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Osvaldo Lezama
El Muriaga y otros relatos
Imagen de cubierta: La murga de la juventud. Archivo G. Lezama.

Diseño de cubierta: Fernando Zabala.
Diagramación: Forma Estudio

Impreso en Tradinco, octubre de 2011.
Osvaldo Lezama



  El Muriaga
y otros relatos
“Gracias a la vida, que me ha dado tanto.
  Me ha dado la risa y me ha dado el llanto,
         así yo distingo dicha de quebranto,
    los dos materiales que forman mi canto,
  y el canto de ustedes que es mismo canto,
y el canto de todos que es mi propio canto.”

                              Violeta Parra
A manera de prólogo


      Estos relatos fueron escritos entre 1966 y 1971. Los leímos en
el exilio y no sabemos si el autor tenía, realmente, la intención de
publicarlos. Pese a ello, después de conversar con familiares y ami-
gos resolvimos editarlos como un homenaje póstumo al narrador.
      Cuando los releíamos, lo recordabamos recitando a Olinto:
“Yo soy más, mucho más de Rivera/ que el Cerro del Marco./Soy
amigo del Puente da Raça/ y lo mismo de Paso de Castro/ Me doy
bien con la Piedra Furada/ con la calle Brasil tengo tratos/ y citas
nocturnas…”; “…en mis tiempos de alegre muchacho/ hice más
de un tirito a la taba/ y jugué mis partidas al sapo…”; “Conocí a
Juan Barullo de cerca/ intimé con Ciriaco/ y la negra María das
Dores/ enseñóme a benzer el quebranto.”
      Algunos de los personajes evocados por el poeta aparecen
en estos relatos, a los que se hicieron contadas modificaciones en
su sintaxis respetando, fielmente, el texto de los mismos.
      Finalizada la tarea de selección, corrección y armado, hemos
resuelto anexar fotografías, copias de volantes, afiches, listas, etc.
que permitan al lector ubicar al relator en el contexto social y
político de sus narraciones.
      Esta publicación no habría sido posible si no hubiera contado
con el apoyo y la intervención, fuere en la lectura crítica de los rela-
tos, en la búsqueda de documentos y fotos y en la composición de
los textos, de mi compañera Marina Cardozo, mi hermana Leonor
Amanda, mis hijos Felipe y Rafael, mi prima Beatriz Pintos, mi
compañero de utopías Fernando Zabala y Enrique Zabala y Javier
Enciso, pacientes asesores gráficos.
      A ellos mi agradecimiento.
                                              Grauert Lezama Pintos



                                   7
Flor de payada


      Más de una vez hemos oído contar que Quevedo, sin precisar
si se trataba de don Francisco de Quevedo y Villegas el insigne
escritor español, pero suponemos que sí ya que éste fue también
famoso por su poesía festiva y satírica, encontrándose en la Corte
participando de una recepción real al saludar a la Reina, que era
renga, le envió una ofrenda floral acompañada de una tarjeta con
una frase rimada que señalaba el defecto físico de la soberana.
Quevedo habría, cruelmente, escrito: “¡Entre el clavel y la rosa,
su Majestad escoja!”
      Haya o no ocurrido lo narrado, podemos asegurar que allá
por principios de siglo, para ser más precisos en 1902, el Teniente
Alcalde don Francisco de Mello y el payador don Tomás Pérez y
Vignoli protagonizaron una singular payada, en la que éste último
recurrió a frases rimadas para encubrir su ironía. De la misma
forma que Quevedo al saludar a la Reina.
      Los hechos fueron estos: el citado funcionario judicial, de
contextura baja y rechoncho, se ofendía tremendamente cuando,
en su presencia sobre todo, se le endilgaba el mote de “Chico-
Toco”1. Reaccionaba entonces en forma airada, amenazando con
sanciones legales a quienes le encajaban el mote.
      La payada o poético lance ocurrió en el almacén de don
Pedro Cardillac, ubicado en la esquina de Sarandí y Florencio
Sánchez, donde actualmente funciona la Sociedad de Fomento
Rural. El día del suceso que narramos quizás fue un domingo o un
feriado en horas matutinas. Al pasar por la acera frente al comercio
el Teniente Alcalde, uno de los contertulios, desde adentro, le grita
“Chico-Toco!”. Dándose por aludido, éste se detiene, gira sobre sí
mismo y, en voz alta, responde:

1	 Del portugués: cepa, parte del tronco de una planta inmediata a la raíz.

                                      9
“Teniente Alcalde afamao,
      yo soy Francisco de Mello;
      a mi nombre han difamao,
      porque sé cumplir con celo.

      Está bien que me llamen Chico
      que es mi nombre familiar,
      pero ¡Toco! no permito,
      y no lo voy a tolerar!

      Sepan pues los concurrentes,
      que aunque chiquito me ven,
      que si me llaman Toco
      he de aplicarles la Ley.”

      Entonces hace su aparición don Tomás Pérez y Vignoli que
también se hallaba en el almacén, payador de fama, oriundo de
Montevideo, quien pulsa su guitarra y canta con versos repen-
tistas2:

      “Forastero en este pago,
      tengo el altísimo honor
      de saludar al Alcalde,
      honra de ésta población.
      Yo me llamo Tomás Pérez,
      la guitarra se tocar;
      como desde chico toco
      hoy de viejo toco más.




2	 Versos recopilados por el poeta Agustín R.Bisio. Nuestra versión recoge la
tradición oral de algunos contemporáneos de los protagonistas.

                                     10
Puede mandar don Francisco,
     que también sé improvisar;
     diga si le gusta el canto,
     pues sino, toco nomás”.

      El Teniente Alcalde que no era ningún negado tuvo, en esa
magna ocasión, que tascar el freno y quedarse en silencio. La pi-
caresca improvisación de Pérez y Vignoli quien, reiteradamente,
le endilgó el “toco” que tanto fastidiaba a don Francisco de Mello,
no le permitió pronunciar su acostumbrada admonición y ame-
naza de “aplicar todo el peso de la ley” a sus presuntos ofensores.
      Desconocemos los detalles finales de este torneo oratorio, y
nada podemos agregar a payada tan sabrosa, cuyo “vuelo lírico”
es de incuestionable jerarquía y aún perdura en la memoria de
muchos veteranos riverenses.




                                11
El autor mateando, en una pausa durante la construcción de la Represa de OSE en la Cu-
chilla Negra.




                                         12
Un hombre


      Se ha dicho, no recordamos quien, que “…la primera función
del hombre, es ser hombre” o que el primer oficio del hombre es
ser hombre.” Función u oficio, vienen a ser lo mismo. Sin reservas,
compartimos ambas definiciones. Con una sola aclaración: son
un acierto con algo de dogmatismo.
      Sumar algún calificativo o adjetivo a esa definición, por ejem-
plo: un hombre entero, un hombre cabal, un hombre en toda la
acepción del vocablo, todo un hombre, etc. sería caer en redun-
dancias.
      Para nosotros, un hombre fue el coronel Don Eduardo La-
meira a quien conocimos en nuestra adolescencia riverense.
      A través de una pátina pertinaz e implacable, los años idos
deterioran y envuelven en su bruma acontecimientos que, cuando
ocurrieron, creímos trascendentes unos, pequeños otros y que, con
el correr del tiempo, ahora no son ni lo uno ni lo otro. Pero los que
narramos, vividos en su mayoría, otros que nos contaron, sirven
para rescatar con todos sus perfiles, la estampa del varón que ob-
viamente, por la diferencia de edades, no tratamos en profundidad.
      El coronel Lameira era de mediana estatura, de cabello largo
y blanco, con ojos de mirada noble y un empaque cordial. Ca-
balgaba con natural prestancia su caballo criollo, vestido con un
atuendo donde se destacaba, sobre el ámbar oscuro de su liviano
poncho, el pañuelo blanco o negro de uso continuado.
      Por relatos de mi padre y sus amigos podemos decir que fes-
tejaba, con una sonrisa, las bromas de buena ley, una nota amena
o alguna feliz reminiscencia. En reuniones familiares y cuando
se armaba alguna guitarreada, pedía la bolada y se largaba con
una vidalita que repetía a menudo: “Aparicio y Lamas, vidalita/ y
Acevedo Díaz, son los tres luceros, vidalita/ de la Patria mia”.


                                 13
Don Eduardo Lameira era un coronel de la vieja estirpe. Ofi-
cial destacado en las fuerzas de Aparicio Saravia, junto a quien se
batió muchas veces. En 1904,en Paso del Parque del Daymán, -una
batalla sangrienta donde fueron derrotados los blancos-, estuvo
derrochando coraje en las primeras filas del combate. En Masoller,
donde cayó “El Aguila del Cordobés”, también combatió Lameira.
      Cuando lo conocimos, es decir: desde donde arrancan
nuestros recuerdos, la ciudad de Santana do Livramento estaba
a merced de una familia feudal, de horca y cuchillo. Todos sus
integrantes tenían en su haber una siniestra lista de asesinatos,
perpetrados con la ayuda de “capangas” provenientes de distintos
lugares, del norte y del sur de Brasil.3
      Uno de aquellos señores, dueños de tierras y vidas, no sólo
en Brasil sino también en suelo uruguayo hasta donde, cruzando
la frontera, llegaban en sus tropelías, se llamaba Saturnino y era
sobrino del Prefecto de Livramento.
      Un día, con ventajas en el terreno y en las armas, con varios
guardaespaldas, este sujeto maltrató de palabra a un familiar del
coronel Lameira. El agredido mantuvo reserva de lo ocurrido,
esperando, sin duda alguna, otro encuentro con ventajas y des-
ventajas parejas para ir a un definitivo ajuste de cuentas.
      Pero la incidencia trascendió y se enteró el Coronel. En-
tonces, sin perder su habitual estilo de vida, una tarde orientó su

3	 Fueron frecuentes las invasiones al territorio oriental de militares y civiles
armados brasileños, durante los siglos XIX y XX. Por ejemplo: el 1º de noviembre
de 1903, en un tiroteo entre soldados brasileños y policías riverenses muere un
soldado brasileño y es detenido un hermano del Prefecto de Livramento. Los
jefes de los regimientos 1º y 5º de Caballería brasileros al mando de sus tropas
(unos 400 hombres) avanzan hacia Rivera para rescatar a los presos y se produce
un tiroteo con soldados de la Guardia Urbana.
El “Episodio de Las Campanas” determinó que el Gobierno de Batlle y Ordóñez
enviara dos regimientos como medida precautoria en defensa de la soberanía
nacional. El Partido Nacional, responsable de la Jefatura Política y Policial del
departamento fronterizo, exigió el retiro de las tropas pero Batlle mantuvo su
decisión y los blancos se alzaron en armas.

                                       14
caballo hacia el norte y cruzó la frontera buscando la Prefectura
de Livramento. Al llegar se apeó, enlazó las riendas en la rama de
un jacaranda4 y entró en el edificio. Su cara no expresaba ningún
cambio anímico. Iba en busca del jerarca cuyas funciones oficiales
equivalían, simultáneamente, a Prefecto y Jefe de Policía. Las otras,
de capitán del clan y caudillo omnímodo, se las arrogaba él con la
complacencia de unos y la cobardía de muchos.
      Cuando un funcionario intentó detenerlo, balbuceando un:
“¿qué desea?” –“Lo que deseo no es con usted”, dijo el Coronel
Lameira, siguiendo por el pasillo y franqueando la puerta del des-
pacho del Prefecto sin anunciarse. Este, sorprendido y no menos
alarmado, pues conocía y sabía los puntos que calzaba su ines-
perado visitante, tartajeó un “¿qué pasa?” –“Pasa”: -le contestó el
Coronel- entrando en el terreno indiferencial del tuteo, (no cabía
un tratamiento de usted o circunspecto en aquel momento), “que
conociéndoles no tenía que sorprenderme ningún tipo de canalla-
da de ustedes y sé que vos y tus parientes sean Flores o Fernández,
solo han sido, son y serán asesinos de la especie más ordinaria. De
los que mandan matar a la gente decente, a quienes les repugna
transar con ustedes, y que ni vos ni tu forajida parentela se animan
a enfrentar y asesinar por mano propia!”
      El aminalado Prefecto, nervioso y desencajado, sólo atinó a
decir: “Pero amigo, escúcheme, escúcheme amigo…”; -“¿amigo?,
rebatió el Coronel Lameira, -“ustedes no tienen amigos; más de
uno que confió en ustedes fue asesinado. Por envidia o por celos.
Los hermanos Pereira de Souza, a quienes ustedes temían, fueron
asesinados desde las sombras cuando se retiraban a la noche de
un club social; mi compatriota Abel Carballo, lo mataron por la
espalda tu sobrino Saturnino y sus capangas; otro, asesinado por tu
hermano a mansalva y con alevosía, fue el funcionario Juan Agui-
rre… Pero para que seguir con esta macabra lista que vos conoces
mejor que yo. Hoy vine porque Saturnino con sus capangas, como

4	 Arbol americano de flores azules, cultivado en parques y jardines.

                                      15
es su estilo, ofendió a un familiar mío que no pudo reaccionar
por estar desarmado y solo frente a los seis u ocho bandidos que
acompañaban a tu sobrino. No sé si estás enterado de este asunto,
pero es difícil que lo ignores. Porque vos sos el jefe de esa morralla
y vengo a pelearte. Estoy, como ves, solo. Te convido a salir hasta
la plaza y allí arreglaremos las cosas!”.
      Un largo rato esperó el Coronel Lameira, parado frente al
Prefecto en su despacho. Pero éste permaneció mudo, anonadado.
      “¿Así que no peleas? Entonces me voy. ¡Pero no te olvides
que te hago responsable, si atacan a mi pariente!”
      De lo narrado, no hubieron testigos oculares. Pero si testigos
“audibles” que hicieron de auditorio con las orejas pegadas a las
puertas del despacho del Prefecto.
       Los mismos que esa noche contaban, en ruedas de café,
como el Coronel Lameira “le metió pechera” al brasilero, con paso
sereno y firme salió de la Prefectura, desató el caballo, montó,
se acomodó el poncho y silbando una vidalita, al trote regresó a
Rivera.




                                 16
Las andanzas del Dr. Turena


      Las andanzas y aventuras en Rivera del Dr. José Pedro Turena,
fueron muchas y de muy variada índole aunque, todas, matizadas
con similares gradaciones. La mayoría, o la casi totalidad, con un
desenlace de humor gris, que unos cuantos incautos aceptaban y
aplaudían proclamándole defensor de los pobres. En cambio, esta-
ban los que de lejos avizoraron que al Dr. Turena algo le “patinaba
en la sesera” y, finalmente, otros que reían de sus ocurrencias que
calificaban de payasadas.
      Don Pedro decía ser abogado y doctorado en Francia. En
la Sorbona de París. Si así fue, lo que no estaba confirmado, vaya
la gracia que le habría producido a Roberto de Sorbón, fundador
de la famosa universidad, las engañifas, gansadas y barrabasadas
del Dr. Turena. Pero eso no podía ocurrir de forma alguna, ya
que el francés vivió y murió en el siglo XIII y el uruguayo anduvo
penando y haciendo penar a mucha gente, en el siglo XX.
      Rivera ejercía una gran atracción sobre el Dr. Turena o éste
personaje suponía, pese a su no bien equilibrado caletre, que sus
pobladores eran todos tontos y se prestaban a tomar en serio su
delirio de trasnochada prosopopeya.
      Indudablemente habríamos muchos zonzos pero, también,
estaban los que no lo eran, los que desde la primer visita del Dr.
Turena a la septentrional ciudad uruguaya, supieron “calibrar” sus
devaneos tan cargados de oropeles.
      Obviamente no vamos a narrar todos los hechos que protago-
nizó el abogado de la Sorbona. Fueron muchos, algunos, los menos,
pintorescos y otros con un final tragicómico, sin faltar los que casi
terminan en noticia muy a propósito para la crónica roja. Los su-
cesos en que intervino, ocurrieron en las décadas del 20 y del 30.5

5	 1920/1930

                                 17
Tal vez el primero, que tuvo ribetes de irreverente comicidad,
se produjo cuando el Directorio del Partido Nacional, acompañado
de un nutrido grupo de conspicuos integrantes de esa colectividad
política, se trasladó a Rivera y de allí a territorio brasileño, con el
fin de transportar a Montevideo los restos de Aparicio Saravia, que
estaban en campos de la familia Pereira de Souza, en el municipio
de Santa Ana do Livramento.
      Cuando se iba a iniciar la ceremonia del caso, solemne y
patética, sin que nadie lo esperara, sorpresivamente, el Dr. Turena
comienza a hablar en un tono profundamente grave, imprimiendo
a sus palabras singular énfasis, rematando su perorata con una
enérgica exhortación, casi conminatoria, a que los presentes se
pusieran de rodillas ante los restos del gran caudillo.
      El terreno era un barrial, pues durante varios días y hasta la
víspera había llovido copiosamente.
      Durante breves instantes los asistentes vacilaron, pero no
tuvieron otra opción que arrodillarse sobre el lodo cuando, con vo-
zarrón de trueno, el Dr. Turena reiteró su imperativa arenga. Hasta
aquí el asunto, después de todo, estuvo revestido de un homenaje
de justicia póstuma, teniendo en cuanta, entre otras motivacio-
nes, la veneración de aquellos ciudadanos al “Águila del Cordo-
bés”. Pero lo que les disgustó con razón, fue que el abogado de la
Sorbona no se arrodilló, permaneciendo de pie, con la tramposa
excusa de continuar ocupando la tribuna que él improvisó por su
única cuenta y en, consecuencia, no se embarró los pantalones.
Inolvidable jugarreta para los que allí estuvieron presentes.
      Tiempo después, fue profusamente distribuido en las zonas
suburbanas de la ciudad de Rivera un volante anunciando que,
en determinado día y a tal hora, se llevaría a cabo en la Iglesia un
gran reparto de víveres y ropas entre los pobres. Ni que hablar que
en la fecha señalada, frente a la parroquia, se congregaron más de
un millar de personas, animadas de una impaciencia esperanzada,
esperando que empezara el reparto.


                                  18
A todo esto, el que menos enterado estaba de tan caritativa
cita era el Cura Párroco. Grande fue su desazón cuando el sacristán
le avisó lo que estaba ocurriendo y le entregó uno de los volantes
del caso. Desprevenido ante tal acontecimiento, solo le quedó el
recurso de salir y hablar con aquella gente que empezaba a voci-
ferar con palabras en las que ya apuntaba la ira.
      El sacerdote merced a su bien ganada fama de piadoso, dota-
do de una generosidad por todos reconocida, -sin excluir a los no
adeptos a su religión-, logró calmar a la multitud y convencerla de
que había sido engañada. Finalmente, no sin que el Párroco dejara
bien aclarado que tanto los concurrentes como él, fueron víctimas
del ocio o mala fe de algún “desdichado”, todos se retiraron en
orden. Más tarde, cuando se enteró quien había sido el autor de la
maniobra, entre apenado y enojado, tuvo ganas, si hubiera tenido
facultades, de aplicarle la excomunión.
      Nosotros, que conocimos a ese sacerdote, sabemos que, aún
pudiendo, no hubiera sancionado tan gravemente al inculpado, a
quien perdonó casi enseguida.¿Y quien otro, sino el nunca bien
ponderado Dr. Turena, podía ser el autor de tamaño desaguisado?
      Pero, prosigamos con las andanzas de nuestro personaje.
      El letrado de la Sorbona proclamaba, a todos los vientos y
a cada instante, su patriotismo y su religiosidad. Cantaba loas a
Artigas, Lavalleja y Oribe, (a Rivera no lo mencionaba nunca);
afirmaba, y reafirmaba, que era un fiel creyente de la doctrina
sustentada por “su” Santa Madre Iglesia Apostólica Romana. Esto
último, al parecer, era el motivo de sus frecuentes visitas a iglesias,
casas parroquiales, monasterios y colegios católicos.
      Transcurridos unos meses del “reparto de víveres” en la
Parroquia de Rivera, que fraguó su delirante “sesera”, hizo una
prolongada incursión por el Estado de Río Grande del Sur. Una
gira que abarcó diversas ciudades. Entre ellas, San Gabriel en la
que, cumpliendo su inveterada costumbre, visitó la Iglesia Matriz.
Prolongada fue la visita y la charla. Y entre los muchos temas de la
conversación, con seguridad teología en primer término, uno de

                                  19
los presentes refiriéndose a las frecuentes revoluciones que ensan-
grentaron aquél Estado recordó que, precisamente en fecha muy
próxima, se cumpliría el aniversario de una cruenta batalla librada
durante la rebelión del año 1923. Toma entonces la palabra el Dr.
Turena, quien tocado en su “amor por el prójimo” y en su religio-
sidad, la que seguramente le hacía temer por los muertos, entre los
que habría contritos arrepentidos, pero muchos más impenitentes,
que habían perdido la viva en esa batalla, dispuso que incontinenti
se celebrara en aquel templo un funeral solemne por el alma de los
caídos no sólo en tan sangrienta batalla sino, también, por todos
los que perecieron en la contienda fratricida de 1923.
      El Párroco le manifestó que mucho le apenaba establecer,
en ese momento, que llevar a cabo la muy cristiana iniciativa del
Dr. Turena presentaba obstáculos casi insalvables, por no decir
insuperables, ya que para oficiar un funeral solemne, tanto en
aquella iglesia como en las otras del municipio de San Gabriel, no
se contaban con los sacerdotes indispensables que, a tales efectos,
se ajustaran al rito y liturgia a que obligan las leyes inviolables que
consignan los textos de los sagrados cánones y demás disposicio-
nes eclesiásticas.
      Como no podría ser de otra manera, contraatacó el abogado
visitante quien, fiel a su ortodoxo verbalismo, afirmó categórica-
mente que los gastos originados por el traslado de los sacerdotes
de otros municipios, implícitamente: costos de pasajes, estadía,
estipendio que les correspondiera según el arancel eclesiástico,
imprevistos, etc., -más una remuneración extraordinaria en la que,
desde luego y acrecentada, estaría comprendido el Párroco-, así
como lo que se invirtiera en ornamentar el templo, lo que se abo-
nara al organista y cantores del coro, en fin, todo, absolutamente
todo, sería costeado de su peculio.
      Durante largo rato el Presbítero se mantuvo firme en su po-
sición pero, finalmente, sus “defensas fueron abatidas” por la tenaz
verbosidad de aquella alma tan piadosa, y acabado exponente de
un cristianismo auténtico puro, como era el Dr. Turena.

