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El Supremo Poder
de Roberto Valenciade Roberto Valencia
El Supremo Poder (R. Valencia)
1
Sinopsis
La historia de un mentor, de un hombre inteligente y sensible. José Manuel Luna Torres
es un hombre exitoso; con gusto por el orden, modo en el vestir y cercana lozanía.
Ingenioso. Reconocido (en secreto) por ser el famoso creador de los espacios bellos.
Ingeniero civil de profesión. Fue al interior del proceso de aprendizaje que intuyó la
posibilidad de influir en la vida del país, para sentar en su silla más preciada al hombre
que él escogería y prepararía. Un relato con lo inevitable del destino. El destino, el
supremo poder, la señora buena que va adelante de nosotros en el camino dejándonos
migajas, espejitos, lucecitas…
El Supremo Poder (R. Valencia)
2
El Supremo Poder
de Roberto Valencia Galván
El Supremo Poder (R. Valencia)
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Para M H Alejandro…
El Supremo Poder (R. Valencia)
4
Una historia por ahí de la década de los setentas, ochentas…
Primera Parte
El Supremo Poder (R. Valencia)
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José Manuel Luna Torres, a un costado de la multitud, volteaba impaciente en espera de
Pablo Alonso, entre tanto, no perdía de vista al gobernador que atendía asuntos breves,
como era su costumbre cada vez que el grupo amigo de empresarios desayunaba con él.
Fue un emisario personal del funcionario quien previamente informó a José del interés
que había en el hombre fuerte en la zona por hablarle.
Pablo Alonso apareció sofocado al fondo del grupo integrado por patrones,
congresistas, amigos y uno que otro adulador, estiró el cuello y encontró la mano de
Luna Torres quien le llamaba sin pronunciar palabra.
—¿Qué pasó, señor?
—Voy a hablar con don Carlos, quédate aquí conmigo, quiero aprovechar la
oportunidad para presentarte.
Pablo Alonso Coronel era un joven de veintisiete años, de tez morena y de cuerpo
ejercitado. Hacía aproximadamente siete años que recibía impulso y sostén económico
de Luna Torres. Entre sus cualidades contaba con estudios de posgrado en derecho
constitucional y una sensibilidad especial para entender y hacer política. Recién
egresado del alma mater, en la unión americana, ingresó con ayuda de su benefactor
como colaborador de una dirección general cautivante: la de servicios electorales de la
Cámara de Diputados, lugar donde luchaba por apuntarse los primeros aciertos que
algún día le llevaran a convertirse en respetado funcionario, ocupante de una de sus
curules y aspirante viable a puestos de elección popular. Nativo de Yautepec, pueblo del
que soñaba llegar a ser hijo pródigo, colaboraba en tiempos de ocio como asesor
político y legal del “Grupo Cívico Morelos”, movimiento popular fundado y presidido
por su hermano Diego Alonso.
—¿Te cansaste?
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—Es que me vine corriendo –respondió todavía jadeante.
—¿Pues no que haces mucho ejercicio? –con tono burlón.
—Es que Tecla me dijo que me viniera ¡en chinga! …
—Está bien, relájate, no te me separes –tomándole por la nuca.
Carlos Vargas de Terán, quien recibiera su nominación como candidato a la gubernatura
del estado de Morelos, en momentos en que la imagen de los gobernantes locales, todos
procedentes del mismo grupo político, registraba su peor época, estableció desde un
principio que de ser él el elegido, su gobierno se sustentaría en el diálogo directo y
absoluto con todos y cada uno de los movimientos, y agrupaciones, sólo emanados del
pueblo; además, de eliminar todas aquellas plazas y programas que no justificaran su
existencia. –“Antes de comer, primero vamos a definir quiénes tienen derecho a
sentarse en la mesa.” –dijo para no dejar lugar a dudas, acalorado y dispuesto, en la
tarima de discursos de su cierre de campaña. La postura del, en aquel entonces,
candidato, y las innumerables reuniones con los diferentes grupos y asociaciones,
surtieron tal efecto entre los votantes que meses más tarde permitió que ganara el reñido
puesto en las elecciones más disputadas de las que se tuvieran registro y memoria en el
estado.
—¡José Manuel… José Manuel! –gritos del gobernador a la par de estar escuchando
reseña laboral de un subalterno– Acompáñame a mi casa, que te recojan allá.
—Sí, don Carlos.
José Manuel Luna Torres giró y su mirada encontró a la de su chofer, el de apelativo
“Tecla”, que siempre permanecía atento a nuevas instrucciones de su jefe.
—Pablo vete con Tecla y alcáncenme en casa de don Carlos.
—Sí, señor.
Luna Torres miró nuevamente a Tecla y con una breve señal le indicó que Pablo Alonso
llevaba las instrucciones.
—¿Nos vamos? –inquirió el gobernador.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—Cuando diga, don Carlos.
José rodeó la impecable camioneta obscura y abordó del lado contrario al que, por
costumbre, sabía él como unos pocos más, siempre ocupaba el jefe político de la zona.
La caravana formada por cuatro vehículos emprendió la partida acompañada del
movimiento de hombres, señales y sonidos de puertas al cerrar; más de uno pensaba que
una sirena sería menos escandalosa, incluyendo al propio gobernador que empezaba a
cansarse de señalarlo.
Afuera en la avenida pavimento, casas y árboles comenzaron a moverse. Luna Torres
miraba el pasar de todos ellos fingiendo no prestar atención a las instrucciones que en el
interior del vehículo el hombre de mayor rango daba al licenciado Valerio Junco, su
secretario particular, hombre adusto que, agenda en mano, anotaba sin repetir aún
cuando las instrucciones fluyeran con demasiada rapidez; en la espera, José poco a poco
comenzó a mover la pierna con un brincoteo incesante, consecuencia natural de un
toque de impaciencia lógica por el acontecimiento.
—¡Me pones nervioso, Lucho! –le expresaron al lado, deteniéndole el movimiento con
la mano en la rodilla.
—Perdón, don Carlos.
Lucho era mote: era el sobrenombre con el que Vargas de Terán refería de Luna Torres
cuando estaban en confianza. En una ocasión, en presencia del gobernante, el del mote
se jactó, fatuo, de conocer y poseer la mayor colección de disco de Lucha Reyes, su
interprete favorita. Vargas de Terán, con toda la libertad de la fuerza que da una buena
amistad, y el ánimo de varios coñacs, decretó desde esa noche bautizarlo con el
ingenioso apodo; un aporte dúctil que recordara para siempre a los presentes la ocasión.
Era domingo y, salvo eventos como los desayunos de cada mes con los amigos del
estado o algún acontecimiento oficial en la capital, el titular del gobierno estatal tenía
por costumbre descansar en casa, con su familia. Esta vez un importante encargo hizo
que ese día se viera obligado a perturbar la costumbre.
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—Necesito que me hagas un favor –ahora sí, concretito sobre Luna Torres.
—Usted dirá, don Carlos.
—Don Alfredo del Rosal quiere remozar una casa ubicada allá por el rumbo de
Coyoacán, en la ciudad de México, y yo le propuse que lo hicieras tú.
—¿Remozar? –totalmente extrañado.
—Sí. Es casa de sus suegros, me parece, y quiere cambiarse a vivir allá. El caso es que
por su esposa no desea modificarla demasiado, pero sí lo suficiente para que quede algo
a su gusto y funcional para lo que él necesita. Tiene que ser un trabajo muy dedicado e
inteligente para satisfacer: tanto a su esposa que no quiere que cambie mucho, por el
recuerdo, tú sabes, y a él que necesita de cierta comodidad para vivir; además, debe
mantener el estilo original. ¿Puedes?
Luna Torres lo miró fijamente por algunos segundos.
—¿Le puedo hacer una pregunta? –finalmente expresó.
—No. Ya sé lo que me vas a preguntar.
—¿Por qué yo? –sin atender a la negativa.
—Capitán, que entren por atrás. –El gobernante hizo evidente su deseo de hablar a solas
con su acompañante.
—Sí, señor. –El capitán Solís, jefe de escoltas, radió a todos la clave.
El convoy evitaba tener que rodear la propiedad cuando ingresaban por esa puerta que
fue ideada, ex profeso, cuando Vargas de Terán fue enterado del resultado de las
elecciones. La comitiva se apeó y en poco tiempo instaló al gobernador ysu invitado en
los jardines cercanos a la residencia.
—Recientemente don Alfredo ha emergido con mucha fuerza para presidenciable y
quiero, de alguna manera, mantenerme cerca de él –manifestó Vargas de Terán una vez
que caminaban solos.
—Por mí no hay problema. La cuestión es que no creo que él me tenga confianza,
después de lo que pasó.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—Yo sé mi juego, Lucho. Olvídate del pasado y acepta.
—¿Él sabe quién soy yo?
—Sabe de tu trabajo y eso es suficiente.
—Me imagino que tendré que entrevistarme con él.
—Ya está todo arreglado: te espera mañana a las ocho en su oficina.
—¿Hay algún propósito en especial, don Carlos? –escéptico y preciso.
—Nada, Lucho; simplemente, don Alfredo me ha hecho digno de su confianza y yo
busco que gente de la mía sea la que esté entre nosotros.
—Está bien, don Carlos. Gracias. Ahí estaré; usted sabe que cuenta conmigo.
—Qué bueno, Lucho. Cuando termines le hablas a Valerio yle dices dónde estás, yo me
comunico contigo.
—Está bien, señor. Aprovechando que estamos solos, señor, de un tiempo atrás he
ayudado a un joven muy inteligente, disciplinado y hábil. Actualmente está trabajando
en la Cámara de Diputados. Me parece que a usted le sería de mucha utilidad. Estoy
seguro que es una persona a la que se le puede sacar provecho.
—¿Me lo estás recomendando?
—Tiene cualidades.
Carlos Vargas de Terán lo miró buscando en el rostro muestra de las intenciones.
—Dile que hable con Valerio.
—¿Mañana?
—Sí.
—Correcto, señor.
José Manuel Luna Torres se despidió y caminó de regreso a su automóvil pensando, ya,
en las consecuencias de la desagradable noticia. Alfredo del Rosal Márquez, hombre
con quien se presentaron roces de consideración, cuando siendo el titular de la
Secretaría de Comunicaciones y Transportes benefició a constructoras de su parentela
en competencia con el equipo de Luna Torres, en un proyecto de obra pública, era la
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persona que menos convenía, ahora, a los intereses de su grupo de trabajo. José sabía,
de sobra, que Carlos Vargas de Terán, por su trayectoria política y por su cercanía con
el grupo en el poder, perfilaba con claridad para formar parte del gabinete presidencial
del próximo gobierno, pero jamás calculó que Del Rosal fuera el hombre sobre quién
pudiera caer la nominación del partido, al cargo de aspirante más viable. En ese
momento se engendró en él la desconfianza natural que la confusión de los hechos
recientes le provocaron. Y aunque Vargas de Terán era una persona en la que, sentía,
podía confiar, éste no dejaba de ser un político que, como todos, movía piezas en busca
de estrategias para su beneficio.
De cualquier forma tendría que salir algo bueno. Ahora sabía que Del Rosal podría ser
el elegido y el principal beneficiado ya era él, que recibía la oportunidad, por si sola, de
mejorar su condición y de poder establecer un plan certero para acomodar a su pupilo en
cualquiera de las filas del próximo gobierno. A José le urgía definir una estrategia para
instalar Pablo Alonso en el remolino político que se avecinaba. Y qué mejor forma de
empezar que conociendo con antelación el caminito; además, el momento fue
inmejorable: porque a cambio de un favor, pudo solicitar ayuda para Pablo Alonso. Así
que, viéndolo bien, el viento soplaba a favor.
Buscó a su prole y cuando los ubicó les indicó con el brazo en alto que iniciaban la
retirada.
—Gracias, capitán –despidiéndose de mano, como siempre lo hacían con él.
—¿Ya, señor? Que le vaya bien.
Tecla embragó la reversa y puso en marcha el automóvil, una vez que todos los que
correspondían estuvieron abordó.
—Vámonos. Ahora si métele la pata –para uno–; voy para México, Pablo, ¿dónde te
dejo? –para el otro.
—En la desviación, señor. Voy a Yautepec, a hablar con mi hermano y aprovecho para
ver a mi madre.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—Qué bueno. Y te recomiendo que te quedes con ellos, hablé con don Carlos y quiere
que te entrevistes mañana con Valerio Junco.
—¿De verdad? ¡Perfecto, señor! Mañana mismo, sin falta.
En pocos minutos pusieron al joven pasajero en su camino. Luego de las debidas
recomendaciones y rápidas despedidas, Tecla enderezó la dirección yaceleró la potente
máquina hasta escucharla en su punto. El tráfico cedía espacio los domingos y
cualquiera lo aprovechaba para alcanzar distancias en tiempo récord, y ese día no podía
ser la excepción: Luna Torres quería estar a tiempo para recoger a Bárbara en el teatro y
reivindicarse con ella llevándola a comer al lugar que tanto le gustaba, las últimas dos
citas registraron retardo, y en una de ellas fue hasta de una hora, así, que no habiendo
inconveniente a la vista, esa tarde pensaba, incluso, presenciar parte de su ensayo,
agradarla con algunos comentarios que favorecieran a su autoestima y pasarla con ella
hasta que se hartara de su presencia, para hacerla sentir mejor.
Bárbara Castillo era una actriz deseable: madura, de bonita figura; poseedora de una
cultura envidiable, que a menudo cultivaba, y un punto de vista poco común de la vida;
mujer divorciada, con una hija de ocho años y una madre como familia.
Como artista permanente de la Compañía Nacional de Teatro, trabajaba actuando bajo
la dirección de los más talentosos creadores del rubro. “La Gaviota”, pieza en dos actos
que la compañía ensayaba para estrenar en un mes, y en especial su personaje central,
una diva de la farándula rusa de nombre Arkadina, estaban a punto de provocarle un
trauma severo y hacerle renunciar a la representación escénica más importante de su
vida: por ser el primer estelar con el grupo, y con uno de sus directores más
prestigiados, y exigentes.
—¿Qué hora es? –mostrando impaciencia.
—Veinte para la una –respondió Tecla, mirando los números de la pantalla digital,
ubicada para ambos en el tablero de controles del modelo reciente–; es buena hora,
ingeniero –sin dejar de atender al camino.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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Luna Torres se relajó para contemplar el verdor de las inmediaciones, con toda la cara
de andar meditando.
—¿Estás intranquilo, ingeniero?
—No –seco.
—Le dio mucho gusto al muchacho estar aquí hoy y verte muy atento tratando de
conseguirle algo –para hablarle de cualquier cosa.
—¿Pablo?, ¿te comentó algo?
—No, pero estaba impaciente por saber qué podrías resolverle hoy.
—A ver cómo le va mañana con Valerio Junco –más, para sí mismo–; a propósito,
mañana tengo que verme con licenciado Alfredo del Rosal, en sus oficinas del deéfe;
tenemos que estar allá a las ocho en punto.
—¿Con Alfredo del Rosal? –muy extrañado–; y ahora, ¿qué asuntos tienes tú con ese
señor?
—El señor ese –imitándole el tomo– quiere remodelar una propiedad y don Carlos me
recomendó con él, ¿qué te parece?
—¿Tú, con Del Rosal? –incrédulo.
—Ese señor, dicen, puede ser candidato… Y me lo dijo una muy buena fuente. Créelo.
—¡Dios!, ¿Del Rosal? … ¡huf! … ¿quién lo diría? … No pus' así sí; te conviene, ¿no?
—Pues, no sé… –breve espacio reflexivo–. Debería aprovechar para quitarle de la
cabeza cualquier idea mala que tenga de mí, si es que la tiene, ¿no? ¿Sabes qué?, voy a
hablar con don Samuel hoy en la noche, no se vaya a enterar por otro lado. Cuando me
dejes localiza al maestro Guerrero y dile que nos vemos en la casa, hoy, a las nueve.
—Sí, ingeniero.
El automóvil consumió kilómetros en franca estabilidad permitiendo disfrutar del
recorrido, incluso, sumiendo al de la menor concentración en un sopor difícil de
dominar, cuando José comenzaba a cabecear, Tecla lo recuperó para avisarle que
estaban a poco de alcanzar su destino.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—¿Qué voy a hacer, te espero? –consultó.
—No, me dejas en el teatro y me recoges a las siete y media en el “San Angel Inn”.
—Bueno, ahí llego.
—¡En punto! –tajante.
—¡Sí!
Tomó su chamarra y la puso sobre las piernas, desabrochó el cinturón del asiento y se
estiró como pudo en el espacio disponible. Ese día, por la imperante necesidad de
terminar de revisar algunos estados financieros con números de información
privilegiada, empezó a las seis de la mañana y, para colmo de males, la noche anterior
no había sido todo lo reparador que él hubiera deseado, así que en acciones de su
persona, algunas, no todas, mostraba flojera y lentitud, propias de un adulto de su edad,
agotado por el trabajo.
Bajó del auto y buscó el acceso al interior del teatro. Recorriendo con la mirada
encontró el automóvil de Bárbara estacionado junto a uno de los accesos laterales al
edificio. Bárbara Castillo era floja para caminar, y más para cargar, paradójicamente
siempre llevaba con ella bolsos llenos de todas las cosas que las mujeres cargan,
incluyendo cigarros, ropa y zapatos para los ensayos, dos botellas de agua, algún gorro
(por lo regular usaba uno) y, si las condiciones meteorológicas lo ameritaba, sombrilla,
nada detestaba tanto como mojarse la cabeza; así que la mejor manera de localizarla,
siempre, era buscando su automóvil, sin distinción, era capaz de llegar muytemprano o
esperar lo que fuera, para encontrar un lugar de estacionamiento cercano al lugar
adonde iba estar. “Magoya”, el caricaturista político del periódico "La Nación", y uno
de los más festejados del medio, le homenajeó en uno de sus onomásticos con una
caricatura de su puño en la que ella se muestra dormida y su auto estacionado a un
costado de su cama; contrariamente a que ésta era una burla abierta, ella conservaba el
dibujo con cariño. Magoya era un amigo que la estimaba mucho y desde hacia tiempo,
así que lo enmarcó y lo colgó en una de las paredes de su estudio, sitio donde también
El Supremo Poder (R. Valencia)
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exhibía su colección de gorras y cachuchas, surtido extenso, de la que resaltaba una de
cubierta percudida, botón de broche y con anteojeras, de los inicios de la aviación.
Luna Torres intuyó entonces que ése sería el acceso correcto y se dirigió hacia él. La
puerta estaba abierta. Al entrar se percató que nadie la cuidaba; recordó cuando él y un
grupo de amigos bribones del colegio se colaron al cine “Estadio” sin pagar entrada;
llamó su atención haberlo recordado con tanta claridad: aquella tarde daban "Barba
Azul", una película para adultos, ¡la primera que vio! en su vida.
El pasillo, por el efecto del sol exterior, se tornaba más obscuro a cada paso que le
internaba, al tiempo que voces provenientes de las entrañas, más y más claro se
escuchaban. Subió las escaleras que le marcaron el final del túnel y se topó con las altas
cortinas que aforan la salida de actores del escenario, ahí encontró al primer empleado
del teatro, hombre amable, quien le señaló la puerta que le conduciría a la zona de
butacas.
El ensayo corría con Bárbara en el escenario. Era el tercer acto y Trepliov le exigía a
Arkadina, su madre, que abandonara al escritor que tanto daño les había hecho. La
representación, cargada de intensidad, lo atrapó con tal sutileza que le llevó más de
varios minutos encontrar una fila, desplazarse entre las butacas vacías y elegir una para
sentarse.
Clavó la mirada y su atención en la representación y sus actores, que desbordando
cualidades mostraban con intención notoria ir en pos de satisfacer las exigencias del
director, el que, de pie, justo al centro del proscenio, vestido con pantalón de lana,
suéter de alpaca y los brazos cruzados, se mantenía prácticamente pegado a ellos,
oliendo la secuencia.
El espectador espontáneo, sin perder detalle, se aventó lo que restaba de la obra, aún
cuando no fuera lo que se considera un amante del género. Bárbara, con profunda
intención, ya había logrado despertar en él el gusto por apreciarlo: enseñándole los
elementos que lo componen, la compleja relación entre quien interpreta y dirige;
El Supremo Poder (R. Valencia)
15
además, de la extensa cantidad de autores que escriben y han escrito para el mismo
propósito, la representación teatral.
Cuando finalizó el ensayo, Bárbara se descubrió observada insinuosamente por alguien
que se desplazaba de una de las butacas hacia el corredor central. Las luces encendidas
en dirección al escenario provocan una ceguera casi total, que es difícil identificar a
aquellos que se encuentran a los extremos o al fondo.
—¿Te equivocaste de lugar? –exclamó la mujer, inmediatamente al identificarlo.
—No. Vine a ver tu ensayo –respondió el hombre, feliz de descubrir su asombro.
—Ahora sí me apantallaste.
—¿Vamos a comer?
—¿Me vas a invitar?
—Echamos un volado, ¿no?
—¡Sácate que!; además, me debes una, no te hagas.
—Ya vas. Yo te invito.
—¿A dónde me vas a invitar?
—Déjame ver, cuánto traigo. –Luna Torres extrajo la cartera de la bolsa trasera del
pantalón y levantó la mano para apoyarse con los dedos, contó del uno al cinco y
respondió: –Qué te parece al “San Angel Inn”.
Bárbara frunció el entrecejo y lo observó incrédula. Cuando la desconfianza le atacaba
tenía la costumbre de clavar la mirada en los ojos de su interlocutor y, saltando
incesantemente de uno a otro, trataba de descubrir la verdadera intención de sus
acciones, cómo lo hacía en ese momento.
—¿Y a qué hora te tienes que ir?
—Tengo libre hasta las siete y media.
—¡Mm! …
Bárbara tomó su maleta y se sentó en una de las butacas cercanas a despojarse del
vestuario que utilizaba, para acostumbrarse al atuendo de la época en que estaba
El Supremo Poder (R. Valencia)
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ubicada la pieza que preparaba en turno; y como éste se lo colocaba sobre la ropa que
llevaba, porque en el interior del teatro hacía frío, la tarea se completaba sin demora.
Durante ese breve espacio miró a José Manuel.
—Bueno, mujer, ¿qué me miras?
—Algo traes tú –colocándose su gorro.
—¿Por qué? –riendo.
—¿Cómo, por qué? … Vienes sin avisarme, entras a ver el ensayo…, andas raro.
—¡Tenía ganas de verte!
La actriz retacó la maleta y la cerró, revisando que nada quedara fuera.
—Bueno, ya vas. De todos modos ya te conozco, al ratito sueltas la sopa; y ya que estás
aquí, te voy a disfrutar… Hasta las siete y media dijiste, ¿verdad?
—Ni un minuto antes, ni un minuto después –en tono de broma.
—Ya veremos –amenazadora.
—No, es en serio.
—¡Ya veremos! –ahora ella era la que reía.
Con Bárbara colgada del brazo emprendieron camino, empezando por el corredor
central del interior del teatro.
—¡Hasta mañana! –gritó al grupo de actores y tramoyistas, reunidos en el escenario–.
Tengo que llamarle a mi mamá para avisarle –más bajito, sólo para el de su derecha.
La pareja por sus actividades disponía regularmente de poco tiempo; por eso mismo,
procuraban reunirse continuamente, aunque fuera sólo para comer o tomar una taza de
café. Quizá esa era la clave del éxito de su relación: cuando sus responsabilidades se los
permitía se correspondían intensamente, en venganza, quizá, de la situación que el
destino les daba, sin recriminarse que ese gusto se pudiera repetir tres o cuatro semanas
después. José Manuel Luna Torres estaba entregado a desarrollarse como empresario y
Bárbara Castillo a superarse como actriz, además, de luchar por llevar a su hija a una
educación sin límites. Los dos se convidaban de sus experiencias y se acompañaban; y
El Supremo Poder (R. Valencia)
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se apoyaban, cuando era necesario. Sin compromiso. La crítica se daba sana yabierta; y
en ocasiones, dependían de ella. La existencia para ambos significaba más que un hecho
cotidiano y eso los enfrentaba regularmente, no obstante, su evidente afinidad, pues las
dos partes coincidían plenamente en su deseo por trascender.
José acomodó la maleta y demás pertenencias de la mujer en la cajuela de su auto,
abordó en lugar del conductor y se colocó el cinturón de seguridad, antes que ella se lo
demandara.
—¿Cuánto viste del ensayo?
—Una buena parte.
—No viste el principio, ¿verdad?
—No. Llegué mucho después, pero vi una buena parte. ¿Por qué?
—¡Hay! … Es que este papel me está matando… ¿Desde dónde viste?
—Vi… desde… cuando tú hijo te está gritando y tú le dices provinciano de algo…
—¡Ha!, ya sé desde dónde… Llega, ¿verdad? –colgó lo ultimo para José, que también
tuvo ese origen.
José chasqueó los dientes y puso en marcha el automóvil.
