
—El agua está muy fría.
—¿Y eso te importa mucho?
—No, nada.
—Vamos, entonces.
La abuela y su nieta pasaron por debajo de la cascada. Debajo de ella se abría el
túnel, y al final, la débil luz que señalaba la salida al valle. Cuando llegaron allí, se
sentaron en una roca. Abajo, frente a ellas, se extendía un mar verde, salpicado
de pequeños espejos de agua tornasolados: los lagos. Justina estaba
deslumbrada por la belleza secreta del lugar.
—Vamos, ya nos hemos secado —dijo la abuela. Para volver daremos un rodeo.
Es un sendero de cabras salvajes. ¿Te gustaría, por un rato, ser una cabra
salvaje?
—¡Me encantaría!
El rodeo era por un sitio escarpado. Llegaron a la casa al anochecer. Justina
estaba cansada y no comprendía cómo su abuela no se quejaba.
—No te extrañe. Toda mi vida he subido cerros. Esta es mi tierra, que es como
decir mi cuerpo.
Su mamá salió a recibirlas.
—¿Dónde se habían metido? Las anduve buscando toda la tarde. Tu papá se
cayó y tiene la pierna muy mal. Ni siquiera puede manejar el auto. Habrá que
llamar un taxi a Temuco.
—No llames a nadie. Déjame verlo —dijo la abuela.
La pierna del papá estaba muy hinchada y amoratada. Le resultaba imposible
caminar.
—Debe haberse roto un hueso —dijo la mamá.
—No, los huesos están bien. Le prepararé un emplasto de hierbas. Mientras tanto,
que se quede quieto.
La abuela tomó de la mano a su nieta y la llevó al fondo del huerto.
—Las plantas nos quieren, las plantas curan, aun las más dañinas a primera vista.
Recoge esas dos hojas de nalca. Vamos a cortar hojas de chilca, cardo negro,
cabello de ángel, granadilla y ortiga dioica. Luego haremos una especie de
“humita” con las hierbas maceradas y la pondremos a cocer. Se orea un poco y
cuando aún esté tibiecita se la pondremos a tu papá en la pierna durante tres días.
En realidad no fue necesario esperar tanto. Al segundo día la hinchazón había
desaparecido y el papá caminaba normalmente.
—¿Y cómo lo hiciste, abuela?
—Yo no lo hice, lo hicieron las plantas. Por eso creen que soy bruja —dijo la
abuela, riéndose.
Durante el resto del verano, Justina aprendió el nombre de cada planta y de cada
flor curativa: el avellano, el huedahue, el quiscal, la cachicabra, el arrayán, el
romerillo, el amitén, el chagual, la rosa mosqueta, el lilén, la salvia, el tralhuén, la
murtilla, la sanguinaria, el matico y tantas plantitas, arbustos y árboles que
formaban el universo vegetal de la abuela.
Al terminar las vacaciones, la niña estaba muy orgullosa de llamarse Justina,
como la abuela, y se avergonzaba si alguien le recordaba su nombre de cantante
pop, Yusti.
—¿Volveremos a ver pronto a la abuela?
—Espero que sí —contestó la mamá. —¿Sabes por qué cambiamos los planes
este verano y fuimos a ver a tu abuela?
—No.
—Porque está muy enferma. Queríamos verla por última vez, pero creo que con
sus hierbas se mantendrá todavía un buen tiempo. Tú has visto lo activa que está.
—Al despedirme de ella —dijo Justina—, me dio una ramita de canelo. Me dijo que
la pusiera en la pared, junto a mi cama, y que al mirarla me acordaría de ella. Han
pasado los años y todavía la ramita de canelo está sobre la cama de Justina,
protegiéndola y avivando el recuerdo de un maravilloso verano en el que
descubrió la magia sanadora de las personas buenas.
Jorge Díaz (chileno)
Fuente: Jorge Díaz. Contar con los dedos. Colección Delfín de Color.
Santiago, Editorial Zig-Zag, 2002.