                                  20
Y en la fecha preestablecida, se celebró el solemne funeral
cumpliéndose, estrictamente, con el ritual. Participaron de la ce-
remonia, sacerdotes de otros municipios quienes especialmente,
y a tales efectos, viajaron a la ciudad de San Gabriel.
      Quien no estuvo presente en tan pomposo acto, pues la noche
anterior se había ausentado de la referida ciudad brasileña, fue el
Dr. Turena. ¿Huyó o fue mera coincidencia su alejamiento? Vaya
uno a saberlo, pero la cuestión fue que el Párroco tuvo que hacer
frente a todos los gastos que totalizaron una importante suma de
contos de reis.6
      Consumada semejante indelicadeza, que evidentemente tuvo
visos de sacrílega estafa, el abogado de marras hizo su aparición
en otra ciudad del citado Estado brasileño: en Santa Ana do Livra-
mento. Allí, cumpliendo su invariable costumbre, hizo una visita
al Colegio de las Hermanas Teresianas quienes, en aquella época,
luchaban denodadamente en conseguir recursos para llevar ade-
lante la construcción del edificio asiento del Colegio, cuyas obras
estaban paralizadas por falta de numerario.
      Situación muy propicia para que inmediatamente el ilustre
visitante, con el gesto de gran señor que le era peculiar, expresara a
la Hermana Superiora que podía estar tranquila ya que el problema
aludido, que tanto afligía a la congregación, desde aquel momento
estaba resuelto. Sólo faltaba que le informara el monto total de lo
que necesitaban para la terminación del edificio. Bastaba que le
dijeran las cifras, aumentadas prudentemente para los imprevistos,
que él, al día siguiente o más tardar dos fechas después, donaría en
efectivo el dinero necesario para finiquitar la obra de referencia.
Para ello, sólo tendría que concurrir a la Sucursal del BROU en
Rivera y llenar los requisitos pertinentes.
      A la Hermana Superiora y demás compañeras, al oír pro-
mesa de tal magnitud, casi les da un soponcio. Pero prontamente
reaccionaron y, muy lúcidas por cierto, suplicaron al Dr. Turena

6	 Moneda brasileña.

                                 21
repitiera su promesa ya que, a ellas siervas de Dios, les parecía un
sueño milagroso. Y, por supuesto, el ofrecimiento fue ratificado.
       La donación, tan hermosamente promisoria para las Herma-
nas Teresianas, ese día las dejó extáticas y las indujo a quebrantar
la norma que les prohibía compartir la mesa con personas del
otro sexo.
      Entonces, Turena fue invitado a almorzar, -se nos ocurre un
menú extraordinario-, en el refectorio del citado colegio.
      Y fue tanta la alegría de las Hermanas que, cuando se hubo
retirado el visitante, la Superiora se comunicó telefónicamente con
el Párroco de la Iglesia de Rivera a quien participó tan maravillosa
novedad, agregando que estaba segura que todo era obra de Dios.
Sin lugar a dudas, el único capaz de realizar aquel milagro.
      Cuando el Presbítero, (se trataba del mismo que fue vícti-
ma cuando el reparto de víveres), oyó el nombre del mensajero
milagroso, se rió a carcajadas y explicó a la asombrada Superiora
quién era el personaje de la promesa y sus hazañas.
      Ocioso nos parece narrar, como finalizó el episodio de la
promesa a las Hermanas Teresianas. Qué otra cosa podría ocurrir
sino la desaparición de escena del egresado de la Sorbona que, una
vez más, desmintió en los hechos su fementida fe en los preceptos
de su Santa Madre Iglesia Apostólica Romana.
      Pero corren los días y los meses, no los años, ya que antes de
transcurrir las 365 jornadas del ciclo anual tenemos nuevamente
en Rivera al Dr. José Pedro Turena, con su prestancia de gran señor,
noble y arrogante, pronto a dispensar favores a quien quiera que
fuere, pues su estirpe de hidalgo católico, apostólico, romano, no
cae en las discriminaciones propias de los individuos plebeyos.
Coincide su llegada a la tierra sino prometida elegida, -desde lue-
go elegida- por nuestro personaje como fértil y propicia para sus
“prosopopéyicas” hazañas, con un certamen “gallináceo” que ha
despertado gran interés entre los granjeros de la zona.
      La avicultura de raza en el departamento norteño estaba poco
desarrollada, pero ello no impedía que la exposición y concurso

                                22
que se llevarían a cabo, dejara de atraer la atención de chacareros
y vecinos en general. También, como no, la presencia en el local
donde se realizaría el certamen (calles Dr. Ugón y F. Sánchez) del
inefable Dr. Turena.
      Terminada la exposición, dictaron sus fallos los jurados.
Otorgaron premios, accésit, menciones y, cumpliendo lo previa-
mente convenido con los expositores, procedieron a subastar las
aves.
      Entonces la tomó Turena. Allí estaba con su figura de pa-
triarca rasurado, y ademán pontificio, presto a emitir su opinión
terminante sobre cosas que no sabía pero, dicha de tal forma, que
amilanaba a los no doctos presentes y nadie le rebatía.
      Elogios y censuras, estas más que aquellos, dichas con engo-
lada voz producían un certero impacto entre los asistentes.
      No terminaba el rematador de pronunciar su elemental in-
troito y ya Turena hacía su oferta. Tan excesivamente alta que
nadie se atrevía a repujar. Tan generosas sus ofertas que rebasaban
las esperanzas más optimistas de los interesados, procediendo el
martillero, rápidamente, a bajar el mallet7 pues, con justa razón,
sabía que era imposible superar semejantes posturas.
      Y casi simultáneamente, podríamos decir ipso facto, aquel
caballero, más impetuoso y temerario pero mucho menos hidalgo
que el Señor de la Mancha, aunque tan pícaro y con menos sesos
que Sancho, procedía a obsequiar las gallinas, rematadas con tanta
prodigalidad, a cualquiera de los presentes -al que tuviera más
cerca- sin preferencia ni discriminaciones.
      Y subasta va y remate viene, lógicamente llegó el momento
en que todos los “plumíferos”, sin que se le escapara ningún lote,
fueron adquiridos y regalados por el personaje de marras. Quien
dejó contentos a todos: expositores, rematadores y, en mayor gra-
do, a los agraciados con obsequios tan sorpresivos como inespe-
rados. A estos últimos les duró la alegría por algún tiempo. Todo

7	 Martillo

                                23
lo contrario les ocurrió a los demás involucrados en el asunto,
cuya euforia fue muy efímera. ¿De qué forma podría prolongarse
su alegría, si al buscar al “benefactor” éste había desaparecido sin
pagar lo que había subastado?
       Ni aquel día, ni nunca más, se hizo ver entre los organizado-
res damnificados de la exposición de avicultura. No hubo, pues,
rendición de cuentas.
       Después de tan destacada performance, se ausentó de Rivera
por un lapso más o menos prolongado.
       Pero el hombre era “volvedor” y volvió nomás, para dedicar
todos sus bríos a la política, convirtiendo en cotidiana tribuna el
obelisco donado por la colonia italiana que, en aquella época, esta-
ba emplazado en el centro de la Plaza Río Branco, (posteriormen-
te fue trasladado a la Avenida Centenario esquina Lavalleja). Su
oratoria se desentendía de blancos, colorados, verdes o amarillos.
¡Qué esperanza! Eso era una minucia. Apuntaba y disparaba su
artillería pesada, contra la decena de pacíficos vecinos comunistas
que eran todo el contingente de don Eugenio Gómez, en aquella
época diputado y líder de las huestes marxistas-leninistas. En tan
loable tarea el hombre de la Sorbona entraba en trance y, como
un auténtico cruzado, combatía a muerte a los infieles sarracenos
del marxismo que, en pleno siglo XX, tenían la bárbara osadía
de atacar a la santa madre iglesia católica apostólica romana. Los
combatía sin dar ni pedir cuartel.
       En todos los mítines, por modestos e inofensivos que fue-
ran, organizados por el minúsculo grupo bolchevique de Rivera
aparecía el Dr. Turena, acompañado por unos cuantos vivos, y
mayor número de papanatas, dispuesto a provocar incidentes de
toda índole apoyado, lógicamente, por los guardianes del orden
público, apabullando, merced a esas ventajas, al reducido núcleo
de sus fieros contrincantes. ¡Heresiarcas, negadores de Dios y ene-
migos peligrosos de la sacrosanta patria!
       Tanto se acostumbró aquel pajarraco, salido hasta ahora no
sabemos de dónde, a esas pequeñas victorias, más que de plaza

                                24
pública de feria callejera, que se engolosinó de tal forma que, de-
jando de un lado a la gente de la tercera internacional, ahora la
emprendía noche a noche, utilizando el obelisco ya citado, contra
las autoridades comunales por el precio de la carne, cuyo mono-
polio de faena y venta ejercía el Concejo Departamental.
      Es tan viejo como el mundo que cuando se promueve un
movimiento contra los precios de los artículos de primera nece-
sidad, - y en nuestro país la carne fue y sigue siendo de primerí-
simo orden en la dieta popular-, basta que alguien publicite con
terquedad y porfía pertinaz todos los argumentos veraces y falaces
preconizando su rebaja para que, de todos los rincones, surjan
“entusiastas” adeptos de los cuales se arroga el liderazgo algún
vivo con fines electoreros o de los otros.
      Y así ocurrió con el Dr. Turena, triunfador, por amplio margen
sobre la “tremebunda y siniestra decena de los rojos”, -no de Avella-
neda8, sino de la hoz y el martillo-, inofensivos vecinos de Rivera.
      En nuestra ya larga existencia, jamás vimos semejante des-
borde de demagogia e inigualado alarde de histrionismo. Cen-
tenares de mujeres y hombres lo acompañaron en su furibunda
campaña, exigiendo abaratar el precio de la carne.
      Lo peor no fue que Turena no pagara los capones que faenó
y parte de los cuales entregó al pobrerío, (la parte del león se la
llevaron los vivos que lo rodeaban), lo tremendo, que lindaba con
lo canallesco, fue la esperanza de mejores días que hizo prender
en el corazón de aquella gente sencilla que, a pesar de su reiterada
hambre y de las mentiras también reiteradas que soportaba de
distintos caudillajes, aún tenía reservas espirituales para creer las
fementidas palabras de quien, por desequilibrio, aventurerismo
histriónico o perfidia, jugaba con ellos como marionetas.
      Hubo momentos en que el asunto tomaba un cariz grave,
preñado de sordas amenazas contra concejales y componentes de

8	 Por los colores del club de fútbol argentino Independiente que usa camisetas
rojas.

                                      25
la Asamblea Representativa9 a quienes imputaban el encarecimien-
to de la carne primero, por su incapacidad y segundo, por peores
pecados: por coimeros y ladrones. Calificativos dichos en la plaza
pública por el Dr. Turena que, indudablemente, se extralimitaba en
su oratoria “guerrera” y no medía las consecuencias que podrían
acarrear sus repetidas instigaciones.
       El clima se fue tornando muy tenso, en escala progresi-
va, y en el pueblo ya no se hablaba de otra cosa que del choque
que inevitablemente se produciría entre las huestes enardecidas
y las autoridades comunales. Cuando tal estado de cosas tomó un
volumen insospechado no se descartaba ni siquiera el atentado
personal a los jerarcas de la comuna y a los diputados departa-
mentales miembros de la Asamblea Representativa. No faltaron
los incidentes de menor cuantía, que presagiaban algo mucho más
grande. Sin descartar una asonada. Para ello no le faltaban ganas
a aquella turbamulta que, todos los días y a cada instante, se iba
envalentonando con las arengas del Dr. Turena. También él con-
tagiado por el virus que sembraba a diestra y siniestra.
       Hasta que llegó la noche en que la Asamblea Representativa,
en sesión extraordinaria, como único asunto del orden día, ana-
lizaría el problema del abastecimiento de la carne a la población.
Tratarían en esa sesión de esclarecer, exhaustivamente, todo lo
que tuviera relación con el monopolio municipal del abasto, tema
que se había tornado único comentario de la calle dejando, en
general, muy mal parada la reputación de los componentes de la
citada Corporación.
       Como era de esperar, el cuerpo comunal legislativo inició la
sesión con quórum máximo, gran expectativa y un público que
ocupaba totalmente la cuadra de las calle Sarandí entre Florencio
Sánchez y Rodó, donde hubo que cortar el tránsito de vehículos.
Capitaneando ese público, el Dr. Turena que lo arengaba con al-
tisonante estilo.

9	Órgano comunal similar a las actuales Juntas Departamentales.

                                    26
En aquel entonces no había parlantes que informaran, a los
que estaban fuera del local, la marcha de las deliberaciones y esto
más enardecía a la gente que ya estaba “madura” para desman-
darse. Tal cosa hubiera ocurrido, con consecuencias imprevistas,
cuando el Dr. Turena, con voz de mando, ordenó imperativamente:
“¡vamos!”, enderezando sus pasos hacia la puerta del local que
ocupaba la Asamblea Representativa. Detrás marcharon sus más
fervorosos hinchas. Pero ni el letrado de la Sorbona ni sus adeptos
habían tenido en cuenta que, formando una compacta barrera que
abarcaba todo el frente del edificio, en aquel momento objetivo
del “avance”, estaba la policía que comandaba el Comisario Jesús
Vieira da Cunha, funcionario que a su corrección sumaba un valor
personal a toda prueba.
      El Dr. Turena no obstante su aparente desequilibrio, -siem-
pre entre un plato con milanesas y otro con alambre de púas,
seguro optaba por las milanesas-, pudo pensar y pensó, en el corto
trayecto que lo separaba de la policía, que si no deponía sus des-
plantes belicosos le iba a ir muy mal. Con decisión ultra-rápida se
detuvo y volviendo la cara a sus huestes les ordenó: “¡a la plaza!”.
      Fue pues, una sola frase: “Vamos a la plaza”. Así terminó aquel
episodio que comenzó marcialmente y remató en una bufonada.
Aquella noche, los moradores de Rivera, casi unánimemente, rie-
ron y rieron a mandíbula batiente.
       Era de esperar que Turena se llamara a sosiego después de
aquel amargo trance que hubiera amilanado al de más agallas. Pero
nuestro personaje era de una pertinacia a prueba de proyectiles de
cañón. En su fallida aventura de tomar por asalto el local de la Asam-
blea Representativa, perdió muchos admiradores. Algunos que le
rodeaban de buena fe y, también, una gran mayoría de logreros10. No
obstante, él, egresado de la prestigiosa Universidad de la Sorbona,
sólo hizo un lapso muy corto a sus andanzas. Mientras tanto no
dejaba de pasear por las calles de la ciudad su gallarda figura, llena

10	 Avivados, oportunistas.

                                 27
de señorial prestancia, no oyendo y si oía no atendía, las chanzas
de los infaltables irreverentes. Burlas que, lógicamente, se merecía.
      No podía durar mucho la inactividad del Dr. Turena. Su
inagotable dinamismo sainetero tenia que explotar de alguna
forma. Sólo esperaba que se presentara una nueva oportunidad,
para poner en marcha su insoportable genio. Y llegó el día que tan
ansiosamente esperaba. Lo que no esperaba era la contundencia
con la que lo iban a golpear.
      La incidencia ocurrió con marcados ribetes de humor negro.
Fue, sin lugar, a dudas un gran mazaso recibido por el Dr. Turena
en pleno “testuz”.
      A fines de 1932, o principios de 1933, había llegado a Rivera
en gira política el Consejero Nacional de Gobierno, Dr. Baltasar
Brum. Ocioso y redundante sería detenernos, aunque fuera bre-
vemente, en trazar la biografía de Brum, cuya personalidad, con
justicia, recogió la historia.
      Sus admiradores y otros que no lo eran, pero reconocían sus
quilates, se dieron cita en la plaza pública para oír la palabra del
Dr. Brum. Inconfundible era el estilo oratorio del ex-Presidente de
la República, ahora Consejero Nacional de Gobierno. Era sobrio,
elocuente y profundo.
      Entre el numeroso auditorio no podía estar ausente el Dr.
Turena y cuando el Dr. Brum puso punto final a su discurso y se
disponía a retirarse, el letrado de la Sorbona, que no podía dejar
pasar tan propicia oportunidad para dejarse oír, prácticamente
tomó por asalto la tribuna y, a grito pelado exhortó al Dr. Brum
a que le prestara oídos.
      A las muchas virtudes que conformaban la recia figura de
aquel preclaro ciudadano que fue el Dr. Brum, se sumaba una
gentil tolerancia para quienes no compartían sus ideas políticas,
sus credos religiosos o filosóficos. No se retiró, pese a que nada le
obligaba a escuchar y “sufrir la perorata” del Dr. Turena.
       Se mantuvo a pie firme mientras el docto, sabio y erudito
“modelado” en la Sorbona, empezó su archiconsabido blá, blá…,

                                 28
con su fervorosa adhesión a la Santa Madre Iglesia Apostólica
Romana y su entrañable amor a Dios. Amor y temor; amor que le
impelía ser piadoso y generoso a manos llenas para, de tal forma,
salvar su alma del infierno y temor de no ser lo suficientemente
merecedor de ganar el paraíso, pues siempre le parecía que se
quedaba corto en sus múltiples acciones de caridad. Luego dejó
el cielo y el infierno, para proseguir con su acendrado patriotismo
no igualado y, mucho menos, superado por algún compatriota.
Su inigualada veneración por los próceres de la independencia,
así como su idolatría por el himno, la bandera y el escudo de
la patria, a los que reverenciaba constantemente, rematando su
chauvinismo con un panegírico al lema del escudo chileno: “Por
la razón o la fuerza”.
       Claro está que fue mucho más extensa la locuacidad paqui-
dérmica del Dr. Turena, que se nos tornó monótona y fatua para
seguirla sin que nos fatigara. No ocurrió lo mismo con el Dr. Brum
quien, con verdadera abnegación, no sólo escuchó sino que, al
terminar el Dr. Turena su catártico y espeso discurso, el Consejero
Nacional retornó a la tribuna, suponemos para no desairar a su
colega doctorado en la Francia de los Luises, Versalles y Trianón,
imperio del lujo, la pompa, la desaprensión, y el summun de las
pasiones tremendamente desbordadas
       El Dr. Brum era dueño de una incuestionable fineza de es-
píritu y jamás subestimó a ninguna persona, por encumbrada o
modesta que fuera, condición que hizo que rebatiera con tranquila
serenidad las paparruchas que el Dr. Turena no tuvo empacho en
emitir. Quizás, con la ilusoria esperanza de enmudecer a aquella
extraordinaria figura tallada en fulgente granito y a quién el bronce
perenne ya estaba reclamando para la inmortalidad.
       Lamentablemente no existe una versión taquigráfica de las
palabras de Brum. Recordamos su réplica contundente porque fue
la última vez que le vimos y oímos hablar en una tribuna.
       Más o menos el Dr. Brum expresó (con una elocuencia que
no somos capaces de traducir) lo siguiente: “…que en su casi medio

                                 29
siglo de vida, no recordaba haber hecho ningún bien de relevancia,
así como ningún mal premeditado e irreparable. Pero aseguraba
que si algún bien tuvo oportunidad de llevar a cabo, lo hizo por
el bien mismo, sin esperar recompensa de clase alguna, ni por
parte de quien había beneficiado ni calculando ganar el paraíso,
en el cual no creía, como tampoco temía ir al infierno castigado
por haber inferido el mal impremeditadamente. Tales premios y
sanciones divinas le tenían, pues, sin cuidado y tranquila estaba
su conciencia. Quería a su patria y reverenciaba a sus próceres,
como cualquier uruguayo, pero sin caer en los extremos de creer-
la mejor que otras “patrias”, sin subestimarla ni sobreestimarla.
Oía con el respeto debido al Himno Nacional y con igual respeto
valoraba la bandera y el escudo, pero comprendía y justificaba
que compatriotas con hambre, desamparados por el Estado, sin
ningún apoyo de los económicamente poderosos, concretando: los
infelices, los desposeídos de pan, techo, ropa, los que nada tenían
y carecían de todo, no podían conmoverse al escuchar la suprema
canción de la patria y lógico era que para ellos no tuvieran ningún
significado los símbolos que encarnaban la bandera y el escudo.
Con referencia al lema del escudo chileno: “Por la razón o por
la fuerza”, estaría siempre y en cualquier circunstancia, buena o
mala, con la razón. Podría la razón ser pisoteada, avasallada, es-
carnecida, negada, vilipendiada, eclipsada, todo ese daño inferido
precisamente por la fuerza. Tal desgracia sólo duraría un lapso
más o menos prolongado, pero no tan largo que, para siempre,
impidiera su resurgimiento con mayor vigor, con una pujanza
incontenible, que derrotaría a la fuerza. Mientras que la fuerza sólo
tendría efímeras victorias, perecederas, hasta que finalmente sería
destrozada y aniquilada por la razón. Su lema personal e íntimo
y que anhelaba fuera el de todos los orientales, era “Por la fuerza
de la razón”. “Distinguido colega Dr. Turena, así pienso y esa será
mi posición inconmovible. Jamás transaré con la fuerza y contra
ella lucharé hasta el último instante de mi existencia.”


                                 30
No fueron éstas exactamente sus palabras. Las suyas tenían
la incuestionable jerarquía explícita de aquel hombre excepcional
y héroe civil, que fue Baltasar Brum. Su hidalguía, superando la
fatiga, le permitió, antes de dejar la tribuna saludar cordialmente
a quien había promovido con su impertinencia la polémica en la
Plaza Río Branco de la ciudad de Rivera.
       El Dr. Turena intentó, histriónicamente, proseguir el debate
pero el Dr. Brum se alejó modesta y majestuosamente, (aunque
parezca una paradoja), recibiendo una cerrada ovación.
      Al día siguiente, el jurisconsulto de la Sorbona se ausentó de
Rivera, a la que nunca más volvió. Nadie lamentó su alejamiento.




                                31
Certificado de “valor probado”


      Muchos países entre los cuales, en primer término, las con-
sideradas grandes y civilizadas potencias, tienen la arraigada y
secular institución de las condecoraciones. Materializadas en
cruces, medallas veneras y otras pomposas insignias de bronce o
hierro, revestidas de oro y plata, algunas engastadas con piedras
preciosas, inclusive brillantes.
      Cuanto afán, nerviosismo, insomnio, nos imaginamos pade-
cerá más de uno para que le cuelguen en la solapa o le “enhebren”
en el cuello, una de esas ostentosas expresiones de vanagloria.
      Entendemos que tal institución, nacida en imperios y mo-
narquías, es incompatible con el ideario republicano aunque haya,
desde luego, repúblicas que las practiquen y hasta mandatarios
(evidentemente sin firmes convicciones republicanas), que acep-
tan y se enorgullecen de ser condecorados. Tal lo ocurrido con
más de un compatriota nuestro, entre los cuales quien, además
de ser gobernante de una república democrática, integra un par-
tido popular y que, en reciente data, no tuvo empacho en recibir
una condecoración otorgada, nada menos que, por el sangriento
dictador guaraní.11
      También están los que toman la cosa “pa´ la butifarra”, como
el reciente caso de los “Beatles” al ser condecorados por la reina de
Inglaterra. Y sino vean; según la agencia UPI, en noticia publicada
por los diarios de Montevideo el 24 de marzo de 1970, ocurrió lo
siguiente: “Marihuana antes de la condecoración. París 23, (UPI).
El “Beatle” John Lennon dijo en el curso de una entrevista, publi-
cada hoy aquí, que él y otros miembros de ese conjunto musical
fumaron marihuana en un lavatorio del Palacio Buckingham antes

11	 Gral. Alfredo Stroessner. Dictador paraguayo desde 1954 hasta 1973. Derro-
cado se asiló en Brasil

                                     32
de ser condecorados por la reina Isabel. Lennon fue preguntado
por un cronista del semanario francés “L’Express” si había tomado
en serio el honor y si se sintió impresionado. Según la publicación,
Lennon dijo que interpretó todo el caso “como algo jocoso”.
      Obvio sería, entonces, establecer nuestra discrepancia con
este asunto no sólo por su origen sino, también, porque no siempre
los condecorados son merecedores de ello. Para este sentimien-
to nuestro, republicano y demócrata, en nada han pesado otras
opiniones, entre las cuales, por ejemplo, la difundida cuarteta
epigramática:

     “En tiempos de las bárbaras naciones,
     colgaban de la cruz a los ladrones,
     Y en el siglo que llaman de las luces
     del pecho de ladrones cuelgan cruces”.

     Ni tampoco la interrogación de la poetisa italiana del siglo
pasado, Herminia Fua-Fusinato:

     “¿Por qué al hombre más torpe y majadero
     le conceden la cruz de caballero?”

