Este documento narra una conversación entre una niña llamada Anina, su madre y su padre. El padre está molesto porque la directora de la escuela citó a uno de los padres para hablar sobre un incidente con Anina durante el recreo. La madre intenta calmar la situación ofreciéndole tortas fritas recién hechas al padre, mientras Anina tiene miedo de contarle la verdad sobre lo sucedido por temor a decepcionarlo.
1. Por Sergio López Suárez
-¡ANINA! ¿QUÉ ES ESTO DE QUE MAÑANA NO ENTRÁS A LA ESCUELA SI NO TE ACOMPAÑA
UNO DE NOSOTROS?
La voz de mi padre suena alterada, parecida a la voz con la que protesta cuando mira la cuenta
del agua o de la electricidad que gastamos en casa.
Yo estoy en la cocina con mamá, esperando que ella saque una torta frita de la grasa hirviente.
Mamá es genial haciendo tortas fritas, y ahora, justo en el momento sagrado de escurrirla,
papá repite la pregunta gritando un poco más.
Mamá desvía apenas su mirada buscando mis ojos. No precisa decir nada, porque ella sabe
interrogar con una miradita de reojo. Me mantengo concentrada, no dejo de mirar la última
gotita de grasa que amenaza con abandonar a la dorada torta frita. "Pobre gota", pienso,
"nadie se pregunta si ella de verdad quiere volver a la sartén".
—Anina —dice mamá sin que la torta frita tiemble en su mano—, tu padre te está hablando.
Yo necesito ganar un poco de tiempo. No encuentro la manera de explicarles que todo se trató
de un malentendido menor, que sucedió hace pocas horas durante el recreo; una tontería, una
pequeñez, apenas un revolcón y unas trompaditas sin importancia intercambiadas con dos
hipopótamas siamesas...
—¡ANINA! ¿NO ME OÍSTE? —pregunta ahora mi padre, enviándome en el tono de su voz
algunas señales de estar alterándose de a poco.
Mamá hace planear la humeante torta frita y la deja aterrizar en la bandeja. La coloca bien
arriba de la torre dorada formada por las tortas que esperan a su hermana frita. Mientras
mamá cubre con azúcar las grandes mejillas de las tortas, yo intento tomar una.
—Te-vas-a-quemar, Anina —me advierte con cariño, mientras impide que mi mano llegue a la
bandeja—. Mejor le contestas a tu padre antes de que se enoje de verdad.
2. En el fondo sé que mamá, al igual que papá, también quiere saber por qué la directora cita a
uno de los dos. Pero mamá sabe esperar, porque de tanto cultivar su paciencia escurriendo
tortas fritas, terminó aprendiendo que siempre se puede esperar un poco más; aprendió que
es bueno brindarles a las gotas algo más de tiempo para que junten fuerzas y se atrevan a
saltar. No nos olvidemos que cuando una gota se hamaca antes de dejarse caer, tal vez esté
dudando si valdrá la pena lanzarse al abismo de la realidad hirviente que la espera en la sartén.
Mi papá es ahora la sartén hirviendo y yo soy la gota que debe saltar hacia él y responderle;
pero no es tan fácil como parece. Yo lo quiero tanto, tanto, que temo herirlo muchísimo si le
cuento la verdad.
Tengo miedo de que él —al enterarse de eso que hice en el recreo— se avergüence de mí y
deje de quererme. Sé —porque él me lo repite siempre—, que nunca dejará de amarme; pero
saberlo no me da ninguna seguridad, ni le da seguridad a mis sentimientos.
Los sentimientos míos no se dejan domar por la razón, lo sé por experiencia propia. Sin ir más
lejos, desde ayer le ordeno a mi corazón que perdone a las odiosas siamesas del Quinto B. Sin
embargo, no solo estoy fracasando en ese intento, sino que al final mi rechazo ha crecido un
poco más.
Oigo el arrastrar de las patas de la silla de papá; conozco de memoria su sonido. A veces papá
se pasa horas dibujando, y durante todo ese tiempo en el que está concentrado en sus
ilustraciones, su silla suena apenitas, como si fuera el cuchicheo de una voz que buscara
hacerle compañía. De pronto, decidido a levantarse, papá empuja la silla corriéndola con la
parte posterior de sus piernas. Entonces, debido a que las patas de la silla no se deslizan
fácilmente, hacen un ruido como de cascos de caballo recorriendo su escritorio.
Ahora, exactamente ahora, oigo ese sonido. Mamá sabe que papá se ha levantado y que viene
bastante alterado hacia nosotras. Entonces gira con elegancia y toma en sus manos la bandeja
con las tortas fritas. Vuelve a girar en sentido contrario y avanza hacia el lugar por el que
seguramente aparecerá mi padre.
Se encuentran en la puerta de la cocina. Papá trae un papelito en la mano; parece una
banderita blanca, pero para mí, desde donde estoy atrincherada, parece una declaración de
guerra.
Mamá queda entre él y yo con la bandeja a la altura de sus pechos. La bandeja llena de tortas
fritas parece un escudo de oro protector interpuesto por mamá para defenderme.
Papá sacude el papelito y trata de mirarme por encima de mamá. Yo permanezco inmóvil junto
a la cocina, muy cerca de la sartén con su mar de grasa caliente; todavía humea un poco.
Imagino que ahí dentro debe estar nadando con desesperación la última gota que vi saltar
hace un momento.
Entonces comienza a gestarse un milagro de entrecasa: mamá le sonríe a papá, le balancea la
bandeja muy cerca de su nariz y le pregunta con dulzura mirando el papelito:
3. —¿No querés comerte unas tortas fritas antes de que hablemos de eso?
Cierro los ojos y me concentro: "Capicúa una, capicúa dos y capicúa tres: que se coma una
torta de una vez". Lo pido tres veces, tal como lo exige el protocolo de un buen conjuro.
Cuando abro los ojos papá ya se está comiendo una torta frita...
Pero como los milagros a veces no son completos, papá me muestra el papelito que tiene el
sello de la escuela y me habla con la boca llena:
—Anina... mira que ni bien termine con las tortas fritas... hablamos muy en serio sobre esto.