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Las tormentas del 48
                                  Benito Pérez Galdós




                                          -I-
    Vive Dios, que no dejo pasar este día sin poner la primera piedra del grande edificio
de mis Memorias... Españoles nacidos y por nacer: sabed que de algún tiempo acá me
acosa la idea de conservar empapelados, con los fáciles ingredientes de tinta y pluma,
los públicos acaecimientos y los privados casos que me interesen, toda impresión de lo
que veo y oigo, y hasta las propias melancolías o las fugaces dulzuras que en la soledad
balancean mi alma; sabed asimismo que, a la hora presente, idea tan saludable pasa del
pensar al hacer. Antes que mi voluntad desmaye, que harto sé cuán fácilmente baja de la
clara firmeza a la vaguedad perezosa, agarro el primer pedazo de papel que a mano
encuentro, tiro de pluma y escribo: «Hoy 13 de Octubre de 1847, tomo tierra en esta
playa de Vinaroz, orilla del Mediterráneo, después de una angustiosa y larga travesía en
la urca Pepeta, ¡mala peste para Neptuno [6] y Eolo!, desde el puerto de Ostia, en los
Estados del Papa...».

   Y al son burlesco de los gavilanes que rasguean sobre el papel, me río de mi pueril
vanidad. ¿Vivirán estos apuntes más que la mano que los escribe? Por sí o por no, y
contando con que ha de saltar, andando los tiempos, un erudito rebuscador o prendero
de papeles inútiles que coja estos míos, les sacuda el polvo, los lea y los aderece para
servirlos en el festín de la general lectura, he de poner cuidado en que no se me escape
cosa de interés, en alumbrarme y guiarme con la luz de la verdad, y en dar amenidad
gustosa y picante a lo que refiera; que sin un buen condimento son estos manjares tan
indigestos como desabridos.

   ¿Posteridad dijiste? No me vuelvo atrás; y para que la tal señora no se consuma la
figura investigando mi nombre, calidad, estado y demás circunstancias, me apresuro a
decirle que soy José García Fajardo, que vengo de Italia, que ya iré contando cómo y
por qué fui y a qué motivos obedeció mi vuelta, muy desgraciada y lastimosa por cierto,
pues llego exánime, calado hasta los huesos, con menos ropa de la que embarqué
conmigo, y más desazones, calambres y mataduras. Peor suerte tuvo la caja de libros
que me acompañaba, pues por venir sobre cubierta se divirtieron con ella las inquietas
aguas, metiéndose a revolver y esponjar lo que las mal unidas tablas contenían, y el
estropicio fue tan grande, que los filósofos, [7] historiadores y poetas llegaron como si
hubieran venido a nado... Pero, en fin, con vida estoy en este posadón, que no es de los
peores, y lo primero que hemos hecho mis libros y yo es ponernos a secar... ¡Oh rigor de
los hados! Los tomos de la Storia d'ogni Letteratura, del abate Andrés, y el Primato
degli italiani, de Gioberti, están caladitos hasta las costuras del lomo: mejor han librado
Gibbon, Ugo Fóscolo, Pellico, Cesare Balbo y Cesare Cantú, con gran parte de sus
hojas en remojo. Helvecio se puede torcer, y Condillac se ha reblandecido... De mí
puedo decir que me voy confortando con caldos sustanciosos y con unos guisotes de
pescado muy parecidos a la Zuppa alla marinara que sirven en los bodegones de la
costa romana.
15 de Octubre.- Advierto que la fisgona Posteridad, volviendo hacia atrás la cabeza,
me interroga con sus ojos penetrantes, y yo le contesto: «Se me olvidó deciros, gran
señora, que tres días antes de abandonar el italiano suelo cumplí años veintidós; que mi
rostro y talle, según dicen, antes me restan que me suman edad, y que mis padres me
criaron con la risueña ilusión de ver en mí una gloria de la Iglesia». Cómo disloque por
natural torcedura de mi espíritu la vocación irreflexiva de mis primeros años, y cómo
desengañé cruelmente a mis buenos padres, no puedo referirlo mientras no me oree, me
desentumezca y me despabile.

    San Mateo, 19 de Octubre. Ayer, no repuesto [8] aún del quebranto de huesos ni del
romadizo que me dejó la mojadura, aproveché la salida de un tartanero y acá me vine en
busca de mejor vehículo que me lleve a Teruel, desde donde fácilmente podré
trasladarme a la ilustrísima ciudad de Sigüenza. Allí rodó mi cuna, si no de marfil y oro,
de honrados mimbres con mecedoras de castaño, y allí reside desde los comienzos del
siglo mi familia, cuyo fundamento y solar figuran en los anales de la histórica villa de
Atienza... Adivino la curiosidad de i posteri por conocer los móviles que me sacaron de
mi casa dos años ha, llevándome casi niño a tierras distantes, y allá van mis noticias.
Sepan que, apenas entrado en la edad de los primeros estudios, diome el Cielo luces tan
tempranas, que mi precocidad fue confusión de los maestros antes que orgullo y
esperanza de mi familia, pues declarándome fenómeno, creyeron mis padres que yo
viviría poco, y maldecían mi ciencia como sugestión de espíritus maléficos. Pero al fin
profesores y familia convinieron en que yo era un prodigio, con más intervención de las
potencias celestes que de las demoníacas, y sólo se pensó en equilibrarme con buenas
magras y un cuidado exquisito de mi nutrición. Ello es que a los catorce y a los dieciséis
años ostentaba yo variados conocimientos en Humanidades y en Historia, y a los
diecinueve era más filósofo que los primeros que en el Seminario de San Bartolomé
gozaban de esta denominación. Devoré cuantos [9] libros atesoraban aquellas henchidas
bibliotecas y otros muchos que por conductos diferentes a mí llegaron; poseía el don de
una memoria tan holgada, que en ella, como en inmenso archivo, cabía cuanto yo
quisiera meter; poseía también la facultad de vaciarla, sacando de mis depósitos con
fácil y seductora elocuencia todo lo que entraba por las lecturas, y lo mucho que daba de
sí mi propio caletre. Antes de cumplir los cuatro lustros, mis adelantos eran tales, que
los maestros y yo reconocimos haber llegado al summum del conocimiento posible en
cátedras de Sigüenza, y que ni yo ni ellos podíamos saber más.

    En esto, un eclesiástico de espléndida fama como teólogo y canonista, D. Matías de
Rebollo, primo de mi madre, protegido de Don José del Castillo y Ayenza (que como
asesor de la Embajada le llevó a Roma, dejándole después en la Rota), recaló un verano
por Sigüenza, y no bien hizo mi descubrimiento, propuso a mis padres llevarme consigo
a la llamada Ciudad Eterna, para que en ella diese la última mano a mis estudios y
recibiera las órdenes sagradas. Por su posición y valimiento en la Corte Pontificia podía
el buen señor dirigirme en la carrera sacerdotal y empujarme hacia gloriosos destinos...
Mi juvenil ciencia, que a todos deslumbraba, y la dulzura de mi trato inspiraron a D.
Matías un ansia muy viva de cuidarme y protegerme; y a las dudas de mis padres, que
no querían separarse de mí, contestaba [10] con la brutal afirmación de llevarme aunque
fuera entre alguaciles. Por fin, mi madre, que era quien más extremaba la fuerza
centrípeta por ser yo el Benjamín de la familia, cedió tras largas disputas que de lo
familiar subían a lo teológico, y sublimado su amor hasta el sacrificio, entregome al
reverendo canonista, pidiendo a Dios los necesarios años de vida (que no habían de ser
muchos) para verme volver con mitra y capelo.
Ved aquí el porqué de mi partida para Italia. Sabed también que me instalé en Roma
en Septiembre del 45, bajo el pontificado de Gregorio XVI, el cual al año siguiente pasó
a mejor vida, y que aposentado en la propia casa de mi protector, fui atacado de malaria
y estuve a dos dedos de la muerte; que restablecido concurrí a las cátedras de la
Sapienza y a otros centros de enseñanza, disponiéndome para la tonsura. De lo que en el
transcurso del 46 hice, y de lo que no hice; de lo que me ocurrió por sentencia de los
hados, y de lo que mi voluntad o irresistibles instintos determinaron, hablaré otro día,
pues para ello necesito prepararme de sinceridad y aun de valor... ¿Debo decirlo, debo
callarlo? ¿Qué cualidad preferís en el historiador de sí mismo: la melindrosa reserva o la
honrada indiscreción?

    23 de Octubre.- Molido y hambriento llego a Teruel. Uno de mis compañeros de
suplicio, que con sus donosas ocurrencias amenizó el molesto viaje en la galera, me [11]
decía, cuando avistamos la ciudad, que se comería las momias de los amantes si se las
sirvieran puestas en adobo con un buen moje picante y alioli... En la posada, un
arrumbado catre es para mis pobres huesos mejor que la cama de un rey, y la olla con
más oveja que vaca, manjar digno de los dioses. Mientras como y descanso, no se aparta
de mi mente el compromiso en que estoy de referir los graves motivos de mi regreso a
la patria. Ello es un tanto delicado; pero resuelto a perpetuar la verdad de mi vida para
enseñanza y escarmiento de los venideros, lo diré todo, encerrando la vergüenza con la
izquierda mano, mientras la derecha escribe; y por fin, las precauciones que tomo para
que nadie me lea hasta después de mi muerte (que Dios dilate luengos años), quitan
terreno a la vergüenza y se lo dan a la sinceridad, la cual debe producirse tan
desahogadamente, que, más que Memorias, sean estas páginas Confesiones.

    Al relato de mi salida de Roma precederán noticias del tiempo que allí estuve. Algo
y aun algos hay en esta parte de mi existencia que merece ser conocido. Mi protector era
demostración viva de la flexibilidad de los castellanos en tierras extranjeras; adaptábase
maravillosamente a los usos romanos, reblandeciendo la tosquedad austera del carácter
español para que como cera tomase las formas de una nación y raza tan distintas de la
nuestra. Desde que le vi en Roma, D. Matías me parecía otro, y su habla [12] y sus
dichos, sus maneras y hasta sus andares, no eran los del clérigo seguntino austero y
grave, con menos gracia que marrullería, siempre dentro del correcto formulario de
nuestra encogida sociedad eclesiástica. Desde que desembarcamos en Civitavecchia,
tomó los aires del prete romano y la desenvoltura graciosa de un palaciego vaticanista.
La severidad de que blasonaba en España, cayó de su rostro como una careta sofocante,
y le vi respirando bondad, indulgencia, y preconizando en la práctica toda la libertad y
toda la alegría compatibles con la virtud. Espléndida era su mesa, y extensísimo el
espacio de sus amistades y relaciones, comprendidas algunas damas elegantes que
frecuentaban su trato sin el menor detrimento de la honestidad. Digo esto para explicar
que no aprisionara mi juventud en la estrechez de las obligaciones escolares, ni me
encerrara en conventos o seminarios de rigurosa clausura. Confiado en la sensatez que
mi apocamiento le revelaba, y creyéndome exento de pasiones incompatibles con mi
vocación, me instaló en su propio domicilio, fijándome horas para concurrir a las
cátedras de la Sapienza, horas para leer y estudiar en casa, y dejándome lo restante del
día en el franco uso de mi libertad. Debo indicar que ésta consistía en andar y rodear por
Roma con dos muchachos de mi edad, de familia ilustre, que tenían por ayo a un
modenés llamado Cicerovacchio, personaje mestizo de laico y clérigo, árcade, [13]
mediano poeta, buen arqueólogo, reminiscencia interesante de los abates del siglo
anterior.
Que fue para mí gratísima tal compañía, y muy provechosas aquellas
deambulaciones por la grande y poética Roma, no hay para qué decirlo. A los tres meses
de fatigar mis piernas corriendo de uno en otro monumento y de ruina en ruina, y al
través de tantas maravillas enteras o despedazadas, ya conocía la ciudad de las siete
colinas como mi propia casa, y fui brillante discípulo del buen Cicerovacchio en
antigüedades paganas y papales, y casi su maestro en el conocimiento topográfico de la
magna urbs, desde la plaza del Popolo a la vía Apia, y desde San Pedro a San Juan de
Letrán. El Campo Vaccino fue para mí libro sabido de memoria, y los museos del
Vaticano y Capitolio estamparon en mi mente la infinita variedad de sus bellezas. A los
seis meses hablaba yo italiano lo mismo que mi lengua natal; los pensamientos se me
salían del caletre vestidos ya de las galas del bel parlare, y metidos Maquiavelo y
Dante, Leopardi y Manzoni dentro de mi cerebro, me enseñaban a componer verso y
prosa, figurándome yo que no era más que una trompa o caramillo por donde aquellas
sublimes voces hablaban.

   No quiso Dios que me durase mucho esta dulce vida, y sentenciándome tal vez a ser
contrastado por pruebas dolorosas, convirtió la tolerancia de mi protector en severidades
[14] y desconfianzas, que poniendo brusco término a mi libertad iniciaron el incierto,
novísimo rumbo de mi existencia, como diré cuando tenga ocasión y espacio en las
pausas de este camino. Y por esta noche, ¡oh Posteridad que atenta me escuchas!, no
tendrás una palabra más, que me caigo de sueño, y con tu licencia me voy al camastro.




                                         - II -
    Molina de Aragón, 27 de Octubre.- Vedme aquí alojado y asistido a cuerpo de rey,
en casa de unos primos de mi padre, los Ximénez de Corduente, labradores ricos,
hechos a la vida oscura y fácil de estos tristes pueblos, con las orejas enteramente
insensibles a todo mundanal ruido. Para obsequiarme a sus anchas, hácenme comer
cinco veces más de lo que soporta mi estomago, y como no valen protestas ni excusas
contra tan desmedido agasajo, me resigno a reventar una de estas noches. Adiós
Memorias, adiós Confesiones mías: ya no podré continuaros: mi fin se acerca. Muero de
la enfermedad contraria al hambre... Luego, estos azarantes primos de mis pecados,
curioseando de continuo en derredor de mí, me privan del sosiego necesario para
escribir. Pongo punto... Quédese para mejor ocasión, si escapo con vida de estos
atracones. [15]

    Anguita, 29.- Aquí paso la noche, y en la soledad de mi alojamiento angosto y frío,
me dedico a escribir lo que me dejé en los tinteros de Molina. Y ahora que estoy, por la
gracia de Dios, a nueve leguas largas de los Ximénez de Corduente, y no pueden
refitolear lo que escribo, voy a vengarme de los hartazgos con que me pusieron al borde
de la apoplejía, y en la libertad de mis Confidencias declaro y afirmo que no hay
mayores brutos en toda la redondez de la Alcarria, si alcarreña es la tierra de Molina.
Respecto a los padres atenuaré la calificación, consignando que por sus prendas morales
se les puede perdonar su estolidez; pero en cuanto a los hijos, no retiro nada de lo dicho:
nunca he visto señoritos de pueblo más arrimados a la cola de la barbarie, ni gaznápiros
más enfadosos con sus alardes de fuerza fruta y su desprecio de toda ilustración. Y no
tomen esto a mala parte los demás chicos de Molina, que allí los hay tan listos y
cortesanos como los mejores de cualquiera otra ciudad. Sólo contra mis primos va esta
flagelación, porque son ellos raro ejemplo de incultura en su patria. Ni una chispa de
conocimientos ha penetrado en tan duras molleras, y alardean de ignorantes, orgullosos
de poder tirar del arado en competencia con las pujantes mulas. Mirábanme como a un
bicho raro, y viendo la mezquindad de mi equipaje al volver de Italia, zaherían mi saber
de latín y griego. Ellos son ricos, yo pobre. No les envidio; [16] deme Dios todas las
desdichas antes que convertirme en mojón con figura humana, y príveme de todos los
bienes materiales conservándome el pensamiento y la palabra que me distinguen de las
bestias...

   Y sigo con mi historia. ¿Queréis saber por qué me retiró su confianza D. Matías?
Ved aquí las causas diferentes de mi desgracia: la inclinación vivísima que a las cosas
paganas sentía yo sin cuidarme de disimularla; mis preferencias de poesía y arte,
manifestadas con un calor y desparpajo enteramente nuevos en mí; la soltura de
modales y flexibilidad de ideas que repentinamente adquirí, como se coge una
enfermedad epidémica o se inicia un cambio fisiológico en las evoluciones de la edad;
mi despego de los estudios teológicos, exegéticos y patrológicos, en los cuales mi
entendimiento desmentía ya su anterior capacidad; la insistencia con que volvía los cien
ojos de mi atención a historiadores y filósofos vitandos, y aun a poetas que mi protector
creía sensuales, frívolos y de poco fuste, pues él, por una aberración muy propia de la
monomanía humanista, no quería más que clásicos latinos, sin poner pero a los que más
cultivaron la sensualidad. Presumo yo que en esta displicencia del bondadoso D. Matías
no tenía poca parte su grande amigo y mecenas el embajador de España, D. José del
Castillo, el cual nunca se mostró benévolo conmigo, y opinaba por que se me sometiera
a un régimen más riguroso, resueltamente eclesiástico. [17]

   Si no me quería bien D. José del Castillo y Ayenza, yo le pagaba en la moneda de mi
antipatía. Aquel señor chiquitín y enteco, desapacible y regañón, consumado helenista,
mas tan celoso guardador de su conocimiento que a nadie quería transmitirlo, no fue
entonces ni después santo de mi devoción. Cuando llegué a Roma, examinome de
poetas griegos, y hallándome no mal instruido, pero poco fuerte en la lengua, me indicó
los ejercicios que debía practicar, se jactó de la constancia de sus estudios y me cantó el
versate mane; mas no añadió aquel día ni después ninguna advertencia o nuevo examen
por donde yo le debiera gratitud de discípulo o maestro. Tengo por seguro que él fue
quien sugirió a D. Matías la idea de encerrarme, porque mi buen paisano no veía más
que por los ojos del traductor de Anacreonte, ni apartarse sabía de la órbita de
pensamientos que su amigo le trazaba. Ningún día dejaba Rebollo de meter sus narices
en el Palazzo di Spagna, y ambos se entretenían en dirigir con el cocinero guisos
españoles, o en chismorrear de cuanto en el Vaticano y Quirinal ocurría. En aquellas
merendonas y comistrajes de arroz con mariscos, nació sin duda la resolución de mi
encierro, para lo cual se escogió el colegio de San Apolinar, regido por los frailes del
inmediato convento de San Agustín. Entre uno y otro instituto, próximos a la plaza
Navona, corre la torcida via Pinellari, de interesante memoria para el que esto escribe.
[18]

   Duro fue el paso de la relativa libertad a la prisión, y mis ojos, habituados a la plena
luz, penosamente se acomodaban a la oscuridad de tan estrecha vida, con disciplina
entre militar y frailesca. Debo declarar que los agustinos no eran tiranos en el régimen
escolar ni en el trato de los alumnos, y entre ellos los había tan ilustrados como
bondadosos. Gracias a esto, mi pobre alma pudo entrar por los caminos de la
resignación. Pero mi mayor consuelo fue la amistad que desde los primeros días
contraje y estreché con dos mozuelos de mi edad, reducidos a la sujeción del colegio
con un fin penitenciario. Llamábase el uno Della Genga, perteneciente a la ilustre
familia de León XII, antecesor del que entonces regía la Iglesia; el otro, Fornasari,
milanés, de una familia de ricos mercaderes. Ambos eran muy despiertos y de gentil
presencia. Della Genga sentía inclinación ardiente a la política y a la poesía, dos artes
que allí no rabiaban de verse juntas, y con sutil ingenio daba romántico esplendor a las
ideas subversivas; Fornasari, revolucionario en música, nos repetía los alientos
vigorosos de Verdi y sus guerreras estrofas, que hacían estremecer los muros viejos,
como las trompetas de Jericó. Su aspiración era dedicarse a cantante de ópera, y creía
poseer una voz de bajo de las más cavernosas. Pero su familia le queda clérigo, y le
sentenció al internado como expiación de travesuras graves. Fogoso y sanguíneo, el
milanés contrastaba [19] con nuestro compañero y conmigo, pues ambos éramos de
complexión delicada, nerviosa y fina. Della Genga tenía semejanza con Bellini y con
Silvio Pellico.

   Si yo había entrado en San Apolinar con fama de inteligente y aplicado, no tardé en
adquirirla de negligente y díscolo, mereciendo no pocas admoniciones de los maestros y
del Rector. No había fuerza humana que me hiciera mirar con interés el estudio de la
Escolástica y de la Teología, y aunque a veces, cediendo a la obligación, intentaba
encasillar estos conocimientos en mi magín, salían ellos bufando, aterrados de lo que
encontraban allí. Fue que, impensadamente, había yo hecho en mi cerebro una limpia o
despejo total, repoblándolo con las ideas que Roma y mis nuevas lecturas me sugirieron.
Ya no tomaba tanto gusto de las Humanidades puras, ni encerraba la belleza poética
dentro de los áureos linderos del griego y del latín; ya la filosofía que aprendí en
Sigüenza se me salía del entendimiento en jirones deshilachados, y no sabía yo cómo
podría recogerla y apelmazarla en las cavidades donde estuvo; ya las nociones primarias
de la sociedad y de la política, de la vida y de los afectos, ante mí yacían rotas y
olvidadas, como los juguetes que nos divierten cuando niños, y de hombres nos enfadan
por la ridiculez de sus formas groseras.

    Los tres que nos habíamos unido en estrecho pandillaje ofensivo y defensivo leíamos
a escondidas libros vitandos, y los comentábamos [20] en nuestras horas de recreo.
Della Genga introdujo de contrabando las Ideas sobre la Historia de la humanidad, de
Herder, y Fornasari guardaba bajo llave, entre su ropa, el libro de Pierre Leroux De
l'humanité, de son Principe et de son avenir. Con grandes embarazos leíamos trozos de
ambas obras, que cada cual explicaba luego a los dos compañeros. El hábito de la
ocultación, del misterio, nos llevó a sigilosas prácticas inspiradas en el masonismo, y no
tardamos en inventar signos y fórmulas con las cuales nos entendíamos, burlando la
curiosidad de nuestros compañeros. Estaban de moda entonces la masonería y el
carbonarismo, y Fornasari, que era el mismo demonio y se había instruido no sé cómo
en los ritos y garatusas de aquellas sectas, estableció entre nosotros un remedo de ellas,
poniéndonos al tanto de los sistemas y artes de la conspiración. Nos teníamos por
representantes de la Joven Italia dentro de aquellos muros, y con infantil inocencia
creíamos que nuestra misión no había de ser enteramente ilusoria.

   D. Matías, que en los comienzos de mi encierro me visitaba con frecuencia,
reprendiéndome por mi desaplicación, iba después muy de tarde en tarde, y la última
vez que le vi me sorprendió por la demacración de su rostro y por el ningún caso que
hacía de mis estudios. Otra particularidad muy extraña en él me causó pena y asombro:
habíame hablado siempre mi buen protector en [21] castellano neto, sin que empañara la
majestad del idioma con extranjero vocablo. Pues aquel día mascullaba un italiano
callejero que era verdadera irrisión en su limpia boca española, y cortando a menudo el
rápido discurso cual si su entendimiento trepidara con interrupciones rítmicas y la
memoria se le escapara, decía: «Ho perso il boccino», y esto lo repetía sin cesar, dando
vueltas por la sala-locutorio con una inquietud impropia de su grave carácter.
Despidiose bruscamente sonriendo, y en la puerta me saludó con la mano como a los
niños, y se fue agitando las dos junto a su cráneo, sin dejar el estribillo ho perso il
boccino... (se me va la cabeza).

    Grandemente me alarmó la extraordinaria novedad en las maneras y lenguaje de mi
protector, y en ello pensé algunos días, hasta que absorbieron mi atención sucesos que a
mí y a mis caros compañeros nos afectaban profundamente. La imposición de un fuerte
castigo al bravo Fornasari fue parte a que nos declarásemos en rebeldía franca. Mientras
nuestro amigo gemía en estrecho calabozo, discurríamos Della Genga y yo las fechorías
más audaces, sin otros móviles que el escándalo y la venganza; y por fin, adoptando y
desechando diferentes planes sediciosos, concluimos por escoger el más humano y
atrevido; sacar de su prisión a Fornasari y escaparnos los tres, aventura novelesca cuyos
peligros nos ocultaba el entusiasmo que nos poseía y la jactanciosa confianza [22] en
nosotros mismos. Lo que de fuerza física nos faltaba lo suplía la astucia, y en aquel
trance me revelé yo de revolucionario y violador de cárceles, porque todo lo urdí con
admirable precisión y picardía, ayudado del claro juicio de mi compañero. La suerte nos
favoreció, y la Naturaleza coadyuvó al éxito de la empresa, desatando aquella noche
sobre Roma una tempestad que nos hizo dueños de los tejados, pues ni aun los gatos se
atrevían a andar por ellos. Amparados de la oscuridad y del ruido con que los furiosos
elementos asustaban a todos los moradores de San Apolinar, violentamos la prisión de
Fornasari; provistos de sogas escalamos las techumbres, y envalentonados por la
libertad que de fuera nos llamaba, así como por el miedo que de dentro nos expelía,
saltamos al techo de las capillas bajas, de allí a la sacristía y baptisterio anexo, y por fin
a la via Pinellari, donde ni alma viviente podía vernos, pues hasta los búhos se
guarecían en sus covachas, y el viento y la lluvia eran encubridores de nuestra juvenil
empresa.