      Quizás sí hayan influido las opiniones de algunos intelectua-
les sobre el fenómeno de las condecoraciones que creemos vienen
al caso y transcribimos a continuación.
      Por ejemplo: Octavio Mirbeau, humorista francés (1848-
1917), en su cuento “Escrúpulos”, escribe que un ladrón, al narrar
su autobiografía expresa: “Pertenezco a un círculo aristocrático,
tengo muy buenas relaciones y el gobierno recientemente me ha
condecorado”.
      El novelista, poeta y dramaturgo español, Don Ramón del
Valle Inclán (1870-1936), en su novela “Tirano Banderas”, biogra-
fiando a un embajador homosexual, dice: “Don Mariano Isabel
Cristino Queralt y Roca de Togores, Ministro Plenipotenciario

                                33
de su Majestad Católica en Santa Fé de Tierra Firme, Barón de
Benicarlés y Caballero Maestrante, condecorado con más “lilailas
que borrico cañí…”.12
       Otro celebrado novelista francés, Roger Peyrefitte, en su libro
“Los Judíos”, a propósito de condecoraciones, sostiene que “…
durante el sitio de Plevna, una bomba de tiempo cayó cerca del
general Skobeleff y un soldado saltó y la arrojó al albañal.” “-Me
has salvado”, le dijo el general. -¿Como te llamas? -Moise ben Lévy!
-¿Qué prefieres, cien rublos o la Cruz de San Jorge? -¿Qué vale
la Cruz de San Jorge? -¡Oh! cuatro o cinco rublos, pero confiere
honor. -Pues bien, que vuestra excelencia me de noventa y cinco
rublos y la Cruz de San Jorge”.
       Jorge Amado, consagrado novelista brasileño, en su novela
“Los viejos marineros”, cuyo protagonista central es el Comandan-
te Vasco Moscoso de Aragón, Capitáo de longo curso 13, hablando
de este singular personaje que se graduó de Capitán de la marina
mercante sin haber navegado nunca, título que obtuvo mediante
un examen ficticio, expresa: “El Capitán de Puertos Comandante
George Dias Nadreau, aproximóse y saludándole le dijo: -Usted
está perfecto, el propio Vasco da Gama sentiría envidia si lo viese.
Falta apenas una cosa para completar toda una prosapia. -¿Qué?
Se alarmó Vasco. -Una condecoración, m´hijo. Una bella conde-
coración. -¿No soy militar ni político, donde conseguirla? -Con-
seguiremos… Sólo te costará unos cobres. ¡Pero vale la pena!´”
       “El Dr. Gerónimo de Paiva, Jefe de Gabinete de la Gober-
nación, se encargó de las negociaciones con el Cónsul portugués,
dueño de una pastelería en la Plaza Municipal, para así hacerle
sentir el interés del Gobierno en aquella honra a conferir al Co-
mandante Vasco Moscoso de Aragón. -¿Pero se trata de Aragon-
sito, de la firma Moscoso & Cía., al pie de la Subida a la Montaña?
-Pues es el mismo, sí señor. Solamente que ahora él es Comandante

12	 En dialecto: “…astucias o tretas de borricos gitanos”.
13	 Del portugués: Capitán de extensa ruta.

                                       34
de la Marina Mercante. -No sabía que se hubiese embarcado…
-No se embarcó, pero se presentó al concurso que exige la ley.
-Pues conocí mucho al abuelo, un portugués derecho, un hombre
de bien. ¿Y por qué su Augusta Majestad condecorará al nieto?
Gerónimo golpeó la ceniza del habano y alargó el ojo cínico. -Por
sus relevantes hechos marítimos. -¿Marítimos? Que yo sepa, ni
siquiera se embarcó… -No embrome “seu” Fernandes, el hombre
paga. Su augusta y arruinada Majestad condecora a nuestro buen
Aragonsito. ¿Qué diablos quiere usted aún discutir? Invente los
motivos, arregle lo encomendado por unos ricos contos de réis…
Y si otro pretexto no hubiere, recuerde que él se llama Vasco y Co-
mandante, nieto de portugueses, casi pariente del Almirante Vasco
da Gama.” Así sellóse definitivamente la gloria del Comandante
Vasco Moscoso de Aragón cuando, después de algunos meses y
el pago adelantado de cinco contos, su Majestad Don Carlos I,
Rey de Portugal y Algarves, le otorgó el grado de Caballero de la
Orden de Cristo, (de una antigüedad de 700 años, llegada de la
época de las Cruzadas), “por su notable contribución a la apertura
de nuevas rutas marítimas”.
      “Con medalla y collar. ¡Cosa de ver!”.
      Ernest Hemingway, durante la guerra civil española, en-
tre sus crónicas escribió “Los italianos en la guerra”, de la que
transcribimos un breve pasaje que dice: “No hay nada más que
conocer al Mussolini de antes de subir al poder y de hacerse su
leyenda. Saber que no fue ningún jabato 14 en la guerra; que no
fue condecorado ni una sola vez, en un frente donde se solía
condecorar a un soldado por el simple hecho de atacar cuando se
ordenaba un ataque…”.
      Sobre el tema nos llegó, hace unos días, “Uno de tantos, no-
vela de un fracasado”, un libro del Dr. Aldo L. Ciasullo, aboga-
do, diplomático y político, quien conoce en detalles los recursos
apelados por casi todos los embajadores, fuere el país que fuere,

14	 Grosero, soez, inculto.

                                35
para lograr una condecoración. Sobre ello escribe Ciasullo: “…los
Embajadores que lucen tantas condecoraciones, cintas y medallas,
tanto collarín y banda, que deben ponérselas por turno al no haber
sitio donde colgarlas. Condecoraciones que han conseguido con
leves insinuaciones y frecuentes comidas…”.
       Tal vez, en todo esto, lo que hay son hombres cargados de
complejos de inferioridad, pensamos nosotros.
      Nuestro país, en buena hora, no otorga condecoraciones.
Quizás al no ser una gran potencia, porque es subdesarrollado
o en vías de desarrollo, por no haber alcanzado la “civilización”
requerida para tales homenajes o por mantener un remanente de
la dignidad de los hombres de la Patria Vieja.
      Hasta la primera década del siglo pasado, teníamos otras
condecoraciones. Que no se colgaban en las solapas ni se osten-
taban públicamente.
      Veámoslo. Había llegado el verano a Rivera y si bien enero
venía soleado y caluroso, había sido precedido por un diciembre
frío y ventoso que obligó a los riverenses a enfundarse en sobre-
todos, ponchos y otras prendas invernales aunque se vieron “va-
lientes” que, en mangas de camisas o con livianas ropas de brin,
desafiaron las sudestadas. Los meteorólogos aficionados, doctos
en fenómenos atmosféricos, no pudieron explicar el origen de las
anormalidades que hicieron descender la columna mercurial a 10
o 15 grados durante treinta días.
      Pero ahora, en pleno enero, la temperatura era la de la es-
tación. Los gorriones, habitantes sin apremios de desalojos o
lanzamientos, volaban de plátano en plátano, que en esos años
ornamentaban la calle Sarandí, y arreciaban con sus trinos ru-
tinarios y monótonos que, por viejos y oídos, no concitaban la
atención de nadie.
      El calor superaba los 30 grados. Una mañana, alrededor de la
hora 7 y 30, ingresó a la Administración de Rentas -en la actualidad
una Sucursal de la Dirección Gral. Impositiva-, el Teniente (R)
Nacianceno Frós. Iba a pagar un impuesto, quizás la contribución

                                36
inmobiliaria. Fue atendido por el funcionario J. Rodríguez y sin
que sepamos el por qué, (quizás la fatiga de una noche desvela-
da por el calor que afectaba a ambos o el excesivo aumento del
impuesto a pagar) se generó una polémica entre el recaudador
y el contribuyente. La discusión fue subiendo de tono hasta que
el funcionario desafió al Tnte. (R) Frós a salir a pelear a la calle.
      Pero entonces el desafiado respondió con una larga, insólita
e inesperada afirmación: “Conmigo no pelea cualquiera. Tampoco
aquel que se le ocurra “meter pechera” haciendo alarde de un co-
raje que puede o no tener pero que, hasta ahora, nadie le conoce.
Para pelear conmigo, oígame bien, tiene que poseer un certificado
de valor probado”.
      -“¡Qué certificado, ni que valor probado, ni que niños en-
vueltos; vos vas probar tu valor ahora!”, gritó el funcionario. Don
Nacianceno lo miró fijo, se ajustó la golilla colorada y, sin levantar
la voz, respondió: –“¡Claro que lo voy a probar, con un documento
fehaciente y no con baladronadas!” Salió de la oficina yendo hasta
su caballo que estaba atado a la rama de un paraíso y sacando un
papel de la montura lo alcanzó a su contrincante diciéndole: “¡Lea,
y lea en voz alta!”. Rodríguez miró el papel sellado, amarillento
por los años y, con ojos muy grandes, empezó a leer:

      “El Ministro de Guerra y Marina que suscribe, CERTIFICA:
que el Sargento del Regimiento de Caballería Nº 3, don Nacianceno
Fros, probó su valor en forma indubitable, con ejemplar compor-
tamiento, durante todo el transcurso de la Batalla de Masoller,
acción librada el día 1º del cte. mes, en el paraje del mismo nom-
bre, donde fueron derrotadas las fuerzas subversivas que hicieron
abandono del campo cruzando la frontera rumbo al Brasil. A todos
sus efectos, extendemos el presente, en Montevideo, a los treinta
días del mes de setiembre de mil novecientos cuatro.- (Fdo.) Gral.
Eduardo Vázquez, Ministro”.



                                 37
El airado funcionario sacudió la cabeza y, amagando una
sonrisa, devolvió el certificado a su dueño diciéndole: -“Sírvase y
disculpe. ¡Fue el calor!”.
      La polémica y su desenlace se incorporaron al anecdotario
riverense. Pero estamos seguros, además, que Don Nacianceno
Fros jamás cambiaría la sobria condecoración del certificado por
alguna de las que, “gratuitamente”, se otorgan por servicios presta-
dos a hombres de empresas, diplomáticos, embajadores, cónsules
o militares, recargadas de filigranas de oro o plata que se llevan
en las solapas de chaquetas o sacos y centellean bajo las luces de
los salones de organismos internacionales, cancillerías o casas de
gobierno.
      Pasados los años, una calle de Rivera lleva su nombre.




                                38
Una serenata disonante


       Allá por 1925 y pico, cuando recién habíamos cumplido
quince años, -deberíamos decir hoy con el excelso nicaragüense
Félix Rubén García Sarmiento15: “Juventud, divino tesoro, ya te
vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin
querer”-, visitábamos todos los días la “residencia” de Evergisto
Acosta, en la esquina de las calles Monseñor Vera y Uruguay. Allí
recibimos el espaldarazo de “hombres”, exigencia “sine qua non”
del dueño de casa para ser admitidos en la misma.
       Como no había nada parecido a una tizona para la ceremonia
de ingreso o iniciación, el Negro Acosta cumplió la misma con
un escobazo suave sobre nuestra espalda. Fue un momento de
intensa emotividad, rubricada con una oración de gran vuelo lírico
pronunciada por nuestro padrino. Otro tanto ocurrió con Fidelis
Cavalheiro (Nenito) y Osvaldo Catalogne (Ferruja).
       A las tertulias de la mansión de Monseñor Vera y Uruguay,
también eran habitués Armando Oriol, Dieguito Espinosa, José
Ghemí (El Peje), Omar Freire, el Gaucho Acosta, Belito Vieira da
Cunha, el minuano Chiribao (cantor en descenso), el rochense
Angel de los Santos (ex-sargento de caballería, descendiente de
Francisco de los Santos, el famoso chasque, cuyo nombre reco-
gió la historia de nuestra Independencia), el “doctor” Francisco
Pachiarotti, el brasilero Cabellito (tuerto y revolucionario voca-
cional), su primo Benjamín Cabello y otras relevantes figuras de
la juventud riverense.
       Cuando se barrían las piezas, y se procedía a cumplir con
otros elementales preceptos de limpieza, era porque se esperaba
la visita de alguna dama que podría ser Celina, Marina o Etelvina.


15	 Nombres y apellidos legales del poeta Rubén Darío.

                                     39
Mate amargo a toda hora; tortas fritas cuando llovía; guitarra
y cantos todos los días y todas las noches. Naipes, siempre. En
noches propicias, serenatas por extensas zonas urbanas y subur-
banas de Rivera.
      Belito Cunha, con su empecinada inquietud, se había pro-
puesto aprender a tocar el pistón (corneta de llaves) y consiguió en
el Municipio que le prestaran no sólo ese instrumento musical de
viento sino, también, algunos otros entre los cuales: un trombón
(de varas), un helicón (bajo), etc, que pertenecieron a la desapare-
cida Banda Municipal y que estaban arrumbados en el Corralón.
      Convenció a Dieguito Espinosa,-que no tenía oído ni para
cantar el arroz con leche (ojo: reproducimos, no plagiamos), que
aprendiera a tocar el bajo. Todas las tardes Dieguito soplaba, emi-
tiendo un infernal ruido, aquel aparato grandote16. Insistía con
“sacar” el tango “Viejo Rincón” y le pedía al Peje Ghemí, que algo
se defendía, le cantara la letra; una ayuda inútil por supuesto.
      Una noche que estaba transcurriendo bastante aburrida,
resolvimos con el Peje y Dieguito salir de serenatas. No estaban
presentes ninguno de los amigos capaces de “rascar” una guitarra,
pero ello no nos arredró. Para eso estaba Dieguito con su bajo, bri-
llante después de largas frotaciones con franelas y líquido pulidor.
Acompañaría al Peje, que no sabía la letra de “Quemá esas cartas”,
en boga entonces, pero quería aprenderla. Para eso la tenía escrita.
      Saldríamos a las 20:30. Dieguito llevaría el helicón, el Peje
cantaría y yo portaría un farol, imprescindible pues, aunque UTE
no contribuía todavía a la oscuridad de las calles del pueblo, era
necesario alumbrar el trayecto que seguiríamos.
      Debemos confesar, con cierto tardío rubor, que nuestras se-
renatas aunque románticas, en esencia tenían un trasfondo ma-
terialista como se verá más adelante, diferenciándose, en muchos
matices, de las serenatas que narra Rubén Darío en su cuento “La
larva” donde escribe: “…algunas veces se oían ecos de músicas

16	 Instrumento musical de aire, de forma circular y gran tamaño.

                                     40
Con Martín Echevarría, Manue-
                                      lito Gil y Juan Scaraffuni, listos
                                      para salir a una serenata. Lezama,
                                      de pie, es el 2º desde la izquierda.


o cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y ro-
manzas que decían, acompañadas con la guitarra, las ternezas
románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra
sola y el novio cantor, hasta el cuarteto, un piano y aún orquesta
completa, que tal o cual señorito adinerado hacía sonar bajo las
ventanas de la dama de sus deseos. Yo tenía quince años, un ansia
grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicio-
naba era salir a la calle con la gente de una de esas serenatas”. “Un
día supe que por la noche habría una serenata. Más aún, uno de
mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta cuyos encantos
pintaba con las más tentadoras palabras”. “Logré salir a la calle, en
momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de
violines, flautas y violoncelos. Me consideraba un hombre. Guiado
por la melodía, llegué pronto al punto donde se daba la serenata.
Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza
y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero
“A la luz de la pálida luna” y luego “Recuerdas cuando la aurora…”.

                                 41
Así describe Darío las serenatas de Metapa, su ciudad natal,
que se parecían muy poco, como afirmé antes, a la que estábamos
abocados aquella lejana noche en nuestros pagos fronterizos.
      En nuestro evento carecíamos de guitarras, violines, flautas,
violoncelos y hasta de cantores. Sólo contábamos con el helicón, es
decir con el descomunal bajo manejado por la inexperiente mano
y la ausencia de mofletes y oído musical de Espinosa y, en el rol
de cantor, de “poco posibles”, el Peje, que ni siquiera había podido
memorizar su obsesiva “Quemá esas cartas”.
      Y con esos magros recursos nos lanzamos a la calle, pala-
deando a priori el cercano éxito.
      El primer homenajeado fue Isidro González, instalado con
un almacén de ramos generales en la esquina de Fructuoso Rive-
ra y Monseñor Vera. Fijamos el lugar y a quien ofreceríamos la
serenata, sabiendo que el agradecimiento de Isidro aparejaría el
obsequio de, por lo menos, una botella de caña que serviría para
estimularnos en nuestra romántica empresa.
      Y bien, iba a iniciarse la serenata y Dieguito se creyó obli-
gado a afinar su instrumento. Aspirando todo el aire que podría
caber en sus pulmones, soltó la primera nota… ¿nota? ¡ Otra que
nota! Fue un bufido que, creemos, hizo trepidar las paredes de
las casas vecinas.
      Empezó entonces la serenata. El Peje Ghemi hechó mano
al papel con la letra de “Quemá esas cartas”; Dieguito se puso a
soplar con decisión su helicón, mientras nosotros, modestamente,
levantando el farol alumbrábamos el papel con el texto del tango.
En algún momento, distraídos, movíamos el farol, obligando al
cantor a trabucar los versos: “Quemá esas cartas donde he grabado/
solo y enfermo mi desgracia atroz/ que nadie sepa que te quiero
tanto/ que nadie sepa que muriendo estoy.”
      “Afirmado a los pedales”, como dicen los muchachos, el Peje
repetía el final de la siempre vigente canción de Juan Pedro López,
mientras Dieguito, briosamente, soplaba y soplaba el bajo.


                                42
En el momento en que el Peje bisaba, otra vez, “que nadie
sepa que muriendo estoy”, por una ventana asomó la cabeza del
dueño de casa quien, con voz tronante y ademán amenazador,
nos gritó: “van a morir sí, pero a patadas si no se mandan mudar
enseguida!”. Uno de nosotros retrucó: “si no contribuís con una
botella de caña a esta “turné”, que recién largamos, haciéndote el
honor de ser el primero a quien dedicamos nuestra serenata, el
Peje vuelve a cantar hasta que amanezca”.
      El homenajeado cambió de tono y, de la amenaza, pasó al
ruego: “Les doy la caña pero, por favor muchachos, terminen con
ese bochinche”.
      Pasamos por alto lo de bochinche y, previo recibo de la botella
de caña, transamos. Allí nomás quemamos las naves como Cortés,
(en nuestro caso las cartas de Juan Pedro López que, al fin y cabo,
era lo que él suplicaba), y en forma fraternal y equitativa empeza-
mos a paladear el viejo, pero siempre eficaz, ahogador de penas.
      A partir de esto, y para siempre, se acabaron nuestras sere-
natas.




                                 43
Lentes y bigotes


      Donde actualmente está el Cine Astral, (Sarandi casi Floren-
cio Sánchez), estuvo el Club Artigas, una entidad social de efímera
vida. Una noche se llevaba a cabo en el citado club, una asamblea
general muy concurrida y no menos borrascosa. Hacía pocos días
se había realizado una kermesse benéfica y se rumoreaba que un
directivo, que actuó en dicho acontecimiento con funciones de
tesorero, no había rendido cuenta del líquido obtenido que sería
una considerable suma de pesos.
      El debate acalorado, se tornaba de gran violencia sin que los
socios más moderados consiguieran aplacar los ánimos. Entonces
pidió la palabra don Juan Garay. Este era solamente tocayo del
que realizó la segunda fundación de Buenos Aires y a quien no le
unía ningún parentesco. La falta de ascendencia prócer, aunque
él era proceroso, estaba compensada en nuestro Garay, por su
cotidiano buen humor y su invariable cordialidad. Condiciones
por las que cosechaba abundante y afectuosa amistad. Otras bellas
prendas espirituales poseía, sobresaliendo su fervor patriótico y
su constante veneración a los héroes de nuestra independencia.
Artigas, Lavalleja, Rivera, sin omitir a Oribe (don Juan jugaba
con la casaca blanca del equipo del Cerrito), eran recordados y
exaltados diariamente y con cualquier pretexto. Por ello, su soli-
citud para hablar produjo expectativa y hasta suspenso entre los
asambleístas.
      “Señoras y señores, estimados consocios”, fueron sus prime-
ras palabras. “Sigo atento el debate que viene desarrollándose y
confieso que estoy alarmado, casi consternado, por la agresividad
de los interventores. No justifico de manera alguna las ofensas
que, no obstante veladas, se están infiriendo mutuamente. Por
eso los exhorto, por los intereses impersonales de nuestra institu-
ción, a que reflexionen antes de seguir el peligroso rumbo que han

                                44
En una despedida de soltero en el Club “Artigas”. Lezama es el 3º, desde la izquierda, de
pie, en la 2ª fila.




tomado. Pido que sigan el ejemplo… (aquí, como no podía ser de
otra manera, asomó el entrañable sentimiento patriótico, fervoroso
e irreversible de don Juan Garay), ejemplo sí, mis amigos, del héroe
máximo, el General Artigas”. A esta altura el orador se vuelve de
espaldas y poniéndose de frente a una biblioteca de poca altura,
agita el índice señalando el retrato del vencedor de Las Piedras que,
colocado encima del mueble, ornamentaba el salón de actos. Luego
prosiguió:”Repito, tomen ejemplo de este caballero sin miedo y
sin tacha!”. Pese a haber mezclado en sus recuerdos a Artigas y
al francés Pedro de Terrail, Señor de Bayardo, inconsciente de su
metida de pata, don Juan, sin dejar de hablar, volvió a ponerse de
frente a los asambleístas, continuando su exhortación, encendida,
vibrante y llena de santas intenciones.
      Fue el instante propicio que aprovechó Juan Vico, presto
siempre a alguna travesura, para sustituir el retrato de Artigas por
uno de Rodó, intuyendo acertadamente que Garay volvería “a la
carga” y señalaría el retrato con su índice reverente para el patriar-
ca, pero admonitorio para sus consocios. Cuando en efecto tal cosa
sucedió, el asombro se reflejó en su rostro que, de intensa palidez,
pasó a un rojo violento y estallando en ira, gritó su inolvidable

                                           45
pregunta: “¿Pero se puede saber quién fue el sinvergüenza, el ca-
nalla traidor que le puso lentes y bigotes a Artigas?”.
       Sillas que caen, asambleístas que acompañando sus asientos
también ruedan por el piso, que se incorporan rápidamente, que
avanzan y retroceden pechándose, otra vez cayéndose y levantán-
dose, un vocerío babilónico, todos preguntan, nadie se entiende,
interrogan en vano sobre lo ocurrido, unos rien a carcajadas al
borde de las lágrimas, nadie sabe nada, mientras Don Juan se
desgañita impotente, queriendo explicar el ultraje y la profanación
hecha al inmortal Artigas.
       La loable arenga de don Juan Garay sólo consiguió una breve
tregua, quebrada por la irreverencia juvenil de su tocayo Juan Vico.
El dinero de la kermesse no apareció.
       Poco tiempo después se extinguió la corta existencia del Club
Artigas. Acontecimiento doloroso para muchos, pero en forma
especial para aquel buen vecino, buen amigo, buen patriota que
fue don Juan Garay, quien en la memorable asamblea que hemos
contado, pudo también haber repetido otra de sus lapidarias frases:
       “Nunca jamás, como dijo aquél, no recuerdo, quizás, tal vez,
puede ser, no sé, dijo él, no permito de manera alguna que nadie
le falte el respeto al padre de los orientales”.




                                46
Juan Barullo


      Hasta la derrota del movimiento revolucionario de 1904, de
acuerdo con el pacto de Nico Pérez17, fue Rivera uno de los seis
departamentos en que el Jefe Político y la Policía a sus órdenes,
pertenecían al Partido Blanco.
      En aquella época vivió Juan Barullo. Quizás y sin quizás,
el personaje típico más pintoresco de toda la historia de nuestro
departamento.
      No tuvimos el gusto de conocerle, ya que murió cuando con-
tábamos muy pocos años de edad.
      Lejos estaba aún de tener Rivera aguas corrientes y servicios
sanitarios, cuyas tuberías, etc, recién empezaron a ser instaladas
en 1931.
      Cabe señalar, que la primera barométrica llegó a Rivera allá
por 1911. Hasta entonces era muy importante, y suponemos bien
remunerado -(a pesar de que no había leyes que ampararan a los
trabajadores dedicados a tareas insalubres, ni laudos ni convenios
colectivos)-, el oficio de limpiador de pozos negros, sin eufemis-
mos: water closet, letrinas, excusados o retretes.
      Juan Barullo fue el ejemplar más eficiente de ese gremio.
      Posiblemente por su ocupación, después de trabajar toda
la noche dormía por la mañana y al llegar los atardeceres la
“sbornia”18 le acompañaba indefectiblemente. No era la sbornia
de vino que pone alegre y hace cantar a los itálicos, sino la de

17	 El 1º de marzo de 1903 asumió la Presidencia de la República, José Batlle y
Ordoñez. El 16 de Marzo se produce el levantamiento de Aparicio Saravia que
dió lugar al Pacto de Nico Pérez, firmado el 22 de ese mismo mes. Pero la paz
duró poco. El 1ºde enero de 1904 los blancos comienzan sus movilizaciones.
Estalla la revolución . El 10 de setiembre de 1904, muere Aparicio Saravia herido
en Masoller.
18	 Del italiano: borrachera.

