2. 181
Terminé mi crónica apresuradamente, y la envié a
talleres, para su confección en la primera página de la
edición extra. Fue entonces cuando llegó el redactor-
jefe, con el télex en su mano.
—Mira, Miller —me dijo—. Acaba de recibirse.
Lo tomé. Mis manos temblaron, y noté un profundo
escalofrío ante lo que veían allí mis ojos, escritos por
el télex:
«Londres, víctima de las ratas. Ataques masivos a
núcleos aislados de población. Ya hay más de
cincuenta víctimas. Las ratas parecen haberse vuelto
locas. Pero con una locura ordenada y bien
organizada, que les permite eludir la campaña de
desratización iniciada con carácter de emergencia
nacional.»
Contemplé, muy pálido, al redactor-jefe. Este añadió
con voz ronca:
—Y no es eso lo peor. Telefónicamente, me han
llamado de Francia y del Norte de África. Las ratas
empiezan a causar destrozos importantes. Y muchas
víctimas, Miller...
3. 182
Ella estaba ya, inevitablemente, inapelablemente, en
poder de su asesino. Se quedaría sin saber quién era.
Sólo supo, al levantar los brazos y adelantar las
manos, que llevaba el rostro cubierto con un
pasamontañas de lana.
No pudo hacer nada por impedir que el afilado
puñal, cuya punta le heló la piel y la sangre a un
mismo tiempo, traspasara su epidermis, rasgara su
carne y se alojara entre su cálida y temblorosa carne,
muy cerca del corazón. No, no era el corazón,
porque ella seguía viviendo y nadie vive con el
corazón partido.
Pero el asesino, pródigo en la maldad de sus
instintos, no tuvo el menor inconveniente en repetir
el golpe.
Y esta vez sí dio donde quería dar...
Notó que la vida se le iba del cuerpo, que los latidos
se le apagaban dentro del corazón, que su mente se
perdía en la nada... En la nada, que no es otra cosa
que la muerte. Era el final. Adiós vida...
4. 183
De pronto, se dio cuenta de que estaba notando
algo en el rostro. Casi dolor.
Se pasó las manos por las mejillas, y respingó al
notar la aspereza de la barba. Bueno, era una barba
normal, de casi veinticuatro horas. Pero aquella
rigidez en sus facciones... La luz de la luna daba de
lleno sobre la cama, y durante unos segundos
estuvo mirándola, como alucinado.
—Tonterías. No noto nada extraño... Es que estoy
demasiado tenso, preocupado... Eso es todo. ¿Qué
otra cosa?
Se levantó para cerrar la ventana, y volvió a la
cama.
Sólo tenía que esperar unas pocas horas, y sabría si
podía continuar amándola..., o debía destrozarla, a
ella y a él, a dentelladas, como haría un auténtico
lobo gris, grande y fuerte, con cualquier enemigo.
5. 184
—Sí, señor —asintió Carpenter, ausentándose, tras
dirigir una mirada inquieta al gran bloque de hielo,
que Bjorn y el comandante conducían, ahora, hacia
el mayor edificio del campamento, el destinado a
conservar los alimentos y medicinas de la
expedición.
—Es curioso... —oyó Carpenter comentar a
alguien, mientras se encaminaba al edificio de las
cocinas, en busca del inglés Miller y el americano
McKern—. ¿Habéis visto a ese tipo sepultado en el
hielo? Yo me decía, apenas le vi, que me recordaba
a alguien, pero no sabía a quién... Ahora me he
acordado, y no deja de ser gracioso, muchachos.
¿Sabéis a quién me recuerda el desdichado? Nada
menos que a Drácula…
Carpenter no pudo reprimir un repentino escalofrío,
aunque no dejó de caminar hacia las cocinas,
situadas al otro extremo del campamento...
6. 185
Se oyeron unos extraños ruidos en la planta baja.
Algo derribó una vasija, que se rompió, con un
estrépito que casi hizo gritar a la muchacha. Se oyó
un extraño gruñido.
—No tema —dijo.
De pronto, unas zarpas arañaron la puerta. Al otro
lado de la madera, se oyó un feroz gruñido.
—El lobo —exclamó.
—Sí.
La fiera gruñía. Estaba hambrienta. Percibía el olor
de la carne y se sentía impotente para romper aquel
obstáculo. Al cabo de unos minutos de vanos
esfuerzos, la fiera desistió. Un largo aullido de rabia
brotó de su garganta.