    Ya teníamos concertado refugiarnos en el Trastévere y plantar allí nuestros reales,
por ser aquel arrabal propicio al escondite, y además muy del caso para el vivir
económico a que nos obligaba la flaqueza de nuestro peculio. Della Genga tenía algún
oro, yo un poco de plata, y Fornasari piezas de cobre. Reunidos en común acervo los
tres metales y nombrado yo tesorero, nos aposentamos [23] cerca de la Puerta de San
Pancracio en una casa modestísima, donde fuimos recibidos con desconfianza por no
llevar más ropa que la puesta. En el aprieto de nuestra fuga, que no nos permitía
ninguna clase de impedimenta, harto hicimos con procuramos el vestido seglar que
había de cubrir nuestras carnes al despojarnos de la sotana. Fue primera y necesaria
diligencia, apenas instalados, comprar algunas camisas, para que viesen nuestras
locandieras que no éramos descamisados; pero no nos valió este alarde de dignidad,
porque la desconfianza patronil no disminuyó, y en cambio creció nuestro miedo al
reparar que nos habíamos metido en una cueva de ladrones y desalmada gentuza de
ambos sexos. Salimos de allí con nuestras ansias, y rodando por la gran ciudad dimos
con nuestros cuerpos en un casucho situado en la Bocca della Verità, donde hallamos
acomodo entre gente pobrísima.
Indudablemente, nuestro destino nos llevaba a situaciones arriesgadas, pues sin
pensarlo nos habíamos ido a vivir en el cráter de un volcán: debajo de nuestro aposento,
en lugar oscuro y soterrado, había una logia. Lejos de contrariarnos esta peligrosa
vecindad, fue para los tres motivo de contento, y Della Genga, que era tan antojadizo
como tenaz, no paró hasta procurarnos entrada en aquel antro, donde podíamos
satisfacer nuestro candoroso anhelo de masonismo. Lo que allí vi y escuché no
correspondió [24] al concepto que de los sectarios habíamos formado los tres en
nuestras íntimas conversaciones. Mi desilusión fue, sin duda, mayor que la de mis
amigos. Fornasari largó una noche un discurso lleno de hinchados disparates; pero su
espléndida voz triunfó de los desvaríos de su lógica, y le aplaudieron a rabiar.

    Hubiera yo querido que durante el día nos ocupáramos en algo que nos trajese
medios de sustento, y que destináramos las noches a cosas distintas del vagar por calles
y plazuelas, o del servir de coro trágico en la logia; pero la desmayada voluntad de
Della Genga no me ayudaba en mis iniciativas, y el otro parecía encontrar en la
profesión masónica el ideal de sus ambiciones. En esto sobrevino la muerte del papa
Gregorio XVI, motivo de grande emoción en Roma, y en nuestra pequeñez no pudimos
sustraernos al torbellino de opiniones y conjeturas referentes a la incógnita del sucesor.
Durante muchos días no hablábamos de otra cosa, y cada cual tomaba partido por este o
el otro candidato: ¿Sería elegido Lambruschini? ¿Seríalo Gizzi? A tontas y a locas, y sin
ningún conocimiento en que fundar mi presunción, yo patrocinaba a Mastai Ferretti: era
mi candidato, y lo defendía contra toda otra probabilidad, cual si hubiera recibido
secretas confidencias del Espíritu Santo. Della Genga apostaba por Lambruschini,
amigo de la familia y hechura de León XII; Fornasari, oficiando de cónclave
unipersonal, votaba [25] por Gizzi, que gozaba opinión de liberal con ribetes de
masónico, como había demostrado en su gobierno de la Legación de Forli. Iba más lejos
Fornasari, asegurando que Gizzi tomaría el nombre de Gregorio XVII. De mi candidato
Mastai se burlaban mis compañeros, declarando el uno que Austria no le quería, y que
Francia y Bélgica apoyaban resueltamente a Gizzi. En estas disputas llegaron los
perros... quiero decir los criados de Della Genga, a punto que entrábamos en la trattoria
de la plaza Cenci, a dos pasos del Ghetto, y ayudados de polizontes cogieron al prófugo
caballerito, y poco menos que a viva fuerza se le llevaron. Escapamos Fornasari y yo
corriendo como exhalaciones.

    ¡Cuán triste fue la pérdida, o digamos salvación, de nuestro amigo! Aquella noche,
viéndonos sin su compañía en el sucio camaranchón, lloramos como si se nos hubiera
muerto un hermano. Y a la noche siguiente, hallándome yo dolorido de todo el cuerpo,
salió Fornasari a comprar en la tienda cercana algunas fruslerías para nuestra nutrición,
que de manjares, ¡ay!, muy pobres nos sustentábamos. Le esperé toda la noche, y no
pareció... Para no cansar: ésta es la hora en que no he vuelto a verle; ni volvió, ni he
sabido más de mi desgraciado amigo. Digo desgraciado, por no saber qué decir. Pasados
tres días de ansiedad e inanición, salí de mi tugurio, no con intento de buscar al perdido,
sino de alejarme de aquellos [26] lugares, en que de continuo turbaba mis oídos runrún
de polizontes.

   Amparado de la callada noche, me fui hacia Monte Testaccio, donde tuve la suerte
de encontrar un alfarero que quiso admitirme, sin más estipendio que la comida, a las
faenas de su industria, aplicándome a dar vueltas a la rueda del artefacto con que
amasaba la arcilla. El primer día, ¡cosa más rara!, me agradó el continuo revolver de
noria, que a pensar me estimulaba. Pero pronto hube de cansarme de aquel método de
raciocinio, y como el pienso no era bueno ni me daba el necesario vigor para sostener
mis funciones de caballería pensante, me despedí. La vagancia, la mendicidad, el dormir
en bancos al raso o bajo pórticos del Campo Vaccino, el comer lo que me daban en
porterías de hospicios o conventos, fueron mis modos de existencia en aquellos tristes
días. Harto ya de sufrir ayuno de buenos alimentos, y cubierto de andrajos, llegué al
límite en que mi dignidad se reconciliaba con mis angustiosas necesidades físicas.
Viendo en mí la dramática situación del Hijo Pródigo, me decidí a volver a la casa de
mi buen D. Matías. Costome no pocas ansiedades el resolverlo, y tan pronto caminaba
hacia allá, como retrocedía, con terror de merecidas reprimendas... Por fin cerré los
ojos, y llena el alma de contrición y humildad, llamé a la puerta de mi salvación, en la
plaza de San Lorenzo in Lucina. Abrió un criado vestido de luto, que no me conoció:
tan lastimosa [27] era mi facha. Insistí en que no era yo un pobre desconocido que
imploraba limosna: mi voz reveló lo que ocultaban mis harapos. Al fámulo se unió la
cocinera, y con fúnebre dúo de requiem me dijeron que mi protector había muerto. ¡Oh
súbita pena, oh inanición cruel!... Mi turbada naturaleza no supo separar el noble
sentimiento del brutal instinto, y llorando me abalancé a la comida que me ofrecieron.




                                         - III -
   Sigüenza, Noviembre. Al amanecer de hoy, bajando de Barbatona, vi a la gran
Sigüenza que me abría sus brazos para recibirme. ¡Oh alegría del ambiente patrio, oh
encanto de las cosas inherentes a nuestra cuna! Vi la catedral de almenadas torres; vi
San Bartolomé, y el apiñado caserío formando un rimero chato de tejas, en cuya cima se
alza el alcázar; vi los negrillos que empezaban a desnudarse, y los chopos escuetos con
todo el follaje amarillo; vi en torno el paño pardo de las tierras onduladas, como capas
puestas al sol; vi, por fin, a mi padre que a recibirme salía con cara doble, mejor dicho,
partida en dos, media cara severa, la otra media cariñosa. Salté del coche para abrazarle,
y una vez en tierra, hice mi entrada a pie, llegando a la calle de Travesaña, donde está
mi casa, con mediano séquito [28] de amigos, y de pobres de ambos sexos, ciegos,
mancos y cojos, que sabedores de mi llegada querían darme la bienvenida... La
severidad de más cuidado para mí, que era la de mi padre, se disolvió en tiernas
palabras. Verdad que de mis horrendas travesuras en Roma no le habían contado sino
parte mínima. Seguía, pues, creyendo con fe ciega en mi glorioso destino eclesiástico, y
suponía que, al regresar a la patria, almacenadas traía en mi cerebro todas las bibliotecas
de Italia. Mi hermano Ramón fue quien más displicente y jaquecoso estuvo conmigo,
anunciándome que si no me determinaba a recibir las órdenes en España, aspirando a un
curato de aldea, o cuando más a una media ración en aquella Santa Catedral, la familia
tendría que abandonarme, dejándome correr por los caminos más de mi gusto, ora
fuesen derechos, ora torcidos... De todo esto hablaré más oportunamente, pues anhelo
proseguir lo que dejé pendiente de mi romana historia.

    Pego la rota hebra diciendo que el mayordomo de mi tío, Cristóbal Ruiz, español
italianizado que había sido fámulo en Monserrat, me informó de la dolencia y muerte
del bendito Rebollo. Había sido un lamentable desarreglo de la mente, motivado, según
colegí de las medias palabras de Ruiz al tratar este punto, por agrias discordias con otros
clérigos de la Rota. De mis desvaríos en San Apolinar y de mi escandalosa fuga y
vagancia no dieron al buen señor conocimiento, [29] pues ya había perdido el suyo, y
desprovisto de memoria y de juicio, su vocabulario quedó reducido al ho perso il
boccino, que estuvo repitiendo hasta el instante de su muerte. Quién se cuidó de
participar a mi familia, con el fallecimiento de Rebollo, mis atroces barrabasadas, es
cosa que no he sabido con certeza; pero, si no me engaña el corazón, el encargado de
esta diligencia fue un secretario del embajador Don José del Castillo. Díjome también
Cristóbal Ruiz que una radical divergencia en la manera de apreciar no sé qué asunto de
derecho canónico había turbado profundamente la cordial amistad entre el representante
de España y su protegido, llevando a éste al remate de su delirio. Cuando apenas se
había iniciado la dolencia, hizo D. Matías testamento, nombrando ejecutor de sus
disposiciones a otro de sus mejores amigos, monseñor Jacobo Antonelli, segundo
tesorero, o como si dijéramos, secretario de Hacienda, persona muy bien mirada en la
Corte Pontificia por su talento político y su mundana ciencia. Al tal sujeto habría yo de
presentarme; pues, según Ruiz, debía tener instrucciones de Rebollo referentes al
cuidado de mis estudios y a la paternal tutela que conmigo ejercía.

   Vacilando entre la vergüenza de presentarme a Monseñor y el estímulo de poner fin
a mi desamparo, pasaron algunos días que no fueron malos para mí, pues me hallaba
asistido de ropa, casa y alimento, y además [30] libre, con toda Roma por mía, para
pasar el tiempo en amena vagancia, reanudando mis amistades de artista y de
arqueólogo con tantas grandezas muertas y vivas. Los ruidosos acontecimientos de
aquellos días de junio me arrastraban a vivir en la calle, siempre con la esperanza de
tropezar con mis perdidos camaradas Fornasari y Della Genga. Mientras duró el
Cónclave que debía darnos nuevo Papa, me confundí con las multitudes que aguardaban
ansiosas en Monte Cavallo. En la noche del 16 al 17, corrió la voz de que había sido
elegido Mastai, lo que fue para mí motivo de grandísimo contento, porque el Espíritu
Santo me daba la razón contra mis amigos. Al día siguiente, vi al cardenal camarlengo
monseñor Riario Sforza salir al balcón del Quirinal, pronunciando con viva emoción el
Papam habemus. ¡Y era Mastai Ferretti, mi candidato, el mío, qui sibi imposuit nomen
Pium IX! A las aclamaciones de la multitud uní todo el griterío de que eran capaces mis
pulmones, y cuando el nuevo Pontífice salió a dar al pueblo romano su primera
bendición, creí volverme loco de entusiasmo y alegría. Si mil años viviera, no se
borraría de mi alma la impresión de aquellos solemnes instantes, ni tampoco la del 21
en San Pedro, inolvidable día de la coronación. Imposible que dé yo idea del cariño que
despertó el nuevo Papa. Toda Roma le amaba, y yo, con íntima efusión que no sabía
explicarme, le amaba también [31] y le tenía por mío, sin dejar de ver en él el amor de
todos, creyendo cifradas en su persona la felicidad de Roma y de Italia.

   Decidido a presentarme al famoso Antonelli, pues algún término había de tener mi
vagabunda interinidad, vi aplazada de un día para otro la audiencia que solicité.
Monseñor fue nombrado Ministro de Hacienda, después Cardenal. Los negocios de
Estado y las atenciones sociales alejaban de su grandeza mi pequeñez. Por fin, una tarde
de julio me llamó a su casa, y fui temblando de esperanza y emoción. Recibiome en su
biblioteca, y se mostró desde el primer momento tan afectuoso que ganó mi confianza,
haciéndome desear que llegase una feliz ocasión de confiarle todos mis secretos. Era un
hombre alto y moreno, de mirada fulminante, de rasgada y fiera boca con carrera de
dientes correctísimos, que ostentaban su blancura dando gracia singular a la palabra. El
rayo de sus ojos de tal modo me confundía, que no acertaba yo a mirarle cuando me
miraba. Sujetome a un interrogatorio prolijo, y con tal arte y gancho tan sutil hacía sus
preguntas, que le referí todas mis maldades, sintiéndome muy aliviado cuando no quedó
en mi conciencia ninguna fealdad oculta. A mi sinceridad correspondió Su Eminencia
poniendo en su admonición un cierto aroma de tolerancia, que del fondo de su
pensamiento a la superficie de sus palabras severas trascendía.

    Díjome, entre otras cosas que procurase [32] fortalecer mi quebrantada vocación
religiosa, redoblando mis estudios, aislándome del mundo y reedificando mi ser moral
con meditaciones. Insistí yo en manifestarle que me sería muy difícil sostener mi
vocación; pero que aplicaría a tan grande intento toda mi voluntad, sometiéndome a
cuantos planes de conducta me señalara y sistemas educativos se sirviera proponerme.
No me acobardaban los estudios penosos; pero el internado y la disciplina cuartelesca
de los principales centros de enseñanza no se avenían con mi natural inquieto, ni con las
osadas independencias que me habían nacido en Roma, como si al pisar aquella tierra
me salieran alas. Sin duda le convencí, ¡no era flojo triunfo!, porque me propuso hacer
conmigo esta prueba: durante un año emprendería yo formidables estudios, conforme a
un plan superior acomodado a mi primitiva vocación, y sin someterme a la esclavitud
del internado. Enumerando el programa de mis tareas, señalome el Colegio Romano
para las ciencias eclesiásticas, la Sapienza para la Jurisprudencia y Filosofía, y para las
lenguas sabias el colegio de la Propaganda, regido a la sazón por el portentoso políglota
Mezzofanti. En todo convine yo, con expresiones de reconocimiento, y éste subió de
punto cuando el Cardenal me manifestó que cuidaría de alojarme, si no en su propia
casa, junto a personas de su familiaridad o servidumbre, en lo cual no hacía nada
extraordinario, pues D. Matías [33] había dejado caudal suficiente para ésta como para
otras sagradas atenciones. Encantado le oí, y mayor fue mi entusiasmo cuando al
despedirme me ordenó volver tres días después.

    En la segunda entrevista, disponiéndose Su Eminencia a partir para Castel Gandolfo,
recreo estival del Papa, me indicó que fuese a pasar las vacaciones a su quinta de
Albano, donde hallaría dispuesta una estancia. Me encargaba del arreglo de su
biblioteca, que tenía en gran desorden: innumerables libros sin catalogar, y todos los
que fueron de D. Matías metidos en cajas, esperando ser clasificados por materias y
puestos en los estantes. No me dio tiempo ni a expresarle mi gratitud, porque el coche le
aguardaba a la puerta. Salió para Castel Gandolfo, y yo al siguiente día para Albano,
gozoso, con ilusiones frescas y ganas de vivir, creyendo que la vida es buena y que en
ella hay siempre algo nuevo que ver y descubrir.

   La residencia del Cardenal en Albano es arreglo de una incendiada villa de los
Colonnas, recompuesta modestamente. Elegantísima puerta del Renacimiento se da de
bofetadas con ventanas vulgares. Restos de soberbia escalinata son el ingreso de la
biblioteca, y en las cocinas hay un friso con bajorrelieves. La misma confusión o
engarce de riquezas muertas con vivas pobrezas se advierte en el jardín, donde
permanece un trozo en setos vivos de ciprés lindando [34] con plantíos nuevos y
cuadros de hortaliza. Hermosa es por todo extremo la situación del edificio, al sur de la
ciudad, no lejos de la nueva vía Apia. Desde la ventana de mi aposento veía yo el
sepulcro de los Horacios y Curiacios, y los montes Albanos y los pueblecitos de Ariccia
y Genzano... Tal era el desorden de la biblioteca, que empleé todo el verano en
remediarlo; y absorto en faena tan grata para mí, se me iba el tiempo sin sentirlo, en
dulce concordia con los habitantes de la casa, que me asistían cariñosamente y me
tenían por suyo. Siete mujeres había en la villa, y aunque viejas en su mayor parte (dos
eran niñas de catorce a quince años), gustábame su cordial trato. Entendí que eran
familias de la servidumbre jubilada del Cardenal, que conservaba los criados aun en el
período de su decadencia inútil. Todo aquel mujerío y dos hombres, el uno jardinero,
cochero el otro, ambos con traza de bandidos, procedían de Terracina, el país de
Antonelli. Las dos ragazze, una de las cuales era bonitilla, la otra jorobada, me
ayudaban juguetonas y alegres en mis tareas de bibliófilo, y al caer de la tarde nos
íbamos a dar una vuelta por las orillas del lago Albano, o emprendíamos despacito y
charlando la ascensión al monte Cavo para gozar la vista de todo el territorio albano y
del mar, incomparable belleza de suelo y cielo, ante la cual acompañado me sentía de
los antiguos dioses.

    Terminadas las vacaciones, volví a Roma [35] con cuatro de aquellas mujeronas y la
corcovadita, y empecé mis estudios, instalado en el piso alto del palacio de Su
Eminencia, en el Borgo-Vecchio. Comenzó para mí una vida monótona y de adelantos
eficaces en mis conocimientos. Los estudios de lenguas orientales en la Propaganda me
cautivaban; tanto allí como en la Sapienza hice amistades excelentes, y un día de
diciembre tuve la inefable sorpresa de encontrarme a Della Genga, que me abrazó casi
llorando. Sus padres, convencidos al fin de que a la naturaleza varonil del chico se
ajustaba mal la sotana, dedicáronle a la jurisprudencia y al foro. Estaba mi hombre
contento y orgulloso de su moderada libertad. Restablecida nuestra fraternal concordia,
juntos estudiábamos y juntos nos permitíamos algún esparcimiento propio de la
juventud. Debo declarar con toda franqueza que Della Genga me corrompió un tantico,
y empañó la pureza de mi moral en aquellos días, comunicándome eficazmente, hasta
cierto punto, su innata afición a la mitad más amable del género humano. Acúsome de
esto, afirmando en descargo mío que mis debilidades no pasaron de la medida discreta.
Y para que todo sea sinceridad, añadiré que no tuvo poca parte en mi comedimiento mi
escasez de dineros, la cual vino a ser un feliz arbitrio de la Providencia para
preservarme de chocar contra escollos, o de ser arrastrado en vertiginosos remolinos.
[36]




                                        - IV -
    Majora(1) canamus. -Igualábame Della Genga en la admiración al nuevo Pontífice y
en creerle como enviado del Cielo para devolver a Italia su grandeza, y dar a los pueblos
fecundas y libres instituciones. Toda Roma creía lo mismo. Mastai Ferretti sería como
un pastor de todas las naciones, que sabría conducirlas por el camino del bien eterno y
de la terrestre felicidad. Cuantas disposiciones tomaba el Santo Padre eran motivo de
festejos, y las iluminaciones con que fue celebrada la amnistía repetíanse luego por
motivos de menos trascendencia. Siempre que a la calle salía Pío IX, se arremolinaba la
multitud junto a su carruaje, y los vivas y aclamaciones, repitiéndose en ondas,
conmovían a toda la ciudad. Por cualquier suceso dichoso, y a veces sin venir a cuento,
se improvisaban procesiones y cabalgatas, y las sociedades que habían sido secretas y
ya se habían hecho públicas, salían con sus abigarrados pendones entonando himnos.
Pasado algún tiempo de esta patriótica efervescencia, el entusiasmo empezó a degenerar
en delirio, y las demostraciones en vocerío y alborotos.

  Era Della Genga devotísimo de las ideas de Gioberti, y yo no le iba en zaga.
Habíamos leído y releído el Primato degli italiani, [37] y soñábamos con la redención
de Italia y su gloriosa unidad bajo la sacra bandera del Vicario de Cristo. Esto pensaba
yo, y con inquebrantable fe pensándolo sigo y me creo portador de tan saludables ideas
a mi querida patria. Pío IX, que en sus virtudes preclaras, en su poderoso entendimiento
y hasta en su rostro plácido y expresivo, conquistador de voluntades, trae el sello de una
misión divina, efectuará la restauración civil de la península itálica, inmensa obra que
no ha podido ser realidad por no haberse empleado en ella el ligamento de las creencias
comunes, de la enseñanza católica. Roma será, pues, la metrópoli de la Italia moral, y
cabeza de la política, y creará un pueblo robusto, tan grande por la fuerza como por la
fe. El báculo de San Pedro guiará en esta conquista a los italianos, enseñando a la
Europa entera el camino de la fecunda libertad. De esta idea y de sus infinitas
derivaciones hablábamos mi amigo y yo a todas horas, siempre que nuestra malicia o la
frivolidad propia de muchachos no nos llevaban a conversaciones menos elevadas.

    Y escribíamos sobre el mismo tema político sendas parrafadas ampulosas, que nos
leíamos ore alterno buscando el aplauso, y éste fácilmente coronaba nuestras
lucubraciones. Por cierto que un día (pienso que por febrero de este año) mi orgullo me
sugirió la idea de mostrar al Cardenal una enfática disertación que escribí sobre el
magno [38] asunto de la época, con el título de Risorgimento dell'Italia una e libera, y
quedándose con mi mamotreto para leerlo en el primer rato que tuviera libre, a los ocho
días me llamó para decirme que no estaba mal pensado ni escrito; pero que no robase
tiempo a mis estudios para meterme a divagar sobre lo que ya habían tratado las mejores
plumas italianas. Comprendiendo que ni mi discurso ni la materia de él eran de su
agrado, salí de la presencia del grande hombre un tanto corrido.

    Bien entrada ya la primavera, un ataquillo de malaria, que me cogió debilitado,
interrumpió en mal hora mis estudios y hube de guardar cama, presentándose la
calentura tan insidiosa que ni alivio ni recargo sentí en todo un mes. Por fin, el Cardenal
me mandó a Subiacco, acompañado de la jorobadita y de una de las vejanconas. El puro
aire de los montes Albanos me restableció en otro mes de régimen severo y de mental
descanso; pero no pude asistir a exámenes ni pensar en nueva campaña escolar hasta el
otoño próximo, lo que sentí de veras, porque en la Propaganda me iba encariñando con
el hebreo y sánscrito, y en la Sapienza figuraba entre los más lúcidos estudiantes de
Patrología y de Lugares teológicos, sin olvidar la Jurisprudencia, Concilios, etc.