—¡Uy! no es cierto –en tono de ternura–. Estoy jugando –revolviéndole el cabello.
—Ya… –sacudiéndose–. ¿Por qué la pregunta?
—¡Hay! … Es que me está matando el personaje. –Bárbara se dobló poniendo las
manos en la nuca, luego se enderezó y expresó temerosa–: ¿Cómo lo viste?, dame tu
opinión sincera.
—A mí me gustó.
—¿Es todo? … ¿No tienes otra cosa? Pero ¡dime algo más! No me veo falsa o
sobreactuada… ¡Dime algo más! –se sobó las manos, ansiosa–. ¡A mí no me gusta!
Estoy acartonada –y se escurrió en el asiento–. ¡Hay! …
—¡Estás bien! –condescendiente–. A mí me gustó; lo que pasa, es que te estás
presionando demasiado.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—¡Hay! … es que es un autor muy difícil y el maestro Boaldrich es muy exigente
dirigiendo. ¿Será por eso? –irónica. Para sí misma.
—Pero ¿te ha dicho algo?
—No, pero no lo veo muy convencido.
—Quizá el problema sea con todo el elenco, no sólo contigo.
—¡Hay! Gracias por el ánimo –molesta.
—Bueno, a lo que me refiero es a que probablemente les falte a todos agarrar el ritmo;
es natural, por eso están ensayando, ¿no?
—Tú la viste entretenida, ¿verdad?
—A mí me gustó –sincero, lo más que pudo.
Bárbara suspiró y se relajó. Se distrajo un rato con las cosas afuera de la ventanilla.
—Es una obra muy bonita –dijo ya calmada–. Sabes, parece que el mandamás de la
compañía quiere invitar al presidente para el estreno; por eso, creo, andamos todos tan
gruñones.
—¿Parece que o sí lo van a invitar? –gesto de “no entiendo”.
—Pues andan diciendo que ya es un hecho, pero quién sabe.
—Pues sería muy bueno para la compañía. Así tendrían oportunidad de justificar el
gasto que el gobierno hace con ustedes.
—¡En que cosas te fijas, José! –volteándolo a ver.
—Pues es la verdad. De eso podría depender el presupuesto que les asignen para el
próximo año.
—¡José despierta! –tronando los dedos casi frente a sus ojos–. ¡Estás conmigo! …
Hablas como si vinieras con Wenceslao “piquitos”, el viejito ese de las finanzas. Mi
trabajo es actuar y de eso veníamos hablando, ¿te acuerdas? –poco tolerante giró la cara
para el lado opuesto.
—No estés de gruñona… Mira: es un buen elenco y están bien encauzados. Boaldrich,
¿lo dije bien? –para tratar de meterla de nuevo al buen humor–, tiene mucho prestigio.
El Supremo Poder (R. Valencia)
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Si viene el señor que dices, ¡le va a gustar! –esforzándose por sonar convincente.
La mujer se escurrió en el asiento y volteó para verlo con una enorme sonrisa.
—Me gusta ese tono de ropa en ti –cariñosa–. ¿Qué hiciste hoy?
—Tuvimos el desayuno de cada mes con Vargas de Terán –dejándose llevar al otro
tema.
—¿Ya acomodaste a tu pupilo?
—Hoy precisamente le pedí el favor.
—¿Y qué te contestó?
—Mañana se entrevista con el licenciado Valerio Junco, su secretario particular.
—Lo va a impresionar, vas a ver.
—Quién sabe. El licenciado Junco es muy especial.
—Pero Pablo es muy hábil –sugiriendo el antídoto.
—Pues a ver. Mañana tiene que demostrarlo.
La dama se acomodó en el asiento, girando un poco el cuerpo, para formular una
pregunta de mayor envergadura.
—¿Qué intenciones tienen tú y Pablo Alonso Coronel? –dándole un cierto tono de
interrogatorio a la voz.
—Ya te he dicho –indiferente.
—Pero realmente.
Luna Torres giró la cara y la miró a los ojos, los instantes que el serpenteo de la avenida
se lo permitieron.
—Me haces sentir como si nunca te hablara con verdad –un poco intranquilo.
—Bueno si te molesta, no me digas nada –con intención femenina.
—Mira… –para evitarse futuros reproches–: Pablo Alonso tiene cualidades. Si se
aplica, podría llegar lejos; desgraciadamente, no tiene las relaciones ni el apoyo
económico suficiente, para hacerlo demasiado. Yo tengo amigos influyentes ysolvencia
económica, pero no tengo apoyo político suficiente para pretender, siquiera, llegar hasta
El Supremo Poder (R. Valencia)
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donde yo ambiciono… ¿Ya? –con el sentido en las cejas, de un evidente ¿Está claro?
De toda la vida, desde que Luna Torres tuviera conciencia de la existencia de algo en su
interior, la presencia de una obsesión le conducía en sus puntos de vista yproceder; todo
porque creía en el prodigio de que aquél que fuera dueño de una gracia divina, era
porque estaba destinado a servir de forma alguna a sus semejantes.
—Ah. ¿Lo quieres ayudar, para que él después te ayude?
—Mm… Más que eso. A ver –buscó con los ojos–: la cúpula política del país, mírala…
está revuelta, trastocada, ausente de orden.
Bárbara enfocó y poco a poco fue cediendo a un desvanecimiento de atención con el
fluido sonido de las palabras, y al ir haciéndolo nada de lo que pudiera parecer irreal
sonaba en ese momento.
—Aprovechándose de la situación, un clan bien organizada de políticos y empresarios
apuesta ya por ganar las elecciones en el próximo plebiscito.
—¿Quién te dijo todo eso? –con asombro de señorita.
—¡Qué importa! … Ve: es un grupo tan bien armado que, de alcanzar la presidencia,
podrían no dejarla ir en por lo menos dos o tres mandatos. Y además, fíjate en esto, es
muy importante, son bondadosos: reparten y eso les da fuerza; claro, porque también
reciben…
José hizo alto en sus palabras, para concentrarse en superar un vehículo detenido por
avería. Superó el obstáculo haciendo muestra de conocimiento en artimañas viales y
volvió la cara, regresando la palanca de luces indicadoras de nuevo a su posición de
origen.
—¿En qué me quedé?
Bárbara extraviada, ida, con la mente en muchas cosas, sólo levantó los hombros.
—Se está llevando a cabo un reacomodo –continuó–, es inevitable. Y esto nos va a
beneficiar a todos los que tenemos aspiraciones. Saben que no se deben eternizar. Que a
cada cambio tendrán que enseñar algo nuevo. Y para rearticularse necesitarán de la
El Supremo Poder (R. Valencia)
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vitamina que les brinde la alianza con otros grupos. Tú sabes del poder que tiene don
Samuel, van a hacer todo por acercarlo, así que busco que nos reconozcan, pero a todos
como grupo, y empecemos a armonizar. Nosotros ahorita necesitamos de ellos, es
evidente, pero ellos van a necesitar de nosotros, para no tener siempre la misma cara. Es
ahí donde entra Pablo Alonso. Con el poder político y poder el económico en las manos
lo único que falta hacer es ejercerlo.
—No te entiendo bien… ¿Quieres meter al muchacho a trabajar en el gobierno para que
los ayude? Ustedes siempre han tenido apoyo del gobierno. Sea quien sea.
Luna Torres puso en la cara una mueca de desesperación que al poco cambió por otra de
tolerancia.
—Quiero encarrilarlo, sí, pero no para espía o palero, ¡para presidente!
—¿¡Presidente!?, ¿¡estás loco!?, ¿¡entiendes lo que estás diciendo!? … ¿sabes lo que se
necesita para eso?
—Mucho dinero, para empezar… –sereno.
—¡¡¡Mucho dinero y muchas cosas más!!!, ¡yo qué sé! … –excitada.
—Mira: se necesita un hombre inteligente, preparado y elocuente. Y un grupo
hermético, relacionado y respetado … ¡Y poderoso! … –tallando las yemas de los
dedos– económicamente!
Bárbara lo miró en silencio, con los ojos bien abiertos.
—Todas las grandes empresas llevan tiempo. Estos son los primeros pasos y no hagas
esos ojotes, que tú me preguntaste y yo te respondí.
Bárbara continuaba mirándolo con una expresión en la cara difícil de definir; sería
porque ésta podía representar en momentos curiosidad, asombro, extrañeza, risa y
miedo, todas en una sola.
—Todo el mundo tiene derecho de participar en el juego, mientras cumplas con las
reglas…
—¿Y Pablo Alonso sabe eso?
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—¿Qué es: ¡eso!? –enfatizando el final.
—Eso que me acabas de decir.
—¡Claro! Él tiene aspiraciones políticas, ¿no crees?
—¿Por qué nunca me lo habías platicado? –censurando con tono serio.
—¡Hay, Barbarita! … Entonces no me pones atención cuando platicamos.
—¡Nunca me habías dicho esto! O al menos nunca me lo habías dicho así.
—Así, ¿cómo?
—Pues con todos esos planes y cosas que piensan hacer. Te pueden hacer algo.
—¿Hacerme algo?, ¿por qué? –riendo –. Cualquier mexicano tiene derecho a luchar por
un cargo de elección popular. Mientras cumpla con lo estipulado por la ley, cualquiera
tiene derecho.
—Pues quienes lo tienen no lo van a ceder así de fácil y tus leyes se las van pasan por…
¡tú ya sabes!
—No. Estás confundiendo –riendo, divertido–. ¡No vamos ha hacer una revolución!
Luna Torres tomó el volante con ambas manos y sacudió la cabeza disfrutando de la
ingenuidad.
—Concéntrate en otro país, olvida México: el control de las regiones ha cambiado de
mano a través de generaciones, es un hecho natural, sucede en todos los países, y ha
sucedido toda la vida. El grupo en el poder se va armonizando y amalgamando con otro
hasta ceder, o dejarse quitar todo, es así, “in saecula saeculorum”.
La espantada mujer juntó las palabras y las fue comprendiendo en calma, antes de dar a
conocer otra vez su opinión. Le parecía increíble saber que José Manuel tuviera
aspiraciones de ese tamaño, pero de alguna manera le daba gusto escucharlo. En ese
momento surgían tantas preguntas e interrogantes que agolpaban su pensamiento. De
hecho, gracias a que José era una persona emprendedora, compartía con él. Desde
siempre ella sentía que saciaba mejor sus instintos con atractivos intelectuales, que con
la belleza física; aunque José, como presumía a sus amigas, también era dueño de un
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bello “muñequito” entre las piernas, ¡con cabeza!
De una cosa estaba segura: se sintió afortunada de encontrarse ahí sentada siendo quien
era; porque sentía que el destino, ¡el inevitable destino!, le colocaba en la posibilidad de
presenciar con ojos propios hechos que quizá algún día conformarían la historia de su
país.
La comida, con nuevo tema en la plática, transcurrió entre el par de tequilas del
principio, los suculentos platillos de alta cocina de después y el café, y los coñacs del
final. El momento salpicó bonito con detalles de los anfitriones a clientes distinguidos y
anécdotas que Bárbara contó de los ensayos, su hija y su ex marido.
Luna Torres, bajo los influjos de la nostalgia, evocó relatos y moralejas recordando la
historia de un hombre que nacido periodiquero amasó riqueza ypoder, atropellando a su
suerte; en ella, la vida retrata el fracaso de quien, teniendo opciones en la mano para
hacer el bien, eligió el camino equivocado.
Mofa de la expresión de Bárbara, de cuán atolondrada reconoció a José Manuel en el
teatro, cerró la tarde.
Cuando la hora marcó las siete en punto, Luna Torres sacudió la mano en alto para
solicitar la cuenta. Bárbara reía en ese momento.
—¡Hay! … –respirando –, sólo porque tienes que irte; si no tuvieras que irte, hoy me
tomaba la noche libre contigo.
—¿La pasaste bien?
—Demasiado. –Sacó de su bolso un espejo, tocó sus pestañas, guardó el artilugio en
carterita y luego saco la pequeña libreta donde, con lujo de control estadístico, anotaba
las faltas y retardos de su pareja.
—¿Cuántas debo?
—Ésta valió el adeudo total. –Y tachó con una pluma la hoja entera.
—¡Mejor arráncala y tírala!
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—¡Na! –mofa de negativa–. Se vacían al archivo general. Me sirven para el reporte
anual.
Se levantaron pausadamente sin quererse separar, después de liquidar el adeudo con
tarjeta de crédito. Bárbara en algún instante volteó, lo miro e hizo intento por decir algo,
pero prefirió callar. José se lo respetó y caminó, siguiéndola, lento yen silencio, hacia la
salida.
—Quiero estar contigo antes del estreno –finalmente le susurró.
—Claro –muy cariñoso.
Tecla esperaba ya en la entrada.
—Buenas noches, don Ismael. Ahí se lo encargo. –Sobándole a José la solapa de la
chamarra y dándole un beso muy cariñoso de despedida.
—Pierda cuidado, Barbarita.
Bárbara Castillo abordó su automóvil que un valet sostenía y se alejó. Hacía frío y
soplaba el viento. Tecla sacó de la cajuela una chamarra más gruesa y se la pasó a José
Manuel.
—¡Hay! Qué bueno, gracias. ¿Hablaste con el maestro Guerrero?
—Sí. Que él llega a la casa.
—¿A qué hora, te dijo?
—A las nueve.
—Está bien –terminando de ajustarse la chamarra–. Vámonos a la casa, pues.
Camino a Cuernavaca sobre la carretera federal y a la altura del kilometro treinta y ocho
se asentaban los muros y columnas de la construcción que Luna Torres se erigió para
vivir. Era una casa diseñada para conciliar con el ambiente, y que a no ser por el
cuidado césped que lucía en los linderos con la carretera, pasaría por inexistente. La
propiedad era pequeña pero distribuida con funcionalidad extrema: las recámaras
orientadas con enorme ventanal hacia el bosque, tenían la virtud de variar de tamaño
con la ayuda de paneles móviles; la principal tenía un clóset con doble acceso y una
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capacidad para guardar trescientas prendas, debidamente colgadas, y sesenta pares de
zapatos; por un acceso, el situado en el cuarto de lavado, se regresaba la ropa o zapatos
que empleaba el patrón, y por el otro, un delgado orificio con puerta de cristal que no
robaba equilibrio a la decoración, se suministraba el usuario; el eficaz sistema circular
debía al ingenio de José, que ideó levantar un muro falso entre el cuarto de aseo y
planchado, y su habitación, e instalar dos alargados bastidores que corrieran sobre
rieles, con fácil manipulación, a través del espacio oculto del muro. El problema de
insectos y roedores los solucionó cubriendo el interior con hojas delgadas de metal
aliadas al descenso de la temperatura, patente en trámite, que un buen amigo
recomendó, diciendo: “Veras como ningún intruso, en su sano juicio, resolverá anidar
ahí”. Con un sencillo principio de orden en las prendas, el prototipo aligeraba la
matutina monotonía de elección al permitir tener a la vista sólo la sección de la que se
deseaba echar mano.
Entre la sala y el comedor se respetó el crecimiento de un árbol que, con el tiempo,
embelleció tanto el espacio que ratificó así su derecho a seguir existiendo.
El piso de toda la casa fue diseñado y elaborado por su cuñado Felipe; con la novedad
de utilizar cerámica en tonos naturales, para que, al combinarlo con su entorno,
confundiera a la vista. Una vez terminada la obra negra, esta cerámica se colocó
siguiendo el dibujo de sombras o como extensión de objetos y plantas; los efectos a la
vista en el primer encuentro eran descomunalmente desconcertantes.
La imaginación dio para más: los escalones para subir a la segunda planta dieron forma
a un original librero de concreto, curveado. La cocina, aprovechando la cercanía con un
muro natural de roca, se equipó con pequeños espacios cúbicos en donde era posible
conservar alimentos sin utilizar corriente eléctrica para refrigeración. Los baños, para
probar una vieja idea, se construyeron en desniveles; el agua utilizada en los lavamanos
pasaba por gravedad, antes del drenaje, a depósitos donde coloreada y aromatizada con
pastillas de origen vegetal, se utilizaba nuevamente en los excusados.
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También en esta casa, en algún lugar de la fachada, se sostenía una placa con el dibujo
de una luna en cuarto menguante y los órdenes arquitectónicos griegos (Luna Torres),
igualita a todas las existentes (no muchas) empotradas en proyectos de su autoría. La
casa, para los pocos que la conocían, coincidían en citarla como “El palacio en
emociones”.
La luz de los faros sobre el muro blanco de la entrada redujo su volumen y dejó de ser
fulgurante, al tiempo que el motor del vehículo detuvo su marcha. El propietario y su
chofer arribaron pasadas las ocho. Luna Torres inmediatamente tomó el teléfono y
llamó a don Samuel, para gestionar el encuentro; acordaron verse a las diez. Con el
tiempo a favor, aprovechó para tomar un baño y sacudirse la modorra del retorno. Antes
de la reunión, explicaría al maestro Guerrero la situación para conocer su opinión; el
hombre que comúnmente tenía un razonamiento distinto al suyo, con su juicio podría
esta vez, como en otras tantas veces, ayudarlo a dar mejor definición al asunto.
El agua muy caliente sobre la nuca repuso buena parte de la energía perdida. Ropa
fresca, loción refrescante, desodorante, las puntas del peine por el cuero cabelludo y la
más de media docena de gárgaras de astringente bucal, volvieron placidez al cuerpo.
—¿Se puede? –la voz serena precedió al golpe de nudillos en la puerta ya entreabierta.
—Sí, sí; adelante, maestro.
—Aquí me tienes… ¿Cuál es la premura?
—Siéntese, ¿quiere tomar algo?
—Sí, regálame una tacita de café –y se sentó en uno de los sillones.
José oprimió el botón de llamada interna, con el que estaban equipados los aparatos
telefónicos de la toda la casa y se sentó frente al requerido.
—Póngase cómodo porque le voy a dar un par de noticias que le van a zangolotear la
cabeza.
—Estoy listo –sereno.
—Mañana me voy a entrevistar con Alfredo del Rosal.
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—¿Tú? –totalmente sorprendido.
—Sí…, yo.
—¿Para qué?
—Del Rosal quiere que yo le atienda un proyecto… Vargas de Terán me recomendó.
Hubo silencios reflexivos entre las voces. Y variedad de cambios en los gestos…
—¿Qué tipo de proyecto?
—Remodelar la casa donde vivieron sus suegros; se va a cambiar a vivir ahí.
—¿Así, nada más? –burlón.
El timbre del intercomunicador sonó en respuesta a su llamado, José se levantó.
—Genoveva mándeme café por favor –escuchaba la respuesta a su solicitud mientras
miraba el rostro del convocado, visiblemente sumido en sus pensamientos–. Está bien,
gracias –respondió, colgó y regresó a su sitio.
—Me dijiste dos, ¿verdad? –José asintió con un gesto–; ¿cuál es la segunda?
—Del Rosal probablemente sea candidato a la presidencia.
El maestro Guerrero alzó las cejas.
—¿Quién te dijo?
—Carlos Vargas de Terán.
—¿Y ahora, a honras de qué te hace participe de tantas cosas?
—Yo, al igual que usted, estoy totalmente confundido.
Ambos guardaron silencio: José estático mirando el rostro de su amigo, y el amigo
salpicando de miradas la habitación. En ocasiones el maestro movía la cabeza eludiendo
conjeturas.
—¿Quién más sabe de esto?
—Nadie… Creo… Bueno, me imagino, por la forma en que me lo dijo.
—Me llama mucho la atención que Vargas de Terán te haya recomendado a ti.
—En ese sentido le mostré mi asombro y él fríamente me pidió que me olvidara del
pasado. Después me hizo ver que sólo personas de su confianza tendrían sitio en su
El Supremo Poder (R. Valencia)
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relación entre él y Alfredo del Rosal. Me dejó sin argumentos.
Nuevas reflexiones silenciaron la conversación.
—¿Vas a enterar a Alponte Calderón?
—¡Sí claro! Ya le llamé y acordamos encontrarnos a las diez en su casa. Y quiero que
me acompañe, maestro.
—Como tú digas…
—No va a faltar quién corra un rumor, por eso voy adelante.
—Como tú quieras… –y de pronto expresión de inquietud–. ¿Escuchó Valerio Junco lo
que te dijo el gobernador?
—Parte, no todo.
—¿Qué parte?
—Nada más cuando me pidió que me entrevistara con Del Rosal.
El maestro Guerrero, que recién se había recargado sobre sus rodillas, regresó al
respaldo y cruzó los brazos.
—Ese tipo es peligroso.
—Por eso voy a hablar con don Samuel; no me conviene que se entere por otro lado.
—Está bien, no le ocultes nada, lo va a apreciar mucho. Aunque probablemente lo de
mañana no sea nada importante. Puede que realmente sea sólo una consulta
profesional…, o ¡tiro con jiribilla!
—Yo no creo equivocarme al sospechar que es ¡tiro con jiribilla! –dijo Luna Torres
utilizando la misma entonación.
Genoveva entró.
—Buenas noches.
—Gracias, Geno.
Colocó el servicio sobre una mesa lateral que estaba junto a la puerta, y se retiró en
silencio. El anfitrión se levantó a preparar las tazas, y servir.
—A ojo de buen cubero creo que quieren limar asperezas. Te dan información de
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primera mano, te confían situaciones. Necesitan algo y quiere meter la mano
abiertamente para ver la reacción. Es contigo –señalándolo–. De forma evidente trabajas
para uno de los grupos más prominentes del país y han de querer algo de él…
¿Respaldo? –levantó los hombros–. Ahora la pregunta que me viene a la cabeza es ¿para
quién? ¿Para Vargas de Terán o para Alfredo del Rosal?
—¿Para Alfredo del Rosal?, no.
—¿Por qué no?
—Suponiendo que fuera ese el caso, esto de que andan buscando respaldo económico:
¿no cree usted que un asunto como ese, es una cuestión más de allegados? ¿Más de en
¡petit comité!? … ¡No! –negación definitiva– …Yo creo que en lo que se refiere a
aportaciones, ellos ya deben tener para el “candidato” –dedos de comillas– un respaldo
bien establecido –concluyente.
—Nunca es suficiente –el maestro se levantó y fue hasta uno de los cuadros colgados en
la habitación para enderezarlo, después se acercó a José para recibir su taza–; el dinero
es el alma de una campaña y es lo único que no debe faltar. Una campaña ahora cuesta
mucho, no basta con lucidez e imagen. Incluso estoy seguro que cambia de domicilio
para afinar su apariencia; alguien se lo recomendó. Un hombre fuerte tiene siempre que
caer en blandito. Piensa en todos los elementos que tiene que empezar a afinar. Para ser
candidato, antes tienes que parecerlo: adiós enemigos, mejorar las apariencias y echar
mano de todo lo que tiene al alcance; luego ya se depura el círculo hasta dejarlo más
selecto –llevó las manos a la cara para frotarse los ojos–. Le estamos poniendo mucha
cabeza. Por donde lo veas es bueno esto que está sucediendo, y ya vendrán las
respuestas… ¿A qué hora quedaste de estar allá?
—A las diez –ambos miraron el reloj.
José bebió un buen trago y jugueteó el líquido en la boca, para intentar atenuar la
sensación del coñac. El maestro Guerrero sorbió tan sólo y dejó su taza sobre una mesa
cercana a sus rodillas.
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—Ahora, ¿pudiste hablar hoy de lo de Pablo Alonso?
Luna Torres afirmó con la cabeza mientras pasaba el trago.
—Cuéntame.
—Aceptó darle una oportunidad. Me dijo que lo envíe con Valerio Junco para que lo
entreviste… No tuvo opción, mi petición, sin quererlo, vino después de la suya.
—¿Cuándo es la entrevista?
—Mañana mismo.
—¡Qué bueno! –alegre.
—Todo depende de él, está en sus manos –José menos emocionado.
—Está preparado, no te preocupes.
—Más le vale. Estas oportunidades no se repiten.
—Ten confianza. Mira, todo se está dando. Si esto es lo que supongo…
—Eso espero –interrumpió amablemente y mucho menos optimista.
Dejó su taza y caminó hacia un pequeño escritorio de caoba, que tan bien le iba a la
decoración de su recamara. De uno de los cajones extrajo los papeles que contenían los
reportes que afinó por la mañana, y se los pasó al maestro Guerrero para que los viera.
El maestro se sentó y los revisó minuciosamente, cuando terminó manifestó asombrado:
—¿Lo que me habías dicho?
José aceptó moviendo la cabeza y jugueteando la lengua en la dentadura.
—¡Perfecto! –golpeando con los papeles, la palma de la mano.
—Pues vámonos, yo quiero estar temprano de regreso.
Con algunos tragos más, el maestro apuró el final de su taza, para decir:
—¿Qué te preocupa? Te van a escuchar y te darán luz verde.
—Pues cuanto antes.