                                       47
caña brava, la que al decir del Viejo Pancho, el pulpero misturaba
con pimienta. Nuestro personaje tenía alguna similitud con el del
tango, ya que no bebía para olvidar ninguna traición femenina,
lo hacía de puro “curda” nada más, sin descontar que sus estados
etílicos tal vez borrarían el recuerdo poco fragante de su trabajo
nocturno.
      Juan Barullo era colorado como sangre de toro, lo que evi-
denciaba su coraje en aquellos días en que la policía de Rivera era,
toda, del bando contrario.
      Una tarde sí y la otra también se ponía una golilla roja, se ins-
talaba frente a la Jefatura de Policía, ubicada en el mismo lugar en
que está hoy, y durante largo rato, con su inconfundible vozarrón
vivaba al Partido Colorado, al que dedicaba sus mejores loas, en
tanto que denostaba al Partido Blanco y a sus próceres, no dejando
nunca de enrostrarles haber “asesinado al finado Quinteros”, tra-
bucando el paraje con los nombres de César Díaz, Manuel Freire,
Francisco Tajes, etc, inmolados en Paso de Quinteros.
      Al Capitán Etchepare, un montevideano con fama de guapo
que integraba la plana mayor de la Urbana (así se denominaba la
Policía Blanca), cada día le agradaba menos la presencia y actitud
de Juan Barullo. Nada menos que frente al cuartel general de las
milicias blancas.
      Tanto llegó a no gustarle el asunto que, con algunos subalter-
nos de su confianza, planificó la detención del “sublevado”, -jus-
tificada claro está por los agravios que le hacía a la autoridad y al
partido del Capitán-, y, además, el simulacro de su “fusilamiento”.
      Una tarde, el oficial blanco puso en marcha su plan. Apenas
había llegado el “salvaje colorado” hasta el costado de la plaza Río
Branco, para iniciar su cotidiana “oratoria” contra los blancos, fue
detenido y alojado en una de las celdas ubicadas al fondo de la
Jefatura. De allí fue sacado al poco rato y metido en un barril re-
bosante de materia fecal, ya preparado para someter al provocador
al castigo ideado por el Capitán.


                                  48
Aunque parezca que existía alguna afinidad entre el “con-
denado”, dado su oficio, y el contenido de la improvisada pieza de
tortura, de la que emergía sólo su cabeza, no era así. Juan Barullo
estaba muy desacomodado y le agradaba, muy poco o nada, el
momento que estaba viviendo.
      Del desagrado, pasó a la inquietud y a la alarma cuando oyó
la imperativa voz de mando del Capitán Etchepare que ordenaba:
“¡Presentarse el pelotón de fusilamiento!”. Rápidamente se presen-
taron, aproximándose a pocos metros del siniestro barril, ocho
soldados que se colocaron cuatro parados y cuatro arrodillados.
“Preparen armas”, ordenó el oficial, oyéndose inmediatamente el
metálico sonido de los cerrojos de los fusiles; Como un tronido
se oyó ordenar a Etchepare: “¡¡Apunten!”. A esta altura el “conde-
nado” hizo lo único que le aconsejó el pánico: se zambulló en el
ominoso líquido. Pasaron algunos segundos, no hubieron disparos
y Barullo emergió. Dos o tres veces repitió el Capitán su juego de
humor negro, podríamos agregar: y maloliente. Después, Juan
Barullo fue sacado del barril, reintegrado a la celda y al otro día
puesto en libertad.
      Poco tiempo después ocurrió la batalla de Masoller que para
Rivera trajo, como consecuencia inmediata, la designación de un
Jefe Político y de Policía del Partido Colorado. Fue nombrado don
Julio Abellá y Escobar. A efectos de darle posesión del cargo, viajó
desde Montevideo el Dr. Carlos Travieso.
       El día que se llevaba a cabo la ceremonia del caso, mucha
gente concurrió al local de la Jefatura. En instantes que hacía uso
de la palabra el representante del Poder Ejecutivo y se refería a
los atropellos de la Urbana, recordando el episodio de la tortura
a que fuera sometido un ciudadano dentro de un barril de excre-
mentos y orines, fue interrumpido. Cesó de hablar para prestar
atención a quien, con fuerte y bien timbrada voz, ante el silencio
expectante de la concurrencia y no menos curiosidad del orador
capitalino, afirmó: “¡Doctor.., Doctor.., seu Doctor, el que comió
mierda fui yo!”.

                                49
A grito pelado, Juan Barullo reclamó su protagonismo en la
narración del orador. Lo hizo con orgullo vindicativo, sin quejas
ni reclamos.19
      Pero, además, nuestro personaje, entonces con unos cuan-
tos años encima, era un hombre muy orgulloso de su oficio. No
rechazaba ofertas. Cumplía eficientemente sus tareas y no lo aco-
bardaban los tamaños de los pozos a desagotar, ni donde estuvieren
ubicados. Si estaban en el centro de la ciudad allí iba y si eran en
el Cerro del Marco o en el del Telégrafo, también les metía latas,
palas y baldes sin asco. No tenía casi competidores y, sobre todo,
en las calles céntricas sus vecinos confiaban en Juan Barullo y su
profesionalidad.
      Pero pasaron los años, el progreso también alcanzó a Rivera
y aparecieron las primeras barométricas. El trabajo empezó a mer-
mar para Juan Barullo quien debía competir contra las máquinas,
la rapidez de sus servicios e, incluso, sus tarifas.
      Una tarde de verano mientras una barométrica funcionaba a
full desagotando el pozo negro de la Casa Parroquial, lindera con la
Iglesia, frente a la Plaza Río Branco, se atascó. El encargado de los
trabajos no logró volver a hacerla funcionar y los olores del pozo
negro llegaban hasta la calle Sarandi. El cura párroco, a sugerencia
de un vecino, resolvió recurrir a Juan Barullo.
       Lo ubicaron en el Cerro del Marco al atardecer, bastante
encurdelado. De salida se negó a terminar el trabajo que había
quedado a medio hacer. Tuvo que ir el cura a convencerlo.
      A regañadientes, tambaleándose, bajó del cerro rumbo a la
Iglesia.
      Con sus baldes, palas, latas, piolas y botellas de caña, mirando
desafiante al encargado de la barométrica, se arremangó la camisa
y, en calzoncillos, puso “manos a la obra”. En poco más de dos
horas, el pozo negro quedó vacío.
19	 Juan Barullo hizo su “aclaración y precisión” al Dr. Carlos Travieso. No,
según otra narraciones, al Dr. Asis Brasil, refugiado político brasileño que vivió
en Rivera

                                       50
Esa noche, con su ropa dominguera y un gran pañuelo colo-
rado, Juan Barullo se paseó por las calles céntricas de Rivera, muy
feliz y a tropezones, gritando, a todo pulmón, mientras se golpeaba
el pecho: “¡A baronesa se entupe20, mais Joao Barullo nâo!”.




20	 Del portugués: obstruido, tapado.

                                        51
El repetido discurso de Pablo Bandera


      No era un almacén. Si así le llamáramos estaríamos dando la
falsa sensación de un comercio. Era un infraboliche, instalado en
una casi tapera urbana, lo que poseía Pablo Bandera. Existencias:
un poco de caña brasilera, idem de yerba, mucho menos de un kilo
de tabaco (procedente también del país vecino) y media docena
de cajas de fósforos.
      Hasta allí, en compañía de otros congéneres, tan carentes de
numerario como nosotros, íbamos de tarde en tarde en los días
de nuestra primera juventud.
      Bandera no era, precisamente, un loco. Tal vez fuera un “loco
lindo”. Siempre estaba de buen humor; nunca se quejaba de nada
ni de nadie, jamás lo vimos enojado ni aún cuando alguno de no-
sotros, con inconsciencia juvenil, lo hacía objeto de alguna broma
de mala ley. Reía casi de continuo y sólo se ponía fugazmente serio
al finalizar su “discurso”. Por otra parte, no lo decía con frecuencia.
Sólo lo “pronunciaba” algunos anocheceres, ante nuestro insistente
ruego, y en honor, casi siempre, a un nuevo cliente.
      Entonces parecía que nuestro anfitrión y bolichero se ponía
en trance. Con pausada voz y ajustado ademán, en esencia decía, lo
que transcribimos a continuación, aclarando que no se trata de la
reproducción exacta de sus palabras, pero sí de una interpretación
fiel no de su pensamiento, sino de la envoltura de su oración. Así
hablaba Bandera: “..rememorando la idogrecia de la empollerosa
y de la hipocondria que se atraca en mi garguero y revienta jus-
tamente en la pared de adentro de mi cabeza, que corre por mi
espina sorzal y sale por los callos de mis pieses, les digo a ustedes,
que están y no están aquí y que cuando no están quiero que estén
y no puedo, no quiero ir a buscarlos para que me hagan este pe-
dido.¿ De qué quieren que les hable? ¿De la estrella que todas las
noches me mira y me conversa y cuando le quiero contestar, se

                                  52
esconde? ¿o quieren que les cuente el asunto de la vieja Ramona
que salió pariendo cuando ya era abuela? ¿que les hable de mis
amores con Celeste caminando a la luz de la luna, que se apagó
para siempre cuando ella se casó con el estanciero Fagundez? No,
de eso no quiero hablar. Más mejor que les cuente las hazañas del
flaco Herculano García, que los viernes se volvía lobisón. Pero
tampoco tengo lembranza de ese asunto. Sólo me acuerdo que el
Flaco murió, sigún decían, de una sincopledia cardial y, a propósito
de su muerte, yo ya morí varias veces. Morí cuando la señorita
Ema Bordenave, la única máistra que tuve, se volvió pa´l pueblo,
dejando en el aire su perjume, que mucho tiempo estuvo metido en
mis narices y junto con su aroma yo veía, de día y de noche, su cara,
su pelo, sus ojos, su boca, todo su cuerpo… y morí cuando en un
hoyo del camposanto pusieron a mi madre, la apretaron con tierra




                                           El autor en el boliche de Pablo
                                           Bandera esperando a sus amigos.



                                 53
y nunca más la vide; morí muchas veces más, pero no quiero hablar
más de muerte ni de nada. Si quieren que les diga un discurso, me
lo piden otro día. Porque agora ya estoy sintiendo adentro mío, la
elítica astrata que me güelve triste. Pronto, se acabó!”.
      Ese fue siempre, palabra más palabra menos, el famoso dis-
curso que le oíamos a Bandera y que rubricábamos con aplausos,
alabanzas y carcajadas. Muchos años después, recordando gentes
y hechos de nuestro pueblo intentamos, sin resultado, ahondar en
el significado de las palabras del lejano y definitivamente ausente
orador.
      Cuando formábamos parte de su auditorio, sólo transitába-
mos en la superficie del sentido de sus discursos. Sabíamos que
“sorzal” sustituía a dorsal; que “lembranza, tomado del idioma del
país vecino, era recuerdo y que “sincopledia cardial” significaba
un síncope cardíaco.
      ¿Pero qué pensaba realmente Bandera? ¿Qué cosas pasaban
por los meandros de su cerebro cuando decía: “idogrecia de la
empollerosa y de la hipocondria”?, pues él no era nervioso ni me-
lancólico y ¿qué pensar de “la estrella que lo miraba, conversaba y
se escondía?”; de “la luna que se apagó para siempre” cuando su
enamorada Celeste se casó con el estanciero; de las “varias veces
que murió”; ¿que quería decir cuando hablaba de la elítica astra-
ta? Quizás había oído, no leído pues no sabía leer, lo de elíptica
abstracta, elíptica o abstracta…Vaya uno a saberlo.
      Lo cierto es que nunca sabremos, en concreto, quien era y
cómo era por dentro Pablo Bandera.
       En nuestros años mozos, “un loco lindo” que nos hacía reír y
que ahora, después de medio siglo de existencia, vuelve a hacernos
sonreir recordando su enigmático discurso.




                                54
Pedro Guapo


       Sin mucho esfuerzo vencimos la tentación de titular este rela-
to: “Un guapo de 1935”. Teníamos el temor de aparecer plagiando
al dramaturgo argentino Samuel Eichelbaum, que tituló su cono-
cida obra teatral, adaptada también al cine,: “Un guapo del 900”.
       No recurrimos al plagio porque la figura del guapo que traza
Eichelbaum, es una ficción de los guapos rioplatenses de las postri-
merías del siglo pasado, muy bien lograda, con colores y pinceles
manejados magistralmente. Estas líneas cuentan, en cambio, la
vida de un hombre que realmente existió.
      Lo conocimos y tratamos en la década del 30 y vive radicado,
ahora, en una ciudad del Estado de Guanabara (Brasil). Se llama
Pedro Rosell y el apodo de “Pedro Guapo”, no lo buscó ni lo hala-
gaba. No era vanidoso y sus hazañas fueron espontáneas y justas,
sin mayores aspavientos y siempre respondiendo a provocaciones.
      Con los desvalidos y débiles, tenía un trato de igual a igual.
Con los fuertes y arrogantes, que se tornaban agresivos o prepo-
tentes, los reducía a pura guapeza.
      Historia de guapos hemos oído muchas. Desde el que le escu-
pió el vaso de caña al comisario del pueblo, guapo también; aquel
que peleó solo contra todos los policías del lugar; el que se llevó
enancada a la novia del matón la noche de bodas; el preso que
encerraron en la jaula de la tigra, en la quinta de Máximo Santos,
en la Avda. de las Instrucciones, que, con el mango aguzado de una
cuchara, mató a la fiera; el que atrapó al lobisomen en Paso de la
Estiba e, incluso, la del guapo que en un alarde de coraje y humor,
le escupió el oído a una crucera que daba botes para todos lados…
      A esos guapos, no los conocimos ni de vista.
      Tampoco conocimos a los guapos y valientes que aparecen a
lo largo de la historia universal. No obstante nuestro descreimiento


                                 55
no somos irreverentes y, por ende, damos por cierta la existencia
de aquellos.
      Como una introducción al tema, vamos a recordar lo que
se cuenta respecto de algunos de los que actuaron en la “cuenca
del Plata”.
      Por ejemplo, el sanducero Fausto Aguilar que al lanzarse a la
batalla en Coquimbo arengó a sus soldados con una frase patética,
bravía y paternal: “A sacarse los ponchos muchachos, que en el
otro mundo no hace frío!”.
      El historiador José Ma. Fernández Saldaña, en su “Diccio-
nario uruguayo de biografías”, al citar la frase de Aguilar dice que
le “recuerda al griego de las Termópilas”.
      Máximo Pérez, fue un caudillo de Soriano a quien nuestros
historiadores no han hecho justicia. Si se refieren a él, lo hacen
escuetamente y, casi siempre, subestimándole cuando es mere-
cedor de otro tratamiento por su honestidad, lealtad y valentía.
Su honradez surge, sin discusión, cuando manejó los dineros del
Estado en el ejercicio de la Jefatura Política del departamento de
Soriano. La lealtad a su Partido y a Venancio Flores, la demostró
antes y después del asesinato del Jefe de la Cruzada Libertadora.
Su guapeza estuvo de manifiesto, muchas veces, hasta su muerte
el 4 de julio de 1882 peleando, lanza en mano, al frente de una
revolución que empezó en Soriano y se cerró en Isla del Hospital,
departamento de Rivera.21
      Yamandú Rodríguez, en su poema “La carga de Arbolito”
escribe: “Toparon en Arbolito los Muniz con los Saravias. De un
lado divisas rojas, del otro divisas blancas”… “Desde entonces en
la Banda Oriental, las madres bendicen a sus hijos, diciéndoles
“Dios te haga guapo como Chiquito Saravia!”.
      Fue grande, a su manera, Antonio Floricio Saravia cuando
desafía la muerte y ésta lo abate en su famosa carga a lanza. No

21	 Sólo el Prof. Guillermo Lockart, lo reivindica en su libro: “Máximo Pérez,
un caudillo”.

                                     56
menos noble el poeta colorado, cuando en sus versos rinde ho-
menaje al guerrillero blanco.
      En otra lucha fraticida, en la tarde del 1º de setiembre de
1904, en Masoller, frente a las tropas blancas que superaban las
suyas en una proporción casi de 10 a 1, el General José Nemesio
Escobar, Jefe de la Avanzada del Ejército gubernamental, ordena
desensillar a sus hombres e inicia la batalla.22
      Un historiador pone en un mismo plano las decisión del Gral.
Escobar y la de Hernán Cortés, cuando quema sus naves. ¿Parti-
darismo sectario, patrioterismo o exageración literaria? Creemos
que no. En esencia, los riesgos de no retroceder ni embarcarse
en sus naves, son los mismos para el oriental y el español. En la
adversidad, si flaquearan no podrían volverse atrás…
      De apellido Valiente eran cuatro hermanos “porongueros”
o “trinitarios”: Agustín, Miguel, Juan Bautista y Dionisio. Todos
estuvieron en la batalla de Coquimbo. Los tres citados en primer
lugar, combatieron en un mismo sector del combate y encontra-
ron allí la muerte. El cuarto, Dionisio, sobrevivió y al sepultar a
sus hermanos, dijo: ”…entierran a los tres, porque no estábamos
los cuatro”.
      El caudillo riojano Angel V. Peñalosa, “El Chacho”, valiente,
generoso y caballeresco, enfrentó al dictador porteño Juan Ma-
nuel de Rosas cuando las provincias argentinas combatían contra
Buenos Aires. Fue derrotado y desterrado a Chile. Regresó con 50
hombres y organizó en La Rioja las fuerzas que iban a combatir
contra la ciudad-puerto de Buenos Aires. Lo asesinaron el 8 de no-
viembre de 1863, en el villorrio de Olta, “…cosido a puñaladas en
su propio lecho, mientras dormía, por un asesino que se introdujo


22	 El Gral. José Nemesio Escobar estaba al mando de las tropas de las avanza-
das de las fuerzas gubernamentales. Depuesto por el Ministro de Guerra, Gral.
Eduardo Vázquez, desacata la orden (“El general Vázquez que se vaya a la puta
que lo parió!”), ordena desensillar y abre fuego sobre el ejército blanco. Después
de formalizada la batalla se suma el grueso del ejército

                                       57
en su campo en el silencio de la noche; fue enseguida degollado
y el asesino huyó llevándose su cabeza”, afirma José Hernández.23
      Dos años antes, el 2º de setiembre de 1861, Sarmiento le había
escrito a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este
es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único
que tienen de seres humanos”.
      Un nombre que no aparece en la historia oficial de nuestro
país, pero sí en la memoria popular, es el de Martín Aquino. Un
individuo controvertido, quien más allá del juicio de sus contem-
poráneos, no fue el único responsable del trágico camino que
anduvo en vida.
      Aquino, un guapo de ley, peleó y mató sin ventajas. A diferen-
cia de los modernos delincuentes o pistoleros, no mató para robar
y sin ventajas murió peleando. Fue el último matrero oriental.
      Pero, ahora bien, volviendo a nuestro Pedro Guapo, es ne-
cesario precisar que no lo encasillamos con los guapos míticos y,
menos aún con los valientes que hemos rememorado.
      Pedro Rossel nació en Fray Bentos. De mediana estatura, ru-
bio, de ojos azules, con una discreta melena ondulada, su apellido
nos lleva a suponer que era de ascendencia inglesa, teniendo en
cuenta que en su ciudad natal está instalado el Frigorífico Anglo,
donde han trabajado muchas personas de orígen británico. Era
muy atildado en el vestir y lucía trajes de colores sobrios.
      En 1935 tendría entre 33 y 38 años. Portaba habitualmente
un puñal, su arma preferida. Quizás por lo que dice Juan M. Ma-
gallanes: “el puñal macho, seguro, mudo. No la pistola gritona,
novelera”.
      Una vez nos contó que cuando era adolescente trabajó en el
Anglo, pero un día pasó a Gualeguaychú en la Argentina. Después
siguió a Paso de los Libres y, al poco tiempo, cruzó el río Uruguay
y se instaló en Uruguayana. Es entonces que trabajando en un
cabaret brasileño, aprende un nuevo oficio: fichero o profesional

23	 José Hernández lo llamó “El Cid Campeador Riojano”.

                                    58
de ruleta. Se convirtió en un diestro clasificador y ordenador de
fichas por sus valores y colores. Pero, además, aprendió a conocer
directamente la heterogénea fauna del mundo nocturno.
      Un día, el del descanso semanal, matando el tiempo, deam-
bulando por la ciudad se topa con un mitin político. Escuchando
al orador, que se autoelogiaba, oyó que éste, entre alabanzas y ala-
banzas, afirmó enfáticamente: “Eu, riograndense peito de aço!”24
      Este floripondio, le hizo mucha gracia a Rossel quien lo grabó
en su memoria
      Al cabaret donde trabajaba nuestro amigo asistía, y era habi-
tué, un temible caudillo, matón, amo y señor de la ciudad. Andaba
siempre acompañado y protegido por una decena de paniaguados
y guardaespaldas. Una noche, ante la negativa de una mujer de que
se sentara y le hiciera compañía, acostumbrado a que le obedecie-
ran, primero la agredió soezmente de palabras, intentando después
golpearla. Fue entonces que, en forma mesurada, intervino Pedro
Rossel diciéndole al matón que dejara tranquila a la muchacha.
Este, sorprendido de la intervención de Rossel, se volvió iracundo
apuntándole con el revólver. Pero mayor fue su sorpresa, que se
transformó en miedo, cuando más que sentir intuyó sobre el costa-
do izquierdo de su pecho la punta del puñal del fraybentino quien,
socarroneamente, le decía: “…guarda el revólver, riograndense
peito de aço Guardalo porque te vas a lastimar con él”. El matón
enfundó su arma y se retiró, rápida y estratégicamente seguido por
sus “capangas”25. Los otros parroquianos del cabaret, que temían
los desmanes del matón, se solazaron en grande y uno de ellos,
que se perdió en el anonimato, ofició de sacerdote rebautizando
a Rossel, quien, desde aquella noche y para siempre, pasó a ser
“Pedro Guapo”.
      Nuestro personaje no anduvo por la vida, lanza en ristre
con la adarga al brazo, enderezando entuertos, como el sin par

24	 En portugués: ”Yo, riograndense, pecho de acero.
25	 Guardaespaldas, cómplices.

                                     59
Caballero de la Mancha pero, en su presencia, no toleraba que se
atropellara a personas humildes, desamparadas o inermes ante la
prepotencia.
       En Uruguayana, Pedro Guapo protagonizó otros enfrenta-
mientos similares al narrado y, aunque por su intrepidez, contó
siempre con la fracción del minuto que le hubiera permitido herir
o matar a un rival, jamás lo hizo. Porque, precisamente, era guapo
y no un asesino.
       Cuando dejó esta ciudad, anduvo por otros lugares de Río
Grande do Sul, siempre precedido de su fama de hidalga guapeza.
Un día llegó a Santa Ana do Livramento, frente a Rivera, y allí
siguió trabajando en la ruleta del cabaret “La Caverna”. Muchas
veces, después de terminar de trabajar, concurría a la “La Galle-
ga”, un centro nocturno que pese a no contar con ruleta, bacará
o monte, era tan “prestigioso” como los otros de su ramo. Una
de esas noches, una pareja de policías uniformados, 26 resolvió
hacer un registro de armas, sometiendo a los clientes a todas clase
de manoseos y vejámenes. Cuando se enfrentaron a Rossel éste,
serenamente, se puso de pie. Esto no lo libró de recibir el mismo
trato que tuvieron los otros asistentes. Pero los policías no sabían
que este hombre “no era de correr por tortas” y que, disimulando
el ultraje, levantó los brazos y, cuando le palpaban la ropa, rápida-
mente bajó su diestra hasta el revólver del policía, lo tomó, enca-
ñonó al otro a quien intimó la entrega del arma y, sin apresurarse,
empuñando en cada mano un revólver, retrocedió de espaldas
hasta la salida, y ganó la calle diciéndoles, con una ancha sonrisa,
a los uniformados: “riograndenses, peitos de aço, salgan a buscar
sus armas!”. Hizo dos disparos al aire y, lentamente, recorrió los
metros que separan y unen a Livramento y Rivera. En territorio
uruguayo, le explicó a un agente policial lo sucedido y le hizo
entrega de los dos revólveres.