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Introducción:Los objetivos de Desarrollo Sostenible
 

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  • 1. Justina A Justina Sarmentero Llamarse Justina es un castigo eterno, pensaba Justina. Claro, existía la posibilidad de que la llamaran Tina, pero eso le gustaba todavía menos. Hubo momentos en los que Justina pensó rebelarse y poner una querella criminal contra sus padres o quemar su certificado de nacimiento. También pensó declararse en huelga de hambre, pero le gustaba demasiado la comida como para sacrificarse tanto. Por más que sus padres le explicaban que ella se llamaba así en recuerdo de su abuela Justina, la niña de 12 años consideraba este nombre un anacronismo y una broma de mal gusto. La abuela culpable vivía en el campo, en un pueblo de la cordillera de Temuco. En su familia no se hablaba mucho de esta abuela campesina. La abuela Justina debía de tener algo de sangre mapuche, o por lo menos era mestiza y de origen mapuche. Veladamente, se referían a ella como una campesina supersticiosa, lo que para Justina significaba ser una bruja. Llamarse Justina y tener una abuela bruja del mismo nombre eran demasiadas tragedias para una niña de 12 años que quería ser famosa. No tenía claro si sería famosa como bailarina, pintora, escritora o corredora de 100 metros planos. Lo único que tenía muy claro era que llamarse Justina y tener una abuela bruja que vivía en un pueblo de la cordillera no le convenía para sus ambiciosos planes hacia la fama. Lo importante era que sus amigas jamás se enteraran de la existencia de la abuela ignorante y campesina. Después de muchas rabietas, estaba consiguiendo que sus amigas la llamaran Yusti, que sonaba a nombre de cantante pop. Algo es algo. Llegó el verano y con él, las vacaciones, la playa, los paseos con su pandilla. Pero ese verano todo iba a resultar diferente. La mamá anunció durante el almuerzo: —Este año iremos a veranear al campo. —¿A qué hotel vamos a ir? —A ningún hotel. Alojaremos en la casa de la abuela Justina. La noticia horrorizó a Justina. No podía imaginar nada más atroz que pasar el verano con la abuela campesina de la que no se hablaba jamás; que tenía fama de bruja y que, seguramente, vivía en un rancho polvoriento.
  • 2. Sus padres dieron por zanjada la cuestión y, después de Año Nuevo, cargaron el auto y emprendieron el viaje. Los últimos 30 kilómetros del camino eran de tierra. Llegaron cansados, traqueteados y empolvados. La abuela Justina no vivía en un rancho. Tampoco se podía decir que su casa fuera muy cómoda y elegante. Desde luego, no tenía piscina, lo que para Yusti era imperdonable. Se trataba de una vieja casona de adobe, rústica y fresca, con un amplio corredor lleno de enredaderas y un huerto cuajado de flores, arbustos y árboles frutales. La abuela estaba sentada en un sillón de mimbre, tomando mate. A su alrededor había seis gatos perezosos y un perro de lanas dormido. A Justina la desconcertó su abuela. Esperaba encontrar a una campesina medio india, supersticiosa y siniestra, pero no a una anciana menuda, frágil y extremadamente dulce. —¡Qué grande y bonita está mi Justina chica! —Por favor, no soy una niña chica y no me llame Justina. Ahora me llamo Yusti. —Perdona, es que nadie me lo había advertido —sonrió la anciana. En los días que siguieron, Justina fue descubriendo otras cosas en su abuela, además de la dulzura. Cocinaba como los ángeles, por ejemplo. Siempre tenía postres caseros deliciosos y para la hora del té horneaba panecillos de huevo y hojaldres con azúcar flor. —¿Estás contenta en la casa de tu abuela? —Yo quería ir a la playa. Me gusta el surf y aquí… La niña hizo un mohín de disgusto, dando una mirada despreciativa a su alrededor. —¿Quieres acompañarme esta tarde? —¿A dónde vamos a ir? —Es una sorpresa. Después de la siesta, la abuela Justina y su nieta salieron de la casa. La anciana caminaba despacio, con pasitos cortos, pero firmes. Entraron en el bosque por un sendero casi cubierto de helechos. Anduvieron mucho, cruzando zonas boscosas donde los árboles formaban una cúpula verde que apenas dejaba pasar la luz.
