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Y, sin embargo, contento
Javier Arcas González
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Ita et lingua modicum quidem membrum est et magna exul-
tat.
Ecce quantus ignis quam magnam silvam incendit.
Iacobus 3, 5
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Índice
Capítulo 1 9
Capítulo 2 29
Capítulo 3 45
Capítulo 4 64
Capítulo 5 83
Capítulo 6 101
Capítulo 7 116
Capítulo 8 131
Capítulo 9 147
Capítulo 10 166
Capítulo 11 186
Capítulo 12 199
Capítulo 13 218
Capítulo 14 235
Capítulo 15 261
Capítulo 16 282
Capítulo 17 321
Capítulo 18 321
Capítulo 19 336
Capítulo 20 354
Capítulo 21 374
Capítulo 22 398
8
Capítulo 23 417
Capítulo 24 440
Capítulo 25 458
9
CAPÍTULO 1
I
“Lo peor de todo son esos ojos. Unos ojos de gato como los
faros de un coche de luciérnaga. Unos faros acuchillados en la
diana central por una lanza de jíbaro. Unos ojos fijos, apun-
tando, insistentes. –¡Joder con esos ojos! El lugar es de pelícu-
la de gángsters, de la mafia más mafiosa, junto al mar. Sólo dos
focos parten la oscuridad en dos reflejos paralelos, rielantes,
difusos sobre la negra superficie del siempre inquieto mar os-
curo: por un lado, la luna, allá arriba, jugando al escondite en-
tre nubes rápidas; por otro, la solitaria luz de la esquina de un
edificio del puerto, colgada al aire, agarrada sólo por un su-
puesto casquillo y un paraluz con forma de boina. Montones de
cajas y palés negros, apoyados contra el opaco edificio. Y, en
un recoveco, en lo hondo de una gruta de maderas perforadas,
esos ojos.
Eso es lo malo de las esperas. Que uno ya está de por sí in-
quieto en un paraje de película de terror. Que uno anda un po-
co mosca con cualquier movimiento, ruido o cambio de luz que
juega con las sombras fantasmales. Que uno está en alerta má-
xima, porque el mero hecho de estar en un sitio así, a las dos de
la mañana, supone haber cometido tantos crímenes en el códi-
go civil particular de su familia que ya da pánico todo. Y en-
tonces, en la tensa espera, uno va y descubre esos ojos. Al prin-
cipio, se nota cómo viene el escalofrío de detrás para adelante,
muy rápido, pero lo suficientemente lento como para apreciarlo
en todo su recorrido. Luego, el cosquilleo, frío, que sube por la
espalda hasta la nuca. Después, el ejercicio de contención para
no salir palpitando del lugar. Y toda una demostración de
aguante, hasta que se serena el bombeo cardíaco, el palpitar
del corazón, sentido con fuerza en las sienes. Y uno se obliga a
mirar a eso que lo ha puesto al borde del pánico. Y se tranqui-
liza cuando comprende que son los ojos de un gato. Y es que no
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paran de mirar. Y, aunque uno sabe lo que es, la presión de to-
das las circunstancias no termina de calmarle a uno. Y está mo-
lesto con esos ojos romboides, y, a la vez, embriagado por la
fascinación de un poder que uno no posee.
–¡Joder con esos ojos!
Pero hay un instante de despiste, un microsegundo que uno
no mira a esos ojos, y, de repente, descubre que se han ido.
Que, en un instante, han dejado de ser círculos perfectos para
convertirse en elipses. Y que se han apagado. Sin más.
Y entonces es cuando uno sabe que ha llegado la hora.”
Lucas terminó de leer su texto pero permaneció con los ojos
pegados al papel. Luego, su mirada fue tomando altura, lenta-
mente, hasta enfocar al resto de la clase. Silencio. Muchos le
miraban directamente. Otros no, ensimismados en su nada, abu-
rridos de ese ejercicio.
–Bueno, ¿qué os ha parecido? ¡Quiero comentarios ya! –
bramó Jaime Calero, el profesor, desde su posición elevada por
la tarima crujiente. Exigió la atención de los disidentes. Sin em-
bargo, como siempre, la primera respuesta del auditorio fue el
silencio. Lo volvió a intentar con una de sus muletillas más re-
currentes:
–¡Veeeeenga, vaaaaamos, hombre!