La distancia existente entre la casa y la elegante residencia, objeto de la presente cita,
era de treinta dos kilómetros. Tecla conocía desde cualquier ubicación adyacente todo
tipo de atajos. La necesidad de llegar ahí y salir sin demora, en repetidas ocasiones, le
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habían desarrollado ya una habilidad tal que era adecuado hacer planes sin pensar en
contratiempos de vialidad; esta práctica le mereció elogios entre sus colegas, todos con
los que compartía en largas noches de aparcamiento, de repetidas reuniones de trabajo
en mesas de consejo.
Noche tibia e insonora. Automóvil yocupantes entraron a la propiedad minutos antes de
la hora fijada. Luna Torres y el maestro Guerrero se apearon. Caminaron en dirección
ya conocida y se instalaron prácticamente solos, únicamente bajo la supervisión de uno
de los empleados de la familia Alponte Calderón.
El respetado dueño de empresas para la construcción disfrutaba de la vida en familia, en
la tranquilidad que ofrece la propiedad de un predio de tamaño colosal.
Samuel Alponte Calderón llegó a México, procedente de España, en mil novecientos
treinta y nueve, a la edad de nueve años, cuando su familia huía del asedio de la guerra
civil. Su padre, sillero de oficio, le enseñaba hasta antes de su intempestiva salida, la
ocupación manual que caracterizó a su familia por generaciones; el oficio de sillero,
como cualquier otro trabajo artesanal, se aleccionaba cumpliendo con la etapa previa de
aprendizaje, adherido día y noche al miembro de la familia dueño de la más refinada
práctica. Los silleros eran una combinación de carpintero y sestero, una ocupación pura
y provinciana que el recuerdo de una época de bonanza mantenía viva y que si bien
desde hacia algunos años no traía holgura económica, sí por lo menos hasta donde
llegaba la memoria nunca los dejó sin comer.
Compartiendo la tristeza, por la muerte de la menor de sus integrantes, víctima de
difteria, cuando el grupo vagabundo superaba Los Pirineos, se instalaron en la ciudad
de México donde, ayudados por otros españoles, se desarrollaron y lograron que los
hijos tuvieran estudios. Samuel Alponte Calderón y sus tres hermanas terminaron una
carrera y con los años pudieron hacerse de negocios, y prestigio. Dotado de una
naturaleza emprendedora, el único primogénito varón de la familia, ascendió peldaños
con rapidez. El éxito de Samuel Alponte Calderón en la construcción llegó más por
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accidente que por estrategia, en una época en que todo florecía en el país que los arropó.
Lo verdaderamente visionario del magnate de la voz ronca fue su inquietud por seguir
creciendo sin medida, y en su momento esa ambición lo colocó en el peldaño de las
oportunidades, que no desaprovechó. Como accionista mayoritario del consorcio
“Constructora del Águila” se aventuró en proyectos que le ganaron fama, respeto y un
sobrenombre: "Delaguila". A él se le atribuye el desarrollo del proyecto de las
carreteras panorámicas de los estados de Chiapas, Tabasco, Campeche, yel proyecto de
urbanización del prestigiado Bosques de las Lomas, en la ciudad capital. Algunas de las
carreteras más conocidas en Centro América, oleoductos ypresas. El consorcio llamado
"Aceros Zaragoza" finiquitó la construcción de las torres para la transmisión de energía
eléctrica, del programa "La Bella Antequera", programa que, por iniciativa presidencial,
beneficiaría a los habitantes de la hermosa geografía accidentada de Oaxaca, y donde
también Samuel Alponte Calderón y su grupo tenían metidas las manos. Todo esto, yun
par de plantas de concreto, lo colocó dentro de la pequeña elite pudiente empresarial.
Fue el tiempo, su ambición y Luna Torres, lo que lo llevaron a creer en la necesidad de
influir en la política mexicana, para consolidarse; y José Manuel los convenció de que
esa posibilidad estaba en la fuerza de su unión y en su poder económico, siempre y
cuando tuvieran a alguien sentado en la mesa donde se toman las decisiones.
—Buenas noches, señores –saludó el magnate, que lucía de buen humor.
—Buenas noches, don Samuel –casi al unísono.
—¿Quieren quedarse aquí adentro o nos vamos al jardín?
—Donde quiera, don Samuel; es igual.
—Si no les importa –caminando pausado– vamos al jardín, se siente muy caliente aquí
adentro, ¿no? –abanicándose con la mano.
El dueño les cedió el paso y caminó seguido, como siempre, por un empleado de la casa.
—¿Quieren tomar algo?
—Gracias –ambos negaron.
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—Un agua mineral, no muy fría –señalando al empleado su garganta–. A ver, soy todo
oídos señores.
José dio el primer paso, con algunas referencias generales, yal final se centró en el tema
que dio origen a la reunión.
Samuel Alponte Calderón levantaba las cejas o giraba a hacia al maestro Guerrero,
todas las veces que José mencionaba aspectos obscuros de la extraña futura entrevista.
Sin hacer conclusiones y remitiéndose tan sólo a los hechos, José Manuel terminó la
reseña con toda la mirada de Alponte Calderón sobre su persona. Todavía no llegaba el
agua mineral, cuando el más intrigado de los tres pensaba ya en las respuestas. De la
bolsa de la camisa sacó una cajetilla de cigarros para ponerse uno en la boca, lo
encendió y dejando huir el humo por la nariz, dijo:
—¡Qué extraño! –sus ojos volvieron al maestro Guerrero–. ¡Qué extraño!, ¿no?
—Evidentemente me reuniré con Alfredo del Rosal mañana para saber de qué se trata –
José se talló los ojos por el cansancio–. Mañana, en cuanto sepa algo, le llamo.
—Te lo agradecería mucho. ¿Usted va con él, Raúl?
El maestro Guerrero miró a José, solicitando la respuesta.
—Sí, él me va a acompañar –sin devolverle la mirada.
Alponte Calderón se recargó sobre sus rodillas.
—¿Quién te va a llevar mañana? Me gustaría mucho que fuera Pedro.
José después de un breve, un brevísimo silencio, concedió.
Era de esperarse que conforme caminara la noticia los involucrados moverían sus
fichas, pero qué caso tenía cambiarle a su chofer por uno de los propios, como don
Samuel lo hacía en ese momento.
—Espero no te moleste; mi único interés es que vean que no estás solo.
—No hay ningún problema, don Samuel; como usted diga –condescendiente.
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A Pablo Alonso Coronel la vida lo puso en buenas manos, le enseñó el camino correcto
a temprana edad y le dotó de palabra, templanza yperspicacia, para compensarle la poca
fortuna que le correspondió en el físico. El amparo y cariño de una familiar no se le
negó, como tampoco se le negó instrucción, oportunidades y buenas influencias. Por
esas buenas influencias creció practicando una vida sin rebuscamientos y deportes
agotadores, y por ellas también, se hizo un hombre de carácter sencillo y apasionado en
el proceder. La sociedad le concedió apenas una modesta posición económica, pero no
importó, le dio una herramienta en la política para alcanzar sus metas, herramienta que
tuvo que aprender a manejar.
—¡Es todo un político, sabe su trabajo, puede gobernar con los ojos cerrados, está
presente en todo, emana autoridad! … –emocionado Pablo Alonso.
—Por eso está ahí –dijo Luna torres, luego de orillar las pupilas y devolverlas al
camino.
—Se aprende mucho a su lado.
—¡Pues aprovéchalo!
—Oye señor, ¿es cierto que don Carlos puede pintar fuerte para el próximo gobierno? –
Pablo Alonso correctamente sentado y con las manos sobre los muslos.
—Pues tiene muchos amigos en el partido que lo apoyan.
—Dicen que probablemente él le manejará la campaña al candidato.
—El “¡probablemente!” en política es nada, mi querido saltamontes.
—Pero ¿te parece absurdo?
—No, no me parece absurdo. Pero tú sabes que en esto no hay nada seguro.
—Pero ¿tú cómo lo ves?
Esta vez José buscó esencia, para calmar la bravura burel.
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—Vargas de Terán es el funcionario con el colmillo más retorcido que haya yo
conocido nunca. Es un hombre de personalidad recia, difícil de influir y con muchos
años de experiencia. En asuntos del partido se las sabe todas y conoce a todos; es
disciplinado, callado, respetuoso de los tiempos, cuida mucho de la boca –haciendo
alusión al de al lado–. Jamás lo veras a él hacer una declaración fuera de contexto; él
siempre está en su sitio… Respetuoso de las jerarquías… y, está en el mejor momento
de su vida política.
Tú sabes algo, ¿verdad? –impetuoso.
—¿Yo? … ¿De qué?
—Con tus cuates.
Luna Torres negó con la cabeza y después agrego:
—¿Quién te dice tantas cosas? –cara con cejas en modo de extrañeza.
—En la oficina; todos comentan todo el tiempo.
—Pues cuida tus comentarios; acuérdate que las paredes oyen.
José ese día tenía programada visita de rutina a la residencia de Coyoacán, donde
llevaba a cabo las obras de remoción; las que aceptó realizar para Alfredo del Rosal. La
visita sería rápida para no robarle tiempo al encuentro. El plan contemplaba, también,
comer juntos en un lugar de buena cocina, para celebrar el nuevo trabajo de Pablo
Alonso y asistir a un recital de guitarra clásica y poesía, recomendación de Bárbara
Castillo, para darle continuidad al propósito de refinar al muchacho en sus gustos.
—¿Dónde estamos?
—En la plaza de La Conchita.
Luna Torres conducía una pequeña camioneta del tipo suv van de su propiedad, que
utilizaba en contadas ocasiones. Ese sábado el cansancio acusó en el rostro de Tecla las
semanas de arduo trabajo por el que acababan de pasar; su jefe, al verlo por la mañana,
decidió no llevarlo y ordenó en casa descanso para el cotidiano acompañante, el fin de
semana completo.
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—Por aquí hay un teatro, ¿no?
—Sí, en esa calle.
—Alguien me recomendó que viniera ahí, a ver una obra de teatro.
—"Los gatos rumiosos".
—¡Esa! … ¿Fuiste tu?
—¡Bárbara! … Ella te dijo.
—¡No!
Con mirada recia, le increpó su olvido.
—¿O sí? … ¡Sí! Tienes razón, fue ella. Ya me acordé. Recién entrado a la cámara de
diputados. Por una cosa o por otra, nunca pude venir.
Para Bárbara Castillo ese muchacho, graduado de una universidad de prestigio, dueño
de elevados conocimientos y voraz consumidor de teorías, métodos ydoctrinas, carecía
de plática para la conversación, aunque en naturaleza era elocuente. Bárbara notaba que
su nulo acercamiento con las artes, o algunos otros ámbitos de la vida, seguido lo
apartaba de los círculos de charla, por eso, cada vez que podía, en un intento materno de
llevar agua al río, le aportaba con alguna sugerencia en literatura, teatro o música, que
era lo suyo.
—No deberías echar en saco roto sus recomendaciones. Ella tiene buen ojo.
—No, nunca. Siempre la he tenido en cuenta.
Sonrisa de satisfechos y de gusto con la respuesta.
Podría ser tan sólo una idea, pero en el lugar se empezaba a percibir un delicado y
agradable olor a lozanía, esto hizo suponer al joven acompañante que estaban cerca de
su primer destino.
—Ya llegamos, ¿verdad?
—Sí. Es aquí adelante.
—Está bonito.
—Sí, y no es coincidencia. Esa fuente no existía hace tres años –José señaló con la
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mirada una estructura de piedra que semejaba a un acueducto–. Y la calle; ¿dónde has
visto jardineras como esas?
—En ningún lado; tan cuidaditas como éstas, en ningún lado. Se ve que los que viven
aquí le han metido dinero.
—¿Le han? –José enfatizó el tono y negó con una seguidilla de chasquiditos–. Todo
esto lo ha mandado a construir una sola familia.
—¿Los de la casa a donde vamos?
—Esos meros, ¿quién más?
Pablo Alonso levantó las cejas al momento exacto que emitía un chiflidito.
A simple vista era difícil percatarse que en el lugar se estaban llevando a cabo labores
de remoción. Esa fue la única condición que Del Rosal puso a José Manuel. Existía un
fuerte interés, por miedo a las malas interpretaciones, en no despertar el morbo de los
vecinos, quienes pudiendo sentir, a futuro, amenazada su privacidad, pusieran trabas a
la misión. El hombre, jefe de la empresa encargada para cumplir con el objetivo,
descendió de su camioneta revisando con la mirada y se detuvo en un automóvil
estacionado en la esquina de la calle, caminó hasta la entrada y llamó a la puerta; breves
segundos después acudió uno de los empleados de la familia, quien, al reconocerlo,
rápidamente liberó los cerrojos que mantenían cerrado al grueso portal de madera, para
abrirle sus enormes hojas de par en par. José regresó a su vehículo y lo condujo,
pausado, al interior del estacionamiento privado de la casa.
—Vente, vamos a ver qué hay –al que miraba el movimiento, sin pronunciar palabra, y
que una vez descendido comenzó a disparar miradas a todas partes.
José fue al encuentro del empleado que le abrió la puerta, un hombre muy entrado en
años, y le agradeció con voz sonora.
—¡Gracias, don Genaro!
—¿Mande usted? …
—¡Qué gracias! –repitió con mayor ahínco.
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—¡Ha! …, de nada, ingeniero.
El anciano se alejó, con la mirada de los recién llegados en la espalda.
—Buenos días, señor –saludó un albañil que se acercó diligente.
—Buenos días, Simón; ¿dónde está el ingeniero?
—Allá atrás, señor.
—Llámale, por favor.
—Sí, señor –y salió disparado.
—Vente –a Pablo Alonso.
Esquivando arreos de los pintores, que preparaban su jornada, y cuidando de no
ensuciarse, se adentraron en la propiedad.
—¿Es mucho lo que le van a modificar? –curioseó el pupilo.
—No. Pintura, jardinería y algunos acabados.
—Pues no necesita mucho, ¿o sí?
—No, realmente no…, bueno la biblioteca quieren que la convierta en una oficina; con
baño, recibidor y área secretarial…, eso es lo más laborioso.
El ingeniero en jefe se detuvo en un punto del jardín desde donde buscó dominar a la
distancia con la mirada, la fachada. Con ojo crítico recorrió al detalle las modificaciones
en proceso hasta que el ingeniero encargado de la supervisión llamó su atención.
—Buenos días, señor.
—¡Ah! …, hola, Memo, buenos días… ¿Cómo vas?
—En tiempo, señor –vocablos de su argot.
—En la esquina está estacionado un coche, ¿lo trae alguno de tu gente?
—¿Verde, señor?
—Sí.
—Es del señor de los candiles, vino por unas muestras.
—Está bien, pero que no dejen el coche afuera, ya habíamos quedado; mételos, aunque
se vayan a tardar nada.
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—Sí, señor, permítame.
El joven profesionista, especialista en restauraciones, produjo un sonoro chiflido para
llamar la atención de uno de los trabajadores.
—Arregla eso y me alcanzas adentro de la casa.
—Ahí voy, señor.
El destino fue bondadoso con esa casa y le echó la mano, ayudándola a poseer un
camino interesante: nació propiedad de un adinerado extranjero, con la mirada puesta en
la expansión ferrocarrilera del país, y al que poco le duraron los amigos en el poder;
descendencia directa de los Vanderbilt la adquirieron para casa de descanso hasta el día
en que su capacidad fue insuficiente; pasó a manos de un respetado banquero, que la
amplió y agregó un enorme jardín, para vivir, en compañía de su esposa, la pasividad
que brinda la amplitud, una vez que la descendencia ha encontrado nuevos caminos, y
después de casi diez años de tranquila existencia, la regresó al bullicio cuando tuvo que
cederla, en venta, a la hermana mayor del presidente que le concedió su amistad a
cambio; el mismo presidente que un par de años más tarde lo presionó para que
detuviera operaciones irregulares, que en complicidad con funcionarios de la banca
internacional, estaban llevando a la nación a una crisis financiera.
Cuatro años estuvo en manos de la nueva propietaria, durante ese tiempo sirvió en
numerosas ocasiones a los fines del hermano, que la utilizaba para reuniones privadas,
valiéndose de la hermana como anfitriona. La mujer, emocionalmente inestable y
desgastada por los abusivos arribos del hermano, la vendió a un socio y amigo de éste,
jerarca del medio de la construcción y suegro de un joven político al que buscaban la
manera de allanarle el camino a los cargos importantes del país. Hasta ese entonces al
vetusto inmueble se le había negado obtener el grado de cuna y terruño hasta que,
agraciada todavía por el destino, logró el fin, obteniéndolo con estos últimos, al
cobijarle descendencia directa, nacida bajo su amparo.
—Está grande la casa.
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—Y aquí vivían hasta antes que llegaran los albañiles, los suegros, ¡solos! … Bueno, y
seis empleados.
—¡¿Seis empleados?! –dejó escapar, asombrado, el joven Alonso.
—Sí –José levantó la mano para ayudarse con los dedos–: una cocinera, dos empleadas
de servicio, un chofer, un jardinero…, ¡ah! y don Genaro –levantando el dedo pulgar de
la otra, para completar la cuenta–, que fue el único que se quedó; todos los demás se
fueron, con los patrones, a un rancho grande que tienen en Veracruz.
—En la casa también tenemos cocinera, mi mamá; yempleadas de servicio, mi hermana
Leticia y mi prima Margarita; chofer, mi hermano Diego o yo, cuando teníamos coche;
jardinero no, no es necesario, no tenemos jardín; y mi abuelo, bien pude hacer las veces
de este señor, ¡Genaro! … Sólo nos faltan los patrones.
Le festejaron la puntada con una palmada en la espalda.
—Listo, señor –se agregó Memo, preparado para la revisión.
—¿Ya? –José riéndose todavía.
—Sí, cuando quiera.
—Bueno. ¿Vienes? –a Pablo.
—No, te espero.
Jefe y subordinado subían las escaleras al tiempo que el joven parado en el vestíbulo
empezó su búsqueda para encontrar con qué distraerse. Lo primero en llamar su
atención fue un grupo de fotos enmarcadas en metal, apiladas con algunas cajas ylibros,
al parecer parte de la mudanza, de los que se iban o de los que llegaban, ¿quién sabe? Se
acercó y después de asegurarse de que nadie lo viera, tomó la primera fotografía: en ella
aparecían Alfredo del Rosal, al centro de un grupo de hombres, integrado por conocidos
políticos y el famoso conductor del noticiero nocturno de la televisión; la siguiente
fotografía llamó aún más su atención: en ésta, ahora, aparecían Del Rosal yel presidente
de la república, al parecer en la oficina de éste último, con mangas y corbatas relajadas,
en algún evidente encuentro de trabajo, consideró insólito poder mirar así al propio
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presidente de la república, el hombre que dirigió los destinos de la nación; la curiosidad
lo empujó a continuar: la tercera fotografía no mostró nada interesante, ni la cuarta, pero
la quinta le provocó una expresión verbal, de esas de las que se usa para mitigar el
asombro: en ésta aparecían Alfredo del Rosal, muy abrigado y con varios años menos,
acompañando el recorrido que un ex presidente y dos conocidos ricachones, de esos de
todos los tiempos, hicieron por la Muralla China en gira de trabajo por ese país.
—¡Señor!
Súbito, retumbó en sus oídos.
—Sí, dígame.
La voz vino de un hombre parado en la puerta, vestido con ropa de labor excesivamente
salpicada de pintura.
—Estamos pintando el cobertizo, ¿no le importa si cerramos en algún momento la
puerta?
Con la fotografía todavía en las manos, respondió con lo primero que le cayo en la
cabeza.
—Ha, sí…
—¿No le importa? –le repitieron.
—No… No me importa, adelante.
Una vez que el hombre hubo desaparecido, regresó la fotografía a su lugar e intentó
dejar todo como estaba. Ayudándose con el ir y venir de la mirada, fue corrigiendo los
detalles que pudieran delatar sus fisgonerías hasta que la tristeza por sentir, de pronto,
que un viejo anhelo se le debilitaba, le hizo olvidar su objetivo. La mente comenzó
entonces a crear pensamientos y ya no le permitió regresar al punto de encuentro.
Certera la verdad le fue a la razón, como la sangre al corazón, asimiló en términos de
percepción que esos que acababa de mirar en las fotografías alcanzaban alturas
similares a las que él pretendía alcanzar, por que sabían contar, además de sus
cualidades, con la bondad de capitales silenciosos que uno o varios amigos pudientes
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siempre disponían para la causa. El nuevo conocimiento le nubló el camino y le alejó la
meta, pero no por mucho tiempo: Pablo Alonso ya era joven talentoso cuando se enteró
que existía en él las cualidades de aquél que puede aspirar a mucho en la vida. Las
lágrimas de su madre cuando la radio difundió la noticia de la muerte de aquel hombre,
alguna vez presidente de México, dieron en su conciencia para siempre el sentido de
que en este país hacían falta hombres buenos y desinteresados como ese, del que su
madre recordaba tantas virtudes; aún cuando ni éste, que él supiera, hubiera logrado
cambiar en nada las condiciones de su vida. ¡A saber! Entonces era muy chico.
Le costó trabajo relajarse, calmarse yencontrarse de nuevo en sus pensamientos. Ahora,
gracias a la reciente experiencia, su dirección estaba, y lo podía sentir, más clara y
certera.
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Checaba la agenda en sus manos y la repasaba una y otra vez para matar el tiempo,
combinando miradas con el movimiento que había en la oficina de Carlos Vargas de
Terán. Estaba programada para la próxima semana una visita de trabajo del presidente
de la república, y ésta los tenía visiblemente ocupados. El capitán Eleazar Solís se
acercó a saludarlo y juntos alternaron frases de consuelo por la larga espera, yde buenos
deseos por la pronta conclusión. El licenciado Valerio Junco levantó la mano, a lo lejos,
para saludarlo, al identificarlo en el recibidor principal, en uno momentito en que asomó
la cara para dar instrucciones al grupo de secretarias. Otros diez minutos de perfecta
soledad fueron suficientes para recorrer, ir y venir, el pasillo de las placas, fotos y
recuerdos de campaña. José estiró el brazo para descubrir su reloj de muñeca, comprobó
la hora y regresó la mirada a las puertas de entrada al despacho del gobernador. Pablo
Alonso Coronel apareció por una de ellas en destellante situación y después de escribir
sobre un pequeño papel de los que abundan en los escritorios secretariales, desapareció
a toda prisa por uno de los corredores principales, con la mirada del otro a cuestas. El
ambiente en ocasiones era agresivo, sobretodo cuando se juntaban llamadas e
instrucciones para el personal de otras oficinas, que aparecían y desaparecían con una
velocidad poco común en oficinas del gobierno. Sentado ya con las piernas
semicrusadas, sacudía los pies con un movimiento incesante. Vestía un traje de color
gris claro con zapatos de agujeta negros impecables, camisa blanca y corbata en tonos
serios. Algunas veces su ropa estaba más a tono con la edad de la gente con la que
trabajaba que con sus treinta y seis años, pero aún así lo caracterizaba el buen gusto que
tenía para vestir. El personal femenino que prestaba sus servicios en la oficina principal
de la sede del gobierno, seguido lanzaba miradas hacia el recibidor, para observar a ese
hombre que entre ellas tenía fama de soltero y buen mozo. Las innumerables visitas le
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habían ganado ya un sobrenombre y cuando se atendía algún asunto referente a él las
empleadas lo identificaban con esa clave. En la espera José pensaba en los proyectos y
en las posibilidades, ahora que Pablo Alonso trabajaba directamente con el gobernador.
El licenciado Valerio Junco mostraba desconfianza de tener un hombre nacido fuera de
sus filas, en el equipo de trabajo que él capitaneaba; aún cuando él respaldó la decisión
de tenerlo cerca. Y aunque Pablo Alonso se manifestaba cada vez más como un hombre
inteligente y capaz, para él estaba claro que quien lo recomendó, y los allegados a ese
grupo, buscaban beneficiarse de alguna manera a través del muchacho. Los dimes y
diretes de este asunto nunca llegaron a las provocaciones, pero flotaban lo suficiente
para mantener a ambas partes en guardia. De cualquier forma, el trato entre ellos
siempre era cordial. En el mundo de la política existen muchas reglas, pero quizá la
principal pudiera ser ésta, que hace que se mantenga el respeto y la mesura hasta no
comprobar que se deba hacer lo contrario.
—Ingeniero Luna, el licenciado Junco lo va a recibir en lo que se desocupa el
gobernador.
—Gracias, señorita.
José Manuel se levantó y caminó a espaldas de la secretaria que se contoneaba,
haciendo gala de la calidad anatómica que poseía, elección de Vargas de Terán que en
algunos puestos establecía como condición la belleza ligada a la preparación y
experiencia.
—Adelante, ingeniero –poniéndose de pie–. Discúlpeme que no me haya acercado a
saludarle cuando lo vi, pero andamos apurados.
—No tenga cuidado, licenciado –un poco serio.
—Tome asiento, ¿le ofrezco algo? –cumpliendo con el protocolo.