Los ruidos cesaron. Corrió hacia la ventana.
El lobo, enorme, siniestro, trotaba por la calle en
busca del campo abierto. Se imaginó muchos pares
de ojos contemplando la temible figura, llenos de
pavor.
7. 186
No sé decirle más, pero la verdad es que me encuentro
muy asustada.
—Asustada, ¿de qué? Concréteme.
—Ya se lo he dicho. De ellos tres, o tal vez sólo de uno de
ellos, no sabría especificárselo. Lo único cierto, concreto,
es que desde que han aparecido en el caserón, allí dentro
se masca la... la...
—¿La qué? —volvió a inquirir Roy.
—La muerte —dijo Margaret Turner—. La MUERTE, con
mayúsculas, para que mejor me entienda.
—¿Qué es exactamente lo que pretende que haga por
usted? Yo me encuentro al margen de toda esta historia.
—Deseo que vaya al caserón, que permanezca allí unos
días, y que acierte a defenderme de... de... esa muerte que
está sacando ya su guadaña. Es como si viera su siniestra
sombra... Le pagaría por sus servicios, naturalmente... Lo
que usted me pidiera.
—Pero ¿con qué motivo, con qué excusa, podría yo pasar
unos días en el caserón...? Siempre le habían atraído los
asuntos poco claros. Cuanto menos claros, tanto mejor...
Lo mismo que los jeroglíficos. Así, descifrarlos, resultaba
un placer mayor.
8. 187
… ¿Quién no le dice que ha logrado plenamente su
objetivo?
—¿Qué quiere decir? —le miró sorprendido.
—No sabemos nada de lo que ocurrió a bordo del Sally
Ann, hace casi un siglo. Usted ardía en deseos de conocer
la verdad. ¿Quién no le dice que todo esto que nos ocurre a
nosotros ahora... no sucedió ya ANTES a otras personas, a
bordo de un buque gemelo de éste?
—Esa es una teoría disparatada... —rechazó atónito.
—¿Por qué motivo? Tan posible, en el terreno hipotético,
como la idea del reverendo Wade de que Satanás está a
bordo, entre nosotros, y acaso es UNO de nosotros... O la
premonición del profesor Guthrie de que algo que no es de
este mundo se encuentra a bordo, envolviéndonos...
—Yo soy realista, usted lo sabe. No puedo creer en épocas
paralelas, en especulaciones sobre el tiempo... Como
tampoco creo en Satanás personificado. Ni en cosas de
ultratumba.
—Entonces, explíqueme la presencia de un rostro
cadavérico a bordo. Y de un veneno. Y de un marino
decapitado en Kingston...
9. 188
—Espera —murmuró—. Hay sangre aquí.
—¿Qué?
—La sangre tiene un olor peculiar..., un olor dulzón, a
cobre viejo...
Impresionado a su pesar, Campbell sacó el revólver y
tanteó la pared a un lado de la puerta. Sus dedos se cerraron
sobre el interruptor de la luz.
Cuando la lámpara del techo brilló, las huellas sobre la
alfombra blanca resaltaron como pintadas en vivo color
rojo.
El policía contuvo el silencio. Tras él, Max gruñó: —Esas
huellas son de mujer... y vienen del dormitorio.
La escena se repite, Campbell..., corregida y aumentada.
—Cierran la puerta y tratan de no pisar ninguna huella.
Avanzaron uno tras otro. No se sorprendieron demasiado al
ver el horrendo cuadro del dormitorio, y aquel nuevo mar
de sangre que lo inundaba todo procedente de la garganta
devorada de un hombre que se había hecho matar
justamente en lo que fuera un nido de amor...
10. 189
Cruzó la estancia conteniendo la respiración y abrió
la ventana de par en par. Aquel ser aumentó sus
gruñidos de forma alarmante.
—Parece que le molesta la luz del día —dijo,
vivamente impresionada por lo que veía.
Ella, señalándolo, gritó de pronto:
—¡Es el muerto, el muerto, es el muerto!
Se la quedaron mirando. Fue el hombre quien
preguntó:
—¿De qué muerto hablas?