   Y heme de nuevo, apenas apuntaron los calores de julio, en la placentera residencia
de Albano, libre y bien atendido, compartiendo [39] mis horas entre los paseos por las
alamedas que conducen a Castel Gandolfo, o por la nueva vía Apia, y el trajín de la
biblioteca, que me recibió como un viejo amigo brindándome con todo el embeleso de
sus mil libros interesantes, apetitosos, llenos de erudición los unos, de amenidad los
otros. ¡Oh soledad dichosa, oh dulce presidio!

    De un verano a otro, había cambiado el personal de la villa, pues dos ancianos
murieron, otros dos se habían ido a Terracina, y en su lugar hallé un matrimonio de
edad avanzada y dos mozas muy guapas: una de ellas, a poco de estar yo allí, fue
conducida a Frascati, donde veraneaba el Cardenal con una noble familia polaca. La que
en casa quedó no era jovenzuela, sino propiamente mujer y aun mujerona, de más que
mediana talla, esbelta, gran figura, tipo romano de lo más selecto, cabello y ojos negros,
la tez caldeada, con tono de barro cocido. Su trato pareciome un poco salvaje, como
recién cogida con lazo en los campos de Terracina; vestía poco, despreciando las modas
y prefiriendo los trajes de su pueblo. ¿Era casada o viuda? Nunca lo supe, pues de sus
palabras a veces se colegía que el esposo había fenecido en la plenitud de sus hazañas
bandoleras, a veces que se había marchado a Buenos Aires. Esta doble versión podía
explicarse por el hecho de que no fuese un marido, sino dos los que ya contaba en su
martirologio. No insistí yo mucho en inquirirlo, [40] pues noté en la buena moza
marcada repugnancia de los estudios biográficos. Llamábanla Bárbara o Barberina,
nombre que le cuadraba maravillosamente, porque leía muy mal y apenas sabía escribir;
mas con su natural despejo disimulaba tan graciosamente la ignorancia, que valía más
su conversación que la de veinte sabios. Gustaba yo de charlar con ella, mas que por la
rudeza de sus dichos, por verle los blanquísimos dientes que al sonreír mostraba, y
admirar el encendido color de su rostro iluminado por la elocuencia de mujer burlona.

   Pero no se crea que las burlas, a que tan aficionada era, escondían un carácter avieso
y malicioso, no. Era muy buena la salvaje Barberina, y a mí me tomó decididamente
bajo su amparo y protección, y me cuidaba como a hermano. Viéndome tan endeblucho,
se desvivía por reparar mi quebrantado organismo, dándome calditos o infusiones entre
horas, y haciéndome el plato en las comidas con propósito de llenarme el buche de
cosas sustanciosas y bien digeribles. Guardaba en sus bolsillos golosinas para
obsequiarme, de sorpresa, cuando paseábamos junto al lago con la jorobadita y otras
muchachas, y atendía también singularmente a mi descanso nocturno, evitando todo
ruido en la villa, y alejando de mi aposento la caterva de gatos y perros que en la casa
tenían su albergue.

    Agradecido a tantas bondades, se me ocurrió la felicísima idea de pagarle sus
beneficios [41] con otros no menos valiosos. Cualquiera, por egoísta que fuese, habría
pensado lo mismo, ¿verdad? Ella cuidaba de mi corporal existencia, dándome salud y
robustez; pues yo cuidaría de embellecer su espíritu, dándole el jugo de la ilustración,
de que se alimentan los seres escogidos, etcétera... En fin, que si ella me nutría, yo la
educaba, le devolvía sus obsequios perfeccionándola en la lectura y enseñándola a
escribir correctamente. Cuánto se holgó Barberina de mi plan de recíproca beneficencia,
no hay por qué decirlo. Al punto empezamos la campaña, brindándonos a ello el tiempo
que en aquel apacible retiro nos sobraba, y el sosiego de la retirada y fresca biblioteca.
La hice leer I Promessi Sposi, y advirtiendo su predilección por lo que más hería su
sensibilidad, nos metimos con los poetas, prefiriendo los modernos, para huir del
estorbo de los arcaísmos. Con tal cariño tomó estas lecturas, que al fin se me hizo largo
el espacio de sus lecciones. Y yo no volvía de mi sorpresa viendo que todo lo
comprendía, que ninguna delicadeza de sentimiento, ni alegórica ficción, ni gallardía de
estilo se le escapaba. Y cuando nos poníamos a comentar, ¡qué claro juicio en aquella
salvaje! Lloraba con las ternezas religiosas de Manzoni, se entusiasmaba con el fiero
nacionalismo de Monti y de Alfieri, y Leopardi la dejaba no pocas veces silenciosa y
cejijunta.

    Menos afortunado era el maestro en la escritura, [42] porque los dedos de la cerril
discípula no conservaban la flexibilidad y sutileza de su virgen entendimiento.
Gustábame guiar aquella dura y fuerte mano, tan bien modelada que parecía la mano de
Minerva o de Ceres. Pero los adelantos no correspondían a los esfuerzos de ella,
acompañados de hociquitos y muecas con sus carnosos labios, ni a la paciencia y
esmero que yo ponía en mis lecciones. Acababan éstas con los dedos de ambos
manchados de tinta, y con la exclamación de ella lamentando su torpeza. Hecha su
mano al rastrillo, al bielgo, a la pala y a otros rústicos instrumentos, se avenía mal con
la pluma. Por consolar a mi educanda, decíale yo que trocaría mi buen manejo de
escritura por la fuerza y la paz que da la vida del campo, y que un labrador inteligente es
el primero de los sabios, que con el arado escribe en la tierra el gran libro de la felicidad
humana. Pero estas pedanterías no la curaban de su desconsuelo, y a la siguiente lección
volvía con más empeño a la faena.

    Corriendo con lenta placidez los días, Barberina progresaba en la instrucción, y
ambos en la confianza mutua, sin el menor detrimento de la honestidad. Pedíame ella
que le hablase de mi familia y de mi pueblo, y que le contara cuanto de mi infancia
recordaba. De la suya y de su parentela, así como de su matrimonio, nada me contaba
ella, creyendo, sin duda, que su historia no podía interesarme. Cada día se inquietaba
[43] más por mi salud, y a sus cuidados del orden doméstico añadía discretas
exhortaciones referentes a la vida moral. En sus sermones me incitaba a la pureza de
costumbres, y afeaba mi ardorosa afición a las cosas paganas. De tiempo en tiempo
hacía yo veloces escapadas a Roma, volviendo con algunos libros o cualquier objeto,
cuya compra, según yo decía, me precisaba. Recibíame Barberina, al regreso, con
dolorida severidad, afirmando que mi salud y aun mi decoro estaban en peligro, si no
me penetraba del respeto que debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Más sutil
moralista no he visto nunca. No pude menos de rendirme a tan sabios consejos,
bendiciendo la boca que me amonestaba y declarando que a cuanto me ordenase había
de someterme. Todo el afán de mi amiga era preservarme de los peligros que en el
mundo cercan a una juventud delicada, y yo, considerando la inmensa valía de esta
tutela, me abrasaba en admiración y reconocimiento.

    No disminuía con esto nuestra afición a las lecturas, y si ella leía por ejercitarse,
hacíalo yo por darle el modelo de la entonación y por entretenerla y deleitarla con útiles
pasatiempos. Observé que las cosas serias la interesaban más que las jocosas, y las
humanas, construidas con elementos de verdad, más que las imaginativas. Después del
Jacopo Ortis y de las Prisiones, leí parte de la Eloísa de Rousseau, y de aquí saltamos
[44] a las Confesiones, cuyos primeros capítulos fueron el encanto de Barberina. Burla
burlando llegamos a la presentación de Juan Jacobo en la casa de Madame Warens, al
carácter y figura de ésta, a la maternal protección que dispensó al joven ginebrino, y por
fin, al ingenioso arbitrio de la dama para preservar a su amiguito de los riesgos que
corre un jovenzuelo impresionable si se le deja solo ante el torbellino del mundo y las
asechanzas del vicio. Admirable nos pareció a entrambos aquel pasaje, que Barberina
alabó con vivos encarecimientos... Mi amor a la verdad me obliga a terminar este relato
repitiendo el famosísimo quel giorno più non vi leggemmo avanti.




                                          -V-
    Alegría insensata y sombríos temores alternaban en mi alma desde aquel día. ¡Amor,
conciencia, cuán desacordes vais comúnmente en la vida humana! Amargaban la
dulzura de mi juvenil triunfo sobresaltos y presentimientos tristísimos, y mi felicidad en
ellos se disolvía como la sal en el agua. Perseguíame el espectro del Cardenal
pronunciando la acusación y cruel sentencia que yo merecía, y en mis sueños me
visitaba, y despierto le sentía próximo a mí. Seguramente no tendría yo valor para poner
mi rostro pecador ante el de Su Eminencia. [45] El temido rayo de sus ojos me haría
caer exánime; me faltaría valor aun para pedirle perdón de mi vergonzoso ultraje a la
ley de hospitalidad.

   Algún alivio me dio la noticia, por la propia Barberina comunicada, de que el
Cardenal no parecería en mucho tiempo por Albano, ni aun de paso para Castel
Gandolfo. Desde Frascati, deteniéndose en Roma sólo una noche, había pasado a
Rímini, sin duda con una misión secreta de Su Santidad para el Embajador de Austria
que allí veraneaba. Calculando mis huéspedes la duración de la ausencia por el equipo y
servidumbre que Antonelli llevaba, presumían que iría también a Viena. No obstante
estas seguridades de respiro, yo no tenía sosiego, y pedía fervorosamente a Dios que
complicase los asuntos diplomáticos de la Santa Sede en términos tales, que mi
protector tuviese que ir también a San Petersburgo, y de allí a Pekín, atravesando toda el
Asia en camello, en elefante, o en otro vehículo animal de los más lentos.

    Por aquellos días empezaron a tomar mal cariz las cosas políticas. La popularidad del
Papa era ya molesta, tirando a la confianza irrespetuosa: los entusiasmos de la plebe,
dirigida por las Sociedades o Círculos, no eran ya simples alborotos, sino motines en
toda regla. Las concesiones de Su Santidad al espíritu moderno les parecían poco, y ya
pedían la Luna, la Osa Mayor y el Zodíaco entero. El clamor de reformas era tan [46]
intenso, que el adorado Mastai Ferretti se veía compelido a dar gusto al pueblo
nombrando un Ministerio laico. Gustaba yo de la inquietud, porque no sólo veía en ella
la palpitación generatriz del ideal de Gioberti, tomando carne y forma de cosa real, sino
porque el tumulto y todo aquel revolver de las ondas sociales me parecían a mí muy
propios para que en ellos se escondiera mi delito y quedase ignorado, impune. ¡Ahi,
come mal mi governasti, amore!

   Mas un día, ¡corpo di Baco!, anunciaron que el Cardenal estaba de vuelta en Roma,
y ya no hubo para mí tranquilidad. Pasó por mi mente la idea de fugarme: comuniqué
este pensamiento a Barberina, la cual me dijo que había pensado lo mismo. Propúsome
que nos fuéramos a España... ¡A buena parte!, dije yo. De escapar, a Nápoles para
plantarnos en Egipto, o a Génova para emigrar calladitos a Buenos Aires, donde
pondríamos café, una tienda de bebidas... no, mejor un colegio, en el cual yo abriría
cátedra de omni re scibile. Felizmente, ninguno de estos disparates prendió en mi
mente, y la irresolución, que en normales casos suele perdernos, en aquél fue mi
salvación... Mientras discutíamos mi amada y yo si nos estableceríamos en Corfú o en
Alejandría, vino un recado de Antonelli, llamándome con urgencia. ¡Ay!... ¡ay!

    Se me olvidó apuntar que el matrimonio anciano que regía la casa mirábame ya
como cosa perdida. Días antes, notaba yo en [47] sus rostros cólera, menosprecio,
amenaza: cuando me vieron llamado a la presencia del amo, su actitud era compasiva,
como la de los curiosos que asisten al paso del condenado a muerte, camino de la horca
o de la guillotina. Y en efecto, en mí se determinaba la insensibilidad del reo en la
capilla momentos antes del suplicio. Salí de la casa sin poder ver a Bárbara; creí que se
había encerrado en su habitación. Quise subir, y no me dejaron. «¡Barberina!», grité
desde abajo, y nadie me respondió... Partí con el corazón despedazado, mordiendo mi
pañuelo. Luego me dijo el cochero que aquella madrugada, la buena moza, obedeciendo
órdenes terminantes del Cardenal y guardando el mayor secreto, había partido para
Terracina... a pie, sola... Y no había miedo de que se desviara de su ruta, ni que
desobedeciera la terrible y concisa orden. Protesté, lloré, rugí, y el cochero, con
filosófico humor y flemático desdén, me dijo: «¡Ah, signore!, questo e peggio che
l'Inquisizione. Ma, non dubiti, la sconteranno sti pretacci, figli di cani». Hablamos de
política. Pronto comprendí que estaba el hombre cogido por las sociedades secretas.

   «Un hombre, sólo hay un hombre que pueda traernos la revolución.

   -¿Y quién es ese hombre?

   -Mazzini...».

  Mi pena no me dejó espacio para sostener la conversación. ¿Qué me importaban a mí
Mazzini y toda la turbamulta de las logias? [48]

    Llegué al palacio del Cardenal con la esperanza de que sus ocupaciones no le
permitirían acordarse de mí, de que no podría recibirme, de que tendría yo que aguardar
horas, días quizás... Quedeme aterrado al ver que el portero, como si me esperase, me
mandó pasar en cuanto bajé del coche, y luego un ujier, sin darme descanso ni respiro,
me introdujo en la biblioteca, donde vi a Su Eminencia despachando con un secretario.
Yo apenas respiraba: yo pensaba en Dios, como el espía, víctima de la ley de guerra,
que es conducido ante el pelotón que ha de fusilarle. Más atento al despacho que a mí,
el grande hombre no se dignó mirarme. Un cuarto de hora, que hubo de parecerme un
cuarto de siglo, duró mi ansiedad; y cuando el secretario, recogiendo papeles, a marchar
se disponía, yo, paralizado y mudo en el centro de la pieza, extrañaba que no me
vendasen los ojos para el trance fatal.

    No vi la mirada de Antonelli cuando me mandó acercarme, porque yo no podía
levantar del suelo mi vista. El tono de su voz no me pareció demasiado duro. Me atreví
a mirarle, y hallé en su rostro un desdén compasivo, no la cólera de Júpiter que yo
esperaba. La angustia que me oprimía tuvo el primer alivio cuando Su Eminencia me
preguntó por mi salud, aunque debía yo creer que era pura fórmula. Como le contestase,
por decir algo, que no me encontraba bien, díjome que me propondría un remedio eficaz
para la completa reparación de mi organismo. [49] Nueva sorpresa mía con su poquito
de pavor. ¿Cuál era este remedio? No tardó en decírmelo: el regreso a España. Los aires
natales me serían muy provechosos. Con más miedo que finura contesté que me parecía
muy bien. Ed egli à me: «Hijo mío, bien a la vista está que tus esfuerzos para conservar
la vocación religiosa son inútiles. La Naturaleza manda en ti como señora absoluta, y no
sabes cultivar el espíritu robusto que debe sojuzgarla...». Admirado de tanta sabiduría,
nada supe contestar. Pareciome que aquello de sojuzgar la Naturaleza era también
fórmula, y que Su Eminencia echaba mano de los tópicos que sólo sirven para
aleccionar a la infancia, sin tener más que un valor pedagógico semejante al de las
palmetas. Poi ricommincio: «Tus facultades prodigiosas se pierden en la distracción.
Tal vez has errado la vía, y debes buscar otra en que la distracción misma no sea un
impedimento, sino un estímulo. Para brillar en artes o ciencias no es necesario ser
benedictino. La tutela que me delegó el buen D. Matías, yo la devuelvo a tus padres,
que la ejercerán con más fruto que yo. En Italia te pierdes: gánate en España, donde
empezarás por hacer efectiva tu vocación de marido... Tu familia te procurará un buen
matrimonio».

   Pausa. Conmovido pronuncié al fin vagas expresiones de aquiescencia. Y como
indicase que me prepararía para el regreso a mi tierra, dijo el Cardenal: «De aquí a la
noche, recogerás cuanto necesites llevar contigo, [50] libros y ropa; al amanecer saldrás
de Ostia en un barco que se da a la vela para la costa valenciana». Dejome atónito esta
conminación que no admitía réplica, y con un gesto manifesté mi conformidad. Ya sabía
yo con quién me las había y cómo las gastaba el caballero. Al despedirme, sólo me dijo:
«En la política de tu país puedes abrirte camino ancho, que allá tienes dos especies de
hombres afortunados: los tontos y los que se pasan de listos. Procura tú ser de los
últimos». La sustanciosa frase me hizo sonreír, y besándole la mano, salí para
disponerme a cumplir mi sentencia. Ya no le vi más. Comí, llené de libros una caja y un
cofrecillo, de ropa un baúl, y me entregué al mayordomo, encargado por Su Eminencia
de ponerme en camino. La sentencia se cumplió manu militari, porque un agente de
policía fue quien me condujo a Ostia, a poco de anochecido, no soltándome de su férrea
mano hasta dejarme a bordo de la urca, libre y quito de todo gasto, bien amonestado el
patrón para que pusiese cien ojos en mí mientras el barco no se diese a la vela.

   ¡Adiós, Italia; adiós, Roma, corazón del Paganismo, cabeza de la Iglesia; adiós,
Barberina, ara de mi primera ofrenda al tirano Dios! Así como los antiguos ponían sus
muertos en las constelaciones, yo quiero darte luminosa eternidad en el firmamento...
Durante las noches de mi largo viaje, he clavado de continuo mis ojos nelle vaghe stelle
dell'Orsa. [51]




                                         - VI -
   Sigüenza, Noviembre.- Quedamos en que bauticé con el nombre de Barberina la
estrella más brillante de la Osa Mayor, la que los astrónomos, según creo, llaman Mizar,
y con esto puse final punto a mi historia de Albano...

    Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos,
imagen de la Naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras, y se alimenta
de la propia muerte. El continuo engendrar de unos hechos en el vientre de otros es la
Historia, hija del Ayer, hermana del Hoy y madre del Mañana. Todos los hombres
hacen historia inédita; todo el que vive va creando ideales volúmenes que ni se
estampan ni aun se escriben. Digno será del lauro de Clío quien deje marcado de alguna
manera el rastro de su existencia al pasar por el mundo, como los caracoles que van
soltando sobre las piedras un hilo de baba, con que imprimen su lento andar. Eso haré
yo, caracol que aún tengo largo camino por delante; y no me digan que la huella babosa
que dejo no merece ser mirada por los venideros. Respondo que todo ejemplo de vida
contiene enseñanza para los que vienen detrás, ya sea por fas, ya por nefas, y útil es toda
noticia del vivir de un hombre, ya [52] ofrezca en sus relatos la diafanidad de los hechos
virtuosos, ya la negrura de los feos y abominables, porque los primeros son imagen
consoladora que enseñe a los malos el rostro de la perfección para imitarlo; los otros,
imagen terrorífica que señale a los buenos las muecas y visajes del pecado para que
huyan de parecérsele. Habiendo aquí, como habrá seguramente, enseñanza para
diferentes gustos, no me arrepiento del propósito de mis Memorias o Confesiones, y allá
voy ahora con mi cuerpo y mi juventud y mi buen ingenio por el anchuroso campo de la
vida española.
Ya es ocasión de que os hable de mi familia. Propietario de flacas tierras en este
término es, mi padre: poséelas mi madre de más valor en Atienza; pero reunidos ambos
patrimonios no bastaron para el sostén de familia tan numerosa, por lo cual mi señor
padre ha tenido que arrimarse a la política y a la Iglesia, y tiempo ha que desempeña la
Contaduría de esta Subalterna, y es además habilitado del Clero. Gran administrador de
lo suyo y de lo ajeno ha sido siempre Don José García, y en su honradez, que la opinión
ha consagrado como artículo de fe, nunca puso el menor celaje la malicia. La vida
metódica y sin afanes, la paz de la conciencia, el ejercicio saludable, le conservan entero
y enjuto, sin achaques de los que a su edad pocos se libran, aunque es algo aprensivo, y
tan friolero que anda de capa todo el año, de Agosto a Julio. [53]

    Mi madre es una santa, que hoy vive petrificada en los sentimientos elementales y en
las ideas de su juventud, creyendo a pie juntillas que la inmovilidad es la forma visible
de la razón. La palabra progreso carece para ella de sentido, y si en modas no ha querido
pasar del año 23, cuando vinieron con Angulema los chales de crespón, rayados, en lo
demás que atañe a la vida general no quiere entender de nada: ni discute novedades, ni
comprende constituciones, ni se cura de opinar conforme a estas o las otras ideas, firme
en su inquebrantable dogmatismo religioso que a lo social y político extiende... «Así lo
encontramos y así lo hemos de dejar», es su fórmula, que a todo aplica, creyendo
firmemente que el mundo, por muchos tumbos que dé, vuelve siempre a lo que ella vio,
conoció y sintió en su florida mocedad. Completan el retrato la dulzura y placidez de un
rostro angelical, que aún parece más divino con su copete de cabellos blancos, y el
mirar confiado y sereno, reflejo de un alma en que moran todas las virtudes cristianas y
domésticas sin sombra de maldad. Nueve hijos nacimos de esta ejemplar señora:
vivimos siete, con quienes harán conocimiento mis lectores, que algo hay en ellos digno
de la posteridad. A mí me tuvo mi madre en edad extemporánea, cuando ya nadie
esperaba fruto de ella, y por esto el más joven de mis hermanos me lleva ocho años. Y
como coincidieran con mi tardío nacimiento una aurora boreal, un [54] cometa, con más
otros terrestres acontecimientos, formidable crecida del Henares, y la aparición de una
espléndida luz que en las noches oscuras se paseaba por el tejado y torres de la catedral,
dio en creer la gente que aquellos inauditos fenómenos anunciaban mi venida al mundo
como prodigioso niño, llamado a revolver toda la tierra. Mi madre se reía de estos
disparates; pero confiaba siempre en que su Benjamín no habría de ser un hombre
vulgar.

    Mi hermano Agustín, el primogénito, que ya cumplió los cuarenta, casó en Madrid, y
allá disfruta de un buen empleo arrimado a los hombres de la moderación. Mi hermano
Vicente casó con una rica labradora de Brihuega, viuda, y está hecho un bienaventurado
patán, con cinco hijos y labranza de doce pares de mulas; Gregorio, que estudió en
Madrid la carrera de abogado, también anda por allá, buscándose un acomodo en las
Sociedades mineras o de seguros; y Ramón, que es el más joven, no se ha separado de
mis padres, y disfruta un sueldecito en la Subalterna. De mis hermanas, la mayor,
Librada, que ahora tiene treinta y ocho años, casó en Atienza con un primo mío,
ganadero de buen acomodo y propietario de dos molinos harineros y de una fábrica de
curtidos; la segunda, Catalina, que ya rebasa de los treinta, profesó en el convento de la
Concepción Francisca de Guadalajara, no recuerdo en qué fecha (sólo sé que a mí me
tenían aún vestidito de corto), y [55] luego pasó a La Latina de Madrid, donde ahora se
encuentra. He aquí mi familia, mis sagrados vínculos con la Humanidad.
Vivimos en la calle de Travesaña, angosta y feísima, pero muy importante, porque en
ella, según dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio. La casa es de mi padre,
tan antigua, que la tengo por del tiempo de la guerra de los Turdetanos con Roma,
cuando Catón el Censor puso sitio a esta noble ciudad. A pesar de las restauraciones
hechas en ella, mi vivienda natal, en la cual no hay techo que no se alcance con la mano,
se pierde en la noche de los tiempos; y a pesar de todo, como en ella vi la primera luz,
paréceme la más cómoda y bonita del mundo. En los bajos hay un alquilado para botica,
la cual creo yo que radica en aquel sitio desde que vino a España el primer boticario,
traído quizás por Protógenes, obispo fundador de nuestra diócesis. Ahora la regenta un
tal Cuevas, hombre muy entendido en su oficio, y es centro de reunión o mentidero de
cuantos en el pueblo discurren con más o menos tino de la cosa pública.

