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Los cerros no existen
1. LOS CERROS NO EXISTEN
por Pablo Solari y Gimena Paroli
Lo que les voy a contar ocurrió hace pocos veranos, y si no hubiera estado allí no creería lo
que pasó.
Era un día de enero y la familia Masciardi-Peláez había decidido cenar en casa. El inusual
calor de aquel varano, con más de 30 grados aún de noche, invitaba a refugiarse en el aire
acondicionado que tenían de estreno. Allí pasaron las horas disfrutando de la inmejorable
vista que tenían desde su nueva casa en el cerro San Antonio de Piriápolis. Los niños
querían salir a andar en bicicleta por la rambla aprovechando una noche abierta y
estrellada que se daba muy bien para el paseo y la diversión, pero sus padres y abuelos ya
habían decidido quedarse y no había berrinche que les hiciera cambiar de idea. Ningún
miembro de la familia hubiera imaginado jamás, ni en mil años, lo que iba a pasar minutos
después.
Mucha gente subía y bajaba del cerro esa noche, como todos los días, en auto, moto,
bicicleta y hasta corriendo. También había un par de excursiones que llegaban en
ómnibus. Los dos restaurantes estaban casi llenos de turistas locales, argentinos,
brasileros y algún que otro europeo. Una pareja de estadounidenses se destacaba por
hablar alto, reír a carcajadas y por sacar una foto tras otra desde la cima. La vista de la
rambla de Piriápolis era la preferida de todos, aunque muchos también se detenían al
bajar o al subir para observar desde el otro lado la costa de San Francisco y Punta
Colorada. El cerro del Toro no se veía como de día pero su impresionante silueta se
recortaba sobre un cielo azul oscuro apenas encendido por un delgado filete de luna. En
las aerosillas paseaban numerosas parejas de adolescentes que aprovechaban el susto de
la altura para abrazarse y apretujarse hasta fundirse en una sola forma.
Todo era felicidad. Una noche soñada, ideal, hasta que comenzaron a suceder cosas
extrañas. La primera señal fue una gran bandada de pájaros que abandonó el San Antonio
de golpe, como asustada. Todas las aves del cerro parecían huir despavoridas al mismo
tiempo, ¿pero de qué? Los perros de la zona dejaron de ladrar y comenzaron a aullar sin
parar. Como suelen decir en estos casos, los animales advierten las desgracias antes que
los humanos. A varios les llamó la atención aquel abandono masivo de las aves del cerro y
el agudo lamento de los perros, pero a los pocos segundos volvieron a disfrutar de la vista,
la noche estrellada, el calor y la buena comida. Los comercios no paraban de vender
remeras, recuerdos, estampitas y dulces. Los brindis en cada mesa se sucedían con
risotadas y celebraciones en varios idiomas. Hasta que se cortó la luz.
Por unos instantes todo el cerro quedó a oscuras. Fue la segunda señal. Las risas dieron
paso a un abucheo de lamento y protesta generalizado, pero en menos de un minuto
2. volvió la luz, aunque curiosamente más fuerte que antes. Algunas bombitas estallaron al
no resistir la electricidad multiplicada que recibían y el rostro de muchos comensales y
empleados cambió por completo. Las bombitas seguían estallando y las miradas
comenzaron a reflejar cierto temor. Los niños se asustaron y de las travesuras pasaron al
llanto desconsolado. Las aerosillas se habían detenido y decenas de parejas quedaron
colgadas del único cable que las sostenía por encima del precipicio.
La tercera señal se sintió primero en la piscina de uno de los restaurantes. El agua
comenzó a moverse y a ondular como si tuviera una máquina de fabricar olas. Cada vez
más grandes. Dos mozas se quedaron mirando en la orilla de la piscina sin entender nada,
con la bandeja en la mano. No había nadie en el agua. Tres familias que cenaban en la
terraza se pararon y boquiabiertos miraron cómo el agua se fue de golpe. Una grieta en el
fondo de la piscina tragaba el líquido como el resumidero de una pileta. Se formó un
remolino y ahí fue cuando todos comenzaron a sentir que el piso se sacudía.
“El cerro se mueve”, gritó una mujer mayor visiblemente asustada tirando su silla hacia
atrás. “¿Un terremoto?”, preguntó un hombre sin estar nada convencido. “Aquí no hay
terremotos”, exclamó un mozo intentando llevar calma a los turistas, aunque su rostro
albergaba más dudas que otra cosa. Alguien atinó a mirar hacia Piriápolis y forzando la
vista advirtió que a lo lejos nada se movía. “No puede ser -gritó con una expresión del más
puro terror en sus ojos- solo el cerro se sacude”.