—Anoche, anoche, con el catalejo, vi a un muerto
salir de su tumba. Sí, estoy segura, ahora estoy
segura, salió de su tumba. Abandono el
cementerio y vino a la pensión... Estoy segura de
que es él, las ropas son las mismas, aunque antes
no tenía ojos y ahora sí. Su piel estaba
repugnante, pero tenía que oler como huele éste
ahora. ¿Es que no os dais cuenta? ¡Huele a
cadáver, huele a cadáver!
11. 190
—George, ¿por qué hiciste vaciar la sepultura de tu
primo Duncan? —preguntó de repente—. ¿Te lo
ordenó su hijo, acaso?
Algo ocurrió en George. Se irguió, asustado. Sus
ojos se desorbitaron. Comenzó a temblar. Miraba en
torno, como si el visitante no le importara. Otra vez
aquel vago terror a lo desconocido, mencionado por
el psiquiatra, asomaba a su rostro.
—No, no... —jadeó—. No puedo hablar..., ¡No
debo hablar! Nadie debe encontrar jamás al hijo de
Duncan… Lo sé, Duncan, lo juro! ¡No, no te
acerques a mí! ¡No me pinches con alfileres! ¡No
me toques, no me tortures más! ¡Duncan, por el
amor de Dios! ¡Perdón, perdón! ¡Juro que me
arrepiento! ¡Me arrepiento de haber reclamado tu
cuerpo para quedarme con tus cosas! ¡No, Duncan,
no! Déjame solo... ¡No oprimas mi cuello, no me
asfixies, por el amor de Dios...!
12. 191
—Tu padre ha resbalado y se ha torcido un tobillo. Ha
quedado con tu tío. Lo mío ha sido peor porque me han
asesinado.
Se produjo un leve roce en el suelo.
—Quieto, o disparo. Las almas de los muertos no hacen
ruido. En cuanto a esa voz, no es la de Ed...
Pese a su conminación, Beth se dio cuenta de que un ser
destacaba del fondo más oscuro de la puerta y avanzaba
lentamente hacia ella.
Veía su rostro pálido, el cual presentaba un aspecto
fantasmagórico.
Pero no se dejó impresionar por ello y disparó, primero un
cartucho, luego otro.
Recibió la impresión de que el extraño ser era sacudido por
los dos disparos.
Pero no cayó al suelo y prosiguió su lento e inexorable
avance.
El supuesto fantasma rio de manera tan extraña, que llegó a
impresionar a la rubia Beth.
Y dijo:
—No se muere dos veces. El plomo no puede ya conmigo.
13. 192
Quizá la rué Morgue, la verdadera rué Morgue que yo
busco... no esté en este mundo. No sea de este París que
yo recorro noche tras noche, hasta que la luz del día, como
si fuese un vampiro, me devuelve a mi chirriante cama de
duro jergón, en el cuarto angosto, frío y sin luz, con sus
polvorientas vidrieras de la claraboya, asomadas a una
plazuela llena de tenderetes que venden pescado
maloliente, frutas o verduras. Dicen que es un cuarto ideal
para un pintor. Al infierno con eso. Es el cuarto ideal para
un tipo que bebe demasiada absenta y duerme de día, para
vagar estúpidamente de noche, junto a las oscuras aguas
del Sena, arriba y abajo, incansable e inútilmente...
Sí. Es posible que en la muerte encuentre la calle Morgue.
Y el número trece. Y a ella. A Suzanne Du Marier.
En las sombras eternas, puede que las encuentre. La calle,
la casa, ella... Y todo el horror que hay detrás. Pero no me
importa eso. No temo a nada, si Suzanne está junto a mí, si
veo en las sombras su piel pálida, sus oscuros ojos
asustados, su pelo negro, como hebras de azabache
hilado...
Por eso no me importa morir. En realidad, andar por ahí de
este modo es como ir muriendo un poco. Un poco más
cada día...
14. 193
… Lo único que les diré es que yo no puedo morir. Si me
matan, ustedes vendrán a reunirse conmigo algún día.
—¿Cómo se comprende eso? —exclamó Faith, aprensiva,
pero desconcertada —. No puede morir, pero admite que
podemos matarlo...
—Mi querida señora Deedin, lo que acabo de decir es
demasiado elevado para su intelecto de mosquito—
respondió Raddison con acento sarcástico —. Por tanto,
dejaré que lo comprenda cuando llegue el momento
oportuno y, repito, vendrá a reunirse conmigo.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Logan, colérico—,
¡Palabras, palabras, palabras; eso es lo único que hemos
conseguido en cinco años!