–Lo de “rielantes” un poco repipí, ¿no? –comentó con gesto
adusto Laura Gil, una preciosidad morena con melena de anun-
cio, que también se recreaba en ir por la vida de crítica culta la-
tiniparla, pero en plena etapa de pavo total.
–¡Tremenda tirada de la moto…! –acertó a gruñir el alumno
del fondo, tras un denodado esfuerzo por combinar las cuatro
palabras de su estrecho léxico.
–Creo que la descripción del momento de pánico es buena;
11
a mí me ha empezado a dar el canguelillo, jiji. Menuda chorra-
da..., por unos ojos de gato, jiji… –se atrevió a afirmar, sonro-
jado, el tímido Félix Lavares, que tenía fama de pijo y de cague-
ta.
Se trataba de los primeros y tímidos comentarios para que
la gente se soltase. En seguida, el profesor Calero orientaría la
discusión por aspectos más interesantes. Al menos, eso era lo
que esperaba el autor del texto.
–¿”Joder con esos ojos”? Tú te obsesionas, macho. ¿Y la
parida esa de “faros de coche de luciérnaga”? ¡Menuda paliza! –
seguía insistiendo el desparramado del fondo, más interesado en
montar follón que en establecer una conversación seria. Seguro
que estaba allí por castigo...
–Pues a mí me estaba empezando a interesar. Me gustaría
saber cómo sigue… –acertó a comentar una alumna de primero
de bachillerato, llamada Silvia Cameselle, que compartía curso
con Lucas, aunque era de otro grupo.
–Yo creo que es una mezcla de película de suspense y co-
media de adolescentes, jejeje –apuntó Félix, animado al ver que
nadie le había partido la cara por haber hablado en la primera
ocasión.
–A mí me mola toda la movida que has utilizado de parale-
lismos, tío, te lo has currao como un poeta… ¡No sé qué pintas
aquí, pringao! –terminó de apuntillar, con voz de falsete, el
anormal de siempre.
Y así hasta el infinito. Jaime Calero observaba con interés
al alumno que permanecía encima de la tarima, mirando imper-
térrito a sus críticos. Él sólo esperaba una opinión, la del profe-
sor, pues el resto de los participantes eran pura basura. Desqui-
ciados aburridos, que estaban por obligación en el Taller, y no
por devoción como él. A todos los paquetes del colegio los cas-
tigaban con la asistencia obligatoria a estudios y clases de re-
12
fuerzo en los recreos, como este Taller de Escritura Creativa.
–¿Qué te parecen las opiniones de tus compañeros, Lucas?
–le interrogó, malicioso, Jaime Calero.
–Lógicas –comentó el aprendiz de narrador, sin mover un
músculo de la cara.
–¿Lógicas? ¿A qué viene eso?
–Los dos sabemos por qué están aquí –contestó Lucas al
profesor, mirándolo de reojo, y de manera sibilina.
–¿Y eso invalida sus opiniones?
–¿Usted qué cree? –le contestó, categórico, Lucas.
–Creo que lo primero que tienes que aprender es a aceptar
las críticas.
–Sí, profe, pero de gente cualificada… –respondió Lucas,
levantando ligeramente las cejas.
–Todas las personas están siempre cualificadas para opinar
sobre algo que les propongas –contraatacó Jaime Calero.
–No es mi público.
–Pues entonces, yo tampoco lo soy –concluyó el profesor
de forma brusca, dando un manotazo mientras cerraba su libre-
ta–. Podéis recoger.
En ese mismo instante sonó el timbre de fin de recreo largo,
o también conocido como del comedor. Todos los participantes
en el taller sonrieron de manera maligna por el inesperado fin
de la sesión. Lucas notó cómo le hervía la sangre.
Vuelta a las aulas.
Humillado, Lucas se fue encendiendo camino de su clase.
¡Anda y que le den morcilla al muy idiota! –empezó a mascullar
para sus adentros. Para un alumno que tiene interesado, encima
13
lo acosa. Todas las personas, aunque sean la mierda más mier-
denta del mundo pueden opinar sobre lo que tú les propongas.
¡Venga ya! Va a seguir con el taller tu padre. Así entre los dos
os lo pasaréis tope guay aguantando a ese reducto de cloaca.
Con estos pensamientos, Lucas se fue haciendo mala sangre por
el pasillo.