   Seis o siete sujetos calificados clavan allí sus posaderas en sendas sillas toda la tarde
y a prima noche, entre ellos mi padre; D. José Verdún, coronel retirado; el juez Sr.
Zamorano, el canónigo de esta Catedral D. Jacinto de Albentós, que entró aquí con
Cabrera el año 36, mandando una partida de escopeteros, bien ajeno entonces de que
[56] se le recompensaría su hazaña con esta prebenda, y otros que no cito por no
transmitir vanos nombres a la posteridad. Cada cual lleva su periódico, que lee o
comenta: mi padre saca El Faro, que goza opinión de sensato; el canónigo desenvaina
La Iglesia y El Lábaro, ambos de su cuerda; el coronel esgrime el Clamor, órgano del
Progreso; otro tremola El Heraldo, y Cuevas, en fin, enarbola El Tío Carcoma, satírico
y desvergonzado, pues algo hay que dar también a la risa y al honrado esparcimiento.
Predomina en la botica el tinte moderado, y contra una mayoría formidable luchan
gallardamente los dos únicos progresistas, el coronel y el boticario. De entre las
ruidosas peloteras que allí se arman salen airadas voces aclamando el nombre sonoro
del primate a quien cada cual debe su destino, y si el uno pone sobre su cabeza a Bravo
Murillo, el otro no deja que toquen ni al pelo de la ropa de Seijas Lozano, de Pidal o de
Bahamonde.

    Allí me enteré de sucesos que ignoraba, y que, siendo ínfimos en la esfera total del
humano vivir, parecían grandes a los pobres enanos que de ellos se ocupaban. Supe que
habían caído los Puritanos, y pues yo no conocía más Puritanos que los de Bellini, pedí
informes de tales sujetos, sabiendo al fin que eran como una cofradía que dentro de la
moderada comunidad alardeaba de pureza. Supe asimismo que el Rey y la Reina
andaban desavenidos, él haciendo solitaria [57] vida en El Pardo, ella en Madrid
gozando de la cariñosa popularidad que había sabido ganarse con su gracia y desenfado;
y supe que los narvaístas andaban locos por volver al Gobierno, y que los progresistas,
alentados por Bullwer, embajador inglés, hacían sus pinitos por colarse en Palacio.
Todo ello me importaba un bledo, como la caída del Ministerio Salamanca, sucesor de
los Puritanos, para dar entrada al temido y ensalzado D. Ramón, que, según mi padre, es
el único que entiende este complejo tinglado del gobierno de España.

   Sigüenza, 25 de Noviembre.- La comidilla de esta tarde en la botica ha sido la
reconciliación del Rey y la Reina. Vaya, picaruelos, se os perdona, pero no volváis a
poneros moños, que perturban la tranquilidad de estos reinos. ¡Ay qué cosas han dicho
los tertulios, Santa Librada bendita! Que si costó más trabajo reconciliar a los Reyes que
casarlos... que Serrano y Narváez se entendieron, retirándose el primero a la Capitanía
General de Granada, y cogiendo el otro las riendas del poder... que ello es juego de
rabadanes, y cambalache gitanesco... ¡Dios mío, cómo ponen a Serrano mi boticario y
mi coronel por haber abdicado sin dejar el mango de la sartén en manos progresistas!
Los motes menos injuriosos que le cuelgan son los de Judas y Don Opas. En cambio los
otros échanle en cara el abuso de su poder y su falta de discreción, tacto y delicadeza. Y
yo le digo al tal: «Si me viera en tu caso, [58] haría las cosas mejor, y si no pudiera
escribir la Historia de España con la mano derecha, sabría educar y adestrar mi mano
zurda».

    27 de Noviembre.- Esta tarde fui yo quien hizo el gasto contándoles las
magnificencias del rito en la Corte Papal, describiéndoles con la facundia pintoresca que
me permitían mis conocimientos de las cosas romanas, los restos maravillosos del
Paganismo, el esplendor de San Pedro, de Santa María Mayor y de San Juan de Letrán,
el lujo y señorío de los cardenales, la opulencia artística de los Museos, las mil estatuas,
fuentes y obeliscos, y no necesito decir que me oían con la boca abierta, suspensos de
mi voz, y que alabaron en coro mi feliz retentiva. Mayor éxito, si cabe, tuve cuando de
las cosas me llevó a las ideas el curso de mi fácil palabra, y les expliqué la misión que
Dios confiere al sucesor de San Pedro en la segunda mitad del siglo que corre. Sursum
corda, y álcense unidos el dogma cristiano y la libertad de los pueblos. Para redimir a
Italia y hacerla una y fuerte, se constituirá una federación bajo el patrocinio del
Soberano Pontificio, y un sabio Estatuto, en que se amalgamen y compenetren los
católicos principios con las reformas liberales, dará la felicidad a los italianos,
ofreciendo a las demás naciones europeas una norma política, invariable y sagrada por
traer la sanción de la Iglesia.

    La polvareda que levantó en el farmacéutico [59] senado de este novísimo punto de
vista, como decía el juez, fue tremenda. Ya el señor Zamorano tenía de ello noticia por
haber leído párrafos de un artículo de Balmes en la revista El Pensamiento de la
Nación. Para los demás, el asunto era enteramente virgen. Cuevas y el coronel
acogieron la misión papal con benevolencia, afirmando que, pues las ideas de Cristo
eran francamente liberales, su Vicario en la tierra debía pastorear a las naciones
enarbolando en su báculo la bandera del Progreso. Oír esto el canónigo y soltar la risa
estúpida, grosera y provocativa, fue todo uno. «¡Vaya, que será linda cosa un Papa
progresista!... ¡La Iglesia dando el brazo a los hijos de la Viuda!... ¡Cristo entre
masones... ja, ja, ja... y la Santísima Virgen bordando banderas liberales como la
Mariana Pineda!...». Así desembuchaba sus salvajes burlas el sacerdote bizarro que
había entrado en Sigüenza once años antes, viribus et armis, asolando el país y
llevándose cincuenta mil reales como botín de guerra. Y luego siguió: «¡Pero este
Pepito, qué ruedas de molino se trae de Roma para comulgarnos! Listo eres, hijo; pero
no afiles tanto, que te vemos la intención chancera. A Roma fuiste con ínfulas de sabio,
que debía tragarse el mundo, y nos vuelves acá con juegos de cubilete para embaucar a
estos pobres patanes. No nos creas más tontos de lo que somos, y si vas a Madrid llévate
allá los chismes de titiritero, y ponte en las plazas a predicar toda esa monserga [60] del
Papa liberal y de la Iglesia metida con los ateos. Aquí somos brutos, y no entendemos
de fililíes romanos ni de obeliscos, ni de cardenales que visten capita corta y calzón a la
rodilla; pero tenemos los sesos en su sitio, y debajo del paño pardo guardamos el
discernimiento español, que da quince y raya a todo lo de extranjis».

   Respondí que no intentaba yo convencerle, porque él era como Dios le había hecho,
un clérigo de caballería, de los que defienden el dogma a sablazo limpio.
Contradiciéndole le puse tan desaforado y nervioso, que no hacía más que morder el
cigarro, echar salivazos en el corro, y dar resoplidos como un flatulento a quien se le
atraviesan en el buche los gases. Intervino Cuevas en la contienda con sus opiniones
emolientes, y mi padre sacó todo el espíritu de conciliación que comúnmente usa,
asegurando que no hay que tomar a chacota mis ideas, pues vengo yo de donde las
guisan; que él no da ni quita liberalismo al Papa, pero que si éste se liberaliza, habrá de
ser siempre moderado. Con esto y con llegar la hora en que a cada cual le llamaban las
sopas de ajo de la cena, terminó la gran disputa. Era el desvaído rumor con que llegaba
a mi rústico pueblo la grave cuestión que entonces inquietaba a todos los pensadores de
Italia.

    30 de Noviembre.- He aquí que mi hermano Agustín, el gallito de la familia, que
desde Madrid dirige nuestros asuntos encaramado en su posición política, comunicó
[61] por carta felices nuevas de su valimiento en el Ministerio de la Gobernación,
gracias al amparo que le dispensa el nuevo Ministro D. Luis Sartorius. Extranjero en mi
patria, era la primera vez que oía yo tal nombre. Púsome en autos mi padre refiriéndome
que este Sartorius es un mozo andaluz tan agudo y con tal don de simpatía que se lleva
de calle a la gente joven. Ha brillado en el periodismo; plumeando en las columnas de
El Heraldo se hizo fácilmente un nombre, y... periodista te vean mis ojos, que ministro
como tenerlo en la mano. Con sólo este breve informe me fue muy simpático el tal
Sartorius, y me entraron ganas de conocerle. Añadía mi hermano en la carta que era
llegada la ocasión de colocarme, toda vez que no había para mí, después del desengaño
de mi viaje a Italia, mejor arrimo que el de la Administración Pública, sin perjuicio de
aplicarme a cualquier carrerita de las que en Madrid están abiertas para todo muchacho
que tenga alguna sal en el caletre. Quedó, pues, determinado que para no perder tan
dichosa coyuntura partiese yo a la Corte sin dilación, llevándome toda la balumba de
mis libros, los cuales habían de ser mi mejor ornamento, y mi garantía más segura de
que no se me volvieran humo las esperanzas cortesanas.

    1.º de Diciembre.- Mi buena y santa madre, mientras estibaba con delicado esmero
en el baúl mi provisión de ropa, añadiendo no pocas prendas, obra reciente de sus [62]
hábiles manos, me dio estos consejos que así demostraban su cariño como su bendita
inocencia: «Hijo mío, vas a un pueblo muy grande, donde todo cuidado será poco para
precaverte de los peligros que te cercaran. Mas tú eres bueno, y tu alma paréceme que
está cerrada a piedra y barro para las malas tentaciones. Pero Madrid no es Roma; en la
ciudad que llaman Eterna, creo yo que no habrás visto más que ejemplos de virtud y
buenas costumbres, pues otra cosa no puede ser viviendo entre tantísimo sacerdote y
personas consagradas al servicio de Dios. Madrid no es lo mismo, y los ejemplos que
allí encuentres serán de corrupción y escándalo, así en mujeres como en hombres. Te
recomiendo y encargo, hijo mío, que contra las innumerables incitaciones al pecado que
has de sentir, ver y escuchar, te fortalezcas con el temor de Dios y con el recuerdo de las
virtudes que habrás observado siempre en tu familia. Y no insisto sobre punto tan
delicado, pues, como dijo el otro, 'peor es meneallo'... Yo confío en tu buen juicio y en
la limpieza de tus pensamientos». Respondile muy conmovido que ya cavilaba yo en la
manera de sortear esos peligros, pues conocía bastante la sociedad para distinguir el
bien del mal; y que el refrán a Roma por todo quiere decir que allá van los hombres a
enterarse de cuanto en lo humano existe, y a doctorarse en la ciencia del mundo como
en todas las ciencias.

   «Bien, hijo mío -dijo entonces mi madre [63] con dulce conformidad-. Pero hay otro
peligro en el cual quiero que fijes tu atención, y es que en Madrid abundan los
envidiosos; y como tú despuntas por una capacidad y sabidurías tan extraordinarias, no
dejarán de caer sobre ti las malas voluntades y peores lenguas para cerrarte los caminos
de la gloria. Mucho cuidado con esto, Pepe mío. No hagas alardes de ciencia, y tus
razones te acrediten más de modesto que de jactancioso, para que la envidia tenga
menos abrazaderas por donde cogerte... Verdad que casi está de más este consejo, pues
de Roma has vuelto ocultando tu ciencia más que ostentándola sin ton ni son, como
hacías cuando fuiste. Ya no te pones a recitar la retahíla de cánones y decretales; ya no
hablas de la Summa de Santo Tomás ni de lo que escribieron Aristóteles y Belarmino;
ya no nos hablas en griego para mayor claridad; y como no puedo pensar que sabes
ahora menos, pienso que eres más precavido y mejor guardador de tu ciencia, a fin de
no dar resquemores a la envidia y vivir en paz con tanto majadero.

    -Algo hay de eso, señora madre -repliqué yo-; pero el principal motivo de mi reserva
del saber es que ahora sé mucho más que antes, y cuanto más se sabe más se ignora, y
más miedo tenemos de incurrir en el error que de continuo nos acecha. Estudiando y
aprendiendo he llegado a medir la extensión de lo que aún no ha entrado en mi
entendimiento, y sabiendo cada día más [64] voy hacia el término a que llegó el gran
filósofo que dijo: 'Sólo sé que no sé nada.' Vea usted por qué parece que sé menos
sabiendo más. No compare usted, señora madre, la ciencia de un niño con la de un
hombre».

   Muy complacida de mi explicación, añadió este último consejo, dándome a entender
con su sonrisa que lo estimaba por muy práctico: «No te cuides, hijo de mi alma, de
lucirte entre los necios, cuyo aplauso para nada ha de servirte, ni de enseñar a los
ignorantes, ni de desasnar a los torpes. Para divertir y admirar a cuatro gansos no has
estado tú quemándote las cejas desde que eras tamaño así. Toda Sigüenza sabe que
prontitud como la tuya para el conocimiento no se ha visto jamás, pues aún estabas
mamando y las primeras voces que dabas rompiendo a hablar parecía que eran en latín...
Digo que te contengas, y que guardes toda tu ciencia para las buenas ocasiones,
desembuchándola como un torrente cuando te halles en presencia de personas que sepan
apreciarla, pongo por caso, el señor De Sartorius, que dicen es tan sagaz y tan buen
catador de los talentos. Tengo por indudable que le deslumbrarás, y el hombre no sabrá
qué hacer contigo... Para mí, y como si lo estuviera viendo, es seguro que te pondrá en
alguna de las grandes bibliotecas que hay allá, o en la mismísima Gaceta, para que
escribas todo lo que se ordena, manda y dispone, y hasta lo que la Reina le dice a las
Cortes, o a otros Reyes, o al mismo Papa». [65]

   Encantado de su sancta simplicitas y estimando ésta como un bien muy grande,
corona de las virtudes de mi madre en su patriarcal vejez, corroboré aquellas ideas, y
para fortalecer su inocencia hermosa me fingí convencido de que Madrid y Sartorius me
subirían a los cuernos de la luna. Lloraba la pobrecita oyéndome, y yo, traspasado de
pena, hice mental juramento de conservar siempre a mi madre en aquel ideal ensueño
que aseguraba la felicidad de sus últimos días.

   Partí aquella noche en el coche correo.




                                        - VII -
14 de enero del 48.- Carguen con Madrid y su vecindario todos los demonios, y
permita Dios que sobre esta villa, emporio de la confusión y maestra de los enredos,
caigan todas las plagas faraónicas y algunas más. Rayos arroje el Cielo contra Madrid,
pestes la tierra, y queden pronto hechas polvo casas y personas. Hágase luego gigante el
enano Manzanares, para que con revueltas aguas borre hasta el último vestigio de la
capital, y quede el suelo de ésta convertido en inmenso charco donde se establezca un
pueblo de ranas que cante noche y día el himno de la garrulería...

    No tuvo la Villa y Corte mis simpatías [66] cuando en ella entré: pareciome un
hormiguero, sus calles, estrechas y sucias; su gente, bulliciosa, entrometida y
charlatana; los señores, ignorantes; el pueblo, desmandado; las casas, feísimas y con
olor de pobreza. Pero no proviene de esto el odio que hoy siento, sino de positivas
desdichas que en esta Babilonia de cuarta clase me ocurrieron a poco de mi llegada. Dos
familias, la de mi hermano Agustín y la de mi hermano Gregorio, se disputaron desde el
primer momento la honra de albergarme, y ésta tiraba de mí por un brazo, aquélla por
otro, y en poco estuvo que me descuartizaran. De una parte a otra iban mis baúles y
maletas. Por la mañana se decidía que mi casa fuera la de Gregorio; por la tarde venía la
mujer de Agustín, cargaba con mi ropa, y era forzoso meterlo todo a puñados en los
baúles. Tres días estuve de mazo en calabazo, comiendo en una casa, cenando en otra, y
a lo mejor me hallaba sin corbata, que se había quedado allá, o me faltaba la levita, el
sombrero, los guantes... Y cuando tras tantas fatigas, triunfante Gregorio, me vi
definitivamente instalado en casa de éste, ¡oh inmensa desventura!, eché de ver que en
los trasiegos de mi persona y de mis cosas entre una y otra vivienda, se había perdido el
manuscrito de mis Memorias, todo lo que escribí desde Vinaroz a Sigüenza, mi vida en
Italia... ¿Hay mayor desdicha, ni más estúpido contratiempo? En vano lo he buscado en
las dos casas, preguntando a los aturdidos [67] amos y a las cerriles criadas. Nadie lo ha
visto, nadie da razón de aquellas hojas en que vertí la verdad de mis sentimientos y los
secretos más graves... Y la idea de que mis apuntes hayan ido a parar a indiscretas
manos me vuelve loco. ¡Escriba usted confesiones con el fin de deleitar e instruir a la
juventud, ponga usted en ellas toda su alma, para que caigan en manos de un zafio que
haga de ellas chacota, o de una maritornes que las emplee para encender la lumbre!

   Aunque las diversas personas a quienes pregunté por mis papeles me negaban con
notoria ingenuidad haberlos visto, yo sospechaba de mi cuñada, la mujer de Agustín, sin
que pudiera decir en qué fundaba mi sospecha, pues con la mayor serenidad me ayudaba
a buscar el tesoro perdido y lamentábase con desconsuelo verdadero o falso de la
inutilidad de mis investigaciones. Y hoy, cuando ya he perdido la esperanza de recobrar
mi tesoro, persisto en creer que ella lo guarda como un feliz hallazgo, sin duda con la
idea de variar los nombres de personas, alterar algún incidente y publicarlo como novela
de su invención. Porque ha de saberse que mi cuñada Sofía es lo que llamamos
politicómona, con sus perfiles de literata, pues aunque alardea modestamente de no
escribir, presume de buen gusto y promulga juicios sentenciosos sobre toda obra poética
o narrativa que cae en sus manos. Comúnmente le sorbe los sesos la batalladora política
más que las pacíficas letras, y toda [68] la mañana la veis en su cuarto, con bata
encarnada y una cofia en la cabeza, devorando periódicos. ¡Y la casa sin barrer! ¡Y la
señora no se peina hasta media tarde!

   Permitid que me ensañe en ella, pues le tengo odio y mala voluntad desde que se me
metió en la cabeza que es ladrona de mi manuscrito. Si mi hermano la supera en
discreción, ella le gana en edad; no tiene hijos, pero sí un bigotillo con más lozano vello
que el que a su sexo corresponde. Por las mañanas, a la hora en que se halla en todo el
furor de su loco entretenimiento, las greñas se le salen por debajo de la cofia, las uñas
guardan todavía luto y las manos le huelen a tinta de periódico; su gordura fofa se
escapa por uno y otro lado, evadiéndose del presidio de un destartalado corsé, cuyas
ballenas no son más que un andamiaje en ruinas.

    Y también digo que a zalamera y engañadora no le gana nadie. Se precia de
quererme mucho y de tratarme como a un hijo. Me riñe con suavidad cariñosa, si es
menester, y me colma de elogios cuando a su parecer lo merezco. Ella fue quien me
notificó, a los ocho días de mi llegada, mi nombramiento para una plaza en la Gaceta.
Éste era el veni vidi vici, y pocos podrían alabarse de tanta prontitud en el logro de sus
esperanzas. «Como ahora no se nos niega nada -me dijo azotándome la cara con el
número de El Clamor-, te hemos sacado ese destinito con ocho mil reales, que no es mal
[69] principio de carrera. Luego se verá. Me ha dicho Agustín que no tendrás nada que
hacer en la Gaceta, y que te recomendará al director para que te perdone la asistencia a
la oficina los más de los días». A ella y a mi hermano di las gracias, añadiendo que no
me conformo con tan denigrante ociosidad; que pediría trabajo, si no me lo diesen, para
devolver a la Nación en honrado servicio la pitanza modesta que pone en mi boca. Y
éste no fue ciertamente un vano propósito, pues al tomar posesión de mi destino hube de
protestar contra la holganza, a lo que me contestó el director, hombre amabilísimo, y el
más zalamero, creo yo, que existe en el mundo: «Ya sé por su hermano que es usted un
prodigio de talento y erudición. Sería imperdonable que por exigirle a usted la debida
puntualidad en esta oficina, le apartara yo de sus profundos estudios, privándole de
consagrar las más de sus horas a revolver libros y compulsar códices en las bibliotecas
públicas». Creía, en conciencia, servir al Estado y al país declarándome vagabundo
erudito. Afortunadamente, la Gaceta tenía personal de sobra, y muchos iban allí a
escribir comedias o a componer sonetos de pie forzado. No insistí. ¡Delicioso jefe,
fantástica oficina, sabrosa y dulce nómina!

    12 de Enero.- En cuanto llegó a Sigüenza la noticia de mi nombramiento, me
escribió mi buena madre vertiendo en las cláusulas de su epístola todo el cariño y la
inocencia [70] de su alma seráfica. Conocía yo la magnitud de su alborozo por el
temblor de su nada correcta escritura. Todo había resultado tal como ella lo pensara:
llegar yo un viernes a Madrid, y al siguiente viernes, ¡pum!, el destino. Estas brevas no
caen más que para los hombres escogidos, en cuyas molleras ha puesto el divino
Criador toda su sal y pimienta... Ya le había contado a ella un pajarito que el Sr.
Sartorius me recibió poco menos que con palio, y que yo me puse muy colorado con las
alabanzas que tanto el señor Ministro como los otros señores presentes habían echado
por aquellas bocas... «Nadie me ha dicho esto -añadía con candorosa persuasión-, pero
lo sé. No puede haber sucedido de otro modo... Al mandarte a la Gaceta, claro es que se
ha fijado Su Excelencia en que el desempeño de aquellas plazas exige las cabezas
mejores, y allá vas tú para poner en buena consonancia de frase todo lo del Procomún y
demás cosas que en tales hojas se estampan. Ya, ya saben esos señores a qué árbol se
arriman... Te recomiendo, hijo mío, que no trabajes demasiado. Ya estoy viendo que
muchos de tus compañeros se aliviarán de su faena recargando la tuya, fiados en que
para tu entendimiento grandísimo son juguete de chico las dificultades que a ellos les
agobian. No seas tan bonachón como sueles, ni tengas lástima de holgazanes y torpes,
que de esos se compone, según me dicen, la turbamulta de las oficinas... Por aquí se
corre que [71] has empezado a escribir una magnífica obra sobre el Papado y... no sé
qué otras cosas, la cual no tendrá menos de quince tomos. Date prisa, no vaya yo a
morirme sin poder leer aunque sea sólo el título. Dime si es verdad esto, y cuántos
pliegos llevas escritos ya... Adiós, Pepe mío: cuídate mucho, abrígate, y que en esos
trajines no se te olvide la obligación de tus oraciones de mañana y noche. Siempre que
puedas, oye misa toditos los días. Yo no ceso de pedir al Señor que te ilumine y no te
deje de su mano. Recibe todos los pensamientos, el alma toda, y la bendición de tu
madre. -Librada».

   En mi contestación, todas las ternezas me parecieron pocas, y poniendo especial
cuidado en no ajar sus ilusiones, le dije cuanto pudiera conservarla en aquel sonrosado
cielo donde su espíritu encontraba la felicidad. Su vida era un dulce sueño. Antes
muriera yo que despertarla.

    28 de Enero.- Dejo pasar muchas noches sin añadir una línea a la Segunda Parte de
mis Memorias, porque el desconsuelo de haber perdido la Primera enfría mis
entusiasmos de cronista y biógrafo, llenándome de crueles dudas respecto al futuro
destino de lo que escribo. ¿Quién me asegura que mis confidencias salvarán el largo
espacio que desde la hora presente de mi vida se extiende hasta el reino oscuro de lo que
llamamos Posteridad, la vida y sucesos de los que aún no han nacido o están todavía
mamando? Para que estos renglones lleguen a su destino, [72] hago firme propósito de
resguardarlos de curiosas miradas, y de trazarles un caminito subterráneo por donde
lleguen salvos a manos de un discreto historiador del próximo siglo, que los acoja, los
ordene y utilice de ellos lo que bien le parezca.

   Voy a contarte ahora, oh tú, mi futuro compilador, la vida y milagros de mi hermano
Gregorio, con quien vivo, y verás que, si por el talle y rostro se distingue de mi hermano
Agustín, mayor diferencia has de encontrar entre uno y otro por los hábitos, gustos y
ambiciones. El primogénito es alto, airoso, elegante, de seductor trato, y cifra toda su
existencia presente y futura en la política; Gregorio es de mediana estatura, achaparrado,
de mal color, aunque de complexión recia; y desengañado de la poca sustancia que se
saca del trajín de la cosa pública, adulando a poderosos sin ningún valor, o sentando
plaza en el bullicioso escuadrón de majaderos o malvados, ha querido llevar su
existencia por mejores rumbos.

