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https://www.uv.es/ivorra/Filosofia/Indice.htm#e
CÓMO NO SE FUNDAMENTA LA ÉTICA I
Dado que, en lo tocante a cuestiones prácticas, existen opiniones, doctrinas y
argumentos para todos los gustos, el paso más conveniente para iniciar una
crítica de la razón práctica es probablemente el de "limpiar el campo de maleza",
y descartar a priori todas aquellas líneas argumentales que, por su naturaleza, son
necesariamente dogmáticas. Una vez hayamos descartado los materiales
inadmisibles a la hora de construir un edificio sólido, estaremos en condiciones
de valorar lo que nos queda y determinar qué podemos hacer con ello.
La Ética y el "sentido común" Es un hecho que todo ser humano tiene una
opinión formada sobre lo que está bien o lo que está mal. Más que una opinión,
sería más adecuado decir un criterio, pues, ante una situación novedosa, la
mayoría de la gente apenas necesita unas décimas de segundo para concluir si
alguien ha obrado bien o mal. Así, por ejemplo, prácticamente toda la humanidad
estará de acuerdo en que si alguien toma un arma, sale a la calle y mata al
primero que pasa sólo porque le resulta divertido, eso está mal. Sin embargo, si
preguntamos a la gente por qué está mal, muchos necesitarán mucho más de unas
décimas de segundo para improvisar una respuesta coherente, que en la mayoría
de los casos no será más que una tautología (como matar está mal porque es un
asesinato), o un dogma descarado (comomatar está mal porque es pecado), o
simplemente una alusión al sentido común (como eso es así, todo el mundo lo
sabe), por destacar unas pocas opciones. Vemos, pues, que el sentido común
proporciona respuestas, pero no respuestas argumentadas. Más precisamente: el
sentido común proporciona respuestas y, en caso de que se le reclamen
argumentos, busca argumentos que se ajusten a las respuestas prefijadas, que es
justo lo contrario de lo que cabe exigir a un planteamiento racional: las
conclusiones deben supeditarse a los argumentos, y no al revés.
Esto no significa que el sentido común sea un mero surtidor de disparates
irracionales. Lo que sucede es que la "lógica" del sentido común es la lógica
interna del cerebro humano, la misma lógica subconsciente que emplea, por
ejemplo, para interpretar coherentemente los datos que le llegan de los sentidos,
basada en un complejo y eficiente sistema de criterios heurísticos que aventaja
con creces a todo lo que el hombre ha logrado hasta hoy en el campo de la
inteligencia artificial. Preguntarle a alguien que no haya reflexionado nunca
sobre ética por qué matar está mal es como preguntarle por qué afirma que lo que
está viendo ante sí es una mesa. Uno no es consciente del proceso que el cerebro
ha tenido que seguir para analizar unas sensaciones visuales y concluir que
conforman la imagen de una mesa, del mismo modo que no es consciente del
análisis que ha hecho su cerebro para concluir que matar está mal.
El cerebro humano es una herramienta bien adaptada para la vida cotidiana.
Todos necesitamos saber algo de física para sobrevivir en el mundo, pero no
necesitamos haber estudiado física, sino que la "física del sentido común" nos
basta para evitar que se nos caiga encima un armario, o que nos atropelle un
coche al cruzar la calle, etc. Ahora bien, sabemos que cuando el sentido común
trata de extrapolar sus nociones de física para aplicarla en contextos que no le son
familiares puede contradecir de lleno a la física "de verdad", a la física deducida
racionalmente a partir de la experiencia. No es descabellado esperar lo mismo del
"sentido común práctico": las respuestas que proporciona pueden ser una buena
aproximación a una solución racional de un problema ético, especialmente si la
situación planteada se da con frecuencia en la vida cotidiana, pero ni tenemos
garantías de que vaya a ser así, ni podemos confiar en su exactitud, es decir, en
que haya tenido en cuenta todos los factores relevantes.
Más precisamente: es imposible que el sentido común sea absolutamente fiable.
Por ejemplo, hay mucha gente convencida (por el mero sentido común, sin
argumentos previos) de que abortar está mal, mientras que a otros tantos el
sentido común les lleva a la conclusión contraria. Por consiguiente, si existe
realmente una Ética (racional) capaz de determinar si abortar es malo o no,
tendremos que concluir, cualquiera que sea el veredicto, que a mucha gente le
engaña su sentido común.
La conclusión que queremos destacar es que, en vista de lo dicho, sería
dogmático aceptar un juicio práctico sin más criterio que el sentido común, como
también lo sería descartar una conclusión por el mero hecho de que se oponga
a nuestro sentido común. Más precisamente: la Ética no puede someterse al
sentido común, sino que debe juzgarlo para determinar su grado de fiabilidad. En
particular, aceptar un juicio ético simplemente por el dictado del sentido común
es dogmático.
Esto no significa que el sentido común no pueda acertar en la mayoría de los
casos en que se apela a él, pero para un fundamento racional de la Ética no sólo
necesitamos respuestas, sino también argumentos que las justifiquen. Nadie duda
de que matar por diversión al primero que pase por la calle está mal. Una teoría
ética que afirmara lo contrario sería como una teoría física que afirmara que los
cuerpos caen hacia arriba: podemos jugarnos el cuello a que algún error hemos
cometido al convencernos de que era una buena teoría; pero necesitamos un
argumento sólido que justifique que matar indiscriminadamente está mal, no ya
para convencernos de ello —que ya estamos convencidos— sino porque si
sabemos argumentar por qué está bien o mal lo que nadie duda que está bien o
mal —honestamente, es decir, sin amañar nuestros argumentos para llegar a la
conclusión a la que queremos llegar—, entonces estaremos en condiciones de
llegar a conclusiones racionales en los casos en los que ya no hay unanimidad
sobre si algo está bien o mal.
Por consiguiente, podemos considerar al "sentido común" como un referente, en
el sentido de que si llegamos a conclusiones racionales que coincidan con el
sentido común podremos interpretarlo como un indicio de que "vamos por buen
camino", mientras que si nuestras conclusiones racionales contradicen en algo al
sentido común, convendrá prestar atención y revisar nuestros argumentos,
entendiendo que caben igualmente dos posibilidades: que hayamos cometido
algún error, o bien que estemos en un punto en el que el sentido común no es
fiable.
La "ética del sentido común" es lo que los relativistas éticos consideran que es la
ética: un producto cultural. Nos lamentábamos en la página precedente de que la
civilización occidental no haya sido capaz de desarrollar la Ética análogamente a
como ha desarrollado la Ciencia, pero debemos reconocer que sí que ha
desarrollado y depurado una doctrina ética no argumentada, es decir, una ética
basada en el "sentido común", aceptada mayoritariamente, y que, aunque no trata
(o, por lo menos, no resuelve) cuestiones polémicas, consideramos que es poco
menos que ejemplar. Este cuerpo de doctrina no se halla en las obras de ningún
filósofo (la obra de los filósofos no es en absoluto representativa), sino en las
películas típicas de Hollywood. Éstas suelen ser muy poco respetuosas con la
razón teórica, pues los guionistas se complacen en presentarnos situaciones
físicamente imposibles, pero, por el contrario, son modélicas en las cuestiones
prácticas: los buenos obran bien hasta la perfección (y, si obran mal en un
momento dado, siempre terminan reconociéndolo y arrepintiéndose
sinceramente) y todas las maldades las hacen los malos.
Por ejemplo, es una situación típica que, a pocos minutos de que termine la
película, el bueno ha conseguido dejar extenuado al malo. Se le presenta la
ocasión perfecta para matarlo de un tiro y acabar de una vez por todas con un ser
tan odioso. El público lo está deseando, incluso puede que el bueno haga el
ademán de dispararle, pero no lo hace, porque matar a un ser inerme estaría mal.
Ahora bien, en cuanto el bueno se da la vuelta, el malo, con sus últimos alientos,
trata de coger su arma para disparar al bueno por la espalda. Entonces es cuando
la chica grita "¡Cuidado!" y el bueno se gira y mata al malo, como único medio
de salvar su vida. Eso es distinto, porque matar en defensa propia no es malo.
Una película en la que el bueno matara al malo a sangre fría desentonaría del
estándar. Obviamente, no podríamos poner la mano en el fuego por la totalidad
de la producción de Hollywood, y seguro que un lector malicioso podría
encontrar contraejemplos, pero, en general, la ética de las peliculas
de Hollywood es poco menos que perfecta.
(Quizá convenga aclarar que no estamos afirmando nada sobre la
correspondencia entre el cine y la realidad. Por ejemplo, en una película en la que
un comando americano se infiltre en un país enemigo para acabar con unos
malvados terroristas, podremos constatar que los marines actúan como perfectos
caballeros. No afirmamos que eso sea lo que sucede en la realidad, sino sólo que
su actuación en la película es la de unos perfectos caballeros escrupulosamente
respetuosos con la Ética. En otras palabras, no afirmamos nada sobre la ética del
guionista, sino sobre la ética del guión.)
Como aún estamos lejos de plantear los fundamentos racionales de la Ética, en lo
sucesivo trataremos de emplear ejemplos (con valor ilustrativo, nunca
argumentativo) que no resulten polémicos para ningún lector razonable, es decir,
ejemplos que no contradigan al sentido común de ningún lector o, dicho más
gráficamente, que cuando afirmemos que algo está bien será algo que cualquier
espectador vería con buenos ojos en el protagonista de una película típica
de Hollywood, mientras que cuando afirmemos que algo está mal será algo que
sólo sería admisible en una película si es el malo quien lo hace. Si uno mata a su
madre porque a la comida le faltaba sal, está obrando mal, y si el lector no tiene
esto claro no va a ganar nada leyendo estas páginas. Será mejor que se busque
otra lectura. De todos modos, si inadvertidamente se hubiera "colado" algún
ejemplo polémico, el lector debería poder reemplazarlo sin dificultad por otro
igualmente ilustrativo y libre de polémicas.
La Ética y los sentimientos Hay gente que da limosna a los pobres porque los
pobres le dan pena, hay madres que cuidan y protegen a sus hijos movidas por el
amor maternal, hay gente que si —por accidente— causa algún daño, confiesa su
culpa porque siente un remordimiento que no le permite otra opción. En suma,
hay gente que obra bien movida por sus sentimientos. Si a alguien así le
preguntamos por qué es malo matar, tal vez nos responda que porque sería una
lástima truncar una vida. ¿Es ése un argumento válido? Obviamente no.
Afirmamos que cualquier juicio ético basado en un sentimiento es dogmático y,
por consiguiente, inadmisible como fundamento (racional) de la Ética.
En efecto, por una parte, no todos tenemos los mismos sentimientos. Por
ejemplo, hay gente a quien la idea de matar un feto le da lástima y gente a quien
no le da lástima en absoluto. Si tuviéramos que fundar la Ética en los
sentimientos, tendríamos que admitir que abortar es malo para unos (los que
sienten lástima de los fetos) y no lo es para otros (los que no sienten lástima de
los fetos). Los antiabortistas podrían ganar algunos partidarios mostrando fotos y
vídeos de pobres fetos agonizantes, pero seguiría habiendo personas a las que eso
no le impactara y, si la maldad consistiera en desatender la lástima, nadie podría
acusarlas de obrar mal por abortar, ya que hablamos de personas que no sienten
ninguna lástima que puedan desatender.
Por otra parte, los sentimientos pueden ser buenos y malos. ¿Qué ocurre si, a
alguien, matar no le produce lástima, sino placer? Alguien así podría argumentar
que matar es bueno porque provoca buenos sentimientos. Más aún, un
sentimiento comúnmente tenido por bueno puede inducir a malas acciones.
Pongamos que una mujer va a morir porque necesita un trasplante de corazón y
no hay donantes. Su marido descubre que una cierta persona (viva) sería un
donante válido para su esposa, así que lo mata para que su mujer pueda recibir el
corazón que necesita. Lamenta profundamente lo que hace, pero el sentimiento
de piedad que le inspira su víctima es eclipsado por la pena que le produce la idea
de que su mujer vaya a morir. ¿El hecho de que haya matado por amor a su mujer
se traduce en que su acción es buena?
Otro ejemplo: una madre descubre accidentalmente que su hijo es un terrorista y
que está planeando matar a un inocente la semana próxima. Intenta convencerlo
de que no lo haga y, ante su negativa, lo amenaza incluso con denunciarlo a la
policía, pero el hijo le responde: Si quieres ir a la policía, no te lo impediré, pero
ya he matado otras veces, y si me denuncias la policía podrá relacionar mi ADN
con los otros atentados que he cometido, con lo que seré condenado por
asesinato y pasaré treinta años en la cárcel. La madre no aprueba la conducta de
su hijo, pero su amor maternal no le permite ser la causa de que su hijo pase su
vida en la cárcel, así que no lo denuncia y el hijo lleva a cabo con éxito el
atentado planeado. ¿Ha hecho bien la madre guiándose por su amor maternal?
Vemos así que, si hubiera de existir una Ética objetiva basada (total o
parcialmente) en los sentimientos, sería necesario distinguir qué sentimientos son
buenos y cuáles no. Los ejemplos anteriores muestran que para ello no bastaría
clasificar los sentimientos a priori, (odio = malo, amor maternal = bueno, etc.),
sino que sería necesario determinar si un sentimiento dado es bueno o malo en
un contexto dado. Concretamente, tendríamos que considerar buen sentimiento a
cualquiera que mueva a una buena acción, y mal sentimiento a cualquiera que
mueva a una mala acción, pero entonces estaríamos igual que al principio:
necesitaríamos distinguir qué acciones son buenas y cuáles malas para poder
distinguir qué sentimientos son buenos y cuáles malos, pero, si ya supiéramos
distinguir las buenas de las malas acciones sin apelar a los sentimientos
(pendientes de juicio), ¿para qué necesitaríamos los sentimientos (a efectos
teóricos)?
Nadie discute que los sentimientos desempeñen un papel muy efectivo en la
regulación de la conducta de muchas personas. Una persona con buenos
sentimientos puede dejarse guiar por ellos con la confianza de que, normalmente,
actuará de forma éticamente correcta, aunque, si no es capaz de racionalizar su
conducta, puede ocurrir —aunque sea poco probable— que en un momento dado
sus sentimientos la traicionen y la lleven a obrar mal creyendo que obra bien. Es
frecuente identificar el "carecer de sentimientos"con ser malo o cruel. Esto no se
sostiene: por una parte, una persona cruel puede tener sentimientos como
cualquier otra (por ejemplo, puede sentir placer cuando maltrata a otra persona)
y, por otra parte, alguien que realmente carezca de sentimientos puede ser una
persona ejemplar. Basta con que no trate de regular su conducta tomando como
base sus sentimientos inexistentes, sino que lo haga guiado por la razón. Si a
alguien no le produce pena o remordimiento alguno matar, pero no mata porque
tiene asumido que matar es malo, ¿es menos buena persona que otra que no mate
porque hacerlo le provocaría pena y remordimiento?
En resumen: dado que los sentimientos pueden ser buenos o malos, necesitan ser
juzgados (por la razón), luego si alguien invoca a un sentimiento para justificar
que una acción es buena o mala, se le habrá de exigir que justifique que el
sentimiento al que apela es bueno o malo, lo cual equivale a juzgar si la acción
que desencadena o reprime es buena o mala, con lo cual estamos como al
principio y la invocación al sentimiento no ha aportado nada en limpio. Apelar a
un sentimiento sin justificar éste a su vez, es dogmático y, si se justifica, el
sentimiento se vuelve superfluo en el argumento.
En este punto es crucial no confundir lo dicho con algo completamente distinto y
que nadie pretende afirmar. No estamos diciendo que los sentimientos sean
irrelevantes en las cuestiones éticas. Sólo estamos afirmando que son
inadmisibles como criterios de juicio, lo cual no significa en absoluto que no
puedan ser cruciales como elementos de juicio, es decir como elementos
esenciales para determinar un problema ético. Veamos un ejemplo:
A y B han compartido un piso alquilado durante unos años, pero, recientemente,
A se ha mudado a un piso propio. Un día, B descubre que A se ha dejado
olvidada una foto de sus padres, y la coge y la tira a la basura. ¿Ha obrado mal
B?
No hay suficientes datos para responder. Vamos a considerar dos casos distintos:
Primer caso: Los padres de A han muerto, y esa foto era el único recuerdo que a
A le quedaba de sus padres. B es consciente de ello, y sabe perfectamente que A
se llevará un profundo disgusto cuando descubra que ha perdido la foto.
Segundo caso: Los padres de A siguen vivos, A tenía esa foto en su habitación
porque le gusta tener a la vista una foto de sus padres, pero tiene muchísimas
otras y ni siquiera ha advertido su pérdida, porque al instalarse en su nuevo piso
ha colocado otra en su nueva habitación. B sabe perfectamente que esto es así y
que, para A, sería más molestia volver por la foto olvidada que hacer una nueva
foto a sus padres, si es que quisiera reponerla.