Barullo de fin de recreo largo en colegio de pago. Hordas
de alumnos, con toda la excitación de un fin abrupto de diver-
sión, subiendo por las escaleras entre empujones, chillidos, más
empujones, palmadas, carreras y grupitos femeninos de fin de
conversación. Lucas Sendón se incorporó a la riada del desaba-
rajuste, que sólo empezaba a ordenarse al término de su bulli-
cioso recorrido, cuando alcanzaban sus respectivas clases. Mi-
raba a la masa con desprecio. Se sintió fuera de juego entre la
chusma que hedía a sudor y vociferaba. Como la plebe romana
rugía por las hediondas callejas de la Urbs, –se dijo a sí mismo.
Él ya no era así. Al menos, eso deseaba.
Él ya había madurado.
Estaba en primero de bachillerato. Ya no tenía entre sus
prioridades hacer el borrego. Ya no encontraba gozo en mez-
clarse con la riada impersonalizada. Él quería trascender su ado-
lescencia por superación, con ideales nobles, con deseos de ser
alguien. Destacar del montón. Demostrar que era… un intelec-
tual, por ejemplo. Por eso, el despecho del profesor Calero se
venía a sumar al hondo pesar que sentía por compartir su exis-
tencia con la recua de sus compañeros de estudios. Una nube de
negras formas amenazaba rayos y truenos sobre su cabeza. ¡Ay
del primero que osase invocar su ira! Como un Zeus encendido
en viscosa cólera, descargaría la más odiosa de sus artes: el re-
lámpago de la ironía más hiriente. La humillación con la que se
sufre días enteros... ¡Hasta que se percibe todo el alcance de la
mala leche escondida entre inocentes palabras!
14
Entró en la clase e ignoró a todos. Sacó sus apuntes de
Geografía y empezó a pintarrajear, abstraído, el mapa mudo.
II
Gerardo Conde, más que correr, volaba hacia la clase de
primero de bachillerato. Acababa de terminar su vigilancia en el
sorprendente soleado patio de octubre, y subía las escaleras de
tres en tres. De paso, había entrado como una centella en su mi-
núsculo despacho para coger el material de la clase y, cerrando
el pestillo de la puerta desde dentro, salió a la misma velocidad.
No era nuevo en el oficio y sabía lo mucho que se jugaba lle-
gando puntual al aula. Era prioritario hacer acto de presencia.
La fama de Gerardo Conde entre el alumnado era bastante bue-
na, pues se le consideraba un hombre justo. Trabajaba con pa-
sión. Era metódico. Dominaba la clase. Tenía voz de actor de
cine y atrapaba a su público como un encantador de serpientes.
Sus exámenes eran motivo de orgullo para los alumnos, pues no
regalaba ni la hora, aunque era raro que alguien le suspendiera.
Era coruñés y ejercía de tal: elegante –siempre trajeado–, con
sorna fina e irónica, tenía la clase y el tono humano de un polí-
tico seductor: todas las alumnas del colegio suspiraban por él a
escondidas (o no tanto). Entró en la clase de primero con la
misma velocidad que traía y saludó con un ¡buenas tardes! bas-
tante rutinario.
Ni se imaginó el zapatiesto con el que se iba a topar.
–Saquen sus libros y abran por la página 32 –ordenó al pu-
pilaje nada más dejar sus papeles encima de la mesa–. Como
saben, hoy vamos a trabajar con un documento estadístico de
población. Vamos a leer los datos. Vamos a ver las variables y
los aspectos técnicos en los que tenemos que fijarnos. Vamos a
interpretarlos y a hacer una hermosa exposición sobre su conte-
nido.
El alumnado protestó ligeramente. ¡Tampoco había que ir
15
tan rápido, hombre, que no se trataba de acabar el temario en
diciembre! –pensó más de uno–. Aun así, fueron metiéndose en
el trabajo. Gerardo Conde les enseñaba a ver el gráfico, a en-
tender qué mostraba, a saber dónde buscar lo relevante para
luego comentarlo. Casi todos los alumnos le seguían, aunque
sudando, y no pocos con la lengua fuera.
–Bien. Ya sabéis lo que hay que hacer y cómo –se concedió
el tuteo Gerardo, tras el esfuerzo expositivo–. Ahora os toca
trabajar a vosotros, en absoluto silencio. Lo corrijo con nota en
diez minutos.
