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EL ESPÍRITU DE FILOMENO
En aquella noche de verano, una leve brisa se perpetraba por las aceras
de la calle. Algunos vecinos, instalaban con presteza las primeras mecedoras
bajo el bordillo para captar el tímido aire. Salían a sus puertas ya cenados o
con el bocadillo. Los zagales, con la libertad otorgada por las vacaciones de
verano, se echaban a las calles del pueblo a jugar— a trazar fechorías, más
bien—.
— ¡Tenemos que ir! Dicen que un trabajador murió decapitado en esas
instalaciones cuando nuestros padres eran críos! — dijo enérgicamente
Felipe. — A lo mejor todavía está su espíritu. ¿Te vienes, Claudio?
— No sé— repuso escéptico. — Mi abuelo nunca me ha contado nada
de eso y yo no creo en los espíritus— añadió envalentonado.
El señor Antonio, padre de Felipe, que oía la conversación de los
chiquillos mientras degustaba un bocadillo de mejillones en escabeche,
interrumpió para relatar— soslayando cómplice a su primogénito— la
conmoción de ese suceso.
— Ocurrió en el año 1939 con la Guerra Civil recién acabada. Eran
tiempos muy convulsos y de represión a los vencidos — sentenció Antonio,
que dominaba la Historia con erudición, con los dedos entrecruzados de sus
manos—. Filomeno con sabia prudencia y no menos pericia había eclipsado
su simpatía por los rojos. Trabajador incansable cerraba el portón de la fábrica
de licores cuando el sol moría en el horizonte. En aquella soledad canturreaba
y brindaba por la República pero un día un compañero, que sospechaba de su
ideología, se ocultó tras un destilador. Lo abordó por la espalda deslizando el
filo de una navaja por su cuello.
— ¡Dios mío! No sabía nada de eso— contestó Claudio con un nudo en
la garganta. No podía disimular el temblor de sus piernas. Pese a que rehusaba
acompañarles a aquel lugar, la insistencia, el aparentar una ficticia valentía y
el largo periodo que había transcurrido desde aquel fatídico suceso le llevaron
a emprender el camino.
Claudio, Felipe y Sergio— inseparables desde primero de EGB—
anduvieron por la calle Condes de la Concepción —la antigua calle del
mercado— hasta alcanzar su destino. Rebasaron una farola que titilaba.
Cuando Claudio volvió a mirar se había consumido. Mal fario. Las ventanas
de la vieja fábrica escrutaban a aquellos intrusos de diez años. Los agrietados
ladrillos de la fachada eran signos unívocos de su longevo abandono. Las
desgastadas placas de uralita evidenciaban el inexorable paso del tiempo.
— ¿No se vendrá el techo abajo?— preguntó Claudio mirando hacia arriba
— ¡Qué va! Anda vamos, no seas tan cagueta— dijo Felipe tirándole del
brazo. Entraron sigilosos. De golpe se oyó un estruendoso ruido metálico.
— ¡Joder, qué susto!— dijo Claudio llevando su mano al pecho. —¿Se
puede saber por qué narices estamos entrando?
— Porque queremos ver al espíritu de aquel hombre— respondió
Sergio.
—Los espíritus no existen. Vámonos, no deberíamos seguir— decía
Claudio con voz temblorosa.
— ¡Ey! Mira lo que pone ahí— apuntó Felipe con su dedo índice.
Claudio lo leyó despacio y dos veces porque no creía lo que sus ojos le
indicaban— ¡Me cago en to’! Yo me voy pitando.
— ¡Corred, corred!— Felipe indicó con el brazo el camino a seguir.
Corrieron siguiendo la tenue luz que entraba por los cristales rotos de las
ventanas. Les costaba respirar entre aquellas ruinas sin apenas ventilación y
con olor terroso. Hedor, más bien. Los restos de máquinas oxidadas,
escombros y enseres corroídos por la carcoma hacían de la salida una carrera
de obstáculos, un camino infernal en el que el miedo se adueñaba de las
piernas de Claudio. Tras sesenta interminables segundos se atisbaba el portón
por el que habían entrado.
— ¡Acho! Ponía “muerte”, ¡Ponía muerte, tío! Puff. No me lo puedo
creer— dijo Claudio resoplando, con las rodillas flexionadas y la espalda
encorvada.
— Eh...¿dónde está Sergio?— preguntó David preocupado.
— Joder, no está aquí. ¡Madre de Dios! ¡No ha podido salir! ¡Hay que
entrar otra vez a rescatarlo!— Felipe clamó como un auténtico líder.
—¡Tío!¿Es que te has vuelto loco?— A Claudio le temblaba todo el
cuerpo. — Ni hablar, yo no vuelvo a entrar. Hay que llamar a la Policía.
— Pero cómo vas a llamarlos, piensa que entre que llegamos a la
cabina, llamamos y llega la Poli puede pasar una hora— David señalaba su
cabeza con el dedo.— En ese tiempo puede que el espíritu haya acabado ya
con nuestro amigo— hizo un gesto de cuchillo deslizándose por el cuello.
—¡Está bien!¡Llevas razón!