—Entonces, ha llegado ya la hora— exclamó McCain.
Ocho revólveres formaron un mortal semicírculo en torno
a Raddison, de cuyos labios no se había borrado la sonrisa
desdeñosa con la que había aparecido desde el primer
momento.
—¡Creerán que me matan, pero soy inmortal y vendrán a
reunirse conmigo! —gritó.
Fue una descarga irregular, de ocho tiros que no sonaron
ninguno al mismo tiempo. Pero las ocho balas alcanzaron
a Raddison…
15. 194
Volvió sobre sus pasos y decidió llamarlo otra vez. No
hacía el menor ruido, puesto que llevaba zapatillas. Se
dirigió hacia el blanco aparato pegado a la pared y puso la
mano en él.
De pronto sus dedos se crisparon.
Hubo un chirrido en sus dientes.
Porque la cara ESTABA ALLÍ.
La cara que podía explicarlo lodo.
Y las manos trémulas.
Y el hacha...
Apenas pudo lanzar un gemido, mientras intentaba saltar
hacia atrás. Pero ya no lo quedó tiempo. Bruscamente el
hacha osciló sobre su cabeza.
Fue como un rayo.
El golpe salvaje resonó en toda la cocina, pero nadie lo
oyó fuera de ella. Sa cabeza se abrió en dos. Pareció
estallar.
Luego se oyó en el recinto una risita silenciosa, una risita
casi demoníaca.
¿Una risita que surgía de la garganta de una mujer?
¿O quizá de alguien que, a pesar de todo, era un
hombre?...
16. 195
A fin de cuentas... ¿quién puede olvidar que está
conviviendo entre unas personas respetables... y, sin
embargo, una de ellas... es un asesino?
Yo lo sabía. Lo sabían otros. Esa noche se había
desvelado una parte del siniestro misterio, y todos
estábamos enterados de que en nuestro reducido
grupo de buenos amigos, uno era un criminal
despiadado.
¿Quién?
No lo sabíamos. No podíamos saberlo. El único
informe existente hablaba de... de un maníaco, de un
loco peligroso. Más aún: de un psicópata que había
resuelto ensangrentar aquellos días de vacaciones en
el castillo. Un monstruo humano, capaz de atacar
cuando menos lo esperásemos todos. Además,
desconocíamos sus razones para ese ataque... si es
que realmente las tenía.
Y, por otro lado... ¿quién, de entre nosotros, podía
ser ese maníaco asesino?
17. 196
—¡Santo cielo! ¿Qué le pasa a esta mujer?
—¡Se vuelve vieja! —chilló una muchacha de veinte años.
El rostro de Charlotte era el de una vieja que hubiese
llegado a centenaria. De la belleza que había sido su
orgullo pocos meses antes, ya no quedaba el menor rastro.
Varios dientes se desprendieron súbitamente de las encías
y cayeron al suelo, con tétrico repiqueteo.
El ascensor se paró en el vestíbulo del edificio. Las
personas que estaban aguardando entrar, se vieron
arrolladas de súbito por una enloquecida estampida de
hombres y mujeres, capitaneados por el ascensorista, que
huían frenéticamente, profiriendo agudísimos gritos de
terror.
Un conserje había reaccionado y guió a dos policías hasta
el ascensor. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en
la pared, había una mujer, con los ojos desmesuradamente
abiertos. Era una vieja que debía de tener lo menos cien
años, supusieron los policías.
Uno de ellos le tomó el pulso.
—Está muerta — dijo.
18. 197
… Y la presencia del esqueleto encadenado en el
sótano, rodeado de los huesos de las ratas que lo
devoraron...
Cayó un silencio de tumba tras estas palabras.
Pareció despertar de su melancolía y exclamó:
—¿De qué otra cosa espantosa está hablando?
Fue ella quien explicó su aventura del espejo y de
lo que habían descubierto al romperlo.
Luego, añadió:
—Antes de venir aquí hice averiguaciones sobre
las historias de esta casa, las leyendas que la
rodeaban y todo eso. Nadie me dijo una palabra de
un ser humano enterrado en vida en compañía de
un puñado de ratas hambrientas. De modo que este
episodio de su historia familiar, señor, debe ser un
secreto muy bien guardado hasta ahora…
19. 198
La boca del gigante se entreabría, mostrando aún más sus
incisivos, mientras de su interior brotaban unos sonidos
guturales, roncos, ininteligibles.
