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El Mozote

“Que oiga el mundo, cuál es el precio que hemos pagado por la paz de nuestra nación futura”.

Herbert Anaya Sanabria.



“Que la memoria de los mártires no os deje morir en paz”.

Pedro Casaldaliga.




En el año de l984, Herbert Anaya entrevistó en el lugar de los hechos a Rufina Amaya, una sobreviviente
de la masacre de El Mozote. Visitó el lugar de este crimen contra la humanidad para recoger los
testimonios.



Por su consecuencia, lucha, autenticidad, Herbert Anaya fue un gran hombre, sobra decirlo.



Dice Pedro Casaldaliga: “Que la memoria de los mártires no os deje morir en paz”



Hoy, al conmemorar el aniversario de la masacre, recordamos el trabajo de Herbert, por medio de este
su relato, escrito con el fin de rescatar la vivencia sobre uno de los capítulos más abominables de la
guerra contra la población humilde del norte de Morazán.



Hay veces nos insertamos, presurosos, donde nuevas sensaciones inexploradas muestran sus matices;
en una columna informe, el estrecho camino nos conduce hacia El Mozote; llegamos cuando casi todo
comienza. El lugar se encuentra enclavado en el regazo de tres cerros. Ahí las semillas germinaron, no
hubo más pie del hombre o la mujer que las aplastara.
Su única calle ancha, deja entrever su tierra colorada, el tinte se lo dieron los siglos, pero sé que el
verdadero color se lo dio un día la guerra, para quedarse inmóvil diciéndonos algo; mejor dicho:
gritándonos algo.



Nos movemos sin darnos cuenta, casi mecánicos, doblamos por su centro, en lo que fue la plaza. A los
lados, enormes enredaderas han cubierto de sombras las húmedas paredes encorvadas que aun
quedan. Fueron moradas donde la grulla de cipotes corrían jugando escondelero. Los ancianos,
requemados sobre la piedra, mostraban su cansancio arrugado.



Cae la tarde. La ultima tarde del ultimo verano! Las agujas de un tiempo invisible marcan casi las seis.
Mientras tanto, la cocina ríe con el hervor de los frijoles. Juan mira a la Juana , ambos esperan inquietos
llegar la noche.



El chumpe llora, los pericos callan, un alma de chucho corre bobo y rezagado. De pronto, explosiones y
gritos, los morteros se acercan acosando con su negro humo; las ráfagas de fusiles automáticos
intimidan el ánimo. Luego, un enjambre de soldados aparece con la mirada desorbitada, esconden el
miedo en improperios desaforados, vienen en busca del guerrillero.



Salgan todos de sus casas! ¡Afuera, nadie se quede! Todos a la plaza!



El campesino, indignado y sin camisa, sale vociferando en sus adentros: “cuilios cerotes, otro cateo!”



Las mujeres, preocupadas y con delantales prensados de pequeñas manitas llorosas, se van juntando
por la calle, la tensión se va volviendo un pequeño riptus a la muerte. Los viejos enclenques forzan sus
mandíbulas e invocan a Dios. El famélico perro esconde la cola, corre a esconderse en señal de sumisión.



¡Todos ustedes son guerrilleros!, acusa un sargento de nervioso movimiento. Su mano empuña el fusil.
Con el dedo en el gatillo ansía terminar pronto la orden dada por el coronel.



-Mi teniente dice que son guerrilleros, por eso van a morir!
La sentencia estaba echada, un murmullo agitado descorre el velo del silencio. Juan, con una seguridad
espasmosa, agigantado y sin miedo, responde:



-Nosotros aquí nacimos; trabajamos la Jarcia que es nuestra vida.



-También aquí se les va a acabar!, interrumpe el sargento. Ustedes son guerrilleros! Mi coronel nunca
se equivoca! Sólo esperamos la orden de arriba para comenzar la limpieza. Vayan a sus casas, y ay! de
ustedes si asoman las narices o tratan de escapar porque todo esta cercado!