    Si diferentes son mis buenos hermanos, mayor desemejanza hay entre sus respectivas
mujeres, pues la de Gregorio no es politicastra, ni bigotuda, ni gordinflona, sino muy
bella y elegante, aunque, dicho sea en secreto, un poquito retocada con sutiles afeites;
sabe cumplir con su casa y con la sociedad, gobernando muy bien la primera, y
atendiendo a las buenas relaciones, tan necesarias al género de vida que hoy lleva su
activo esposo. Si Sofía estanca a su marido en [73] la charca pantanosa del politiqueo,
Segismunda dirige los pasos del suyo por caminos penosos y difíciles, pero de sólido
piso, y que pueden conducir a las zonas más fructíferas de la existencia. A poco de tratar
a esta segunda cuñada mía, la tuve por mujer de entendimiento y de voluntad firme. En
vez de afligirse ante las necesidades, busca medios seguros de atender a ellas, y mirando
al porvenir tanto como al presente, fijo el pensamiento en sus dos hijos y en los que aún
pudiera tener, lanza valerosa y cruelmente a su marido a un trabajo rudo, no de gabinete,
sino de actividad febril, mañana, tarde y noche, por las anchuras y estrecheces de
Madrid.

   Y ella por su lado y en su femenil esfera, trabaja también ayudando al hombre,
suavizándole asperezas o allanándole obstáculos. Viste bien, recibe y paga visitas,
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  • 1. Las tormentas del 48 Benito Pérez Galdós -I- Vive Dios, que no dejo pasar este día sin poner la primera piedra del grande edificio de mis Memorias... Españoles nacidos y por nacer: sabed que de algún tiempo acá me acosa la idea de conservar empapelados, con los fáciles ingredientes de tinta y pluma, los públicos acaecimientos y los privados casos que me interesen, toda impresión de lo que veo y oigo, y hasta las propias melancolías o las fugaces dulzuras que en la soledad balancean mi alma; sabed asimismo que, a la hora presente, idea tan saludable pasa del pensar al hacer. Antes que mi voluntad desmaye, que harto sé cuán fácilmente baja de la clara firmeza a la vaguedad perezosa, agarro el primer pedazo de papel que a mano encuentro, tiro de pluma y escribo: «Hoy 13 de Octubre de 1847, tomo tierra en esta playa de Vinaroz, orilla del Mediterráneo, después de una angustiosa y larga travesía en la urca Pepeta, ¡mala peste para Neptuno [6] y Eolo!, desde el puerto de Ostia, en los Estados del Papa...». Y al son burlesco de los gavilanes que rasguean sobre el papel, me río de mi pueril vanidad. ¿Vivirán estos apuntes más que la mano que los escribe? Por sí o por no, y contando con que ha de saltar, andando los tiempos, un erudito rebuscador o prendero de papeles inútiles que coja estos míos, les sacuda el polvo, los lea y los aderece para servirlos en el festín de la general lectura, he de poner cuidado en que no se me escape cosa de interés, en alumbrarme y guiarme con la luz de la verdad, y en dar amenidad gustosa y picante a lo que refiera; que sin un buen condimento son estos manjares tan indigestos como desabridos. ¿Posteridad dijiste? No me vuelvo atrás; y para que la tal señora no se consuma la figura investigando mi nombre, calidad, estado y demás circunstancias, me apresuro a decirle que soy José García Fajardo, que vengo de Italia, que ya iré contando cómo y por qué fui y a qué motivos obedeció mi vuelta, muy desgraciada y lastimosa por cierto, pues llego exánime, calado hasta los huesos, con menos ropa de la que embarqué conmigo, y más desazones, calambres y mataduras. Peor suerte tuvo la caja de libros que me acompañaba, pues por venir sobre cubierta se divirtieron con ella las inquietas aguas, metiéndose a revolver y esponjar lo que las mal unidas tablas contenían, y el estropicio fue tan grande, que los filósofos, [7] historiadores y poetas llegaron como si hubieran venido a nado... Pero, en fin, con vida estoy en este posadón, que no es de los peores, y lo primero que hemos hecho mis libros y yo es ponernos a secar... ¡Oh rigor de los hados! Los tomos de la Storia d'ogni Letteratura, del abate Andrés, y el Primato degli italiani, de Gioberti, están caladitos hasta las costuras del lomo: mejor han librado Gibbon, Ugo Fóscolo, Pellico, Cesare Balbo y Cesare Cantú, con gran parte de sus hojas en remojo. Helvecio se puede torcer, y Condillac se ha reblandecido... De mí puedo decir que me voy confortando con caldos sustanciosos y con unos guisotes de pescado muy parecidos a la Zuppa alla marinara que sirven en los bodegones de la costa romana.
  • 2. 15 de Octubre.- Advierto que la fisgona Posteridad, volviendo hacia atrás la cabeza, me interroga con sus ojos penetrantes, y yo le contesto: «Se me olvidó deciros, gran señora, que tres días antes de abandonar el italiano suelo cumplí años veintidós; que mi rostro y talle, según dicen, antes me restan que me suman edad, y que mis padres me criaron con la risueña ilusión de ver en mí una gloria de la Iglesia». Cómo disloque por natural torcedura de mi espíritu la vocación irreflexiva de mis primeros años, y cómo desengañé cruelmente a mis buenos padres, no puedo referirlo mientras no me oree, me desentumezca y me despabile. San Mateo, 19 de Octubre. Ayer, no repuesto [8] aún del quebranto de huesos ni del romadizo que me dejó la mojadura, aproveché la salida de un tartanero y acá me vine en busca de mejor vehículo que me lleve a Teruel, desde donde fácilmente podré trasladarme a la ilustrísima ciudad de Sigüenza. Allí rodó mi cuna, si no de marfil y oro, de honrados mimbres con mecedoras de castaño, y allí reside desde los comienzos del siglo mi familia, cuyo fundamento y solar figuran en los anales de la histórica villa de Atienza... Adivino la curiosidad de i posteri por conocer los móviles que me sacaron de mi casa dos años ha, llevándome casi niño a tierras distantes, y allá van mis noticias. Sepan que, apenas entrado en la edad de los primeros estudios, diome el Cielo luces tan tempranas, que mi precocidad fue confusión de los maestros antes que orgullo y esperanza de mi familia, pues declarándome fenómeno, creyeron mis padres que yo viviría poco, y maldecían mi ciencia como sugestión de espíritus maléficos. Pero al fin profesores y familia convinieron en que yo era un prodigio, con más intervención de las potencias celestes que de las demoníacas, y sólo se pensó en equilibrarme con buenas magras y un cuidado exquisito de mi nutrición. Ello es que a los catorce y a los dieciséis años ostentaba yo variados conocimientos en Humanidades y en Historia, y a los diecinueve era más filósofo que los primeros que en el Seminario de San Bartolomé gozaban de esta denominación. Devoré cuantos [9] libros atesoraban aquellas henchidas bibliotecas y otros muchos que por conductos diferentes a mí llegaron; poseía el don de una memoria tan holgada, que en ella, como en inmenso archivo, cabía cuanto yo quisiera meter; poseía también la facultad de vaciarla, sacando de mis depósitos con fácil y seductora elocuencia todo lo que entraba por las lecturas, y lo mucho que daba de sí mi propio caletre. Antes de cumplir los cuatro lustros, mis adelantos eran tales, que los maestros y yo reconocimos haber llegado al summum del conocimiento posible en cátedras de Sigüenza, y que ni yo ni ellos podíamos saber más. En esto, un eclesiástico de espléndida fama como teólogo y canonista, D. Matías de Rebollo, primo de mi madre, protegido de Don José del Castillo y Ayenza (que como asesor de la Embajada le llevó a Roma, dejándole después en la Rota), recaló un verano por Sigüenza, y no bien hizo mi descubrimiento, propuso a mis padres llevarme consigo a la llamada Ciudad Eterna, para que en ella diese la última mano a mis estudios y recibiera las órdenes sagradas. Por su posición y valimiento en la Corte Pontificia podía el buen señor dirigirme en la carrera sacerdotal y empujarme hacia gloriosos destinos... Mi juvenil ciencia, que a todos deslumbraba, y la dulzura de mi trato inspiraron a D. Matías un ansia muy viva de cuidarme y protegerme; y a las dudas de mis padres, que no querían separarse de mí, contestaba [10] con la brutal afirmación de llevarme aunque fuera entre alguaciles. Por fin, mi madre, que era quien más extremaba la fuerza centrípeta por ser yo el Benjamín de la familia, cedió tras largas disputas que de lo familiar subían a lo teológico, y sublimado su amor hasta el sacrificio, entregome al reverendo canonista, pidiendo a Dios los necesarios años de vida (que no habían de ser muchos) para verme volver con mitra y capelo.
  • 3. Ved aquí el porqué de mi partida para Italia. Sabed también que me instalé en Roma en Septiembre del 45, bajo el pontificado de Gregorio XVI, el cual al año siguiente pasó a mejor vida, y que aposentado en la propia casa de mi protector, fui atacado de malaria y estuve a dos dedos de la muerte; que restablecido concurrí a las cátedras de la Sapienza y a otros centros de enseñanza, disponiéndome para la tonsura. De lo que en el transcurso del 46 hice, y de lo que no hice; de lo que me ocurrió por sentencia de los hados, y de lo que mi voluntad o irresistibles instintos determinaron, hablaré otro día, pues para ello necesito prepararme de sinceridad y aun de valor... ¿Debo decirlo, debo callarlo? ¿Qué cualidad preferís en el historiador de sí mismo: la melindrosa reserva o la honrada indiscreción? 23 de Octubre.- Molido y hambriento llego a Teruel. Uno de mis compañeros de suplicio, que con sus donosas ocurrencias amenizó el molesto viaje en la galera, me [11] decía, cuando avistamos la ciudad, que se comería las momias de los amantes si se las sirvieran puestas en adobo con un buen moje picante y alioli... En la posada, un arrumbado catre es para mis pobres huesos mejor que la cama de un rey, y la olla con más oveja que vaca, manjar digno de los dioses. Mientras como y descanso, no se aparta de mi mente el compromiso en que estoy de referir los graves motivos de mi regreso a la patria. Ello es un tanto delicado; pero resuelto a perpetuar la verdad de mi vida para enseñanza y escarmiento de los venideros, lo diré todo, encerrando la vergüenza con la izquierda mano, mientras la derecha escribe; y por fin, las precauciones que tomo para que nadie me lea hasta después de mi muerte (que Dios dilate luengos años), quitan terreno a la vergüenza y se lo dan a la sinceridad, la cual debe producirse tan desahogadamente, que, más que Memorias, sean estas páginas Confesiones. Al relato de mi salida de Roma precederán noticias del tiempo que allí estuve. Algo y aun algos hay en esta parte de mi existencia que merece ser conocido. Mi protector era demostración viva de la flexibilidad de los castellanos en tierras extranjeras; adaptábase maravillosamente a los usos romanos, reblandeciendo la tosquedad austera del carácter español para que como cera tomase las formas de una nación y raza tan distintas de la nuestra. Desde que le vi en Roma, D. Matías me parecía otro, y su habla [12] y sus dichos, sus maneras y hasta sus andares, no eran los del clérigo seguntino austero y grave, con menos gracia que marrullería, siempre dentro del correcto formulario de nuestra encogida sociedad eclesiástica. Desde que desembarcamos en Civitavecchia, tomó los aires del prete romano y la desenvoltura graciosa de un palaciego vaticanista. La severidad de que blasonaba en España, cayó de su rostro como una careta sofocante, y le vi respirando bondad, indulgencia, y preconizando en la práctica toda la libertad y toda la alegría compatibles con la virtud. Espléndida era su mesa, y extensísimo el espacio de sus amistades y relaciones, comprendidas algunas damas elegantes que frecuentaban su trato sin el menor detrimento de la honestidad. Digo esto para explicar que no aprisionara mi juventud en la estrechez de las obligaciones escolares, ni me encerrara en conventos o seminarios de rigurosa clausura. Confiado en la sensatez que mi apocamiento le revelaba, y creyéndome exento de pasiones incompatibles con mi vocación, me instaló en su propio domicilio, fijándome horas para concurrir a las cátedras de la Sapienza, horas para leer y estudiar en casa, y dejándome lo restante del día en el franco uso de mi libertad. Debo indicar que ésta consistía en andar y rodear por Roma con dos muchachos de mi edad, de familia ilustre, que tenían por ayo a un modenés llamado Cicerovacchio, personaje mestizo de laico y clérigo, árcade, [13] mediano poeta, buen arqueólogo, reminiscencia interesante de los abates del siglo anterior.
  • 4. Que fue para mí gratísima tal compañía, y muy provechosas aquellas deambulaciones por la grande y poética Roma, no hay para qué decirlo. A los tres meses de fatigar mis piernas corriendo de uno en otro monumento y de ruina en ruina, y al través de tantas maravillas enteras o despedazadas, ya conocía la ciudad de las siete colinas como mi propia casa, y fui brillante discípulo del buen Cicerovacchio en antigüedades paganas y papales, y casi su maestro en el conocimiento topográfico de la magna urbs, desde la plaza del Popolo a la vía Apia, y desde San Pedro a San Juan de Letrán. El Campo Vaccino fue para mí libro sabido de memoria, y los museos del Vaticano y Capitolio estamparon en mi mente la infinita variedad de sus bellezas. A los seis meses hablaba yo italiano lo mismo que mi lengua natal; los pensamientos se me salían del caletre vestidos ya de las galas del bel parlare, y metidos Maquiavelo y Dante, Leopardi y Manzoni dentro de mi cerebro, me enseñaban a componer verso y prosa, figurándome yo que no era más que una trompa o caramillo por donde aquellas sublimes voces hablaban. No quiso Dios que me durase mucho esta dulce vida, y sentenciándome tal vez a ser contrastado por pruebas dolorosas, convirtió la tolerancia de mi protector en severidades [14] y desconfianzas, que poniendo brusco término a mi libertad iniciaron el incierto, novísimo rumbo de mi existencia, como diré cuando tenga ocasión y espacio en las pausas de este camino. Y por esta noche, ¡oh Posteridad que atenta me escuchas!, no tendrás una palabra más, que me caigo de sueño, y con tu licencia me voy al camastro. - II - Molina de Aragón, 27 de Octubre.- Vedme aquí alojado y asistido a cuerpo de rey, en casa de unos primos de mi padre, los Ximénez de Corduente, labradores ricos, hechos a la vida oscura y fácil de estos tristes pueblos, con las orejas enteramente insensibles a todo mundanal ruido. Para obsequiarme a sus anchas, hácenme comer cinco veces más de lo que soporta mi estomago, y como no valen protestas ni excusas contra tan desmedido agasajo, me resigno a reventar una de estas noches. Adiós Memorias, adiós Confesiones mías: ya no podré continuaros: mi fin se acerca. Muero de la enfermedad contraria al hambre... Luego, estos azarantes primos de mis pecados, curioseando de continuo en derredor de mí, me privan del sosiego necesario para escribir. Pongo punto... Quédese para mejor ocasión, si escapo con vida de estos atracones. [15] Anguita, 29.- Aquí paso la noche, y en la soledad de mi alojamiento angosto y frío, me dedico a escribir lo que me dejé en los tinteros de Molina. Y ahora que estoy, por la gracia de Dios, a nueve leguas largas de los Ximénez de Corduente, y no pueden refitolear lo que escribo, voy a vengarme de los hartazgos con que me pusieron al borde de la apoplejía, y en la libertad de mis Confidencias declaro y afirmo que no hay mayores brutos en toda la redondez de la Alcarria, si alcarreña es la tierra de Molina. Respecto a los padres atenuaré la calificación, consignando que por sus prendas morales se les puede perdonar su estolidez; pero en cuanto a los hijos, no retiro nada de lo dicho: nunca he visto señoritos de pueblo más arrimados a la cola de la barbarie, ni gaznápiros más enfadosos con sus alardes de fuerza fruta y su desprecio de toda ilustración. Y no
  • 5. tomen esto a mala parte los demás chicos de Molina, que allí los hay tan listos y cortesanos como los mejores de cualquiera otra ciudad. Sólo contra mis primos va esta flagelación, porque son ellos raro ejemplo de incultura en su patria. Ni una chispa de conocimientos ha penetrado en tan duras molleras, y alardean de ignorantes, orgullosos de poder tirar del arado en competencia con las pujantes mulas. Mirábanme como a un bicho raro, y viendo la mezquindad de mi equipaje al volver de Italia, zaherían mi saber de latín y griego. Ellos son ricos, yo pobre. No les envidio; [16] deme Dios todas las desdichas antes que convertirme en mojón con figura humana, y príveme de todos los bienes materiales conservándome el pensamiento y la palabra que me distinguen de las bestias... Y sigo con mi historia. ¿Queréis saber por qué me retiró su confianza D. Matías? Ved aquí las causas diferentes de mi desgracia: la inclinación vivísima que a las cosas paganas sentía yo sin cuidarme de disimularla; mis preferencias de poesía y arte, manifestadas con un calor y desparpajo enteramente nuevos en mí; la soltura de modales y flexibilidad de ideas que repentinamente adquirí, como se coge una enfermedad epidémica o se inicia un cambio fisiológico en las evoluciones de la edad; mi despego de los estudios teológicos, exegéticos y patrológicos, en los cuales mi entendimiento desmentía ya su anterior capacidad; la insistencia con que volvía los cien ojos de mi atención a historiadores y filósofos vitandos, y aun a poetas que mi protector creía sensuales, frívolos y de poco fuste, pues él, por una aberración muy propia de la monomanía humanista, no quería más que clásicos latinos, sin poner pero a los que más cultivaron la sensualidad. Presumo yo que en esta displicencia del bondadoso D. Matías no tenía poca parte su grande amigo y mecenas el embajador de España, D. José del Castillo, el cual nunca se mostró benévolo conmigo, y opinaba por que se me sometiera a un régimen más riguroso, resueltamente eclesiástico. [17] Si no me quería bien D. José del Castillo y Ayenza, yo le pagaba en la moneda de mi antipatía. Aquel señor chiquitín y enteco, desapacible y regañón, consumado helenista, mas tan celoso guardador de su conocimiento que a nadie quería transmitirlo, no fue entonces ni después santo de mi devoción. Cuando llegué a Roma, examinome de poetas griegos, y hallándome no mal instruido, pero poco fuerte en la lengua, me indicó los ejercicios que debía practicar, se jactó de la constancia de sus estudios y me cantó el versate mane; mas no añadió aquel día ni después ninguna advertencia o nuevo examen por donde yo le debiera gratitud de discípulo o maestro. Tengo por seguro que él fue quien sugirió a D. Matías la idea de encerrarme, porque mi buen paisano no veía más que por los ojos del traductor de Anacreonte, ni apartarse sabía de la órbita de pensamientos que su amigo le trazaba. Ningún día dejaba Rebollo de meter sus narices en el Palazzo di Spagna, y ambos se entretenían en dirigir con el cocinero guisos españoles, o en chismorrear de cuanto en el Vaticano y Quirinal ocurría. En aquellas merendonas y comistrajes de arroz con mariscos, nació sin duda la resolución de mi encierro, para lo cual se escogió el colegio de San Apolinar, regido por los frailes del inmediato convento de San Agustín. Entre uno y otro instituto, próximos a la plaza Navona, corre la torcida via Pinellari, de interesante memoria para el que esto escribe. [18] Duro fue el paso de la relativa libertad a la prisión, y mis ojos, habituados a la plena luz, penosamente se acomodaban a la oscuridad de tan estrecha vida, con disciplina entre militar y frailesca. Debo declarar que los agustinos no eran tiranos en el régimen escolar ni en el trato de los alumnos, y entre ellos los había tan ilustrados como
  • 6. bondadosos. Gracias a esto, mi pobre alma pudo entrar por los caminos de la resignación. Pero mi mayor consuelo fue la amistad que desde los primeros días contraje y estreché con dos mozuelos de mi edad, reducidos a la sujeción del colegio con un fin penitenciario. Llamábase el uno Della Genga, perteneciente a la ilustre familia de León XII, antecesor del que entonces regía la Iglesia; el otro, Fornasari, milanés, de una familia de ricos mercaderes. Ambos eran muy despiertos y de gentil presencia. Della Genga sentía inclinación ardiente a la política y a la poesía, dos artes que allí no rabiaban de verse juntas, y con sutil ingenio daba romántico esplendor a las ideas subversivas; Fornasari, revolucionario en música, nos repetía los alientos vigorosos de Verdi y sus guerreras estrofas, que hacían estremecer los muros viejos, como las trompetas de Jericó. Su aspiración era dedicarse a cantante de ópera, y creía poseer una voz de bajo de las más cavernosas. Pero su familia le queda clérigo, y le sentenció al internado como expiación de travesuras graves. Fogoso y sanguíneo, el milanés contrastaba [19] con nuestro compañero y conmigo, pues ambos éramos de complexión delicada, nerviosa y fina. Della Genga tenía semejanza con Bellini y con Silvio Pellico. Si yo había entrado en San Apolinar con fama de inteligente y aplicado, no tardé en adquirirla de negligente y díscolo, mereciendo no pocas admoniciones de los maestros y del Rector. No había fuerza humana que me hiciera mirar con interés el estudio de la Escolástica y de la Teología, y aunque a veces, cediendo a la obligación, intentaba encasillar estos conocimientos en mi magín, salían ellos bufando, aterrados de lo que encontraban allí. Fue que, impensadamente, había yo hecho en mi cerebro una limpia o despejo total, repoblándolo con las ideas que Roma y mis nuevas lecturas me sugirieron. Ya no tomaba tanto gusto de las Humanidades puras, ni encerraba la belleza poética dentro de los áureos linderos del griego y del latín; ya la filosofía que aprendí en Sigüenza se me salía del entendimiento en jirones deshilachados, y no sabía yo cómo podría recogerla y apelmazarla en las cavidades donde estuvo; ya las nociones primarias de la sociedad y de la política, de la vida y de los afectos, ante mí yacían rotas y olvidadas, como los juguetes que nos divierten cuando niños, y de hombres nos enfadan por la ridiculez de sus formas groseras. Los tres que nos habíamos unido en estrecho pandillaje ofensivo y defensivo leíamos a escondidas libros vitandos, y los comentábamos [20] en nuestras horas de recreo. Della Genga introdujo de contrabando las Ideas sobre la Historia de la humanidad, de Herder, y Fornasari guardaba bajo llave, entre su ropa, el libro de Pierre Leroux De l'humanité, de son Principe et de son avenir. Con grandes embarazos leíamos trozos de ambas obras, que cada cual explicaba luego a los dos compañeros. El hábito de la ocultación, del misterio, nos llevó a sigilosas prácticas inspiradas en el masonismo, y no tardamos en inventar signos y fórmulas con las cuales nos entendíamos, burlando la curiosidad de nuestros compañeros. Estaban de moda entonces la masonería y el carbonarismo, y Fornasari, que era el mismo demonio y se había instruido no sé cómo en los ritos y garatusas de aquellas sectas, estableció entre nosotros un remedo de ellas, poniéndonos al tanto de los sistemas y artes de la conspiración. Nos teníamos por representantes de la Joven Italia dentro de aquellos muros, y con infantil inocencia creíamos que nuestra misión no había de ser enteramente ilusoria. D. Matías, que en los comienzos de mi encierro me visitaba con frecuencia, reprendiéndome por mi desaplicación, iba después muy de tarde en tarde, y la última vez que le vi me sorprendió por la demacración de su rostro y por el ningún caso que