—No, gracias.
—En un momentito le recibe, nada más va a atender una llamada –el secretario
particular del hombre fuerte en el estado indicó a la secretaria, con una seña, que cerrara
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la puerta.
—Está bien, licenciado. –Se acomodó y al sonido de la puerta al cerrar, susurró–:
¿Usted sabe de qué se trata?
—No me ha comentado nada.
—¿Algún problema? –sondeó, para tratar de preparar alguna estrategia; aunque de
antemano sabía que no le soltarían nada.
—No creo.
El teléfono de intercomunicación sonó, al tiempo que encendía una de sus luces
indicadoras.
—Sí, señor –Valerio Junco miró a José–. Está bien… –y colgó la bocina–. ¿Vamos?
—¿Ya? –se incorporó y salió por delante.
La secretaria de tentadora anatomía los esperaba ya con la mano sobre el picaporte, lista
a facilitar el acceso.
—¿Qué hiciste, Lucho? –grandilocuente el gobernador.
—¿Qué hice de qué, señor? –totalmente extrañado.
Las ruidosas primeras expresiones que dominaron el ambiente en la oficina, aminoraron
al cerrar de la puerta.
—Con la casa de don Alfredo.
—¿Hay algún problema, don Carlos? –muy serio. Preocupado.
Vargas de Terán carcajeó disfrutando la situación, al tiempo que timbraba su secretaria,
en uno de sus muchos teléfonos.
—¡Bueno! –brusco como siempre–. ¡No! … ¡No! … ¡No! ¡Dile que yo le llamo! –y
colgó.
El divertido hombre trató de retomar la situación, pero ya no le fue posible; la llamada
le cortó toda la inspiración.
—¡Pinche Susana! –refiriéndose a su secretaria– , me mató el momento –riendo todavía.
—No entiendo, don Carlos. ¿Pasó algo?
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—No, hombre. Siéntate, te estaba bromeando –el gobernador jaló su enorme sillón de
piel y se sentó–. Hubieras visto que pinche cara pusiste.
—La verdad, sí me desconcertó.
—No te digo que pusiste una carota. Siéntate Lucho, ya no te voy ha hacer nada.
El extraviado miró al licenciado Valerio Junco divertido yse sentó participando un poco
de las risas.
—Quién sabe qué habrás hecho en casa del jefe, ¡cabrón!, que hasta te hice dudar.
José sonreía.
—¡Te tengo un notición! –con una sonora palmada en el escritorio, el gobernador
secundó la frase–. ¡Pero quita esa cara, te estoy hablando en serio! –El anuncio no logró
en nada cambiar la expresión–. Don Alfredo organizó una pequeña reunión… Una cena,
pues, en la casa que tú ya conoces, y quiere que asistas. Aquí está tu invitación –y
ceremonioso extendió el sobre.
José leyó.
—¿Qué? … ¿Pusieron mal tu nombre, falta la fecha? –increpó el funcionario al detectar
partículas de malestar en su amigo.
—No, todo está bien.
—¿No te da gusto que te considere de esa manera?
—Se me hace extraño.
—¿Por qué, cabrón?, quizá quiera que seas su ingeniero de cabecera… Debería darte
gusto, ¿no?
—Yo no he dicho lo contrario. Simplemente… se me hace extraño.
—No te entiendo –se levantó–. Mira, tengo mucho trabajo, y yo ya cumplí.
—Perdón, don Carlos –se levantó también.
—Don Alfredo me dijo que pensaba enviártela con uno empleado a tu casa, pero pensé
que te daría gusto, por eso quise entregártela yo.
—Me da gusto, don Carlos –simulando.
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—Pues no parece.
José se incomodó por darse cuenta que acababa de cometer un grave error; se mostró
inquieto por la relación y eso iba a afectar. La vida le había enseñado ya que ante
situaciones de ese tipo, lo mejor era esperar; hasta tener la oportunidad de meditarlas
para encontrar la mejor manera de atenderlas; entonces caminó a la puerta calladito. Al
alcanzar con la mano la alargada pieza metálica del picaporte del enorme bloque de
madera, Carlos Vargas de Terán lo llamó, como pocas veces, por su nombre.
—Vas a ir, ¿verdad?
—Claro, don Carlos. Usted me recomendó y yo no le puedo quedar mal.
—Qué bueno. Así, me gusta.
Salió, y por la preocupación del momento, durante algunos metros, no supo qué hacer
con la invitación, finalmente decidió guardarla en una de las bolsas del saco. Al
descender las escaleras que conducen al estacionamiento reconoció a un hombre que se
alejaba en un automóvil, al que, estaba seguro, había visto en otras ocasiones. Pensó en
saludarlo con un movimiento de la mano, pero dudó. Luego su mente iluminó cualquier
cantidad de suposiciones, pero por la demora que llevaba para completar su agenda, se
obligó a colocar el asunto en los pendientes.
Tecla atento de su salida acercó el automóvil. José abordó checando nuevamente la
hora. Durante el trayecto a la oficina, su cabeza, sumida en el fondo de sus inevitables
desmesuras laborales, trataba de atender a los saltos que un sinnúmero de preguntas
pegaban sin cesar. La mañana soleada de un cielo atiborrado de nubes bombachas y el
clima artificial del automóvil cooperaron para ponerse de mejor humor, y olvidarse por
un momento de las aflicciones. Cerró los ojos yse escurrió en el asiento. En una ocasión
Bárbara Castillo lo instruyó para realizar ejercicios de concentración y relajación: el
primero que trajo su memoria fue el de concentración; consistía en tratar de escuchar,
aislar e identificar sonidos, entre más apartados mejor. Lo puso en práctica: hasta él
llegó el murmullo, lejano, de ladridos de perros, una jauría al parecer, que se extraviaba
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por momentos; cuando sus sentidos alcanzaron el máximo nivel de preparación,
determinó poner en práctica el segundo ejercicio: consistía en relajar los músculos,
atendiéndoles de forma aislada; con su mente los trabajaba, eliminándoles de tensión, y
saltaba a otra área siguiendo un orden práctico; hasta ese día, nunca había logrado
alcanzar un verdadero estado de relajación, en esta ocasión, los resultados se
presentaron con tal facilidad que trató de encontrar la clave de su inesperado éxito.
—¿Estás bien, Ingeniero? –interrumpió el pinche Tecla.
José abrió los ojos y respiró profundamente.
—¿Estás bien? –interrogó de nuevo.
—Sí, sí.
El trayecto anunció el final al saltar el auto el pequeño tope de la entrada al
estacionamiento empedrado del vetusto inmueble que daba albergue a sus oficinas. En
ese tiempo no cualquiera en el rumbo sabía a quién pertenecía y a lo que los de adentro
de él se dedicaban, pero "Las Tablas", patronímico con el que se daba a conocer desde
hacía mucho tiempo atrás (derivado de las actividades del pasado), tenía una antigüedad
tal en el tiempo que su origen, por los años, se enrarecía en las memorias; lo único
verdaderamente palpable era que esos muros, remodelados para concentrar las
actividades de una solicitada empresa, resguardaron, por muchos años, una monumental
maderería que encontró su fin en el incendio más recordado de su época. El mito dice
que fue venganza entre hermanos, el resultado de una herencia, fue el motivo.
La apuración por empezar cuanto antes a librarse de sus compromisos, sacó a José de un
brinco del automóvil y lo encaminó con visible premura. Con pasos agigantados y
acompañado por el sonido de sus tacones, superó puertas hasta alcanzar la de su oficina.
—Mine dile a Elsa que venga. El maestro Guerrero ¿dónde está?
Minerva se levantó de un salto y tomó el bonche de recados telefónicos de costumbre,
su libreta de apuntes y un lápiz. Cuando su jefe se sentó, ella se encontraba ya parada
frente a él.
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—Aquí están sus llamadas, señor. El maestro Guerrero está en la sala de juntas con los
invitados del proyecto San Pedro y Elsa está con él.
—¿Quiénes vinieron?
—Todos los de la lista.
—Bueno. Dile a Elsa que venga y pásale un papelito al maestro Guerrero: que me
disculpe con los presentes y que cuando termine venga conmigo.
—Está bien, señor.
—Y regálame un café y que me hagan un jugo, por favor.
—Sí, señor.
Con aparente calma revisó hojita por hojita las llamadas y seleccionó algunas,
colocándolas de su lado derecho, las demás las destruyó y tiró a la basura. Siguiente
paso: revisó su agenda y con sepia en la tinta canceló con una raya los compromisos
fuera de hora o imposibles ya de atender ese día. Giró la cara y miró los dibujos del
proyecto San Pedro, pegados en un rincón de su oficina, pensando en un cúmulo de
pendientes.
El joven José Manuel Luna Torres en un momento de excelsa lucidez estableció
empezar a invertir en la adquisición de algunos terrenos, para algún día buscar la
oportunidad de integrarlos en un sólo proyecto. Durante quince años, y poco más de
todos sus ahorros y elocuencia, obtuvo propiedades, y apoyo de ayuda en sociedad de
otros dueños, de una gran cantidad de metros cuadrados en un municipio de nombre
“San pedro el Mártir”, al sur de la ciudad de México. La ubicación de estos terrenos
sobre un valle poco irregular, de gran tamaño y belleza, le dio para pensar en la
posibilidad de algún día edificar en este espacio el complejo de sus sueños, con el que
pudiera recuperar su inversión y además obtener cantidades mayores a las destinadas en
su manipulación y compra. El tino y la sensibilidad le permitieron tropezar con una
original idea sobre un complejo empresarial, semi-subterráneo, en el que aglomeraba,
con funcionalidad y magnificencia, oficinas, hoteles y restaurantes para brindar a sus
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visitantes las comodidades de una pequeña ciudad dedicada, tan sólo, al mundo de los
negocios. Su intención: alcanzar con la novedad prestigio contagioso, que las compañías
importantes vieran obligación en adquirir parte de este nuevo concepto para no quedar
fuera de la revolución empresarial que pensaba provocar. Para tal efecto, consideró la
posibilidad de vender la idea, y a través de un acuerdo en sociedad con alguna
constructora, de las pudientes, amarrar también la infraestructura necesaria para su
realización. Preparó entonces toda la información y con el proyecto en mano se acercó
al hombre al que profesaba admiración: Samuel Alponte Calderón.
El magnate español miró con muy buenos ojos su idea y encargó a sus empleados un
estudio del lugar y del proyecto. Con los resultados en la mano, comprendió que éste
podría ser el inicio de una jugosa relación. Entonces, encargó a José que buscara la
manera de incrementar el tamaño del complejo y establecer una relación de posibles
inversionistas. El prestigio que José Manuel tenía a su corta edad era consecuencia de lo
original y creativo de sus ideas; además, de la habilidad que tenía para hacerlas realidad.
En poco tiempo definieron las condiciones de la sociedad: José Manuel Luna Torres y
su compañía se responsabilizarían del control de la promoción y desarrollo; y
Constructora del Aguila de la realización y venta del proyecto. Alponte Calderón,
asombrado y conmovido por la talla de los proyectos del joven empresario, prometió a
José que si alcanzaban un setenta y cinco por cierto de las ganancias esbozadas, le
brindaría la oportunidad de considerar la posibilidad de recibir, como pago, un pequeño
porcentaje de acciones de una empresa filial de la mismísima “Constructora Del
Aguila” –“Una cabeza de tal voluntad y creatividad no la dejo ir con la
competencia.”–le advirtió.
Cada vez que la mirada de José se encontraba con los dibujos del proyecto, escudriñaba
en su cabeza buscando aún más estrategias para alcanzar su objetivo.
El sonido de los nudillos de Elsa sobre la puerta lo despertaron.
—Adelante.
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—¿Qué pasó? Buenas tardes.
—¡Ah! Eres tú… ¿De cuándo acá tocas la puerta?
—¡Hay!, pues pensé que estabas con alguien.
—Y cuando realmente estoy con alguien, entras como Juan por su casa. ¡Mira que eres
rara¡
—¡Hay, ya!; José, no estés de molón. ¿Para eso me llamaste? –giró con la rodilla uno de
los sillones y se sentó.
La secretaria tocó y después de la señal abrió la puerta, para permitirle el acceso al
mesero.
—¿Ya ves? –José extendió el brazo para señalarle a la mujer en el asiento, la puerta–,
así se debe hacer.
Minerva levantó las cejas tratando de pescar en las actitudes si hablaban de ella.
—Es que Mine si tiene educación… Es lo que querías escuchar, ¿no?
El hombre rió divertido por su hazaña, la secretaria los miró tratando de atar cabos y la
mujer, jugando con la molestia (tornando los ojos), esperó pacientemente, sin perder la
cabeza, a que el intento se debilitara.
—No le hagas caso –a Minerva–, te encanta hacerme enojar –a José.
Elsa permaneció. La otra levantó los hombros y cerró la puerta. José, una ves
recuperado del momento y de mejor humor, se levantó y se quitó el saco; al colgarlo
tomó el sobre que contenía la invitación y lo pasó a la mujer sentada frente a él.
—Y esto, ¿qué?
—Léelo.
La mujer abrió y leyó con calma.
—¡Qué detallazo!, ¿no? –dejó salir en tono de broma, al finalizar la lectura.
—¿Te parece?
—Lo de la remodelación fue un pretextote.
José afirmó moviendo la cabeza.
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—Ahora viene lo bueno –dijo la mujer.
—Eso es lo que me preocupa.
—Si no quieres ir, voy yo… Ya sabes que a mí me gustan esos jolgorios. –Ella reía
ahora.
—Sí, seguro –José tomó un sorbo de café, fue y se sentó en uno de los dos sillones
pegados a la pared, con las piernas estiradas y los brazos cruzados–. Lo que sí quiero
que hagas es que me investigues quién más va a asistir, pero ojo, no quiero que se entere
ni Vargas de Terán, ni don Samuel.
—De acuerdo, jefe –escribiendo algo su libreta.
Las miradas fueron y vinieron por unos instantes; ella, esperando nuevas instrucciones,
y él, pensando.
—Bueno –el hombre se incorporó y se instaló en su escritorio de nuevo–. ¿Cómo estuvo
la reunión?
—Vino toda la gente que citamos.
—Qué bueno. Antes de que se vayan, asegúrate que cada uno se lleve una de las
carpetas que preparamos. Es muy importante.
—Sí, yo lo sé. Se les entregó antes de empezar.
—¡Asegúrate!
—¡Está bien! … ¿Algo más?
—No, nada más.
Elsa se paró y se acomodó la ropa, José bebió del jugo de piña, toronja con apio, perejil
y nopal que a diario se le preparaba, después de limpiar con una servilleta sus labios,
dijo:
—¿Por qué siempre te acomodas la ropa cuando te levantas, lo has notado?
—¡Mm!, es una manía. No me gusta que se me arrugue.
—Tienes miedo que piensen que estuviste haciendo de las tuyas aquí adentro.
—¡Hay sí! Y contigo, ¿no?
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—Pues, quién sabe.
—Adiós –burlona.
El maestro Guerrero abrió la puerta, exacto, cuando ella llevaba su mano a la perilla.
—¡Mira!, él tampoco toca, ¿ya ves? … ¡Presumido!
—Con él es otra cosa, él es hombre.
—Ja, ja, ja –onomatopéyica. Y cerró de un portazo, dejando a José divertido y al
maestro extrañado.
—¿Se enojó?
—No.
—¿Acabas de llegar?
—Cuando le entregaron mi mensaje.
—¿Cómo te fue?
—Lea eso –señalando el sobre–. Me lo entregaron hoy, allá. –El maestro se colocó sus
anteojos, se puso cómodo en un sillón cercano, tomó el sobre del escritorio y con dedos
suaves lo abrió, y leyó.
—Ahora si, viene lo bueno.
—Eso mismo.
—Estoy seguro que ahí te van a tratar algo.
—¿Usted cree? … Pero ¿para qué tanta vuelta?
—¡Ah!, te querían observar primero.
José quedó mudo, hojeando en la memoria los sucesos que parecían darle la razón, al
que ocupaba su atención.
—Le encargué a Elsa que me investigue quién más va a asistir esa noche.
—¿Por Delaguila?
—Sí… Y por otras cosas.
—No harían una cosa así, esto es en petit-comité; el trato ha sido contigo, además,
Vargas de Terán siempre ha sido derecho contigo.
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Otra vez callado, debatiendo en lo oculto.
—Tiene razón. De él no puedo desconfiar. Él no me haría una así –conclusión.
—Y Delaguila dejó todo bien definido. Tú eres el enlace y nadie más se mete.
—No se van a aguantar.
—¡Qué digan misa! … Mientras el grupo en su mayoría te apoye y Delaguila te
respalde, ¿qué más? … El viernes es la clave, seguro. Si Alfredo Del rosal tiene algo en
contra tuya o quiere algo con Vargas de Terán y tú estorbas, te lo va a decir a ti, a nadie
más… Definitivo. Aunque, si me lo permites, yo siento que viene algo bueno.
—¿Una proposición? –intranquilo.
—¿Por qué no?
—¿Sabe qué, maestro?, ¡no! … Siento que los planes son con don Carlos… ¡Con él!
—Pues yo ya hice demasiadas suposiciones, si no te importa, prefiero esperar.
—Pero su feeling, ¿cuál es?
—¡Ya te la dije! Desde el principio. Todo este tiempo te midió, te estuvo checando…
Alguien se lo pidió. Hay algún valor en esto, que nosotros todavía no conocemos…
Quiere borrón y cuenta nueva.
—Pues eso espero. Si no, mucho de lo que hemos hecho usted y yo se va a ir al traste, y
tendremos que dedicarnos a otra cosa.
—Ten paciencia. Yo estoy optimista.
De nueva cuenta un espacio en blanco dio banderazo a las impetuosas suposiciones.
José dejó su asiento para caminar tamborileando con los dedos de una mano el puño de
la otra. Lo detuvo el rincón donde colgaban los dibujos del proyecto de sus congojas.
—¿Cómo vio a la gente? ¿Los desarrolladores?
—Animados unos, escépticos otros. –aprovechó la pausa– Los papeles que me
mostraste en tu casa, ¿ya los vieron?
—No, todavía no. ¿Por qué?
—¿Cuándo piensas enseñarlos?
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—Cuando terminemos esta ronda de reuniones. ¿Por qué?
—Porque probablemente haya que modificarlos.
José sacó su gesto de desconcertado feliz.
—Existe interés de dos desarrolladores inmobiliarios que, de concretarse, ocuparían un
buen tanto por ciento de la nueva etapa del otro proyecto.
José levantó las cejas, caminó hacia el sillón de su escritorio y recargó los brazos sobre
el respaldo para decir:
—Cuénteme.
—Calma… Del plato a la boca, se cae la sopa.
—Sí, claro… Pero ¿quién?
—Obviamente tendremos que darles un trato especial.
—¡Sí!, por supuesto, ¿quiénes son? –impaciente.
El maestro Guerrero dio los nombres, aclarando que la información debería llevar las
reservas del caso.
—Sería maravilloso… –extasiado.
—Han venido representantes de ambos yhoyvinieron otra vez, al finalizar se acercaron.
Quieren hablar con nosotros, en una reunión privada. Acordamos el próximo jueves a
las diez, aquí en tu oficina.
—Ellos ya habían sido invitados, ¿no?
—Si. Fueron de los primeros, pero no asistieron.
—¿Y ahora mandan representantes?
—Mejor tarde que nunca.
—De todos modos, sería bueno echar una investigadita, ¿no?
—Pero sea lo que sea, ¿les hacías el feo?
—¡No! Claro que no…
El más escéptico se quedó viendo lo que acababa de decir.
—¿Me regalas un cafecito?
El Supremo Poder (R. Valencia)
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—Sí, claro.
El tiempo restante que estuvieron juntos, Luna Torres continuó haciendo suposiciones
en voz alta hasta que, agotado y confundido, aceptó que no había más que esperar.
El Supremo Poder (R. Valencia)
57
4
Parados, formando un círculo, y ocupando en su totalidad el acceso al jardín que
conducía al interior de la casa, platicaban y reían: el ingeniero Servio Gutiérrez
Hurtado, Subsecretario de Comercio y Fomento Industrial; el licenciado Fermín Iñigo
Matos, Secretario actual de Comunicaciones y Transportes; y el ahora titular de la
Secretaría de Programación y Presupuesto, y anfitrión de la noche, Alfredo del Rosal
Márquez, acompañados de sus respectivas esposas. Unos metros atrás, y caminando
hacia ellos, el respetado banquero don Miguel Islas ysu esposa, lidiaban un poco, por su
avanzada edad, con la distancia que existía del portal de la entrada al lugar donde se
encontraba el anfitrión recibiendo a sus invitados. Luna Torres, parado a un costado de
su automóvil, los miraba esperando a Bárbara Castillo, que batallaba un poco con su
vestido. La noche se volvía serena en aquella área de amplio verdor, con una obscuridad
tranquila sin vientos, de cielo manteado de luces y una luna encendida. Un sonido de
cuerdas armonizado por un cuarteto de diestros músicos, vibraba finamente en el
ambiente, suavizando la velada y haciendo más gentil los efectos de las cortesías que
discretamente distribuían los meseros en charolas de plata, adquiridas bajo encargo en
Taxco. La iluminación tenue de los arbotantes dirigidos al piso, acurrucaba y hacía más
íntimo el selectísimo convivio. Sobre el césped, minuciosamente podado, sillería de
bejuco; y a un costado del jardín, y techado por la casa, una estancia amueblada con
sillones diseño Pedro Fierro. José, con Bárbara del brazo, se desplazó ágil a lo largo del
corredor que conducía al jardín, para evitar tener que esperar a espaldas del banquero, a
que Alfredo Del rosal y su esposa terminaran de darles la bienvenida. Vargas de Terán,
al centro del jardín, departía con dos hombres que por estar de espalda no pudo
reconocer, pero que seguro estaba sería alguno de los que Elsa logró confirmar que
asistirían. Continuó escudriñando y descubrió que la asistencia era poco nutrida. La
El Supremo Poder (R. Valencia)
58
presencia no superaba a las ¡treinta y tantas! personas, con todo y sus respectivas
parejas. Se incomodó cuando se le hizo evidente que él era el de menos currículum en la
velada. Pensó, incluso, que la idea de la invitación había sido tan sólo para explicar, si
el dueño lo requería, cómo se remodeló el inmueble que, sin vaho en las uñas, era un
acierto más de sus habilidades. Buscó en su cabeza, por si era necesario, la manera de
disfrazarle a Bárbara el motivo de su presencia en esa reunión, para evitar que ella
también se sintiera incomoda. ¡Craso error! Mientras revolvía la mente, advirtió un
brillo proveniente de lo más profundo que le hizo sentirse mejor; él contaba ya con un
prestigio bien ganado, y, además, su pareja lucía hermosa. Recordó la insistencia de
Vargas de Terán para que asistiera. Sacó el pecho con una respiración profunda y tomó
nuevamente su postura para redimir el ánimo. Miró a Bárbara de reojo ypercibió en ella
su expresión serena, en momentos arrogante; le iba bien. "En el escenario, la serenidad
es la mejor prestancia", recordó que ella se lo decía, muy seguido.
Cuando el encuentro fue inevitable, sonrió lo más tranquilo que pudo.
—Buenas noches, ingeniero. Bienvenido –el anfitrión, con un fuerte apretón de mano.
—Buenas noches, don Alfredo. Gracias por la invitación –todavía un poco intranquilo–.
Mi acompañante Bárbara Castillo.
—Bienvenida.
—Gracias.
Del Rosal giró, tomando del brazo a José.
—Les voy a presentar a mi esposa. Sandra Marlene.
—¡De Del rosal! –enfática, apuntó la mujer sonriendo y mirando de reojo a su marido–;
siempre me lo quita –concluyó.
—Es un placer, señora –con una corta inclinación.
—¿Así que usted es el responsable de todos estos cambios? –preguntó seria la
anfitriona, señalando levemente con el dedo índice la casa.
—Para cualquier queja estoy a sus ordenes, señora –un poco nervioso, buscando captar
El Supremo Poder (R. Valencia)
59
en la actitud si era una broma.
—¿Qué les hizo a mis puertas? ¿Cómo las… ? –no encontró el termino.
José Manuel miró confundido a Alfredo Del rosal que sonreía, y a su esposa que no le
quitaba la vista de encima.
—¿Quiere que le explique, técnicamente… todo? –consultó pausado, antes de pensar,
siquiera, en ir adelante con los detalles.
—¡Sí, sí!
José miró nuevamente a su anfitrión y a Bárbara, que también lo veía, hizo de un
pequeño silencio para acomodar su cabeza y procedió.
—Se preparó la tonalidad de amarillo con pintura blanca, agregando mostaza, dorado y
negro, todo base agua. Raspamos, sellamos la madera y pintamos con brochas hechizas
de pelo burdo. Secamos rápidamente con secadoras de pelo.
—¿Con secadoras de pelo?