Las protestas crecían sin encontrar un eco, una esperanza; ya no habrían respuestas, otra vez la
expectativa. Las palpitaciones se detienen en el pecho de la Juana. El miedo corre de un lado a otro,
prestando sus favores.



-No nos van a matar, no se preocupen!, le dice Juan para calmarla. La mayoría son niños, aquí no hay
guerrilleros, ellos lo saben por las familias de los soldados que vien aquí.



-Sí...pero no dicen que esto es parejo?, interroga Juana, buscando una certeza de lo imposible.



Los niños duermen ignorando la espera. La anciana presiente lo inevitable, por ello consuela las ultimas
horas, acaricia temblorosa una cabecita suave, sus nietos no crecerán más. Balbucea un padrenuestro,
pero el cansancio casi a domina.



-Todos a la plaza, de nuevo!



Oyéndose la roncosa orden como preludio al desenlace. Son las cinco de la mañana y los grillos chirrían
demasiado tristes, pero nadie los oye. Los gallos, extrañamente, no cantan. El frió penetra hondo. Las
estrellas brillan como siempre, pero esta vez grabando un presagio, la muerte.



-Dos filas de hombres aquí! Señalando el teniente el lugar frente a la ermita. Las mujeres, los viejos y los
niños aquí! Erigiendo la formación de cara a las otras.
La plaza está repleta de humanos. Unos callan otros hablan en entendibles voces. Se entrecruzan claros
lamentos: Mamá, tengo frió, tengo hambre, vámonos para la casa. Una niña de ocho meses llora por la
chiche.



Soldado, por favor, déjenme ir a traer una colcha para envolver a mi hija.



-Para qué, si ya se van a morir?, contesta con prepotencia el uniformado.



Los gritos, las ordenes, los ruegos, los llantos, los rezos, las imprecaciones y los chasquidos de fusiles se
confunden. La deshuesada ronda al momento, impaciente. A veces protesta y se marcha.



Son las siete de la mañana y a lo lejos el ruido claro del pájaro verde con sus aspas negras aparece.



-Todos los hombres a la ermita! Los demás a la casa grande. Que nadie salga, son las ordenes del
teniente!



El motor ensordece, el polvo se levanta impetuoso, viene el coronel. Varios oficiales y civiles armados
hasta los dientes bajan. Son los oficiales que comandan la operación. Y los civiles son los meros de los
escuadrones de la muerte, comentan.




-Hoy sí, rapidito vamos a terminar, agrega un soldado, lanzando una burlona carcajada de ofensiva
careta, escondiéndose en el ámate.



Los niñitos, espantados, buscan protección en las enaguas de sus nanas.
-Ya viene la orden que esperan, se interroga Juana. A todos nos mataran, le responde su mente. Por su
cabeza desfila una sucesión de rápidos recuerdos: las masacres contra el pueblo, las denuncias
internacionales que oyó por la radio, los desmentidos del gobierno. Nos mataran a todos , a mí, a mis
hijos, a mi Juan, a todos, luego dirán que fue un enfrentamiento. Viene a ella la consolación natural que
siempre se presenta antes de la muerte, ya casi terminara esta angustia y sufrimiento, nos iremos
juntos. Malditos! Asesinos! No se olvidará nunca esta matanza.



El coronel discute con los mandos, imparte las ordenes de arriba. Su cara más parece la de una rata, por
su deforme quijada comprimida y abultada en la boca.



-Que nadie se quede, todos son guerrilleros, no hay que dejar simiente de terengos, mucho menos
testigos!



Su traje de campaña y la gordura del que se harta, lo vuelve un personaje notorio, producto del enorme
esfuerzo que hace la caminar. Es el jefe de la tercera brigada. Todo jefe de batallón o fuerza militar
genocida es así, la dictadura es así.



Garbosamente sube al helicóptero. Los militares de civil se quedan, vienen a hacer fácil la misión para
algunos inseguros soldados. Otra vez truenos y polvaredas, el pájaro verde de aspas negras alza el vuelo,
después de una breve calma y prolongado silencio



-Primero los hombres!