Suponemos que el lector estará de acuerdo con nosotros en que en el primer caso
B ha hecho mal, pues al destruir la foto ha herido los sentimientos de A. Lo que
debería haber hecho B es llamar a A y advertirle que la foto está en su piso, con
lo que A se habría apresurado a volver por ella. Por el contrario, en el segundo
caso la acción de B es irrelevante (ni buena ni mala), pues hubiera sido lo mismo
si, en lugar de la foto, se hubiera encontrado una moneda de escaso valor y, en
lugar de importunar a A advirtiéndole que se le ha olvidado una moneda, se la
hubiera quedado sin más, dando por hecho que a A no le importará.
No necesitamos justificar aquí que B ha obrado mal en el primer caso y no en el
segundo. No estamos en condiciones de justificarlo, pero no nos hace falta, pues
lo único que queremos ilustrar con este ejemplo es que lo dicho anteriormente
sobre que los sentimientos son inadmisibles como criterios de juicio no está
reñido con que, en un caso como éste, los sentimientos que va a causar en A la
acción de B sean decisivos para determinar si la acción de B es mala o no. Sólo
queremos señalar que en ningún momento hemos afirmado que los sentimientos
de A no sean relevantes. Más claramente:
 No negamos que el hecho de que, en el primer caso, A vaya a sufrir un
disgusto debido a la acción de B sera relevante para juzgar a B y concluir
que ha obrado mal (aunque no estemos en condiciones de razonarlo aquí).
 Afirmamos que, si yo he de concluir racionalmente que B ha obrado mal,
no podré basarme para ello en que me dé pena el dolor de A. Afirmamos
que lo irrelevante desde un punto de vista racional no son los sentimientos
que B ha causado en A, sino los sentimientos que esta acción pueda causar
en mi, como juez. Recíprocamente, si yo conociera a A y considerara que
es un engreído, egoísta, antipático, y me alegrara de que B hubiera
destruido la foto, mi alegría sería legítima, porque yo tengo derecho a
alegrarme de lo que quiera, pero debería concluir igualmente que B ha
hecho mal destruyendo la foto.
Dicho con otras palabras: lo racionalmente irrelevante son los sentimientos del
juez, no los sentimientos de las partes. Es dogmático juzgar a partir de los
sentimientos que suscitan los hechos, pero un juicio justo deberá tener en
consideración necesariamente los sentimientos de las partes implicadas en un
problema ético. Los sentimientos de las partes son un dato objetivo de un
problema ético (no podemos cambiarlos sin cambiar el problema), mientras que
los sentimientos del juez serían un elemento subjetivo, pues jueces distintos
podrían experimentar sentimientos distintos ante el mismo caso, y no es
admisible que esto dé legitimidad a sentencias distintas. Esto sería una forma de
relativismo ético y, por consiguiente, la negación de la existencia de la Ética
como teoría racional.
A menudo sucede que alguien es a la vez juez y parte en un problema. En tal
caso, un juicio racional exige distinguir cuidadosamente los sentimientos propios
en calidad de parte de los sentimientos en calidad de juez. Por ejemplo, si B se
está planteando (en el primer caso) si llama a A para avisarle de que se ha dejado
olvidada la foto y se pregunta si haría mal en tirarla a la basura, y si además B
considera que A es un antipático y no le causa pena ni remordimiento alguno la
idea de tirar la foto, hasta ahí B no tiene de qué avergonzarse, pues nadie lo
puede obligar a sentir afecto por A, pero esa ausencia de pena y remordimiento
no es base racional para concluir que B no hace mal tirando la foto. La acción de
B será buena o mala con independencia de si a B —o a cualquier otro distinto de
A— le da pena o no que A se lleve un disgusto.
Por otra parte, si A se entera de lo sucedido y concluye que B ha obrado mal
debido al daño psicológico que le ha causado, tiene derecho a tener en
consideración sus propios sentimientos al llegar a su conclusión, pues sus
sentimientos son relevantes en calidad de parte afectada, independientemente de
que sea él mismo quien está juzgando la acción de B. Insistimos en que no
pretendemos que nada de lo dicho aquí se entienda como un argumento en favor
de la culpabilidad de B (en la que creemos, aunque aquí no estamos en
condiciones de argumentarla).
Quizá convenga comparar este caso con otro: B es una madre que lleva a su hijo
A a que le pongan una vacuna. El niño A sabe lo que es una inyección y se pasa
todo el camino al hospital llorando desesperadamente, sin que B pueda hacer
nada para evitarlo (salvo no llevarlo al hospital, cosa que no está dispuesta a
hacer). Tenemos así dos casos en los que un B hace algo a un A que le causa un
dolor lastimoso. A la hora de juzgar si la conducta de B es mala o no, hemos de
prescindir de la posible pena que nos cause el sufrimiento de A. Aquí no
negamos —y más adelante afirmaremos— la necesidad de tenerlo en cuenta,
pues sin él no habría caso, pero lo que hemos de analizar es si se justifica el
sufrimiento que B causa a A. Aunque aquí no podemos argumentarlo, el lector
convendrá con nosotros en que en el caso de la foto no está justificado, mientras
que en el de la vacuna sí que lo está.
La Ética y la religión Son muchas las personas que confían a la religión el
fundamento último de sus convicciones morales: está bien lo que Dios dice que
está bien y está mal lo que Dios dice que está mal. Resulta del todo evidente que
este planteamiento es descaradamente dogmático. Aparte de los dogmas
particulares que pueda contener un razonamiento específico apoyado en la
religión, a priori podemos asegurar que éste tendrá cuatro puntos injustificables:
1. Un creyente que afirme que algo está bien o mal porque lo dice Dios, está
aceptando que existe Dios, lo cual es necesariamente un supuesto
dogmático. No es éste el lugar para discutirlo, pues analizar los
razonamientos que presuntamente "demuestran" la existencia de Dios
corresponde a una crítica de la razón teórica y no a una crítica de la razón
práctica. Remitimos al lector a nuestras páginas sobreteoría del
conocimiento. El caso es que, del mismo modo que, por ejemplo, un
católico que esté convencido de que a Dios le complace que vaya todos los
domingos a misa, no aceptará el consejo de un ateo que le diga que podría
invertir su tiempo en algo más provechoso, ya que ir a misa es
completamente inútil (porque el ateo se basa en el presupuesto de que Dios
no existe, presupuesto que no acepta el católico), tampoco puede esperar
que un ateo acepte cualquier juicio (ético o de cualquier naturaleza) que el
católico le proponga sobre su decisión irracional de suponer que existe
Dios.
2. Los argumentos que presuntamente demuestran la existencia de Dios
suelen terminar todos con una falacia del mismo género: todos vienen a
decir "existe una cosa rara" (una primera causa del mundo, un origen de
nuestras percepciones, una sustancia cuya existencia sea incondicional,
etc.), para luego concluir "y a esa cosa rara la llamamos Dios", pero,
claro, pasar de la existencia de "esa cosa rara a la que llamamos Dios" a
que Dios es lo que una religión en concreto dice que es Dios, es todo un
salto lógico. En resumen: quien decide creer en Dios, no sólo decide
irracionalmente creer en Dios, sino que también decide irracionalmente
qué religión considera "verdadera". Así, del mismo modo que un católico
no aceptará el criterio de un judío radical que le advierta que Dios
considera una grave falta realizar cualquier trabajo en sábado (porque el
criterio del judío se basa en una elección arbitraria de religión diferente de
la suya), no puede esperar que el judío (o cualquier otro que no sea
precisamente católico) acepte cualquier criterio suyo fundamentado en su
elección arbitraria del catolicismo como religión verdadera, aunque
coincida en aceptar la existencia de un dios.
3. Aun suponiendo que hubiera argumentos racionales para aceptar, no sólo
la existencia de Dios, sino que una religión determinada es la verdadera, el
hecho es que, dentro de los que en teoría se declaran fieles de una misma
religión, existen diferencias de criterio que no podemos considerar sino
arbitrarias e irracionales. Así, del mismo modo que un católico sensato no
aceptará el criterio de un católico radical de esos que están convencidos de
que a Dios le complace que uno, en la semana santa, se crucifique
realmente imitando la pasión de Cristo, tampoco puede esperar que otro
(aunque también sea católico) acepte los argumentos basados en su propia
interpretación personal del catolicismo.
4. Pero es que, aun suponiendo que pudiéramos dar la razón a un creyente y
aceptar que todas sus creencias religiosas son verdaderas, tal y como él las
concibe, para aceptar que algo es bueno porque lo dice Dios haría falta
razonar que Dios es bueno. Decir que Dios es bueno porque es Dios es una
petición de principio tan inaceptable como decir que Dios existe porque es
Dios. No es necesario recordar las atrocidades que se han cometido en la
historia en nombre de Dios. Un creyente dirá que todas ellas se deben a
que el responsable en cuestión tenía ideas religiosas equivocadas. Vamos a
aceptarlo, pero, aun así, ¿qué garantía tenemos de que si alguien sigue
realmente las indicaciones verdaderas del Dios verdarero estará obrando
bien y no mal? No es difícil imaginar la posibilidad de que Dios sea malo.
Imaginemos, por ejemplo, que existe un universo muy diferente al nuestro,
con una física muy distinta, en el cual viven seres inteligentes que son
capaces de construir universos. Imaginemos que nuestro universo es una
botella gigantesca (en proporciones humanas) en un laboratorio de un
científico que vive en un mundo cuya física le permite con relativa
facilidad construir un universo como el nuestro, con una física
rudimentaria, en comparación con la suya, pero capaz de generar seres
humanos. ¿No podría ese científico-dios ser un cafre que se divirtiera
infligiendo calamidades a los seres humanos y dictándoles mandamientos
inmorales? Alguien podrá objetar que un dios que decreta que matar es
malo, que robar es malo, etc., es un dios bueno, pero con ello está
invirtiendo el orden lógico: ahora las cosas buenas no son buenas porque
lo diga Dios, sino que Dios es bueno porque dice cosas buenas. ¿Y cuál es
el criterio por el que juzgamos los mandamientos divinos para concluir
que son buenos? Si tenemos tal criterio, entonces ya no necesitamos a
Dios (como fundamento de la Ética).
Por poner un ejemplo en concreto: si un creyente está convencido de que abortar
es malo porque los fetos tienen alma, por lo que son seres humanos, y Dios
prohibe matar a los seres humanos, y además éste es el único argumento que se le
ocurre para condenar el aborto, no tendría nada que hacer contra alguien que
afirmara que, según su religión, sólo los hombres tienen alma, pero las mujeres
no, de modo que abortar fetos varones es pecado, pero no así si el feto es hembra.
Nos encontraríamos con un postulado dogmático en contradicción con otro
postulado dogmático. Es verdad que el segundo, al incluir una distinción
arbitraria entre varones y hembras, es más dogmático aún que el primero, pero
ser dogmático no es ni más ni menos dogmático que ser dos veces dogmático. No
podemos dirimir una confrontación racional dando la razón al menos dogmático
de los dos. En una confrontación racional, todo dogmatismo pierde de salida.
Más en general, si alguien sólo sabe argumentar que matar es malo porque lo
dice Dios, tendrá que reconocer que no tiene ningún argumento racional para
disuadirme —a mí, que soy ateo— de que mate a quien me plazca.
Afortunadamente para los que me rodean, estoy convencido de que puede
justificarse que matar es malo sin necesidad de meter a Dios por medio.
No está de más advertir que, del mismo modo que nunca hemos pretendido
sugerirle a nadie que abandone el sentido común o que no tenga en cuenta para
nada sus sentimientos, tampoco le estamos recomendando a nadie que reniegue
de su fe. Tan sólo afirmamos que la religión vale para lo que vale, a saber, para
que cada cual decida subjetivamente cómo orientar su propia vida y su propia
conducta, pero que todo creyente debería ser consciente de que no puede exigir al
prójimo que comparta sus creencias irracionales, que tiene todo el derecho de
imponerse a sí mismo, pero no a los demás.
La Ética y los principios Hay quienes se abstienen de aludir a Dios o a sus
mandamientos para justificar sus juicios éticos y, en su lugar, aluden a "sus
principios", y dicen cosas como "no voy a hacer lo que me pides, porque sería
mentir, y mentir va en contra de mis principios". Mientras que, según
comentábamos, "carecer de sentimientos" tiene una mala prensa sin justificación
teórica, en cambio, "tener principios", "ser un hombre de principios" está muy
bien considerado, no menos injustificadamente. Para empezar, unos principios
pueden ser buenos o malos. ¿Qué sucede si alguien adopta como principio"matar
a todo aquel que tenga aspecto de ser infeliz"? Uno puede argumentar que una
forma de aumentar el nivel de felicidad de la humanidad es disminuir el nivel de
infelicidad, por lo que matar a los infelices (aunque ellos no quieran morir) es
bueno, y adoptar semejante máxima como "principio". Si el lector acepta que
semejante "principio" es una atrocidad, tendrá que aceptar que no basta con que
alguien diga "estos son mis principios" para que una acción esté justificada. Los
principios han de ser juzgados racionalmente, y si podemos juzgar los principios,
entonces podemos juzgar directamente los casos a los que pretendemos aplicarlos
sin necesidad de pasar por ellos. De hecho, no es una cuestión de preferencias o
de simplicidad, sino que, como vamos a ver, la mera alusión a principios
generales puede invalidar un argumento. Pongamos un ejemplo concreto:
Un hombre quiere quedarse en casa una tarde para ver por televisión un partido
de fútbol importante, pero tiene que trabajar, y su hijo le sugiere que le diga a su
jefe que está enfermo, pero el padre replica: no puedo hacer lo que me pides,
porque sería mentir, y mentir va en contra de mis principios.
Estamos de acuerdo en que el hombre haría mal en mentir a su jefe (aunque no
podamos justificarlo aquí), pero afirmamos que el argumento de los principios no
es válido. En efecto, al apelar al pretendido principio de "no
mentir", transformamos el problema de justificar que mentir al jefe fingiendo una
enfermedad está mal, en el problema de justificar que mentir está mal en
cualquier circunstancia, para deducir después de ahí el caso particular que nos
interesa. Ahora bien, con esto hemos convertido nuestro objetivo en un
imposible, porque no es cierto que mentir esté mal en cualquier circunstancia.
Consideremos este ejemplo:
Llaman a la puerta del hombre del ejemplo anterior, y es una vecina que le
dice: "por favor, escóndeme y llama a la policía, que me persigue mi marido con
intención de matarme porque me he olvidado de poner sal en la comida". El
hombre la deja pasar y le deja su teléfono para llamar a la policía, pero,
mientras tanto, vuelven a llamar a la puerta, y es el marido, que lleva un cuchillo
en la mano y le dice: "¿Has visto a mi mujer, que tengo que ajustar unas cuentas
con ella?", y el hombre le responde: "Sí, está aquí en el salón de mi casa, debo
decírtelo porque mentir va en contra de mis principios". Y como el marido-
asesino es corpulento y nuestro hombre es más bien poca cosa, pese a que éste
trata de impedirle la entrada —porque sus principios le dicen que debe ayudar a
la pobre esposa— el hecho es que el marido-asesino lo aparta de un empujón,
entra, mata a su esposa y se entrega a la policía cuando finalmente llega.
Aunque no podemos justificarlo aquí, confiamos en que el lector esté de acuerdo
con nosotros en que el hombre ha hecho mal en decir la verdad al asesino, y que
habría hecho bien mandando sus principios a hacer gárgaras y mintiendo. Más
aún, seguro que el lector sabe encontrar ejemplos —excepcionales, pero
posibles— en los que matar sea bueno, o robar sea bueno, etc. Así pues, si
pueden darse casos en los que un principio general no sea aplicable, cuando
alguien pretende justificar su conducta aludiendo a uno de "sus principios", hay
que exigirle que justifique por qué tal principio es aplicable bajo cualquier
circunstancia o, en caso de que admita la posibilidad de excepciones, por qué el
caso concreto considerado no puede ser una de esas excepciones. Volviendo a
nuestro ejemplo: si admitimos que, en algunos casos, mentir no es malo, ¿por qué
no puede ser uno de esos casos el que se plantea ante la posibilidad de mentir al
jefe para ver el fútbol? No afirmamos —ni creemos— que lo sea, pero habrá que
justificarlo: tener un principio y aplicarlo a veces sí y a veces no, sin dar cuenta
de cuándo sí y cuándo no, no es tener un principio, es tener una excusa cínica.
Lo que sucede en la práctica es que mucha gente, con toda su buena intención, se
imagina algunos casos claros en los que mentir está mal, y de ahí extrae
(irracionalmente) el principio de que mentir está mal siempre. Luego, a la hora de
aplicarlo, si se encuentra con algún caso en el que el sentido común le dice que
procede mentir, simplemente se olvida del principio (lo cual hasta le puede
suponer un cargo de conciencia), y cuando su sentido común le dice que no debe
mentir, entonces se ampara en él, de modo que el principio en cuestión es una
mera fachada: uno juzga primero (irracionalmente) si procede mentir o no, y
cuando la respuesta es que no, presenta el principio como "argumento", cuando
no es tal cosa ni por asomo.