—Sí, con secadoras de pelo. Como la que usan ustedes las mujeres. Esto fue para
marcar los surcos. Finalmente, lo cubrimos con un barniz transparente, mate, para
enfatizar el efecto. ¿No le gusto? ¿Tiene alguna queja?
—¡No, hombre! ¿Cuál queja?; más bien, una suplica –terminó la frase en un susurro.
—Usted dirá –acercando el oído.
—La idea ésta de las puertas, les encantó a mis amigas. No quiero que le vaya a hacer
¡a nadie más! el mismo trabajo –autoritaria–. ¡Prométamelo!
—Se lo prometo –levantando la mano.
Se relajó.
—Se ve usted diferente en persona –ahora a Bárbara.
—¿Perdón?
—Digo que pensaba que era usted más alta. No soy muy asidua a la televisión, pero la
vi en la telenovela ésta… –hizo por recordar y lo logró– "Sin miedo a la vida", porque
me gusta mucho todo lo que hace doña Carmen Monal, que me parece una excelente
El Supremo Poder
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  • 6. El Supremo Poder (R. Valencia) 5 1 José Manuel Luna Torres, a un costado de la multitud, volteaba impaciente en espera de Pablo Alonso, entre tanto, no perdía de vista al gobernador que atendía asuntos breves, como era su costumbre cada vez que el grupo amigo de empresarios desayunaba con él. Fue un emisario personal del funcionario quien previamente informó a José del interés que había en el hombre fuerte en la zona por hablarle. Pablo Alonso apareció sofocado al fondo del grupo integrado por patrones, congresistas, amigos y uno que otro adulador, estiró el cuello y encontró la mano de Luna Torres quien le llamaba sin pronunciar palabra. —¿Qué pasó, señor? —Voy a hablar con don Carlos, quédate aquí conmigo, quiero aprovechar la oportunidad para presentarte. Pablo Alonso Coronel era un joven de veintisiete años, de tez morena y de cuerpo ejercitado. Hacía aproximadamente siete años que recibía impulso y sostén económico de Luna Torres. Entre sus cualidades contaba con estudios de posgrado en derecho constitucional y una sensibilidad especial para entender y hacer política. Recién egresado del alma mater, en la unión americana, ingresó con ayuda de su benefactor como colaborador de una dirección general cautivante: la de servicios electorales de la Cámara de Diputados, lugar donde luchaba por apuntarse los primeros aciertos que algún día le llevaran a convertirse en respetado funcionario, ocupante de una de sus curules y aspirante viable a puestos de elección popular. Nativo de Yautepec, pueblo del que soñaba llegar a ser hijo pródigo, colaboraba en tiempos de ocio como asesor político y legal del “Grupo Cívico Morelos”, movimiento popular fundado y presidido por su hermano Diego Alonso. —¿Te cansaste?
  • 7. El Supremo Poder (R. Valencia) 6 —Es que me vine corriendo –respondió todavía jadeante. —¿Pues no que haces mucho ejercicio? –con tono burlón. —Es que Tecla me dijo que me viniera ¡en chinga! … —Está bien, relájate, no te me separes –tomándole por la nuca. Carlos Vargas de Terán, quien recibiera su nominación como candidato a la gubernatura del estado de Morelos, en momentos en que la imagen de los gobernantes locales, todos procedentes del mismo grupo político, registraba su peor época, estableció desde un principio que de ser él el elegido, su gobierno se sustentaría en el diálogo directo y absoluto con todos y cada uno de los movimientos, y agrupaciones, sólo emanados del pueblo; además, de eliminar todas aquellas plazas y programas que no justificaran su existencia. –“Antes de comer, primero vamos a definir quiénes tienen derecho a sentarse en la mesa.” –dijo para no dejar lugar a dudas, acalorado y dispuesto, en la tarima de discursos de su cierre de campaña. La postura del, en aquel entonces, candidato, y las innumerables reuniones con los diferentes grupos y asociaciones, surtieron tal efecto entre los votantes que meses más tarde permitió que ganara el reñido puesto en las elecciones más disputadas de las que se tuvieran registro y memoria en el estado. —¡José Manuel… José Manuel! –gritos del gobernador a la par de estar escuchando reseña laboral de un subalterno– Acompáñame a mi casa, que te recojan allá. —Sí, don Carlos. José Manuel Luna Torres giró y su mirada encontró a la de su chofer, el de apelativo “Tecla”, que siempre permanecía atento a nuevas instrucciones de su jefe. —Pablo vete con Tecla y alcáncenme en casa de don Carlos. —Sí, señor. Luna Torres miró nuevamente a Tecla y con una breve señal le indicó que Pablo Alonso llevaba las instrucciones. —¿Nos vamos? –inquirió el gobernador.
  • 8. El Supremo Poder (R. Valencia) 7 —Cuando diga, don Carlos. José rodeó la impecable camioneta obscura y abordó del lado contrario al que, por costumbre, sabía él como unos pocos más, siempre ocupaba el jefe político de la zona. La caravana formada por cuatro vehículos emprendió la partida acompañada del movimiento de hombres, señales y sonidos de puertas al cerrar; más de uno pensaba que una sirena sería menos escandalosa, incluyendo al propio gobernador que empezaba a cansarse de señalarlo. Afuera en la avenida pavimento, casas y árboles comenzaron a moverse. Luna Torres miraba el pasar de todos ellos fingiendo no prestar atención a las instrucciones que en el interior del vehículo el hombre de mayor rango daba al licenciado Valerio Junco, su secretario particular, hombre adusto que, agenda en mano, anotaba sin repetir aún cuando las instrucciones fluyeran con demasiada rapidez; en la espera, José poco a poco comenzó a mover la pierna con un brincoteo incesante, consecuencia natural de un toque de impaciencia lógica por el acontecimiento. —¡Me pones nervioso, Lucho! –le expresaron al lado, deteniéndole el movimiento con la mano en la rodilla. —Perdón, don Carlos. Lucho era mote: era el sobrenombre con el que Vargas de Terán refería de Luna Torres cuando estaban en confianza. En una ocasión, en presencia del gobernante, el del mote se jactó, fatuo, de conocer y poseer la mayor colección de disco de Lucha Reyes, su interprete favorita. Vargas de Terán, con toda la libertad de la fuerza que da una buena amistad, y el ánimo de varios coñacs, decretó desde esa noche bautizarlo con el ingenioso apodo; un aporte dúctil que recordara para siempre a los presentes la ocasión. Era domingo y, salvo eventos como los desayunos de cada mes con los amigos del estado o algún acontecimiento oficial en la capital, el titular del gobierno estatal tenía por costumbre descansar en casa, con su familia. Esta vez un importante encargo hizo que ese día se viera obligado a perturbar la costumbre.
  • 9. El Supremo Poder (R. Valencia) 8 —Necesito que me hagas un favor –ahora sí, concretito sobre Luna Torres. —Usted dirá, don Carlos. —Don Alfredo del Rosal quiere remozar una casa ubicada allá por el rumbo de Coyoacán, en la ciudad de México, y yo le propuse que lo hicieras tú. —¿Remozar? –totalmente extrañado. —Sí. Es casa de sus suegros, me parece, y quiere cambiarse a vivir allá. El caso es que por su esposa no desea modificarla demasiado, pero sí lo suficiente para que quede algo a su gusto y funcional para lo que él necesita. Tiene que ser un trabajo muy dedicado e inteligente para satisfacer: tanto a su esposa que no quiere que cambie mucho, por el recuerdo, tú sabes, y a él que necesita de cierta comodidad para vivir; además, debe mantener el estilo original. ¿Puedes? Luna Torres lo miró fijamente por algunos segundos. —¿Le puedo hacer una pregunta? –finalmente expresó. —No. Ya sé lo que me vas a preguntar. —¿Por qué yo? –sin atender a la negativa. —Capitán, que entren por atrás. –El gobernante hizo evidente su deseo de hablar a solas con su acompañante. —Sí, señor. –El capitán Solís, jefe de escoltas, radió a todos la clave. El convoy evitaba tener que rodear la propiedad cuando ingresaban por esa puerta que fue ideada, ex profeso, cuando Vargas de Terán fue enterado del resultado de las elecciones. La comitiva se apeó y en poco tiempo instaló al gobernador ysu invitado en los jardines cercanos a la residencia. —Recientemente don Alfredo ha emergido con mucha fuerza para presidenciable y quiero, de alguna manera, mantenerme cerca de él –manifestó Vargas de Terán una vez que caminaban solos. —Por mí no hay problema. La cuestión es que no creo que él me tenga confianza, después de lo que pasó.
  • 10. El Supremo Poder (R. Valencia) 9 —Yo sé mi juego, Lucho. Olvídate del pasado y acepta. —¿Él sabe quién soy yo? —Sabe de tu trabajo y eso es suficiente. —Me imagino que tendré que entrevistarme con él. —Ya está todo arreglado: te espera mañana a las ocho en su oficina. —¿Hay algún propósito en especial, don Carlos? –escéptico y preciso. —Nada, Lucho; simplemente, don Alfredo me ha hecho digno de su confianza y yo busco que gente de la mía sea la que esté entre nosotros. —Está bien, don Carlos. Gracias. Ahí estaré; usted sabe que cuenta conmigo. —Qué bueno, Lucho. Cuando termines le hablas a Valerio yle dices dónde estás, yo me comunico contigo. —Está bien, señor. Aprovechando que estamos solos, señor, de un tiempo atrás he ayudado a un joven muy inteligente, disciplinado y hábil. Actualmente está trabajando en la Cámara de Diputados. Me parece que a usted le sería de mucha utilidad. Estoy seguro que es una persona a la que se le puede sacar provecho. —¿Me lo estás recomendando? —Tiene cualidades. Carlos Vargas de Terán lo miró buscando en el rostro muestra de las intenciones. —Dile que hable con Valerio. —¿Mañana? —Sí. —Correcto, señor. José Manuel Luna Torres se despidió y caminó de regreso a su automóvil pensando, ya, en las consecuencias de la desagradable noticia. Alfredo del Rosal Márquez, hombre con quien se presentaron roces de consideración, cuando siendo el titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes benefició a constructoras de su parentela en competencia con el equipo de Luna Torres, en un proyecto de obra pública, era la
  • 11. El Supremo Poder (R. Valencia) 10 persona que menos convenía, ahora, a los intereses de su grupo de trabajo. José sabía, de sobra, que Carlos Vargas de Terán, por su trayectoria política y por su cercanía con el grupo en el poder, perfilaba con claridad para formar parte del gabinete presidencial del próximo gobierno, pero jamás calculó que Del Rosal fuera el hombre sobre quién pudiera caer la nominación del partido, al cargo de aspirante más viable. En ese momento se engendró en él la desconfianza natural que la confusión de los hechos recientes le provocaron. Y aunque Vargas de Terán era una persona en la que, sentía, podía confiar, éste no dejaba de ser un político que, como todos, movía piezas en busca de estrategias para su beneficio. De cualquier forma tendría que salir algo bueno. Ahora sabía que Del Rosal podría ser el elegido y el principal beneficiado ya era él, que recibía la oportunidad, por si sola, de mejorar su condición y de poder establecer un plan certero para acomodar a su pupilo en cualquiera de las filas del próximo gobierno. A José le urgía definir una estrategia para instalar Pablo Alonso en el remolino político que se avecinaba. Y qué mejor forma de empezar que conociendo con antelación el caminito; además, el momento fue inmejorable: porque a cambio de un favor, pudo solicitar ayuda para Pablo Alonso. Así que, viéndolo bien, el viento soplaba a favor. Buscó a su prole y cuando los ubicó les indicó con el brazo en alto que iniciaban la retirada. —Gracias, capitán –despidiéndose de mano, como siempre lo hacían con él. —¿Ya, señor? Que le vaya bien. Tecla embragó la reversa y puso en marcha el automóvil, una vez que todos los que correspondían estuvieron abordó. —Vámonos. Ahora si métele la pata –para uno–; voy para México, Pablo, ¿dónde te dejo? –para el otro. —En la desviación, señor. Voy a Yautepec, a hablar con mi hermano y aprovecho para ver a mi madre.
  • 12. El Supremo Poder (R. Valencia) 11 —Qué bueno. Y te recomiendo que te quedes con ellos, hablé con don Carlos y quiere que te entrevistes mañana con Valerio Junco. —¿De verdad? ¡Perfecto, señor! Mañana mismo, sin falta. En pocos minutos pusieron al joven pasajero en su camino. Luego de las debidas recomendaciones y rápidas despedidas, Tecla enderezó la dirección yaceleró la potente máquina hasta escucharla en su punto. El tráfico cedía espacio los domingos y cualquiera lo aprovechaba para alcanzar distancias en tiempo récord, y ese día no podía ser la excepción: Luna Torres quería estar a tiempo para recoger a Bárbara en el teatro y reivindicarse con ella llevándola a comer al lugar que tanto le gustaba, las últimas dos citas registraron retardo, y en una de ellas fue hasta de una hora, así, que no habiendo inconveniente a la vista, esa tarde pensaba, incluso, presenciar parte de su ensayo, agradarla con algunos comentarios que favorecieran a su autoestima y pasarla con ella hasta que se hartara de su presencia, para hacerla sentir mejor. Bárbara Castillo era una actriz deseable: madura, de bonita figura; poseedora de una cultura envidiable, que a menudo cultivaba, y un punto de vista poco común de la vida; mujer divorciada, con una hija de ocho años y una madre como familia. Como artista permanente de la Compañía Nacional de Teatro, trabajaba actuando bajo la dirección de los más talentosos creadores del rubro. “La Gaviota”, pieza en dos actos que la compañía ensayaba para estrenar en un mes, y en especial su personaje central, una diva de la farándula rusa de nombre Arkadina, estaban a punto de provocarle un trauma severo y hacerle renunciar a la representación escénica más importante de su vida: por ser el primer estelar con el grupo, y con uno de sus directores más prestigiados, y exigentes. —¿Qué hora es? –mostrando impaciencia. —Veinte para la una –respondió Tecla, mirando los números de la pantalla digital, ubicada para ambos en el tablero de controles del modelo reciente–; es buena hora, ingeniero –sin dejar de atender al camino.
  • 13. El Supremo Poder (R. Valencia) 12 Luna Torres se relajó para contemplar el verdor de las inmediaciones, con toda la cara de andar meditando. —¿Estás intranquilo, ingeniero? —No –seco. —Le dio mucho gusto al muchacho estar aquí hoy y verte muy atento tratando de conseguirle algo –para hablarle de cualquier cosa. —¿Pablo?, ¿te comentó algo? —No, pero estaba impaciente por saber qué podrías resolverle hoy. —A ver cómo le va mañana con Valerio Junco –más, para sí mismo–; a propósito, mañana tengo que verme con licenciado Alfredo del Rosal, en sus oficinas del deéfe; tenemos que estar allá a las ocho en punto. —¿Con Alfredo del Rosal? –muy extrañado–; y ahora, ¿qué asuntos tienes tú con ese señor? —El señor ese –imitándole el tomo– quiere remodelar una propiedad y don Carlos me recomendó con él, ¿qué te parece? —¿Tú, con Del Rosal? –incrédulo. —Ese señor, dicen, puede ser candidato… Y me lo dijo una muy buena fuente. Créelo. —¡Dios!, ¿Del Rosal? … ¡huf! … ¿quién lo diría? … No pus' así sí; te conviene, ¿no? —Pues, no sé… –breve espacio reflexivo–. Debería aprovechar para quitarle de la cabeza cualquier idea mala que tenga de mí, si es que la tiene, ¿no? ¿Sabes qué?, voy a hablar con don Samuel hoy en la noche, no se vaya a enterar por otro lado. Cuando me dejes localiza al maestro Guerrero y dile que nos vemos en la casa, hoy, a las nueve. —Sí, ingeniero. El automóvil consumió kilómetros en franca estabilidad permitiendo disfrutar del recorrido, incluso, sumiendo al de la menor concentración en un sopor difícil de dominar, cuando José comenzaba a cabecear, Tecla lo recuperó para avisarle que estaban a poco de alcanzar su destino.
  • 14. El Supremo Poder (R. Valencia) 13 —¿Qué voy a hacer, te espero? –consultó. —No, me dejas en el teatro y me recoges a las siete y media en el “San Angel Inn”. —Bueno, ahí llego. —¡En punto! –tajante. —¡Sí! Tomó su chamarra y la puso sobre las piernas, desabrochó el cinturón del asiento y se estiró como pudo en el espacio disponible. Ese día, por la imperante necesidad de terminar de revisar algunos estados financieros con números de información privilegiada, empezó a las seis de la mañana y, para colmo de males, la noche anterior no había sido todo lo reparador que él hubiera deseado, así que en acciones de su persona, algunas, no todas, mostraba flojera y lentitud, propias de un adulto de su edad, agotado por el trabajo. Bajó del auto y buscó el acceso al interior del teatro. Recorriendo con la mirada encontró el automóvil de Bárbara estacionado junto a uno de los accesos laterales al edificio. Bárbara Castillo era floja para caminar, y más para cargar, paradójicamente siempre llevaba con ella bolsos llenos de todas las cosas que las mujeres cargan, incluyendo cigarros, ropa y zapatos para los ensayos, dos botellas de agua, algún gorro (por lo regular usaba uno) y, si las condiciones meteorológicas lo ameritaba, sombrilla, nada detestaba tanto como mojarse la cabeza; así que la mejor manera de localizarla, siempre, era buscando su automóvil, sin distinción, era capaz de llegar muytemprano o esperar lo que fuera, para encontrar un lugar de estacionamiento cercano al lugar adonde iba estar. “Magoya”, el caricaturista político del periódico "La Nación", y uno de los más festejados del medio, le homenajeó en uno de sus onomásticos con una caricatura de su puño en la que ella se muestra dormida y su auto estacionado a un costado de su cama; contrariamente a que ésta era una burla abierta, ella conservaba el dibujo con cariño. Magoya era un amigo que la estimaba mucho y desde hacia tiempo, así que lo enmarcó y lo colgó en una de las paredes de su estudio, sitio donde también
  • 15. El Supremo Poder (R. Valencia) 14 exhibía su colección de gorras y cachuchas, surtido extenso, de la que resaltaba una de cubierta percudida, botón de broche y con anteojeras, de los inicios de la aviación. Luna Torres intuyó entonces que ése sería el acceso correcto y se dirigió hacia él. La puerta estaba abierta. Al entrar se percató que nadie la cuidaba; recordó cuando él y un grupo de amigos bribones del colegio se colaron al cine “Estadio” sin pagar entrada; llamó su atención haberlo recordado con tanta claridad: aquella tarde daban "Barba Azul", una película para adultos, ¡la primera que vio! en su vida. El pasillo, por el efecto del sol exterior, se tornaba más obscuro a cada paso que le internaba, al tiempo que voces provenientes de las entrañas, más y más claro se escuchaban. Subió las escaleras que le marcaron el final del túnel y se topó con las altas cortinas que aforan la salida de actores del escenario, ahí encontró al primer empleado del teatro, hombre amable, quien le señaló la puerta que le conduciría a la zona de butacas. El ensayo corría con Bárbara en el escenario. Era el tercer acto y Trepliov le exigía a Arkadina, su madre, que abandonara al escritor que tanto daño les había hecho. La representación, cargada de intensidad, lo atrapó con tal sutileza que le llevó más de varios minutos encontrar una fila, desplazarse entre las butacas vacías y elegir una para sentarse. Clavó la mirada y su atención en la representación y sus actores, que desbordando cualidades mostraban con intención notoria ir en pos de satisfacer las exigencias del director, el que, de pie, justo al centro del proscenio, vestido con pantalón de lana, suéter de alpaca y los brazos cruzados, se mantenía prácticamente pegado a ellos, oliendo la secuencia. El espectador espontáneo, sin perder detalle, se aventó lo que restaba de la obra, aún cuando no fuera lo que se considera un amante del género. Bárbara, con profunda intención, ya había logrado despertar en él el gusto por apreciarlo: enseñándole los elementos que lo componen, la compleja relación entre quien interpreta y dirige;
  • 16. El Supremo Poder (R. Valencia) 15 además, de la extensa cantidad de autores que escriben y han escrito para el mismo propósito, la representación teatral. Cuando finalizó el ensayo, Bárbara se descubrió observada insinuosamente por alguien que se desplazaba de una de las butacas hacia el corredor central. Las luces encendidas en dirección al escenario provocan una ceguera casi total, que es difícil identificar a aquellos que se encuentran a los extremos o al fondo. —¿Te equivocaste de lugar? –exclamó la mujer, inmediatamente al identificarlo. —No. Vine a ver tu ensayo –respondió el hombre, feliz de descubrir su asombro. —Ahora sí me apantallaste. —¿Vamos a comer? —¿Me vas a invitar? —Echamos un volado, ¿no? —¡Sácate que!; además, me debes una, no te hagas. —Ya vas. Yo te invito. —¿A dónde me vas a invitar? —Déjame ver, cuánto traigo. –Luna Torres extrajo la cartera de la bolsa trasera del pantalón y levantó la mano para apoyarse con los dedos, contó del uno al cinco y respondió: –Qué te parece al “San Angel Inn”. Bárbara frunció el entrecejo y lo observó incrédula. Cuando la desconfianza le atacaba tenía la costumbre de clavar la mirada en los ojos de su interlocutor y, saltando incesantemente de uno a otro, trataba de descubrir la verdadera intención de sus acciones, cómo lo hacía en ese momento. —¿Y a qué hora te tienes que ir? —Tengo libre hasta las siete y media. —¡Mm! … Bárbara tomó su maleta y se sentó en una de las butacas cercanas a despojarse del vestuario que utilizaba, para acostumbrarse al atuendo de la época en que estaba
  • 17. El Supremo Poder (R. Valencia) 16 ubicada la pieza que preparaba en turno; y como éste se lo colocaba sobre la ropa que llevaba, porque en el interior del teatro hacía frío, la tarea se completaba sin demora. Durante ese breve espacio miró a José Manuel. —Bueno, mujer, ¿qué me miras? —Algo traes tú –colocándose su gorro. —¿Por qué? –riendo. —¿Cómo, por qué? … Vienes sin avisarme, entras a ver el ensayo…, andas raro. —¡Tenía ganas de verte! La actriz retacó la maleta y la cerró, revisando que nada quedara fuera. —Bueno, ya vas. De todos modos ya te conozco, al ratito sueltas la sopa; y ya que estás aquí, te voy a disfrutar… Hasta las siete y media dijiste, ¿verdad? —Ni un minuto antes, ni un minuto después –en tono de broma. —Ya veremos –amenazadora. —No, es en serio. —¡Ya veremos! –ahora ella era la que reía. Con Bárbara colgada del brazo emprendieron camino, empezando por el corredor central del interior del teatro. —¡Hasta mañana! –gritó al grupo de actores y tramoyistas, reunidos en el escenario–. Tengo que llamarle a mi mamá para avisarle –más bajito, sólo para el de su derecha. La pareja por sus actividades disponía regularmente de poco tiempo; por eso mismo, procuraban reunirse continuamente, aunque fuera sólo para comer o tomar una taza de café. Quizá esa era la clave del éxito de su relación: cuando sus responsabilidades se los permitía se correspondían intensamente, en venganza, quizá, de la situación que el destino les daba, sin recriminarse que ese gusto se pudiera repetir tres o cuatro semanas después. José Manuel Luna Torres estaba entregado a desarrollarse como empresario y Bárbara Castillo a superarse como actriz, además, de luchar por llevar a su hija a una educación sin límites. Los dos se convidaban de sus experiencias y se acompañaban; y
  • 18. El Supremo Poder (R. Valencia) 17 se apoyaban, cuando era necesario. Sin compromiso. La crítica se daba sana yabierta; y en ocasiones, dependían de ella. La existencia para ambos significaba más que un hecho cotidiano y eso los enfrentaba regularmente, no obstante, su evidente afinidad, pues las dos partes coincidían plenamente en su deseo por trascender. José acomodó la maleta y demás pertenencias de la mujer en la cajuela de su auto, abordó en lugar del conductor y se colocó el cinturón de seguridad, antes que ella se lo demandara. —¿Cuánto viste del ensayo? —Una buena parte. —No viste el principio, ¿verdad? —No. Llegué mucho después, pero vi una buena parte. ¿Por qué? —¡Hay! … Es que este papel me está matando… ¿Desde dónde viste? —Vi… desde… cuando tú hijo te está gritando y tú le dices provinciano de algo… —¡Ha!, ya sé desde dónde… Llega, ¿verdad? –colgó lo ultimo para José, que también tuvo ese origen. José chasqueó los dientes y puso en marcha el automóvil. —¡Uy! no es cierto –en tono de ternura–. Estoy jugando –revolviéndole el cabello. —Ya… –sacudiéndose–. ¿Por qué la pregunta? —¡Hay! … Es que me está matando el personaje. –Bárbara se dobló poniendo las manos en la nuca, luego se enderezó y expresó temerosa–: ¿Cómo lo viste?, dame tu opinión sincera. —A mí me gustó. —¿Es todo? … ¿No tienes otra cosa? Pero ¡dime algo más! No me veo falsa o sobreactuada… ¡Dime algo más! –se sobó las manos, ansiosa–. ¡A mí no me gusta! Estoy acartonada –y se escurrió en el asiento–. ¡Hay! … —¡Estás bien! –condescendiente–. A mí me gustó; lo que pasa, es que te estás presionando demasiado.