-Por qué nos van a matar hijos de puta!?



-Saquen esos dos cabrones! ¡Amárrenlos!



-Somos inocentes!



-Al suelo! No. Boca abajo, pendejo! Terengo culero, dejate morir!
Al instante, el civil armado blande el colin, lo alza con fuerza hacia la oscuridad que lo persigue, baja
cortando el aire con rabia y zas, la cabeza

salta, dando vueltas, arrastra borbollones de sangre, sus lazos con el cuerpo retuercen los últimos
movimientos.



-Traigan al otro terengo cerote, que el otro ya estuvo. No te querés dejar amarrar, sooo cabron? Tiralo al
suelo y ponele las botas en las manos, que quede libre la cabeza! Eso es! Ves que fácil! Nunca aprenden
soldados de mierda!, grita el civil, experto miembro del escuadrón de la muerte.



-Vamos, apúrense, hay que terminar ligero!, grita mientras limpia el filo hiriente en el monte, todavía
atorado de carne. Sus fibrosos bíceps se han hinchado por el ejercicio, es su trabajo de verdugo; el sudor
se jineta en el entrecejo, corriendo a las cóncavas regiones. Sus reflejos hacen que el dorso de la mano
las restriegue, sin resultado. Sacude la cabeza, avanza, se detiene, puntos negros comprimen su
pequeño cerebro.



-Hey, yo ya me canse, delen ustedes a estos babosos!



La orden pasó inadvertida, balas y estocadas se juntaban ya a decenas de cuerpos. Se abren los pechos,
pedazos de vísceras gelatinosas se esparcen; los músculos, deshilados, se desprenden en los
entronques. La pólvora deja la piel pringada ante el disparo a corta distancia. Los quejidos persiguen el
dolor efímero, un filazo desorientado mella su ángulo en la piedra, alcanza a cortar secciones del brazo,
dejando descubierto el húmero, como espiando.



-Ya la cagué!



Rápido vuelve al golpe, acertando a desbaratar la columna.



-Hoy sí, ya estuvo!
Luego nada, todo termina. La sangre y su olor a hierro se junta en el cáliz de la flor, para la postrera
venganza del pueblo.



-Ahora démole a las mujeres!, expresa, mientras sacude con fuerza las manos, de las cuales no se
sueltan las manchas rojas.



-Pero antes de darles merengue, hay que coger a esas putas! No las vamos a desperdiciar...verdad,
sargento?



El sargento mueve la cabeza, dando su asentimiento.



-Pero primero hay que matar a todas las viejas, mucho gritan y no vamos a pisar en paz!



La ametralladora escupe su rabia, intermitente el apaga llamas, frente a un cerro de cabellos y de
trenzas entrecanas; los huesos amarillentos, rápido se desmoronan entre epidermis enjutas. Por las
veredas, hacia los montes, arrastran a grupos de púberes mujeres.



El traqueteo de la sesenta a veces se calla para que los gritos ahogados se oigan.



-Traigan ahora a las mujeres paridas!



-Sí, teniente, pero hay unos cipotes que no les sueltan las naguas.



-Comiencen a matarlas junto a esos cabroncitos, que se nos hace tarde!



El norte dicembrino hacía acostarse el Jaragua. Por la calle, bocanadas de agitado aire arremolinado
asciende empolvado a las alturas. Los cutes de vidriosa lente aguda se unen con sus alas extendidas
hacia aquella fantasmal figura, rondan con su despacioso vuelo. El cielo comienza a cerrarse, atrayendo
los colores de un frió verano.
-Mi teniente terminamos con todas las mujeres, por fin terminamos!



-Muy bien, sargento! Ordene que los soldados saquen de aquella casa redes de tusa. Préndanle fuego a
los muertos, que se quemen con todo y casas!