Tras los breves suspiros de siempre, los futuros analistas de
índices de población se enfrascaron en el análisis. Ruidos secos
de hojas que van y vienen, buscando información y teoría, y
ruidos sordos de piruetas de bolígrafos sobre manos tensas de
estudiantes con los cerebros echando humo. Gerardo Conde se
sentó en la silla del profesor y repasó su propio ejercicio. Le-
vantó la vista y observó, justo por el hueco que dejaban el límite
de sus gafas y sus propias cejas. A pesar del desenfoque de la
miopía, tenía nitidez suficiente para verificar que todo el grupo
estaba entregado a la tarea. ¿Todo? Evidentemente, no. Siem-
pre, al igual que la vieja conocida aldea gala de sus tebeos de
infancia, había quien se resistía una y otra vez ante el invasor.
Las Tres Gracias (nombre con el que se designaba a los tres re-
petidores de curso) ignoraban un trabajo que ya conocían del
año anterior y cuchicheaban entre ellos, de manera tan imper-
ceptible que asustaba su dominio en ese arte; Estefanía y Julio
disimulaban de mala manera su recién estrenado amor de inicio
de curso, más pendientes de guiñarse sonrisitas que de trabajar;
y Berto, otro clásico, que a esas alturas de la vida ya estaba per-
dido, mirando sorprendido cómo los demás trabajaban, sin
comprender qué resortes les impulsaban a hacer una tarea como
aquella. O sea, lo de siempre –concluyó Gerardo Conde–.
Al volver la mirada al libro, vio el tenue reflejo de algo que
16
no cuadraba en su organizada perspectiva de la clase. Levantó
la cabeza entera y se fijó en Lucas Sendón. Era evidente que al-
go fallaba. Estaba ido, pintarrajeando un mapa de ayer y de
siempre, y no estaba trabajando. Se levantó y se dirigió con pa-
sos mudos hacia la segunda mesa de la segunda fila. Lucas lo
vio venir y un chispazo de furia iluminó por un instante sus ojos
lejanos. Sin embargo, no se movió. Gerardo le hizo un gesto in-
terrogatorio con la cabeza, mirándolo de nuevo por la ranura
miope de su ángulo visual. Lucas hizo un gesto feo con los la-
bios. Un gesto que parecía de desprecio –pasa de mí, tío, que no
tengo ganas de seguirte el rollo– pero que parecía significar otra
cosa. Conde se dirigió en voz baja al chico, como no queriendo
alertar a nadie. Cosa que, evidentemente, no consiguió.
–¿Qué pasa, Lucas? –le preguntó casi sin mover los labios.
–No me encuentro bien – le respondió con mala cara.
–¿Estás mal?
–Sí.
–¿Te puedo ayudar en algo?
–¿Qué tal dejándome en paz? –dijo ahora Lucas con un ros-
tro nuevo, como de furia.
–No me parece una respuesta muy adecuada, ¿no te parece?
–preguntó sorprendido Gerardo, alzando lo suficiente la voz
como para que toda la clase se enterase (de hecho, afloraron va-
rias cabezas entre un mar de hombros).
–Es que hoy no me parece estar para dar contestaciones
adecuadas –contestó con suficiencia Lucas, haciendo un mala-
barismo mental que no le hizo gracia a Conde.
–¿Cómo? ¿No sólo no hace su trabajo sino que encima se
molesta porque me intereso por usted? –replicó Gerardo Conde,
alzando ya demasiado la voz.
17
Lucas advirtió el cambio del tuteo al tratamiento de corte-
sía: mal asunto, pero sonrió. Lo estaba esperando para descargar
su veneno. Es que Lucas, en aquel martes 18 de octubre, a las
15:10 h., ya le daba todo igual. Había dado la guerra por perdi-
da. Estaba dispuesto a autodestruirse. Por lo tanto, la última ba-
talla iba a ser serena, sin agobios, sin molestarse ni a parecer
nervioso.
–¿Y a cuál de sus dos naturalezas pronominales le debo su
interés? ¿Al colega cómplice tuteador, Dr. Jekyll, o al ilustre y
frío tratador de cortesía, Mr. Hyde? –interrogó con una sonrisa
hiriente y babosa, sabiendo que había disparado su última bala,
mientras oía el revuelo de sonrisas mal contenidas del resto del
grupo. La broma con respecto a Conde era vieja, pero las cir-
cunstancias eran óptimas. A Gerardo le entró la erupción.