26	 PP. “Pedro y Paulo”, Patrulla Militar.

                                        60
Cabe agregar, a esta altura, que Pedro Guapo sólo espetaba
lo de “riograndense, peito de aço” a matones o prepotentes. Tra-
taba con respeto, dispensándoles un trato cordial y amistoso, a los
ciudadanos brasileños.
       La noche siguiente a la incidencia que narramos, Pedro
Guapo trabajaba, normalmente, en su habitual ocupación en “La
Caverna”.
      Podríamos extendernos narrando otros hechos, donde Pedro
Rossel (a) “Pedro Guapo”, fue protagonista. Pero solamente vamos
a recordar dos.
      El primero: una noche en “La Gruta Azul”, un restaurante de
Livramento que tenía horario de corrido, estaban cenando Pedro
Guapo con Dorival da Silva, un amigo riverense, cuando entró
Pedruca, un individuo siniestro que en Porto Alegre había asesi-
nado a tiros de carabina a cuatro personas. Como era conterráneo
y correligionario del Gobernador del Estado de Río Grande do Sul,
lo salvaron de una condena a prisión perpetua mediante un certi-
ficado médico que diagnosticó que sufría enajenaciones mentales
con estallidos de violencia… Fue internado en un hospital por un
corto lapso y luego liberado.
      Pedruca era un ser tenebroso, de aspecto patibulario. Vestía
una capa negra, tenía una larga cabellera, unas patillas enormes y
usaba un sombrero de anchas alas. Todo su atuendo se sumaba a
su aspecto físico. Esto fue quizás lo hizo que Rossel fijara la vista
en su antiestético tocayo. Ello provocó la reacción de Pedruca
quien increpó a Rossel, más o menos así: “¿Qué me está miran-
do?”. Sonriendo, Pedro Guapo le dijo:”Te miro para elegir el lugar
donde te voy a pinchar”. El asesino rápidamente, quizás porque
venía con el arma empuñada debajo de su capa, extrajo el revólver
y apuntando al uruguayo apretó varias veces el gatillo pero fallaron
los disparos. Con igual rapidez Pedro Guapo, desenvainó el puñal,
saltó sobre el matón, lo colocó sobre su pecho y, burlonamente, le
preguntó: “¿Dónde querés que te lo clave, riograndense peito de
aço?”, mientras hacía correr la aguzada punta del arma sobre el

                                 61
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Libro el-muriaga-v11-baja