-Sí, mi teniente! Pero aquí hay que vigilar, no vaya a ser que un muerto salga huyendo de la
achicharrada.



-No ande creyendo en esas cosas, sargento!



-Sí, pero los informes dan cuenta que aquí habían brujos que ayudaban a los terengos!



-Deje de hablar y cumpla la orden!



Descomunales llamas corren hacia arriba, desde la base de la antorcha humana que recuerdan a los
diferentes mártires en las distintas épocas, los siempre buscadores de la verdad, los exploradores de
nuevas formas de libertad. Un soldado extasiado contempla el espectáculo, mientras murmuran otros.




-Ya dieron la orden de darle mecha a todos los cipotes.



-Puta, yo a cipotes no mato, son un vergo y hay unos bien bonitos! Son más de quinientos!, contesta con
el asomo de remordimiento que aun le queda.



-Si no lo hacés con ellos, con nosotros lo van a hacer cuando crezcan. Así que vamos, nada te sacás de
estar viendo y oliendo carne quemada.
La noche hace sentir su fúnebre aroma. Un búho sacado del cuento lúgubre, refleja la luz de la hoguera,
quiza es Poe escribiendo versos quizà Suárez, Gueimain o Dalton, esculpiendo el sufrir del pueblo en un
trozo de firmamento, para que lea y oiga el mundo, cual es el precio de la paz de nuestra nación futura.



Los niños ya no gritan, es una especie de silencio que atormenta a malvados y a la vez esperanza para
los pobres del planeta; es indescriptible el suplicio. Un infante lo lanzan hacia arriba y un soldado lo
recibe atravesándole la bayoneta por el tronco. Riéndose, bota el pequeño corazón dentro de un pozo
artesano.



-Aquí tírenlos, en este pozo!, dice otro soldado, señalando el oscuro agujero, cortado en punta por la
proyección de la luna. En el fondo, desesperados chapoteos se ahogan por el peso de otros cuerpos,
unos vivos, otros muertos. Del palito de manzanos, frutos postizos danzan, inertes, al vaivén del viento.
Ahorcados hicieron a tantas criaturas los chacales, mientras los ecos repiten interminables "mamá,
mamá, nos matan!"



El conjunto del llanto clamorea a la conciencia: venganza!



"Mamá, el cuchillo nos mata!". El justo clama justicia, justicia clama.."mamá nos están ahogando"!



Venganza, venganza de mi pecho salta! Un arma, un fusil para matar al asesino! Un arma, un arma para
matar al oscurantismo!.



-Charli, Charli! Aquí torre blanca. Coronel: la misión fue cumplida, cambio!



PRENSA GRAFICA: CONTUNDENTE DERROTA MILITAR SUFREN SUBVERSIVOS!! "Por lo menos 600 bajas
sufren los terroristas, nuestra gloriosa fuerza armada después de incruentos combates derroto las
hueste comunistas en el lugar conocido como el mozote, números fueron los heridos abandonados por
los desmoralizados guerrilleros".
Señora Rufina Amaya: es usted una de los dos sobrevivientes de esta matanza, “si yo soy”. Puede
relatarnos lo sucedido aquí? “El once de diciembre de mil novecientos ochenta y uno, luego de un
mortereo, entraron los soldados y nos sacaron a la plaza. Mataron a hombres, ancianos, mujeres
embarazadas, cipotíos y hasta teirnitos”.



La cámara sigue sus movimientos, reconstruyendo los hechos.



-Fue la fuerza armada, insistía, hace tres años, hace tres años, no lo puedo olvidar!



Ni el pueblo lo olvida, contestamos.



Descansamos en un pedregal, bajo un aceituno. Unos huesos verduscos nos miran, siempre serán los
mudos testigos que hablarán de tanta sangre inocente. Hablarán hoy y tambien mañana!



Un aguacero se deshace, cerniendo más el calor. La grabadora revisa el estado del testimonio; el zacate
crecido nos sirve de cortina, contraviento de las inclemencias. Enormes enredaderas han cubierto de
sombras las húmedas paredes encorvadas que aun quedan.