  • 7. hacía de mis estudios. Otra particularidad muy extraña en él me causó pena y asombro: habíame hablado siempre mi buen protector en [21] castellano neto, sin que empañara la majestad del idioma con extranjero vocablo. Pues aquel día mascullaba un italiano callejero que era verdadera irrisión en su limpia boca española, y cortando a menudo el rápido discurso cual si su entendimiento trepidara con interrupciones rítmicas y la memoria se le escapara, decía: «Ho perso il boccino», y esto lo repetía sin cesar, dando vueltas por la sala-locutorio con una inquietud impropia de su grave carácter. Despidiose bruscamente sonriendo, y en la puerta me saludó con la mano como a los niños, y se fue agitando las dos junto a su cráneo, sin dejar el estribillo ho perso il boccino... (se me va la cabeza). Grandemente me alarmó la extraordinaria novedad en las maneras y lenguaje de mi protector, y en ello pensé algunos días, hasta que absorbieron mi atención sucesos que a mí y a mis caros compañeros nos afectaban profundamente. La imposición de un fuerte castigo al bravo Fornasari fue parte a que nos declarásemos en rebeldía franca. Mientras nuestro amigo gemía en estrecho calabozo, discurríamos Della Genga y yo las fechorías más audaces, sin otros móviles que el escándalo y la venganza; y por fin, adoptando y desechando diferentes planes sediciosos, concluimos por escoger el más humano y atrevido; sacar de su prisión a Fornasari y escaparnos los tres, aventura novelesca cuyos peligros nos ocultaba el entusiasmo que nos poseía y la jactanciosa confianza [22] en nosotros mismos. Lo que de fuerza física nos faltaba lo suplía la astucia, y en aquel trance me revelé yo de revolucionario y violador de cárceles, porque todo lo urdí con admirable precisión y picardía, ayudado del claro juicio de mi compañero. La suerte nos favoreció, y la Naturaleza coadyuvó al éxito de la empresa, desatando aquella noche sobre Roma una tempestad que nos hizo dueños de los tejados, pues ni aun los gatos se atrevían a andar por ellos. Amparados de la oscuridad y del ruido con que los furiosos elementos asustaban a todos los moradores de San Apolinar, violentamos la prisión de Fornasari; provistos de sogas escalamos las techumbres, y envalentonados por la libertad que de fuera nos llamaba, así como por el miedo que de dentro nos expelía, saltamos al techo de las capillas bajas, de allí a la sacristía y baptisterio anexo, y por fin a la via Pinellari, donde ni alma viviente podía vernos, pues hasta los búhos se guarecían en sus covachas, y el viento y la lluvia eran encubridores de nuestra juvenil empresa. Ya teníamos concertado refugiarnos en el Trastévere y plantar allí nuestros reales, por ser aquel arrabal propicio al escondite, y además muy del caso para el vivir económico a que nos obligaba la flaqueza de nuestro peculio. Della Genga tenía algún oro, yo un poco de plata, y Fornasari piezas de cobre. Reunidos en común acervo los tres metales y nombrado yo tesorero, nos aposentamos [23] cerca de la Puerta de San Pancracio en una casa modestísima, donde fuimos recibidos con desconfianza por no llevar más ropa que la puesta. En el aprieto de nuestra fuga, que no nos permitía ninguna clase de impedimenta, harto hicimos con procuramos el vestido seglar que había de cubrir nuestras carnes al despojarnos de la sotana. Fue primera y necesaria diligencia, apenas instalados, comprar algunas camisas, para que viesen nuestras locandieras que no éramos descamisados; pero no nos valió este alarde de dignidad, porque la desconfianza patronil no disminuyó, y en cambio creció nuestro miedo al reparar que nos habíamos metido en una cueva de ladrones y desalmada gentuza de ambos sexos. Salimos de allí con nuestras ansias, y rodando por la gran ciudad dimos con nuestros cuerpos en un casucho situado en la Bocca della Verità, donde hallamos acomodo entre gente pobrísima.
  • 8. Indudablemente, nuestro destino nos llevaba a situaciones arriesgadas, pues sin pensarlo nos habíamos ido a vivir en el cráter de un volcán: debajo de nuestro aposento, en lugar oscuro y soterrado, había una logia. Lejos de contrariarnos esta peligrosa vecindad, fue para los tres motivo de contento, y Della Genga, que era tan antojadizo como tenaz, no paró hasta procurarnos entrada en aquel antro, donde podíamos satisfacer nuestro candoroso anhelo de masonismo. Lo que allí vi y escuché no correspondió [24] al concepto que de los sectarios habíamos formado los tres en nuestras íntimas conversaciones. Mi desilusión fue, sin duda, mayor que la de mis amigos. Fornasari largó una noche un discurso lleno de hinchados disparates; pero su espléndida voz triunfó de los desvaríos de su lógica, y le aplaudieron a rabiar. Hubiera yo querido que durante el día nos ocupáramos en algo que nos trajese medios de sustento, y que destináramos las noches a cosas distintas del vagar por calles y plazuelas, o del servir de coro trágico en la logia; pero la desmayada voluntad de Della Genga no me ayudaba en mis iniciativas, y el otro parecía encontrar en la profesión masónica el ideal de sus ambiciones. En esto sobrevino la muerte del papa Gregorio XVI, motivo de grande emoción en Roma, y en nuestra pequeñez no pudimos sustraernos al torbellino de opiniones y conjeturas referentes a la incógnita del sucesor. Durante muchos días no hablábamos de otra cosa, y cada cual tomaba partido por este o el otro candidato: ¿Sería elegido Lambruschini? ¿Seríalo Gizzi? A tontas y a locas, y sin ningún conocimiento en que fundar mi presunción, yo patrocinaba a Mastai Ferretti: era mi candidato, y lo defendía contra toda otra probabilidad, cual si hubiera recibido secretas confidencias del Espíritu Santo. Della Genga apostaba por Lambruschini, amigo de la familia y hechura de León XII; Fornasari, oficiando de cónclave unipersonal, votaba [25] por Gizzi, que gozaba opinión de liberal con ribetes de masónico, como había demostrado en su gobierno de la Legación de Forli. Iba más lejos Fornasari, asegurando que Gizzi tomaría el nombre de Gregorio XVII. De mi candidato Mastai se burlaban mis compañeros, declarando el uno que Austria no le quería, y que Francia y Bélgica apoyaban resueltamente a Gizzi. En estas disputas llegaron los perros... quiero decir los criados de Della Genga, a punto que entrábamos en la trattoria de la plaza Cenci, a dos pasos del Ghetto, y ayudados de polizontes cogieron al prófugo caballerito, y poco menos que a viva fuerza se le llevaron. Escapamos Fornasari y yo corriendo como exhalaciones. ¡Cuán triste fue la pérdida, o digamos salvación, de nuestro amigo! Aquella noche, viéndonos sin su compañía en el sucio camaranchón, lloramos como si se nos hubiera muerto un hermano. Y a la noche siguiente, hallándome yo dolorido de todo el cuerpo, salió Fornasari a comprar en la tienda cercana algunas fruslerías para nuestra nutrición, que de manjares, ¡ay!, muy pobres nos sustentábamos. Le esperé toda la noche, y no pareció... Para no cansar: ésta es la hora en que no he vuelto a verle; ni volvió, ni he sabido más de mi desgraciado amigo. Digo desgraciado, por no saber qué decir. Pasados tres días de ansiedad e inanición, salí de mi tugurio, no con intento de buscar al perdido, sino de alejarme de aquellos [26] lugares, en que de continuo turbaba mis oídos runrún de polizontes. Amparado de la callada noche, me fui hacia Monte Testaccio, donde tuve la suerte de encontrar un alfarero que quiso admitirme, sin más estipendio que la comida, a las faenas de su industria, aplicándome a dar vueltas a la rueda del artefacto con que amasaba la arcilla. El primer día, ¡cosa más rara!, me agradó el continuo revolver de noria, que a pensar me estimulaba. Pero pronto hube de cansarme de aquel método de
  • 9. raciocinio, y como el pienso no era bueno ni me daba el necesario vigor para sostener mis funciones de caballería pensante, me despedí. La vagancia, la mendicidad, el dormir en bancos al raso o bajo pórticos del Campo Vaccino, el comer lo que me daban en porterías de hospicios o conventos, fueron mis modos de existencia en aquellos tristes días. Harto ya de sufrir ayuno de buenos alimentos, y cubierto de andrajos, llegué al límite en que mi dignidad se reconciliaba con mis angustiosas necesidades físicas. Viendo en mí la dramática situación del Hijo Pródigo, me decidí a volver a la casa de mi buen D. Matías. Costome no pocas ansiedades el resolverlo, y tan pronto caminaba hacia allá, como retrocedía, con terror de merecidas reprimendas... Por fin cerré los ojos, y llena el alma de contrición y humildad, llamé a la puerta de mi salvación, en la plaza de San Lorenzo in Lucina. Abrió un criado vestido de luto, que no me conoció: tan lastimosa [27] era mi facha. Insistí en que no era yo un pobre desconocido que imploraba limosna: mi voz reveló lo que ocultaban mis harapos. Al fámulo se unió la cocinera, y con fúnebre dúo de requiem me dijeron que mi protector había muerto. ¡Oh súbita pena, oh inanición cruel!... Mi turbada naturaleza no supo separar el noble sentimiento del brutal instinto, y llorando me abalancé a la comida que me ofrecieron. - III - Sigüenza, Noviembre. Al amanecer de hoy, bajando de Barbatona, vi a la gran Sigüenza que me abría sus brazos para recibirme. ¡Oh alegría del ambiente patrio, oh encanto de las cosas inherentes a nuestra cuna! Vi la catedral de almenadas torres; vi San Bartolomé, y el apiñado caserío formando un rimero chato de tejas, en cuya cima se alza el alcázar; vi los negrillos que empezaban a desnudarse, y los chopos escuetos con todo el follaje amarillo; vi en torno el paño pardo de las tierras onduladas, como capas puestas al sol; vi, por fin, a mi padre que a recibirme salía con cara doble, mejor dicho, partida en dos, media cara severa, la otra media cariñosa. Salté del coche para abrazarle, y una vez en tierra, hice mi entrada a pie, llegando a la calle de Travesaña, donde está mi casa, con mediano séquito [28] de amigos, y de pobres de ambos sexos, ciegos, mancos y cojos, que sabedores de mi llegada querían darme la bienvenida... La severidad de más cuidado para mí, que era la de mi padre, se disolvió en tiernas palabras. Verdad que de mis horrendas travesuras en Roma no le habían contado sino parte mínima. Seguía, pues, creyendo con fe ciega en mi glorioso destino eclesiástico, y suponía que, al regresar a la patria, almacenadas traía en mi cerebro todas las bibliotecas de Italia. Mi hermano Ramón fue quien más displicente y jaquecoso estuvo conmigo, anunciándome que si no me determinaba a recibir las órdenes en España, aspirando a un curato de aldea, o cuando más a una media ración en aquella Santa Catedral, la familia tendría que abandonarme, dejándome correr por los caminos más de mi gusto, ora fuesen derechos, ora torcidos... De todo esto hablaré más oportunamente, pues anhelo proseguir lo que dejé pendiente de mi romana historia. Pego la rota hebra diciendo que el mayordomo de mi tío, Cristóbal Ruiz, español italianizado que había sido fámulo en Monserrat, me informó de la dolencia y muerte del bendito Rebollo. Había sido un lamentable desarreglo de la mente, motivado, según colegí de las medias palabras de Ruiz al tratar este punto, por agrias discordias con otros clérigos de la Rota. De mis desvaríos en San Apolinar y de mi escandalosa fuga y
  • 10. vagancia no dieron al buen señor conocimiento, [29] pues ya había perdido el suyo, y desprovisto de memoria y de juicio, su vocabulario quedó reducido al ho perso il boccino, que estuvo repitiendo hasta el instante de su muerte. Quién se cuidó de participar a mi familia, con el fallecimiento de Rebollo, mis atroces barrabasadas, es cosa que no he sabido con certeza; pero, si no me engaña el corazón, el encargado de esta diligencia fue un secretario del embajador Don José del Castillo. Díjome también Cristóbal Ruiz que una radical divergencia en la manera de apreciar no sé qué asunto de derecho canónico había turbado profundamente la cordial amistad entre el representante de España y su protegido, llevando a éste al remate de su delirio. Cuando apenas se había iniciado la dolencia, hizo D. Matías testamento, nombrando ejecutor de sus disposiciones a otro de sus mejores amigos, monseñor Jacobo Antonelli, segundo tesorero, o como si dijéramos, secretario de Hacienda, persona muy bien mirada en la Corte Pontificia por su talento político y su mundana ciencia. Al tal sujeto habría yo de presentarme; pues, según Ruiz, debía tener instrucciones de Rebollo referentes al cuidado de mis estudios y a la paternal tutela que conmigo ejercía. Vacilando entre la vergüenza de presentarme a Monseñor y el estímulo de poner fin a mi desamparo, pasaron algunos días que no fueron malos para mí, pues me hallaba asistido de ropa, casa y alimento, y además [30] libre, con toda Roma por mía, para pasar el tiempo en amena vagancia, reanudando mis amistades de artista y de arqueólogo con tantas grandezas muertas y vivas. Los ruidosos acontecimientos de aquellos días de junio me arrastraban a vivir en la calle, siempre con la esperanza de tropezar con mis perdidos camaradas Fornasari y Della Genga. Mientras duró el Cónclave que debía darnos nuevo Papa, me confundí con las multitudes que aguardaban ansiosas en Monte Cavallo. En la noche del 16 al 17, corrió la voz de que había sido elegido Mastai, lo que fue para mí motivo de grandísimo contento, porque el Espíritu Santo me daba la razón contra mis amigos. Al día siguiente, vi al cardenal camarlengo monseñor Riario Sforza salir al balcón del Quirinal, pronunciando con viva emoción el Papam habemus. ¡Y era Mastai Ferretti, mi candidato, el mío, qui sibi imposuit nomen Pium IX! A las aclamaciones de la multitud uní todo el griterío de que eran capaces mis pulmones, y cuando el nuevo Pontífice salió a dar al pueblo romano su primera bendición, creí volverme loco de entusiasmo y alegría. Si mil años viviera, no se borraría de mi alma la impresión de aquellos solemnes instantes, ni tampoco la del 21 en San Pedro, inolvidable día de la coronación. Imposible que dé yo idea del cariño que despertó el nuevo Papa. Toda Roma le amaba, y yo, con íntima efusión que no sabía explicarme, le amaba también [31] y le tenía por mío, sin dejar de ver en él el amor de todos, creyendo cifradas en su persona la felicidad de Roma y de Italia. Decidido a presentarme al famoso Antonelli, pues algún término había de tener mi vagabunda interinidad, vi aplazada de un día para otro la audiencia que solicité. Monseñor fue nombrado Ministro de Hacienda, después Cardenal. Los negocios de Estado y las atenciones sociales alejaban de su grandeza mi pequeñez. Por fin, una tarde de julio me llamó a su casa, y fui temblando de esperanza y emoción. Recibiome en su biblioteca, y se mostró desde el primer momento tan afectuoso que ganó mi confianza, haciéndome desear que llegase una feliz ocasión de confiarle todos mis secretos. Era un hombre alto y moreno, de mirada fulminante, de rasgada y fiera boca con carrera de dientes correctísimos, que ostentaban su blancura dando gracia singular a la palabra. El rayo de sus ojos de tal modo me confundía, que no acertaba yo a mirarle cuando me miraba. Sujetome a un interrogatorio prolijo, y con tal arte y gancho tan sutil hacía sus preguntas, que le referí todas mis maldades, sintiéndome muy aliviado cuando no quedó
  • 11. en mi conciencia ninguna fealdad oculta. A mi sinceridad correspondió Su Eminencia poniendo en su admonición un cierto aroma de tolerancia, que del fondo de su pensamiento a la superficie de sus palabras severas trascendía. Díjome, entre otras cosas que procurase [32] fortalecer mi quebrantada vocación religiosa, redoblando mis estudios, aislándome del mundo y reedificando mi ser moral con meditaciones. Insistí yo en manifestarle que me sería muy difícil sostener mi vocación; pero que aplicaría a tan grande intento toda mi voluntad, sometiéndome a cuantos planes de conducta me señalara y sistemas educativos se sirviera proponerme. No me acobardaban los estudios penosos; pero el internado y la disciplina cuartelesca de los principales centros de enseñanza no se avenían con mi natural inquieto, ni con las osadas independencias que me habían nacido en Roma, como si al pisar aquella tierra me salieran alas. Sin duda le convencí, ¡no era flojo triunfo!, porque me propuso hacer conmigo esta prueba: durante un año emprendería yo formidables estudios, conforme a un plan superior acomodado a mi primitiva vocación, y sin someterme a la esclavitud del internado. Enumerando el programa de mis tareas, señalome el Colegio Romano para las ciencias eclesiásticas, la Sapienza para la Jurisprudencia y Filosofía, y para las lenguas sabias el colegio de la Propaganda, regido a la sazón por el portentoso políglota Mezzofanti. En todo convine yo, con expresiones de reconocimiento, y éste subió de punto cuando el Cardenal me manifestó que cuidaría de alojarme, si no en su propia casa, junto a personas de su familiaridad o servidumbre, en lo cual no hacía nada extraordinario, pues D. Matías [33] había dejado caudal suficiente para ésta como para otras sagradas atenciones. Encantado le oí, y mayor fue mi entusiasmo cuando al despedirme me ordenó volver tres días después. En la segunda entrevista, disponiéndose Su Eminencia a partir para Castel Gandolfo, recreo estival del Papa, me indicó que fuese a pasar las vacaciones a su quinta de Albano, donde hallaría dispuesta una estancia. Me encargaba del arreglo de su biblioteca, que tenía en gran desorden: innumerables libros sin catalogar, y todos los que fueron de D. Matías metidos en cajas, esperando ser clasificados por materias y puestos en los estantes. No me dio tiempo ni a expresarle mi gratitud, porque el coche le aguardaba a la puerta. Salió para Castel Gandolfo, y yo al siguiente día para Albano, gozoso, con ilusiones frescas y ganas de vivir, creyendo que la vida es buena y que en ella hay siempre algo nuevo que ver y descubrir. La residencia del Cardenal en Albano es arreglo de una incendiada villa de los Colonnas, recompuesta modestamente. Elegantísima puerta del Renacimiento se da de bofetadas con ventanas vulgares. Restos de soberbia escalinata son el ingreso de la biblioteca, y en las cocinas hay un friso con bajorrelieves. La misma confusión o engarce de riquezas muertas con vivas pobrezas se advierte en el jardín, donde permanece un trozo en setos vivos de ciprés lindando [34] con plantíos nuevos y cuadros de hortaliza. Hermosa es por todo extremo la situación del edificio, al sur de la ciudad, no lejos de la nueva vía Apia. Desde la ventana de mi aposento veía yo el sepulcro de los Horacios y Curiacios, y los montes Albanos y los pueblecitos de Ariccia y Genzano... Tal era el desorden de la biblioteca, que empleé todo el verano en remediarlo; y absorto en faena tan grata para mí, se me iba el tiempo sin sentirlo, en dulce concordia con los habitantes de la casa, que me asistían cariñosamente y me tenían por suyo. Siete mujeres había en la villa, y aunque viejas en su mayor parte (dos eran niñas de catorce a quince años), gustábame su cordial trato. Entendí que eran familias de la servidumbre jubilada del Cardenal, que conservaba los criados aun en el
  • 12. período de su decadencia inútil. Todo aquel mujerío y dos hombres, el uno jardinero, cochero el otro, ambos con traza de bandidos, procedían de Terracina, el país de Antonelli. Las dos ragazze, una de las cuales era bonitilla, la otra jorobada, me ayudaban juguetonas y alegres en mis tareas de bibliófilo, y al caer de la tarde nos íbamos a dar una vuelta por las orillas del lago Albano, o emprendíamos despacito y charlando la ascensión al monte Cavo para gozar la vista de todo el territorio albano y del mar, incomparable belleza de suelo y cielo, ante la cual acompañado me sentía de los antiguos dioses. Terminadas las vacaciones, volví a Roma [35] con cuatro de aquellas mujeronas y la corcovadita, y empecé mis estudios, instalado en el piso alto del palacio de Su Eminencia, en el Borgo-Vecchio. Comenzó para mí una vida monótona y de adelantos eficaces en mis conocimientos. Los estudios de lenguas orientales en la Propaganda me cautivaban; tanto allí como en la Sapienza hice amistades excelentes, y un día de diciembre tuve la inefable sorpresa de encontrarme a Della Genga, que me abrazó casi llorando. Sus padres, convencidos al fin de que a la naturaleza varonil del chico se ajustaba mal la sotana, dedicáronle a la jurisprudencia y al foro. Estaba mi hombre contento y orgulloso de su moderada libertad. Restablecida nuestra fraternal concordia, juntos estudiábamos y juntos nos permitíamos algún esparcimiento propio de la juventud. Debo declarar con toda franqueza que Della Genga me corrompió un tantico, y empañó la pureza de mi moral en aquellos días, comunicándome eficazmente, hasta cierto punto, su innata afición a la mitad más amable del género humano. Acúsome de esto, afirmando en descargo mío que mis debilidades no pasaron de la medida discreta. Y para que todo sea sinceridad, añadiré que no tuvo poca parte en mi comedimiento mi escasez de dineros, la cual vino a ser un feliz arbitrio de la Providencia para preservarme de chocar contra escollos, o de ser arrastrado en vertiginosos remolinos. [36] - IV - Majora(1) canamus. -Igualábame Della Genga en la admiración al nuevo Pontífice y en creerle como enviado del Cielo para devolver a Italia su grandeza, y dar a los pueblos fecundas y libres instituciones. Toda Roma creía lo mismo. Mastai Ferretti sería como un pastor de todas las naciones, que sabría conducirlas por el camino del bien eterno y de la terrestre felicidad. Cuantas disposiciones tomaba el Santo Padre eran motivo de festejos, y las iluminaciones con que fue celebrada la amnistía repetíanse luego por motivos de menos trascendencia. Siempre que a la calle salía Pío IX, se arremolinaba la multitud junto a su carruaje, y los vivas y aclamaciones, repitiéndose en ondas, conmovían a toda la ciudad. Por cualquier suceso dichoso, y a veces sin venir a cuento, se improvisaban procesiones y cabalgatas, y las sociedades que habían sido secretas y ya se habían hecho públicas, salían con sus abigarrados pendones entonando himnos. Pasado algún tiempo de esta patriótica efervescencia, el entusiasmo empezó a degenerar en delirio, y las demostraciones en vocerío y alborotos. Era Della Genga devotísimo de las ideas de Gioberti, y yo no le iba en zaga. Habíamos leído y releído el Primato degli italiani, [37] y soñábamos con la redención
  • 13. de Italia y su gloriosa unidad bajo la sacra bandera del Vicario de Cristo. Esto pensaba yo, y con inquebrantable fe pensándolo sigo y me creo portador de tan saludables ideas a mi querida patria. Pío IX, que en sus virtudes preclaras, en su poderoso entendimiento y hasta en su rostro plácido y expresivo, conquistador de voluntades, trae el sello de una misión divina, efectuará la restauración civil de la península itálica, inmensa obra que no ha podido ser realidad por no haberse empleado en ella el ligamento de las creencias comunes, de la enseñanza católica. Roma será, pues, la metrópoli de la Italia moral, y cabeza de la política, y creará un pueblo robusto, tan grande por la fuerza como por la fe. El báculo de San Pedro guiará en esta conquista a los italianos, enseñando a la Europa entera el camino de la fecunda libertad. De esta idea y de sus infinitas derivaciones hablábamos mi amigo y yo a todas horas, siempre que nuestra malicia o la frivolidad propia de muchachos no nos llevaban a conversaciones menos elevadas. Y escribíamos sobre el mismo tema político sendas parrafadas ampulosas, que nos leíamos ore alterno buscando el aplauso, y éste fácilmente coronaba nuestras lucubraciones. Por cierto que un día (pienso que por febrero de este año) mi orgullo me sugirió la idea de mostrar al Cardenal una enfática disertación que escribí sobre el magno [38] asunto de la época, con el título de Risorgimento dell'Italia una e libera, y quedándose con mi mamotreto para leerlo en el primer rato que tuviera libre, a los ocho días me llamó para decirme que no estaba mal pensado ni escrito; pero que no robase tiempo a mis estudios para meterme a divagar sobre lo que ya habían tratado las mejores plumas italianas. Comprendiendo que ni mi discurso ni la materia de él eran de su agrado, salí de la presencia del grande hombre un tanto corrido. Bien entrada ya la primavera, un ataquillo de malaria, que me cogió debilitado, interrumpió en mal hora mis estudios y hube de guardar cama, presentándose la calentura tan insidiosa que ni alivio ni recargo sentí en todo un mes. Por fin, el Cardenal me mandó a Subiacco, acompañado de la jorobadita y de una de las vejanconas. El puro aire de los montes Albanos me restableció en otro mes de régimen severo y de mental descanso; pero no pude asistir a exámenes ni pensar en nueva campaña escolar hasta el otoño próximo, lo que sentí de veras, porque en la Propaganda me iba encariñando con el hebreo y sánscrito, y en la Sapienza figuraba entre los más lúcidos estudiantes de Patrología y de Lugares teológicos, sin olvidar la Jurisprudencia, Concilios, etc. Y heme de nuevo, apenas apuntaron los calores de julio, en la placentera residencia de Albano, libre y bien atendido, compartiendo [39] mis horas entre los paseos por las alamedas que conducen a Castel Gandolfo, o por la nueva vía Apia, y el trajín de la biblioteca, que me recibió como un viejo amigo brindándome con todo el embeleso de sus mil libros interesantes, apetitosos, llenos de erudición los unos, de amenidad los otros. ¡Oh soledad dichosa, oh dulce presidio! De un verano a otro, había cambiado el personal de la villa, pues dos ancianos murieron, otros dos se habían ido a Terracina, y en su lugar hallé un matrimonio de edad avanzada y dos mozas muy guapas: una de ellas, a poco de estar yo allí, fue conducida a Frascati, donde veraneaba el Cardenal con una noble familia polaca. La que en casa quedó no era jovenzuela, sino propiamente mujer y aun mujerona, de más que mediana talla, esbelta, gran figura, tipo romano de lo más selecto, cabello y ojos negros, la tez caldeada, con tono de barro cocido. Su trato pareciome un poco salvaje, como recién cogida con lazo en los campos de Terracina; vestía poco, despreciando las modas y prefiriendo los trajes de su pueblo. ¿Era casada o viuda? Nunca lo supe, pues de sus