  • 19. El Supremo Poder (R. Valencia) 18 —¡Hay! … es que es un autor muy difícil y el maestro Boaldrich es muy exigente dirigiendo. ¿Será por eso? –irónica. Para sí misma. —Pero ¿te ha dicho algo? —No, pero no lo veo muy convencido. —Quizá el problema sea con todo el elenco, no sólo contigo. —¡Hay! Gracias por el ánimo –molesta. —Bueno, a lo que me refiero es a que probablemente les falte a todos agarrar el ritmo; es natural, por eso están ensayando, ¿no? —Tú la viste entretenida, ¿verdad? —A mí me gustó –sincero, lo más que pudo. Bárbara suspiró y se relajó. Se distrajo un rato con las cosas afuera de la ventanilla. —Es una obra muy bonita –dijo ya calmada–. Sabes, parece que el mandamás de la compañía quiere invitar al presidente para el estreno; por eso, creo, andamos todos tan gruñones. —¿Parece que o sí lo van a invitar? –gesto de “no entiendo”. —Pues andan diciendo que ya es un hecho, pero quién sabe. —Pues sería muy bueno para la compañía. Así tendrían oportunidad de justificar el gasto que el gobierno hace con ustedes. —¡En que cosas te fijas, José! –volteándolo a ver. —Pues es la verdad. De eso podría depender el presupuesto que les asignen para el próximo año. —¡José despierta! –tronando los dedos casi frente a sus ojos–. ¡Estás conmigo! … Hablas como si vinieras con Wenceslao “piquitos”, el viejito ese de las finanzas. Mi trabajo es actuar y de eso veníamos hablando, ¿te acuerdas? –poco tolerante giró la cara para el lado opuesto. —No estés de gruñona… Mira: es un buen elenco y están bien encauzados. Boaldrich, ¿lo dije bien? –para tratar de meterla de nuevo al buen humor–, tiene mucho prestigio.
  • 20. El Supremo Poder (R. Valencia) 19 Si viene el señor que dices, ¡le va a gustar! –esforzándose por sonar convincente. La mujer se escurrió en el asiento y volteó para verlo con una enorme sonrisa. —Me gusta ese tono de ropa en ti –cariñosa–. ¿Qué hiciste hoy? —Tuvimos el desayuno de cada mes con Vargas de Terán –dejándose llevar al otro tema. —¿Ya acomodaste a tu pupilo? —Hoy precisamente le pedí el favor. —¿Y qué te contestó? —Mañana se entrevista con el licenciado Valerio Junco, su secretario particular. —Lo va a impresionar, vas a ver. —Quién sabe. El licenciado Junco es muy especial. —Pero Pablo es muy hábil –sugiriendo el antídoto. —Pues a ver. Mañana tiene que demostrarlo. La dama se acomodó en el asiento, girando un poco el cuerpo, para formular una pregunta de mayor envergadura. —¿Qué intenciones tienen tú y Pablo Alonso Coronel? –dándole un cierto tono de interrogatorio a la voz. —Ya te he dicho –indiferente. —Pero realmente. Luna Torres giró la cara y la miró a los ojos, los instantes que el serpenteo de la avenida se lo permitieron. —Me haces sentir como si nunca te hablara con verdad –un poco intranquilo. —Bueno si te molesta, no me digas nada –con intención femenina. —Mira… –para evitarse futuros reproches–: Pablo Alonso tiene cualidades. Si se aplica, podría llegar lejos; desgraciadamente, no tiene las relaciones ni el apoyo económico suficiente, para hacerlo demasiado. Yo tengo amigos influyentes ysolvencia económica, pero no tengo apoyo político suficiente para pretender, siquiera, llegar hasta
  • 21. El Supremo Poder (R. Valencia) 20 donde yo ambiciono… ¿Ya? –con el sentido en las cejas, de un evidente ¿Está claro? De toda la vida, desde que Luna Torres tuviera conciencia de la existencia de algo en su interior, la presencia de una obsesión le conducía en sus puntos de vista yproceder; todo porque creía en el prodigio de que aquél que fuera dueño de una gracia divina, era porque estaba destinado a servir de forma alguna a sus semejantes. —Ah. ¿Lo quieres ayudar, para que él después te ayude? —Mm… Más que eso. A ver –buscó con los ojos–: la cúpula política del país, mírala… está revuelta, trastocada, ausente de orden. Bárbara enfocó y poco a poco fue cediendo a un desvanecimiento de atención con el fluido sonido de las palabras, y al ir haciéndolo nada de lo que pudiera parecer irreal sonaba en ese momento. —Aprovechándose de la situación, un clan bien organizada de políticos y empresarios apuesta ya por ganar las elecciones en el próximo plebiscito. —¿Quién te dijo todo eso? –con asombro de señorita. —¡Qué importa! … Ve: es un grupo tan bien armado que, de alcanzar la presidencia, podrían no dejarla ir en por lo menos dos o tres mandatos. Y además, fíjate en esto, es muy importante, son bondadosos: reparten y eso les da fuerza; claro, porque también reciben… José hizo alto en sus palabras, para concentrarse en superar un vehículo detenido por avería. Superó el obstáculo haciendo muestra de conocimiento en artimañas viales y volvió la cara, regresando la palanca de luces indicadoras de nuevo a su posición de origen. —¿En qué me quedé? Bárbara extraviada, ida, con la mente en muchas cosas, sólo levantó los hombros. —Se está llevando a cabo un reacomodo –continuó–, es inevitable. Y esto nos va a beneficiar a todos los que tenemos aspiraciones. Saben que no se deben eternizar. Que a cada cambio tendrán que enseñar algo nuevo. Y para rearticularse necesitarán de la
  • 22. El Supremo Poder (R. Valencia) 21 vitamina que les brinde la alianza con otros grupos. Tú sabes del poder que tiene don Samuel, van a hacer todo por acercarlo, así que busco que nos reconozcan, pero a todos como grupo, y empecemos a armonizar. Nosotros ahorita necesitamos de ellos, es evidente, pero ellos van a necesitar de nosotros, para no tener siempre la misma cara. Es ahí donde entra Pablo Alonso. Con el poder político y poder el económico en las manos lo único que falta hacer es ejercerlo. —No te entiendo bien… ¿Quieres meter al muchacho a trabajar en el gobierno para que los ayude? Ustedes siempre han tenido apoyo del gobierno. Sea quien sea. Luna Torres puso en la cara una mueca de desesperación que al poco cambió por otra de tolerancia. —Quiero encarrilarlo, sí, pero no para espía o palero, ¡para presidente! —¿¡Presidente!?, ¿¡estás loco!?, ¿¡entiendes lo que estás diciendo!? … ¿sabes lo que se necesita para eso? —Mucho dinero, para empezar… –sereno. —¡¡¡Mucho dinero y muchas cosas más!!!, ¡yo qué sé! … –excitada. —Mira: se necesita un hombre inteligente, preparado y elocuente. Y un grupo hermético, relacionado y respetado … ¡Y poderoso! … –tallando las yemas de los dedos– económicamente! Bárbara lo miró en silencio, con los ojos bien abiertos. —Todas las grandes empresas llevan tiempo. Estos son los primeros pasos y no hagas esos ojotes, que tú me preguntaste y yo te respondí. Bárbara continuaba mirándolo con una expresión en la cara difícil de definir; sería porque ésta podía representar en momentos curiosidad, asombro, extrañeza, risa y miedo, todas en una sola. —Todo el mundo tiene derecho de participar en el juego, mientras cumplas con las reglas… —¿Y Pablo Alonso sabe eso?
  • 23. El Supremo Poder (R. Valencia) 22 —¿Qué es: ¡eso!? –enfatizando el final. —Eso que me acabas de decir. —¡Claro! Él tiene aspiraciones políticas, ¿no crees? —¿Por qué nunca me lo habías platicado? –censurando con tono serio. —¡Hay, Barbarita! … Entonces no me pones atención cuando platicamos. —¡Nunca me habías dicho esto! O al menos nunca me lo habías dicho así. —Así, ¿cómo? —Pues con todos esos planes y cosas que piensan hacer. Te pueden hacer algo. —¿Hacerme algo?, ¿por qué? –riendo –. Cualquier mexicano tiene derecho a luchar por un cargo de elección popular. Mientras cumpla con lo estipulado por la ley, cualquiera tiene derecho. —Pues quienes lo tienen no lo van a ceder así de fácil y tus leyes se las van pasan por… ¡tú ya sabes! —No. Estás confundiendo –riendo, divertido–. ¡No vamos ha hacer una revolución! Luna Torres tomó el volante con ambas manos y sacudió la cabeza disfrutando de la ingenuidad. —Concéntrate en otro país, olvida México: el control de las regiones ha cambiado de mano a través de generaciones, es un hecho natural, sucede en todos los países, y ha sucedido toda la vida. El grupo en el poder se va armonizando y amalgamando con otro hasta ceder, o dejarse quitar todo, es así, “in saecula saeculorum”. La espantada mujer juntó las palabras y las fue comprendiendo en calma, antes de dar a conocer otra vez su opinión. Le parecía increíble saber que José Manuel tuviera aspiraciones de ese tamaño, pero de alguna manera le daba gusto escucharlo. En ese momento surgían tantas preguntas e interrogantes que agolpaban su pensamiento. De hecho, gracias a que José era una persona emprendedora, compartía con él. Desde siempre ella sentía que saciaba mejor sus instintos con atractivos intelectuales, que con la belleza física; aunque José, como presumía a sus amigas, también era dueño de un
  • 24. El Supremo Poder (R. Valencia) 23 bello “muñequito” entre las piernas, ¡con cabeza! De una cosa estaba segura: se sintió afortunada de encontrarse ahí sentada siendo quien era; porque sentía que el destino, ¡el inevitable destino!, le colocaba en la posibilidad de presenciar con ojos propios hechos que quizá algún día conformarían la historia de su país. La comida, con nuevo tema en la plática, transcurrió entre el par de tequilas del principio, los suculentos platillos de alta cocina de después y el café, y los coñacs del final. El momento salpicó bonito con detalles de los anfitriones a clientes distinguidos y anécdotas que Bárbara contó de los ensayos, su hija y su ex marido. Luna Torres, bajo los influjos de la nostalgia, evocó relatos y moralejas recordando la historia de un hombre que nacido periodiquero amasó riqueza ypoder, atropellando a su suerte; en ella, la vida retrata el fracaso de quien, teniendo opciones en la mano para hacer el bien, eligió el camino equivocado. Mofa de la expresión de Bárbara, de cuán atolondrada reconoció a José Manuel en el teatro, cerró la tarde. Cuando la hora marcó las siete en punto, Luna Torres sacudió la mano en alto para solicitar la cuenta. Bárbara reía en ese momento. —¡Hay! … –respirando –, sólo porque tienes que irte; si no tuvieras que irte, hoy me tomaba la noche libre contigo. —¿La pasaste bien? —Demasiado. –Sacó de su bolso un espejo, tocó sus pestañas, guardó el artilugio en carterita y luego saco la pequeña libreta donde, con lujo de control estadístico, anotaba las faltas y retardos de su pareja. —¿Cuántas debo? —Ésta valió el adeudo total. –Y tachó con una pluma la hoja entera. —¡Mejor arráncala y tírala!
  • 25. El Supremo Poder (R. Valencia) 24 —¡Na! –mofa de negativa–. Se vacían al archivo general. Me sirven para el reporte anual. Se levantaron pausadamente sin quererse separar, después de liquidar el adeudo con tarjeta de crédito. Bárbara en algún instante volteó, lo miro e hizo intento por decir algo, pero prefirió callar. José se lo respetó y caminó, siguiéndola, lento yen silencio, hacia la salida. —Quiero estar contigo antes del estreno –finalmente le susurró. —Claro –muy cariñoso. Tecla esperaba ya en la entrada. —Buenas noches, don Ismael. Ahí se lo encargo. –Sobándole a José la solapa de la chamarra y dándole un beso muy cariñoso de despedida. —Pierda cuidado, Barbarita. Bárbara Castillo abordó su automóvil que un valet sostenía y se alejó. Hacía frío y soplaba el viento. Tecla sacó de la cajuela una chamarra más gruesa y se la pasó a José Manuel. —¡Hay! Qué bueno, gracias. ¿Hablaste con el maestro Guerrero? —Sí. Que él llega a la casa. —¿A qué hora, te dijo? —A las nueve. —Está bien –terminando de ajustarse la chamarra–. Vámonos a la casa, pues. Camino a Cuernavaca sobre la carretera federal y a la altura del kilometro treinta y ocho se asentaban los muros y columnas de la construcción que Luna Torres se erigió para vivir. Era una casa diseñada para conciliar con el ambiente, y que a no ser por el cuidado césped que lucía en los linderos con la carretera, pasaría por inexistente. La propiedad era pequeña pero distribuida con funcionalidad extrema: las recámaras orientadas con enorme ventanal hacia el bosque, tenían la virtud de variar de tamaño con la ayuda de paneles móviles; la principal tenía un clóset con doble acceso y una
  • 26. El Supremo Poder (R. Valencia) 25 capacidad para guardar trescientas prendas, debidamente colgadas, y sesenta pares de zapatos; por un acceso, el situado en el cuarto de lavado, se regresaba la ropa o zapatos que empleaba el patrón, y por el otro, un delgado orificio con puerta de cristal que no robaba equilibrio a la decoración, se suministraba el usuario; el eficaz sistema circular debía al ingenio de José, que ideó levantar un muro falso entre el cuarto de aseo y planchado, y su habitación, e instalar dos alargados bastidores que corrieran sobre rieles, con fácil manipulación, a través del espacio oculto del muro. El problema de insectos y roedores los solucionó cubriendo el interior con hojas delgadas de metal aliadas al descenso de la temperatura, patente en trámite, que un buen amigo recomendó, diciendo: “Veras como ningún intruso, en su sano juicio, resolverá anidar ahí”. Con un sencillo principio de orden en las prendas, el prototipo aligeraba la matutina monotonía de elección al permitir tener a la vista sólo la sección de la que se deseaba echar mano. Entre la sala y el comedor se respetó el crecimiento de un árbol que, con el tiempo, embelleció tanto el espacio que ratificó así su derecho a seguir existiendo. El piso de toda la casa fue diseñado y elaborado por su cuñado Felipe; con la novedad de utilizar cerámica en tonos naturales, para que, al combinarlo con su entorno, confundiera a la vista. Una vez terminada la obra negra, esta cerámica se colocó siguiendo el dibujo de sombras o como extensión de objetos y plantas; los efectos a la vista en el primer encuentro eran descomunalmente desconcertantes. La imaginación dio para más: los escalones para subir a la segunda planta dieron forma a un original librero de concreto, curveado. La cocina, aprovechando la cercanía con un muro natural de roca, se equipó con pequeños espacios cúbicos en donde era posible conservar alimentos sin utilizar corriente eléctrica para refrigeración. Los baños, para probar una vieja idea, se construyeron en desniveles; el agua utilizada en los lavamanos pasaba por gravedad, antes del drenaje, a depósitos donde coloreada y aromatizada con pastillas de origen vegetal, se utilizaba nuevamente en los excusados.
  • 27. El Supremo Poder (R. Valencia) 26 También en esta casa, en algún lugar de la fachada, se sostenía una placa con el dibujo de una luna en cuarto menguante y los órdenes arquitectónicos griegos (Luna Torres), igualita a todas las existentes (no muchas) empotradas en proyectos de su autoría. La casa, para los pocos que la conocían, coincidían en citarla como “El palacio en emociones”. La luz de los faros sobre el muro blanco de la entrada redujo su volumen y dejó de ser fulgurante, al tiempo que el motor del vehículo detuvo su marcha. El propietario y su chofer arribaron pasadas las ocho. Luna Torres inmediatamente tomó el teléfono y llamó a don Samuel, para gestionar el encuentro; acordaron verse a las diez. Con el tiempo a favor, aprovechó para tomar un baño y sacudirse la modorra del retorno. Antes de la reunión, explicaría al maestro Guerrero la situación para conocer su opinión; el hombre que comúnmente tenía un razonamiento distinto al suyo, con su juicio podría esta vez, como en otras tantas veces, ayudarlo a dar mejor definición al asunto. El agua muy caliente sobre la nuca repuso buena parte de la energía perdida. Ropa fresca, loción refrescante, desodorante, las puntas del peine por el cuero cabelludo y la más de media docena de gárgaras de astringente bucal, volvieron placidez al cuerpo. —¿Se puede? –la voz serena precedió al golpe de nudillos en la puerta ya entreabierta. —Sí, sí; adelante, maestro. —Aquí me tienes… ¿Cuál es la premura? —Siéntese, ¿quiere tomar algo? —Sí, regálame una tacita de café –y se sentó en uno de los sillones. José oprimió el botón de llamada interna, con el que estaban equipados los aparatos telefónicos de la toda la casa y se sentó frente al requerido. —Póngase cómodo porque le voy a dar un par de noticias que le van a zangolotear la cabeza. —Estoy listo –sereno. —Mañana me voy a entrevistar con Alfredo del Rosal.
  • 28. El Supremo Poder (R. Valencia) 27 —¿Tú? –totalmente sorprendido. —Sí…, yo. —¿Para qué? —Del Rosal quiere que yo le atienda un proyecto… Vargas de Terán me recomendó. Hubo silencios reflexivos entre las voces. Y variedad de cambios en los gestos… —¿Qué tipo de proyecto? —Remodelar la casa donde vivieron sus suegros; se va a cambiar a vivir ahí. —¿Así, nada más? –burlón. El timbre del intercomunicador sonó en respuesta a su llamado, José se levantó. —Genoveva mándeme café por favor –escuchaba la respuesta a su solicitud mientras miraba el rostro del convocado, visiblemente sumido en sus pensamientos–. Está bien, gracias –respondió, colgó y regresó a su sitio. —Me dijiste dos, ¿verdad? –José asintió con un gesto–; ¿cuál es la segunda? —Del Rosal probablemente sea candidato a la presidencia. El maestro Guerrero alzó las cejas. —¿Quién te dijo? —Carlos Vargas de Terán. —¿Y ahora, a honras de qué te hace participe de tantas cosas? —Yo, al igual que usted, estoy totalmente confundido. Ambos guardaron silencio: José estático mirando el rostro de su amigo, y el amigo salpicando de miradas la habitación. En ocasiones el maestro movía la cabeza eludiendo conjeturas. —¿Quién más sabe de esto? —Nadie… Creo… Bueno, me imagino, por la forma en que me lo dijo. —Me llama mucho la atención que Vargas de Terán te haya recomendado a ti. —En ese sentido le mostré mi asombro y él fríamente me pidió que me olvidara del pasado. Después me hizo ver que sólo personas de su confianza tendrían sitio en su
  • 29. El Supremo Poder (R. Valencia) 28 relación entre él y Alfredo del Rosal. Me dejó sin argumentos. Nuevas reflexiones silenciaron la conversación. —¿Vas a enterar a Alponte Calderón? —¡Sí claro! Ya le llamé y acordamos encontrarnos a las diez en su casa. Y quiero que me acompañe, maestro. —Como tú digas… —No va a faltar quién corra un rumor, por eso voy adelante. —Como tú quieras… –y de pronto expresión de inquietud–. ¿Escuchó Valerio Junco lo que te dijo el gobernador? —Parte, no todo. —¿Qué parte? —Nada más cuando me pidió que me entrevistara con Del Rosal. El maestro Guerrero, que recién se había recargado sobre sus rodillas, regresó al respaldo y cruzó los brazos. —Ese tipo es peligroso. —Por eso voy a hablar con don Samuel; no me conviene que se entere por otro lado. —Está bien, no le ocultes nada, lo va a apreciar mucho. Aunque probablemente lo de mañana no sea nada importante. Puede que realmente sea sólo una consulta profesional…, o ¡tiro con jiribilla! —Yo no creo equivocarme al sospechar que es ¡tiro con jiribilla! –dijo Luna Torres utilizando la misma entonación. Genoveva entró. —Buenas noches. —Gracias, Geno. Colocó el servicio sobre una mesa lateral que estaba junto a la puerta, y se retiró en silencio. El anfitrión se levantó a preparar las tazas, y servir. —A ojo de buen cubero creo que quieren limar asperezas. Te dan información de
  • 30. El Supremo Poder (R. Valencia) 29 primera mano, te confían situaciones. Necesitan algo y quiere meter la mano abiertamente para ver la reacción. Es contigo –señalándolo–. De forma evidente trabajas para uno de los grupos más prominentes del país y han de querer algo de él… ¿Respaldo? –levantó los hombros–. Ahora la pregunta que me viene a la cabeza es ¿para quién? ¿Para Vargas de Terán o para Alfredo del Rosal? —¿Para Alfredo del Rosal?, no. —¿Por qué no? —Suponiendo que fuera ese el caso, esto de que andan buscando respaldo económico: ¿no cree usted que un asunto como ese, es una cuestión más de allegados? ¿Más de en ¡petit comité!? … ¡No! –negación definitiva– …Yo creo que en lo que se refiere a aportaciones, ellos ya deben tener para el “candidato” –dedos de comillas– un respaldo bien establecido –concluyente. —Nunca es suficiente –el maestro se levantó y fue hasta uno de los cuadros colgados en la habitación para enderezarlo, después se acercó a José para recibir su taza–; el dinero es el alma de una campaña y es lo único que no debe faltar. Una campaña ahora cuesta mucho, no basta con lucidez e imagen. Incluso estoy seguro que cambia de domicilio para afinar su apariencia; alguien se lo recomendó. Un hombre fuerte tiene siempre que caer en blandito. Piensa en todos los elementos que tiene que empezar a afinar. Para ser candidato, antes tienes que parecerlo: adiós enemigos, mejorar las apariencias y echar mano de todo lo que tiene al alcance; luego ya se depura el círculo hasta dejarlo más selecto –llevó las manos a la cara para frotarse los ojos–. Le estamos poniendo mucha cabeza. Por donde lo veas es bueno esto que está sucediendo, y ya vendrán las respuestas… ¿A qué hora quedaste de estar allá? —A las diez –ambos miraron el reloj. José bebió un buen trago y jugueteó el líquido en la boca, para intentar atenuar la sensación del coñac. El maestro Guerrero sorbió tan sólo y dejó su taza sobre una mesa cercana a sus rodillas.