Éste es buen lugar para denunciar cómo, a veces, los principios o las creencias
religiosas enmascaran una de las formas de egoísmo más despreciables: hay
quienes fingen preocuparse por obrar bien, pero lo que realmente les preocupa,
no es si obran bien o mal, sino si pueden quedarse con la conciencia tranquila por
haber obrado de acuerdo con sus principios o creencias, sin importarles lo más
mínimo las consecuencias de sus actos. El caso del hombre que dice al asesino
dónde está su víctima es un ejemplo de esta situación: alguien que actuara así
prefiere decir la verdad al asesino para no tener el cargo de conciencia de haber
mentido, antes que mentir y salvar la vida a la mujer (lo cual no le produce cargo
alguno de conciencia, pues —desde su perspectiva farisea— el asesino no ha sido
él, sino el marido). Se trata, sin duda, de un ejemplo exagerado y caricaturesco,
pero no es difícil encontrar casos similares en la realidad.
Conclusión Aunque hayamos puesto algunos ejemplos con carácter ilustrativo,
de toda la discusión precedente sólo pretendemos extraer consecuencias
puramente negativas: si alguien quiere llegar a distinguir honestamente el bien
del mal deberá meditar seriamente sobre la cuestión teniendo claro a priori que
debe abstenerse en todo momento de aceptar juicios basados en un presunto
sentido común (disfrazado de "moral natural" o con cualquier otro nombre), o en
sus propios sentimientos, o en sus convicciones religiosas, o en unos hipotéticos
principios que esté dispuesto a dar por válidos de forma dogmática. Quien
considere que así se queda sin argumentos, tendrá que decidir entre aferrarse a
sus dogmas favoritos, convertirse en un escéptico práctico o seguir leyendo a ver
si lo que sigue le parece razonable y convincente.
CÓMO NO SE FUNDAMENTA LA É
Si la página precedente estaba dedicada a descartar (por dogmáticos) argumentos
que pretendan distinguir el bien del mal, en ésta descartaremos (por imposibles)
determinadas concepciones, más o menos extendidas, de lo que presuntamente
podría ser la Ética como sistema. Es fácil encontrar factores que han contribuido
a desfigurar lo que podemos esperar razonablemente que sea una fundamentación
de la Ética:
 Históricamente, se ha dado a menudo la necesidad de inculcar la Ética a
grandes masas de población, a menudo sin cultura alguna (y, lo que es
peor, de dura cerviz, como dice Yahveh exasperado en Ex.32.9), lo que ha
forzado a emplear toda suerte de simplificaciones y artificios, hasta el
punto de que muchas personas (filósofos incluidos) han acabado
convencidas de que algunos de los rasgos de tales deformaciones eran
inherentes a cualquier formulación de la Ética.
 También está el hecho de que, a menudo, la Ética se enseña a los niños de
corta edad, y muchos adultos no han conocido más argumentos éticos que
los que oyeron a sus pocos años, y así acaban convencidos que los
argumentos éticos serios no son ni más ni menos que los argumentos
burdos que se le pueden dar a un niño pequeño.
 Si a esto añadimos los desaguisados que pueden cometer los filósofos
incontrolados, resulta comprensible que, antes de proceder a fundamentar
razonadamente la Ética, sea necesario prevenir al lector contra algunos
tópicos.
La tradición de concebir la Ética como "lo que debe enseñarse al pueblo, o a los
niños, para que se comporten razonablemente" ha llevado a confundir la Ética
con un prontuario lo más sencillo posible que deje bien clarito qué está bien y
qué está mal. Pero lo utópico de tal concepción salta a la vista en cuanto se
compara con el equivalente teórico de esta cuestión práctica: ¿Alguien en su sano
juicio esperará encontrar un "librito" sencillo que permita a todo el que lo lea
distinguir fácilmente lo verdadero de lo falso? La Ética así concebida no es el
equivalente práctico de la Ciencia, sino el de la divulgación científica, que es otra
cosa muy distinta. Por poner un ejemplo sencillo, consideremos el problema
siguiente:
Determinar de cuántas formas distintas pueden sentarse 6 personas en una mesa
circular de 12 asientos, entendiendo que si dos personas intercambian sus
puestos, o si todas ellas se desplazan un lugar hacia la izquierda o hacia la
derecha, se ha de considerar que la distribución sigue siendo la misma.
¿Por qué podríamos suponer a priori que determinar, por ejemplo, si abortar está
mal o no está mal, es un problema más simple que determinar si la solución del
problema anterior es 80 o no es 80? ¿Dónde están los "diez axiomas" teóricos
equivalentes a los "diez mandamientos" prácticos que nos permitan resolver
rápidamente ésta y cualquier otra cuestión teórica que se nos plantee? Cuando
alguien dice que abortar está mal porque va en contra de la ley de Dios, o que
abortar está bien porque una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su
cuerpo, está haciendo el equivalente práctico a "resolver" el problema anterior
diciendo que la solución es 80 porque me lo ha revelado Dios, o que la solución
no es 80, sino 6, porque cada persona tiene derecho a proponer una disposición,
luego hay tantas disposiciones posibles como personas. Eso no es resolver el
problema, sino inventarse una "solución" y, a continuación, inventarse un
"argumento" para apoyarla. (Sin perjuicio de que si alguien dice que la solución
es 80 porque se lo ha revelado Dios, tiene razón al afirmar que la solución es 80,
aunque lo de la revelación divina no sea un argumento legítimo para justificarlo.
Una cosa es la racionalidad de la respuesta y otra la racionalidad del argumento.)
Así pues, hemos de entender que la finalidad de una crítica de la razón práctica
no puede ser encontrar una receta sencilla que hasta un niño de diez años pueda
aplicar para distinguir el bien del mal, sino establecer los criterios que permitan
asegurar que un argumento que pretenda justificar que una acción es buena o
mala sea racionalmente válido, y en particular que no se apoye en supuestos
dogmáticos. Cada situación práctica concreta requiere, en principio, un
razonamiento específico cuya argumentación no puede ser establecida a priori,
sin perjuicio de que un mismo argumento pueda ser lo suficientemente general
como para aplicarse a una familia de situaciones con características comunes
(igual que es posible encontrar una fórmula general que resuelva cualquier
problema del estilo del planteado para cualquier número de personas y de
asientos).
Las "recetas fáciles" son a la Ética como un manual de primeros auxilios es a la
medicina. Yo no soy médico y no podría poner un ejemplo concreto, pero seguro
que existen circunstancias —atípicas, pero posibles— en las que, si alguien se
encuentra un accidentado y sigue al pie de la letra el procedimiento marcado por
un manual de primeros auxilios, puede dañar gravemente a la víctima, mientras
que un médico podría detectar la peculiaridad del caso y, contraviniendo el
manual, podría salvarla. Si un (buen) médico se encuentra con un paciente que en
apariencia tiene una determinada enfermedad, pero que presenta también algunas
características excepcionales por las cuales el tratamiento usual podría no ser
adecuado, no se limitará a desatenderlas y prescribir igualmente el tratamiento
que conoce, sino que se planteará qué debe hacer ante esta situación novedosa.
Incluso puede darse el caso de que deba decirle a su paciente que no sabe qué
conviene hacer, y que debería consultar a otro médico que pueda saber más del
asunto. Del mismo modo, si alguien se encuentra en una situación práctica en la
que cabe la posibilidad de que mentir, o robar, o matar pudiera estar éticamente
justificado, no puede —o, para ser exactos, no debe— escudarse en su "manual
de boy scout ético" y negarse a mentir, o a robar, o a matar, "por
principios", pues eso es el equivalente a lo que hace el médico hipócrita que
prefiere prescribir un tratamiento "típico", aunque pueda ser perjudicial para el
paciente, antes que pensar por sí mismo o reconocer su incapacidad para resolver
el problema médico que se le plantea.
He aquí una diferencia notable entre la actitud que mucha gente adopta ante
problemas de carácter teórico y de carácter práctico: Ante un problema teórico,
nadie duda, si se da el caso, en reconocer su incapacidad para resolverlo y
consultar, si lo necesita, a alguien que sepa más sobre el asunto. (Por ejemplo,
muchos verán el problema de los doce asientos y dirán que no saben resolverlo
sin sentirse traumatizados por ello.) En cambio, son muchos los que, ante un
problema práctico que no tiene por qué ser más simple que el problema de los
doce asientos, no dudan en inventarse una respuesta y defenderla contra viento y
marea, y si alguien insinúa que no tienen la preparación debida para abordar el
problema, o que, en cualquier caso, no lo han hecho con el rigor necesario para
que su conclusión sea digna de crédito, pondrán el grito en el cielo. En el
extremo opuesto están los escépticos, que no se limitan a afirmar que no saben
resolver el problema, sino que afirman que no es posible resolverlo sin partir de
presupuestos dogmáticos. Como opinión, es una opinión tan respetable como
cualquier otra, pero si esta opinión se traduce en la práctica en la actitud
de "lavarse las manos" ante cualquier problema que requiera una reflexión seria,
entonces deja de ser una opinión para convertirse en irresponsabilidad, y la
irresponsabilidad puede ser, en el peor de los casos, inmoral y, en el mejor de los
casos, vergonzosa.
Esta combinación entre la incapacidad para razonar objetivamente sobre
cuestiones delicadas con la facilidad para improvisar respuestas dogmáticas hace
que, a menudo, las recetas de boy scout sean lo más recomendable en la práctica.
Por ejemplo, si a un niño, en lugar de insistirle en que mentir está mal siempre, se
le advierte que hay casos en los que mentir es lo correcto, seguro que acaba
encontrando por sí mismo muchos de estos casos, y casi seguro que los casos que
encuentre coincidirán con los casos en los que mentir le supone algún provecho.
Así pues, no negamos la utilidad de las éticas simplificadas como medio para
lograr que una gran masa de gente se comporte razonablemente bien en términos
estadísticos, es decir, siguiendo unas recetas sencillas que sólo den lugar a
respuestas inmorales en casos poco usuales. Sin embargo, esa posibilidad de que
las recetas típicas no sean válidas en situaciones atípicas (en un sentido amplio
que incluye, por ejemplo, discutir sobre la vida o la muerte, no de alguien que
pasa por la calle, donde la gente de buena voluntad tiene claro a qué atenerse,
sino de un feto) hace necesaria una crítica de la razón práctica que nos
proporcione criterios para abordar seriamente esos casos residuales.
Ahora bien, debemos estar prevenidos de que las éticas simplificadas vician la
lógica del discurso ético con sus burdas generalizaciones sistemáticas, y no
podemos consentir que tales generalizaciones se infiltren dogmáticamente en un
razonamiento serio, pues su efecto no es ya que den lugar a conclusiones
dogmáticas, sino que vuelven contradictorio cualquier análisis serio de un
problema. Para ilustrar a qué nos referimos vamos a considerar, por ejemplo,
la Declaración universal de los derechos humanos. Ésta se encuentra a caballo
entre la Ética y el Derecho, que son disciplinas de naturaleza muy distinta, pero
aquí vamos a considerarla desde un punto de vista puramente ético. La idea es
que si alguien afirma no reconocer como tales los derechos humanos, se pensará
inmediatamente de él que es una mala persona. Vamos a discutir el asunto.
Consideremos, por ejemplo, el artículo siguiente:
Artículo 13: Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su
residencia en el territorio de un Estado.
Si hemos de aceptar este artículo en toda su generalidad, entonces estamos
obligados a concluir que toda cárcel viola los derechos humanos, pues los
reclusos no tienen derecho a circular libremente. (O eso, o admitimos que los
reclusos no son personas.) Alguien dirá: Ya, pero es que se sobrentiende que el
artículo hace referencia a personas que no hayan cometido ningún delito. Bien,
¿y qué ocurre con un niño de diez años que no haya cometido ningún delito? Si
un niño de diez años les dice a sus padres que quiere irse al Polo Norte para
visitar a Papá Noel y sus padres le dicen que a donde tiene que irse es a la cama,
¿están sus padres violando los derechos humanos del niño, concretamente el
artículo 13, por no dejar que circule libremente por el mundo? Alguien dirá: Es
que también se sobrentiende que el artículo hace referencia a personas mayores
de edad. De acuerdo, pues. Consideremos entonces el artículo siguiente:
Artículo 3: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad
de su persona.
Si hemos de sobrentender que el artículo 13 se refiere sólo a personas mayores de
edad y que no hayan cometido ningún delito, ¿podemos hacer lo mismo en el
artículo 3, y concluir que matar niños o delincuentes no viola los derechos
humanos? Alguien dirá: No, es que lo que puede sobrentenderse en el artículo 13
no puede sobrentenderse en el artículo 3, que vale también para niños y
delincuentes. Y entonces, preguntamos: ¿y en el artículo 3 hemos de
sobrentender que se aplica a los fetos o no? Porque si se aplica a los fetos,
entonces el aborto viola los derechos humanos, y si no, no. (Alguien podría
introducir disquisiciones sobre la diferencia entre el "individuo" del artículo 3 y
la "persona" del artículo 13, pero en la versión inglesa de la Declaración
universal de los derechos humanos ambos artículos empiezan con Everyone, así
que esa disquisición nos llevaría a distinguir entre los derechos humanos de los
anglohablantes y los de los hispanohablantes, en contradicción con el artículo 2,
que prohibe las discriminaciones por la nacionalidad.)
Vemos así que la "lógica" subyacente a la Declaración universal de los derechos
humanos dista mucho de la lógica subyacente en cualquier texto científico serio.
No es posible desarrollar una teoría racional de cualquier naturaleza sobre una
red de afirmaciones en las que a veces hay que suponer que se aplican en unos
casos, en otras hay que suponer que se aplican en otros, en otras no está claro a
qué casos se aplican y a cuáles no, etc. Es obvio que la Declaración universal de
los derechos humanos, tal cual está redactada, cumple satisfactoriamente la
misión para la que fue concebida, y que no sería conveniente en absoluto
sustituirla por un texto intrincado lleno de cláusulas y subcláusulas. Pero no es
menos cierto que ni ella, ni su lógica laxa subyacente (que deja a cargo del
sentido común determinar el alcance de cada artículo) son admisibles en una
crítica de la razón práctica.
Es importante tener esto en cuenta porque más adelante tendremos ocasión de
afirmar, por ejemplo, que los niños y los deficientes mentales no son personas.
Evidentemente, si entendemos esto en los términos en que se interpretan
habitualmente las declaraciones grandilocuentes, como la de los derechos
humanos, suena aberrante, pero, según veremos, es simplemente el efecto de
precisar el lenguaje para que, cuando afirmemos algo, pueda significar ni más ni
menos que lo que afirmamos, sin necesidad de sobrentender esto o lo otro o no se
sabe muy bien qué. Así, decir que un niño no es una persona no será una excusa
para convertir la decapitación de niños en deporte olímpico, sino una forma de
expresar en un lenguaje preciso que si, por ejemplo, un niño quiere viajar al Polo
Norte, no hay nada de malo en impedírselo, aunque coja una rabieta por ello.
Otro tipo de generalizaciones que, indiscutiblemente, es efectivo como medio de
inculcar un buen comportamiento en la gente sin obligarla a pensar mucho, es
proponer modelos ideales de "santidad",instando a que cada cual trate de
aproximarse al ideal en la medida de sus posibilidades. Un ejemplo arquetípico
es la figura de Jesucristo, idealizada por el cristianismo. En su contexto histórico
su doctrina era sensata, pues probablemente Jesús creía en la inminente llegada
del Mesías (y tal vez llegara incluso a plantearse si no sería él mismo el Mesías)
y además se dirigía específicamente al pueblo judío, al que trataba de aunar
eliminando las numerosas rencillas y querellas internas entre sus distintos
estratos. Sólo en ese contexto pueden entenderse afirmaciones como "Si alguno
te abofetea en la mejilla derecha, muéstrale también la otra." o "No resistáis al
mal", etc. Vienen a decir (quizá un tanto hiperbólicamente) "no os enfrentéis
judíos contra judíos, ni os opongáis a quienes os oprimen, porque haréis mejor en
prepararos para la próxima llegada del Mesías, que ha de encontrar un pueblo
unido y dispuesto a seguirlo fielmente", pero cuando la inopinada muerte de su
maestro obligó a los cristianos a improvisar una reinterpretación de sus
enseñanzas que fuera coherente con los acontecimientos, terminaron
generalizando ad absurdum este ideal de mansedumbre. Así, san Pablo
dice: Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis, y el
Apocalipsis: Si alguno es destinado a la cautividad, a la cautividad va; si alguno
ha de morir a espada, a espada ha de morir. Ésta es la resistencia y la fe de los
santos.