  • 3. —¿Estás cansada? —No, abuela. —¿Tienes miedo? —¡Claro que no! —Pero tenía miedo. Naturalmente que no iba a reconocerlo. Así, llegaron a un claro del bosque, una especie de pared rocosa muy alta, de la que caía una cascada impresionante. —En verano, cuando yo era una niña como tú… perdón, una señorita como tú, me escapaba hasta llegar aquí. Me sacaba la ropa y me bañaba desnuda debajo de la cascada. —El agua está muy fría. —¿Y eso te importa mucho? —No, nada. —Vamos, entonces. La abuela y su nieta pasaron por debajo de la cascada. Debajo de ella se abría el túnel, y al final, la débil luz que señalaba la salida al valle. Cuando llegaron allí, se sentaron en una roca. Abajo, frente a ellas, se extendía un mar verde, salpicado de pequeños espejos de agua tornasolados: los lagos. Justina estaba deslumbrada por la belleza secreta del lugar. —Vamos, ya nos hemos secado —dijo la abuela. Para volver daremos un rodeo. Es un sendero de cabras salvajes. ¿Te gustaría, por un rato, ser una cabra salvaje? —¡Me encantaría! El rodeo era por un sitio escarpado. Llegaron a la casa al anochecer. Justina estaba cansada y no comprendía cómo su abuela no se quejaba. —No te extrañe. Toda mi vida he subido cerros. Esta es mi tierra, que es como decir mi cuerpo. Su mamá salió a recibirlas. —¿Dónde se habían metido? Las anduve buscando toda la tarde. Tu papá se cayó y tiene la pierna muy mal. Ni siquiera puede manejar el auto. Habrá que llamar un taxi a Temuco. —No llames a nadie. Déjame verlo —dijo la abuela.
  • 4. La pierna del papá estaba muy hinchada y amoratada. Le resultaba imposible caminar. —Debe haberse roto un hueso —dijo la mamá. —No, los huesos están bien. Le prepararé un emplasto de hierbas. Mientras tanto, que se quede quieto. La abuela tomó de la mano a su nieta y la llevó al fondo del huerto. —Las plantas nos quieren, las plantas curan, aun las más dañinas a primera vista. Recoge esas dos hojas de nalca. Vamos a cortar hojas de chilca, cardo negro, cabello de ángel, granadilla y ortiga dioica. Luego haremos una especie de “humita” con las hierbas maceradas y la pondremos a cocer. Se orea un poco y cuando aún esté tibiecita se la pondremos a tu papá en la pierna durante tres días. En realidad no fue necesario esperar tanto. Al segundo día la hinchazón había desaparecido y el papá caminaba normalmente. —¿Y cómo lo hiciste, abuela? —Yo no lo hice, lo hicieron las plantas. Por eso creen que soy bruja —dijo la abuela, riéndose. Durante el resto del verano, Justina aprendió el nombre de cada planta y de cada flor curativa: el avellano, el huedahue, el quiscal, la cachicabra, el arrayán, el romerillo, el amitén, el chagual, la rosa mosqueta, el lilén, la salvia, el tralhuén, la murtilla, la sanguinaria, el matico y tantas plantitas, arbustos y árboles que formaban el universo vegetal de la abuela. Al terminar las vacaciones, la niña estaba muy orgullosa de llamarse Justina, como la abuela, y se avergonzaba si alguien le recordaba su nombre de cantante pop, Yusti. —¿Volveremos a ver pronto a la abuela? —Espero que sí —contestó la mamá. —¿Sabes por qué cambiamos los planes este verano y fuimos a ver a tu abuela? —No. —Porque está muy enferma. Queríamos verla por última vez, pero creo que con sus hierbas se mantendrá todavía un buen tiempo. Tú has visto lo activa que está. —Al despedirme de ella —dijo Justina—, me dio una ramita de canelo. Me dijo que la pusiera en la pared, junto a mi cama, y que al mirarla me acordaría de ella. Han
  • 5. pasado los años y todavía la ramita de canelo está sobre la cama de Justina, protegiéndola y avivando el recuerdo de un maravilloso verano en el que descubrió la magia sanadora de las personas buenas. Jorge Díaz (chileno) Fuente: Jorge Díaz. Contar con los dedos. Colección Delfín de Color. Santiago, Editorial Zig-Zag, 2002.