Los más jóvenes y adolescentes parecían no darse cuenta de lo que pasaba y sacaban
fotos o tomaban videos que luego subieron a las redes sociales. En Facebook y Twitter
aparecieron imágenes con un texto que decía cosas como: “El cerro San Antonio se
mueve, está temblando ahora”, o más terrible y directo: “Terremoto ahora en el cerro San
Antonio”. Los me gusta y los retuit se multiplicaban por cientos y la noticia se volvió un
virus digital.
Arriba, en el cerro, ya nada permanecía en su lugar. Mesas, vasos, platos, copas y botellas
saltaban de su lugar, chocaban contra las paredes y se hacían añicos en el piso. Las luces
seguían encendidas y cada vez más incandescentes, mientras que cientos de turistas
comenzaron a correr en todas direcciones. Algunos se subieron a sus autos o motos e
intentaron abandonar el cerro por el camino circular, pero a poco de andar las sacudidas
los hacía chocar contra las rocas o caer barranca abajo como juguetes que rodaban por la
ladera.
El griterío era infernal y las casas construidas en el cerro comenzaban a resquebrajarse. En
su casa de la ladera Este los Masciardi-Peláez no salían de su asombro y susto. Pensaron
que sería algo pasajero y que la estructura asentada en las rocas resistiría. Pero un fuerte
sacudón, como si bajaran de golpe varios escalones de una escalera, los hizo horrorizar.
Los padres tomaron en andas a sus hijos, uno cada uno, y como pudieron caminaron hasta
la puerta principal, agarrándose con fuerza de los marcos de las puertas y ventanas. Fue
3. en una de esas ventanas cuando Juan Carlos, el abuelo de los niños, vio algo que lo dejó
paralizado. Se le heló la sangre y aunque su esposa y su hijo le gritaban para que volviera y
alcanzara la puerta, él permaneció inmóvil, petrificado. No podía articular palabra. Con
mucho esfuerzo apenas pudo levantar el brazo derecho mientras que con el izquierdo se
apoyaba en el vidrio de la ventana ya inclinada sobre el precipicio. Con su dedo índice
tembloroso señaló hacia fuera y giró sus ojos para intentar mirar a su familia. Lo que veía
era demasiado extraño como para explicarlo: las luces de la calle que sube al cerro se
habían desprendido del suelo, las columnas se torcieron hasta quedar horizontales y
comenzaron a girar en el sentido contrario a las agujas del reloj. Una tras otra las luces de
la calle pasaban frente a la ventana de aquel veterano que jamás había visto algo igual de
aterrador. Las luces se volvían cada vez más brillantes y poco a poco cobraban velocidad.
Primero se movieron despacio y luego más rápido y más rápido hasta que se convirtieron
en una sola luz que giraba en gigantescos círculos alrededor del cerro. Fue cuando todo
pareció quedar en suspenso. Ya no había temblores y la tierra dejó de sacudirse.
Atraídas por aquel espectáculo tan aterrador como inexplicable, miles de personas se
agolparon en la rambla y la playa de Piriápolis para mirar hacia el cerro San Antonio. Se
tomaban la cabeza, se tapaban la boca para ahogar un grito de espanto. Muchos con el
celular en la mano tomaban fotos y videos, queriendo registrar y compartir lo que de otra
forma nadie creería. Pero ningún teléfono funcionaba para entonces. Del otro lado, en la
rambla de Punta Fría, San Francisco y Punta Colorada la gente salió de sus casas para ver
aquello que se sintió como un gran apagón primero, y luego como un terrorífico
terremoto aunque a distancia, porque solo el San Antonio se había sacudido como un
avión cuando en pleno vuelo cae en un pozo de aire tras otro.
Cuando se dieron cuenta de que las luces de la calle del cerro no temblaban, sino que
giraban alrededor de aquella enorme masa rocosa, muchos corrieron sin saber bien para
dónde. Otros se quedaron quietos, con la boca y los ojos bien abiertos, sin dar crédito a lo
que veían. Más de uno quiso correr pero sus piernas no se movían. Parecían haber
perdido la capacidad de dominar su cuerpo, hipnotizados por aquellas luces que giraban
cada vez más rápido. El temblor había dejado paso a un extraño zumbido que poco a poco
iba aumentando hasta volverse insoportable. Los espectadores de aquel fantástico e
increíble acontecimiento, más propio de otro mundo, no resistieron el ruido y debieron
cubrir sus oídos al tiempo que cerraron sus ojos y agacharon la cabeza como queriendo
aislarse del infernal zumbido. Fue allí, justo allí, cuando se apagaron todas y cada una de
las luces de Piriápolis y los balnearios que la rodean. Lo que vendría después sería aún más
aterrador y reduciría a una simple anécdota lo que habían visto y sufrido hasta ese
momento.
