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By Zoe Raphaelle<br />el gato y la silla<br />La silla estaba vacía.<br />Una y otra vez se contemplaba en el espejo añejo que descansaba colgando en el otro extremo de la habitación, con la vana esperanza de que alguien se materializase allí para librarla de su soledad. Cerraba sus ojos, contaba hasta diez y los volvía a abrir. Pero nada. Ni siquiera una mota de polvo se atrevía a posarse sobre la áspera superficie de la madera de aquel objeto. Después de todo, era una silla. ¿Quién podía quererla a ella, si tan sólo era un insignificante mueble sin utilidad alguna?<br />Su creador la había dotado de un insulso atractivo. Su exterior astillado sólo servía para dañar a todo aquel que se atrevía a acercarse y su respaldo, cuajado por el pasar del tiempo, parecía incapaz de servir de reposo a alguien en su cansancio vespertino. Sus patas, en lugar de estar firmes como pilares dignos de sostener cualquier adversidad, lograban erguirse apenas, torciéndose en ángulos enclenques que amenazaban con abrirse aún más ante la más mínima presión. En definitivamente, era una porquería de silla. La menos digna, la humillación del género. ¿Quién podría desearla, tan pueril y vulgar como una media sucia?<br />Los años pasaban, mientras ella seguía allí, esperando en solitario, soñando con un futuro que sólo podía construirse en compañía. Hasta que un día, llegó un viejo gato tuerto. Rengueaba y su pelaje negro iba dejando estelas oscuras sobre el parqué de la sala en su poco equilibrado andar. Cuando notó su presencia, se detuvo por completo, poniendo una expresión tan pasmada como un simple felino podía hacerlo. La contempló con su mirada distorsionada de la realidad; ladeó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Se desperezó, abriendo sus gigantescas fauces –casi como le aburriera la presencia de la silla-, y finalmente se acercó. La olfateó, indeciso, como si nada en ella lo convenciera para explorar su rugoso tacto. Pero, tras un largo rato de análisis, se encogió y con un lánguido salto se encaramó a su asiento. Rugió disgustado al sentir como las astillas se clavaban en su delicada piel, aunque luego de un primer momento de tortura, acabó por acostumbrarse y se recostó plácidamente sobre ella. En ese momento, la silla fue completa y enteramente feliz.<br />Mucho tiempo permanecieron así, juntos e inseparables. Algunos opinaban que eran almas gemelas; otros, que eran ambos tan disfuncionales que habían aprendido a contentarse con las imperfecciones de su compañero. Pero llegó el momento en que el animal decidió marcharse por donde había venido. No causó mucho revuelo, simplemente se puso de pie y con un torpe salto cayó al suelo y se fue renqueando, quejándose con maullidos de disgusto por la sensación incómoda que la superficie astillada de la silla había dejado en su ser. Unos cuantos cabellos del gato permanecieron con la silla, adornándola con un arte tan mediocre como su propia tosquedad. ¿Quién podría quererla ahora, tan indecente e impresentable como el basural del barrio?<br />El gato la había querido tal y como era. Probablemente, lo seguiría haciendo por más que la hubiera abandonado. Después de todo, alguien tan particularmente anodino como aquella silla no se olvidaba tan fácil. La pobre encontró algo de consuelo en ese hecho, recordando los buenos momentos en los que el felino la había impregnado con su vital calidez. De pronto, creyó sentir una vez más el contacto del suave pelaje del animal con su propia dermis. Un cosquilleo la recorrió de patas a respaldo. ¡El gato estaba allí! ¡No la había abandonado! Entusiasta, quiso conmemorar aquel momento para siempre, dirigiendo su mirada hacia el espejo empotrado en la pared, al otro lado de la habitación. Lo contempló, atónita. Cerró los ojos, contó hasta diez y los volvió a abrir. <br />La silla estaba vacía.<br />

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