De repente se oyó la voz.
—¡Mátala de una vez, Zaqui! ¡Mátala!
Reconoció aquella voz. ¿Cómo no iba a reconocerla, si la
había oído tantas veces...?
Comprendió que estaba perdida. Ya no había posible
salvación para ella.
En efecto, apenas oída aquella terminante orden, el
monstruo la arrojó, la estrelló con todas sus fuerzas contra
el suelo.
No fue una caída mortal. Pero allí quedó; con un brazo
lesionado, con una pierna rota y con la espina dorsal
fracturada por dos sitios. Quedó allí en el suelo, gimiendo y
jadeando angustiosamente, desesperadamente...
Tal vez por eso, porque su dolor era espantoso,
insoportable, de puro infierno, resultó casi una liberación
que el monstruo se decidiera a acabar con ella. Le puso el
pie encima y...
Y una vez más quedó materialmente aplastado un joven y
bonito cuerpo de mujer.
20. 199
¡La muerte estaba allí!
¡Agazapada!
¡Tensa!
¡La muerte que tenía un hermoso cuerpo de
mujer!
¡La muerte que saltaba!
El cuchillo fue directamente hacia el vientre
de ella. Con los dientes apretados, con una
mueca diabólica en su rostro, lo empuñó en
sus manos mientras lanzaba un grito.
—¡No podrás nacer de nuevo! ¡Te mataré otra
vez antes de que vuelvas al mundo! ¡Te
mataré otra vez, maldita! ¡OTRA VEZ!
21. 200
Asió una de las flechas y la sujetó con fuerza, moviéndola a un
lado y a otro y provocando una tortura insoportable a la que su
víctima no pudo escapar. Después tiró con fuerza, arrancando
la flecha y desgarrando las carnes sin piedad, provocando una
hemorragia.
Repitió la cruel acción con las otras flechas hasta llegar a la
última, a la del abdomen. Sus carnes estaban brutalmente
desgarradas por aquel sádico llamado Crowen.
—La última, conde, la última.
Y le sacó la flecha del estómago.
Ella lanzó su último grito de dolor. Sintió que la vida se le
escapaba, que sus miembros le dolían horriblemente y no le
obedecían.
Crowen la agarró por los cabellos y le alzó la cabeza,
sacudiéndole el cuerpo que perdía sangre, que se desangraba
como una res degollada.
—Dentro de poco será un cadáver y toda tuya, conde, toda tuya
y una más para conjurar la maldición que nos retiene vivos pero
muertos, sin dejarnos alcanzar el descanso eterno.
El conde Roxlasky la observaba con sus cuencas putrefactas a
ella que tenía los ojos cerrados y cuya cabeza colgaba de la
mano de Crowen que la seguía sujetando por los cabellos
mientras la sangre se deslizaba por el suelo y la vida escapaba,
escapaba.
22. 201
Medusa era una criatura terrible, que tenía
serpientes venenosas en vez de cabellos, sus
dientes eran afilados colmillos, el rostro era de una
fealdad estremecedora, y cada uno de sus ojos
tenía un alucinante poder, que la Gorgona ponía
en práctica con frecuencia, para deshacerse de sus
enemigos: convertía a los hombres en piedra...
Convertía a los hombres en piedra.
CONVERTÍA A LOS HOMBRES EN PIEDRA...
«Extraño suceso en un caserón junto al Támesis.
Cuatro jóvenes de la buena sociedad londinense
aparecen muertos en misteriosas circunstancias.
Corre el rumor, no confirmado por la policía, de
que los cadáveres parecían petrificados. El
superintendente Chapman, de Scotland Yard,
niega rotundamente tal hecho, pero los
periodistas no han tenido acceso a las víctimas.»
23. 202
—Mira esto...
Había colocado algo ante sus ojos.
—¿Qué es...?
—¿No lo ves? Un puñal de hoja muy estrecha y aguda... Un
estilete... Un estilete...
—Sí, lo veo —asintió—, pero no comprendo... ¿Qué vas a
hacer con él? ¿Para qué lo llevas?
—Para esto...
Y la mano que sostenía el estilete se alzó rápida y descargó
un furibundo golpe en el pecho de él. Dio de lleno donde
quería, y su muerte resultó casi instantánea.