–¿Tú chaval estás idiota o qué? ¡Fuera de clase! ¡Es intole-
rable esta falta de respeto! ¡Váyase directamente al despacho
del Subdirector! –impetró Gerardo Conde, rojo como la grana.
Lucas se levantó. Cogió su mochila y se fue de la clase con
aire de cansado. A sus espaldas, sonó un “¡pero qué pringao!”
del subnormal del Berto, por lo que no tardó en seguir a Lucas
al pasillo. Se fue entre risas e intentos de Conde por mantener el
orden. Lucas lo esperaba en el pasillo con la caldera a cien. Ber-
to, al cerrar la puerta, ni lo vio. La primera bofetada no la sintió
hasta que una onda expansiva de picor recorrió toda su mejilla
en círculos concéntricos. Su cerebro captó entonces lo ocurrido,
cuando aún resonaba el eco del golpe. Percibió el olor del
enemigo en su lateral y se volvió rugiendo, dispuesto a matar.
Pelearon como dos gallos de corral, porque cuando dos
quinceañeros se pegan con rabia se dan a muerte. Centran toda
su energía en hacer daño. Elevan hasta lo impensable su umbral
del dolor para aguantar y seguir sacudiendo. Casi todos sus mo-
vimientos son espasmódicos, irracionales, autómatas. Por eso se
18
yerran tantos golpes, cada uno de ellos fatal para el contrario si
lo alcanzara, y no se matan porque Dios no quiere. El cerebro se
atasca y sólo transmite una orden: tumbar al contrario, derrum-
barlo, quitárselo de encima. Derrotarlo. Luego…, luego ya se
verá. Si no cae uno pronto, terminan los dos reventados por los
suelos, o bamboleándose en precario equilibrio sobre sus dos
patas traseras, respirando entre estertores de sangre y sofoco,
desorden de ropa rota y pelo enmarañado. En esa posición se
encontraban Lucas y Berto, tras los vanos intentos de Conde por
separarlos.
Al ruido de la pelea, y el barullo de los compañeros de cla-
se, fueron acudiendo profesores y más alumnos de otras aulas
del mismo pasillo. Lucas y Berto se tentaron con mirada torva,
en silencio, una última vez, y finalmente decidieron dejarlo en
tablas. Sus cerebros volvían ya a emitir señales a sus respectivas
inteligencias. Se hizo el silencio total en el pasillo, con todas las
miradas yendo y viniendo de uno a otro combatiente. Se oyeron
unos pasos al final del pasillo, unos tacones agudos aunque ba-
jos.
Unos tacones de respeto.
La gente se hizo a ambos lados del pasillo y todas las cabe-
zas se giraron hacia la menuda figura de la directora del colegio.
–¡Virgen Santa! –fue lo único que llegó a decir, con cara de
espanto, al contemplar el final del primer acto de la grotesca
tragedia.
III
A los dos alumnos les cayó una semana de expulsión tem-
poral y un mes de trabajos en beneficio de la comunidad esco-
lar. Mal rollo lo de “beneficio de la comunidad escolar”; a ver
en qué lo concretaban luego –pensó Lucas–. La decisión la to-
mó la Dirección del Colegio El Olivo junto con el Consejo Es-
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colar del centro, en una minúscula y contundente reunión en la
que todas las partes estuvieron de rápido y mutuo acuerdo. Has-
ta el punto de que apenas llegó el representante de Personal No
Docente, le pasaron la hoja para que firmase y punto final.
También acordaron informar a las familias “para que promovie-
sen un diálogo con sus hijos sobre la inutilidad de la violencia”
y advertirles, de paso, que la gravedad de los sucesos no era tan
grave, salvo que volviera a repetirse, “en cuyo caso, se informa-
ría a la Autoridad Competente, y se abriría un Expediente San-
cionador”.
Eso, de manera oficial.
Pero, de manera extraoficial, la cosa era mucho más seria.