Herbert Anaya Sanabria, 1984

Nuestra voz no la callarán nunca!

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  • 1. El Mozote “Que oiga el mundo, cuál es el precio que hemos pagado por la paz de nuestra nación futura”. Herbert Anaya Sanabria. “Que la memoria de los mártires no os deje morir en paz”. Pedro Casaldaliga. En el año de l984, Herbert Anaya entrevistó en el lugar de los hechos a Rufina Amaya, una sobreviviente de la masacre de El Mozote. Visitó el lugar de este crimen contra la humanidad para recoger los testimonios. Por su consecuencia, lucha, autenticidad, Herbert Anaya fue un gran hombre, sobra decirlo. Dice Pedro Casaldaliga: “Que la memoria de los mártires no os deje morir en paz” Hoy, al conmemorar el aniversario de la masacre, recordamos el trabajo de Herbert, por medio de este su relato, escrito con el fin de rescatar la vivencia sobre uno de los capítulos más abominables de la guerra contra la población humilde del norte de Morazán. Hay veces nos insertamos, presurosos, donde nuevas sensaciones inexploradas muestran sus matices; en una columna informe, el estrecho camino nos conduce hacia El Mozote; llegamos cuando casi todo comienza. El lugar se encuentra enclavado en el regazo de tres cerros. Ahí las semillas germinaron, no hubo más pie del hombre o la mujer que las aplastara.
  • 2. Su única calle ancha, deja entrever su tierra colorada, el tinte se lo dieron los siglos, pero sé que el verdadero color se lo dio un día la guerra, para quedarse inmóvil diciéndonos algo; mejor dicho: gritándonos algo. Nos movemos sin darnos cuenta, casi mecánicos, doblamos por su centro, en lo que fue la plaza. A los lados, enormes enredaderas han cubierto de sombras las húmedas paredes encorvadas que aun quedan. Fueron moradas donde la grulla de cipotes corrían jugando escondelero. Los ancianos, requemados sobre la piedra, mostraban su cansancio arrugado. Cae la tarde. La ultima tarde del ultimo verano! Las agujas de un tiempo invisible marcan casi las seis. Mientras tanto, la cocina ríe con el hervor de los frijoles. Juan mira a la Juana , ambos esperan inquietos llegar la noche. El chumpe llora, los pericos callan, un alma de chucho corre bobo y rezagado. De pronto, explosiones y gritos, los morteros se acercan acosando con su negro humo; las ráfagas de fusiles automáticos intimidan el ánimo. Luego, un enjambre de soldados aparece con la mirada desorbitada, esconden el miedo en improperios desaforados, vienen en busca del guerrillero. Salgan todos de sus casas! ¡Afuera, nadie se quede! Todos a la plaza! El campesino, indignado y sin camisa, sale vociferando en sus adentros: “cuilios cerotes, otro cateo!” Las mujeres, preocupadas y con delantales prensados de pequeñas manitas llorosas, se van juntando por la calle, la tensión se va volviendo un pequeño riptus a la muerte. Los viejos enclenques forzan sus mandíbulas e invocan a Dios. El famélico perro esconde la cola, corre a esconderse en señal de sumisión. ¡Todos ustedes son guerrilleros!, acusa un sargento de nervioso movimiento. Su mano empuña el fusil. Con el dedo en el gatillo ansía terminar pronto la orden dada por el coronel. -Mi teniente dice que son guerrilleros, por eso van a morir!