  • 1. Osvaldo Lezama El Muriaga y otros relatos
  • 2. Imagen de cubierta: La murga de la juventud. Archivo G. Lezama. Diseño de cubierta: Fernando Zabala. Diagramación: Forma Estudio Impreso en Tradinco, octubre de 2011.
  • 3. Osvaldo Lezama El Muriaga y otros relatos
  • 4.
  • 5. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto. Me ha dado la risa y me ha dado el llanto, así yo distingo dicha de quebranto, los dos materiales que forman mi canto, y el canto de ustedes que es mismo canto, y el canto de todos que es mi propio canto.” Violeta Parra
  • 6.
  • 7. A manera de prólogo Estos relatos fueron escritos entre 1966 y 1971. Los leímos en el exilio y no sabemos si el autor tenía, realmente, la intención de publicarlos. Pese a ello, después de conversar con familiares y ami- gos resolvimos editarlos como un homenaje póstumo al narrador. Cuando los releíamos, lo recordabamos recitando a Olinto: “Yo soy más, mucho más de Rivera/ que el Cerro del Marco./Soy amigo del Puente da Raça/ y lo mismo de Paso de Castro/ Me doy bien con la Piedra Furada/ con la calle Brasil tengo tratos/ y citas nocturnas…”; “…en mis tiempos de alegre muchacho/ hice más de un tirito a la taba/ y jugué mis partidas al sapo…”; “Conocí a Juan Barullo de cerca/ intimé con Ciriaco/ y la negra María das Dores/ enseñóme a benzer el quebranto.” Algunos de los personajes evocados por el poeta aparecen en estos relatos, a los que se hicieron contadas modificaciones en su sintaxis respetando, fielmente, el texto de los mismos. Finalizada la tarea de selección, corrección y armado, hemos resuelto anexar fotografías, copias de volantes, afiches, listas, etc. que permitan al lector ubicar al relator en el contexto social y político de sus narraciones. Esta publicación no habría sido posible si no hubiera contado con el apoyo y la intervención, fuere en la lectura crítica de los rela- tos, en la búsqueda de documentos y fotos y en la composición de los textos, de mi compañera Marina Cardozo, mi hermana Leonor Amanda, mis hijos Felipe y Rafael, mi prima Beatriz Pintos, mi compañero de utopías Fernando Zabala y Enrique Zabala y Javier Enciso, pacientes asesores gráficos. A ellos mi agradecimiento. Grauert Lezama Pintos 7
  • 8.
  • 9. Flor de payada Más de una vez hemos oído contar que Quevedo, sin precisar si se trataba de don Francisco de Quevedo y Villegas el insigne escritor español, pero suponemos que sí ya que éste fue también famoso por su poesía festiva y satírica, encontrándose en la Corte participando de una recepción real al saludar a la Reina, que era renga, le envió una ofrenda floral acompañada de una tarjeta con una frase rimada que señalaba el defecto físico de la soberana. Quevedo habría, cruelmente, escrito: “¡Entre el clavel y la rosa, su Majestad escoja!” Haya o no ocurrido lo narrado, podemos asegurar que allá por principios de siglo, para ser más precisos en 1902, el Teniente Alcalde don Francisco de Mello y el payador don Tomás Pérez y Vignoli protagonizaron una singular payada, en la que éste último recurrió a frases rimadas para encubrir su ironía. De la misma forma que Quevedo al saludar a la Reina. Los hechos fueron estos: el citado funcionario judicial, de contextura baja y rechoncho, se ofendía tremendamente cuando, en su presencia sobre todo, se le endilgaba el mote de “Chico- Toco”1. Reaccionaba entonces en forma airada, amenazando con sanciones legales a quienes le encajaban el mote. La payada o poético lance ocurrió en el almacén de don Pedro Cardillac, ubicado en la esquina de Sarandí y Florencio Sánchez, donde actualmente funciona la Sociedad de Fomento Rural. El día del suceso que narramos quizás fue un domingo o un feriado en horas matutinas. Al pasar por la acera frente al comercio el Teniente Alcalde, uno de los contertulios, desde adentro, le grita “Chico-Toco!”. Dándose por aludido, éste se detiene, gira sobre sí mismo y, en voz alta, responde: 1 Del portugués: cepa, parte del tronco de una planta inmediata a la raíz. 9
  • 10. “Teniente Alcalde afamao, yo soy Francisco de Mello; a mi nombre han difamao, porque sé cumplir con celo. Está bien que me llamen Chico que es mi nombre familiar, pero ¡Toco! no permito, y no lo voy a tolerar! Sepan pues los concurrentes, que aunque chiquito me ven, que si me llaman Toco he de aplicarles la Ley.” Entonces hace su aparición don Tomás Pérez y Vignoli que también se hallaba en el almacén, payador de fama, oriundo de Montevideo, quien pulsa su guitarra y canta con versos repen- tistas2: “Forastero en este pago, tengo el altísimo honor de saludar al Alcalde, honra de ésta población. Yo me llamo Tomás Pérez, la guitarra se tocar; como desde chico toco hoy de viejo toco más. 2 Versos recopilados por el poeta Agustín R.Bisio. Nuestra versión recoge la tradición oral de algunos contemporáneos de los protagonistas. 10
  • 11. Puede mandar don Francisco, que también sé improvisar; diga si le gusta el canto, pues sino, toco nomás”. El Teniente Alcalde que no era ningún negado tuvo, en esa magna ocasión, que tascar el freno y quedarse en silencio. La pi- caresca improvisación de Pérez y Vignoli quien, reiteradamente, le endilgó el “toco” que tanto fastidiaba a don Francisco de Mello, no le permitió pronunciar su acostumbrada admonición y ame- naza de “aplicar todo el peso de la ley” a sus presuntos ofensores. Desconocemos los detalles finales de este torneo oratorio, y nada podemos agregar a payada tan sabrosa, cuyo “vuelo lírico” es de incuestionable jerarquía y aún perdura en la memoria de muchos veteranos riverenses. 11
  • 12. El autor mateando, en una pausa durante la construcción de la Represa de OSE en la Cu- chilla Negra. 12
  • 13. Un hombre Se ha dicho, no recordamos quien, que “…la primera función del hombre, es ser hombre” o que el primer oficio del hombre es ser hombre.” Función u oficio, vienen a ser lo mismo. Sin reservas, compartimos ambas definiciones. Con una sola aclaración: son un acierto con algo de dogmatismo. Sumar algún calificativo o adjetivo a esa definición, por ejem- plo: un hombre entero, un hombre cabal, un hombre en toda la acepción del vocablo, todo un hombre, etc. sería caer en redun- dancias. Para nosotros, un hombre fue el coronel Don Eduardo La- meira a quien conocimos en nuestra adolescencia riverense. A través de una pátina pertinaz e implacable, los años idos deterioran y envuelven en su bruma acontecimientos que, cuando ocurrieron, creímos trascendentes unos, pequeños otros y que, con el correr del tiempo, ahora no son ni lo uno ni lo otro. Pero los que narramos, vividos en su mayoría, otros que nos contaron, sirven para rescatar con todos sus perfiles, la estampa del varón que ob- viamente, por la diferencia de edades, no tratamos en profundidad. El coronel Lameira era de mediana estatura, de cabello largo y blanco, con ojos de mirada noble y un empaque cordial. Ca- balgaba con natural prestancia su caballo criollo, vestido con un atuendo donde se destacaba, sobre el ámbar oscuro de su liviano poncho, el pañuelo blanco o negro de uso continuado. Por relatos de mi padre y sus amigos podemos decir que fes- tejaba, con una sonrisa, las bromas de buena ley, una nota amena o alguna feliz reminiscencia. En reuniones familiares y cuando se armaba alguna guitarreada, pedía la bolada y se largaba con una vidalita que repetía a menudo: “Aparicio y Lamas, vidalita/ y Acevedo Díaz, son los tres luceros, vidalita/ de la Patria mia”. 13
  • 14. Don Eduardo Lameira era un coronel de la vieja estirpe. Ofi- cial destacado en las fuerzas de Aparicio Saravia, junto a quien se batió muchas veces. En 1904,en Paso del Parque del Daymán, -una batalla sangrienta donde fueron derrotados los blancos-, estuvo derrochando coraje en las primeras filas del combate. En Masoller, donde cayó “El Aguila del Cordobés”, también combatió Lameira. Cuando lo conocimos, es decir: desde donde arrancan nuestros recuerdos, la ciudad de Santana do Livramento estaba a merced de una familia feudal, de horca y cuchillo. Todos sus integrantes tenían en su haber una siniestra lista de asesinatos, perpetrados con la ayuda de “capangas” provenientes de distintos lugares, del norte y del sur de Brasil.3 Uno de aquellos señores, dueños de tierras y vidas, no sólo en Brasil sino también en suelo uruguayo hasta donde, cruzando la frontera, llegaban en sus tropelías, se llamaba Saturnino y era sobrino del Prefecto de Livramento. Un día, con ventajas en el terreno y en las armas, con varios guardaespaldas, este sujeto maltrató de palabra a un familiar del coronel Lameira. El agredido mantuvo reserva de lo ocurrido, esperando, sin duda alguna, otro encuentro con ventajas y des- ventajas parejas para ir a un definitivo ajuste de cuentas. Pero la incidencia trascendió y se enteró el Coronel. En- tonces, sin perder su habitual estilo de vida, una tarde orientó su 3 Fueron frecuentes las invasiones al territorio oriental de militares y civiles armados brasileños, durante los siglos XIX y XX. Por ejemplo: el 1º de noviembre de 1903, en un tiroteo entre soldados brasileños y policías riverenses muere un soldado brasileño y es detenido un hermano del Prefecto de Livramento. Los jefes de los regimientos 1º y 5º de Caballería brasileros al mando de sus tropas (unos 400 hombres) avanzan hacia Rivera para rescatar a los presos y se produce un tiroteo con soldados de la Guardia Urbana. El “Episodio de Las Campanas” determinó que el Gobierno de Batlle y Ordóñez enviara dos regimientos como medida precautoria en defensa de la soberanía nacional. El Partido Nacional, responsable de la Jefatura Política y Policial del departamento fronterizo, exigió el retiro de las tropas pero Batlle mantuvo su decisión y los blancos se alzaron en armas. 14
  • 15. caballo hacia el norte y cruzó la frontera buscando la Prefectura de Livramento. Al llegar se apeó, enlazó las riendas en la rama de un jacaranda4 y entró en el edificio. Su cara no expresaba ningún cambio anímico. Iba en busca del jerarca cuyas funciones oficiales equivalían, simultáneamente, a Prefecto y Jefe de Policía. Las otras, de capitán del clan y caudillo omnímodo, se las arrogaba él con la complacencia de unos y la cobardía de muchos. Cuando un funcionario intentó detenerlo, balbuceando un: “¿qué desea?” –“Lo que deseo no es con usted”, dijo el Coronel Lameira, siguiendo por el pasillo y franqueando la puerta del des- pacho del Prefecto sin anunciarse. Este, sorprendido y no menos alarmado, pues conocía y sabía los puntos que calzaba su ines- perado visitante, tartajeó un “¿qué pasa?” –“Pasa”: -le contestó el Coronel- entrando en el terreno indiferencial del tuteo, (no cabía un tratamiento de usted o circunspecto en aquel momento), “que conociéndoles no tenía que sorprenderme ningún tipo de canalla- da de ustedes y sé que vos y tus parientes sean Flores o Fernández, solo han sido, son y serán asesinos de la especie más ordinaria. De los que mandan matar a la gente decente, a quienes les repugna transar con ustedes, y que ni vos ni tu forajida parentela se animan a enfrentar y asesinar por mano propia!” El aminalado Prefecto, nervioso y desencajado, sólo atinó a decir: “Pero amigo, escúcheme, escúcheme amigo…”; -“¿amigo?, rebatió el Coronel Lameira, -“ustedes no tienen amigos; más de uno que confió en ustedes fue asesinado. Por envidia o por celos. Los hermanos Pereira de Souza, a quienes ustedes temían, fueron asesinados desde las sombras cuando se retiraban a la noche de un club social; mi compatriota Abel Carballo, lo mataron por la espalda tu sobrino Saturnino y sus capangas; otro, asesinado por tu hermano a mansalva y con alevosía, fue el funcionario Juan Agui- rre… Pero para que seguir con esta macabra lista que vos conoces mejor que yo. Hoy vine porque Saturnino con sus capangas, como 4 Arbol americano de flores azules, cultivado en parques y jardines. 15
  • 16. es su estilo, ofendió a un familiar mío que no pudo reaccionar por estar desarmado y solo frente a los seis u ocho bandidos que acompañaban a tu sobrino. No sé si estás enterado de este asunto, pero es difícil que lo ignores. Porque vos sos el jefe de esa morralla y vengo a pelearte. Estoy, como ves, solo. Te convido a salir hasta la plaza y allí arreglaremos las cosas!”. Un largo rato esperó el Coronel Lameira, parado frente al Prefecto en su despacho. Pero éste permaneció mudo, anonadado. “¿Así que no peleas? Entonces me voy. ¡Pero no te olvides que te hago responsable, si atacan a mi pariente!” De lo narrado, no hubieron testigos oculares. Pero si testigos “audibles” que hicieron de auditorio con las orejas pegadas a las puertas del despacho del Prefecto. Los mismos que esa noche contaban, en ruedas de café, como el Coronel Lameira “le metió pechera” al brasilero, con paso sereno y firme salió de la Prefectura, desató el caballo, montó, se acomodó el poncho y silbando una vidalita, al trote regresó a Rivera. 16
  • 17. Las andanzas del Dr. Turena Las andanzas y aventuras en Rivera del Dr. José Pedro Turena, fueron muchas y de muy variada índole aunque, todas, matizadas con similares gradaciones. La mayoría, o la casi totalidad, con un desenlace de humor gris, que unos cuantos incautos aceptaban y aplaudían proclamándole defensor de los pobres. En cambio, esta- ban los que de lejos avizoraron que al Dr. Turena algo le “patinaba en la sesera” y, finalmente, otros que reían de sus ocurrencias que calificaban de payasadas. Don Pedro decía ser abogado y doctorado en Francia. En la Sorbona de París. Si así fue, lo que no estaba confirmado, vaya la gracia que le habría producido a Roberto de Sorbón, fundador de la famosa universidad, las engañifas, gansadas y barrabasadas del Dr. Turena. Pero eso no podía ocurrir de forma alguna, ya que el francés vivió y murió en el siglo XIII y el uruguayo anduvo penando y haciendo penar a mucha gente, en el siglo XX. Rivera ejercía una gran atracción sobre el Dr. Turena o éste personaje suponía, pese a su no bien equilibrado caletre, que sus pobladores eran todos tontos y se prestaban a tomar en serio su delirio de trasnochada prosopopeya. Indudablemente habríamos muchos zonzos pero, también, estaban los que no lo eran, los que desde la primer visita del Dr. Turena a la septentrional ciudad uruguaya, supieron “calibrar” sus devaneos tan cargados de oropeles. Obviamente no vamos a narrar todos los hechos que protago- nizó el abogado de la Sorbona. Fueron muchos, algunos, los menos, pintorescos y otros con un final tragicómico, sin faltar los que casi terminan en noticia muy a propósito para la crónica roja. Los su- cesos en que intervino, ocurrieron en las décadas del 20 y del 30.5 5 1920/1930 17
  • 18. Tal vez el primero, que tuvo ribetes de irreverente comicidad, se produjo cuando el Directorio del Partido Nacional, acompañado de un nutrido grupo de conspicuos integrantes de esa colectividad política, se trasladó a Rivera y de allí a territorio brasileño, con el fin de transportar a Montevideo los restos de Aparicio Saravia, que estaban en campos de la familia Pereira de Souza, en el municipio de Santa Ana do Livramento. Cuando se iba a iniciar la ceremonia del caso, solemne y patética, sin que nadie lo esperara, sorpresivamente, el Dr. Turena comienza a hablar en un tono profundamente grave, imprimiendo a sus palabras singular énfasis, rematando su perorata con una enérgica exhortación, casi conminatoria, a que los presentes se pusieran de rodillas ante los restos del gran caudillo. El terreno era un barrial, pues durante varios días y hasta la víspera había llovido copiosamente. Durante breves instantes los asistentes vacilaron, pero no tuvieron otra opción que arrodillarse sobre el lodo cuando, con vo- zarrón de trueno, el Dr. Turena reiteró su imperativa arenga. Hasta aquí el asunto, después de todo, estuvo revestido de un homenaje de justicia póstuma, teniendo en cuanta, entre otras motivacio- nes, la veneración de aquellos ciudadanos al “Águila del Cordo- bés”. Pero lo que les disgustó con razón, fue que el abogado de la Sorbona no se arrodilló, permaneciendo de pie, con la tramposa excusa de continuar ocupando la tribuna que él improvisó por su única cuenta y en, consecuencia, no se embarró los pantalones. Inolvidable jugarreta para los que allí estuvieron presentes. Tiempo después, fue profusamente distribuido en las zonas suburbanas de la ciudad de Rivera un volante anunciando que, en determinado día y a tal hora, se llevaría a cabo en la Iglesia un gran reparto de víveres y ropas entre los pobres. Ni que hablar que en la fecha señalada, frente a la parroquia, se congregaron más de un millar de personas, animadas de una impaciencia esperanzada, esperando que empezara el reparto. 18
  • 19. A todo esto, el que menos enterado estaba de tan caritativa cita era el Cura Párroco. Grande fue su desazón cuando el sacristán le avisó lo que estaba ocurriendo y le entregó uno de los volantes del caso. Desprevenido ante tal acontecimiento, solo le quedó el recurso de salir y hablar con aquella gente que empezaba a voci- ferar con palabras en las que ya apuntaba la ira. El sacerdote merced a su bien ganada fama de piadoso, dota- do de una generosidad por todos reconocida, -sin excluir a los no adeptos a su religión-, logró calmar a la multitud y convencerla de que había sido engañada. Finalmente, no sin que el Párroco dejara bien aclarado que tanto los concurrentes como él, fueron víctimas del ocio o mala fe de algún “desdichado”, todos se retiraron en orden. Más tarde, cuando se enteró quien había sido el autor de la maniobra, entre apenado y enojado, tuvo ganas, si hubiera tenido facultades, de aplicarle la excomunión. Nosotros, que conocimos a ese sacerdote, sabemos que, aún pudiendo, no hubiera sancionado tan gravemente al inculpado, a quien perdonó casi enseguida.¿Y quien otro, sino el nunca bien ponderado Dr. Turena, podía ser el autor de tamaño desaguisado? Pero, prosigamos con las andanzas de nuestro personaje. El letrado de la Sorbona proclamaba, a todos los vientos y a cada instante, su patriotismo y su religiosidad. Cantaba loas a Artigas, Lavalleja y Oribe, (a Rivera no lo mencionaba nunca); afirmaba, y reafirmaba, que era un fiel creyente de la doctrina sustentada por “su” Santa Madre Iglesia Apostólica Romana. Esto último, al parecer, era el motivo de sus frecuentes visitas a iglesias, casas parroquiales, monasterios y colegios católicos. Transcurridos unos meses del “reparto de víveres” en la Parroquia de Rivera, que fraguó su delirante “sesera”, hizo una prolongada incursión por el Estado de Río Grande del Sur. Una gira que abarcó diversas ciudades. Entre ellas, San Gabriel en la que, cumpliendo su inveterada costumbre, visitó la Iglesia Matriz. Prolongada fue la visita y la charla. Y entre los muchos temas de la conversación, con seguridad teología en primer término, uno de 19
  • 20. los presentes refiriéndose a las frecuentes revoluciones que ensan- grentaron aquél Estado recordó que, precisamente en fecha muy próxima, se cumpliría el aniversario de una cruenta batalla librada durante la rebelión del año 1923. Toma entonces la palabra el Dr. Turena, quien tocado en su “amor por el prójimo” y en su religio- sidad, la que seguramente le hacía temer por los muertos, entre los que habría contritos arrepentidos, pero muchos más impenitentes, que habían perdido la viva en esa batalla, dispuso que incontinenti se celebrara en aquel templo un funeral solemne por el alma de los caídos no sólo en tan sangrienta batalla sino, también, por todos los que perecieron en la contienda fratricida de 1923. El Párroco le manifestó que mucho le apenaba establecer, en ese momento, que llevar a cabo la muy cristiana iniciativa del Dr. Turena presentaba obstáculos casi insalvables, por no decir insuperables, ya que para oficiar un funeral solemne, tanto en aquella iglesia como en las otras del municipio de San Gabriel, no se contaban con los sacerdotes indispensables que, a tales efectos, se ajustaran al rito y liturgia a que obligan las leyes inviolables que consignan los textos de los sagrados cánones y demás disposicio- nes eclesiásticas. Como no podría ser de otra manera, contraatacó el abogado visitante quien, fiel a su ortodoxo verbalismo, afirmó categórica- mente que los gastos originados por el traslado de los sacerdotes de otros municipios, implícitamente: costos de pasajes, estadía, estipendio que les correspondiera según el arancel eclesiástico, imprevistos, etc., -más una remuneración extraordinaria en la que, desde luego y acrecentada, estaría comprendido el Párroco-, así como lo que se invirtiera en ornamentar el templo, lo que se abo- nara al organista y cantores del coro, en fin, todo, absolutamente todo, sería costeado de su peculio. Durante largo rato el Presbítero se mantuvo firme en su po- sición pero, finalmente, sus “defensas fueron abatidas” por la tenaz verbosidad de aquella alma tan piadosa, y acabado exponente de un cristianismo auténtico puro, como era el Dr. Turena. 20
  • 21. Y en la fecha preestablecida, se celebró el solemne funeral cumpliéndose, estrictamente, con el ritual. Participaron de la ce- remonia, sacerdotes de otros municipios quienes especialmente, y a tales efectos, viajaron a la ciudad de San Gabriel. Quien no estuvo presente en tan pomposo acto, pues la noche anterior se había ausentado de la referida ciudad brasileña, fue el Dr. Turena. ¿Huyó o fue mera coincidencia su alejamiento? Vaya uno a saberlo, pero la cuestión fue que el Párroco tuvo que hacer frente a todos los gastos que totalizaron una importante suma de contos de reis.6 Consumada semejante indelicadeza, que evidentemente tuvo visos de sacrílega estafa, el abogado de marras hizo su aparición en otra ciudad del citado Estado brasileño: en Santa Ana do Livra- mento. Allí, cumpliendo su invariable costumbre, hizo una visita al Colegio de las Hermanas Teresianas quienes, en aquella época, luchaban denodadamente en conseguir recursos para llevar ade- lante la construcción del edificio asiento del Colegio, cuyas obras estaban paralizadas por falta de numerario. Situación muy propicia para que inmediatamente el ilustre visitante, con el gesto de gran señor que le era peculiar, expresara a la Hermana Superiora que podía estar tranquila ya que el problema aludido, que tanto afligía a la congregación, desde aquel momento estaba resuelto. Sólo faltaba que le informara el monto total de lo que necesitaban para la terminación del edificio. Bastaba que le dijeran las cifras, aumentadas prudentemente para los imprevistos, que él, al día siguiente o más tardar dos fechas después, donaría en efectivo el dinero necesario para finiquitar la obra de referencia. Para ello, sólo tendría que concurrir a la Sucursal del BROU en Rivera y llenar los requisitos pertinentes. A la Hermana Superiora y demás compañeras, al oír pro- mesa de tal magnitud, casi les da un soponcio. Pero prontamente reaccionaron y, muy lúcidas por cierto, suplicaron al Dr. Turena 6 Moneda brasileña. 21
  • 22. repitiera su promesa ya que, a ellas siervas de Dios, les parecía un sueño milagroso. Y, por supuesto, el ofrecimiento fue ratificado. La donación, tan hermosamente promisoria para las Herma- nas Teresianas, ese día las dejó extáticas y las indujo a quebrantar la norma que les prohibía compartir la mesa con personas del otro sexo. Entonces, Turena fue invitado a almorzar, -se nos ocurre un menú extraordinario-, en el refectorio del citado colegio. Y fue tanta la alegría de las Hermanas que, cuando se hubo retirado el visitante, la Superiora se comunicó telefónicamente con el Párroco de la Iglesia de Rivera a quien participó tan maravillosa novedad, agregando que estaba segura que todo era obra de Dios. Sin lugar a dudas, el único capaz de realizar aquel milagro. Cuando el Presbítero, (se trataba del mismo que fue vícti- ma cuando el reparto de víveres), oyó el nombre del mensajero milagroso, se rió a carcajadas y explicó a la asombrada Superiora quién era el personaje de la promesa y sus hazañas. Ocioso nos parece narrar, como finalizó el episodio de la promesa a las Hermanas Teresianas. Qué otra cosa podría ocurrir sino la desaparición de escena del egresado de la Sorbona que, una vez más, desmintió en los hechos su fementida fe en los preceptos de su Santa Madre Iglesia Apostólica Romana. Pero corren los días y los meses, no los años, ya que antes de transcurrir las 365 jornadas del ciclo anual tenemos nuevamente en Rivera al Dr. José Pedro Turena, con su prestancia de gran señor, noble y arrogante, pronto a dispensar favores a quien quiera que fuere, pues su estirpe de hidalgo católico, apostólico, romano, no cae en las discriminaciones propias de los individuos plebeyos. Coincide su llegada a la tierra sino prometida elegida, -desde lue- go elegida- por nuestro personaje como fértil y propicia para sus “prosopopéyicas” hazañas, con un certamen “gallináceo” que ha despertado gran interés entre los granjeros de la zona. La avicultura de raza en el departamento norteño estaba poco desarrollada, pero ello no impedía que la exposición y concurso 22
  • 23. que se llevarían a cabo, dejara de atraer la atención de chacareros y vecinos en general. También, como no, la presencia en el local donde se realizaría el certamen (calles Dr. Ugón y F. Sánchez) del inefable Dr. Turena. Terminada la exposición, dictaron sus fallos los jurados. Otorgaron premios, accésit, menciones y, cumpliendo lo previa- mente convenido con los expositores, procedieron a subastar las aves. Entonces la tomó Turena. Allí estaba con su figura de pa- triarca rasurado, y ademán pontificio, presto a emitir su opinión terminante sobre cosas que no sabía pero, dicha de tal forma, que amilanaba a los no doctos presentes y nadie le rebatía. Elogios y censuras, estas más que aquellos, dichas con engo- lada voz producían un certero impacto entre los asistentes. No terminaba el rematador de pronunciar su elemental in- troito y ya Turena hacía su oferta. Tan excesivamente alta que nadie se atrevía a repujar. Tan generosas sus ofertas que rebasaban las esperanzas más optimistas de los interesados, procediendo el martillero, rápidamente, a bajar el mallet7 pues, con justa razón, sabía que era imposible superar semejantes posturas. Y casi simultáneamente, podríamos decir ipso facto, aquel caballero, más impetuoso y temerario pero mucho menos hidalgo que el Señor de la Mancha, aunque tan pícaro y con menos sesos que Sancho, procedía a obsequiar las gallinas, rematadas con tanta prodigalidad, a cualquiera de los presentes -al que tuviera más cerca- sin preferencia ni discriminaciones. Y subasta va y remate viene, lógicamente llegó el momento en que todos los “plumíferos”, sin que se le escapara ningún lote, fueron adquiridos y regalados por el personaje de marras. Quien dejó contentos a todos: expositores, rematadores y, en mayor gra- do, a los agraciados con obsequios tan sorpresivos como inespe- rados. A estos últimos les duró la alegría por algún tiempo. Todo 7 Martillo 23
  • 24. lo contrario les ocurrió a los demás involucrados en el asunto, cuya euforia fue muy efímera. ¿De qué forma podría prolongarse su alegría, si al buscar al “benefactor” éste había desaparecido sin pagar lo que había subastado? Ni aquel día, ni nunca más, se hizo ver entre los organizado- res damnificados de la exposición de avicultura. No hubo, pues, rendición de cuentas. Después de tan destacada performance, se ausentó de Rivera por un lapso más o menos prolongado. Pero el hombre era “volvedor” y volvió nomás, para dedicar todos sus bríos a la política, convirtiendo en cotidiana tribuna el obelisco donado por la colonia italiana que, en aquella época, esta- ba emplazado en el centro de la Plaza Río Branco, (posteriormen- te fue trasladado a la Avenida Centenario esquina Lavalleja). Su oratoria se desentendía de blancos, colorados, verdes o amarillos. ¡Qué esperanza! Eso era una minucia. Apuntaba y disparaba su artillería pesada, contra la decena de pacíficos vecinos comunistas que eran todo el contingente de don Eugenio Gómez, en aquella época diputado y líder de las huestes marxistas-leninistas. En tan loable tarea el hombre de la Sorbona entraba en trance y, como un auténtico cruzado, combatía a muerte a los infieles sarracenos del marxismo que, en pleno siglo XX, tenían la bárbara osadía de atacar a la santa madre iglesia católica apostólica romana. Los combatía sin dar ni pedir cuartel. En todos los mítines, por modestos e inofensivos que fue- ran, organizados por el minúsculo grupo bolchevique de Rivera aparecía el Dr. Turena, acompañado por unos cuantos vivos, y mayor número de papanatas, dispuesto a provocar incidentes de toda índole apoyado, lógicamente, por los guardianes del orden público, apabullando, merced a esas ventajas, al reducido núcleo de sus fieros contrincantes. ¡Heresiarcas, negadores de Dios y ene- migos peligrosos de la sacrosanta patria! Tanto se acostumbró aquel pajarraco, salido hasta ahora no sabemos de dónde, a esas pequeñas victorias, más que de plaza 24
  • 25. pública de feria callejera, que se engolosinó de tal forma que, de- jando de un lado a la gente de la tercera internacional, ahora la emprendía noche a noche, utilizando el obelisco ya citado, contra las autoridades comunales por el precio de la carne, cuyo mono- polio de faena y venta ejercía el Concejo Departamental. Es tan viejo como el mundo que cuando se promueve un movimiento contra los precios de los artículos de primera nece- sidad, - y en nuestro país la carne fue y sigue siendo de primerí- simo orden en la dieta popular-, basta que alguien publicite con terquedad y porfía pertinaz todos los argumentos veraces y falaces preconizando su rebaja para que, de todos los rincones, surjan “entusiastas” adeptos de los cuales se arroga el liderazgo algún vivo con fines electoreros o de los otros. Y así ocurrió con el Dr. Turena, triunfador, por amplio margen sobre la “tremebunda y siniestra decena de los rojos”, -no de Avella- neda8, sino de la hoz y el martillo-, inofensivos vecinos de Rivera. En nuestra ya larga existencia, jamás vimos semejante des- borde de demagogia e inigualado alarde de histrionismo. Cen- tenares de mujeres y hombres lo acompañaron en su furibunda campaña, exigiendo abaratar el precio de la carne. Lo peor no fue que Turena no pagara los capones que faenó y parte de los cuales entregó al pobrerío, (la parte del león se la llevaron los vivos que lo rodeaban), lo tremendo, que lindaba con lo canallesco, fue la esperanza de mejores días que hizo prender en el corazón de aquella gente sencilla que, a pesar de su reiterada hambre y de las mentiras también reiteradas que soportaba de distintos caudillajes, aún tenía reservas espirituales para creer las fementidas palabras de quien, por desequilibrio, aventurerismo histriónico o perfidia, jugaba con ellos como marionetas. Hubo momentos en que el asunto tomaba un cariz grave, preñado de sordas amenazas contra concejales y componentes de 8 Por los colores del club de fútbol argentino Independiente que usa camisetas rojas. 25