Es evidente que, entendida al pie de la letra, esta doctrina, no sólo no es propia de
los santos, sino que es inmoral. Imaginemos qué sucedería si alguien
recomendara públicamente a las mujeres víctimas de la violencia machista que,
cuando su pareja les abofetee, presenten la otra mejilla y den gracias. Ya santo
Tomás de Aquino se vio en la necesidad de argumentar que las palabras de Cristo
son como los Derechos humanos, que hay que tenerlas en cuenta cuando es
razonable tenerlas en cuenta, y no hacerles ni caso cuando evidentemente sería
absurdo hacerles caso. (Evidentemente, santo Tomás no lo expresa en estos
términos, pero sí que argumenta que la legítima defensa es ciertamente legítima,
a pesar de las citas bíblicas anteriores y de muchas otras similares).
Éste y todos los ideales de santidad que a menudo se han propuesto como
modelos a imitar (no necesariamente en relación con la mansedumbre, sino
exaltando cualquier otra virtud hasta la hipertrofia) no son racionalmente
sostenibles, pues es fácil poner ejemplos en los que una actitud beata resulta ser
inmoral. Y aunque, ciertamente, puedan ser estrategias útiles para inculcar la
ética en algunos casos, también pueden tener un efecto contrario, ya que alguien
a quien se le haya convencido de que ser bueno es no mentir nunca, no enfadarse
nunca, no usar nunca la violencia, etc., puede acabar concluyendo que ser bueno
no está hecho para él, y así pierda el respeto a la Ética por confundirla con lo que
en realidad es una caricatura de la Ética. Y, aun si encontramos un ejemplo de
persona virtuosa que racionalmente pueda considerarse digna de imitación,
siempre deberá quedar claro que su conducta podrá considerarse digna de
imitación en la medida en que haya sido buena y lo continúe siendo en el futuro,
cosa que sólo la razón práctica puede determinar en cada momento, pero nunca
se podrá tomar su conducta como argumento que pruebe que una acción dada es
buena o mala. Lo mismo sucede en el caso de la razón teórica: si Stephen
Hawking hace una afirmación sobre física, probablemente será verdadera, porque
sabe mucha física y es inteligente, pero sería absurdo decir: "Esto es verdad
porque lo ha dicho Stephen Hawking, luego ya no hay nada más que añadir."
Hasta aquí hemos tratado de prevenir al lector contra las concepciones simplistas
de la Ética que han alcanzado más o menos popularidad entre la gente en general.
Ahora debemos añadir algunas observaciones similares sobre las teorías
elaboradas por filósofos. No cabe duda de que si un hombre ha causado un grave
daño a la filosofía del que nunca se ha llegado a recuperar plenamente, ése ha
sido Sócrates. Al parecer, su especialidad era hacer preguntas que la gente no
sabía responder, entre las cuales destaca la de ¿qué es el bien?, y su sofisma era
interpretar la incapacidad de responder como ignorancia. No negamos que pueda
ser razonable acusar a alguien de no saber qué es el bien, pero sí negamos que
eso pueda deducirse de su incapacidad de responder a la pregunta ¿qué es el
bien?, y, recíprocamente, afirmamos que quien quiera clarificar su idea
de "bien" no deberá esforzarse por buscar una respuesta del tipo "el bien
es...", sino más bien esforzarse por determinar qué está bien y qué está mal.
Preguntarse ¿qué es el bien? es como preguntarse ¿qué es la verdad? Quien
quiera entender el mundo racionalmente, no ha de hacerse esa pregunta. Ha de
preguntarse cuáles son las leyes de la dinámica, qué clase de fuerzas afectan a la
materia, cuál es la estructura de la materia, etc. Hay muchas preguntas cuya
respuesta es necesaria para estar en condiciones de afirmar que se entiende el
mundo, pero ¿qué es la verdad? no es una de ellas.
En realidad, es fácil responder a esas preguntas (las de la verdad y el bien, no a
las de la estructura de la materia, etc.): Es verdadero lo que debe pensar todo
aquel que quiera tener una concepción racional de lo que es el mundo. Por
ejemplo, si observo que tengo dos manos, puedo decir que es verdad que tengo
dos manos, y sería falso afirmar que tengo cinco, porque tal afirmación
contradiría la observación más elemental. Cuando afirmo que es verdad que
(dentro de los márgenes de la estadística) el aire puro está formado de un 78% de
nitrógeno, de un 21% de oxígeno y de un 1% de otros gases y que es falso, por
ejemplo, que el aire puro tenga un 56% de metano, lo que quiero decir es que,
nada me impide afirmar lo segundo si así me place, pero el hecho es que esa
afirmación está en contradicción con cualquier experimento razonable destinado
a determinar la composición química del aire. Si afirmo lo primero estoy siendo
racional (porque lo que afirmo concuerda con todos los elementos de juicio
relevantes) y si afirmo lo segundo estoy siendo irracional. Verdadero es, en cierto
sentido, sinónimo de racional.
Ciertamente, si Sócrates me oyera decir esto, me acribillaría a preguntas del
estilo de ¿qué es ser racional?, ¿qué quieres decir con que una afirmación
concuerda con unos elementos de juicio?, etc. Y no es menos cierto de que ni yo
ni nadie puede responder a estas preguntas, pero también es cierto que eso es
irrelevante. Del mismo modo que cualquiera que tenga vista y distinga bien los
colores sabe que es verdad que el cielo es azul, aunque no pueda definir el azul,
cualquiera que tenga uso de razón puede estudiar los experimentos y los análisis
subsecuentes que llevan a determinar la composición química del aire y concluir
que son correctos (si es que lo son) y que, por consiguiente, es correcto afirmar
—o, dicho de otro modo, es verdad— que el aire tiene un 78% de nitrógeno. (Sin
perjuicio de que, en determinadas zonas, esta proporción pueda variar y así, por
ejemplo, pueda decirse que en una ciudad contaminada la proporción de otros
gases sea mayor del 1% y, por consiguiente, la proporción de nitrógeno sea
inferior al 78%, cosa que a su vez podría determinarse empíricamente.)
Del mismo modo, podríamos decir que una acción es buena si es lo que debe
hacer todo aquel que quiera actuar racionalmente, y que es mala si no debe
hacerla todo aquel que quiera actuar racionalmente, si bien en este caso cabe una
tercera alternativa, y es que una acción no sea ni buena ni mala, ya que puede no
haber argumentos racionales en su favor ni en su contra. (En realidad, esta tercera
posibilidad hace recomendable a veces considerar como "buenas" algunas
acciones que no pueden considerarse exigibles por la Ética. Por ejemplo, una
persona puede sacrificar su vida para salvar la de sus hijos, y podemos decir que
esto es una buena acción, pero no podemos decir que alguien esté moralmente
obligado a renunciar a su vida para salvar la de sus hijos. En cualquier caso, se
trata de una discusión puramente lingüística sobre la que no es oportuno
extendernos más en este momento.)
Obviamente, estas "definiciones" de bien y mal no contentarían a Sócrates,
porque no especifican si una acción en concreto es buena o mala, exactamente
igual que la "definición" de verdad que hemos dado no especifica si una
afirmación dada es verdadera o falsa. Cuando un científico especula sobre si una
afirmación es verdadera o falsa (por ejemplo, si los tiranosaurios eran
principalmente cazadores o carroñeros) no dispone de ningún criterio a priori
sobre cómo puede llegar a una conclusión u otra. Tendrá que analizar la
información disponible y decidir si con ella tiene elementos de juicio para
decantarse por una de las opciones. Lo importante es que lo único que le
preocupará es si los datos apuntan a que los tiranosaurios eran cazadores o si
apuntan a que eran carroñeros y, en caso de que haya datos que sugieran
respuestas distintas, tendrá que sopesarlos para decidir cuál de las opciones
puede, después de todo, justificarlos a todos. Lo que no hará el paleontólogo
como preámbulo a su investigación, es reflexionar sobre qué es la verdad.
Sin embargo, muchos filósofos, idólatras de Sócrates, han considerado que lo que
procede a la hora de desarrollar la Ética (es decir, el análogo práctico de la
Ciencia) es empezar definiendo qué es el bien, a ser posible, con una receta
sencilla y maravillosa. Una de las recetas más famosas de este tipo la propuso
Kant: "Obra de tal modo que puedas desear que tu máxima [tu criterio subjetivo
de actuación] se convierta en universal [pueda ser aplicado objetivamente por
todos]". Tales "fórmulas" son tan estériles como se puede suponer a priori que
han de serlo necesariamente. El imperativo kantiano es, concretamente, ambiguo
hasta la inutilidad.
Supongamos, por ejemplo, que me cae mal alguien y quiero matarlo, pero se me
ocurre que tal vez eso no estaría bien y, para salir de dudas, recurro a Kant. Si me
planteo que mi máxima es "matar a todo el que me cae mal" y me pregunto si
puedo desear que cada cual mate a todo aquel que le caiga mal, he de responder
en conciencia que no puedo desear tal cosa, ya que yo podría caerle mal a alguien
y no quiero que nadie me mate por caerle mal. Visto así, mi proyecto de matar a
la persona que me cae mal no es bueno. Ahora bien, pongamos que la persona en
cuestión me cae mal porque tiene la costumbre de poner la música alta por las
noches (cosa que yo nunca haría). Entonces, puedo considerar que mi máxima
es "matar a todas las personas que ponen la música alta por las noches". Y
observo con satisfacción que no me importaría que todo el mundo adoptara como
máxima matar a las personas que ponen la música alta por las noches. Más aún,
si fuera así, tal vez incluso alguien se me adelantara y matara en mi lugar a la
persona que me cae mal, con lo que podría ahorrarme el trabajo. Desde este
punto de vista —siempre según Kant— mi proyecto no es malo.
Algún filósofo podría alegar que en el segundo razonamiento no estoy aplicando
correctamente el imperativo kantiano, sino que lo estoy distorsionando a mi
conveniencia. Tal vez sea así, pero lo cierto es que uno puede usar el imperativo
kantiano para deducir cualquier cosa y, si le preguntamos a un filósofo si un
argumento ético basado en él es correcto o incorrecto, lo que hará el filósofo es
analizar la consecuencia: si la consecuencia es buena me dirá que he
argumentado correctamente, y si es mala me dirá que no. El resultado es que el
imperativo kantiano no sirve para saber si una acción es buena o mala, sino que
he de saber si una acción es buena o mala para determinar si he aplicado
correctamente o no el imperativo kantiano. Por si alguien juzga el ejemplo
anterior demasiado forzado, copio a continuación un argumento del propio Kant
en el que aplica su imperarivo para "demostrar" que el suicidio es malo:
Un hombre que, por una serie de circunstancias rayanas en la desesperación,
siente despego de la vida, tiene aún suficiente razón como para preguntarse si no
será contrario al deber para consigo mismo quitarse la vida. Pruebe a ver si la
máxima de su acción puede convertirse en ley universal de la naturaleza. Su
máxima es: "me planteo, por egoísmo, el principio de abreviar mi vida cuando
ésta, a la larga, me ofrezca más males que bienes". Se trata ahora de saber si tal
principio egoísta puede ser una ley universal de la naturaleza. Muy pronto se ve
que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma mediante el mismo
impulso encargado de conservarla sería, sin duda alguna, una naturaleza
contradictoria y que no podría subsistir. Por lo tanto, aquella máxima no puede
realizarse como ley natural universal y, en consecuencia, contradice por
completo al principio supremo de todo deber.
Ante todo, si alguien quiere suicidarse, es muy probable que no vea ningún
inconveniente en que el resto de la humanidad se suicide también, si así lo desea.
Esto debería bastar como argumento en defensa del suicidio (libre) según el
imperativo kantiano. De todos modos, si, al generalizar la máxima particular de
nuestro individuo, no nos planteamos la posibilidad de que toda la humanidad
decidiera suicidarse, sino únicamente que se suiciden aquellos que sienten
desapego por la vida (como el propio Kant parece admitir), entonces ¿qué
contradicción habría en aceptar tal ley como universal? Incluso alguien podría
afirmar que si todos aquellos a quienes la vida no les ofrece alicientes decidieran
suicidarse (en lugar de optar por otras alternativas, como darse a la delincuencia,
o simplemente consumir recursos escasos) ello podría redundar en beneficio de la
humanidad en su conjunto, como cuando se poda un árbol para regular su
crecimiento. (Es un punto de vista más que polémico, pero, sin más principio de
moralidad que la ética kantiana, es perfectamente defendible.) Más claramente
aún: si aceptamos que el argumento del propio Kant es acorde al espíritu de su
filosofía, y no puede considerarse tergiversado, ¿por qué no podemos decir lo
mismo si lo modificamos tan sólo cambiando "abreviar mi vida" por "hacerme
monje con voto de castidad" y poniendo "por devoción a Dios" en lugar de "por
egoísmo"? No cabe duda que si toda la humanidad hiciera voto de castidad, la
humanidad se extinguiría en una generación, luego deberíamos concluir
igualmente que hacerse monje, o sacerdote católico, o la mera decisión de no
tener hijos, debería considerarse inmoral. ¡Según Kant, Jesucristo era inmoral,
porque no tuvo hijos! En suma, la ética kantiana es inútil.
Aquí es importante dejar claro un matiz: no es raro encontrar gente que
"demuestra" matemáticamente las cosas más insólitas (y falsas). El hecho de que
alguien pueda "pervertir" la matemática construyendo aparentes demostraciones
de falsedades no dice nada en contra del rigor de la matemática, pues —al menos
hasta la fecha— nadie ha presentado un par de demostraciones matemáticas de
hechos mutuamente contradictorios sin que se haya podido justificar
objetivamente que al menos una de las dos demostraciones era incorrecta.
Cuando decimos que la ética kantiana carece de rigor no nos basamos meramente
en el hecho de que podamos demostrar en su seno afirmaciones que los kantianos
no considerarían admisibles bajo ningún concepto, sino en el hecho de que es
imposible distinguir racionalmente lo que es una demostración correcta de una
incorrecta. La demostración kantiana de que el suicidio es inmoral es
formalmente idéntica a la variante que prueba que el celibato es inmoral. Nadie
puede sostener objetivamente que la primera es válida y al mismo tiempo negar
validez a la segunda. Ésa es la diferencia de rigor entre la ética kantiana y las
matemáticas.
Si Kant peca de no decir nada realmente, otros filósofos pecan justo de lo
contrario, pues pretenden atribuir arbitrariamente un contenido al concepto de
"bien". El caso típico es el utilitarismo, defendido por numerosos autores, entre
ellos Stuart Mill, por citar alguno, según el cual son buenas las acciones que son
útiles para mejorar el bienestar general. Nuevamente estamos ante un principio
que puede interpretarse de mil maneras y que hay que parchear adecuadamente
para eliminar consecuencias desagradables.
Supongamos que cinco personas naufragan en una isla desierta y, mientras una se
pasa el día pescando, las otras están tomando el sol sin hacer nada, pero, cuando
el pescador vuelve con un cesto lleno de peces, los vagos argumentan que debe
repartirlos porque así mejora el bienestar general. Como el pescador es
utilitarista, acepta repartir su pescado. Propone a los demás que pesquen también,
pero se niegan, porque si pescan todos en vez de uno, disminuye el bienestar
general. Al pescador no se le ocurre dejar de pescar, pues, si no pesca nadie y no
hay comida, disminuye el bienestar general. Obviamente, cualquier utilitarista
rebatirá este ejemplo argumentando que el pescador idiota no es idiota por ser
utilitarista, sino porque no ha entendido bien el utilitarismo. Pero estamos en las
mismas: para aplicar la ética utilitarista, no sólo hemos de razonar según los
principios del utilitarismo, sino que además hemos de razonar que los aplicamos
correctamente, lo cual equivale en la práctica a asegurarnos que llegamos a
conclusiones realmente buenas, con lo cual, al problema de determinar si una
acción es buena o mala, se añade el problema estéril de justificar que una acción
buena, además, es acorde con el utilitarismo, y una mala no.
Pero, al margen de la ambigüedad que el utilitarismo comparte con la doctrina
kantiana, éste añade, según decíamos, la arbitrariedad de establecer que el bien es
precisamente eso (lo que es útil, con todos los matices que se quiera) y no otra
cosa. Supongamos que el utilitarismo, o cualquier otra secta ética, pudiera
precisar sus principios hasta el punto de que no quedara margen de dudas sobre si
una acción es útil o inútil y, por consiguiente, buena o mala. La cuestión es: Si
Stuart Mill dice que el bien es lo útil y yo digo que el bien es lo divertido, ¿por
qué va a tener razón él y no yo? ¿Cómo se puede justificar que el bien es lo que
un filósofo decide decir que es y no otra cosa? Y lo que es más importante, ¿por
qué el bien ha de ser algo tan sencillo como lo útil, o lo divertido, o lo redondo,
mientras que la verdad es algo tan sutil que nadie intenta encerrarlo en un
adjetivo (con todos los matices que se quiera)? Ya hemos dado antes nuestra
opinión: intentar desarrollar la Ética definiendo el bien es como intentar hacer
Ciencia definiendo la verdad. Sencillamente, no procede. Ha llovido mucho
desde que Sócrates se tomó la cicuta.