  • 3. La sentencia estaba echada, un murmullo agitado descorre el velo del silencio. Juan, con una seguridad espasmosa, agigantado y sin miedo, responde: -Nosotros aquí nacimos; trabajamos la Jarcia que es nuestra vida. -También aquí se les va a acabar!, interrumpe el sargento. Ustedes son guerrilleros! Mi coronel nunca se equivoca! Sólo esperamos la orden de arriba para comenzar la limpieza. Vayan a sus casas, y ay! de ustedes si asoman las narices o tratan de escapar porque todo esta cercado! Las protestas crecían sin encontrar un eco, una esperanza; ya no habrían respuestas, otra vez la expectativa. Las palpitaciones se detienen en el pecho de la Juana. El miedo corre de un lado a otro, prestando sus favores. -No nos van a matar, no se preocupen!, le dice Juan para calmarla. La mayoría son niños, aquí no hay guerrilleros, ellos lo saben por las familias de los soldados que vien aquí. -Sí...pero no dicen que esto es parejo?, interroga Juana, buscando una certeza de lo imposible. Los niños duermen ignorando la espera. La anciana presiente lo inevitable, por ello consuela las ultimas horas, acaricia temblorosa una cabecita suave, sus nietos no crecerán más. Balbucea un padrenuestro, pero el cansancio casi a domina. -Todos a la plaza, de nuevo! Oyéndose la roncosa orden como preludio al desenlace. Son las cinco de la mañana y los grillos chirrían demasiado tristes, pero nadie los oye. Los gallos, extrañamente, no cantan. El frió penetra hondo. Las estrellas brillan como siempre, pero esta vez grabando un presagio, la muerte. -Dos filas de hombres aquí! Señalando el teniente el lugar frente a la ermita. Las mujeres, los viejos y los niños aquí! Erigiendo la formación de cara a las otras.
  • 4. La plaza está repleta de humanos. Unos callan otros hablan en entendibles voces. Se entrecruzan claros lamentos: Mamá, tengo frió, tengo hambre, vámonos para la casa. Una niña de ocho meses llora por la chiche. Soldado, por favor, déjenme ir a traer una colcha para envolver a mi hija. -Para qué, si ya se van a morir?, contesta con prepotencia el uniformado. Los gritos, las ordenes, los ruegos, los llantos, los rezos, las imprecaciones y los chasquidos de fusiles se confunden. La deshuesada ronda al momento, impaciente. A veces protesta y se marcha. Son las siete de la mañana y a lo lejos el ruido claro del pájaro verde con sus aspas negras aparece. -Todos los hombres a la ermita! Los demás a la casa grande. Que nadie salga, son las ordenes del teniente! El motor ensordece, el polvo se levanta impetuoso, viene el coronel. Varios oficiales y civiles armados hasta los dientes bajan. Son los oficiales que comandan la operación. Y los civiles son los meros de los escuadrones de la muerte, comentan. -Hoy sí, rapidito vamos a terminar, agrega un soldado, lanzando una burlona carcajada de ofensiva careta, escondiéndose en el ámate. Los niñitos, espantados, buscan protección en las enaguas de sus nanas.
  • 5. -Ya viene la orden que esperan, se interroga Juana. A todos nos mataran, le responde su mente. Por su cabeza desfila una sucesión de rápidos recuerdos: las masacres contra el pueblo, las denuncias internacionales que oyó por la radio, los desmentidos del gobierno. Nos mataran a todos , a mí, a mis hijos, a mi Juan, a todos, luego dirán que fue un enfrentamiento. Viene a ella la consolación natural que siempre se presenta antes de la muerte, ya casi terminara esta angustia y sufrimiento, nos iremos juntos. Malditos! Asesinos! No se olvidará nunca esta matanza. El coronel discute con los mandos, imparte las ordenes de arriba. Su cara más parece la de una rata, por su deforme quijada comprimida y abultada en la boca. -Que nadie se quede, todos son guerrilleros, no hay que dejar simiente de terengos, mucho menos testigos! Su traje de campaña y la gordura del que se harta, lo vuelve un personaje notorio, producto del enorme esfuerzo que hace la caminar. Es el jefe de la tercera brigada. Todo jefe de batallón o fuerza militar genocida es así, la dictadura es así. Garbosamente sube al helicóptero. Los militares de civil se quedan, vienen a hacer fácil la misión para algunos inseguros soldados. Otra vez truenos y polvaredas, el pájaro verde de aspas negras alza el vuelo, después de una breve calma y prolongado silencio -Primero los hombres! -Por qué nos van a matar hijos de puta!? -Saquen esos dos cabrones! ¡Amárrenlos! -Somos inocentes! -Al suelo! No. Boca abajo, pendejo! Terengo culero, dejate morir!