  • 26. la Asamblea Representativa9 a quienes imputaban el encarecimien- to de la carne primero, por su incapacidad y segundo, por peores pecados: por coimeros y ladrones. Calificativos dichos en la plaza pública por el Dr. Turena que, indudablemente, se extralimitaba en su oratoria “guerrera” y no medía las consecuencias que podrían acarrear sus repetidas instigaciones. El clima se fue tornando muy tenso, en escala progresi- va, y en el pueblo ya no se hablaba de otra cosa que del choque que inevitablemente se produciría entre las huestes enardecidas y las autoridades comunales. Cuando tal estado de cosas tomó un volumen insospechado no se descartaba ni siquiera el atentado personal a los jerarcas de la comuna y a los diputados departa- mentales miembros de la Asamblea Representativa. No faltaron los incidentes de menor cuantía, que presagiaban algo mucho más grande. Sin descartar una asonada. Para ello no le faltaban ganas a aquella turbamulta que, todos los días y a cada instante, se iba envalentonando con las arengas del Dr. Turena. También él con- tagiado por el virus que sembraba a diestra y siniestra. Hasta que llegó la noche en que la Asamblea Representativa, en sesión extraordinaria, como único asunto del orden día, ana- lizaría el problema del abastecimiento de la carne a la población. Tratarían en esa sesión de esclarecer, exhaustivamente, todo lo que tuviera relación con el monopolio municipal del abasto, tema que se había tornado único comentario de la calle dejando, en general, muy mal parada la reputación de los componentes de la citada Corporación. Como era de esperar, el cuerpo comunal legislativo inició la sesión con quórum máximo, gran expectativa y un público que ocupaba totalmente la cuadra de las calle Sarandí entre Florencio Sánchez y Rodó, donde hubo que cortar el tránsito de vehículos. Capitaneando ese público, el Dr. Turena que lo arengaba con al- tisonante estilo. 9 Órgano comunal similar a las actuales Juntas Departamentales. 26
  • 27. En aquel entonces no había parlantes que informaran, a los que estaban fuera del local, la marcha de las deliberaciones y esto más enardecía a la gente que ya estaba “madura” para desman- darse. Tal cosa hubiera ocurrido, con consecuencias imprevistas, cuando el Dr. Turena, con voz de mando, ordenó imperativamente: “¡vamos!”, enderezando sus pasos hacia la puerta del local que ocupaba la Asamblea Representativa. Detrás marcharon sus más fervorosos hinchas. Pero ni el letrado de la Sorbona ni sus adeptos habían tenido en cuenta que, formando una compacta barrera que abarcaba todo el frente del edificio, en aquel momento objetivo del “avance”, estaba la policía que comandaba el Comisario Jesús Vieira da Cunha, funcionario que a su corrección sumaba un valor personal a toda prueba. El Dr. Turena no obstante su aparente desequilibrio, -siem- pre entre un plato con milanesas y otro con alambre de púas, seguro optaba por las milanesas-, pudo pensar y pensó, en el corto trayecto que lo separaba de la policía, que si no deponía sus des- plantes belicosos le iba a ir muy mal. Con decisión ultra-rápida se detuvo y volviendo la cara a sus huestes les ordenó: “¡a la plaza!”. Fue pues, una sola frase: “Vamos a la plaza”. Así terminó aquel episodio que comenzó marcialmente y remató en una bufonada. Aquella noche, los moradores de Rivera, casi unánimemente, rie- ron y rieron a mandíbula batiente. Era de esperar que Turena se llamara a sosiego después de aquel amargo trance que hubiera amilanado al de más agallas. Pero nuestro personaje era de una pertinacia a prueba de proyectiles de cañón. En su fallida aventura de tomar por asalto el local de la Asam- blea Representativa, perdió muchos admiradores. Algunos que le rodeaban de buena fe y, también, una gran mayoría de logreros10. No obstante, él, egresado de la prestigiosa Universidad de la Sorbona, sólo hizo un lapso muy corto a sus andanzas. Mientras tanto no dejaba de pasear por las calles de la ciudad su gallarda figura, llena 10 Avivados, oportunistas. 27
  • 28. de señorial prestancia, no oyendo y si oía no atendía, las chanzas de los infaltables irreverentes. Burlas que, lógicamente, se merecía. No podía durar mucho la inactividad del Dr. Turena. Su inagotable dinamismo sainetero tenia que explotar de alguna forma. Sólo esperaba que se presentara una nueva oportunidad, para poner en marcha su insoportable genio. Y llegó el día que tan ansiosamente esperaba. Lo que no esperaba era la contundencia con la que lo iban a golpear. La incidencia ocurrió con marcados ribetes de humor negro. Fue, sin lugar, a dudas un gran mazaso recibido por el Dr. Turena en pleno “testuz”. A fines de 1932, o principios de 1933, había llegado a Rivera en gira política el Consejero Nacional de Gobierno, Dr. Baltasar Brum. Ocioso y redundante sería detenernos, aunque fuera bre- vemente, en trazar la biografía de Brum, cuya personalidad, con justicia, recogió la historia. Sus admiradores y otros que no lo eran, pero reconocían sus quilates, se dieron cita en la plaza pública para oír la palabra del Dr. Brum. Inconfundible era el estilo oratorio del ex-Presidente de la República, ahora Consejero Nacional de Gobierno. Era sobrio, elocuente y profundo. Entre el numeroso auditorio no podía estar ausente el Dr. Turena y cuando el Dr. Brum puso punto final a su discurso y se disponía a retirarse, el letrado de la Sorbona, que no podía dejar pasar tan propicia oportunidad para dejarse oír, prácticamente tomó por asalto la tribuna y, a grito pelado exhortó al Dr. Brum a que le prestara oídos. A las muchas virtudes que conformaban la recia figura de aquel preclaro ciudadano que fue el Dr. Brum, se sumaba una gentil tolerancia para quienes no compartían sus ideas políticas, sus credos religiosos o filosóficos. No se retiró, pese a que nada le obligaba a escuchar y “sufrir la perorata” del Dr. Turena. Se mantuvo a pie firme mientras el docto, sabio y erudito “modelado” en la Sorbona, empezó su archiconsabido blá, blá…, 28
  • 29. con su fervorosa adhesión a la Santa Madre Iglesia Apostólica Romana y su entrañable amor a Dios. Amor y temor; amor que le impelía ser piadoso y generoso a manos llenas para, de tal forma, salvar su alma del infierno y temor de no ser lo suficientemente merecedor de ganar el paraíso, pues siempre le parecía que se quedaba corto en sus múltiples acciones de caridad. Luego dejó el cielo y el infierno, para proseguir con su acendrado patriotismo no igualado y, mucho menos, superado por algún compatriota. Su inigualada veneración por los próceres de la independencia, así como su idolatría por el himno, la bandera y el escudo de la patria, a los que reverenciaba constantemente, rematando su chauvinismo con un panegírico al lema del escudo chileno: “Por la razón o la fuerza”. Claro está que fue mucho más extensa la locuacidad paqui- dérmica del Dr. Turena, que se nos tornó monótona y fatua para seguirla sin que nos fatigara. No ocurrió lo mismo con el Dr. Brum quien, con verdadera abnegación, no sólo escuchó sino que, al terminar el Dr. Turena su catártico y espeso discurso, el Consejero Nacional retornó a la tribuna, suponemos para no desairar a su colega doctorado en la Francia de los Luises, Versalles y Trianón, imperio del lujo, la pompa, la desaprensión, y el summun de las pasiones tremendamente desbordadas El Dr. Brum era dueño de una incuestionable fineza de es- píritu y jamás subestimó a ninguna persona, por encumbrada o modesta que fuera, condición que hizo que rebatiera con tranquila serenidad las paparruchas que el Dr. Turena no tuvo empacho en emitir. Quizás, con la ilusoria esperanza de enmudecer a aquella extraordinaria figura tallada en fulgente granito y a quién el bronce perenne ya estaba reclamando para la inmortalidad. Lamentablemente no existe una versión taquigráfica de las palabras de Brum. Recordamos su réplica contundente porque fue la última vez que le vimos y oímos hablar en una tribuna. Más o menos el Dr. Brum expresó (con una elocuencia que no somos capaces de traducir) lo siguiente: “…que en su casi medio 29
  • 30. siglo de vida, no recordaba haber hecho ningún bien de relevancia, así como ningún mal premeditado e irreparable. Pero aseguraba que si algún bien tuvo oportunidad de llevar a cabo, lo hizo por el bien mismo, sin esperar recompensa de clase alguna, ni por parte de quien había beneficiado ni calculando ganar el paraíso, en el cual no creía, como tampoco temía ir al infierno castigado por haber inferido el mal impremeditadamente. Tales premios y sanciones divinas le tenían, pues, sin cuidado y tranquila estaba su conciencia. Quería a su patria y reverenciaba a sus próceres, como cualquier uruguayo, pero sin caer en los extremos de creer- la mejor que otras “patrias”, sin subestimarla ni sobreestimarla. Oía con el respeto debido al Himno Nacional y con igual respeto valoraba la bandera y el escudo, pero comprendía y justificaba que compatriotas con hambre, desamparados por el Estado, sin ningún apoyo de los económicamente poderosos, concretando: los infelices, los desposeídos de pan, techo, ropa, los que nada tenían y carecían de todo, no podían conmoverse al escuchar la suprema canción de la patria y lógico era que para ellos no tuvieran ningún significado los símbolos que encarnaban la bandera y el escudo. Con referencia al lema del escudo chileno: “Por la razón o por la fuerza”, estaría siempre y en cualquier circunstancia, buena o mala, con la razón. Podría la razón ser pisoteada, avasallada, es- carnecida, negada, vilipendiada, eclipsada, todo ese daño inferido precisamente por la fuerza. Tal desgracia sólo duraría un lapso más o menos prolongado, pero no tan largo que, para siempre, impidiera su resurgimiento con mayor vigor, con una pujanza incontenible, que derrotaría a la fuerza. Mientras que la fuerza sólo tendría efímeras victorias, perecederas, hasta que finalmente sería destrozada y aniquilada por la razón. Su lema personal e íntimo y que anhelaba fuera el de todos los orientales, era “Por la fuerza de la razón”. “Distinguido colega Dr. Turena, así pienso y esa será mi posición inconmovible. Jamás transaré con la fuerza y contra ella lucharé hasta el último instante de mi existencia.” 30
  • 31. No fueron éstas exactamente sus palabras. Las suyas tenían la incuestionable jerarquía explícita de aquel hombre excepcional y héroe civil, que fue Baltasar Brum. Su hidalguía, superando la fatiga, le permitió, antes de dejar la tribuna saludar cordialmente a quien había promovido con su impertinencia la polémica en la Plaza Río Branco de la ciudad de Rivera. El Dr. Turena intentó, histriónicamente, proseguir el debate pero el Dr. Brum se alejó modesta y majestuosamente, (aunque parezca una paradoja), recibiendo una cerrada ovación. Al día siguiente, el jurisconsulto de la Sorbona se ausentó de Rivera, a la que nunca más volvió. Nadie lamentó su alejamiento. 31
  • 32. Certificado de “valor probado” Muchos países entre los cuales, en primer término, las con- sideradas grandes y civilizadas potencias, tienen la arraigada y secular institución de las condecoraciones. Materializadas en cruces, medallas veneras y otras pomposas insignias de bronce o hierro, revestidas de oro y plata, algunas engastadas con piedras preciosas, inclusive brillantes. Cuanto afán, nerviosismo, insomnio, nos imaginamos pade- cerá más de uno para que le cuelguen en la solapa o le “enhebren” en el cuello, una de esas ostentosas expresiones de vanagloria. Entendemos que tal institución, nacida en imperios y mo- narquías, es incompatible con el ideario republicano aunque haya, desde luego, repúblicas que las practiquen y hasta mandatarios (evidentemente sin firmes convicciones republicanas), que acep- tan y se enorgullecen de ser condecorados. Tal lo ocurrido con más de un compatriota nuestro, entre los cuales quien, además de ser gobernante de una república democrática, integra un par- tido popular y que, en reciente data, no tuvo empacho en recibir una condecoración otorgada, nada menos que, por el sangriento dictador guaraní.11 También están los que toman la cosa “pa´ la butifarra”, como el reciente caso de los “Beatles” al ser condecorados por la reina de Inglaterra. Y sino vean; según la agencia UPI, en noticia publicada por los diarios de Montevideo el 24 de marzo de 1970, ocurrió lo siguiente: “Marihuana antes de la condecoración. París 23, (UPI). El “Beatle” John Lennon dijo en el curso de una entrevista, publi- cada hoy aquí, que él y otros miembros de ese conjunto musical fumaron marihuana en un lavatorio del Palacio Buckingham antes 11 Gral. Alfredo Stroessner. Dictador paraguayo desde 1954 hasta 1973. Derro- cado se asiló en Brasil 32
  • 33. de ser condecorados por la reina Isabel. Lennon fue preguntado por un cronista del semanario francés “L’Express” si había tomado en serio el honor y si se sintió impresionado. Según la publicación, Lennon dijo que interpretó todo el caso “como algo jocoso”. Obvio sería, entonces, establecer nuestra discrepancia con este asunto no sólo por su origen sino, también, porque no siempre los condecorados son merecedores de ello. Para este sentimien- to nuestro, republicano y demócrata, en nada han pesado otras opiniones, entre las cuales, por ejemplo, la difundida cuarteta epigramática: “En tiempos de las bárbaras naciones, colgaban de la cruz a los ladrones, Y en el siglo que llaman de las luces del pecho de ladrones cuelgan cruces”. Ni tampoco la interrogación de la poetisa italiana del siglo pasado, Herminia Fua-Fusinato: “¿Por qué al hombre más torpe y majadero le conceden la cruz de caballero?” Quizás sí hayan influido las opiniones de algunos intelectua- les sobre el fenómeno de las condecoraciones que creemos vienen al caso y transcribimos a continuación. Por ejemplo: Octavio Mirbeau, humorista francés (1848- 1917), en su cuento “Escrúpulos”, escribe que un ladrón, al narrar su autobiografía expresa: “Pertenezco a un círculo aristocrático, tengo muy buenas relaciones y el gobierno recientemente me ha condecorado”. El novelista, poeta y dramaturgo español, Don Ramón del Valle Inclán (1870-1936), en su novela “Tirano Banderas”, biogra- fiando a un embajador homosexual, dice: “Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Ministro Plenipotenciario 33
  • 34. de su Majestad Católica en Santa Fé de Tierra Firme, Barón de Benicarlés y Caballero Maestrante, condecorado con más “lilailas que borrico cañí…”.12 Otro celebrado novelista francés, Roger Peyrefitte, en su libro “Los Judíos”, a propósito de condecoraciones, sostiene que “… durante el sitio de Plevna, una bomba de tiempo cayó cerca del general Skobeleff y un soldado saltó y la arrojó al albañal.” “-Me has salvado”, le dijo el general. -¿Como te llamas? -Moise ben Lévy! -¿Qué prefieres, cien rublos o la Cruz de San Jorge? -¿Qué vale la Cruz de San Jorge? -¡Oh! cuatro o cinco rublos, pero confiere honor. -Pues bien, que vuestra excelencia me de noventa y cinco rublos y la Cruz de San Jorge”. Jorge Amado, consagrado novelista brasileño, en su novela “Los viejos marineros”, cuyo protagonista central es el Comandan- te Vasco Moscoso de Aragón, Capitáo de longo curso 13, hablando de este singular personaje que se graduó de Capitán de la marina mercante sin haber navegado nunca, título que obtuvo mediante un examen ficticio, expresa: “El Capitán de Puertos Comandante George Dias Nadreau, aproximóse y saludándole le dijo: -Usted está perfecto, el propio Vasco da Gama sentiría envidia si lo viese. Falta apenas una cosa para completar toda una prosapia. -¿Qué? Se alarmó Vasco. -Una condecoración, m´hijo. Una bella conde- coración. -¿No soy militar ni político, donde conseguirla? -Con- seguiremos… Sólo te costará unos cobres. ¡Pero vale la pena!´” “El Dr. Gerónimo de Paiva, Jefe de Gabinete de la Gober- nación, se encargó de las negociaciones con el Cónsul portugués, dueño de una pastelería en la Plaza Municipal, para así hacerle sentir el interés del Gobierno en aquella honra a conferir al Co- mandante Vasco Moscoso de Aragón. -¿Pero se trata de Aragon- sito, de la firma Moscoso & Cía., al pie de la Subida a la Montaña? -Pues es el mismo, sí señor. Solamente que ahora él es Comandante 12 En dialecto: “…astucias o tretas de borricos gitanos”. 13 Del portugués: Capitán de extensa ruta. 34
  • 35. de la Marina Mercante. -No sabía que se hubiese embarcado… -No se embarcó, pero se presentó al concurso que exige la ley. -Pues conocí mucho al abuelo, un portugués derecho, un hombre de bien. ¿Y por qué su Augusta Majestad condecorará al nieto? Gerónimo golpeó la ceniza del habano y alargó el ojo cínico. -Por sus relevantes hechos marítimos. -¿Marítimos? Que yo sepa, ni siquiera se embarcó… -No embrome “seu” Fernandes, el hombre paga. Su augusta y arruinada Majestad condecora a nuestro buen Aragonsito. ¿Qué diablos quiere usted aún discutir? Invente los motivos, arregle lo encomendado por unos ricos contos de réis… Y si otro pretexto no hubiere, recuerde que él se llama Vasco y Co- mandante, nieto de portugueses, casi pariente del Almirante Vasco da Gama.” Así sellóse definitivamente la gloria del Comandante Vasco Moscoso de Aragón cuando, después de algunos meses y el pago adelantado de cinco contos, su Majestad Don Carlos I, Rey de Portugal y Algarves, le otorgó el grado de Caballero de la Orden de Cristo, (de una antigüedad de 700 años, llegada de la época de las Cruzadas), “por su notable contribución a la apertura de nuevas rutas marítimas”. “Con medalla y collar. ¡Cosa de ver!”. Ernest Hemingway, durante la guerra civil española, en- tre sus crónicas escribió “Los italianos en la guerra”, de la que transcribimos un breve pasaje que dice: “No hay nada más que conocer al Mussolini de antes de subir al poder y de hacerse su leyenda. Saber que no fue ningún jabato 14 en la guerra; que no fue condecorado ni una sola vez, en un frente donde se solía condecorar a un soldado por el simple hecho de atacar cuando se ordenaba un ataque…”. Sobre el tema nos llegó, hace unos días, “Uno de tantos, no- vela de un fracasado”, un libro del Dr. Aldo L. Ciasullo, aboga- do, diplomático y político, quien conoce en detalles los recursos apelados por casi todos los embajadores, fuere el país que fuere, 14 Grosero, soez, inculto. 35
  • 36. para lograr una condecoración. Sobre ello escribe Ciasullo: “…los Embajadores que lucen tantas condecoraciones, cintas y medallas, tanto collarín y banda, que deben ponérselas por turno al no haber sitio donde colgarlas. Condecoraciones que han conseguido con leves insinuaciones y frecuentes comidas…”. Tal vez, en todo esto, lo que hay son hombres cargados de complejos de inferioridad, pensamos nosotros. Nuestro país, en buena hora, no otorga condecoraciones. Quizás al no ser una gran potencia, porque es subdesarrollado o en vías de desarrollo, por no haber alcanzado la “civilización” requerida para tales homenajes o por mantener un remanente de la dignidad de los hombres de la Patria Vieja. Hasta la primera década del siglo pasado, teníamos otras condecoraciones. Que no se colgaban en las solapas ni se osten- taban públicamente. Veámoslo. Había llegado el verano a Rivera y si bien enero venía soleado y caluroso, había sido precedido por un diciembre frío y ventoso que obligó a los riverenses a enfundarse en sobre- todos, ponchos y otras prendas invernales aunque se vieron “va- lientes” que, en mangas de camisas o con livianas ropas de brin, desafiaron las sudestadas. Los meteorólogos aficionados, doctos en fenómenos atmosféricos, no pudieron explicar el origen de las anormalidades que hicieron descender la columna mercurial a 10 o 15 grados durante treinta días. Pero ahora, en pleno enero, la temperatura era la de la es- tación. Los gorriones, habitantes sin apremios de desalojos o lanzamientos, volaban de plátano en plátano, que en esos años ornamentaban la calle Sarandí, y arreciaban con sus trinos ru- tinarios y monótonos que, por viejos y oídos, no concitaban la atención de nadie. El calor superaba los 30 grados. Una mañana, alrededor de la hora 7 y 30, ingresó a la Administración de Rentas -en la actualidad una Sucursal de la Dirección Gral. Impositiva-, el Teniente (R) Nacianceno Frós. Iba a pagar un impuesto, quizás la contribución 36
  • 37. inmobiliaria. Fue atendido por el funcionario J. Rodríguez y sin que sepamos el por qué, (quizás la fatiga de una noche desvela- da por el calor que afectaba a ambos o el excesivo aumento del impuesto a pagar) se generó una polémica entre el recaudador y el contribuyente. La discusión fue subiendo de tono hasta que el funcionario desafió al Tnte. (R) Frós a salir a pelear a la calle. Pero entonces el desafiado respondió con una larga, insólita e inesperada afirmación: “Conmigo no pelea cualquiera. Tampoco aquel que se le ocurra “meter pechera” haciendo alarde de un co- raje que puede o no tener pero que, hasta ahora, nadie le conoce. Para pelear conmigo, oígame bien, tiene que poseer un certificado de valor probado”. -“¡Qué certificado, ni que valor probado, ni que niños en- vueltos; vos vas probar tu valor ahora!”, gritó el funcionario. Don Nacianceno lo miró fijo, se ajustó la golilla colorada y, sin levantar la voz, respondió: –“¡Claro que lo voy a probar, con un documento fehaciente y no con baladronadas!” Salió de la oficina yendo hasta su caballo que estaba atado a la rama de un paraíso y sacando un papel de la montura lo alcanzó a su contrincante diciéndole: “¡Lea, y lea en voz alta!”. Rodríguez miró el papel sellado, amarillento por los años y, con ojos muy grandes, empezó a leer: “El Ministro de Guerra y Marina que suscribe, CERTIFICA: que el Sargento del Regimiento de Caballería Nº 3, don Nacianceno Fros, probó su valor en forma indubitable, con ejemplar compor- tamiento, durante todo el transcurso de la Batalla de Masoller, acción librada el día 1º del cte. mes, en el paraje del mismo nom- bre, donde fueron derrotadas las fuerzas subversivas que hicieron abandono del campo cruzando la frontera rumbo al Brasil. A todos sus efectos, extendemos el presente, en Montevideo, a los treinta días del mes de setiembre de mil novecientos cuatro.- (Fdo.) Gral. Eduardo Vázquez, Ministro”. 37
  • 38. El airado funcionario sacudió la cabeza y, amagando una sonrisa, devolvió el certificado a su dueño diciéndole: -“Sírvase y disculpe. ¡Fue el calor!”. La polémica y su desenlace se incorporaron al anecdotario riverense. Pero estamos seguros, además, que Don Nacianceno Fros jamás cambiaría la sobria condecoración del certificado por alguna de las que, “gratuitamente”, se otorgan por servicios presta- dos a hombres de empresas, diplomáticos, embajadores, cónsules o militares, recargadas de filigranas de oro o plata que se llevan en las solapas de chaquetas o sacos y centellean bajo las luces de los salones de organismos internacionales, cancillerías o casas de gobierno. Pasados los años, una calle de Rivera lleva su nombre. 38
  • 39. Una serenata disonante Allá por 1925 y pico, cuando recién habíamos cumplido quince años, -deberíamos decir hoy con el excelso nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento15: “Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”-, visitábamos todos los días la “residencia” de Evergisto Acosta, en la esquina de las calles Monseñor Vera y Uruguay. Allí recibimos el espaldarazo de “hombres”, exigencia “sine qua non” del dueño de casa para ser admitidos en la misma. Como no había nada parecido a una tizona para la ceremonia de ingreso o iniciación, el Negro Acosta cumplió la misma con un escobazo suave sobre nuestra espalda. Fue un momento de intensa emotividad, rubricada con una oración de gran vuelo lírico pronunciada por nuestro padrino. Otro tanto ocurrió con Fidelis Cavalheiro (Nenito) y Osvaldo Catalogne (Ferruja). A las tertulias de la mansión de Monseñor Vera y Uruguay, también eran habitués Armando Oriol, Dieguito Espinosa, José Ghemí (El Peje), Omar Freire, el Gaucho Acosta, Belito Vieira da Cunha, el minuano Chiribao (cantor en descenso), el rochense Angel de los Santos (ex-sargento de caballería, descendiente de Francisco de los Santos, el famoso chasque, cuyo nombre reco- gió la historia de nuestra Independencia), el “doctor” Francisco Pachiarotti, el brasilero Cabellito (tuerto y revolucionario voca- cional), su primo Benjamín Cabello y otras relevantes figuras de la juventud riverense. Cuando se barrían las piezas, y se procedía a cumplir con otros elementales preceptos de limpieza, era porque se esperaba la visita de alguna dama que podría ser Celina, Marina o Etelvina. 15 Nombres y apellidos legales del poeta Rubén Darío. 39
  • 40. Mate amargo a toda hora; tortas fritas cuando llovía; guitarra y cantos todos los días y todas las noches. Naipes, siempre. En noches propicias, serenatas por extensas zonas urbanas y subur- banas de Rivera. Belito Cunha, con su empecinada inquietud, se había pro- puesto aprender a tocar el pistón (corneta de llaves) y consiguió en el Municipio que le prestaran no sólo ese instrumento musical de viento sino, también, algunos otros entre los cuales: un trombón (de varas), un helicón (bajo), etc, que pertenecieron a la desapare- cida Banda Municipal y que estaban arrumbados en el Corralón. Convenció a Dieguito Espinosa,-que no tenía oído ni para cantar el arroz con leche (ojo: reproducimos, no plagiamos), que aprendiera a tocar el bajo. Todas las tardes Dieguito soplaba, emi- tiendo un infernal ruido, aquel aparato grandote16. Insistía con “sacar” el tango “Viejo Rincón” y le pedía al Peje Ghemí, que algo se defendía, le cantara la letra; una ayuda inútil por supuesto. Una noche que estaba transcurriendo bastante aburrida, resolvimos con el Peje y Dieguito salir de serenatas. No estaban presentes ninguno de los amigos capaces de “rascar” una guitarra, pero ello no nos arredró. Para eso estaba Dieguito con su bajo, bri- llante después de largas frotaciones con franelas y líquido pulidor. Acompañaría al Peje, que no sabía la letra de “Quemá esas cartas”, en boga entonces, pero quería aprenderla. Para eso la tenía escrita. Saldríamos a las 20:30. Dieguito llevaría el helicón, el Peje cantaría y yo portaría un farol, imprescindible pues, aunque UTE no contribuía todavía a la oscuridad de las calles del pueblo, era necesario alumbrar el trayecto que seguiríamos. Debemos confesar, con cierto tardío rubor, que nuestras se- renatas aunque románticas, en esencia tenían un trasfondo ma- terialista como se verá más adelante, diferenciándose, en muchos matices, de las serenatas que narra Rubén Darío en su cuento “La larva” donde escribe: “…algunas veces se oían ecos de músicas 16 Instrumento musical de aire, de forma circular y gran tamaño. 40
  • 41. Con Martín Echevarría, Manue- lito Gil y Juan Scaraffuni, listos para salir a una serenata. Lezama, de pie, es el 2º desde la izquierda. o cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y ro- manzas que decían, acompañadas con la guitarra, las ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, hasta el cuarteto, un piano y aún orquesta completa, que tal o cual señorito adinerado hacía sonar bajo las ventanas de la dama de sus deseos. Yo tenía quince años, un ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicio- naba era salir a la calle con la gente de una de esas serenatas”. “Un día supe que por la noche habría una serenata. Más aún, uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta cuyos encantos pintaba con las más tentadoras palabras”. “Logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideraba un hombre. Guiado por la melodía, llegué pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero “A la luz de la pálida luna” y luego “Recuerdas cuando la aurora…”. 41
  • 42. Así describe Darío las serenatas de Metapa, su ciudad natal, que se parecían muy poco, como afirmé antes, a la que estábamos abocados aquella lejana noche en nuestros pagos fronterizos. En nuestro evento carecíamos de guitarras, violines, flautas, violoncelos y hasta de cantores. Sólo contábamos con el helicón, es decir con el descomunal bajo manejado por la inexperiente mano y la ausencia de mofletes y oído musical de Espinosa y, en el rol de cantor, de “poco posibles”, el Peje, que ni siquiera había podido memorizar su obsesiva “Quemá esas cartas”. Y con esos magros recursos nos lanzamos a la calle, pala- deando a priori el cercano éxito. El primer homenajeado fue Isidro González, instalado con un almacén de ramos generales en la esquina de Fructuoso Rive- ra y Monseñor Vera. Fijamos el lugar y a quien ofreceríamos la serenata, sabiendo que el agradecimiento de Isidro aparejaría el obsequio de, por lo menos, una botella de caña que serviría para estimularnos en nuestra romántica empresa. Y bien, iba a iniciarse la serenata y Dieguito se creyó obli- gado a afinar su instrumento. Aspirando todo el aire que podría caber en sus pulmones, soltó la primera nota… ¿nota? ¡ Otra que nota! Fue un bufido que, creemos, hizo trepidar las paredes de las casas vecinas. Empezó entonces la serenata. El Peje Ghemi hechó mano al papel con la letra de “Quemá esas cartas”; Dieguito se puso a soplar con decisión su helicón, mientras nosotros, modestamente, levantando el farol alumbrábamos el papel con el texto del tango. En algún momento, distraídos, movíamos el farol, obligando al cantor a trabucar los versos: “Quemá esas cartas donde he grabado/ solo y enfermo mi desgracia atroz/ que nadie sepa que te quiero tanto/ que nadie sepa que muriendo estoy.” “Afirmado a los pedales”, como dicen los muchachos, el Peje repetía el final de la siempre vigente canción de Juan Pedro López, mientras Dieguito, briosamente, soplaba y soplaba el bajo. 42
  • 43. En el momento en que el Peje bisaba, otra vez, “que nadie sepa que muriendo estoy”, por una ventana asomó la cabeza del dueño de casa quien, con voz tronante y ademán amenazador, nos gritó: “van a morir sí, pero a patadas si no se mandan mudar enseguida!”. Uno de nosotros retrucó: “si no contribuís con una botella de caña a esta “turné”, que recién largamos, haciéndote el honor de ser el primero a quien dedicamos nuestra serenata, el Peje vuelve a cantar hasta que amanezca”. El homenajeado cambió de tono y, de la amenaza, pasó al ruego: “Les doy la caña pero, por favor muchachos, terminen con ese bochinche”. Pasamos por alto lo de bochinche y, previo recibo de la botella de caña, transamos. Allí nomás quemamos las naves como Cortés, (en nuestro caso las cartas de Juan Pedro López que, al fin y cabo, era lo que él suplicaba), y en forma fraternal y equitativa empeza- mos a paladear el viejo, pero siempre eficaz, ahogador de penas. A partir de esto, y para siempre, se acabaron nuestras sere- natas. 43