En resumen, si nos proponemos fundamentar la Ética seriamente, hemos de
asumir que debemos prescindir de nuestro sentido común, de nuestras creencias
religiosas, de nuestros sentimientos, de principios arbitrarios que nos suenen
bien, de fórmulas grandilocuentes técnicamente insostenibles (al estilo de los
"derechos humanos"), y que debemos descartar la búsqueda de fórmulas
maravillosas al estilo de los filósofos. También ayudará borrar de nuestra mente
el menor recuerdo de cualquier diálogo de Platón que hayamos leído. (Por si
alguien tiene la ventaja de no haber leído ninguno, le aclararemos que Sócrates es
el protagonista de los diálogos platónicos.)
NOTA: Por si alguien no ha captado la ironía, aclararé que Sócrates y Platón me
merecen —y deben merecer a cualquiera— un gran respeto y estima por lo que
hicieron en la época en la que lo hicieron. Todos los sarcasmos precedentes van
dirigidos en realidad a quienes no se dan cuenta de que tener la filosofía de
Platón por auténtica filosofía (y no como una impresionante reliquia) es un
despropósito idéntico al que sería tener la física de Aristóteles por auténtica
física.

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Cómo no se fundamenta la ética

  • 1. https://www.uv.es/ivorra/Filosofia/E/3.htm https://www.uv.es/ivorra/Filosofia/Indice.htm#e CÓMO NO SE FUNDAMENTA LA ÉTICA I Dado que, en lo tocante a cuestiones prácticas, existen opiniones, doctrinas y argumentos para todos los gustos, el paso más conveniente para iniciar una crítica de la razón práctica es probablemente el de "limpiar el campo de maleza", y descartar a priori todas aquellas líneas argumentales que, por su naturaleza, son necesariamente dogmáticas. Una vez hayamos descartado los materiales inadmisibles a la hora de construir un edificio sólido, estaremos en condiciones de valorar lo que nos queda y determinar qué podemos hacer con ello. La Ética y el "sentido común" Es un hecho que todo ser humano tiene una opinión formada sobre lo que está bien o lo que está mal. Más que una opinión, sería más adecuado decir un criterio, pues, ante una situación novedosa, la mayoría de la gente apenas necesita unas décimas de segundo para concluir si alguien ha obrado bien o mal. Así, por ejemplo, prácticamente toda la humanidad estará de acuerdo en que si alguien toma un arma, sale a la calle y mata al primero que pasa sólo porque le resulta divertido, eso está mal. Sin embargo, si preguntamos a la gente por qué está mal, muchos necesitarán mucho más de unas décimas de segundo para improvisar una respuesta coherente, que en la mayoría de los casos no será más que una tautología (como matar está mal porque es un asesinato), o un dogma descarado (comomatar está mal porque es pecado), o simplemente una alusión al sentido común (como eso es así, todo el mundo lo sabe), por destacar unas pocas opciones. Vemos, pues, que el sentido común proporciona respuestas, pero no respuestas argumentadas. Más precisamente: el sentido común proporciona respuestas y, en caso de que se le reclamen argumentos, busca argumentos que se ajusten a las respuestas prefijadas, que es justo lo contrario de lo que cabe exigir a un planteamiento racional: las conclusiones deben supeditarse a los argumentos, y no al revés. Esto no significa que el sentido común sea un mero surtidor de disparates irracionales. Lo que sucede es que la "lógica" del sentido común es la lógica interna del cerebro humano, la misma lógica subconsciente que emplea, por ejemplo, para interpretar coherentemente los datos que le llegan de los sentidos, basada en un complejo y eficiente sistema de criterios heurísticos que aventaja con creces a todo lo que el hombre ha logrado hasta hoy en el campo de la inteligencia artificial. Preguntarle a alguien que no haya reflexionado nunca
  • 2. sobre ética por qué matar está mal es como preguntarle por qué afirma que lo que está viendo ante sí es una mesa. Uno no es consciente del proceso que el cerebro ha tenido que seguir para analizar unas sensaciones visuales y concluir que conforman la imagen de una mesa, del mismo modo que no es consciente del análisis que ha hecho su cerebro para concluir que matar está mal. El cerebro humano es una herramienta bien adaptada para la vida cotidiana. Todos necesitamos saber algo de física para sobrevivir en el mundo, pero no necesitamos haber estudiado física, sino que la "física del sentido común" nos basta para evitar que se nos caiga encima un armario, o que nos atropelle un coche al cruzar la calle, etc. Ahora bien, sabemos que cuando el sentido común trata de extrapolar sus nociones de física para aplicarla en contextos que no le son familiares puede contradecir de lleno a la física "de verdad", a la física deducida racionalmente a partir de la experiencia. No es descabellado esperar lo mismo del "sentido común práctico": las respuestas que proporciona pueden ser una buena aproximación a una solución racional de un problema ético, especialmente si la situación planteada se da con frecuencia en la vida cotidiana, pero ni tenemos garantías de que vaya a ser así, ni podemos confiar en su exactitud, es decir, en que haya tenido en cuenta todos los factores relevantes. Más precisamente: es imposible que el sentido común sea absolutamente fiable. Por ejemplo, hay mucha gente convencida (por el mero sentido común, sin argumentos previos) de que abortar está mal, mientras que a otros tantos el sentido común les lleva a la conclusión contraria. Por consiguiente, si existe realmente una Ética (racional) capaz de determinar si abortar es malo o no, tendremos que concluir, cualquiera que sea el veredicto, que a mucha gente le engaña su sentido común. La conclusión que queremos destacar es que, en vista de lo dicho, sería dogmático aceptar un juicio práctico sin más criterio que el sentido común, como también lo sería descartar una conclusión por el mero hecho de que se oponga a nuestro sentido común. Más precisamente: la Ética no puede someterse al sentido común, sino que debe juzgarlo para determinar su grado de fiabilidad. En particular, aceptar un juicio ético simplemente por el dictado del sentido común es dogmático. Esto no significa que el sentido común no pueda acertar en la mayoría de los casos en que se apela a él, pero para un fundamento racional de la Ética no sólo necesitamos respuestas, sino también argumentos que las justifiquen. Nadie duda de que matar por diversión al primero que pase por la calle está mal. Una teoría ética que afirmara lo contrario sería como una teoría física que afirmara que los cuerpos caen hacia arriba: podemos jugarnos el cuello a que algún error hemos
  • 3. cometido al convencernos de que era una buena teoría; pero necesitamos un argumento sólido que justifique que matar indiscriminadamente está mal, no ya para convencernos de ello —que ya estamos convencidos— sino porque si sabemos argumentar por qué está bien o mal lo que nadie duda que está bien o mal —honestamente, es decir, sin amañar nuestros argumentos para llegar a la conclusión a la que queremos llegar—, entonces estaremos en condiciones de llegar a conclusiones racionales en los casos en los que ya no hay unanimidad sobre si algo está bien o mal. Por consiguiente, podemos considerar al "sentido común" como un referente, en el sentido de que si llegamos a conclusiones racionales que coincidan con el sentido común podremos interpretarlo como un indicio de que "vamos por buen camino", mientras que si nuestras conclusiones racionales contradicen en algo al sentido común, convendrá prestar atención y revisar nuestros argumentos, entendiendo que caben igualmente dos posibilidades: que hayamos cometido algún error, o bien que estemos en un punto en el que el sentido común no es fiable. La "ética del sentido común" es lo que los relativistas éticos consideran que es la ética: un producto cultural. Nos lamentábamos en la página precedente de que la civilización occidental no haya sido capaz de desarrollar la Ética análogamente a como ha desarrollado la Ciencia, pero debemos reconocer que sí que ha desarrollado y depurado una doctrina ética no argumentada, es decir, una ética basada en el "sentido común", aceptada mayoritariamente, y que, aunque no trata (o, por lo menos, no resuelve) cuestiones polémicas, consideramos que es poco menos que ejemplar. Este cuerpo de doctrina no se halla en las obras de ningún filósofo (la obra de los filósofos no es en absoluto representativa), sino en las películas típicas de Hollywood. Éstas suelen ser muy poco respetuosas con la razón teórica, pues los guionistas se complacen en presentarnos situaciones físicamente imposibles, pero, por el contrario, son modélicas en las cuestiones prácticas: los buenos obran bien hasta la perfección (y, si obran mal en un momento dado, siempre terminan reconociéndolo y arrepintiéndose sinceramente) y todas las maldades las hacen los malos. Por ejemplo, es una situación típica que, a pocos minutos de que termine la película, el bueno ha conseguido dejar extenuado al malo. Se le presenta la ocasión perfecta para matarlo de un tiro y acabar de una vez por todas con un ser tan odioso. El público lo está deseando, incluso puede que el bueno haga el ademán de dispararle, pero no lo hace, porque matar a un ser inerme estaría mal. Ahora bien, en cuanto el bueno se da la vuelta, el malo, con sus últimos alientos, trata de coger su arma para disparar al bueno por la espalda. Entonces es cuando la chica grita "¡Cuidado!" y el bueno se gira y mata al malo, como único medio
  • 4. de salvar su vida. Eso es distinto, porque matar en defensa propia no es malo. Una película en la que el bueno matara al malo a sangre fría desentonaría del estándar. Obviamente, no podríamos poner la mano en el fuego por la totalidad de la producción de Hollywood, y seguro que un lector malicioso podría encontrar contraejemplos, pero, en general, la ética de las peliculas de Hollywood es poco menos que perfecta. (Quizá convenga aclarar que no estamos afirmando nada sobre la correspondencia entre el cine y la realidad. Por ejemplo, en una película en la que un comando americano se infiltre en un país enemigo para acabar con unos malvados terroristas, podremos constatar que los marines actúan como perfectos caballeros. No afirmamos que eso sea lo que sucede en la realidad, sino sólo que su actuación en la película es la de unos perfectos caballeros escrupulosamente respetuosos con la Ética. En otras palabras, no afirmamos nada sobre la ética del guionista, sino sobre la ética del guión.) Como aún estamos lejos de plantear los fundamentos racionales de la Ética, en lo sucesivo trataremos de emplear ejemplos (con valor ilustrativo, nunca argumentativo) que no resulten polémicos para ningún lector razonable, es decir, ejemplos que no contradigan al sentido común de ningún lector o, dicho más gráficamente, que cuando afirmemos que algo está bien será algo que cualquier espectador vería con buenos ojos en el protagonista de una película típica de Hollywood, mientras que cuando afirmemos que algo está mal será algo que sólo sería admisible en una película si es el malo quien lo hace. Si uno mata a su madre porque a la comida le faltaba sal, está obrando mal, y si el lector no tiene esto claro no va a ganar nada leyendo estas páginas. Será mejor que se busque otra lectura. De todos modos, si inadvertidamente se hubiera "colado" algún ejemplo polémico, el lector debería poder reemplazarlo sin dificultad por otro igualmente ilustrativo y libre de polémicas. La Ética y los sentimientos Hay gente que da limosna a los pobres porque los pobres le dan pena, hay madres que cuidan y protegen a sus hijos movidas por el amor maternal, hay gente que si —por accidente— causa algún daño, confiesa su culpa porque siente un remordimiento que no le permite otra opción. En suma, hay gente que obra bien movida por sus sentimientos. Si a alguien así le preguntamos por qué es malo matar, tal vez nos responda que porque sería una lástima truncar una vida. ¿Es ése un argumento válido? Obviamente no. Afirmamos que cualquier juicio ético basado en un sentimiento es dogmático y, por consiguiente, inadmisible como fundamento (racional) de la Ética. En efecto, por una parte, no todos tenemos los mismos sentimientos. Por ejemplo, hay gente a quien la idea de matar un feto le da lástima y gente a quien
  • 5. no le da lástima en absoluto. Si tuviéramos que fundar la Ética en los sentimientos, tendríamos que admitir que abortar es malo para unos (los que sienten lástima de los fetos) y no lo es para otros (los que no sienten lástima de los fetos). Los antiabortistas podrían ganar algunos partidarios mostrando fotos y vídeos de pobres fetos agonizantes, pero seguiría habiendo personas a las que eso no le impactara y, si la maldad consistiera en desatender la lástima, nadie podría acusarlas de obrar mal por abortar, ya que hablamos de personas que no sienten ninguna lástima que puedan desatender. Por otra parte, los sentimientos pueden ser buenos y malos. ¿Qué ocurre si, a alguien, matar no le produce lástima, sino placer? Alguien así podría argumentar que matar es bueno porque provoca buenos sentimientos. Más aún, un sentimiento comúnmente tenido por bueno puede inducir a malas acciones. Pongamos que una mujer va a morir porque necesita un trasplante de corazón y no hay donantes. Su marido descubre que una cierta persona (viva) sería un donante válido para su esposa, así que lo mata para que su mujer pueda recibir el corazón que necesita. Lamenta profundamente lo que hace, pero el sentimiento de piedad que le inspira su víctima es eclipsado por la pena que le produce la idea de que su mujer vaya a morir. ¿El hecho de que haya matado por amor a su mujer se traduce en que su acción es buena? Otro ejemplo: una madre descubre accidentalmente que su hijo es un terrorista y que está planeando matar a un inocente la semana próxima. Intenta convencerlo de que no lo haga y, ante su negativa, lo amenaza incluso con denunciarlo a la policía, pero el hijo le responde: Si quieres ir a la policía, no te lo impediré, pero ya he matado otras veces, y si me denuncias la policía podrá relacionar mi ADN con los otros atentados que he cometido, con lo que seré condenado por asesinato y pasaré treinta años en la cárcel. La madre no aprueba la conducta de su hijo, pero su amor maternal no le permite ser la causa de que su hijo pase su vida en la cárcel, así que no lo denuncia y el hijo lleva a cabo con éxito el atentado planeado. ¿Ha hecho bien la madre guiándose por su amor maternal? Vemos así que, si hubiera de existir una Ética objetiva basada (total o parcialmente) en los sentimientos, sería necesario distinguir qué sentimientos son buenos y cuáles no. Los ejemplos anteriores muestran que para ello no bastaría clasificar los sentimientos a priori, (odio = malo, amor maternal = bueno, etc.), sino que sería necesario determinar si un sentimiento dado es bueno o malo en un contexto dado. Concretamente, tendríamos que considerar buen sentimiento a cualquiera que mueva a una buena acción, y mal sentimiento a cualquiera que mueva a una mala acción, pero entonces estaríamos igual que al principio: necesitaríamos distinguir qué acciones son buenas y cuáles malas para poder distinguir qué sentimientos son buenos y cuáles malos, pero, si ya supiéramos
  • 6. distinguir las buenas de las malas acciones sin apelar a los sentimientos (pendientes de juicio), ¿para qué necesitaríamos los sentimientos (a efectos teóricos)? Nadie discute que los sentimientos desempeñen un papel muy efectivo en la regulación de la conducta de muchas personas. Una persona con buenos sentimientos puede dejarse guiar por ellos con la confianza de que, normalmente, actuará de forma éticamente correcta, aunque, si no es capaz de racionalizar su conducta, puede ocurrir —aunque sea poco probable— que en un momento dado sus sentimientos la traicionen y la lleven a obrar mal creyendo que obra bien. Es frecuente identificar el "carecer de sentimientos"con ser malo o cruel. Esto no se sostiene: por una parte, una persona cruel puede tener sentimientos como cualquier otra (por ejemplo, puede sentir placer cuando maltrata a otra persona) y, por otra parte, alguien que realmente carezca de sentimientos puede ser una persona ejemplar. Basta con que no trate de regular su conducta tomando como base sus sentimientos inexistentes, sino que lo haga guiado por la razón. Si a alguien no le produce pena o remordimiento alguno matar, pero no mata porque tiene asumido que matar es malo, ¿es menos buena persona que otra que no mate porque hacerlo le provocaría pena y remordimiento? En resumen: dado que los sentimientos pueden ser buenos o malos, necesitan ser juzgados (por la razón), luego si alguien invoca a un sentimiento para justificar que una acción es buena o mala, se le habrá de exigir que justifique que el sentimiento al que apela es bueno o malo, lo cual equivale a juzgar si la acción que desencadena o reprime es buena o mala, con lo cual estamos como al principio y la invocación al sentimiento no ha aportado nada en limpio. Apelar a un sentimiento sin justificar éste a su vez, es dogmático y, si se justifica, el sentimiento se vuelve superfluo en el argumento. En este punto es crucial no confundir lo dicho con algo completamente distinto y que nadie pretende afirmar. No estamos diciendo que los sentimientos sean irrelevantes en las cuestiones éticas. Sólo estamos afirmando que son inadmisibles como criterios de juicio, lo cual no significa en absoluto que no puedan ser cruciales como elementos de juicio, es decir como elementos esenciales para determinar un problema ético. Veamos un ejemplo: A y B han compartido un piso alquilado durante unos años, pero, recientemente, A se ha mudado a un piso propio. Un día, B descubre que A se ha dejado olvidada una foto de sus padres, y la coge y la tira a la basura. ¿Ha obrado mal B? No hay suficientes datos para responder. Vamos a considerar dos casos distintos:
  • 7. Primer caso: Los padres de A han muerto, y esa foto era el único recuerdo que a A le quedaba de sus padres. B es consciente de ello, y sabe perfectamente que A se llevará un profundo disgusto cuando descubra que ha perdido la foto. Segundo caso: Los padres de A siguen vivos, A tenía esa foto en su habitación porque le gusta tener a la vista una foto de sus padres, pero tiene muchísimas otras y ni siquiera ha advertido su pérdida, porque al instalarse en su nuevo piso ha colocado otra en su nueva habitación. B sabe perfectamente que esto es así y que, para A, sería más molestia volver por la foto olvidada que hacer una nueva foto a sus padres, si es que quisiera reponerla. Suponemos que el lector estará de acuerdo con nosotros en que en el primer caso B ha hecho mal, pues al destruir la foto ha herido los sentimientos de A. Lo que debería haber hecho B es llamar a A y advertirle que la foto está en su piso, con lo que A se habría apresurado a volver por ella. Por el contrario, en el segundo caso la acción de B es irrelevante (ni buena ni mala), pues hubiera sido lo mismo si, en lugar de la foto, se hubiera encontrado una moneda de escaso valor y, en lugar de importunar a A advirtiéndole que se le ha olvidado una moneda, se la hubiera quedado sin más, dando por hecho que a A no le importará. No necesitamos justificar aquí que B ha obrado mal en el primer caso y no en el segundo. No estamos en condiciones de justificarlo, pero no nos hace falta, pues lo único que queremos ilustrar con este ejemplo es que lo dicho anteriormente sobre que los sentimientos son inadmisibles como criterios de juicio no está reñido con que, en un caso como éste, los sentimientos que va a causar en A la acción de B sean decisivos para determinar si la acción de B es mala o no. Sólo queremos señalar que en ningún momento hemos afirmado que los sentimientos de A no sean relevantes. Más claramente:  No negamos que el hecho de que, en el primer caso, A vaya a sufrir un disgusto debido a la acción de B sera relevante para juzgar a B y concluir que ha obrado mal (aunque no estemos en condiciones de razonarlo aquí).  Afirmamos que, si yo he de concluir racionalmente que B ha obrado mal, no podré basarme para ello en que me dé pena el dolor de A. Afirmamos que lo irrelevante desde un punto de vista racional no son los sentimientos que B ha causado en A, sino los sentimientos que esta acción pueda causar en mi, como juez. Recíprocamente, si yo conociera a A y considerara que es un engreído, egoísta, antipático, y me alegrara de que B hubiera destruido la foto, mi alegría sería legítima, porque yo tengo derecho a alegrarme de lo que quiera, pero debería concluir igualmente que B ha hecho mal destruyendo la foto.