Pero no acabó aquí el terror de esa escena. Porque aquella
mano desgarró el pecho, en un tajo atroz, hasta conseguir que
el corazón apareciera a la vista.
Y no se conformó con eso, sino que asestó puñaladas
continuas al cráneo, hasta que el cerebro salió por más de un
sitio. Y de un nuevo golpe le amputó la nariz, y luego le
rompió varios dientes... Y en su desquiciado arrebato terminó
partiéndole la yugular y abriéndole el vientre, dejando que
aparecieran los intestinos...
Todo igual, exacto —una auténtica carnicería— a otro
crimen que había sido llevado a cabo veinticinco años atrás.
24. 203
Tenía los ojos cargados de sueño cuando leyó aquellos
titulares. Y era natural que los tuviese así, puesto que no
había podido pegar ojo en toda la noche. Situó los
periódicos sobre la mesa de su despacho y se dio cuenta
de que el sentimiento de alarma ya había llegado a tener
dimensión nacional. Incluso el moderadísimo Times
titulaba a tres columnas:
ES NECESARIO QUE EL GOBIERNO TOME
ALGUNA MEDIDA EN RELACIÓN CON LOS
SUCESOS DE PALADIAN MANOR
¿SERÁ CIERTO QUE HAY QUE VOLVER A CREER
EN LOS FANTASMAS?
Otros periódicos pedían que se paralizaran las obras que
habían de significar la destrucción del cementerio, pero la
mayoría de ellos pedían al contrario, que las obras se
aceleraran y que aquel lugar maldito fuera destruido de
una vez. Eran muchos los que pensaban que la venganza
de la señora Scott acabaría cuando hasta su sepulcro
fuera aniquilado para siempre…
25. 204
—Evan —dijo ella.
La voz era cascada, de una mujer de avanzada edad.
—Señora...
—Evan, soy Wendy.
Payle frunció el ceño.
—No me gustan las bromas, señora —dijo.
—¡Soy Wendy! —insistió ella. De repente, vaciló y tuvo que
sentarse en una silla—. Evan —lloró—, me han robado la
juventud.
—Por favor...
—Nunca... debí aceptar aquel contrato Ahora tengo más de
ochenta años... Mi juventud, mi vitalidad, mi energía está ahora en
el cuerpo de esa maldita mujer... ¡Evan, insisto en que soy Wendy!
Mírame, Evan. Mira cómo he cambiado en poco más de tres
meses.
Payle se sentía atónito. Aquella horrible cara, llena de arrugas, las
cejas casi sin pelo, los ojos mortecinos...
Ella hizo un esfuerzo, se puso en pie y subió la falda hasta la
cintura, a la vez que se volvía un poco. Estupefacto. Payle
contempló el lunar cuyos contornos conocía sobradamente. La piel
era blanca, pero había perdido la consistencia y la tersura de la
juventud.
De repente, ella se desplomó al suelo.
—Me muero... —jadeó—. Evan..., la dama de... quinientos años...
Me ha robado... la juventud.
26. 205
—¡Antoine, Antoine! —gritaba la mujer llamando a su
marido.
El miedo, más que otro sentimiento, la impulsaba a gritar,
llamando la atención de todos.
—¿Qué sucede? —rezongó un hombre que estaba
reparando un neumático. Tenía el vientre abultado y
rostro cetrino, con un pendiente colgándole de la oreja.
—¡Antoine, Michel se ha escapado otra vez y le he visto
con las ratas, estaba con una rata enorme, una rata
gigante...!
Madame Vermes, que estaba cerca y que era propietaria
de una de las carretas con llantas de goma, pues ella no
utilizaba vehículo a motor, preguntó:
—¿Una rata gigante, has dicho?
—¡Sí, una rata más grande que el propio Antoine!
Madame Vermes escrutó el cielo que se había tornado
gris oscuro y que la niebla cada vez dejaba ver menos.
Parecía buscar la luna o las estrellas para que le dijeran
algo, para que le dieran una explicación. Siempre
mirando el cielo, como si soltara un oráculo, musitó:
—Era Satanás, Satanás, que es amigo de Michel o quizá
Satanás fue su padre...
27. 206
… Se interrumpió. Había asomado a un gabinete también
iluminado por el gas. Viejos muebles, óleos en los muros,
con la firma de John Bryans, cortinajes raídos, postigos
encajados en las ventanas...
Y una mujer allá al fondo, en el sofá color verde oscuro.