  • 6. Al instante, el civil armado blande el colin, lo alza con fuerza hacia la oscuridad que lo persigue, baja cortando el aire con rabia y zas, la cabeza salta, dando vueltas, arrastra borbollones de sangre, sus lazos con el cuerpo retuercen los últimos movimientos. -Traigan al otro terengo cerote, que el otro ya estuvo. No te querés dejar amarrar, sooo cabron? Tiralo al suelo y ponele las botas en las manos, que quede libre la cabeza! Eso es! Ves que fácil! Nunca aprenden soldados de mierda!, grita el civil, experto miembro del escuadrón de la muerte. -Vamos, apúrense, hay que terminar ligero!, grita mientras limpia el filo hiriente en el monte, todavía atorado de carne. Sus fibrosos bíceps se han hinchado por el ejercicio, es su trabajo de verdugo; el sudor se jineta en el entrecejo, corriendo a las cóncavas regiones. Sus reflejos hacen que el dorso de la mano las restriegue, sin resultado. Sacude la cabeza, avanza, se detiene, puntos negros comprimen su pequeño cerebro. -Hey, yo ya me canse, delen ustedes a estos babosos! La orden pasó inadvertida, balas y estocadas se juntaban ya a decenas de cuerpos. Se abren los pechos, pedazos de vísceras gelatinosas se esparcen; los músculos, deshilados, se desprenden en los entronques. La pólvora deja la piel pringada ante el disparo a corta distancia. Los quejidos persiguen el dolor efímero, un filazo desorientado mella su ángulo en la piedra, alcanza a cortar secciones del brazo, dejando descubierto el húmero, como espiando. -Ya la cagué! Rápido vuelve al golpe, acertando a desbaratar la columna. -Hoy sí, ya estuvo!
  • 7. Luego nada, todo termina. La sangre y su olor a hierro se junta en el cáliz de la flor, para la postrera venganza del pueblo. -Ahora démole a las mujeres!, expresa, mientras sacude con fuerza las manos, de las cuales no se sueltan las manchas rojas. -Pero antes de darles merengue, hay que coger a esas putas! No las vamos a desperdiciar...verdad, sargento? El sargento mueve la cabeza, dando su asentimiento. -Pero primero hay que matar a todas las viejas, mucho gritan y no vamos a pisar en paz! La ametralladora escupe su rabia, intermitente el apaga llamas, frente a un cerro de cabellos y de trenzas entrecanas; los huesos amarillentos, rápido se desmoronan entre epidermis enjutas. Por las veredas, hacia los montes, arrastran a grupos de púberes mujeres. El traqueteo de la sesenta a veces se calla para que los gritos ahogados se oigan. -Traigan ahora a las mujeres paridas! -Sí, teniente, pero hay unos cipotes que no les sueltan las naguas. -Comiencen a matarlas junto a esos cabroncitos, que se nos hace tarde! El norte dicembrino hacía acostarse el Jaragua. Por la calle, bocanadas de agitado aire arremolinado asciende empolvado a las alturas. Los cutes de vidriosa lente aguda se unen con sus alas extendidas hacia aquella fantasmal figura, rondan con su despacioso vuelo. El cielo comienza a cerrarse, atrayendo los colores de un frió verano.