  • 14. palabras a veces se colegía que el esposo había fenecido en la plenitud de sus hazañas bandoleras, a veces que se había marchado a Buenos Aires. Esta doble versión podía explicarse por el hecho de que no fuese un marido, sino dos los que ya contaba en su martirologio. No insistí yo mucho en inquirirlo, [40] pues noté en la buena moza marcada repugnancia de los estudios biográficos. Llamábanla Bárbara o Barberina, nombre que le cuadraba maravillosamente, porque leía muy mal y apenas sabía escribir; mas con su natural despejo disimulaba tan graciosamente la ignorancia, que valía más su conversación que la de veinte sabios. Gustaba yo de charlar con ella, mas que por la rudeza de sus dichos, por verle los blanquísimos dientes que al sonreír mostraba, y admirar el encendido color de su rostro iluminado por la elocuencia de mujer burlona. Pero no se crea que las burlas, a que tan aficionada era, escondían un carácter avieso y malicioso, no. Era muy buena la salvaje Barberina, y a mí me tomó decididamente bajo su amparo y protección, y me cuidaba como a hermano. Viéndome tan endeblucho, se desvivía por reparar mi quebrantado organismo, dándome calditos o infusiones entre horas, y haciéndome el plato en las comidas con propósito de llenarme el buche de cosas sustanciosas y bien digeribles. Guardaba en sus bolsillos golosinas para obsequiarme, de sorpresa, cuando paseábamos junto al lago con la jorobadita y otras muchachas, y atendía también singularmente a mi descanso nocturno, evitando todo ruido en la villa, y alejando de mi aposento la caterva de gatos y perros que en la casa tenían su albergue. Agradecido a tantas bondades, se me ocurrió la felicísima idea de pagarle sus beneficios [41] con otros no menos valiosos. Cualquiera, por egoísta que fuese, habría pensado lo mismo, ¿verdad? Ella cuidaba de mi corporal existencia, dándome salud y robustez; pues yo cuidaría de embellecer su espíritu, dándole el jugo de la ilustración, de que se alimentan los seres escogidos, etcétera... En fin, que si ella me nutría, yo la educaba, le devolvía sus obsequios perfeccionándola en la lectura y enseñándola a escribir correctamente. Cuánto se holgó Barberina de mi plan de recíproca beneficencia, no hay por qué decirlo. Al punto empezamos la campaña, brindándonos a ello el tiempo que en aquel apacible retiro nos sobraba, y el sosiego de la retirada y fresca biblioteca. La hice leer I Promessi Sposi, y advirtiendo su predilección por lo que más hería su sensibilidad, nos metimos con los poetas, prefiriendo los modernos, para huir del estorbo de los arcaísmos. Con tal cariño tomó estas lecturas, que al fin se me hizo largo el espacio de sus lecciones. Y yo no volvía de mi sorpresa viendo que todo lo comprendía, que ninguna delicadeza de sentimiento, ni alegórica ficción, ni gallardía de estilo se le escapaba. Y cuando nos poníamos a comentar, ¡qué claro juicio en aquella salvaje! Lloraba con las ternezas religiosas de Manzoni, se entusiasmaba con el fiero nacionalismo de Monti y de Alfieri, y Leopardi la dejaba no pocas veces silenciosa y cejijunta. Menos afortunado era el maestro en la escritura, [42] porque los dedos de la cerril discípula no conservaban la flexibilidad y sutileza de su virgen entendimiento. Gustábame guiar aquella dura y fuerte mano, tan bien modelada que parecía la mano de Minerva o de Ceres. Pero los adelantos no correspondían a los esfuerzos de ella, acompañados de hociquitos y muecas con sus carnosos labios, ni a la paciencia y esmero que yo ponía en mis lecciones. Acababan éstas con los dedos de ambos manchados de tinta, y con la exclamación de ella lamentando su torpeza. Hecha su mano al rastrillo, al bielgo, a la pala y a otros rústicos instrumentos, se avenía mal con la pluma. Por consolar a mi educanda, decíale yo que trocaría mi buen manejo de
  • 15. escritura por la fuerza y la paz que da la vida del campo, y que un labrador inteligente es el primero de los sabios, que con el arado escribe en la tierra el gran libro de la felicidad humana. Pero estas pedanterías no la curaban de su desconsuelo, y a la siguiente lección volvía con más empeño a la faena. Corriendo con lenta placidez los días, Barberina progresaba en la instrucción, y ambos en la confianza mutua, sin el menor detrimento de la honestidad. Pedíame ella que le hablase de mi familia y de mi pueblo, y que le contara cuanto de mi infancia recordaba. De la suya y de su parentela, así como de su matrimonio, nada me contaba ella, creyendo, sin duda, que su historia no podía interesarme. Cada día se inquietaba [43] más por mi salud, y a sus cuidados del orden doméstico añadía discretas exhortaciones referentes a la vida moral. En sus sermones me incitaba a la pureza de costumbres, y afeaba mi ardorosa afición a las cosas paganas. De tiempo en tiempo hacía yo veloces escapadas a Roma, volviendo con algunos libros o cualquier objeto, cuya compra, según yo decía, me precisaba. Recibíame Barberina, al regreso, con dolorida severidad, afirmando que mi salud y aun mi decoro estaban en peligro, si no me penetraba del respeto que debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Más sutil moralista no he visto nunca. No pude menos de rendirme a tan sabios consejos, bendiciendo la boca que me amonestaba y declarando que a cuanto me ordenase había de someterme. Todo el afán de mi amiga era preservarme de los peligros que en el mundo cercan a una juventud delicada, y yo, considerando la inmensa valía de esta tutela, me abrasaba en admiración y reconocimiento. No disminuía con esto nuestra afición a las lecturas, y si ella leía por ejercitarse, hacíalo yo por darle el modelo de la entonación y por entretenerla y deleitarla con útiles pasatiempos. Observé que las cosas serias la interesaban más que las jocosas, y las humanas, construidas con elementos de verdad, más que las imaginativas. Después del Jacopo Ortis y de las Prisiones, leí parte de la Eloísa de Rousseau, y de aquí saltamos [44] a las Confesiones, cuyos primeros capítulos fueron el encanto de Barberina. Burla burlando llegamos a la presentación de Juan Jacobo en la casa de Madame Warens, al carácter y figura de ésta, a la maternal protección que dispensó al joven ginebrino, y por fin, al ingenioso arbitrio de la dama para preservar a su amiguito de los riesgos que corre un jovenzuelo impresionable si se le deja solo ante el torbellino del mundo y las asechanzas del vicio. Admirable nos pareció a entrambos aquel pasaje, que Barberina alabó con vivos encarecimientos... Mi amor a la verdad me obliga a terminar este relato repitiendo el famosísimo quel giorno più non vi leggemmo avanti. -V- Alegría insensata y sombríos temores alternaban en mi alma desde aquel día. ¡Amor, conciencia, cuán desacordes vais comúnmente en la vida humana! Amargaban la dulzura de mi juvenil triunfo sobresaltos y presentimientos tristísimos, y mi felicidad en ellos se disolvía como la sal en el agua. Perseguíame el espectro del Cardenal pronunciando la acusación y cruel sentencia que yo merecía, y en mis sueños me visitaba, y despierto le sentía próximo a mí. Seguramente no tendría yo valor para poner mi rostro pecador ante el de Su Eminencia. [45] El temido rayo de sus ojos me haría
  • 16. caer exánime; me faltaría valor aun para pedirle perdón de mi vergonzoso ultraje a la ley de hospitalidad. Algún alivio me dio la noticia, por la propia Barberina comunicada, de que el Cardenal no parecería en mucho tiempo por Albano, ni aun de paso para Castel Gandolfo. Desde Frascati, deteniéndose en Roma sólo una noche, había pasado a Rímini, sin duda con una misión secreta de Su Santidad para el Embajador de Austria que allí veraneaba. Calculando mis huéspedes la duración de la ausencia por el equipo y servidumbre que Antonelli llevaba, presumían que iría también a Viena. No obstante estas seguridades de respiro, yo no tenía sosiego, y pedía fervorosamente a Dios que complicase los asuntos diplomáticos de la Santa Sede en términos tales, que mi protector tuviese que ir también a San Petersburgo, y de allí a Pekín, atravesando toda el Asia en camello, en elefante, o en otro vehículo animal de los más lentos. Por aquellos días empezaron a tomar mal cariz las cosas políticas. La popularidad del Papa era ya molesta, tirando a la confianza irrespetuosa: los entusiasmos de la plebe, dirigida por las Sociedades o Círculos, no eran ya simples alborotos, sino motines en toda regla. Las concesiones de Su Santidad al espíritu moderno les parecían poco, y ya pedían la Luna, la Osa Mayor y el Zodíaco entero. El clamor de reformas era tan [46] intenso, que el adorado Mastai Ferretti se veía compelido a dar gusto al pueblo nombrando un Ministerio laico. Gustaba yo de la inquietud, porque no sólo veía en ella la palpitación generatriz del ideal de Gioberti, tomando carne y forma de cosa real, sino porque el tumulto y todo aquel revolver de las ondas sociales me parecían a mí muy propios para que en ellos se escondiera mi delito y quedase ignorado, impune. ¡Ahi, come mal mi governasti, amore! Mas un día, ¡corpo di Baco!, anunciaron que el Cardenal estaba de vuelta en Roma, y ya no hubo para mí tranquilidad. Pasó por mi mente la idea de fugarme: comuniqué este pensamiento a Barberina, la cual me dijo que había pensado lo mismo. Propúsome que nos fuéramos a España... ¡A buena parte!, dije yo. De escapar, a Nápoles para plantarnos en Egipto, o a Génova para emigrar calladitos a Buenos Aires, donde pondríamos café, una tienda de bebidas... no, mejor un colegio, en el cual yo abriría cátedra de omni re scibile. Felizmente, ninguno de estos disparates prendió en mi mente, y la irresolución, que en normales casos suele perdernos, en aquél fue mi salvación... Mientras discutíamos mi amada y yo si nos estableceríamos en Corfú o en Alejandría, vino un recado de Antonelli, llamándome con urgencia. ¡Ay!... ¡ay! Se me olvidó apuntar que el matrimonio anciano que regía la casa mirábame ya como cosa perdida. Días antes, notaba yo en [47] sus rostros cólera, menosprecio, amenaza: cuando me vieron llamado a la presencia del amo, su actitud era compasiva, como la de los curiosos que asisten al paso del condenado a muerte, camino de la horca o de la guillotina. Y en efecto, en mí se determinaba la insensibilidad del reo en la capilla momentos antes del suplicio. Salí de la casa sin poder ver a Bárbara; creí que se había encerrado en su habitación. Quise subir, y no me dejaron. «¡Barberina!», grité desde abajo, y nadie me respondió... Partí con el corazón despedazado, mordiendo mi pañuelo. Luego me dijo el cochero que aquella madrugada, la buena moza, obedeciendo órdenes terminantes del Cardenal y guardando el mayor secreto, había partido para Terracina... a pie, sola... Y no había miedo de que se desviara de su ruta, ni que desobedeciera la terrible y concisa orden. Protesté, lloré, rugí, y el cochero, con filosófico humor y flemático desdén, me dijo: «¡Ah, signore!, questo e peggio che
  • 17. l'Inquisizione. Ma, non dubiti, la sconteranno sti pretacci, figli di cani». Hablamos de política. Pronto comprendí que estaba el hombre cogido por las sociedades secretas. «Un hombre, sólo hay un hombre que pueda traernos la revolución. -¿Y quién es ese hombre? -Mazzini...». Mi pena no me dejó espacio para sostener la conversación. ¿Qué me importaban a mí Mazzini y toda la turbamulta de las logias? [48] Llegué al palacio del Cardenal con la esperanza de que sus ocupaciones no le permitirían acordarse de mí, de que no podría recibirme, de que tendría yo que aguardar horas, días quizás... Quedeme aterrado al ver que el portero, como si me esperase, me mandó pasar en cuanto bajé del coche, y luego un ujier, sin darme descanso ni respiro, me introdujo en la biblioteca, donde vi a Su Eminencia despachando con un secretario. Yo apenas respiraba: yo pensaba en Dios, como el espía, víctima de la ley de guerra, que es conducido ante el pelotón que ha de fusilarle. Más atento al despacho que a mí, el grande hombre no se dignó mirarme. Un cuarto de hora, que hubo de parecerme un cuarto de siglo, duró mi ansiedad; y cuando el secretario, recogiendo papeles, a marchar se disponía, yo, paralizado y mudo en el centro de la pieza, extrañaba que no me vendasen los ojos para el trance fatal. No vi la mirada de Antonelli cuando me mandó acercarme, porque yo no podía levantar del suelo mi vista. El tono de su voz no me pareció demasiado duro. Me atreví a mirarle, y hallé en su rostro un desdén compasivo, no la cólera de Júpiter que yo esperaba. La angustia que me oprimía tuvo el primer alivio cuando Su Eminencia me preguntó por mi salud, aunque debía yo creer que era pura fórmula. Como le contestase, por decir algo, que no me encontraba bien, díjome que me propondría un remedio eficaz para la completa reparación de mi organismo. [49] Nueva sorpresa mía con su poquito de pavor. ¿Cuál era este remedio? No tardó en decírmelo: el regreso a España. Los aires natales me serían muy provechosos. Con más miedo que finura contesté que me parecía muy bien. Ed egli à me: «Hijo mío, bien a la vista está que tus esfuerzos para conservar la vocación religiosa son inútiles. La Naturaleza manda en ti como señora absoluta, y no sabes cultivar el espíritu robusto que debe sojuzgarla...». Admirado de tanta sabiduría, nada supe contestar. Pareciome que aquello de sojuzgar la Naturaleza era también fórmula, y que Su Eminencia echaba mano de los tópicos que sólo sirven para aleccionar a la infancia, sin tener más que un valor pedagógico semejante al de las palmetas. Poi ricommincio: «Tus facultades prodigiosas se pierden en la distracción. Tal vez has errado la vía, y debes buscar otra en que la distracción misma no sea un impedimento, sino un estímulo. Para brillar en artes o ciencias no es necesario ser benedictino. La tutela que me delegó el buen D. Matías, yo la devuelvo a tus padres, que la ejercerán con más fruto que yo. En Italia te pierdes: gánate en España, donde empezarás por hacer efectiva tu vocación de marido... Tu familia te procurará un buen matrimonio». Pausa. Conmovido pronuncié al fin vagas expresiones de aquiescencia. Y como indicase que me prepararía para el regreso a mi tierra, dijo el Cardenal: «De aquí a la noche, recogerás cuanto necesites llevar contigo, [50] libros y ropa; al amanecer saldrás
  • 18. de Ostia en un barco que se da a la vela para la costa valenciana». Dejome atónito esta conminación que no admitía réplica, y con un gesto manifesté mi conformidad. Ya sabía yo con quién me las había y cómo las gastaba el caballero. Al despedirme, sólo me dijo: «En la política de tu país puedes abrirte camino ancho, que allá tienes dos especies de hombres afortunados: los tontos y los que se pasan de listos. Procura tú ser de los últimos». La sustanciosa frase me hizo sonreír, y besándole la mano, salí para disponerme a cumplir mi sentencia. Ya no le vi más. Comí, llené de libros una caja y un cofrecillo, de ropa un baúl, y me entregué al mayordomo, encargado por Su Eminencia de ponerme en camino. La sentencia se cumplió manu militari, porque un agente de policía fue quien me condujo a Ostia, a poco de anochecido, no soltándome de su férrea mano hasta dejarme a bordo de la urca, libre y quito de todo gasto, bien amonestado el patrón para que pusiese cien ojos en mí mientras el barco no se diese a la vela. ¡Adiós, Italia; adiós, Roma, corazón del Paganismo, cabeza de la Iglesia; adiós, Barberina, ara de mi primera ofrenda al tirano Dios! Así como los antiguos ponían sus muertos en las constelaciones, yo quiero darte luminosa eternidad en el firmamento... Durante las noches de mi largo viaje, he clavado de continuo mis ojos nelle vaghe stelle dell'Orsa. [51] - VI - Sigüenza, Noviembre.- Quedamos en que bauticé con el nombre de Barberina la estrella más brillante de la Osa Mayor, la que los astrónomos, según creo, llaman Mizar, y con esto puse final punto a mi historia de Albano... Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos, imagen de la Naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras, y se alimenta de la propia muerte. El continuo engendrar de unos hechos en el vientre de otros es la Historia, hija del Ayer, hermana del Hoy y madre del Mañana. Todos los hombres hacen historia inédita; todo el que vive va creando ideales volúmenes que ni se estampan ni aun se escriben. Digno será del lauro de Clío quien deje marcado de alguna manera el rastro de su existencia al pasar por el mundo, como los caracoles que van soltando sobre las piedras un hilo de baba, con que imprimen su lento andar. Eso haré yo, caracol que aún tengo largo camino por delante; y no me digan que la huella babosa que dejo no merece ser mirada por los venideros. Respondo que todo ejemplo de vida contiene enseñanza para los que vienen detrás, ya sea por fas, ya por nefas, y útil es toda noticia del vivir de un hombre, ya [52] ofrezca en sus relatos la diafanidad de los hechos virtuosos, ya la negrura de los feos y abominables, porque los primeros son imagen consoladora que enseñe a los malos el rostro de la perfección para imitarlo; los otros, imagen terrorífica que señale a los buenos las muecas y visajes del pecado para que huyan de parecérsele. Habiendo aquí, como habrá seguramente, enseñanza para diferentes gustos, no me arrepiento del propósito de mis Memorias o Confesiones, y allá voy ahora con mi cuerpo y mi juventud y mi buen ingenio por el anchuroso campo de la vida española.
  • 19. Ya es ocasión de que os hable de mi familia. Propietario de flacas tierras en este término es, mi padre: poséelas mi madre de más valor en Atienza; pero reunidos ambos patrimonios no bastaron para el sostén de familia tan numerosa, por lo cual mi señor padre ha tenido que arrimarse a la política y a la Iglesia, y tiempo ha que desempeña la Contaduría de esta Subalterna, y es además habilitado del Clero. Gran administrador de lo suyo y de lo ajeno ha sido siempre Don José García, y en su honradez, que la opinión ha consagrado como artículo de fe, nunca puso el menor celaje la malicia. La vida metódica y sin afanes, la paz de la conciencia, el ejercicio saludable, le conservan entero y enjuto, sin achaques de los que a su edad pocos se libran, aunque es algo aprensivo, y tan friolero que anda de capa todo el año, de Agosto a Julio. [53] Mi madre es una santa, que hoy vive petrificada en los sentimientos elementales y en las ideas de su juventud, creyendo a pie juntillas que la inmovilidad es la forma visible de la razón. La palabra progreso carece para ella de sentido, y si en modas no ha querido pasar del año 23, cuando vinieron con Angulema los chales de crespón, rayados, en lo demás que atañe a la vida general no quiere entender de nada: ni discute novedades, ni comprende constituciones, ni se cura de opinar conforme a estas o las otras ideas, firme en su inquebrantable dogmatismo religioso que a lo social y político extiende... «Así lo encontramos y así lo hemos de dejar», es su fórmula, que a todo aplica, creyendo firmemente que el mundo, por muchos tumbos que dé, vuelve siempre a lo que ella vio, conoció y sintió en su florida mocedad. Completan el retrato la dulzura y placidez de un rostro angelical, que aún parece más divino con su copete de cabellos blancos, y el mirar confiado y sereno, reflejo de un alma en que moran todas las virtudes cristianas y domésticas sin sombra de maldad. Nueve hijos nacimos de esta ejemplar señora: vivimos siete, con quienes harán conocimiento mis lectores, que algo hay en ellos digno de la posteridad. A mí me tuvo mi madre en edad extemporánea, cuando ya nadie esperaba fruto de ella, y por esto el más joven de mis hermanos me lleva ocho años. Y como coincidieran con mi tardío nacimiento una aurora boreal, un [54] cometa, con más otros terrestres acontecimientos, formidable crecida del Henares, y la aparición de una espléndida luz que en las noches oscuras se paseaba por el tejado y torres de la catedral, dio en creer la gente que aquellos inauditos fenómenos anunciaban mi venida al mundo como prodigioso niño, llamado a revolver toda la tierra. Mi madre se reía de estos disparates; pero confiaba siempre en que su Benjamín no habría de ser un hombre vulgar. Mi hermano Agustín, el primogénito, que ya cumplió los cuarenta, casó en Madrid, y allá disfruta de un buen empleo arrimado a los hombres de la moderación. Mi hermano Vicente casó con una rica labradora de Brihuega, viuda, y está hecho un bienaventurado patán, con cinco hijos y labranza de doce pares de mulas; Gregorio, que estudió en Madrid la carrera de abogado, también anda por allá, buscándose un acomodo en las Sociedades mineras o de seguros; y Ramón, que es el más joven, no se ha separado de mis padres, y disfruta un sueldecito en la Subalterna. De mis hermanas, la mayor, Librada, que ahora tiene treinta y ocho años, casó en Atienza con un primo mío, ganadero de buen acomodo y propietario de dos molinos harineros y de una fábrica de curtidos; la segunda, Catalina, que ya rebasa de los treinta, profesó en el convento de la Concepción Francisca de Guadalajara, no recuerdo en qué fecha (sólo sé que a mí me tenían aún vestidito de corto), y [55] luego pasó a La Latina de Madrid, donde ahora se encuentra. He aquí mi familia, mis sagrados vínculos con la Humanidad.