Sentada. Petrificada, con los ojos desorbitados, fijos en
su visitante. Con una lividez mortal en su rostro, con un
rigidez delatora en sus facciones, en sus manos
agarrotadas, en sus piernas. Una mujer de más de
cincuenta años, con cabellos canosos mal peinados, con
rostro afilado... Un rostro desfigurado horriblemente por
algún miedo indescriptible. Mirada vidriosa, fija en
ningún sitio. Y arañazos. Crueles, profundos arañazos
sanguinolentos, cruzando sus pómulos y labios, su cuello
y manos...
Estaba muerta. El simple color cera de su piel, su rigidez
toda, así lo pregonaban. Al morir, algo la aterrorizó de
forma increíble…
28. 207
… Había caído al suelo bajo el peso de aquel cuerpo sin
vida, pero ahora se dio cuenta de que no se podía
levantar.
Era como un paralítico.
Estaba a merced del diablo.
Y EL DIABLO vino.
Vio con los ojos desencajados sus botas de media caña.
Surgían de la oscuridad.
Vio sus piernas anchas embutidas en unos pantalones
negros.
Sus manos enormes y completamente manchadas de
sangre.
Su cuchillo de desollar.
Sus ojos saltones y enloquecidos, sus facciones brutales,
su lengua que babeaba presa de una excitación indecible.
Se dio cuenta de lo que iba a ocurrir.
Pero no pudo moverse.
El terror era tan intenso que le dejaba sin fuerza en las
venas, sin aliento, sin alma.
Aquel rostro se inclinó sobre él.
De los labios partió una risita demoníaca.
El cuchillo de desollar le abrió las ropas de arriba abajo,
pero no le lastimó la piel. Aquel monstruo manejaba tan
perfectamente el cuchillo como un cirujano maneja el
bisturí…
29. 208
Siguió un grito estremecedor, a su salida. Luego se
produjo el ruido de la caída de un cuerpo y vino a
continuación un silencio opresivo.
En la lejanía se escuchó el ladrar de un perro, rompiendo
el impresionante silencio. Y en el pasillo a que daban las
puertas de las habitaciones, se produjo ruido de pasos.
Una persona avanzaba en dirección a la escalera, como si
lo persiguiese.
Pero su caminar era lento, inseguro.
Por el pasillo, en dirección a la escalera, caminando
como una sonámbula, avanzaba la explosiva rubia
cubierta por una bata. Y en la mano derecha asía un
cuchillo que estaba ligeramente ensangrentado.
Se oyó una leve y burlona carcajada que resultó
escalofriante, como si alguien gozara con el daño que se
iba produciendo prácticamente en cadena.
—No vayas, te matará...
Y se oyó una voz susurrante, que decía:
—Mátalo. Es tu enemigo. Quiere quedarse con todo lo
que te pertenece... Mátalo...
30. 209
La bruma del pantano se había extendido
nuevamente mucho más allá de sus orillas.
Era una bruma pesada, húmeda, que se
calaba en la epidermis y dejaba los pelos
de punta.
—Esta noche voy a ir al pantano, junto a
esos cañaverales— dijo con un tono de voz
que se esforzó para que no trasluciera su
propio miedo—. Debo hacerlo, aunque
sólo sea para dar largas al asunto... De lo
contrario, esta misma noche, quizá, me
tocará morir a mí...
31. 210
Y entonces lo vio.
Estaba allí, agazapado, aproximándose paso a paso,
aquel ser de pesadilla, aquello que era apenas una
«cosa» animada.
La horrible pesadilla se le acercó paso a paso.
—¡No! —balbuceó con una voz sollozante—. ¡A mí no!
Un sordo gruñido brotó de aquella cosa horrenda.
Vio la demoníaca expresión de aquellos ojos salvajes.
Vio el brillo de unos colmillos como no podían existir
otros en ningún otro ser viviente. Vio...
Las zarpas le atraparon entonces. Pudo emitir un
espantoso alarido antes que los colmillos chascaran
contra su carne.
Luego, lo que siguió fue una pesadilla delirante de
sangre y muerte como no podría habérsele ocurrido a la
mente más desquiciada del universo.
La sombra negra de ojos fulgurantes permaneció en la
puerta de la bodega mientras la sangre corría a torrentes
en torno al muerto. Luego, simplemente, se esfumó
como si jamás hubiera estado allí.