El Olivo era un colegio con un prestigio más que notable en la
ciudad de Vigo. No sólo por sus más de cuarenta años de vida
pegado a las faldas del alto de Puxeiros, sino porque sus miles
de antiguos alumnos ocupaban muchos de los puestos más rele-
vantes de la localidad. Decir El Olivo en Vigo era hablar de la
industria naval y pesquera, de la industria del automóvil, de la
empresa privada y de los ejes técnicos que hacían mover el en-
granaje industrial y comercial de la ciudad. Era hablar del
Círculo Mercantil, de la Cámara de Comercio y del Puerto. Era
hablar, finalmente, de política y de cargos oficiales.
Y ese prestigio se lo había ganado a pulso. No se lo había
regalado nadie. Nacido, como casi todo en Vigo, por iniciativa
de un grupo particular de familias emprendedoras, había sido el
primer colegio de la ciudad que había implantado una nueva
metodología, basada en el trato personalizado de alumnos y pa-
dres. Y toda esa historia y ese prestigio estaban encarnados en
la figura de su actual directora, Laura Jáudenes, que llevaba más
de 30 años al pie del cañón.
–Tenemos un protocolo y lo aplicaremos –le dijo Laura
Jáudenes al Subdirector de Bachillerato en el amplio despacho
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de la comandante en jefe.
–Por supuesto, Laura. Esperemos que todo quede en una
anécdota más…
–¿Cómo hemos llegado a esto, José Luis? –interrogó con
ojos preocupados al Subdirector, buscando una explicación y
pasando al coloquio más personal con el que era su mano dere-
cha desde hacía más de una década.
–Como sabes, los tiempos cambian, y, por desgracia, hoy
no es un hecho tan extraordinario…
–¡No en nuestro colegio! –respondió con enfado Laura–.
Tenemos, y me aseguro personalmente de que se aplican, todos
los medios para evitar un enfrentamiento como el de hoy: ha-
blamos con las familias, hablamos con los alumnos, los aten-
demos uno a uno, les hacemos planes personales de mejora,
nuestros compañeros se desloman a hacer cursos de asesora-
miento y orientación, tienen tutores grupales, tienen tutor per-
sonal… –Laura paró a coger aire y seguir con su dura queja que
ganaba en volumen y dolor conforme avanzaba–. ¡Y sé que se
hace bien! ¡Por Dios, José Luis! ¿Cómo se pueden reventar la
cara dos niñatos después de todo lo que hacemos para que sean
personas decentes? ¿En qué estamos fallando?
José Luis Valeiras sonrió, tratando de tranquilizar la excesi-
va preocupación de Laura Jáudenes. Siempre ha habido peleas
en un colegio, tampoco es para tanto –se dijo Valeiras. ¿No se
estaría volviendo demasiado mayor?
–No les fallamos en nada. No somos nosotros los culpables
y tú lo sabes tan bien como yo. No carguemos con más parte de
culpa que la que nos corresponde.
–Está bien. Aplicaremos el protocolo y esperemos que no
trascienda mucho el incidente. ¿A qué hora vienen las familias
de esos chicos? Quiero encargarme personalmente.
21
–Ni se te ocurra –le cortó de manera brusca José Luis Valei-
ras–. El protocolo dice que soy yo quien habla con ellos…
–¡Dichoso protocolo! Sabes que para mí los problemas del
colegio son demasiado míos y…
–…para eso está el protocolo. Para que la directora no se
tome como algo personal lo que no lo es. Lo siento. Lo haré yo.
¡Y no admito réplicas! –concluyó José Luis con una sonrisa pa-
cificadora, mientras negaba con su larga mano.
–Habla con sus tutores personales, José Luis, por lo que
más quieras.
–Eso también lo contempla el protocolo. No te olvides de
que el noventa y cinco por cien del protocolo lo escribiste tú –
dio por zanjada la cuestión el Subdirector–. Anda, vamos, que
tenemos que seguir con lo de los horarios de los becarios. Olvi-
da esta historia.
IV
Elvira Gutiérrez estaba tomando un café con su secretaria
personal en la Sala de Juntas del despacho cuando le sonó el
móvil. Lo cogió molesta por esa intromisión en su breve des-
canso, antes de arremeter contra una dura tarde de trabajo. Des-
lizó su mano de revista de manicura en el bolso de piel y sacó
su teléfono. Vio el nombre del colegio El Olivo en la pantalla y
tuvo un ligero sobresalto. Descolgó con rapidez.
–¿Sí? –dijo al auricular, con voz clara y rápida.