  • 20. Vivimos en la calle de Travesaña, angosta y feísima, pero muy importante, porque en ella, según dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio. La casa es de mi padre, tan antigua, que la tengo por del tiempo de la guerra de los Turdetanos con Roma, cuando Catón el Censor puso sitio a esta noble ciudad. A pesar de las restauraciones hechas en ella, mi vivienda natal, en la cual no hay techo que no se alcance con la mano, se pierde en la noche de los tiempos; y a pesar de todo, como en ella vi la primera luz, paréceme la más cómoda y bonita del mundo. En los bajos hay un alquilado para botica, la cual creo yo que radica en aquel sitio desde que vino a España el primer boticario, traído quizás por Protógenes, obispo fundador de nuestra diócesis. Ahora la regenta un tal Cuevas, hombre muy entendido en su oficio, y es centro de reunión o mentidero de cuantos en el pueblo discurren con más o menos tino de la cosa pública. Seis o siete sujetos calificados clavan allí sus posaderas en sendas sillas toda la tarde y a prima noche, entre ellos mi padre; D. José Verdún, coronel retirado; el juez Sr. Zamorano, el canónigo de esta Catedral D. Jacinto de Albentós, que entró aquí con Cabrera el año 36, mandando una partida de escopeteros, bien ajeno entonces de que [56] se le recompensaría su hazaña con esta prebenda, y otros que no cito por no transmitir vanos nombres a la posteridad. Cada cual lleva su periódico, que lee o comenta: mi padre saca El Faro, que goza opinión de sensato; el canónigo desenvaina La Iglesia y El Lábaro, ambos de su cuerda; el coronel esgrime el Clamor, órgano del Progreso; otro tremola El Heraldo, y Cuevas, en fin, enarbola El Tío Carcoma, satírico y desvergonzado, pues algo hay que dar también a la risa y al honrado esparcimiento. Predomina en la botica el tinte moderado, y contra una mayoría formidable luchan gallardamente los dos únicos progresistas, el coronel y el boticario. De entre las ruidosas peloteras que allí se arman salen airadas voces aclamando el nombre sonoro del primate a quien cada cual debe su destino, y si el uno pone sobre su cabeza a Bravo Murillo, el otro no deja que toquen ni al pelo de la ropa de Seijas Lozano, de Pidal o de Bahamonde. Allí me enteré de sucesos que ignoraba, y que, siendo ínfimos en la esfera total del humano vivir, parecían grandes a los pobres enanos que de ellos se ocupaban. Supe que habían caído los Puritanos, y pues yo no conocía más Puritanos que los de Bellini, pedí informes de tales sujetos, sabiendo al fin que eran como una cofradía que dentro de la moderada comunidad alardeaba de pureza. Supe asimismo que el Rey y la Reina andaban desavenidos, él haciendo solitaria [57] vida en El Pardo, ella en Madrid gozando de la cariñosa popularidad que había sabido ganarse con su gracia y desenfado; y supe que los narvaístas andaban locos por volver al Gobierno, y que los progresistas, alentados por Bullwer, embajador inglés, hacían sus pinitos por colarse en Palacio. Todo ello me importaba un bledo, como la caída del Ministerio Salamanca, sucesor de los Puritanos, para dar entrada al temido y ensalzado D. Ramón, que, según mi padre, es el único que entiende este complejo tinglado del gobierno de España. Sigüenza, 25 de Noviembre.- La comidilla de esta tarde en la botica ha sido la reconciliación del Rey y la Reina. Vaya, picaruelos, se os perdona, pero no volváis a poneros moños, que perturban la tranquilidad de estos reinos. ¡Ay qué cosas han dicho los tertulios, Santa Librada bendita! Que si costó más trabajo reconciliar a los Reyes que casarlos... que Serrano y Narváez se entendieron, retirándose el primero a la Capitanía General de Granada, y cogiendo el otro las riendas del poder... que ello es juego de rabadanes, y cambalache gitanesco... ¡Dios mío, cómo ponen a Serrano mi boticario y mi coronel por haber abdicado sin dejar el mango de la sartén en manos progresistas!
  • 21. Los motes menos injuriosos que le cuelgan son los de Judas y Don Opas. En cambio los otros échanle en cara el abuso de su poder y su falta de discreción, tacto y delicadeza. Y yo le digo al tal: «Si me viera en tu caso, [58] haría las cosas mejor, y si no pudiera escribir la Historia de España con la mano derecha, sabría educar y adestrar mi mano zurda». 27 de Noviembre.- Esta tarde fui yo quien hizo el gasto contándoles las magnificencias del rito en la Corte Papal, describiéndoles con la facundia pintoresca que me permitían mis conocimientos de las cosas romanas, los restos maravillosos del Paganismo, el esplendor de San Pedro, de Santa María Mayor y de San Juan de Letrán, el lujo y señorío de los cardenales, la opulencia artística de los Museos, las mil estatuas, fuentes y obeliscos, y no necesito decir que me oían con la boca abierta, suspensos de mi voz, y que alabaron en coro mi feliz retentiva. Mayor éxito, si cabe, tuve cuando de las cosas me llevó a las ideas el curso de mi fácil palabra, y les expliqué la misión que Dios confiere al sucesor de San Pedro en la segunda mitad del siglo que corre. Sursum corda, y álcense unidos el dogma cristiano y la libertad de los pueblos. Para redimir a Italia y hacerla una y fuerte, se constituirá una federación bajo el patrocinio del Soberano Pontificio, y un sabio Estatuto, en que se amalgamen y compenetren los católicos principios con las reformas liberales, dará la felicidad a los italianos, ofreciendo a las demás naciones europeas una norma política, invariable y sagrada por traer la sanción de la Iglesia. La polvareda que levantó en el farmacéutico [59] senado de este novísimo punto de vista, como decía el juez, fue tremenda. Ya el señor Zamorano tenía de ello noticia por haber leído párrafos de un artículo de Balmes en la revista El Pensamiento de la Nación. Para los demás, el asunto era enteramente virgen. Cuevas y el coronel acogieron la misión papal con benevolencia, afirmando que, pues las ideas de Cristo eran francamente liberales, su Vicario en la tierra debía pastorear a las naciones enarbolando en su báculo la bandera del Progreso. Oír esto el canónigo y soltar la risa estúpida, grosera y provocativa, fue todo uno. «¡Vaya, que será linda cosa un Papa progresista!... ¡La Iglesia dando el brazo a los hijos de la Viuda!... ¡Cristo entre masones... ja, ja, ja... y la Santísima Virgen bordando banderas liberales como la Mariana Pineda!...». Así desembuchaba sus salvajes burlas el sacerdote bizarro que había entrado en Sigüenza once años antes, viribus et armis, asolando el país y llevándose cincuenta mil reales como botín de guerra. Y luego siguió: «¡Pero este Pepito, qué ruedas de molino se trae de Roma para comulgarnos! Listo eres, hijo; pero no afiles tanto, que te vemos la intención chancera. A Roma fuiste con ínfulas de sabio, que debía tragarse el mundo, y nos vuelves acá con juegos de cubilete para embaucar a estos pobres patanes. No nos creas más tontos de lo que somos, y si vas a Madrid llévate allá los chismes de titiritero, y ponte en las plazas a predicar toda esa monserga [60] del Papa liberal y de la Iglesia metida con los ateos. Aquí somos brutos, y no entendemos de fililíes romanos ni de obeliscos, ni de cardenales que visten capita corta y calzón a la rodilla; pero tenemos los sesos en su sitio, y debajo del paño pardo guardamos el discernimiento español, que da quince y raya a todo lo de extranjis». Respondí que no intentaba yo convencerle, porque él era como Dios le había hecho, un clérigo de caballería, de los que defienden el dogma a sablazo limpio. Contradiciéndole le puse tan desaforado y nervioso, que no hacía más que morder el cigarro, echar salivazos en el corro, y dar resoplidos como un flatulento a quien se le atraviesan en el buche los gases. Intervino Cuevas en la contienda con sus opiniones
  • 22. emolientes, y mi padre sacó todo el espíritu de conciliación que comúnmente usa, asegurando que no hay que tomar a chacota mis ideas, pues vengo yo de donde las guisan; que él no da ni quita liberalismo al Papa, pero que si éste se liberaliza, habrá de ser siempre moderado. Con esto y con llegar la hora en que a cada cual le llamaban las sopas de ajo de la cena, terminó la gran disputa. Era el desvaído rumor con que llegaba a mi rústico pueblo la grave cuestión que entonces inquietaba a todos los pensadores de Italia. 30 de Noviembre.- He aquí que mi hermano Agustín, el gallito de la familia, que desde Madrid dirige nuestros asuntos encaramado en su posición política, comunicó [61] por carta felices nuevas de su valimiento en el Ministerio de la Gobernación, gracias al amparo que le dispensa el nuevo Ministro D. Luis Sartorius. Extranjero en mi patria, era la primera vez que oía yo tal nombre. Púsome en autos mi padre refiriéndome que este Sartorius es un mozo andaluz tan agudo y con tal don de simpatía que se lleva de calle a la gente joven. Ha brillado en el periodismo; plumeando en las columnas de El Heraldo se hizo fácilmente un nombre, y... periodista te vean mis ojos, que ministro como tenerlo en la mano. Con sólo este breve informe me fue muy simpático el tal Sartorius, y me entraron ganas de conocerle. Añadía mi hermano en la carta que era llegada la ocasión de colocarme, toda vez que no había para mí, después del desengaño de mi viaje a Italia, mejor arrimo que el de la Administración Pública, sin perjuicio de aplicarme a cualquier carrerita de las que en Madrid están abiertas para todo muchacho que tenga alguna sal en el caletre. Quedó, pues, determinado que para no perder tan dichosa coyuntura partiese yo a la Corte sin dilación, llevándome toda la balumba de mis libros, los cuales habían de ser mi mejor ornamento, y mi garantía más segura de que no se me volvieran humo las esperanzas cortesanas. 1.º de Diciembre.- Mi buena y santa madre, mientras estibaba con delicado esmero en el baúl mi provisión de ropa, añadiendo no pocas prendas, obra reciente de sus [62] hábiles manos, me dio estos consejos que así demostraban su cariño como su bendita inocencia: «Hijo mío, vas a un pueblo muy grande, donde todo cuidado será poco para precaverte de los peligros que te cercaran. Mas tú eres bueno, y tu alma paréceme que está cerrada a piedra y barro para las malas tentaciones. Pero Madrid no es Roma; en la ciudad que llaman Eterna, creo yo que no habrás visto más que ejemplos de virtud y buenas costumbres, pues otra cosa no puede ser viviendo entre tantísimo sacerdote y personas consagradas al servicio de Dios. Madrid no es lo mismo, y los ejemplos que allí encuentres serán de corrupción y escándalo, así en mujeres como en hombres. Te recomiendo y encargo, hijo mío, que contra las innumerables incitaciones al pecado que has de sentir, ver y escuchar, te fortalezcas con el temor de Dios y con el recuerdo de las virtudes que habrás observado siempre en tu familia. Y no insisto sobre punto tan delicado, pues, como dijo el otro, 'peor es meneallo'... Yo confío en tu buen juicio y en la limpieza de tus pensamientos». Respondile muy conmovido que ya cavilaba yo en la manera de sortear esos peligros, pues conocía bastante la sociedad para distinguir el bien del mal; y que el refrán a Roma por todo quiere decir que allá van los hombres a enterarse de cuanto en lo humano existe, y a doctorarse en la ciencia del mundo como en todas las ciencias. «Bien, hijo mío -dijo entonces mi madre [63] con dulce conformidad-. Pero hay otro peligro en el cual quiero que fijes tu atención, y es que en Madrid abundan los envidiosos; y como tú despuntas por una capacidad y sabidurías tan extraordinarias, no dejarán de caer sobre ti las malas voluntades y peores lenguas para cerrarte los caminos
  • 23. de la gloria. Mucho cuidado con esto, Pepe mío. No hagas alardes de ciencia, y tus razones te acrediten más de modesto que de jactancioso, para que la envidia tenga menos abrazaderas por donde cogerte... Verdad que casi está de más este consejo, pues de Roma has vuelto ocultando tu ciencia más que ostentándola sin ton ni son, como hacías cuando fuiste. Ya no te pones a recitar la retahíla de cánones y decretales; ya no hablas de la Summa de Santo Tomás ni de lo que escribieron Aristóteles y Belarmino; ya no nos hablas en griego para mayor claridad; y como no puedo pensar que sabes ahora menos, pienso que eres más precavido y mejor guardador de tu ciencia, a fin de no dar resquemores a la envidia y vivir en paz con tanto majadero. -Algo hay de eso, señora madre -repliqué yo-; pero el principal motivo de mi reserva del saber es que ahora sé mucho más que antes, y cuanto más se sabe más se ignora, y más miedo tenemos de incurrir en el error que de continuo nos acecha. Estudiando y aprendiendo he llegado a medir la extensión de lo que aún no ha entrado en mi entendimiento, y sabiendo cada día más [64] voy hacia el término a que llegó el gran filósofo que dijo: 'Sólo sé que no sé nada.' Vea usted por qué parece que sé menos sabiendo más. No compare usted, señora madre, la ciencia de un niño con la de un hombre». Muy complacida de mi explicación, añadió este último consejo, dándome a entender con su sonrisa que lo estimaba por muy práctico: «No te cuides, hijo de mi alma, de lucirte entre los necios, cuyo aplauso para nada ha de servirte, ni de enseñar a los ignorantes, ni de desasnar a los torpes. Para divertir y admirar a cuatro gansos no has estado tú quemándote las cejas desde que eras tamaño así. Toda Sigüenza sabe que prontitud como la tuya para el conocimiento no se ha visto jamás, pues aún estabas mamando y las primeras voces que dabas rompiendo a hablar parecía que eran en latín... Digo que te contengas, y que guardes toda tu ciencia para las buenas ocasiones, desembuchándola como un torrente cuando te halles en presencia de personas que sepan apreciarla, pongo por caso, el señor De Sartorius, que dicen es tan sagaz y tan buen catador de los talentos. Tengo por indudable que le deslumbrarás, y el hombre no sabrá qué hacer contigo... Para mí, y como si lo estuviera viendo, es seguro que te pondrá en alguna de las grandes bibliotecas que hay allá, o en la mismísima Gaceta, para que escribas todo lo que se ordena, manda y dispone, y hasta lo que la Reina le dice a las Cortes, o a otros Reyes, o al mismo Papa». [65] Encantado de su sancta simplicitas y estimando ésta como un bien muy grande, corona de las virtudes de mi madre en su patriarcal vejez, corroboré aquellas ideas, y para fortalecer su inocencia hermosa me fingí convencido de que Madrid y Sartorius me subirían a los cuernos de la luna. Lloraba la pobrecita oyéndome, y yo, traspasado de pena, hice mental juramento de conservar siempre a mi madre en aquel ideal ensueño que aseguraba la felicidad de sus últimos días. Partí aquella noche en el coche correo. - VII -
  • 24. 14 de enero del 48.- Carguen con Madrid y su vecindario todos los demonios, y permita Dios que sobre esta villa, emporio de la confusión y maestra de los enredos, caigan todas las plagas faraónicas y algunas más. Rayos arroje el Cielo contra Madrid, pestes la tierra, y queden pronto hechas polvo casas y personas. Hágase luego gigante el enano Manzanares, para que con revueltas aguas borre hasta el último vestigio de la capital, y quede el suelo de ésta convertido en inmenso charco donde se establezca un pueblo de ranas que cante noche y día el himno de la garrulería... No tuvo la Villa y Corte mis simpatías [66] cuando en ella entré: pareciome un hormiguero, sus calles, estrechas y sucias; su gente, bulliciosa, entrometida y charlatana; los señores, ignorantes; el pueblo, desmandado; las casas, feísimas y con olor de pobreza. Pero no proviene de esto el odio que hoy siento, sino de positivas desdichas que en esta Babilonia de cuarta clase me ocurrieron a poco de mi llegada. Dos familias, la de mi hermano Agustín y la de mi hermano Gregorio, se disputaron desde el primer momento la honra de albergarme, y ésta tiraba de mí por un brazo, aquélla por otro, y en poco estuvo que me descuartizaran. De una parte a otra iban mis baúles y maletas. Por la mañana se decidía que mi casa fuera la de Gregorio; por la tarde venía la mujer de Agustín, cargaba con mi ropa, y era forzoso meterlo todo a puñados en los baúles. Tres días estuve de mazo en calabazo, comiendo en una casa, cenando en otra, y a lo mejor me hallaba sin corbata, que se había quedado allá, o me faltaba la levita, el sombrero, los guantes... Y cuando tras tantas fatigas, triunfante Gregorio, me vi definitivamente instalado en casa de éste, ¡oh inmensa desventura!, eché de ver que en los trasiegos de mi persona y de mis cosas entre una y otra vivienda, se había perdido el manuscrito de mis Memorias, todo lo que escribí desde Vinaroz a Sigüenza, mi vida en Italia... ¿Hay mayor desdicha, ni más estúpido contratiempo? En vano lo he buscado en las dos casas, preguntando a los aturdidos [67] amos y a las cerriles criadas. Nadie lo ha visto, nadie da razón de aquellas hojas en que vertí la verdad de mis sentimientos y los secretos más graves... Y la idea de que mis apuntes hayan ido a parar a indiscretas manos me vuelve loco. ¡Escriba usted confesiones con el fin de deleitar e instruir a la juventud, ponga usted en ellas toda su alma, para que caigan en manos de un zafio que haga de ellas chacota, o de una maritornes que las emplee para encender la lumbre! Aunque las diversas personas a quienes pregunté por mis papeles me negaban con notoria ingenuidad haberlos visto, yo sospechaba de mi cuñada, la mujer de Agustín, sin que pudiera decir en qué fundaba mi sospecha, pues con la mayor serenidad me ayudaba a buscar el tesoro perdido y lamentábase con desconsuelo verdadero o falso de la inutilidad de mis investigaciones. Y hoy, cuando ya he perdido la esperanza de recobrar mi tesoro, persisto en creer que ella lo guarda como un feliz hallazgo, sin duda con la idea de variar los nombres de personas, alterar algún incidente y publicarlo como novela de su invención. Porque ha de saberse que mi cuñada Sofía es lo que llamamos politicómona, con sus perfiles de literata, pues aunque alardea modestamente de no escribir, presume de buen gusto y promulga juicios sentenciosos sobre toda obra poética o narrativa que cae en sus manos. Comúnmente le sorbe los sesos la batalladora política más que las pacíficas letras, y toda [68] la mañana la veis en su cuarto, con bata encarnada y una cofia en la cabeza, devorando periódicos. ¡Y la casa sin barrer! ¡Y la señora no se peina hasta media tarde! Permitid que me ensañe en ella, pues le tengo odio y mala voluntad desde que se me metió en la cabeza que es ladrona de mi manuscrito. Si mi hermano la supera en discreción, ella le gana en edad; no tiene hijos, pero sí un bigotillo con más lozano vello
  • 25. que el que a su sexo corresponde. Por las mañanas, a la hora en que se halla en todo el furor de su loco entretenimiento, las greñas se le salen por debajo de la cofia, las uñas guardan todavía luto y las manos le huelen a tinta de periódico; su gordura fofa se escapa por uno y otro lado, evadiéndose del presidio de un destartalado corsé, cuyas ballenas no son más que un andamiaje en ruinas. Y también digo que a zalamera y engañadora no le gana nadie. Se precia de quererme mucho y de tratarme como a un hijo. Me riñe con suavidad cariñosa, si es menester, y me colma de elogios cuando a su parecer lo merezco. Ella fue quien me notificó, a los ocho días de mi llegada, mi nombramiento para una plaza en la Gaceta. Éste era el veni vidi vici, y pocos podrían alabarse de tanta prontitud en el logro de sus esperanzas. «Como ahora no se nos niega nada -me dijo azotándome la cara con el número de El Clamor-, te hemos sacado ese destinito con ocho mil reales, que no es mal [69] principio de carrera. Luego se verá. Me ha dicho Agustín que no tendrás nada que hacer en la Gaceta, y que te recomendará al director para que te perdone la asistencia a la oficina los más de los días». A ella y a mi hermano di las gracias, añadiendo que no me conformo con tan denigrante ociosidad; que pediría trabajo, si no me lo diesen, para devolver a la Nación en honrado servicio la pitanza modesta que pone en mi boca. Y éste no fue ciertamente un vano propósito, pues al tomar posesión de mi destino hube de protestar contra la holganza, a lo que me contestó el director, hombre amabilísimo, y el más zalamero, creo yo, que existe en el mundo: «Ya sé por su hermano que es usted un prodigio de talento y erudición. Sería imperdonable que por exigirle a usted la debida puntualidad en esta oficina, le apartara yo de sus profundos estudios, privándole de consagrar las más de sus horas a revolver libros y compulsar códices en las bibliotecas públicas». Creía, en conciencia, servir al Estado y al país declarándome vagabundo erudito. Afortunadamente, la Gaceta tenía personal de sobra, y muchos iban allí a escribir comedias o a componer sonetos de pie forzado. No insistí. ¡Delicioso jefe, fantástica oficina, sabrosa y dulce nómina! 12 de Enero.- En cuanto llegó a Sigüenza la noticia de mi nombramiento, me escribió mi buena madre vertiendo en las cláusulas de su epístola todo el cariño y la inocencia [70] de su alma seráfica. Conocía yo la magnitud de su alborozo por el temblor de su nada correcta escritura. Todo había resultado tal como ella lo pensara: llegar yo un viernes a Madrid, y al siguiente viernes, ¡pum!, el destino. Estas brevas no caen más que para los hombres escogidos, en cuyas molleras ha puesto el divino Criador toda su sal y pimienta... Ya le había contado a ella un pajarito que el Sr. Sartorius me recibió poco menos que con palio, y que yo me puse muy colorado con las alabanzas que tanto el señor Ministro como los otros señores presentes habían echado por aquellas bocas... «Nadie me ha dicho esto -añadía con candorosa persuasión-, pero lo sé. No puede haber sucedido de otro modo... Al mandarte a la Gaceta, claro es que se ha fijado Su Excelencia en que el desempeño de aquellas plazas exige las cabezas mejores, y allá vas tú para poner en buena consonancia de frase todo lo del Procomún y demás cosas que en tales hojas se estampan. Ya, ya saben esos señores a qué árbol se arriman... Te recomiendo, hijo mío, que no trabajes demasiado. Ya estoy viendo que muchos de tus compañeros se aliviarán de su faena recargando la tuya, fiados en que para tu entendimiento grandísimo son juguete de chico las dificultades que a ellos les agobian. No seas tan bonachón como sueles, ni tengas lástima de holgazanes y torpes, que de esos se compone, según me dicen, la turbamulta de las oficinas... Por aquí se corre que [71] has empezado a escribir una magnífica obra sobre el Papado y... no sé qué otras cosas, la cual no tendrá menos de quince tomos. Date prisa, no vaya yo a
  • 26. morirme sin poder leer aunque sea sólo el título. Dime si es verdad esto, y cuántos pliegos llevas escritos ya... Adiós, Pepe mío: cuídate mucho, abrígate, y que en esos trajines no se te olvide la obligación de tus oraciones de mañana y noche. Siempre que puedas, oye misa toditos los días. Yo no ceso de pedir al Señor que te ilumine y no te deje de su mano. Recibe todos los pensamientos, el alma toda, y la bendición de tu madre. -Librada». En mi contestación, todas las ternezas me parecieron pocas, y poniendo especial cuidado en no ajar sus ilusiones, le dije cuanto pudiera conservarla en aquel sonrosado cielo donde su espíritu encontraba la felicidad. Su vida era un dulce sueño. Antes muriera yo que despertarla. 28 de Enero.- Dejo pasar muchas noches sin añadir una línea a la Segunda Parte de mis Memorias, porque el desconsuelo de haber perdido la Primera enfría mis entusiasmos de cronista y biógrafo, llenándome de crueles dudas respecto al futuro destino de lo que escribo. ¿Quién me asegura que mis confidencias salvarán el largo espacio que desde la hora presente de mi vida se extiende hasta el reino oscuro de lo que llamamos Posteridad, la vida y sucesos de los que aún no han nacido o están todavía mamando? Para que estos renglones lleguen a su destino, [72] hago firme propósito de resguardarlos de curiosas miradas, y de trazarles un caminito subterráneo por donde lleguen salvos a manos de un discreto historiador del próximo siglo, que los acoja, los ordene y utilice de ellos lo que bien le parezca. Voy a contarte ahora, oh tú, mi futuro compilador, la vida y milagros de mi hermano Gregorio, con quien vivo, y verás que, si por el talle y rostro se distingue de mi hermano Agustín, mayor diferencia has de encontrar entre uno y otro por los hábitos, gustos y ambiciones. El primogénito es alto, airoso, elegante, de seductor trato, y cifra toda su existencia presente y futura en la política; Gregorio es de mediana estatura, achaparrado, de mal color, aunque de complexión recia; y desengañado de la poca sustancia que se saca del trajín de la cosa pública, adulando a poderosos sin ningún valor, o sentando plaza en el bullicioso escuadrón de majaderos o malvados, ha querido llevar su existencia por mejores rumbos. Si diferentes son mis buenos hermanos, mayor desemejanza hay entre sus respectivas mujeres, pues la de Gregorio no es politicastra, ni bigotuda, ni gordinflona, sino muy bella y elegante, aunque, dicho sea en secreto, un poquito retocada con sutiles afeites; sabe cumplir con su casa y con la sociedad, gobernando muy bien la primera, y atendiendo a las buenas relaciones, tan necesarias al género de vida que hoy lleva su activo esposo. Si Sofía estanca a su marido en [73] la charca pantanosa del politiqueo, Segismunda dirige los pasos del suyo por caminos penosos y difíciles, pero de sólido piso, y que pueden conducir a las zonas más fructíferas de la existencia. A poco de tratar a esta segunda cuñada mía, la tuve por mujer de entendimiento y de voluntad firme. En vez de afligirse ante las necesidades, busca medios seguros de atender a ellas, y mirando al porvenir tanto como al presente, fijo el pensamiento en sus dos hijos y en los que aún pudiera tener, lanza valerosa y cruelmente a su marido a un trabajo rudo, no de gabinete, sino de actividad febril, mañana, tarde y noche, por las anchuras y estrecheces de Madrid. Y ella por su lado y en su femenil esfera, trabaja también ayudando al hombre, suavizándole asperezas o allanándole obstáculos. Viste bien, recibe y paga visitas,