Pero antes del final habría espacio para una sorpresa más, si así se puede llamar a algo tan
increíble como espeluznante. Así como se sacudió el San Antonio, los demás cerros de la
zona también comenzaron a temblar. Ahora sí parecía un gran terremoto, pero pocos de
4. los testigos habían vivido uno como para saber de qué se trata y comparar esto con
aquello. Primero fue el cerro de la Virgen de la Rosa Mística, a un costado del San Antonio.
Luego el cerro Del Toro y segundos después el cerro de las Espinas. Por último se sacudió
el gran cerro Pan de Azúcar, conocido por todos por la enrome cruz construida en la cima,
en la década de 1930, y visitada por cientos de escaladores año tras año. Los animales de
la reserva de este cerro hacía rato que estaban alterados y asustados, saltando y
corriendo de un lado para otro en sus recintos cercados. Ciervos, venados, pecaríes, aves
de todo tipo, carpinchos y hasta los pumas corrían sin rumbo dentro de su encierro. Las
aves de rapiña ya habían huido en estampida.
Estos cuatro cerros parecían seguir los pasos del San Antonio y tras brutales temblores
comenzaron a dibujar enormes grietas en sus costados. Pedazos enormes de roca y tierra
se desprendían y caían por las laderas arrastrando todo a su paso, incluidas decenas de
casas y cabañas levantadas en aquellos paradisíacos valles. El ruido fue tan ensordecedor
como aterrador, era como si todo el mundo conocido comenzara a romperse en mil
pedazos.
El único cerro que tenía luces era el San Antonio y estas giraban tan rápido que parecían
dos anillos luminosos gigantes. De pronto las luces se expandieron como si hubieran
estallado y alcanzaron varios kilómetros a la redonda iluminando a los otros cerros. El final
estaba cerca.
El último acto de esta noche de terror fue lo más increíble que alguien haya visto jamás.
Todo se había quedado quieto y el silencio solo era interrumpido por el zumbido
insoportable que irradiaban los anillos luminosos del cerro San Antonio, hasta hace pocos
minutos simples focos de luz de calle. De pronto se sintió el estruendo más espantoso que
se pueda imaginar y el cerro comenzó a resquebrajarse por completo… y a elevarse.
Aquella masa enorme de roca, tierra y árboles caía al vacío en pedazos. La gente abajo
veía las casas desmoronarse como si fueran frágiles construcciones de arena. La virgen de
los pescadores salió lanzada y cayó entera sobre los puestos de la rambla. Lo que quedaba
del cerro se había elevado ya más de 100 metros y sus pedazos seguían cayendo al
enorme hoyo que dejó abajo. Las luces continuaban girando en forma de anillos pero ya
no estaban inclinadas como se las veía todas las noches subiendo el cerro. Ahora estaban
paralelas a la tierra y girando a una velocidad indescriptible. La mayoría de los testigos en
la rambla, la ciudad y los balnearios vecinos huían horrorizados. Los pocos que se
quedaron, paralizados por el miedo, vieron cómo los otros cuatro cerros también
terminaban de resquebrajarse y, como el San Antonio, se elevaban.
Cinco enormes naves, ahora todas con luces que giraban en círculos a una velocidad
inigualable, yacían suspendidas en el cielo de Piriápolis, acercándose unas a otras. La que
había emergido del San Antonio era notoriamente la más grande y las otras cuatro
comenzaron a girar alrededor cada vez más rápido hasta prácticamente desaparecer de la
vista humana. Para entonces ya habían llegado al lugar aviones y helicópteros de la Fuerza
5. Aérea, pero a poco de acercarse perdían toda su potencia y caían al agua. Las cinco naves
ahora formaban, o parecían formar, una sola, según pudimos contar después los testigos
que quedamos, entre balbuceos y relatos incongruentes. Contrariamente a lo que muchos
hubieran imaginado en base a los cuentos y las historias falsas, esta nave, o lo que quiera
que haya sido, se alejó muy despacio mar adentro hasta perderse en el horizonte.
“Ellos tenían razón”, repetía días después una anciana ciega de incalculable edad sentada
en la playa de cara al horizonte. Con sus ojos blancos rasgados solía tirar las cartas en la
rambla de Piriápolis, pero ahora solo decía, una y otra vez a quien quisiera escuchar: “Ellos
tenían razón, tenían razón… los cerros no existen, los cerros no existen”.