  • 8. -Mi teniente terminamos con todas las mujeres, por fin terminamos! -Muy bien, sargento! Ordene que los soldados saquen de aquella casa redes de tusa. Préndanle fuego a los muertos, que se quemen con todo y casas! -Sí, mi teniente! Pero aquí hay que vigilar, no vaya a ser que un muerto salga huyendo de la achicharrada. -No ande creyendo en esas cosas, sargento! -Sí, pero los informes dan cuenta que aquí habían brujos que ayudaban a los terengos! -Deje de hablar y cumpla la orden! Descomunales llamas corren hacia arriba, desde la base de la antorcha humana que recuerdan a los diferentes mártires en las distintas épocas, los siempre buscadores de la verdad, los exploradores de nuevas formas de libertad. Un soldado extasiado contempla el espectáculo, mientras murmuran otros. -Ya dieron la orden de darle mecha a todos los cipotes. -Puta, yo a cipotes no mato, son un vergo y hay unos bien bonitos! Son más de quinientos!, contesta con el asomo de remordimiento que aun le queda. -Si no lo hacés con ellos, con nosotros lo van a hacer cuando crezcan. Así que vamos, nada te sacás de estar viendo y oliendo carne quemada.
  • 9. La noche hace sentir su fúnebre aroma. Un búho sacado del cuento lúgubre, refleja la luz de la hoguera, quiza es Poe escribiendo versos quizà Suárez, Gueimain o Dalton, esculpiendo el sufrir del pueblo en un trozo de firmamento, para que lea y oiga el mundo, cual es el precio de la paz de nuestra nación futura. Los niños ya no gritan, es una especie de silencio que atormenta a malvados y a la vez esperanza para los pobres del planeta; es indescriptible el suplicio. Un infante lo lanzan hacia arriba y un soldado lo recibe atravesándole la bayoneta por el tronco. Riéndose, bota el pequeño corazón dentro de un pozo artesano. -Aquí tírenlos, en este pozo!, dice otro soldado, señalando el oscuro agujero, cortado en punta por la proyección de la luna. En el fondo, desesperados chapoteos se ahogan por el peso de otros cuerpos, unos vivos, otros muertos. Del palito de manzanos, frutos postizos danzan, inertes, al vaivén del viento. Ahorcados hicieron a tantas criaturas los chacales, mientras los ecos repiten interminables "mamá, mamá, nos matan!" El conjunto del llanto clamorea a la conciencia: venganza! "Mamá, el cuchillo nos mata!". El justo clama justicia, justicia clama.."mamá nos están ahogando"! Venganza, venganza de mi pecho salta! Un arma, un fusil para matar al asesino! Un arma, un arma para matar al oscurantismo!. -Charli, Charli! Aquí torre blanca. Coronel: la misión fue cumplida, cambio! PRENSA GRAFICA: CONTUNDENTE DERROTA MILITAR SUFREN SUBVERSIVOS!! "Por lo menos 600 bajas sufren los terroristas, nuestra gloriosa fuerza armada después de incruentos combates derroto las hueste comunistas en el lugar conocido como el mozote, números fueron los heridos abandonados por los desmoralizados guerrilleros".
  • 10. Señora Rufina Amaya: es usted una de los dos sobrevivientes de esta matanza, “si yo soy”. Puede relatarnos lo sucedido aquí? “El once de diciembre de mil novecientos ochenta y uno, luego de un mortereo, entraron los soldados y nos sacaron a la plaza. Mataron a hombres, ancianos, mujeres embarazadas, cipotíos y hasta teirnitos”. La cámara sigue sus movimientos, reconstruyendo los hechos. -Fue la fuerza armada, insistía, hace tres años, hace tres años, no lo puedo olvidar! Ni el pueblo lo olvida, contestamos. Descansamos en un pedregal, bajo un aceituno. Unos huesos verduscos nos miran, siempre serán los mudos testigos que hablarán de tanta sangre inocente. Hablarán hoy y tambien mañana! Un aguacero se deshace, cerniendo más el calor. La grabadora revisa el estado del testimonio; el zacate crecido nos sirve de cortina, contraviento de las inclemencias. Enormes enredaderas han cubierto de sombras las húmedas paredes encorvadas que aun quedan. Herbert Anaya Sanabria, 1984 Nuestra voz no la callarán nunca!