  • 8. Dicho con otras palabras: lo racionalmente irrelevante son los sentimientos del juez, no los sentimientos de las partes. Es dogmático juzgar a partir de los sentimientos que suscitan los hechos, pero un juicio justo deberá tener en consideración necesariamente los sentimientos de las partes implicadas en un problema ético. Los sentimientos de las partes son un dato objetivo de un problema ético (no podemos cambiarlos sin cambiar el problema), mientras que los sentimientos del juez serían un elemento subjetivo, pues jueces distintos podrían experimentar sentimientos distintos ante el mismo caso, y no es admisible que esto dé legitimidad a sentencias distintas. Esto sería una forma de relativismo ético y, por consiguiente, la negación de la existencia de la Ética como teoría racional. A menudo sucede que alguien es a la vez juez y parte en un problema. En tal caso, un juicio racional exige distinguir cuidadosamente los sentimientos propios en calidad de parte de los sentimientos en calidad de juez. Por ejemplo, si B se está planteando (en el primer caso) si llama a A para avisarle de que se ha dejado olvidada la foto y se pregunta si haría mal en tirarla a la basura, y si además B considera que A es un antipático y no le causa pena ni remordimiento alguno la idea de tirar la foto, hasta ahí B no tiene de qué avergonzarse, pues nadie lo puede obligar a sentir afecto por A, pero esa ausencia de pena y remordimiento no es base racional para concluir que B no hace mal tirando la foto. La acción de B será buena o mala con independencia de si a B —o a cualquier otro distinto de A— le da pena o no que A se lleve un disgusto. Por otra parte, si A se entera de lo sucedido y concluye que B ha obrado mal debido al daño psicológico que le ha causado, tiene derecho a tener en consideración sus propios sentimientos al llegar a su conclusión, pues sus sentimientos son relevantes en calidad de parte afectada, independientemente de que sea él mismo quien está juzgando la acción de B. Insistimos en que no pretendemos que nada de lo dicho aquí se entienda como un argumento en favor de la culpabilidad de B (en la que creemos, aunque aquí no estamos en condiciones de argumentarla). Quizá convenga comparar este caso con otro: B es una madre que lleva a su hijo A a que le pongan una vacuna. El niño A sabe lo que es una inyección y se pasa todo el camino al hospital llorando desesperadamente, sin que B pueda hacer nada para evitarlo (salvo no llevarlo al hospital, cosa que no está dispuesta a hacer). Tenemos así dos casos en los que un B hace algo a un A que le causa un dolor lastimoso. A la hora de juzgar si la conducta de B es mala o no, hemos de prescindir de la posible pena que nos cause el sufrimiento de A. Aquí no negamos —y más adelante afirmaremos— la necesidad de tenerlo en cuenta, pues sin él no habría caso, pero lo que hemos de analizar es si se justifica el
  • 9. sufrimiento que B causa a A. Aunque aquí no podemos argumentarlo, el lector convendrá con nosotros en que en el caso de la foto no está justificado, mientras que en el de la vacuna sí que lo está. La Ética y la religión Son muchas las personas que confían a la religión el fundamento último de sus convicciones morales: está bien lo que Dios dice que está bien y está mal lo que Dios dice que está mal. Resulta del todo evidente que este planteamiento es descaradamente dogmático. Aparte de los dogmas particulares que pueda contener un razonamiento específico apoyado en la religión, a priori podemos asegurar que éste tendrá cuatro puntos injustificables: 1. Un creyente que afirme que algo está bien o mal porque lo dice Dios, está aceptando que existe Dios, lo cual es necesariamente un supuesto dogmático. No es éste el lugar para discutirlo, pues analizar los razonamientos que presuntamente "demuestran" la existencia de Dios corresponde a una crítica de la razón teórica y no a una crítica de la razón práctica. Remitimos al lector a nuestras páginas sobreteoría del conocimiento. El caso es que, del mismo modo que, por ejemplo, un católico que esté convencido de que a Dios le complace que vaya todos los domingos a misa, no aceptará el consejo de un ateo que le diga que podría invertir su tiempo en algo más provechoso, ya que ir a misa es completamente inútil (porque el ateo se basa en el presupuesto de que Dios no existe, presupuesto que no acepta el católico), tampoco puede esperar que un ateo acepte cualquier juicio (ético o de cualquier naturaleza) que el católico le proponga sobre su decisión irracional de suponer que existe Dios. 2. Los argumentos que presuntamente demuestran la existencia de Dios suelen terminar todos con una falacia del mismo género: todos vienen a decir "existe una cosa rara" (una primera causa del mundo, un origen de nuestras percepciones, una sustancia cuya existencia sea incondicional, etc.), para luego concluir "y a esa cosa rara la llamamos Dios", pero, claro, pasar de la existencia de "esa cosa rara a la que llamamos Dios" a que Dios es lo que una religión en concreto dice que es Dios, es todo un salto lógico. En resumen: quien decide creer en Dios, no sólo decide irracionalmente creer en Dios, sino que también decide irracionalmente qué religión considera "verdadera". Así, del mismo modo que un católico no aceptará el criterio de un judío radical que le advierta que Dios considera una grave falta realizar cualquier trabajo en sábado (porque el criterio del judío se basa en una elección arbitraria de religión diferente de la suya), no puede esperar que el judío (o cualquier otro que no sea precisamente católico) acepte cualquier criterio suyo fundamentado en su
  • 10. elección arbitraria del catolicismo como religión verdadera, aunque coincida en aceptar la existencia de un dios. 3. Aun suponiendo que hubiera argumentos racionales para aceptar, no sólo la existencia de Dios, sino que una religión determinada es la verdadera, el hecho es que, dentro de los que en teoría se declaran fieles de una misma religión, existen diferencias de criterio que no podemos considerar sino arbitrarias e irracionales. Así, del mismo modo que un católico sensato no aceptará el criterio de un católico radical de esos que están convencidos de que a Dios le complace que uno, en la semana santa, se crucifique realmente imitando la pasión de Cristo, tampoco puede esperar que otro (aunque también sea católico) acepte los argumentos basados en su propia interpretación personal del catolicismo. 4. Pero es que, aun suponiendo que pudiéramos dar la razón a un creyente y aceptar que todas sus creencias religiosas son verdaderas, tal y como él las concibe, para aceptar que algo es bueno porque lo dice Dios haría falta razonar que Dios es bueno. Decir que Dios es bueno porque es Dios es una petición de principio tan inaceptable como decir que Dios existe porque es Dios. No es necesario recordar las atrocidades que se han cometido en la historia en nombre de Dios. Un creyente dirá que todas ellas se deben a que el responsable en cuestión tenía ideas religiosas equivocadas. Vamos a aceptarlo, pero, aun así, ¿qué garantía tenemos de que si alguien sigue realmente las indicaciones verdaderas del Dios verdarero estará obrando bien y no mal? No es difícil imaginar la posibilidad de que Dios sea malo. Imaginemos, por ejemplo, que existe un universo muy diferente al nuestro, con una física muy distinta, en el cual viven seres inteligentes que son capaces de construir universos. Imaginemos que nuestro universo es una botella gigantesca (en proporciones humanas) en un laboratorio de un científico que vive en un mundo cuya física le permite con relativa facilidad construir un universo como el nuestro, con una física rudimentaria, en comparación con la suya, pero capaz de generar seres humanos. ¿No podría ese científico-dios ser un cafre que se divirtiera infligiendo calamidades a los seres humanos y dictándoles mandamientos inmorales? Alguien podrá objetar que un dios que decreta que matar es malo, que robar es malo, etc., es un dios bueno, pero con ello está invirtiendo el orden lógico: ahora las cosas buenas no son buenas porque lo diga Dios, sino que Dios es bueno porque dice cosas buenas. ¿Y cuál es el criterio por el que juzgamos los mandamientos divinos para concluir que son buenos? Si tenemos tal criterio, entonces ya no necesitamos a Dios (como fundamento de la Ética).
  • 11. Por poner un ejemplo en concreto: si un creyente está convencido de que abortar es malo porque los fetos tienen alma, por lo que son seres humanos, y Dios prohibe matar a los seres humanos, y además éste es el único argumento que se le ocurre para condenar el aborto, no tendría nada que hacer contra alguien que afirmara que, según su religión, sólo los hombres tienen alma, pero las mujeres no, de modo que abortar fetos varones es pecado, pero no así si el feto es hembra. Nos encontraríamos con un postulado dogmático en contradicción con otro postulado dogmático. Es verdad que el segundo, al incluir una distinción arbitraria entre varones y hembras, es más dogmático aún que el primero, pero ser dogmático no es ni más ni menos dogmático que ser dos veces dogmático. No podemos dirimir una confrontación racional dando la razón al menos dogmático de los dos. En una confrontación racional, todo dogmatismo pierde de salida. Más en general, si alguien sólo sabe argumentar que matar es malo porque lo dice Dios, tendrá que reconocer que no tiene ningún argumento racional para disuadirme —a mí, que soy ateo— de que mate a quien me plazca. Afortunadamente para los que me rodean, estoy convencido de que puede justificarse que matar es malo sin necesidad de meter a Dios por medio. No está de más advertir que, del mismo modo que nunca hemos pretendido sugerirle a nadie que abandone el sentido común o que no tenga en cuenta para nada sus sentimientos, tampoco le estamos recomendando a nadie que reniegue de su fe. Tan sólo afirmamos que la religión vale para lo que vale, a saber, para que cada cual decida subjetivamente cómo orientar su propia vida y su propia conducta, pero que todo creyente debería ser consciente de que no puede exigir al prójimo que comparta sus creencias irracionales, que tiene todo el derecho de imponerse a sí mismo, pero no a los demás. La Ética y los principios Hay quienes se abstienen de aludir a Dios o a sus mandamientos para justificar sus juicios éticos y, en su lugar, aluden a "sus principios", y dicen cosas como "no voy a hacer lo que me pides, porque sería mentir, y mentir va en contra de mis principios". Mientras que, según comentábamos, "carecer de sentimientos" tiene una mala prensa sin justificación teórica, en cambio, "tener principios", "ser un hombre de principios" está muy bien considerado, no menos injustificadamente. Para empezar, unos principios pueden ser buenos o malos. ¿Qué sucede si alguien adopta como principio"matar a todo aquel que tenga aspecto de ser infeliz"? Uno puede argumentar que una forma de aumentar el nivel de felicidad de la humanidad es disminuir el nivel de infelicidad, por lo que matar a los infelices (aunque ellos no quieran morir) es bueno, y adoptar semejante máxima como "principio". Si el lector acepta que semejante "principio" es una atrocidad, tendrá que aceptar que no basta con que alguien diga "estos son mis principios" para que una acción esté justificada. Los
  • 12. principios han de ser juzgados racionalmente, y si podemos juzgar los principios, entonces podemos juzgar directamente los casos a los que pretendemos aplicarlos sin necesidad de pasar por ellos. De hecho, no es una cuestión de preferencias o de simplicidad, sino que, como vamos a ver, la mera alusión a principios generales puede invalidar un argumento. Pongamos un ejemplo concreto: Un hombre quiere quedarse en casa una tarde para ver por televisión un partido de fútbol importante, pero tiene que trabajar, y su hijo le sugiere que le diga a su jefe que está enfermo, pero el padre replica: no puedo hacer lo que me pides, porque sería mentir, y mentir va en contra de mis principios. Estamos de acuerdo en que el hombre haría mal en mentir a su jefe (aunque no podamos justificarlo aquí), pero afirmamos que el argumento de los principios no es válido. En efecto, al apelar al pretendido principio de "no mentir", transformamos el problema de justificar que mentir al jefe fingiendo una enfermedad está mal, en el problema de justificar que mentir está mal en cualquier circunstancia, para deducir después de ahí el caso particular que nos interesa. Ahora bien, con esto hemos convertido nuestro objetivo en un imposible, porque no es cierto que mentir esté mal en cualquier circunstancia. Consideremos este ejemplo: Llaman a la puerta del hombre del ejemplo anterior, y es una vecina que le dice: "por favor, escóndeme y llama a la policía, que me persigue mi marido con intención de matarme porque me he olvidado de poner sal en la comida". El hombre la deja pasar y le deja su teléfono para llamar a la policía, pero, mientras tanto, vuelven a llamar a la puerta, y es el marido, que lleva un cuchillo en la mano y le dice: "¿Has visto a mi mujer, que tengo que ajustar unas cuentas con ella?", y el hombre le responde: "Sí, está aquí en el salón de mi casa, debo decírtelo porque mentir va en contra de mis principios". Y como el marido- asesino es corpulento y nuestro hombre es más bien poca cosa, pese a que éste trata de impedirle la entrada —porque sus principios le dicen que debe ayudar a la pobre esposa— el hecho es que el marido-asesino lo aparta de un empujón, entra, mata a su esposa y se entrega a la policía cuando finalmente llega. Aunque no podemos justificarlo aquí, confiamos en que el lector esté de acuerdo con nosotros en que el hombre ha hecho mal en decir la verdad al asesino, y que habría hecho bien mandando sus principios a hacer gárgaras y mintiendo. Más aún, seguro que el lector sabe encontrar ejemplos —excepcionales, pero posibles— en los que matar sea bueno, o robar sea bueno, etc. Así pues, si pueden darse casos en los que un principio general no sea aplicable, cuando alguien pretende justificar su conducta aludiendo a uno de "sus principios", hay que exigirle que justifique por qué tal principio es aplicable bajo cualquier
  • 13. circunstancia o, en caso de que admita la posibilidad de excepciones, por qué el caso concreto considerado no puede ser una de esas excepciones. Volviendo a nuestro ejemplo: si admitimos que, en algunos casos, mentir no es malo, ¿por qué no puede ser uno de esos casos el que se plantea ante la posibilidad de mentir al jefe para ver el fútbol? No afirmamos —ni creemos— que lo sea, pero habrá que justificarlo: tener un principio y aplicarlo a veces sí y a veces no, sin dar cuenta de cuándo sí y cuándo no, no es tener un principio, es tener una excusa cínica. Lo que sucede en la práctica es que mucha gente, con toda su buena intención, se imagina algunos casos claros en los que mentir está mal, y de ahí extrae (irracionalmente) el principio de que mentir está mal siempre. Luego, a la hora de aplicarlo, si se encuentra con algún caso en el que el sentido común le dice que procede mentir, simplemente se olvida del principio (lo cual hasta le puede suponer un cargo de conciencia), y cuando su sentido común le dice que no debe mentir, entonces se ampara en él, de modo que el principio en cuestión es una mera fachada: uno juzga primero (irracionalmente) si procede mentir o no, y cuando la respuesta es que no, presenta el principio como "argumento", cuando no es tal cosa ni por asomo. Éste es buen lugar para denunciar cómo, a veces, los principios o las creencias religiosas enmascaran una de las formas de egoísmo más despreciables: hay quienes fingen preocuparse por obrar bien, pero lo que realmente les preocupa, no es si obran bien o mal, sino si pueden quedarse con la conciencia tranquila por haber obrado de acuerdo con sus principios o creencias, sin importarles lo más mínimo las consecuencias de sus actos. El caso del hombre que dice al asesino dónde está su víctima es un ejemplo de esta situación: alguien que actuara así prefiere decir la verdad al asesino para no tener el cargo de conciencia de haber mentido, antes que mentir y salvar la vida a la mujer (lo cual no le produce cargo alguno de conciencia, pues —desde su perspectiva farisea— el asesino no ha sido él, sino el marido). Se trata, sin duda, de un ejemplo exagerado y caricaturesco, pero no es difícil encontrar casos similares en la realidad. Conclusión Aunque hayamos puesto algunos ejemplos con carácter ilustrativo, de toda la discusión precedente sólo pretendemos extraer consecuencias puramente negativas: si alguien quiere llegar a distinguir honestamente el bien del mal deberá meditar seriamente sobre la cuestión teniendo claro a priori que debe abstenerse en todo momento de aceptar juicios basados en un presunto sentido común (disfrazado de "moral natural" o con cualquier otro nombre), o en sus propios sentimientos, o en sus convicciones religiosas, o en unos hipotéticos principios que esté dispuesto a dar por válidos de forma dogmática. Quien considere que así se queda sin argumentos, tendrá que decidir entre aferrarse a