Cuando entraron por segunda vez, el lúgubre recorrido parecía más
escabroso que antes.
— ¿Sergio?¿Estás ahí?
— ¿Seeeeerrrrrgioooooo?—voceaba Felipe.
— Sergio, déjate ya de tonterías que no estoy para bromas. ¿Sergio? —
preguntó Claudio.
Sobre un banco de madera, que habría sido usado en su día para la
matanza del cerdo, Claudio vio un trozo de tela que le llamó la atención.
—Esto es una camiseta— dijo cogiéndola con repugnancia Claudio. —
¡Dios mío! Y encima manchada de sangre!
— No me digas que es la camiseta de Sergio. — Déjame ver…¡Ostras
que sí es!¡Te dije que había un espíritu!¡Ha matado a Sergio!
***
Una mancha de sangre cubría la camiseta del desaparecido. Los
portones temblaron emitiendo un ruido espectral. Corrieron como nunca.
— ¡Piernas, para qué os quiero!— gritaban sin mirar atrás.
Claudio salió con el corazón en un puño. Lágrimas de horror resbalaban
por sus rosadas mejillas. — Ahora sí que vamos a llamar a la Policía. ¡Pobre
Sergio!
— Espera voy a llamarles yo— añadió Felipe.
— ¿Quieres cinco duros para la cabina?
— No, no hará falta teléfono. — Felipe ya no pudo contener la risa. —
¡Policía!¡Policía!—gritó— ¡Un espíritu asesino ha acuchillado a nuestro
amigo!
Sergio — con otra camiseta sin los efectos del tomate frito y una pícara
sonrisa— surgió tras el portón de la fábrica. — ¡Te lo has creído!
— ¡Desgraciaos! ¡Lo habíais preparado todo!— se acercó enfurecido
con el puño apretado—¡Os voy a partir la cara!
Entre ambos les costaba contener los brazos de Claudio. Las hostias les
llovían como panes
— ¡Os mato...os mato, mamones!¡Vais a acompañar al espíritu de
Filomeno! La ingenuidad de Claudio era proporcional a su fuerza y, por ende,
a los golpes que infringía. Algo que Sergio y Felipe habían obviado, no
quedándoles más remedio que huir para evitar la ira de su camarada.
Los artífices de la maquiavélica broma pidieron perdón a Claudio pero
este se negaba a aceptar las disculpas. No les dirigía la palabra en los recreos.
Ni descolgaba el teléfono a Felipe que era el más arrepentido. Al final, el
bueno de Claudio les disculpó con la condición de que no volvieran a repetir
una inocentada de ese calibre. Sin embargo, paseó por su mente la idea de que
algún día se la devolvería y él sería el último en reír.

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  • 1. EL ESPÍRITU DE FILOMENO En aquella noche de verano, una leve brisa se perpetraba por las aceras de la calle. Algunos vecinos, instalaban con presteza las primeras mecedoras bajo el bordillo para captar el tímido aire. Salían a sus puertas ya cenados o con el bocadillo. Los zagales, con la libertad otorgada por las vacaciones de verano, se echaban a las calles del pueblo a jugar— a trazar fechorías, más bien—. — ¡Tenemos que ir! Dicen que un trabajador murió decapitado en esas instalaciones cuando nuestros padres eran críos! — dijo enérgicamente Felipe. — A lo mejor todavía está su espíritu. ¿Te vienes, Claudio? — No sé— repuso escéptico. — Mi abuelo nunca me ha contado nada de eso y yo no creo en los espíritus— añadió envalentonado. El señor Antonio, padre de Felipe, que oía la conversación de los chiquillos mientras degustaba un bocadillo de mejillones en escabeche, interrumpió para relatar— soslayando cómplice a su primogénito— la conmoción de ese suceso. — Ocurrió en el año 1939 con la Guerra Civil recién acabada. Eran tiempos muy convulsos y de represión a los vencidos — sentenció Antonio, que dominaba la Historia con erudición, con los dedos entrecruzados de sus manos—. Filomeno con sabia prudencia y no menos pericia había eclipsado su simpatía por los rojos. Trabajador incansable cerraba el portón de la fábrica de licores cuando el sol moría en el horizonte. En aquella soledad canturreaba y brindaba por la República pero un día un compañero, que sospechaba de su ideología, se ocultó tras un destilador. Lo abordó por la espalda deslizando el filo de una navaja por su cuello. — ¡Dios mío! No sabía nada de eso— contestó Claudio con un nudo en la garganta. No podía disimular el temblor de sus piernas. Pese a que rehusaba acompañarles a aquel lugar, la insistencia, el aparentar una ficticia valentía y el largo periodo que había transcurrido desde aquel fatídico suceso le llevaron a emprender el camino. Claudio, Felipe y Sergio— inseparables desde primero de EGB— anduvieron por la calle Condes de la Concepción —la antigua calle del mercado— hasta alcanzar su destino. Rebasaron una farola que titilaba. Cuando Claudio volvió a mirar se había consumido. Mal fario. Las ventanas de la vieja fábrica escrutaban a aquellos intrusos de diez años. Los agrietados ladrillos de la fachada eran signos unívocos de su longevo abandono. Las desgastadas placas de uralita evidenciaban el inexorable paso del tiempo.