  • 31. El Supremo Poder (R. Valencia) 30 —Ahora, ¿pudiste hablar hoy de lo de Pablo Alonso? Luna Torres afirmó con la cabeza mientras pasaba el trago. —Cuéntame. —Aceptó darle una oportunidad. Me dijo que lo envíe con Valerio Junco para que lo entreviste… No tuvo opción, mi petición, sin quererlo, vino después de la suya. —¿Cuándo es la entrevista? —Mañana mismo. —¡Qué bueno! –alegre. —Todo depende de él, está en sus manos –José menos emocionado. —Está preparado, no te preocupes. —Más le vale. Estas oportunidades no se repiten. —Ten confianza. Mira, todo se está dando. Si esto es lo que supongo… —Eso espero –interrumpió amablemente y mucho menos optimista. Dejó su taza y caminó hacia un pequeño escritorio de caoba, que tan bien le iba a la decoración de su recamara. De uno de los cajones extrajo los papeles que contenían los reportes que afinó por la mañana, y se los pasó al maestro Guerrero para que los viera. El maestro se sentó y los revisó minuciosamente, cuando terminó manifestó asombrado: —¿Lo que me habías dicho? José aceptó moviendo la cabeza y jugueteando la lengua en la dentadura. —¡Perfecto! –golpeando con los papeles, la palma de la mano. —Pues vámonos, yo quiero estar temprano de regreso. Con algunos tragos más, el maestro apuró el final de su taza, para decir: —¿Qué te preocupa? Te van a escuchar y te darán luz verde. —Pues cuanto antes. La distancia existente entre la casa y la elegante residencia, objeto de la presente cita, era de treinta dos kilómetros. Tecla conocía desde cualquier ubicación adyacente todo tipo de atajos. La necesidad de llegar ahí y salir sin demora, en repetidas ocasiones, le
  • 32. El Supremo Poder (R. Valencia) 31 habían desarrollado ya una habilidad tal que era adecuado hacer planes sin pensar en contratiempos de vialidad; esta práctica le mereció elogios entre sus colegas, todos con los que compartía en largas noches de aparcamiento, de repetidas reuniones de trabajo en mesas de consejo. Noche tibia e insonora. Automóvil yocupantes entraron a la propiedad minutos antes de la hora fijada. Luna Torres y el maestro Guerrero se apearon. Caminaron en dirección ya conocida y se instalaron prácticamente solos, únicamente bajo la supervisión de uno de los empleados de la familia Alponte Calderón. El respetado dueño de empresas para la construcción disfrutaba de la vida en familia, en la tranquilidad que ofrece la propiedad de un predio de tamaño colosal. Samuel Alponte Calderón llegó a México, procedente de España, en mil novecientos treinta y nueve, a la edad de nueve años, cuando su familia huía del asedio de la guerra civil. Su padre, sillero de oficio, le enseñaba hasta antes de su intempestiva salida, la ocupación manual que caracterizó a su familia por generaciones; el oficio de sillero, como cualquier otro trabajo artesanal, se aleccionaba cumpliendo con la etapa previa de aprendizaje, adherido día y noche al miembro de la familia dueño de la más refinada práctica. Los silleros eran una combinación de carpintero y sestero, una ocupación pura y provinciana que el recuerdo de una época de bonanza mantenía viva y que si bien desde hacia algunos años no traía holgura económica, sí por lo menos hasta donde llegaba la memoria nunca los dejó sin comer. Compartiendo la tristeza, por la muerte de la menor de sus integrantes, víctima de difteria, cuando el grupo vagabundo superaba Los Pirineos, se instalaron en la ciudad de México donde, ayudados por otros españoles, se desarrollaron y lograron que los hijos tuvieran estudios. Samuel Alponte Calderón y sus tres hermanas terminaron una carrera y con los años pudieron hacerse de negocios, y prestigio. Dotado de una naturaleza emprendedora, el único primogénito varón de la familia, ascendió peldaños con rapidez. El éxito de Samuel Alponte Calderón en la construcción llegó más por
  • 33. El Supremo Poder (R. Valencia) 32 accidente que por estrategia, en una época en que todo florecía en el país que los arropó. Lo verdaderamente visionario del magnate de la voz ronca fue su inquietud por seguir creciendo sin medida, y en su momento esa ambición lo colocó en el peldaño de las oportunidades, que no desaprovechó. Como accionista mayoritario del consorcio “Constructora del Águila” se aventuró en proyectos que le ganaron fama, respeto y un sobrenombre: "Delaguila". A él se le atribuye el desarrollo del proyecto de las carreteras panorámicas de los estados de Chiapas, Tabasco, Campeche, yel proyecto de urbanización del prestigiado Bosques de las Lomas, en la ciudad capital. Algunas de las carreteras más conocidas en Centro América, oleoductos ypresas. El consorcio llamado "Aceros Zaragoza" finiquitó la construcción de las torres para la transmisión de energía eléctrica, del programa "La Bella Antequera", programa que, por iniciativa presidencial, beneficiaría a los habitantes de la hermosa geografía accidentada de Oaxaca, y donde también Samuel Alponte Calderón y su grupo tenían metidas las manos. Todo esto, yun par de plantas de concreto, lo colocó dentro de la pequeña elite pudiente empresarial. Fue el tiempo, su ambición y Luna Torres, lo que lo llevaron a creer en la necesidad de influir en la política mexicana, para consolidarse; y José Manuel los convenció de que esa posibilidad estaba en la fuerza de su unión y en su poder económico, siempre y cuando tuvieran a alguien sentado en la mesa donde se toman las decisiones. —Buenas noches, señores –saludó el magnate, que lucía de buen humor. —Buenas noches, don Samuel –casi al unísono. —¿Quieren quedarse aquí adentro o nos vamos al jardín? —Donde quiera, don Samuel; es igual. —Si no les importa –caminando pausado– vamos al jardín, se siente muy caliente aquí adentro, ¿no? –abanicándose con la mano. El dueño les cedió el paso y caminó seguido, como siempre, por un empleado de la casa. —¿Quieren tomar algo? —Gracias –ambos negaron.
  • 34. El Supremo Poder (R. Valencia) 33 —Un agua mineral, no muy fría –señalando al empleado su garganta–. A ver, soy todo oídos señores. José dio el primer paso, con algunas referencias generales, yal final se centró en el tema que dio origen a la reunión. Samuel Alponte Calderón levantaba las cejas o giraba a hacia al maestro Guerrero, todas las veces que José mencionaba aspectos obscuros de la extraña futura entrevista. Sin hacer conclusiones y remitiéndose tan sólo a los hechos, José Manuel terminó la reseña con toda la mirada de Alponte Calderón sobre su persona. Todavía no llegaba el agua mineral, cuando el más intrigado de los tres pensaba ya en las respuestas. De la bolsa de la camisa sacó una cajetilla de cigarros para ponerse uno en la boca, lo encendió y dejando huir el humo por la nariz, dijo: —¡Qué extraño! –sus ojos volvieron al maestro Guerrero–. ¡Qué extraño!, ¿no? —Evidentemente me reuniré con Alfredo del Rosal mañana para saber de qué se trata – José se talló los ojos por el cansancio–. Mañana, en cuanto sepa algo, le llamo. —Te lo agradecería mucho. ¿Usted va con él, Raúl? El maestro Guerrero miró a José, solicitando la respuesta. —Sí, él me va a acompañar –sin devolverle la mirada. Alponte Calderón se recargó sobre sus rodillas. —¿Quién te va a llevar mañana? Me gustaría mucho que fuera Pedro. José después de un breve, un brevísimo silencio, concedió. Era de esperarse que conforme caminara la noticia los involucrados moverían sus fichas, pero qué caso tenía cambiarle a su chofer por uno de los propios, como don Samuel lo hacía en ese momento. —Espero no te moleste; mi único interés es que vean que no estás solo. —No hay ningún problema, don Samuel; como usted diga –condescendiente.
  • 35. El Supremo Poder (R. Valencia) 34 2 A Pablo Alonso Coronel la vida lo puso en buenas manos, le enseñó el camino correcto a temprana edad y le dotó de palabra, templanza yperspicacia, para compensarle la poca fortuna que le correspondió en el físico. El amparo y cariño de una familiar no se le negó, como tampoco se le negó instrucción, oportunidades y buenas influencias. Por esas buenas influencias creció practicando una vida sin rebuscamientos y deportes agotadores, y por ellas también, se hizo un hombre de carácter sencillo y apasionado en el proceder. La sociedad le concedió apenas una modesta posición económica, pero no importó, le dio una herramienta en la política para alcanzar sus metas, herramienta que tuvo que aprender a manejar. —¡Es todo un político, sabe su trabajo, puede gobernar con los ojos cerrados, está presente en todo, emana autoridad! … –emocionado Pablo Alonso. —Por eso está ahí –dijo Luna torres, luego de orillar las pupilas y devolverlas al camino. —Se aprende mucho a su lado. —¡Pues aprovéchalo! —Oye señor, ¿es cierto que don Carlos puede pintar fuerte para el próximo gobierno? – Pablo Alonso correctamente sentado y con las manos sobre los muslos. —Pues tiene muchos amigos en el partido que lo apoyan. —Dicen que probablemente él le manejará la campaña al candidato. —El “¡probablemente!” en política es nada, mi querido saltamontes. —Pero ¿te parece absurdo? —No, no me parece absurdo. Pero tú sabes que en esto no hay nada seguro. —Pero ¿tú cómo lo ves? Esta vez José buscó esencia, para calmar la bravura burel.
  • 36. El Supremo Poder (R. Valencia) 35 —Vargas de Terán es el funcionario con el colmillo más retorcido que haya yo conocido nunca. Es un hombre de personalidad recia, difícil de influir y con muchos años de experiencia. En asuntos del partido se las sabe todas y conoce a todos; es disciplinado, callado, respetuoso de los tiempos, cuida mucho de la boca –haciendo alusión al de al lado–. Jamás lo veras a él hacer una declaración fuera de contexto; él siempre está en su sitio… Respetuoso de las jerarquías… y, está en el mejor momento de su vida política. Tú sabes algo, ¿verdad? –impetuoso. —¿Yo? … ¿De qué? —Con tus cuates. Luna Torres negó con la cabeza y después agrego: —¿Quién te dice tantas cosas? –cara con cejas en modo de extrañeza. —En la oficina; todos comentan todo el tiempo. —Pues cuida tus comentarios; acuérdate que las paredes oyen. José ese día tenía programada visita de rutina a la residencia de Coyoacán, donde llevaba a cabo las obras de remoción; las que aceptó realizar para Alfredo del Rosal. La visita sería rápida para no robarle tiempo al encuentro. El plan contemplaba, también, comer juntos en un lugar de buena cocina, para celebrar el nuevo trabajo de Pablo Alonso y asistir a un recital de guitarra clásica y poesía, recomendación de Bárbara Castillo, para darle continuidad al propósito de refinar al muchacho en sus gustos. —¿Dónde estamos? —En la plaza de La Conchita. Luna Torres conducía una pequeña camioneta del tipo suv van de su propiedad, que utilizaba en contadas ocasiones. Ese sábado el cansancio acusó en el rostro de Tecla las semanas de arduo trabajo por el que acababan de pasar; su jefe, al verlo por la mañana, decidió no llevarlo y ordenó en casa descanso para el cotidiano acompañante, el fin de semana completo.
  • 37. El Supremo Poder (R. Valencia) 36 —Por aquí hay un teatro, ¿no? —Sí, en esa calle. —Alguien me recomendó que viniera ahí, a ver una obra de teatro. —"Los gatos rumiosos". —¡Esa! … ¿Fuiste tu? —¡Bárbara! … Ella te dijo. —¡No! Con mirada recia, le increpó su olvido. —¿O sí? … ¡Sí! Tienes razón, fue ella. Ya me acordé. Recién entrado a la cámara de diputados. Por una cosa o por otra, nunca pude venir. Para Bárbara Castillo ese muchacho, graduado de una universidad de prestigio, dueño de elevados conocimientos y voraz consumidor de teorías, métodos ydoctrinas, carecía de plática para la conversación, aunque en naturaleza era elocuente. Bárbara notaba que su nulo acercamiento con las artes, o algunos otros ámbitos de la vida, seguido lo apartaba de los círculos de charla, por eso, cada vez que podía, en un intento materno de llevar agua al río, le aportaba con alguna sugerencia en literatura, teatro o música, que era lo suyo. —No deberías echar en saco roto sus recomendaciones. Ella tiene buen ojo. —No, nunca. Siempre la he tenido en cuenta. Sonrisa de satisfechos y de gusto con la respuesta. Podría ser tan sólo una idea, pero en el lugar se empezaba a percibir un delicado y agradable olor a lozanía, esto hizo suponer al joven acompañante que estaban cerca de su primer destino. —Ya llegamos, ¿verdad? —Sí. Es aquí adelante. —Está bonito. —Sí, y no es coincidencia. Esa fuente no existía hace tres años –José señaló con la
  • 38. El Supremo Poder (R. Valencia) 37 mirada una estructura de piedra que semejaba a un acueducto–. Y la calle; ¿dónde has visto jardineras como esas? —En ningún lado; tan cuidaditas como éstas, en ningún lado. Se ve que los que viven aquí le han metido dinero. —¿Le han? –José enfatizó el tono y negó con una seguidilla de chasquiditos–. Todo esto lo ha mandado a construir una sola familia. —¿Los de la casa a donde vamos? —Esos meros, ¿quién más? Pablo Alonso levantó las cejas al momento exacto que emitía un chiflidito. A simple vista era difícil percatarse que en el lugar se estaban llevando a cabo labores de remoción. Esa fue la única condición que Del Rosal puso a José Manuel. Existía un fuerte interés, por miedo a las malas interpretaciones, en no despertar el morbo de los vecinos, quienes pudiendo sentir, a futuro, amenazada su privacidad, pusieran trabas a la misión. El hombre, jefe de la empresa encargada para cumplir con el objetivo, descendió de su camioneta revisando con la mirada y se detuvo en un automóvil estacionado en la esquina de la calle, caminó hasta la entrada y llamó a la puerta; breves segundos después acudió uno de los empleados de la familia, quien, al reconocerlo, rápidamente liberó los cerrojos que mantenían cerrado al grueso portal de madera, para abrirle sus enormes hojas de par en par. José regresó a su vehículo y lo condujo, pausado, al interior del estacionamiento privado de la casa. —Vente, vamos a ver qué hay –al que miraba el movimiento, sin pronunciar palabra, y que una vez descendido comenzó a disparar miradas a todas partes. José fue al encuentro del empleado que le abrió la puerta, un hombre muy entrado en años, y le agradeció con voz sonora. —¡Gracias, don Genaro! —¿Mande usted? … —¡Qué gracias! –repitió con mayor ahínco.
  • 39. El Supremo Poder (R. Valencia) 38 —¡Ha! …, de nada, ingeniero. El anciano se alejó, con la mirada de los recién llegados en la espalda. —Buenos días, señor –saludó un albañil que se acercó diligente. —Buenos días, Simón; ¿dónde está el ingeniero? —Allá atrás, señor. —Llámale, por favor. —Sí, señor –y salió disparado. —Vente –a Pablo Alonso. Esquivando arreos de los pintores, que preparaban su jornada, y cuidando de no ensuciarse, se adentraron en la propiedad. —¿Es mucho lo que le van a modificar? –curioseó el pupilo. —No. Pintura, jardinería y algunos acabados. —Pues no necesita mucho, ¿o sí? —No, realmente no…, bueno la biblioteca quieren que la convierta en una oficina; con baño, recibidor y área secretarial…, eso es lo más laborioso. El ingeniero en jefe se detuvo en un punto del jardín desde donde buscó dominar a la distancia con la mirada, la fachada. Con ojo crítico recorrió al detalle las modificaciones en proceso hasta que el ingeniero encargado de la supervisión llamó su atención. —Buenos días, señor. —¡Ah! …, hola, Memo, buenos días… ¿Cómo vas? —En tiempo, señor –vocablos de su argot. —En la esquina está estacionado un coche, ¿lo trae alguno de tu gente? —¿Verde, señor? —Sí. —Es del señor de los candiles, vino por unas muestras. —Está bien, pero que no dejen el coche afuera, ya habíamos quedado; mételos, aunque se vayan a tardar nada.
  • 40. El Supremo Poder (R. Valencia) 39 —Sí, señor, permítame. El joven profesionista, especialista en restauraciones, produjo un sonoro chiflido para llamar la atención de uno de los trabajadores. —Arregla eso y me alcanzas adentro de la casa. —Ahí voy, señor. El destino fue bondadoso con esa casa y le echó la mano, ayudándola a poseer un camino interesante: nació propiedad de un adinerado extranjero, con la mirada puesta en la expansión ferrocarrilera del país, y al que poco le duraron los amigos en el poder; descendencia directa de los Vanderbilt la adquirieron para casa de descanso hasta el día en que su capacidad fue insuficiente; pasó a manos de un respetado banquero, que la amplió y agregó un enorme jardín, para vivir, en compañía de su esposa, la pasividad que brinda la amplitud, una vez que la descendencia ha encontrado nuevos caminos, y después de casi diez años de tranquila existencia, la regresó al bullicio cuando tuvo que cederla, en venta, a la hermana mayor del presidente que le concedió su amistad a cambio; el mismo presidente que un par de años más tarde lo presionó para que detuviera operaciones irregulares, que en complicidad con funcionarios de la banca internacional, estaban llevando a la nación a una crisis financiera. Cuatro años estuvo en manos de la nueva propietaria, durante ese tiempo sirvió en numerosas ocasiones a los fines del hermano, que la utilizaba para reuniones privadas, valiéndose de la hermana como anfitriona. La mujer, emocionalmente inestable y desgastada por los abusivos arribos del hermano, la vendió a un socio y amigo de éste, jerarca del medio de la construcción y suegro de un joven político al que buscaban la manera de allanarle el camino a los cargos importantes del país. Hasta ese entonces al vetusto inmueble se le había negado obtener el grado de cuna y terruño hasta que, agraciada todavía por el destino, logró el fin, obteniéndolo con estos últimos, al cobijarle descendencia directa, nacida bajo su amparo. —Está grande la casa.
  • 41. El Supremo Poder (R. Valencia) 40 —Y aquí vivían hasta antes que llegaran los albañiles, los suegros, ¡solos! … Bueno, y seis empleados. —¡¿Seis empleados?! –dejó escapar, asombrado, el joven Alonso. —Sí –José levantó la mano para ayudarse con los dedos–: una cocinera, dos empleadas de servicio, un chofer, un jardinero…, ¡ah! y don Genaro –levantando el dedo pulgar de la otra, para completar la cuenta–, que fue el único que se quedó; todos los demás se fueron, con los patrones, a un rancho grande que tienen en Veracruz. —En la casa también tenemos cocinera, mi mamá; yempleadas de servicio, mi hermana Leticia y mi prima Margarita; chofer, mi hermano Diego o yo, cuando teníamos coche; jardinero no, no es necesario, no tenemos jardín; y mi abuelo, bien pude hacer las veces de este señor, ¡Genaro! … Sólo nos faltan los patrones. Le festejaron la puntada con una palmada en la espalda. —Listo, señor –se agregó Memo, preparado para la revisión. —¿Ya? –José riéndose todavía. —Sí, cuando quiera. —Bueno. ¿Vienes? –a Pablo. —No, te espero. Jefe y subordinado subían las escaleras al tiempo que el joven parado en el vestíbulo empezó su búsqueda para encontrar con qué distraerse. Lo primero en llamar su atención fue un grupo de fotos enmarcadas en metal, apiladas con algunas cajas ylibros, al parecer parte de la mudanza, de los que se iban o de los que llegaban, ¿quién sabe? Se acercó y después de asegurarse de que nadie lo viera, tomó la primera fotografía: en ella aparecían Alfredo del Rosal, al centro de un grupo de hombres, integrado por conocidos políticos y el famoso conductor del noticiero nocturno de la televisión; la siguiente fotografía llamó aún más su atención: en ésta, ahora, aparecían Del Rosal yel presidente de la república, al parecer en la oficina de éste último, con mangas y corbatas relajadas, en algún evidente encuentro de trabajo, consideró insólito poder mirar así al propio
  • 42. El Supremo Poder (R. Valencia) 41 presidente de la república, el hombre que dirigió los destinos de la nación; la curiosidad lo empujó a continuar: la tercera fotografía no mostró nada interesante, ni la cuarta, pero la quinta le provocó una expresión verbal, de esas de las que se usa para mitigar el asombro: en ésta aparecían Alfredo del Rosal, muy abrigado y con varios años menos, acompañando el recorrido que un ex presidente y dos conocidos ricachones, de esos de todos los tiempos, hicieron por la Muralla China en gira de trabajo por ese país. —¡Señor! Súbito, retumbó en sus oídos. —Sí, dígame. La voz vino de un hombre parado en la puerta, vestido con ropa de labor excesivamente salpicada de pintura. —Estamos pintando el cobertizo, ¿no le importa si cerramos en algún momento la puerta? Con la fotografía todavía en las manos, respondió con lo primero que le cayo en la cabeza. —Ha, sí… —¿No le importa? –le repitieron. —No… No me importa, adelante. Una vez que el hombre hubo desaparecido, regresó la fotografía a su lugar e intentó dejar todo como estaba. Ayudándose con el ir y venir de la mirada, fue corrigiendo los detalles que pudieran delatar sus fisgonerías hasta que la tristeza por sentir, de pronto, que un viejo anhelo se le debilitaba, le hizo olvidar su objetivo. La mente comenzó entonces a crear pensamientos y ya no le permitió regresar al punto de encuentro. Certera la verdad le fue a la razón, como la sangre al corazón, asimiló en términos de percepción que esos que acababa de mirar en las fotografías alcanzaban alturas similares a las que él pretendía alcanzar, por que sabían contar, además de sus cualidades, con la bondad de capitales silenciosos que uno o varios amigos pudientes
  • 43. El Supremo Poder (R. Valencia) 42 siempre disponían para la causa. El nuevo conocimiento le nubló el camino y le alejó la meta, pero no por mucho tiempo: Pablo Alonso ya era joven talentoso cuando se enteró que existía en él las cualidades de aquél que puede aspirar a mucho en la vida. Las lágrimas de su madre cuando la radio difundió la noticia de la muerte de aquel hombre, alguna vez presidente de México, dieron en su conciencia para siempre el sentido de que en este país hacían falta hombres buenos y desinteresados como ese, del que su madre recordaba tantas virtudes; aún cuando ni éste, que él supiera, hubiera logrado cambiar en nada las condiciones de su vida. ¡A saber! Entonces era muy chico. Le costó trabajo relajarse, calmarse yencontrarse de nuevo en sus pensamientos. Ahora, gracias a la reciente experiencia, su dirección estaba, y lo podía sentir, más clara y certera.
  • 44. El Supremo Poder (R. Valencia) 43 3 Checaba la agenda en sus manos y la repasaba una y otra vez para matar el tiempo, combinando miradas con el movimiento que había en la oficina de Carlos Vargas de Terán. Estaba programada para la próxima semana una visita de trabajo del presidente de la república, y ésta los tenía visiblemente ocupados. El capitán Eleazar Solís se acercó a saludarlo y juntos alternaron frases de consuelo por la larga espera, yde buenos deseos por la pronta conclusión. El licenciado Valerio Junco levantó la mano, a lo lejos, para saludarlo, al identificarlo en el recibidor principal, en uno momentito en que asomó la cara para dar instrucciones al grupo de secretarias. Otros diez minutos de perfecta soledad fueron suficientes para recorrer, ir y venir, el pasillo de las placas, fotos y recuerdos de campaña. José estiró el brazo para descubrir su reloj de muñeca, comprobó la hora y regresó la mirada a las puertas de entrada al despacho del gobernador. Pablo Alonso Coronel apareció por una de ellas en destellante situación y después de escribir sobre un pequeño papel de los que abundan en los escritorios secretariales, desapareció a toda prisa por uno de los corredores principales, con la mirada del otro a cuestas. El ambiente en ocasiones era agresivo, sobretodo cuando se juntaban llamadas e instrucciones para el personal de otras oficinas, que aparecían y desaparecían con una velocidad poco común en oficinas del gobierno. Sentado ya con las piernas semicrusadas, sacudía los pies con un movimiento incesante. Vestía un traje de color gris claro con zapatos de agujeta negros impecables, camisa blanca y corbata en tonos serios. Algunas veces su ropa estaba más a tono con la edad de la gente con la que trabajaba que con sus treinta y seis años, pero aún así lo caracterizaba el buen gusto que tenía para vestir. El personal femenino que prestaba sus servicios en la oficina principal de la sede del gobierno, seguido lanzaba miradas hacia el recibidor, para observar a ese hombre que entre ellas tenía fama de soltero y buen mozo. Las innumerables visitas le
  • 45. El Supremo Poder (R. Valencia) 44 habían ganado ya un sobrenombre y cuando se atendía algún asunto referente a él las empleadas lo identificaban con esa clave. En la espera José pensaba en los proyectos y en las posibilidades, ahora que Pablo Alonso trabajaba directamente con el gobernador. El licenciado Valerio Junco mostraba desconfianza de tener un hombre nacido fuera de sus filas, en el equipo de trabajo que él capitaneaba; aún cuando él respaldó la decisión de tenerlo cerca. Y aunque Pablo Alonso se manifestaba cada vez más como un hombre inteligente y capaz, para él estaba claro que quien lo recomendó, y los allegados a ese grupo, buscaban beneficiarse de alguna manera a través del muchacho. Los dimes y diretes de este asunto nunca llegaron a las provocaciones, pero flotaban lo suficiente para mantener a ambas partes en guardia. De cualquier forma, el trato entre ellos siempre era cordial. En el mundo de la política existen muchas reglas, pero quizá la principal pudiera ser ésta, que hace que se mantenga el respeto y la mesura hasta no comprobar que se deba hacer lo contrario. —Ingeniero Luna, el licenciado Junco lo va a recibir en lo que se desocupa el gobernador. —Gracias, señorita. José Manuel se levantó y caminó a espaldas de la secretaria que se contoneaba, haciendo gala de la calidad anatómica que poseía, elección de Vargas de Terán que en algunos puestos establecía como condición la belleza ligada a la preparación y experiencia. —Adelante, ingeniero –poniéndose de pie–. Discúlpeme que no me haya acercado a saludarle cuando lo vi, pero andamos apurados. —No tenga cuidado, licenciado –un poco serio. —Tome asiento, ¿le ofrezco algo? –cumpliendo con el protocolo. —No, gracias. —En un momentito le recibe, nada más va a atender una llamada –el secretario particular del hombre fuerte en el estado indicó a la secretaria, con una seña, que cerrara
  • 46. El Supremo Poder (R. Valencia) 45 la puerta. —Está bien, licenciado. –Se acomodó y al sonido de la puerta al cerrar, susurró–: ¿Usted sabe de qué se trata? —No me ha comentado nada. —¿Algún problema? –sondeó, para tratar de preparar alguna estrategia; aunque de antemano sabía que no le soltarían nada. —No creo. El teléfono de intercomunicación sonó, al tiempo que encendía una de sus luces indicadoras. —Sí, señor –Valerio Junco miró a José–. Está bien… –y colgó la bocina–. ¿Vamos? —¿Ya? –se incorporó y salió por delante. La secretaria de tentadora anatomía los esperaba ya con la mano sobre el picaporte, lista a facilitar el acceso. —¿Qué hiciste, Lucho? –grandilocuente el gobernador. —¿Qué hice de qué, señor? –totalmente extrañado. Las ruidosas primeras expresiones que dominaron el ambiente en la oficina, aminoraron al cerrar de la puerta. —Con la casa de don Alfredo. —¿Hay algún problema, don Carlos? –muy serio. Preocupado. Vargas de Terán carcajeó disfrutando la situación, al tiempo que timbraba su secretaria, en uno de sus muchos teléfonos. —¡Bueno! –brusco como siempre–. ¡No! … ¡No! … ¡No! ¡Dile que yo le llamo! –y colgó. El divertido hombre trató de retomar la situación, pero ya no le fue posible; la llamada le cortó toda la inspiración. —¡Pinche Susana! –refiriéndose a su secretaria– , me mató el momento –riendo todavía. —No entiendo, don Carlos. ¿Pasó algo?