  • 14. sus dogmas favoritos, convertirse en un escéptico práctico o seguir leyendo a ver si lo que sigue le parece razonable y convincente. CÓMO NO SE FUNDAMENTA LA É Si la página precedente estaba dedicada a descartar (por dogmáticos) argumentos que pretendan distinguir el bien del mal, en ésta descartaremos (por imposibles) determinadas concepciones, más o menos extendidas, de lo que presuntamente podría ser la Ética como sistema. Es fácil encontrar factores que han contribuido a desfigurar lo que podemos esperar razonablemente que sea una fundamentación de la Ética:  Históricamente, se ha dado a menudo la necesidad de inculcar la Ética a grandes masas de población, a menudo sin cultura alguna (y, lo que es peor, de dura cerviz, como dice Yahveh exasperado en Ex.32.9), lo que ha forzado a emplear toda suerte de simplificaciones y artificios, hasta el punto de que muchas personas (filósofos incluidos) han acabado convencidas de que algunos de los rasgos de tales deformaciones eran inherentes a cualquier formulación de la Ética.  También está el hecho de que, a menudo, la Ética se enseña a los niños de corta edad, y muchos adultos no han conocido más argumentos éticos que los que oyeron a sus pocos años, y así acaban convencidos que los argumentos éticos serios no son ni más ni menos que los argumentos burdos que se le pueden dar a un niño pequeño.  Si a esto añadimos los desaguisados que pueden cometer los filósofos incontrolados, resulta comprensible que, antes de proceder a fundamentar razonadamente la Ética, sea necesario prevenir al lector contra algunos tópicos. La tradición de concebir la Ética como "lo que debe enseñarse al pueblo, o a los niños, para que se comporten razonablemente" ha llevado a confundir la Ética con un prontuario lo más sencillo posible que deje bien clarito qué está bien y qué está mal. Pero lo utópico de tal concepción salta a la vista en cuanto se compara con el equivalente teórico de esta cuestión práctica: ¿Alguien en su sano juicio esperará encontrar un "librito" sencillo que permita a todo el que lo lea distinguir fácilmente lo verdadero de lo falso? La Ética así concebida no es el equivalente práctico de la Ciencia, sino el de la divulgación científica, que es otra cosa muy distinta. Por poner un ejemplo sencillo, consideremos el problema siguiente:
  • 15. Determinar de cuántas formas distintas pueden sentarse 6 personas en una mesa circular de 12 asientos, entendiendo que si dos personas intercambian sus puestos, o si todas ellas se desplazan un lugar hacia la izquierda o hacia la derecha, se ha de considerar que la distribución sigue siendo la misma. ¿Por qué podríamos suponer a priori que determinar, por ejemplo, si abortar está mal o no está mal, es un problema más simple que determinar si la solución del problema anterior es 80 o no es 80? ¿Dónde están los "diez axiomas" teóricos equivalentes a los "diez mandamientos" prácticos que nos permitan resolver rápidamente ésta y cualquier otra cuestión teórica que se nos plantee? Cuando alguien dice que abortar está mal porque va en contra de la ley de Dios, o que abortar está bien porque una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo, está haciendo el equivalente práctico a "resolver" el problema anterior diciendo que la solución es 80 porque me lo ha revelado Dios, o que la solución no es 80, sino 6, porque cada persona tiene derecho a proponer una disposición, luego hay tantas disposiciones posibles como personas. Eso no es resolver el problema, sino inventarse una "solución" y, a continuación, inventarse un "argumento" para apoyarla. (Sin perjuicio de que si alguien dice que la solución es 80 porque se lo ha revelado Dios, tiene razón al afirmar que la solución es 80, aunque lo de la revelación divina no sea un argumento legítimo para justificarlo. Una cosa es la racionalidad de la respuesta y otra la racionalidad del argumento.) Así pues, hemos de entender que la finalidad de una crítica de la razón práctica no puede ser encontrar una receta sencilla que hasta un niño de diez años pueda aplicar para distinguir el bien del mal, sino establecer los criterios que permitan asegurar que un argumento que pretenda justificar que una acción es buena o mala sea racionalmente válido, y en particular que no se apoye en supuestos dogmáticos. Cada situación práctica concreta requiere, en principio, un razonamiento específico cuya argumentación no puede ser establecida a priori, sin perjuicio de que un mismo argumento pueda ser lo suficientemente general como para aplicarse a una familia de situaciones con características comunes (igual que es posible encontrar una fórmula general que resuelva cualquier problema del estilo del planteado para cualquier número de personas y de asientos). Las "recetas fáciles" son a la Ética como un manual de primeros auxilios es a la medicina. Yo no soy médico y no podría poner un ejemplo concreto, pero seguro que existen circunstancias —atípicas, pero posibles— en las que, si alguien se encuentra un accidentado y sigue al pie de la letra el procedimiento marcado por un manual de primeros auxilios, puede dañar gravemente a la víctima, mientras que un médico podría detectar la peculiaridad del caso y, contraviniendo el manual, podría salvarla. Si un (buen) médico se encuentra con un paciente que en
  • 16. apariencia tiene una determinada enfermedad, pero que presenta también algunas características excepcionales por las cuales el tratamiento usual podría no ser adecuado, no se limitará a desatenderlas y prescribir igualmente el tratamiento que conoce, sino que se planteará qué debe hacer ante esta situación novedosa. Incluso puede darse el caso de que deba decirle a su paciente que no sabe qué conviene hacer, y que debería consultar a otro médico que pueda saber más del asunto. Del mismo modo, si alguien se encuentra en una situación práctica en la que cabe la posibilidad de que mentir, o robar, o matar pudiera estar éticamente justificado, no puede —o, para ser exactos, no debe— escudarse en su "manual de boy scout ético" y negarse a mentir, o a robar, o a matar, "por principios", pues eso es el equivalente a lo que hace el médico hipócrita que prefiere prescribir un tratamiento "típico", aunque pueda ser perjudicial para el paciente, antes que pensar por sí mismo o reconocer su incapacidad para resolver el problema médico que se le plantea. He aquí una diferencia notable entre la actitud que mucha gente adopta ante problemas de carácter teórico y de carácter práctico: Ante un problema teórico, nadie duda, si se da el caso, en reconocer su incapacidad para resolverlo y consultar, si lo necesita, a alguien que sepa más sobre el asunto. (Por ejemplo, muchos verán el problema de los doce asientos y dirán que no saben resolverlo sin sentirse traumatizados por ello.) En cambio, son muchos los que, ante un problema práctico que no tiene por qué ser más simple que el problema de los doce asientos, no dudan en inventarse una respuesta y defenderla contra viento y marea, y si alguien insinúa que no tienen la preparación debida para abordar el problema, o que, en cualquier caso, no lo han hecho con el rigor necesario para que su conclusión sea digna de crédito, pondrán el grito en el cielo. En el extremo opuesto están los escépticos, que no se limitan a afirmar que no saben resolver el problema, sino que afirman que no es posible resolverlo sin partir de presupuestos dogmáticos. Como opinión, es una opinión tan respetable como cualquier otra, pero si esta opinión se traduce en la práctica en la actitud de "lavarse las manos" ante cualquier problema que requiera una reflexión seria, entonces deja de ser una opinión para convertirse en irresponsabilidad, y la irresponsabilidad puede ser, en el peor de los casos, inmoral y, en el mejor de los casos, vergonzosa. Esta combinación entre la incapacidad para razonar objetivamente sobre cuestiones delicadas con la facilidad para improvisar respuestas dogmáticas hace que, a menudo, las recetas de boy scout sean lo más recomendable en la práctica. Por ejemplo, si a un niño, en lugar de insistirle en que mentir está mal siempre, se le advierte que hay casos en los que mentir es lo correcto, seguro que acaba encontrando por sí mismo muchos de estos casos, y casi seguro que los casos que encuentre coincidirán con los casos en los que mentir le supone algún provecho.
  • 17. Así pues, no negamos la utilidad de las éticas simplificadas como medio para lograr que una gran masa de gente se comporte razonablemente bien en términos estadísticos, es decir, siguiendo unas recetas sencillas que sólo den lugar a respuestas inmorales en casos poco usuales. Sin embargo, esa posibilidad de que las recetas típicas no sean válidas en situaciones atípicas (en un sentido amplio que incluye, por ejemplo, discutir sobre la vida o la muerte, no de alguien que pasa por la calle, donde la gente de buena voluntad tiene claro a qué atenerse, sino de un feto) hace necesaria una crítica de la razón práctica que nos proporcione criterios para abordar seriamente esos casos residuales. Ahora bien, debemos estar prevenidos de que las éticas simplificadas vician la lógica del discurso ético con sus burdas generalizaciones sistemáticas, y no podemos consentir que tales generalizaciones se infiltren dogmáticamente en un razonamiento serio, pues su efecto no es ya que den lugar a conclusiones dogmáticas, sino que vuelven contradictorio cualquier análisis serio de un problema. Para ilustrar a qué nos referimos vamos a considerar, por ejemplo, la Declaración universal de los derechos humanos. Ésta se encuentra a caballo entre la Ética y el Derecho, que son disciplinas de naturaleza muy distinta, pero aquí vamos a considerarla desde un punto de vista puramente ético. La idea es que si alguien afirma no reconocer como tales los derechos humanos, se pensará inmediatamente de él que es una mala persona. Vamos a discutir el asunto. Consideremos, por ejemplo, el artículo siguiente: Artículo 13: Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Si hemos de aceptar este artículo en toda su generalidad, entonces estamos obligados a concluir que toda cárcel viola los derechos humanos, pues los reclusos no tienen derecho a circular libremente. (O eso, o admitimos que los reclusos no son personas.) Alguien dirá: Ya, pero es que se sobrentiende que el artículo hace referencia a personas que no hayan cometido ningún delito. Bien, ¿y qué ocurre con un niño de diez años que no haya cometido ningún delito? Si un niño de diez años les dice a sus padres que quiere irse al Polo Norte para visitar a Papá Noel y sus padres le dicen que a donde tiene que irse es a la cama, ¿están sus padres violando los derechos humanos del niño, concretamente el artículo 13, por no dejar que circule libremente por el mundo? Alguien dirá: Es que también se sobrentiende que el artículo hace referencia a personas mayores de edad. De acuerdo, pues. Consideremos entonces el artículo siguiente: Artículo 3: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
  • 18. Si hemos de sobrentender que el artículo 13 se refiere sólo a personas mayores de edad y que no hayan cometido ningún delito, ¿podemos hacer lo mismo en el artículo 3, y concluir que matar niños o delincuentes no viola los derechos humanos? Alguien dirá: No, es que lo que puede sobrentenderse en el artículo 13 no puede sobrentenderse en el artículo 3, que vale también para niños y delincuentes. Y entonces, preguntamos: ¿y en el artículo 3 hemos de sobrentender que se aplica a los fetos o no? Porque si se aplica a los fetos, entonces el aborto viola los derechos humanos, y si no, no. (Alguien podría introducir disquisiciones sobre la diferencia entre el "individuo" del artículo 3 y la "persona" del artículo 13, pero en la versión inglesa de la Declaración universal de los derechos humanos ambos artículos empiezan con Everyone, así que esa disquisición nos llevaría a distinguir entre los derechos humanos de los anglohablantes y los de los hispanohablantes, en contradicción con el artículo 2, que prohibe las discriminaciones por la nacionalidad.) Vemos así que la "lógica" subyacente a la Declaración universal de los derechos humanos dista mucho de la lógica subyacente en cualquier texto científico serio. No es posible desarrollar una teoría racional de cualquier naturaleza sobre una red de afirmaciones en las que a veces hay que suponer que se aplican en unos casos, en otras hay que suponer que se aplican en otros, en otras no está claro a qué casos se aplican y a cuáles no, etc. Es obvio que la Declaración universal de los derechos humanos, tal cual está redactada, cumple satisfactoriamente la misión para la que fue concebida, y que no sería conveniente en absoluto sustituirla por un texto intrincado lleno de cláusulas y subcláusulas. Pero no es menos cierto que ni ella, ni su lógica laxa subyacente (que deja a cargo del sentido común determinar el alcance de cada artículo) son admisibles en una crítica de la razón práctica. Es importante tener esto en cuenta porque más adelante tendremos ocasión de afirmar, por ejemplo, que los niños y los deficientes mentales no son personas. Evidentemente, si entendemos esto en los términos en que se interpretan habitualmente las declaraciones grandilocuentes, como la de los derechos humanos, suena aberrante, pero, según veremos, es simplemente el efecto de precisar el lenguaje para que, cuando afirmemos algo, pueda significar ni más ni menos que lo que afirmamos, sin necesidad de sobrentender esto o lo otro o no se sabe muy bien qué. Así, decir que un niño no es una persona no será una excusa para convertir la decapitación de niños en deporte olímpico, sino una forma de expresar en un lenguaje preciso que si, por ejemplo, un niño quiere viajar al Polo Norte, no hay nada de malo en impedírselo, aunque coja una rabieta por ello. Otro tipo de generalizaciones que, indiscutiblemente, es efectivo como medio de inculcar un buen comportamiento en la gente sin obligarla a pensar mucho, es
  • 19. proponer modelos ideales de "santidad",instando a que cada cual trate de aproximarse al ideal en la medida de sus posibilidades. Un ejemplo arquetípico es la figura de Jesucristo, idealizada por el cristianismo. En su contexto histórico su doctrina era sensata, pues probablemente Jesús creía en la inminente llegada del Mesías (y tal vez llegara incluso a plantearse si no sería él mismo el Mesías) y además se dirigía específicamente al pueblo judío, al que trataba de aunar eliminando las numerosas rencillas y querellas internas entre sus distintos estratos. Sólo en ese contexto pueden entenderse afirmaciones como "Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, muéstrale también la otra." o "No resistáis al mal", etc. Vienen a decir (quizá un tanto hiperbólicamente) "no os enfrentéis judíos contra judíos, ni os opongáis a quienes os oprimen, porque haréis mejor en prepararos para la próxima llegada del Mesías, que ha de encontrar un pueblo unido y dispuesto a seguirlo fielmente", pero cuando la inopinada muerte de su maestro obligó a los cristianos a improvisar una reinterpretación de sus enseñanzas que fuera coherente con los acontecimientos, terminaron generalizando ad absurdum este ideal de mansedumbre. Así, san Pablo dice: Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis, y el Apocalipsis: Si alguno es destinado a la cautividad, a la cautividad va; si alguno ha de morir a espada, a espada ha de morir. Ésta es la resistencia y la fe de los santos. Es evidente que, entendida al pie de la letra, esta doctrina, no sólo no es propia de los santos, sino que es inmoral. Imaginemos qué sucedería si alguien recomendara públicamente a las mujeres víctimas de la violencia machista que, cuando su pareja les abofetee, presenten la otra mejilla y den gracias. Ya santo Tomás de Aquino se vio en la necesidad de argumentar que las palabras de Cristo son como los Derechos humanos, que hay que tenerlas en cuenta cuando es razonable tenerlas en cuenta, y no hacerles ni caso cuando evidentemente sería absurdo hacerles caso. (Evidentemente, santo Tomás no lo expresa en estos términos, pero sí que argumenta que la legítima defensa es ciertamente legítima, a pesar de las citas bíblicas anteriores y de muchas otras similares). Éste y todos los ideales de santidad que a menudo se han propuesto como modelos a imitar (no necesariamente en relación con la mansedumbre, sino exaltando cualquier otra virtud hasta la hipertrofia) no son racionalmente sostenibles, pues es fácil poner ejemplos en los que una actitud beata resulta ser inmoral. Y aunque, ciertamente, puedan ser estrategias útiles para inculcar la ética en algunos casos, también pueden tener un efecto contrario, ya que alguien a quien se le haya convencido de que ser bueno es no mentir nunca, no enfadarse nunca, no usar nunca la violencia, etc., puede acabar concluyendo que ser bueno no está hecho para él, y así pierda el respeto a la Ética por confundirla con lo que en realidad es una caricatura de la Ética. Y, aun si encontramos un ejemplo de
