Cuento corto de ciencia ficción, escrito por Luis Bermer. El relato transcurre en un mundo futuro industrializado, donde la guerra es lo cotidiano y la vida de las personas quedan reducidas a piezas de una gigantesca maquinaria inhumana.
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EL CORAZÓN DE LA MÁQUINA
La máquina nunca se detiene.
El disonante chirrido de los inmensos engranajes sobre nuestras cabezas,
formando parte del zumbido ininterrumpido de las turbinas. Escapes de vapor
resoplando en las alturas inalcanzables a la vista, reino de la oscuridad. El gas
que inhalamos es nocivo, pero necesario. La cadena trae aquello a lo que los
moldes de metal líquido dieron forma, muchos kilómetros arriba, en los estratos
superiores. Compruebo la firme sujeción de la vaina radioactiva a los anclajes del
cuerpo del obús que llega a mis manos. Ha de ser perfecto porque la perfección
es posible, lo único posible con nuestro trabajo. La hilera de piezas orgánicas que
conformamos junto a la cadena no tiene fin. Bajo la rejilla a nuestros pies se abre
un abismo de estructuras metálicas, débilmente iluminadas por destellos
incandescentes, que provienen de la actividad que se desarrolla en las
profundidades. Columnas de tubos humeantes invaden su legítimo espacio,
conectando distancias inaprensibles.
Toda pieza es sustituible.
El ruido es ensordecedor por momentos. Una cascada de chispas se
derrama desde algún lugar, tal vez un cable eléctrico se ha desprendido. Todas
las vainas llegan perfectamente ajustadas, una tras otra. Imágenes en azul se
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apoderan de mi mente: cientos de cañones gigantescos apuntando hacia el cielo
disparan sin cesar contra nuestros enemigos. La tierra tiembla. Luz blanca
envuelta en llamas convierte la noche en día y...tengo que parar. Los
pensamientos no son útiles para la máquina, entorpecen su correcto
funcionamiento.
El daño es reparable.
Fabricamos muerte. Fabricamos victoria. Una tras otra. Compruebo y
admiro su absoluta perfección. Una violenta explosión lo sacude todo, pero no
perdemos el equilibrio. El impacto ha sido lejano. Durante unos segundos nos
cubre la oscuridad, aunque la cadena no se detiene. Nuestras fuerzas redobladas
compensan la insignificante pérdida. No existe aquello que no podamos conseguir.
Me arden los brazos. Inconfundible el distante sonido de los martillos al golpear las
planchas de acero, descendiendo sobre nosotros para bendecir nuestras energías.
Un hilo de sangre brota de mi nariz.
Nada es desechable.
Temperatura extrema. El dolor que recorre mis brazos cubiertos de
ampollas, dejándolos inservibles, es un impedimento a la consecución del fin. Ya
no puedo tocar las obras sin defecto que trae la cadena. Se abren. Supuran
sangre negra. He caído de espaldas sobre la rejilla. Me recogen, arrastrándome
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lejos de la perfección que he conocido. Afortunadamente, una infinidad de piezas
podrán ocupar mi puesto, asegurando la máxima eficacia. La máquina no debe
percibir la sustitución. La nueva pieza está ya en su nuevo puesto, es lo último que
veo antes de iniciar el descenso. Mi carcajada es de pura satisfacción. Sé cual es
la nueva función que me corresponde por derecho. Descendemos por pasajes
abiertos que no parecen tener término. El metal dibuja inconmensurables
estructuras infinitas en su gloria. Nos acercamos. Puedo sentirlo en el ritmo
palpitante de las vibraciones que hacen inseguros nuestros pasos. El fragor lacera
oídos a punto de quebrarse irreversiblemente y el calor es suficiente para
desprender la piel, la intensidad roja quema los ojos, pero nada de eso importa
porque ya hemos llegado.
Será un honor servir de alimento al corazón hirviente de la máquina.
Cuentos de terror de Luis Bermer