  • 47. El Supremo Poder (R. Valencia) 46 —No, hombre. Siéntate, te estaba bromeando –el gobernador jaló su enorme sillón de piel y se sentó–. Hubieras visto que pinche cara pusiste. —La verdad, sí me desconcertó. —No te digo que pusiste una carota. Siéntate Lucho, ya no te voy ha hacer nada. El extraviado miró al licenciado Valerio Junco divertido yse sentó participando un poco de las risas. —Quién sabe qué habrás hecho en casa del jefe, ¡cabrón!, que hasta te hice dudar. José sonreía. —¡Te tengo un notición! –con una sonora palmada en el escritorio, el gobernador secundó la frase–. ¡Pero quita esa cara, te estoy hablando en serio! –El anuncio no logró en nada cambiar la expresión–. Don Alfredo organizó una pequeña reunión… Una cena, pues, en la casa que tú ya conoces, y quiere que asistas. Aquí está tu invitación –y ceremonioso extendió el sobre. José leyó. —¿Qué? … ¿Pusieron mal tu nombre, falta la fecha? –increpó el funcionario al detectar partículas de malestar en su amigo. —No, todo está bien. —¿No te da gusto que te considere de esa manera? —Se me hace extraño. —¿Por qué, cabrón?, quizá quiera que seas su ingeniero de cabecera… Debería darte gusto, ¿no? —Yo no he dicho lo contrario. Simplemente… se me hace extraño. —No te entiendo –se levantó–. Mira, tengo mucho trabajo, y yo ya cumplí. —Perdón, don Carlos –se levantó también. —Don Alfredo me dijo que pensaba enviártela con uno empleado a tu casa, pero pensé que te daría gusto, por eso quise entregártela yo. —Me da gusto, don Carlos –simulando.
  • 48. El Supremo Poder (R. Valencia) 47 —Pues no parece. José se incomodó por darse cuenta que acababa de cometer un grave error; se mostró inquieto por la relación y eso iba a afectar. La vida le había enseñado ya que ante situaciones de ese tipo, lo mejor era esperar; hasta tener la oportunidad de meditarlas para encontrar la mejor manera de atenderlas; entonces caminó a la puerta calladito. Al alcanzar con la mano la alargada pieza metálica del picaporte del enorme bloque de madera, Carlos Vargas de Terán lo llamó, como pocas veces, por su nombre. —Vas a ir, ¿verdad? —Claro, don Carlos. Usted me recomendó y yo no le puedo quedar mal. —Qué bueno. Así, me gusta. Salió, y por la preocupación del momento, durante algunos metros, no supo qué hacer con la invitación, finalmente decidió guardarla en una de las bolsas del saco. Al descender las escaleras que conducen al estacionamiento reconoció a un hombre que se alejaba en un automóvil, al que, estaba seguro, había visto en otras ocasiones. Pensó en saludarlo con un movimiento de la mano, pero dudó. Luego su mente iluminó cualquier cantidad de suposiciones, pero por la demora que llevaba para completar su agenda, se obligó a colocar el asunto en los pendientes. Tecla atento de su salida acercó el automóvil. José abordó checando nuevamente la hora. Durante el trayecto a la oficina, su cabeza, sumida en el fondo de sus inevitables desmesuras laborales, trataba de atender a los saltos que un sinnúmero de preguntas pegaban sin cesar. La mañana soleada de un cielo atiborrado de nubes bombachas y el clima artificial del automóvil cooperaron para ponerse de mejor humor, y olvidarse por un momento de las aflicciones. Cerró los ojos yse escurrió en el asiento. En una ocasión Bárbara Castillo lo instruyó para realizar ejercicios de concentración y relajación: el primero que trajo su memoria fue el de concentración; consistía en tratar de escuchar, aislar e identificar sonidos, entre más apartados mejor. Lo puso en práctica: hasta él llegó el murmullo, lejano, de ladridos de perros, una jauría al parecer, que se extraviaba
  • 49. El Supremo Poder (R. Valencia) 48 por momentos; cuando sus sentidos alcanzaron el máximo nivel de preparación, determinó poner en práctica el segundo ejercicio: consistía en relajar los músculos, atendiéndoles de forma aislada; con su mente los trabajaba, eliminándoles de tensión, y saltaba a otra área siguiendo un orden práctico; hasta ese día, nunca había logrado alcanzar un verdadero estado de relajación, en esta ocasión, los resultados se presentaron con tal facilidad que trató de encontrar la clave de su inesperado éxito. —¿Estás bien, Ingeniero? –interrumpió el pinche Tecla. José abrió los ojos y respiró profundamente. —¿Estás bien? –interrogó de nuevo. —Sí, sí. El trayecto anunció el final al saltar el auto el pequeño tope de la entrada al estacionamiento empedrado del vetusto inmueble que daba albergue a sus oficinas. En ese tiempo no cualquiera en el rumbo sabía a quién pertenecía y a lo que los de adentro de él se dedicaban, pero "Las Tablas", patronímico con el que se daba a conocer desde hacía mucho tiempo atrás (derivado de las actividades del pasado), tenía una antigüedad tal en el tiempo que su origen, por los años, se enrarecía en las memorias; lo único verdaderamente palpable era que esos muros, remodelados para concentrar las actividades de una solicitada empresa, resguardaron, por muchos años, una monumental maderería que encontró su fin en el incendio más recordado de su época. El mito dice que fue venganza entre hermanos, el resultado de una herencia, fue el motivo. La apuración por empezar cuanto antes a librarse de sus compromisos, sacó a José de un brinco del automóvil y lo encaminó con visible premura. Con pasos agigantados y acompañado por el sonido de sus tacones, superó puertas hasta alcanzar la de su oficina. —Mine dile a Elsa que venga. El maestro Guerrero ¿dónde está? Minerva se levantó de un salto y tomó el bonche de recados telefónicos de costumbre, su libreta de apuntes y un lápiz. Cuando su jefe se sentó, ella se encontraba ya parada frente a él.
  • 50. El Supremo Poder (R. Valencia) 49 —Aquí están sus llamadas, señor. El maestro Guerrero está en la sala de juntas con los invitados del proyecto San Pedro y Elsa está con él. —¿Quiénes vinieron? —Todos los de la lista. —Bueno. Dile a Elsa que venga y pásale un papelito al maestro Guerrero: que me disculpe con los presentes y que cuando termine venga conmigo. —Está bien, señor. —Y regálame un café y que me hagan un jugo, por favor. —Sí, señor. Con aparente calma revisó hojita por hojita las llamadas y seleccionó algunas, colocándolas de su lado derecho, las demás las destruyó y tiró a la basura. Siguiente paso: revisó su agenda y con sepia en la tinta canceló con una raya los compromisos fuera de hora o imposibles ya de atender ese día. Giró la cara y miró los dibujos del proyecto San Pedro, pegados en un rincón de su oficina, pensando en un cúmulo de pendientes. El joven José Manuel Luna Torres en un momento de excelsa lucidez estableció empezar a invertir en la adquisición de algunos terrenos, para algún día buscar la oportunidad de integrarlos en un sólo proyecto. Durante quince años, y poco más de todos sus ahorros y elocuencia, obtuvo propiedades, y apoyo de ayuda en sociedad de otros dueños, de una gran cantidad de metros cuadrados en un municipio de nombre “San pedro el Mártir”, al sur de la ciudad de México. La ubicación de estos terrenos sobre un valle poco irregular, de gran tamaño y belleza, le dio para pensar en la posibilidad de algún día edificar en este espacio el complejo de sus sueños, con el que pudiera recuperar su inversión y además obtener cantidades mayores a las destinadas en su manipulación y compra. El tino y la sensibilidad le permitieron tropezar con una original idea sobre un complejo empresarial, semi-subterráneo, en el que aglomeraba, con funcionalidad y magnificencia, oficinas, hoteles y restaurantes para brindar a sus
  • 51. El Supremo Poder (R. Valencia) 50 visitantes las comodidades de una pequeña ciudad dedicada, tan sólo, al mundo de los negocios. Su intención: alcanzar con la novedad prestigio contagioso, que las compañías importantes vieran obligación en adquirir parte de este nuevo concepto para no quedar fuera de la revolución empresarial que pensaba provocar. Para tal efecto, consideró la posibilidad de vender la idea, y a través de un acuerdo en sociedad con alguna constructora, de las pudientes, amarrar también la infraestructura necesaria para su realización. Preparó entonces toda la información y con el proyecto en mano se acercó al hombre al que profesaba admiración: Samuel Alponte Calderón. El magnate español miró con muy buenos ojos su idea y encargó a sus empleados un estudio del lugar y del proyecto. Con los resultados en la mano, comprendió que éste podría ser el inicio de una jugosa relación. Entonces, encargó a José que buscara la manera de incrementar el tamaño del complejo y establecer una relación de posibles inversionistas. El prestigio que José Manuel tenía a su corta edad era consecuencia de lo original y creativo de sus ideas; además, de la habilidad que tenía para hacerlas realidad. En poco tiempo definieron las condiciones de la sociedad: José Manuel Luna Torres y su compañía se responsabilizarían del control de la promoción y desarrollo; y Constructora del Aguila de la realización y venta del proyecto. Alponte Calderón, asombrado y conmovido por la talla de los proyectos del joven empresario, prometió a José que si alcanzaban un setenta y cinco por cierto de las ganancias esbozadas, le brindaría la oportunidad de considerar la posibilidad de recibir, como pago, un pequeño porcentaje de acciones de una empresa filial de la mismísima “Constructora Del Aguila” –“Una cabeza de tal voluntad y creatividad no la dejo ir con la competencia.”–le advirtió. Cada vez que la mirada de José se encontraba con los dibujos del proyecto, escudriñaba en su cabeza buscando aún más estrategias para alcanzar su objetivo. El sonido de los nudillos de Elsa sobre la puerta lo despertaron. —Adelante.
  • 52. El Supremo Poder (R. Valencia) 51 —¿Qué pasó? Buenas tardes. —¡Ah! Eres tú… ¿De cuándo acá tocas la puerta? —¡Hay!, pues pensé que estabas con alguien. —Y cuando realmente estoy con alguien, entras como Juan por su casa. ¡Mira que eres rara¡ —¡Hay, ya!; José, no estés de molón. ¿Para eso me llamaste? –giró con la rodilla uno de los sillones y se sentó. La secretaria tocó y después de la señal abrió la puerta, para permitirle el acceso al mesero. —¿Ya ves? –José extendió el brazo para señalarle a la mujer en el asiento, la puerta–, así se debe hacer. Minerva levantó las cejas tratando de pescar en las actitudes si hablaban de ella. —Es que Mine si tiene educación… Es lo que querías escuchar, ¿no? El hombre rió divertido por su hazaña, la secretaria los miró tratando de atar cabos y la mujer, jugando con la molestia (tornando los ojos), esperó pacientemente, sin perder la cabeza, a que el intento se debilitara. —No le hagas caso –a Minerva–, te encanta hacerme enojar –a José. Elsa permaneció. La otra levantó los hombros y cerró la puerta. José, una ves recuperado del momento y de mejor humor, se levantó y se quitó el saco; al colgarlo tomó el sobre que contenía la invitación y lo pasó a la mujer sentada frente a él. —Y esto, ¿qué? —Léelo. La mujer abrió y leyó con calma. —¡Qué detallazo!, ¿no? –dejó salir en tono de broma, al finalizar la lectura. —¿Te parece? —Lo de la remodelación fue un pretextote. José afirmó moviendo la cabeza.
  • 53. El Supremo Poder (R. Valencia) 52 —Ahora viene lo bueno –dijo la mujer. —Eso es lo que me preocupa. —Si no quieres ir, voy yo… Ya sabes que a mí me gustan esos jolgorios. –Ella reía ahora. —Sí, seguro –José tomó un sorbo de café, fue y se sentó en uno de los dos sillones pegados a la pared, con las piernas estiradas y los brazos cruzados–. Lo que sí quiero que hagas es que me investigues quién más va a asistir, pero ojo, no quiero que se entere ni Vargas de Terán, ni don Samuel. —De acuerdo, jefe –escribiendo algo su libreta. Las miradas fueron y vinieron por unos instantes; ella, esperando nuevas instrucciones, y él, pensando. —Bueno –el hombre se incorporó y se instaló en su escritorio de nuevo–. ¿Cómo estuvo la reunión? —Vino toda la gente que citamos. —Qué bueno. Antes de que se vayan, asegúrate que cada uno se lleve una de las carpetas que preparamos. Es muy importante. —Sí, yo lo sé. Se les entregó antes de empezar. —¡Asegúrate! —¡Está bien! … ¿Algo más? —No, nada más. Elsa se paró y se acomodó la ropa, José bebió del jugo de piña, toronja con apio, perejil y nopal que a diario se le preparaba, después de limpiar con una servilleta sus labios, dijo: —¿Por qué siempre te acomodas la ropa cuando te levantas, lo has notado? —¡Mm!, es una manía. No me gusta que se me arrugue. —Tienes miedo que piensen que estuviste haciendo de las tuyas aquí adentro. —¡Hay sí! Y contigo, ¿no?
  • 54. El Supremo Poder (R. Valencia) 53 —Pues, quién sabe. —Adiós –burlona. El maestro Guerrero abrió la puerta, exacto, cuando ella llevaba su mano a la perilla. —¡Mira!, él tampoco toca, ¿ya ves? … ¡Presumido! —Con él es otra cosa, él es hombre. —Ja, ja, ja –onomatopéyica. Y cerró de un portazo, dejando a José divertido y al maestro extrañado. —¿Se enojó? —No. —¿Acabas de llegar? —Cuando le entregaron mi mensaje. —¿Cómo te fue? —Lea eso –señalando el sobre–. Me lo entregaron hoy, allá. –El maestro se colocó sus anteojos, se puso cómodo en un sillón cercano, tomó el sobre del escritorio y con dedos suaves lo abrió, y leyó. —Ahora si, viene lo bueno. —Eso mismo. —Estoy seguro que ahí te van a tratar algo. —¿Usted cree? … Pero ¿para qué tanta vuelta? —¡Ah!, te querían observar primero. José quedó mudo, hojeando en la memoria los sucesos que parecían darle la razón, al que ocupaba su atención. —Le encargué a Elsa que me investigue quién más va a asistir esa noche. —¿Por Delaguila? —Sí… Y por otras cosas. —No harían una cosa así, esto es en petit-comité; el trato ha sido contigo, además, Vargas de Terán siempre ha sido derecho contigo.
  • 55. El Supremo Poder (R. Valencia) 54 Otra vez callado, debatiendo en lo oculto. —Tiene razón. De él no puedo desconfiar. Él no me haría una así –conclusión. —Y Delaguila dejó todo bien definido. Tú eres el enlace y nadie más se mete. —No se van a aguantar. —¡Qué digan misa! … Mientras el grupo en su mayoría te apoye y Delaguila te respalde, ¿qué más? … El viernes es la clave, seguro. Si Alfredo Del rosal tiene algo en contra tuya o quiere algo con Vargas de Terán y tú estorbas, te lo va a decir a ti, a nadie más… Definitivo. Aunque, si me lo permites, yo siento que viene algo bueno. —¿Una proposición? –intranquilo. —¿Por qué no? —¿Sabe qué, maestro?, ¡no! … Siento que los planes son con don Carlos… ¡Con él! —Pues yo ya hice demasiadas suposiciones, si no te importa, prefiero esperar. —Pero su feeling, ¿cuál es? —¡Ya te la dije! Desde el principio. Todo este tiempo te midió, te estuvo checando… Alguien se lo pidió. Hay algún valor en esto, que nosotros todavía no conocemos… Quiere borrón y cuenta nueva. —Pues eso espero. Si no, mucho de lo que hemos hecho usted y yo se va a ir al traste, y tendremos que dedicarnos a otra cosa. —Ten paciencia. Yo estoy optimista. De nueva cuenta un espacio en blanco dio banderazo a las impetuosas suposiciones. José dejó su asiento para caminar tamborileando con los dedos de una mano el puño de la otra. Lo detuvo el rincón donde colgaban los dibujos del proyecto de sus congojas. —¿Cómo vio a la gente? ¿Los desarrolladores? —Animados unos, escépticos otros. –aprovechó la pausa– Los papeles que me mostraste en tu casa, ¿ya los vieron? —No, todavía no. ¿Por qué? —¿Cuándo piensas enseñarlos?
  • 56. El Supremo Poder (R. Valencia) 55 —Cuando terminemos esta ronda de reuniones. ¿Por qué? —Porque probablemente haya que modificarlos. José sacó su gesto de desconcertado feliz. —Existe interés de dos desarrolladores inmobiliarios que, de concretarse, ocuparían un buen tanto por ciento de la nueva etapa del otro proyecto. José levantó las cejas, caminó hacia el sillón de su escritorio y recargó los brazos sobre el respaldo para decir: —Cuénteme. —Calma… Del plato a la boca, se cae la sopa. —Sí, claro… Pero ¿quién? —Obviamente tendremos que darles un trato especial. —¡Sí!, por supuesto, ¿quiénes son? –impaciente. El maestro Guerrero dio los nombres, aclarando que la información debería llevar las reservas del caso. —Sería maravilloso… –extasiado. —Han venido representantes de ambos yhoyvinieron otra vez, al finalizar se acercaron. Quieren hablar con nosotros, en una reunión privada. Acordamos el próximo jueves a las diez, aquí en tu oficina. —Ellos ya habían sido invitados, ¿no? —Si. Fueron de los primeros, pero no asistieron. —¿Y ahora mandan representantes? —Mejor tarde que nunca. —De todos modos, sería bueno echar una investigadita, ¿no? —Pero sea lo que sea, ¿les hacías el feo? —¡No! Claro que no… El más escéptico se quedó viendo lo que acababa de decir. —¿Me regalas un cafecito?
  • 57. El Supremo Poder (R. Valencia) 56 —Sí, claro. El tiempo restante que estuvieron juntos, Luna Torres continuó haciendo suposiciones en voz alta hasta que, agotado y confundido, aceptó que no había más que esperar.
  • 58. El Supremo Poder (R. Valencia) 57 4 Parados, formando un círculo, y ocupando en su totalidad el acceso al jardín que conducía al interior de la casa, platicaban y reían: el ingeniero Servio Gutiérrez Hurtado, Subsecretario de Comercio y Fomento Industrial; el licenciado Fermín Iñigo Matos, Secretario actual de Comunicaciones y Transportes; y el ahora titular de la Secretaría de Programación y Presupuesto, y anfitrión de la noche, Alfredo del Rosal Márquez, acompañados de sus respectivas esposas. Unos metros atrás, y caminando hacia ellos, el respetado banquero don Miguel Islas ysu esposa, lidiaban un poco, por su avanzada edad, con la distancia que existía del portal de la entrada al lugar donde se encontraba el anfitrión recibiendo a sus invitados. Luna Torres, parado a un costado de su automóvil, los miraba esperando a Bárbara Castillo, que batallaba un poco con su vestido. La noche se volvía serena en aquella área de amplio verdor, con una obscuridad tranquila sin vientos, de cielo manteado de luces y una luna encendida. Un sonido de cuerdas armonizado por un cuarteto de diestros músicos, vibraba finamente en el ambiente, suavizando la velada y haciendo más gentil los efectos de las cortesías que discretamente distribuían los meseros en charolas de plata, adquiridas bajo encargo en Taxco. La iluminación tenue de los arbotantes dirigidos al piso, acurrucaba y hacía más íntimo el selectísimo convivio. Sobre el césped, minuciosamente podado, sillería de bejuco; y a un costado del jardín, y techado por la casa, una estancia amueblada con sillones diseño Pedro Fierro. José, con Bárbara del brazo, se desplazó ágil a lo largo del corredor que conducía al jardín, para evitar tener que esperar a espaldas del banquero, a que Alfredo Del rosal y su esposa terminaran de darles la bienvenida. Vargas de Terán, al centro del jardín, departía con dos hombres que por estar de espalda no pudo reconocer, pero que seguro estaba sería alguno de los que Elsa logró confirmar que asistirían. Continuó escudriñando y descubrió que la asistencia era poco nutrida. La
  • 59. El Supremo Poder (R. Valencia) 58 presencia no superaba a las ¡treinta y tantas! personas, con todo y sus respectivas parejas. Se incomodó cuando se le hizo evidente que él era el de menos currículum en la velada. Pensó, incluso, que la idea de la invitación había sido tan sólo para explicar, si el dueño lo requería, cómo se remodeló el inmueble que, sin vaho en las uñas, era un acierto más de sus habilidades. Buscó en su cabeza, por si era necesario, la manera de disfrazarle a Bárbara el motivo de su presencia en esa reunión, para evitar que ella también se sintiera incomoda. ¡Craso error! Mientras revolvía la mente, advirtió un brillo proveniente de lo más profundo que le hizo sentirse mejor; él contaba ya con un prestigio bien ganado, y, además, su pareja lucía hermosa. Recordó la insistencia de Vargas de Terán para que asistiera. Sacó el pecho con una respiración profunda y tomó nuevamente su postura para redimir el ánimo. Miró a Bárbara de reojo ypercibió en ella su expresión serena, en momentos arrogante; le iba bien. "En el escenario, la serenidad es la mejor prestancia", recordó que ella se lo decía, muy seguido. Cuando el encuentro fue inevitable, sonrió lo más tranquilo que pudo. —Buenas noches, ingeniero. Bienvenido –el anfitrión, con un fuerte apretón de mano. —Buenas noches, don Alfredo. Gracias por la invitación –todavía un poco intranquilo–. Mi acompañante Bárbara Castillo. —Bienvenida. —Gracias. Del Rosal giró, tomando del brazo a José. —Les voy a presentar a mi esposa. Sandra Marlene. —¡De Del rosal! –enfática, apuntó la mujer sonriendo y mirando de reojo a su marido–; siempre me lo quita –concluyó. —Es un placer, señora –con una corta inclinación. —¿Así que usted es el responsable de todos estos cambios? –preguntó seria la anfitriona, señalando levemente con el dedo índice la casa. —Para cualquier queja estoy a sus ordenes, señora –un poco nervioso, buscando captar
  • 60. El Supremo Poder (R. Valencia) 59 en la actitud si era una broma. —¿Qué les hizo a mis puertas? ¿Cómo las… ? –no encontró el termino. José Manuel miró confundido a Alfredo Del rosal que sonreía, y a su esposa que no le quitaba la vista de encima. —¿Quiere que le explique, técnicamente… todo? –consultó pausado, antes de pensar, siquiera, en ir adelante con los detalles. —¡Sí, sí! José miró nuevamente a su anfitrión y a Bárbara, que también lo veía, hizo de un pequeño silencio para acomodar su cabeza y procedió. —Se preparó la tonalidad de amarillo con pintura blanca, agregando mostaza, dorado y negro, todo base agua. Raspamos, sellamos la madera y pintamos con brochas hechizas de pelo burdo. Secamos rápidamente con secadoras de pelo. —¿Con secadoras de pelo? —Sí, con secadoras de pelo. Como la que usan ustedes las mujeres. Esto fue para marcar los surcos. Finalmente, lo cubrimos con un barniz transparente, mate, para enfatizar el efecto. ¿No le gusto? ¿Tiene alguna queja? —¡No, hombre! ¿Cuál queja?; más bien, una suplica –terminó la frase en un susurro. —Usted dirá –acercando el oído. —La idea ésta de las puertas, les encantó a mis amigas. No quiero que le vaya a hacer ¡a nadie más! el mismo trabajo –autoritaria–. ¡Prométamelo! —Se lo prometo –levantando la mano. Se relajó. —Se ve usted diferente en persona –ahora a Bárbara. —¿Perdón? —Digo que pensaba que era usted más alta. No soy muy asidua a la televisión, pero la vi en la telenovela ésta… –hizo por recordar y lo logró– "Sin miedo a la vida", porque me gusta mucho todo lo que hace doña Carmen Monal, que me parece una excelente