  • 20. persona virtuosa que racionalmente pueda considerarse digna de imitación, siempre deberá quedar claro que su conducta podrá considerarse digna de imitación en la medida en que haya sido buena y lo continúe siendo en el futuro, cosa que sólo la razón práctica puede determinar en cada momento, pero nunca se podrá tomar su conducta como argumento que pruebe que una acción dada es buena o mala. Lo mismo sucede en el caso de la razón teórica: si Stephen Hawking hace una afirmación sobre física, probablemente será verdadera, porque sabe mucha física y es inteligente, pero sería absurdo decir: "Esto es verdad porque lo ha dicho Stephen Hawking, luego ya no hay nada más que añadir." Hasta aquí hemos tratado de prevenir al lector contra las concepciones simplistas de la Ética que han alcanzado más o menos popularidad entre la gente en general. Ahora debemos añadir algunas observaciones similares sobre las teorías elaboradas por filósofos. No cabe duda de que si un hombre ha causado un grave daño a la filosofía del que nunca se ha llegado a recuperar plenamente, ése ha sido Sócrates. Al parecer, su especialidad era hacer preguntas que la gente no sabía responder, entre las cuales destaca la de ¿qué es el bien?, y su sofisma era interpretar la incapacidad de responder como ignorancia. No negamos que pueda ser razonable acusar a alguien de no saber qué es el bien, pero sí negamos que eso pueda deducirse de su incapacidad de responder a la pregunta ¿qué es el bien?, y, recíprocamente, afirmamos que quien quiera clarificar su idea de "bien" no deberá esforzarse por buscar una respuesta del tipo "el bien es...", sino más bien esforzarse por determinar qué está bien y qué está mal. Preguntarse ¿qué es el bien? es como preguntarse ¿qué es la verdad? Quien quiera entender el mundo racionalmente, no ha de hacerse esa pregunta. Ha de preguntarse cuáles son las leyes de la dinámica, qué clase de fuerzas afectan a la materia, cuál es la estructura de la materia, etc. Hay muchas preguntas cuya respuesta es necesaria para estar en condiciones de afirmar que se entiende el mundo, pero ¿qué es la verdad? no es una de ellas. En realidad, es fácil responder a esas preguntas (las de la verdad y el bien, no a las de la estructura de la materia, etc.): Es verdadero lo que debe pensar todo aquel que quiera tener una concepción racional de lo que es el mundo. Por ejemplo, si observo que tengo dos manos, puedo decir que es verdad que tengo dos manos, y sería falso afirmar que tengo cinco, porque tal afirmación contradiría la observación más elemental. Cuando afirmo que es verdad que (dentro de los márgenes de la estadística) el aire puro está formado de un 78% de nitrógeno, de un 21% de oxígeno y de un 1% de otros gases y que es falso, por ejemplo, que el aire puro tenga un 56% de metano, lo que quiero decir es que, nada me impide afirmar lo segundo si así me place, pero el hecho es que esa afirmación está en contradicción con cualquier experimento razonable destinado a determinar la composición química del aire. Si afirmo lo primero estoy siendo
  • 21. racional (porque lo que afirmo concuerda con todos los elementos de juicio relevantes) y si afirmo lo segundo estoy siendo irracional. Verdadero es, en cierto sentido, sinónimo de racional. Ciertamente, si Sócrates me oyera decir esto, me acribillaría a preguntas del estilo de ¿qué es ser racional?, ¿qué quieres decir con que una afirmación concuerda con unos elementos de juicio?, etc. Y no es menos cierto de que ni yo ni nadie puede responder a estas preguntas, pero también es cierto que eso es irrelevante. Del mismo modo que cualquiera que tenga vista y distinga bien los colores sabe que es verdad que el cielo es azul, aunque no pueda definir el azul, cualquiera que tenga uso de razón puede estudiar los experimentos y los análisis subsecuentes que llevan a determinar la composición química del aire y concluir que son correctos (si es que lo son) y que, por consiguiente, es correcto afirmar —o, dicho de otro modo, es verdad— que el aire tiene un 78% de nitrógeno. (Sin perjuicio de que, en determinadas zonas, esta proporción pueda variar y así, por ejemplo, pueda decirse que en una ciudad contaminada la proporción de otros gases sea mayor del 1% y, por consiguiente, la proporción de nitrógeno sea inferior al 78%, cosa que a su vez podría determinarse empíricamente.) Del mismo modo, podríamos decir que una acción es buena si es lo que debe hacer todo aquel que quiera actuar racionalmente, y que es mala si no debe hacerla todo aquel que quiera actuar racionalmente, si bien en este caso cabe una tercera alternativa, y es que una acción no sea ni buena ni mala, ya que puede no haber argumentos racionales en su favor ni en su contra. (En realidad, esta tercera posibilidad hace recomendable a veces considerar como "buenas" algunas acciones que no pueden considerarse exigibles por la Ética. Por ejemplo, una persona puede sacrificar su vida para salvar la de sus hijos, y podemos decir que esto es una buena acción, pero no podemos decir que alguien esté moralmente obligado a renunciar a su vida para salvar la de sus hijos. En cualquier caso, se trata de una discusión puramente lingüística sobre la que no es oportuno extendernos más en este momento.) Obviamente, estas "definiciones" de bien y mal no contentarían a Sócrates, porque no especifican si una acción en concreto es buena o mala, exactamente igual que la "definición" de verdad que hemos dado no especifica si una afirmación dada es verdadera o falsa. Cuando un científico especula sobre si una afirmación es verdadera o falsa (por ejemplo, si los tiranosaurios eran principalmente cazadores o carroñeros) no dispone de ningún criterio a priori sobre cómo puede llegar a una conclusión u otra. Tendrá que analizar la información disponible y decidir si con ella tiene elementos de juicio para decantarse por una de las opciones. Lo importante es que lo único que le preocupará es si los datos apuntan a que los tiranosaurios eran cazadores o si
  • 22. apuntan a que eran carroñeros y, en caso de que haya datos que sugieran respuestas distintas, tendrá que sopesarlos para decidir cuál de las opciones puede, después de todo, justificarlos a todos. Lo que no hará el paleontólogo como preámbulo a su investigación, es reflexionar sobre qué es la verdad. Sin embargo, muchos filósofos, idólatras de Sócrates, han considerado que lo que procede a la hora de desarrollar la Ética (es decir, el análogo práctico de la Ciencia) es empezar definiendo qué es el bien, a ser posible, con una receta sencilla y maravillosa. Una de las recetas más famosas de este tipo la propuso Kant: "Obra de tal modo que puedas desear que tu máxima [tu criterio subjetivo de actuación] se convierta en universal [pueda ser aplicado objetivamente por todos]". Tales "fórmulas" son tan estériles como se puede suponer a priori que han de serlo necesariamente. El imperativo kantiano es, concretamente, ambiguo hasta la inutilidad. Supongamos, por ejemplo, que me cae mal alguien y quiero matarlo, pero se me ocurre que tal vez eso no estaría bien y, para salir de dudas, recurro a Kant. Si me planteo que mi máxima es "matar a todo el que me cae mal" y me pregunto si puedo desear que cada cual mate a todo aquel que le caiga mal, he de responder en conciencia que no puedo desear tal cosa, ya que yo podría caerle mal a alguien y no quiero que nadie me mate por caerle mal. Visto así, mi proyecto de matar a la persona que me cae mal no es bueno. Ahora bien, pongamos que la persona en cuestión me cae mal porque tiene la costumbre de poner la música alta por las noches (cosa que yo nunca haría). Entonces, puedo considerar que mi máxima es "matar a todas las personas que ponen la música alta por las noches". Y observo con satisfacción que no me importaría que todo el mundo adoptara como máxima matar a las personas que ponen la música alta por las noches. Más aún, si fuera así, tal vez incluso alguien se me adelantara y matara en mi lugar a la persona que me cae mal, con lo que podría ahorrarme el trabajo. Desde este punto de vista —siempre según Kant— mi proyecto no es malo. Algún filósofo podría alegar que en el segundo razonamiento no estoy aplicando correctamente el imperativo kantiano, sino que lo estoy distorsionando a mi conveniencia. Tal vez sea así, pero lo cierto es que uno puede usar el imperativo kantiano para deducir cualquier cosa y, si le preguntamos a un filósofo si un argumento ético basado en él es correcto o incorrecto, lo que hará el filósofo es analizar la consecuencia: si la consecuencia es buena me dirá que he argumentado correctamente, y si es mala me dirá que no. El resultado es que el imperativo kantiano no sirve para saber si una acción es buena o mala, sino que he de saber si una acción es buena o mala para determinar si he aplicado correctamente o no el imperativo kantiano. Por si alguien juzga el ejemplo
  • 23. anterior demasiado forzado, copio a continuación un argumento del propio Kant en el que aplica su imperarivo para "demostrar" que el suicidio es malo: Un hombre que, por una serie de circunstancias rayanas en la desesperación, siente despego de la vida, tiene aún suficiente razón como para preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo quitarse la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede convertirse en ley universal de la naturaleza. Su máxima es: "me planteo, por egoísmo, el principio de abreviar mi vida cuando ésta, a la larga, me ofrezca más males que bienes". Se trata ahora de saber si tal principio egoísta puede ser una ley universal de la naturaleza. Muy pronto se ve que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma mediante el mismo impulso encargado de conservarla sería, sin duda alguna, una naturaleza contradictoria y que no podría subsistir. Por lo tanto, aquella máxima no puede realizarse como ley natural universal y, en consecuencia, contradice por completo al principio supremo de todo deber. Ante todo, si alguien quiere suicidarse, es muy probable que no vea ningún inconveniente en que el resto de la humanidad se suicide también, si así lo desea. Esto debería bastar como argumento en defensa del suicidio (libre) según el imperativo kantiano. De todos modos, si, al generalizar la máxima particular de nuestro individuo, no nos planteamos la posibilidad de que toda la humanidad decidiera suicidarse, sino únicamente que se suiciden aquellos que sienten desapego por la vida (como el propio Kant parece admitir), entonces ¿qué contradicción habría en aceptar tal ley como universal? Incluso alguien podría afirmar que si todos aquellos a quienes la vida no les ofrece alicientes decidieran suicidarse (en lugar de optar por otras alternativas, como darse a la delincuencia, o simplemente consumir recursos escasos) ello podría redundar en beneficio de la humanidad en su conjunto, como cuando se poda un árbol para regular su crecimiento. (Es un punto de vista más que polémico, pero, sin más principio de moralidad que la ética kantiana, es perfectamente defendible.) Más claramente aún: si aceptamos que el argumento del propio Kant es acorde al espíritu de su filosofía, y no puede considerarse tergiversado, ¿por qué no podemos decir lo mismo si lo modificamos tan sólo cambiando "abreviar mi vida" por "hacerme monje con voto de castidad" y poniendo "por devoción a Dios" en lugar de "por egoísmo"? No cabe duda que si toda la humanidad hiciera voto de castidad, la humanidad se extinguiría en una generación, luego deberíamos concluir igualmente que hacerse monje, o sacerdote católico, o la mera decisión de no tener hijos, debería considerarse inmoral. ¡Según Kant, Jesucristo era inmoral, porque no tuvo hijos! En suma, la ética kantiana es inútil. Aquí es importante dejar claro un matiz: no es raro encontrar gente que "demuestra" matemáticamente las cosas más insólitas (y falsas). El hecho de que
  • 24. alguien pueda "pervertir" la matemática construyendo aparentes demostraciones de falsedades no dice nada en contra del rigor de la matemática, pues —al menos hasta la fecha— nadie ha presentado un par de demostraciones matemáticas de hechos mutuamente contradictorios sin que se haya podido justificar objetivamente que al menos una de las dos demostraciones era incorrecta. Cuando decimos que la ética kantiana carece de rigor no nos basamos meramente en el hecho de que podamos demostrar en su seno afirmaciones que los kantianos no considerarían admisibles bajo ningún concepto, sino en el hecho de que es imposible distinguir racionalmente lo que es una demostración correcta de una incorrecta. La demostración kantiana de que el suicidio es inmoral es formalmente idéntica a la variante que prueba que el celibato es inmoral. Nadie puede sostener objetivamente que la primera es válida y al mismo tiempo negar validez a la segunda. Ésa es la diferencia de rigor entre la ética kantiana y las matemáticas. Si Kant peca de no decir nada realmente, otros filósofos pecan justo de lo contrario, pues pretenden atribuir arbitrariamente un contenido al concepto de "bien". El caso típico es el utilitarismo, defendido por numerosos autores, entre ellos Stuart Mill, por citar alguno, según el cual son buenas las acciones que son útiles para mejorar el bienestar general. Nuevamente estamos ante un principio que puede interpretarse de mil maneras y que hay que parchear adecuadamente para eliminar consecuencias desagradables. Supongamos que cinco personas naufragan en una isla desierta y, mientras una se pasa el día pescando, las otras están tomando el sol sin hacer nada, pero, cuando el pescador vuelve con un cesto lleno de peces, los vagos argumentan que debe repartirlos porque así mejora el bienestar general. Como el pescador es utilitarista, acepta repartir su pescado. Propone a los demás que pesquen también, pero se niegan, porque si pescan todos en vez de uno, disminuye el bienestar general. Al pescador no se le ocurre dejar de pescar, pues, si no pesca nadie y no hay comida, disminuye el bienestar general. Obviamente, cualquier utilitarista rebatirá este ejemplo argumentando que el pescador idiota no es idiota por ser utilitarista, sino porque no ha entendido bien el utilitarismo. Pero estamos en las mismas: para aplicar la ética utilitarista, no sólo hemos de razonar según los principios del utilitarismo, sino que además hemos de razonar que los aplicamos correctamente, lo cual equivale en la práctica a asegurarnos que llegamos a conclusiones realmente buenas, con lo cual, al problema de determinar si una acción es buena o mala, se añade el problema estéril de justificar que una acción buena, además, es acorde con el utilitarismo, y una mala no. Pero, al margen de la ambigüedad que el utilitarismo comparte con la doctrina kantiana, éste añade, según decíamos, la arbitrariedad de establecer que el bien es
  • 25. precisamente eso (lo que es útil, con todos los matices que se quiera) y no otra cosa. Supongamos que el utilitarismo, o cualquier otra secta ética, pudiera precisar sus principios hasta el punto de que no quedara margen de dudas sobre si una acción es útil o inútil y, por consiguiente, buena o mala. La cuestión es: Si Stuart Mill dice que el bien es lo útil y yo digo que el bien es lo divertido, ¿por qué va a tener razón él y no yo? ¿Cómo se puede justificar que el bien es lo que un filósofo decide decir que es y no otra cosa? Y lo que es más importante, ¿por qué el bien ha de ser algo tan sencillo como lo útil, o lo divertido, o lo redondo, mientras que la verdad es algo tan sutil que nadie intenta encerrarlo en un adjetivo (con todos los matices que se quiera)? Ya hemos dado antes nuestra opinión: intentar desarrollar la Ética definiendo el bien es como intentar hacer Ciencia definiendo la verdad. Sencillamente, no procede. Ha llovido mucho desde que Sócrates se tomó la cicuta. En resumen, si nos proponemos fundamentar la Ética seriamente, hemos de asumir que debemos prescindir de nuestro sentido común, de nuestras creencias religiosas, de nuestros sentimientos, de principios arbitrarios que nos suenen bien, de fórmulas grandilocuentes técnicamente insostenibles (al estilo de los "derechos humanos"), y que debemos descartar la búsqueda de fórmulas maravillosas al estilo de los filósofos. También ayudará borrar de nuestra mente el menor recuerdo de cualquier diálogo de Platón que hayamos leído. (Por si alguien tiene la ventaja de no haber leído ninguno, le aclararemos que Sócrates es el protagonista de los diálogos platónicos.) NOTA: Por si alguien no ha captado la ironía, aclararé que Sócrates y Platón me merecen —y deben merecer a cualquiera— un gran respeto y estima por lo que hicieron en la época en la que lo hicieron. Todos los sarcasmos precedentes van dirigidos en realidad a quienes no se dan cuenta de que tener la filosofía de Platón por auténtica filosofía (y no como una impresionante reliquia) es un despropósito idéntico al que sería tener la física de Aristóteles por auténtica física.