  • 44. Lentes y bigotes Donde actualmente está el Cine Astral, (Sarandi casi Floren- cio Sánchez), estuvo el Club Artigas, una entidad social de efímera vida. Una noche se llevaba a cabo en el citado club, una asamblea general muy concurrida y no menos borrascosa. Hacía pocos días se había realizado una kermesse benéfica y se rumoreaba que un directivo, que actuó en dicho acontecimiento con funciones de tesorero, no había rendido cuenta del líquido obtenido que sería una considerable suma de pesos. El debate acalorado, se tornaba de gran violencia sin que los socios más moderados consiguieran aplacar los ánimos. Entonces pidió la palabra don Juan Garay. Este era solamente tocayo del que realizó la segunda fundación de Buenos Aires y a quien no le unía ningún parentesco. La falta de ascendencia prócer, aunque él era proceroso, estaba compensada en nuestro Garay, por su cotidiano buen humor y su invariable cordialidad. Condiciones por las que cosechaba abundante y afectuosa amistad. Otras bellas prendas espirituales poseía, sobresaliendo su fervor patriótico y su constante veneración a los héroes de nuestra independencia. Artigas, Lavalleja, Rivera, sin omitir a Oribe (don Juan jugaba con la casaca blanca del equipo del Cerrito), eran recordados y exaltados diariamente y con cualquier pretexto. Por ello, su soli- citud para hablar produjo expectativa y hasta suspenso entre los asambleístas. “Señoras y señores, estimados consocios”, fueron sus prime- ras palabras. “Sigo atento el debate que viene desarrollándose y confieso que estoy alarmado, casi consternado, por la agresividad de los interventores. No justifico de manera alguna las ofensas que, no obstante veladas, se están infiriendo mutuamente. Por eso los exhorto, por los intereses impersonales de nuestra institu- ción, a que reflexionen antes de seguir el peligroso rumbo que han 44
  • 45. En una despedida de soltero en el Club “Artigas”. Lezama es el 3º, desde la izquierda, de pie, en la 2ª fila. tomado. Pido que sigan el ejemplo… (aquí, como no podía ser de otra manera, asomó el entrañable sentimiento patriótico, fervoroso e irreversible de don Juan Garay), ejemplo sí, mis amigos, del héroe máximo, el General Artigas”. A esta altura el orador se vuelve de espaldas y poniéndose de frente a una biblioteca de poca altura, agita el índice señalando el retrato del vencedor de Las Piedras que, colocado encima del mueble, ornamentaba el salón de actos. Luego prosiguió:”Repito, tomen ejemplo de este caballero sin miedo y sin tacha!”. Pese a haber mezclado en sus recuerdos a Artigas y al francés Pedro de Terrail, Señor de Bayardo, inconsciente de su metida de pata, don Juan, sin dejar de hablar, volvió a ponerse de frente a los asambleístas, continuando su exhortación, encendida, vibrante y llena de santas intenciones. Fue el instante propicio que aprovechó Juan Vico, presto siempre a alguna travesura, para sustituir el retrato de Artigas por uno de Rodó, intuyendo acertadamente que Garay volvería “a la carga” y señalaría el retrato con su índice reverente para el patriar- ca, pero admonitorio para sus consocios. Cuando en efecto tal cosa sucedió, el asombro se reflejó en su rostro que, de intensa palidez, pasó a un rojo violento y estallando en ira, gritó su inolvidable 45
  • 46. pregunta: “¿Pero se puede saber quién fue el sinvergüenza, el ca- nalla traidor que le puso lentes y bigotes a Artigas?”. Sillas que caen, asambleístas que acompañando sus asientos también ruedan por el piso, que se incorporan rápidamente, que avanzan y retroceden pechándose, otra vez cayéndose y levantán- dose, un vocerío babilónico, todos preguntan, nadie se entiende, interrogan en vano sobre lo ocurrido, unos rien a carcajadas al borde de las lágrimas, nadie sabe nada, mientras Don Juan se desgañita impotente, queriendo explicar el ultraje y la profanación hecha al inmortal Artigas. La loable arenga de don Juan Garay sólo consiguió una breve tregua, quebrada por la irreverencia juvenil de su tocayo Juan Vico. El dinero de la kermesse no apareció. Poco tiempo después se extinguió la corta existencia del Club Artigas. Acontecimiento doloroso para muchos, pero en forma especial para aquel buen vecino, buen amigo, buen patriota que fue don Juan Garay, quien en la memorable asamblea que hemos contado, pudo también haber repetido otra de sus lapidarias frases: “Nunca jamás, como dijo aquél, no recuerdo, quizás, tal vez, puede ser, no sé, dijo él, no permito de manera alguna que nadie le falte el respeto al padre de los orientales”. 46
  • 47. Juan Barullo Hasta la derrota del movimiento revolucionario de 1904, de acuerdo con el pacto de Nico Pérez17, fue Rivera uno de los seis departamentos en que el Jefe Político y la Policía a sus órdenes, pertenecían al Partido Blanco. En aquella época vivió Juan Barullo. Quizás y sin quizás, el personaje típico más pintoresco de toda la historia de nuestro departamento. No tuvimos el gusto de conocerle, ya que murió cuando con- tábamos muy pocos años de edad. Lejos estaba aún de tener Rivera aguas corrientes y servicios sanitarios, cuyas tuberías, etc, recién empezaron a ser instaladas en 1931. Cabe señalar, que la primera barométrica llegó a Rivera allá por 1911. Hasta entonces era muy importante, y suponemos bien remunerado -(a pesar de que no había leyes que ampararan a los trabajadores dedicados a tareas insalubres, ni laudos ni convenios colectivos)-, el oficio de limpiador de pozos negros, sin eufemis- mos: water closet, letrinas, excusados o retretes. Juan Barullo fue el ejemplar más eficiente de ese gremio. Posiblemente por su ocupación, después de trabajar toda la noche dormía por la mañana y al llegar los atardeceres la “sbornia”18 le acompañaba indefectiblemente. No era la sbornia de vino que pone alegre y hace cantar a los itálicos, sino la de 17 El 1º de marzo de 1903 asumió la Presidencia de la República, José Batlle y Ordoñez. El 16 de Marzo se produce el levantamiento de Aparicio Saravia que dió lugar al Pacto de Nico Pérez, firmado el 22 de ese mismo mes. Pero la paz duró poco. El 1ºde enero de 1904 los blancos comienzan sus movilizaciones. Estalla la revolución . El 10 de setiembre de 1904, muere Aparicio Saravia herido en Masoller. 18 Del italiano: borrachera. 47
  • 48. caña brava, la que al decir del Viejo Pancho, el pulpero misturaba con pimienta. Nuestro personaje tenía alguna similitud con el del tango, ya que no bebía para olvidar ninguna traición femenina, lo hacía de puro “curda” nada más, sin descontar que sus estados etílicos tal vez borrarían el recuerdo poco fragante de su trabajo nocturno. Juan Barullo era colorado como sangre de toro, lo que evi- denciaba su coraje en aquellos días en que la policía de Rivera era, toda, del bando contrario. Una tarde sí y la otra también se ponía una golilla roja, se ins- talaba frente a la Jefatura de Policía, ubicada en el mismo lugar en que está hoy, y durante largo rato, con su inconfundible vozarrón vivaba al Partido Colorado, al que dedicaba sus mejores loas, en tanto que denostaba al Partido Blanco y a sus próceres, no dejando nunca de enrostrarles haber “asesinado al finado Quinteros”, tra- bucando el paraje con los nombres de César Díaz, Manuel Freire, Francisco Tajes, etc, inmolados en Paso de Quinteros. Al Capitán Etchepare, un montevideano con fama de guapo que integraba la plana mayor de la Urbana (así se denominaba la Policía Blanca), cada día le agradaba menos la presencia y actitud de Juan Barullo. Nada menos que frente al cuartel general de las milicias blancas. Tanto llegó a no gustarle el asunto que, con algunos subalter- nos de su confianza, planificó la detención del “sublevado”, -jus- tificada claro está por los agravios que le hacía a la autoridad y al partido del Capitán-, y, además, el simulacro de su “fusilamiento”. Una tarde, el oficial blanco puso en marcha su plan. Apenas había llegado el “salvaje colorado” hasta el costado de la plaza Río Branco, para iniciar su cotidiana “oratoria” contra los blancos, fue detenido y alojado en una de las celdas ubicadas al fondo de la Jefatura. De allí fue sacado al poco rato y metido en un barril re- bosante de materia fecal, ya preparado para someter al provocador al castigo ideado por el Capitán. 48
  • 49. Aunque parezca que existía alguna afinidad entre el “con- denado”, dado su oficio, y el contenido de la improvisada pieza de tortura, de la que emergía sólo su cabeza, no era así. Juan Barullo estaba muy desacomodado y le agradaba, muy poco o nada, el momento que estaba viviendo. Del desagrado, pasó a la inquietud y a la alarma cuando oyó la imperativa voz de mando del Capitán Etchepare que ordenaba: “¡Presentarse el pelotón de fusilamiento!”. Rápidamente se presen- taron, aproximándose a pocos metros del siniestro barril, ocho soldados que se colocaron cuatro parados y cuatro arrodillados. “Preparen armas”, ordenó el oficial, oyéndose inmediatamente el metálico sonido de los cerrojos de los fusiles; Como un tronido se oyó ordenar a Etchepare: “¡¡Apunten!”. A esta altura el “conde- nado” hizo lo único que le aconsejó el pánico: se zambulló en el ominoso líquido. Pasaron algunos segundos, no hubieron disparos y Barullo emergió. Dos o tres veces repitió el Capitán su juego de humor negro, podríamos agregar: y maloliente. Después, Juan Barullo fue sacado del barril, reintegrado a la celda y al otro día puesto en libertad. Poco tiempo después ocurrió la batalla de Masoller que para Rivera trajo, como consecuencia inmediata, la designación de un Jefe Político y de Policía del Partido Colorado. Fue nombrado don Julio Abellá y Escobar. A efectos de darle posesión del cargo, viajó desde Montevideo el Dr. Carlos Travieso. El día que se llevaba a cabo la ceremonia del caso, mucha gente concurrió al local de la Jefatura. En instantes que hacía uso de la palabra el representante del Poder Ejecutivo y se refería a los atropellos de la Urbana, recordando el episodio de la tortura a que fuera sometido un ciudadano dentro de un barril de excre- mentos y orines, fue interrumpido. Cesó de hablar para prestar atención a quien, con fuerte y bien timbrada voz, ante el silencio expectante de la concurrencia y no menos curiosidad del orador capitalino, afirmó: “¡Doctor.., Doctor.., seu Doctor, el que comió mierda fui yo!”. 49
  • 50. A grito pelado, Juan Barullo reclamó su protagonismo en la narración del orador. Lo hizo con orgullo vindicativo, sin quejas ni reclamos.19 Pero, además, nuestro personaje, entonces con unos cuan- tos años encima, era un hombre muy orgulloso de su oficio. No rechazaba ofertas. Cumplía eficientemente sus tareas y no lo aco- bardaban los tamaños de los pozos a desagotar, ni donde estuvieren ubicados. Si estaban en el centro de la ciudad allí iba y si eran en el Cerro del Marco o en el del Telégrafo, también les metía latas, palas y baldes sin asco. No tenía casi competidores y, sobre todo, en las calles céntricas sus vecinos confiaban en Juan Barullo y su profesionalidad. Pero pasaron los años, el progreso también alcanzó a Rivera y aparecieron las primeras barométricas. El trabajo empezó a mer- mar para Juan Barullo quien debía competir contra las máquinas, la rapidez de sus servicios e, incluso, sus tarifas. Una tarde de verano mientras una barométrica funcionaba a full desagotando el pozo negro de la Casa Parroquial, lindera con la Iglesia, frente a la Plaza Río Branco, se atascó. El encargado de los trabajos no logró volver a hacerla funcionar y los olores del pozo negro llegaban hasta la calle Sarandi. El cura párroco, a sugerencia de un vecino, resolvió recurrir a Juan Barullo. Lo ubicaron en el Cerro del Marco al atardecer, bastante encurdelado. De salida se negó a terminar el trabajo que había quedado a medio hacer. Tuvo que ir el cura a convencerlo. A regañadientes, tambaleándose, bajó del cerro rumbo a la Iglesia. Con sus baldes, palas, latas, piolas y botellas de caña, mirando desafiante al encargado de la barométrica, se arremangó la camisa y, en calzoncillos, puso “manos a la obra”. En poco más de dos horas, el pozo negro quedó vacío. 19 Juan Barullo hizo su “aclaración y precisión” al Dr. Carlos Travieso. No, según otra narraciones, al Dr. Asis Brasil, refugiado político brasileño que vivió en Rivera 50
  • 51. Esa noche, con su ropa dominguera y un gran pañuelo colo- rado, Juan Barullo se paseó por las calles céntricas de Rivera, muy feliz y a tropezones, gritando, a todo pulmón, mientras se golpeaba el pecho: “¡A baronesa se entupe20, mais Joao Barullo nâo!”. 20 Del portugués: obstruido, tapado. 51
  • 52. El repetido discurso de Pablo Bandera No era un almacén. Si así le llamáramos estaríamos dando la falsa sensación de un comercio. Era un infraboliche, instalado en una casi tapera urbana, lo que poseía Pablo Bandera. Existencias: un poco de caña brasilera, idem de yerba, mucho menos de un kilo de tabaco (procedente también del país vecino) y media docena de cajas de fósforos. Hasta allí, en compañía de otros congéneres, tan carentes de numerario como nosotros, íbamos de tarde en tarde en los días de nuestra primera juventud. Bandera no era, precisamente, un loco. Tal vez fuera un “loco lindo”. Siempre estaba de buen humor; nunca se quejaba de nada ni de nadie, jamás lo vimos enojado ni aún cuando alguno de no- sotros, con inconsciencia juvenil, lo hacía objeto de alguna broma de mala ley. Reía casi de continuo y sólo se ponía fugazmente serio al finalizar su “discurso”. Por otra parte, no lo decía con frecuencia. Sólo lo “pronunciaba” algunos anocheceres, ante nuestro insistente ruego, y en honor, casi siempre, a un nuevo cliente. Entonces parecía que nuestro anfitrión y bolichero se ponía en trance. Con pausada voz y ajustado ademán, en esencia decía, lo que transcribimos a continuación, aclarando que no se trata de la reproducción exacta de sus palabras, pero sí de una interpretación fiel no de su pensamiento, sino de la envoltura de su oración. Así hablaba Bandera: “..rememorando la idogrecia de la empollerosa y de la hipocondria que se atraca en mi garguero y revienta jus- tamente en la pared de adentro de mi cabeza, que corre por mi espina sorzal y sale por los callos de mis pieses, les digo a ustedes, que están y no están aquí y que cuando no están quiero que estén y no puedo, no quiero ir a buscarlos para que me hagan este pe- dido.¿ De qué quieren que les hable? ¿De la estrella que todas las noches me mira y me conversa y cuando le quiero contestar, se 52
  • 53. esconde? ¿o quieren que les cuente el asunto de la vieja Ramona que salió pariendo cuando ya era abuela? ¿que les hable de mis amores con Celeste caminando a la luz de la luna, que se apagó para siempre cuando ella se casó con el estanciero Fagundez? No, de eso no quiero hablar. Más mejor que les cuente las hazañas del flaco Herculano García, que los viernes se volvía lobisón. Pero tampoco tengo lembranza de ese asunto. Sólo me acuerdo que el Flaco murió, sigún decían, de una sincopledia cardial y, a propósito de su muerte, yo ya morí varias veces. Morí cuando la señorita Ema Bordenave, la única máistra que tuve, se volvió pa´l pueblo, dejando en el aire su perjume, que mucho tiempo estuvo metido en mis narices y junto con su aroma yo veía, de día y de noche, su cara, su pelo, sus ojos, su boca, todo su cuerpo… y morí cuando en un hoyo del camposanto pusieron a mi madre, la apretaron con tierra El autor en el boliche de Pablo Bandera esperando a sus amigos. 53
  • 54. y nunca más la vide; morí muchas veces más, pero no quiero hablar más de muerte ni de nada. Si quieren que les diga un discurso, me lo piden otro día. Porque agora ya estoy sintiendo adentro mío, la elítica astrata que me güelve triste. Pronto, se acabó!”. Ese fue siempre, palabra más palabra menos, el famoso dis- curso que le oíamos a Bandera y que rubricábamos con aplausos, alabanzas y carcajadas. Muchos años después, recordando gentes y hechos de nuestro pueblo intentamos, sin resultado, ahondar en el significado de las palabras del lejano y definitivamente ausente orador. Cuando formábamos parte de su auditorio, sólo transitába- mos en la superficie del sentido de sus discursos. Sabíamos que “sorzal” sustituía a dorsal; que “lembranza, tomado del idioma del país vecino, era recuerdo y que “sincopledia cardial” significaba un síncope cardíaco. ¿Pero qué pensaba realmente Bandera? ¿Qué cosas pasaban por los meandros de su cerebro cuando decía: “idogrecia de la empollerosa y de la hipocondria”?, pues él no era nervioso ni me- lancólico y ¿qué pensar de “la estrella que lo miraba, conversaba y se escondía?”; de “la luna que se apagó para siempre” cuando su enamorada Celeste se casó con el estanciero; de las “varias veces que murió”; ¿que quería decir cuando hablaba de la elítica astra- ta? Quizás había oído, no leído pues no sabía leer, lo de elíptica abstracta, elíptica o abstracta…Vaya uno a saberlo. Lo cierto es que nunca sabremos, en concreto, quien era y cómo era por dentro Pablo Bandera. En nuestros años mozos, “un loco lindo” que nos hacía reír y que ahora, después de medio siglo de existencia, vuelve a hacernos sonreir recordando su enigmático discurso. 54
  • 55. Pedro Guapo Sin mucho esfuerzo vencimos la tentación de titular este rela- to: “Un guapo de 1935”. Teníamos el temor de aparecer plagiando al dramaturgo argentino Samuel Eichelbaum, que tituló su cono- cida obra teatral, adaptada también al cine,: “Un guapo del 900”. No recurrimos al plagio porque la figura del guapo que traza Eichelbaum, es una ficción de los guapos rioplatenses de las postri- merías del siglo pasado, muy bien lograda, con colores y pinceles manejados magistralmente. Estas líneas cuentan, en cambio, la vida de un hombre que realmente existió. Lo conocimos y tratamos en la década del 30 y vive radicado, ahora, en una ciudad del Estado de Guanabara (Brasil). Se llama Pedro Rosell y el apodo de “Pedro Guapo”, no lo buscó ni lo hala- gaba. No era vanidoso y sus hazañas fueron espontáneas y justas, sin mayores aspavientos y siempre respondiendo a provocaciones. Con los desvalidos y débiles, tenía un trato de igual a igual. Con los fuertes y arrogantes, que se tornaban agresivos o prepo- tentes, los reducía a pura guapeza. Historia de guapos hemos oído muchas. Desde el que le escu- pió el vaso de caña al comisario del pueblo, guapo también; aquel que peleó solo contra todos los policías del lugar; el que se llevó enancada a la novia del matón la noche de bodas; el preso que encerraron en la jaula de la tigra, en la quinta de Máximo Santos, en la Avda. de las Instrucciones, que, con el mango aguzado de una cuchara, mató a la fiera; el que atrapó al lobisomen en Paso de la Estiba e, incluso, la del guapo que en un alarde de coraje y humor, le escupió el oído a una crucera que daba botes para todos lados… A esos guapos, no los conocimos ni de vista. Tampoco conocimos a los guapos y valientes que aparecen a lo largo de la historia universal. No obstante nuestro descreimiento 55
  • 56. no somos irreverentes y, por ende, damos por cierta la existencia de aquellos. Como una introducción al tema, vamos a recordar lo que se cuenta respecto de algunos de los que actuaron en la “cuenca del Plata”. Por ejemplo, el sanducero Fausto Aguilar que al lanzarse a la batalla en Coquimbo arengó a sus soldados con una frase patética, bravía y paternal: “A sacarse los ponchos muchachos, que en el otro mundo no hace frío!”. El historiador José Ma. Fernández Saldaña, en su “Diccio- nario uruguayo de biografías”, al citar la frase de Aguilar dice que le “recuerda al griego de las Termópilas”. Máximo Pérez, fue un caudillo de Soriano a quien nuestros historiadores no han hecho justicia. Si se refieren a él, lo hacen escuetamente y, casi siempre, subestimándole cuando es mere- cedor de otro tratamiento por su honestidad, lealtad y valentía. Su honradez surge, sin discusión, cuando manejó los dineros del Estado en el ejercicio de la Jefatura Política del departamento de Soriano. La lealtad a su Partido y a Venancio Flores, la demostró antes y después del asesinato del Jefe de la Cruzada Libertadora. Su guapeza estuvo de manifiesto, muchas veces, hasta su muerte el 4 de julio de 1882 peleando, lanza en mano, al frente de una revolución que empezó en Soriano y se cerró en Isla del Hospital, departamento de Rivera.21 Yamandú Rodríguez, en su poema “La carga de Arbolito” escribe: “Toparon en Arbolito los Muniz con los Saravias. De un lado divisas rojas, del otro divisas blancas”… “Desde entonces en la Banda Oriental, las madres bendicen a sus hijos, diciéndoles “Dios te haga guapo como Chiquito Saravia!”. Fue grande, a su manera, Antonio Floricio Saravia cuando desafía la muerte y ésta lo abate en su famosa carga a lanza. No 21 Sólo el Prof. Guillermo Lockart, lo reivindica en su libro: “Máximo Pérez, un caudillo”. 56
  • 57. menos noble el poeta colorado, cuando en sus versos rinde ho- menaje al guerrillero blanco. En otra lucha fraticida, en la tarde del 1º de setiembre de 1904, en Masoller, frente a las tropas blancas que superaban las suyas en una proporción casi de 10 a 1, el General José Nemesio Escobar, Jefe de la Avanzada del Ejército gubernamental, ordena desensillar a sus hombres e inicia la batalla.22 Un historiador pone en un mismo plano las decisión del Gral. Escobar y la de Hernán Cortés, cuando quema sus naves. ¿Parti- darismo sectario, patrioterismo o exageración literaria? Creemos que no. En esencia, los riesgos de no retroceder ni embarcarse en sus naves, son los mismos para el oriental y el español. En la adversidad, si flaquearan no podrían volverse atrás… De apellido Valiente eran cuatro hermanos “porongueros” o “trinitarios”: Agustín, Miguel, Juan Bautista y Dionisio. Todos estuvieron en la batalla de Coquimbo. Los tres citados en primer lugar, combatieron en un mismo sector del combate y encontra- ron allí la muerte. El cuarto, Dionisio, sobrevivió y al sepultar a sus hermanos, dijo: ”…entierran a los tres, porque no estábamos los cuatro”. El caudillo riojano Angel V. Peñalosa, “El Chacho”, valiente, generoso y caballeresco, enfrentó al dictador porteño Juan Ma- nuel de Rosas cuando las provincias argentinas combatían contra Buenos Aires. Fue derrotado y desterrado a Chile. Regresó con 50 hombres y organizó en La Rioja las fuerzas que iban a combatir contra la ciudad-puerto de Buenos Aires. Lo asesinaron el 8 de no- viembre de 1863, en el villorrio de Olta, “…cosido a puñaladas en su propio lecho, mientras dormía, por un asesino que se introdujo 22 El Gral. José Nemesio Escobar estaba al mando de las tropas de las avanza- das de las fuerzas gubernamentales. Depuesto por el Ministro de Guerra, Gral. Eduardo Vázquez, desacata la orden (“El general Vázquez que se vaya a la puta que lo parió!”), ordena desensillar y abre fuego sobre el ejército blanco. Después de formalizada la batalla se suma el grueso del ejército 57
  • 58. en su campo en el silencio de la noche; fue enseguida degollado y el asesino huyó llevándose su cabeza”, afirma José Hernández.23 Dos años antes, el 2º de setiembre de 1861, Sarmiento le había escrito a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos”. Un nombre que no aparece en la historia oficial de nuestro país, pero sí en la memoria popular, es el de Martín Aquino. Un individuo controvertido, quien más allá del juicio de sus contem- poráneos, no fue el único responsable del trágico camino que anduvo en vida. Aquino, un guapo de ley, peleó y mató sin ventajas. A diferen- cia de los modernos delincuentes o pistoleros, no mató para robar y sin ventajas murió peleando. Fue el último matrero oriental. Pero, ahora bien, volviendo a nuestro Pedro Guapo, es ne- cesario precisar que no lo encasillamos con los guapos míticos y, menos aún con los valientes que hemos rememorado. Pedro Rossel nació en Fray Bentos. De mediana estatura, ru- bio, de ojos azules, con una discreta melena ondulada, su apellido nos lleva a suponer que era de ascendencia inglesa, teniendo en cuenta que en su ciudad natal está instalado el Frigorífico Anglo, donde han trabajado muchas personas de orígen británico. Era muy atildado en el vestir y lucía trajes de colores sobrios. En 1935 tendría entre 33 y 38 años. Portaba habitualmente un puñal, su arma preferida. Quizás por lo que dice Juan M. Ma- gallanes: “el puñal macho, seguro, mudo. No la pistola gritona, novelera”. Una vez nos contó que cuando era adolescente trabajó en el Anglo, pero un día pasó a Gualeguaychú en la Argentina. Después siguió a Paso de los Libres y, al poco tiempo, cruzó el río Uruguay y se instaló en Uruguayana. Es entonces que trabajando en un cabaret brasileño, aprende un nuevo oficio: fichero o profesional 23 José Hernández lo llamó “El Cid Campeador Riojano”. 58
  • 59. de ruleta. Se convirtió en un diestro clasificador y ordenador de fichas por sus valores y colores. Pero, además, aprendió a conocer directamente la heterogénea fauna del mundo nocturno. Un día, el del descanso semanal, matando el tiempo, deam- bulando por la ciudad se topa con un mitin político. Escuchando al orador, que se autoelogiaba, oyó que éste, entre alabanzas y ala- banzas, afirmó enfáticamente: “Eu, riograndense peito de aço!”24 Este floripondio, le hizo mucha gracia a Rossel quien lo grabó en su memoria Al cabaret donde trabajaba nuestro amigo asistía, y era habi- tué, un temible caudillo, matón, amo y señor de la ciudad. Andaba siempre acompañado y protegido por una decena de paniaguados y guardaespaldas. Una noche, ante la negativa de una mujer de que se sentara y le hiciera compañía, acostumbrado a que le obedecie- ran, primero la agredió soezmente de palabras, intentando después golpearla. Fue entonces que, en forma mesurada, intervino Pedro Rossel diciéndole al matón que dejara tranquila a la muchacha. Este, sorprendido de la intervención de Rossel, se volvió iracundo apuntándole con el revólver. Pero mayor fue su sorpresa, que se transformó en miedo, cuando más que sentir intuyó sobre el costa- do izquierdo de su pecho la punta del puñal del fraybentino quien, socarroneamente, le decía: “…guarda el revólver, riograndense peito de aço Guardalo porque te vas a lastimar con él”. El matón enfundó su arma y se retiró, rápida y estratégicamente seguido por sus “capangas”25. Los otros parroquianos del cabaret, que temían los desmanes del matón, se solazaron en grande y uno de ellos, que se perdió en el anonimato, ofició de sacerdote rebautizando a Rossel, quien, desde aquella noche y para siempre, pasó a ser “Pedro Guapo”. Nuestro personaje no anduvo por la vida, lanza en ristre con la adarga al brazo, enderezando entuertos, como el sin par 24 En portugués: ”Yo, riograndense, pecho de acero. 25 Guardaespaldas, cómplices. 59
  • 60. Caballero de la Mancha pero, en su presencia, no toleraba que se atropellara a personas humildes, desamparadas o inermes ante la prepotencia. En Uruguayana, Pedro Guapo protagonizó otros enfrenta- mientos similares al narrado y, aunque por su intrepidez, contó siempre con la fracción del minuto que le hubiera permitido herir o matar a un rival, jamás lo hizo. Porque, precisamente, era guapo y no un asesino. Cuando dejó esta ciudad, anduvo por otros lugares de Río Grande do Sul, siempre precedido de su fama de hidalga guapeza. Un día llegó a Santa Ana do Livramento, frente a Rivera, y allí siguió trabajando en la ruleta del cabaret “La Caverna”. Muchas veces, después de terminar de trabajar, concurría a la “La Galle- ga”, un centro nocturno que pese a no contar con ruleta, bacará o monte, era tan “prestigioso” como los otros de su ramo. Una de esas noches, una pareja de policías uniformados, 26 resolvió hacer un registro de armas, sometiendo a los clientes a todas clase de manoseos y vejámenes. Cuando se enfrentaron a Rossel éste, serenamente, se puso de pie. Esto no lo libró de recibir el mismo trato que tuvieron los otros asistentes. Pero los policías no sabían que este hombre “no era de correr por tortas” y que, disimulando el ultraje, levantó los brazos y, cuando le palpaban la ropa, rápida- mente bajó su diestra hasta el revólver del policía, lo tomó, enca- ñonó al otro a quien intimó la entrega del arma y, sin apresurarse, empuñando en cada mano un revólver, retrocedió de espaldas hasta la salida, y ganó la calle diciéndoles, con una ancha sonrisa, a los uniformados: “riograndenses, peitos de aço, salgan a buscar sus armas!”. Hizo dos disparos al aire y, lentamente, recorrió los metros que separan y unen a Livramento y Rivera. En territorio uruguayo, le explicó a un agente policial lo sucedido y le hizo entrega de los dos revólveres. 26 PP. “Pedro y Paulo”, Patrulla Militar. 60
  • 61. Cabe agregar, a esta altura, que Pedro Guapo sólo espetaba lo de “riograndense, peito de aço” a matones o prepotentes. Tra- taba con respeto, dispensándoles un trato cordial y amistoso, a los ciudadanos brasileños. La noche siguiente a la incidencia que narramos, Pedro Guapo trabajaba, normalmente, en su habitual ocupación en “La Caverna”. Podríamos extendernos narrando otros hechos, donde Pedro Rossel (a) “Pedro Guapo”, fue protagonista. Pero solamente vamos a recordar dos. El primero: una noche en “La Gruta Azul”, un restaurante de Livramento que tenía horario de corrido, estaban cenando Pedro Guapo con Dorival da Silva, un amigo riverense, cuando entró Pedruca, un individuo siniestro que en Porto Alegre había asesi- nado a tiros de carabina a cuatro personas. Como era conterráneo y correligionario del Gobernador del Estado de Río Grande do Sul, lo salvaron de una condena a prisión perpetua mediante un certi- ficado médico que diagnosticó que sufría enajenaciones mentales con estallidos de violencia… Fue internado en un hospital por un corto lapso y luego liberado. Pedruca era un ser tenebroso, de aspecto patibulario. Vestía una capa negra, tenía una larga cabellera, unas patillas enormes y usaba un sombrero de anchas alas. Todo su atuendo se sumaba a su aspecto físico. Esto fue quizás lo hizo que Rossel fijara la vista en su antiestético tocayo. Ello provocó la reacción de Pedruca quien increpó a Rossel, más o menos así: “¿Qué me está miran- do?”. Sonriendo, Pedro Guapo le dijo:”Te miro para elegir el lugar donde te voy a pinchar”. El asesino rápidamente, quizás porque venía con el arma empuñada debajo de su capa, extrajo el revólver y apuntando al uruguayo apretó varias veces el gatillo pero fallaron los disparos. Con igual rapidez Pedro Guapo, desenvainó el puñal, saltó sobre el matón, lo colocó sobre su pecho y, burlonamente, le preguntó: “¿Dónde querés que te lo clave, riograndense peito de aço?”, mientras hacía correr la aguzada punta del arma sobre el 61