  • 2. — ¿No se vendrá el techo abajo?— preguntó Claudio mirando hacia arriba — ¡Qué va! Anda vamos, no seas tan cagueta— dijo Felipe tirándole del brazo. Entraron sigilosos. De golpe se oyó un estruendoso ruido metálico. — ¡Joder, qué susto!— dijo Claudio llevando su mano al pecho. —¿Se puede saber por qué narices estamos entrando? — Porque queremos ver al espíritu de aquel hombre— respondió Sergio. —Los espíritus no existen. Vámonos, no deberíamos seguir— decía Claudio con voz temblorosa. — ¡Ey! Mira lo que pone ahí— apuntó Felipe con su dedo índice. Claudio lo leyó despacio y dos veces porque no creía lo que sus ojos le indicaban— ¡Me cago en to’! Yo me voy pitando. — ¡Corred, corred!— Felipe indicó con el brazo el camino a seguir. Corrieron siguiendo la tenue luz que entraba por los cristales rotos de las ventanas. Les costaba respirar entre aquellas ruinas sin apenas ventilación y con olor terroso. Hedor, más bien. Los restos de máquinas oxidadas, escombros y enseres corroídos por la carcoma hacían de la salida una carrera de obstáculos, un camino infernal en el que el miedo se adueñaba de las piernas de Claudio. Tras sesenta interminables segundos se atisbaba el portón por el que habían entrado. — ¡Acho! Ponía “muerte”, ¡Ponía muerte, tío! Puff. No me lo puedo creer— dijo Claudio resoplando, con las rodillas flexionadas y la espalda encorvada. — Eh...¿dónde está Sergio?— preguntó David preocupado. — Joder, no está aquí. ¡Madre de Dios! ¡No ha podido salir! ¡Hay que entrar otra vez a rescatarlo!— Felipe clamó como un auténtico líder. —¡Tío!¿Es que te has vuelto loco?— A Claudio le temblaba todo el cuerpo. — Ni hablar, yo no vuelvo a entrar. Hay que llamar a la Policía. — Pero cómo vas a llamarlos, piensa que entre que llegamos a la cabina, llamamos y llega la Poli puede pasar una hora— David señalaba su cabeza con el dedo.— En ese tiempo puede que el espíritu haya acabado ya con nuestro amigo— hizo un gesto de cuchillo deslizándose por el cuello. —¡Está bien!¡Llevas razón! Cuando entraron por segunda vez, el lúgubre recorrido parecía más escabroso que antes. — ¿Sergio?¿Estás ahí? — ¿Seeeeerrrrrgioooooo?—voceaba Felipe. — Sergio, déjate ya de tonterías que no estoy para bromas. ¿Sergio? — preguntó Claudio.
  • 3. Sobre un banco de madera, que habría sido usado en su día para la matanza del cerdo, Claudio vio un trozo de tela que le llamó la atención. —Esto es una camiseta— dijo cogiéndola con repugnancia Claudio. — ¡Dios mío! Y encima manchada de sangre! — No me digas que es la camiseta de Sergio. — Déjame ver…¡Ostras que sí es!¡Te dije que había un espíritu!¡Ha matado a Sergio! *** Una mancha de sangre cubría la camiseta del desaparecido. Los portones temblaron emitiendo un ruido espectral. Corrieron como nunca. — ¡Piernas, para qué os quiero!— gritaban sin mirar atrás. Claudio salió con el corazón en un puño. Lágrimas de horror resbalaban por sus rosadas mejillas. — Ahora sí que vamos a llamar a la Policía. ¡Pobre Sergio! — Espera voy a llamarles yo— añadió Felipe. — ¿Quieres cinco duros para la cabina? — No, no hará falta teléfono. — Felipe ya no pudo contener la risa. — ¡Policía!¡Policía!—gritó— ¡Un espíritu asesino ha acuchillado a nuestro amigo! Sergio — con otra camiseta sin los efectos del tomate frito y una pícara sonrisa— surgió tras el portón de la fábrica. — ¡Te lo has creído! — ¡Desgraciaos! ¡Lo habíais preparado todo!— se acercó enfurecido con el puño apretado—¡Os voy a partir la cara! Entre ambos les costaba contener los brazos de Claudio. Las hostias les llovían como panes — ¡Os mato...os mato, mamones!¡Vais a acompañar al espíritu de Filomeno! La ingenuidad de Claudio era proporcional a su fuerza y, por ende, a los golpes que infringía. Algo que Sergio y Felipe habían obviado, no quedándoles más remedio que huir para evitar la ira de su camarada. Los artífices de la maquiavélica broma pidieron perdón a Claudio pero este se negaba a aceptar las disculpas. No les dirigía la palabra en los recreos. Ni descolgaba el teléfono a Felipe que era el más arrepentido. Al final, el bueno de Claudio les disculpó con la condición de que no volvieran a repetir una inocentada de ese calibre. Sin embargo, paseó por su mente la idea de que algún día se la devolvería y él sería el último en reír.