–¿Elvira? Soy José Luis Valeiras, del colegio de Lucas…
–¡Hombre José Luis! ¿Qué tal estás? –sonrió Elvira a nadie
presente en la sala.
–Muy bien… Verás, te llamo porque no he encontrado a
Alberto y…
22
–¿Ha pasado algo? –preguntó Elvira preocupada por el tono
del Subdirector y por la ausencia telefónica de su marido.
Valeiras le explicó lo sucedido. Elvira estaba atónita.
–No me creo lo que me cuentas, José Luis, de verdad, es
que me estás dejando a cuadros. ¿Dónde está Lucas?
–Tranquila. Está conmigo. Lo ha visto el médico y no tiene
nada. Unos arañazos y los nudillos despellejados…
–¡Dios mío, por favor, José Luis…! ¡No sé qué decir!
–No digas nada. Son cosas de chavales. Mira… tenéis que
venir al colegio y hablamos con calma… Lucas te espera aquí.
Está ya tranquilo.
–Vale, vale. Un millón de gracias, José Luis. A ver si en-
cuentro a Alberto y vamos para allá –propuso Elvira mientras
caía en la cuenta de que su intensa tarde de trabajo saltaba por
la borda.
Elvira Gutiérrez se puso en marcha como una máquina ges-
tora limpia y eficaz. Localizó en un minuto a su marido Alberto,
lo desembarazó de otra tarde similar a la suya en el mismo des-
pacho de abogados, y condujo el cuatro por cuatro con suavidad
pero con firmeza por la Avenida de Madrid. Su marido tampoco
entendía cómo había hecho su hijo lo que decían que había he-
cho, y trataba de encontrar una lógica mientras repetía “no en-
tiendo nada”. En realidad, Alberto no hablaba más que para sí
mismo.
Cuando entraron en el despacho de Valeiras, las miradas de
padres e hijo se cruzaron. Su madre advirtió la preocupación de
Lucas en un milisegundo. Intuyó la consternación de su hijo,
más preocupado por lo que se avecinaba que por los golpes que
había recibido. Ella quiso tranquilizarlo con una mirada de pena
y calma. Su padre lo miró más inquisitivo que severo y con una
sonrisa a modo de mueca. Valeiras les volvió a relatar el suceso
23
y las medidas adoptadas.
–¿Una semana? Por Dios, Valeiras, ¿cómo que una sema-
na? –saltó Elvira como una tigresa–. No estoy de acuerdo, José
Luis, me parece ridículo. No. No puede ser… ¿Qué hago con mi
hijo una semana en casa? Me trasladas el problema a mí. Te la-
vas las manos, y me complicas la vida. ¿Te parece educativo
apartarlo una semana? ¿Cuándo te ha dado mi hijo un proble-
ma?
El dulce rostro de Elvira se había contraído en un gesto feo
de enfado, tras haber estado tensa durante el relato más porme-
norizado de las hazañas de su hijo. Lucas intervino y cortó de
raíz la inútil protesta.
–¡Déjalo, mamá! Tiene razón. Yo empecé y merezco el cas-
tigo. Luego lo hablamos –le dijo con voz segura Lucas a su ma-
dre.
V
–¡Expulsado una semana! –gritó, sañudo, el padre de Berto,
media hora más tarde, cuando le tocó el turno de comparecen-
cia–. ¡No estoy de acuerdo! ¡No señor! ¿Qué quiere usted que
haga yo con mi hijo una semana en casa? Mire usted, yo me en-
cargo de castigarlo como se debe, pero no me lo mande una se-
mana para casa porque eso es darle vacaciones, ¿me entiende
usted? O si no, me lo puede castigar aquí por las tardes, por
ejemplo hasta las ocho de la tarde, y darle un escarmiento…
Cualquier cosa menos enviármelo para casa de vacaciones,
¡manda carallo!
–Lo que usted quiere es que yo castigue a los profesores del
colegio hasta las ocho de la tarde para que vigilen a su hijo,
después de haber hecho lo que ha hecho. Eso es lo que quiere
usted. Usted es su padre. Usted lo matriculó en este colegio. Y
usted estuvo de acuerdo con la normativa de convivencia que le
24
dimos en su día. No tengo nada más que decir.
A José Luis no le había tocado una papeleta fácil aquel mar-
tes 18 de octubre. Nunca lo era cuando había que mandar a al-
guien para casa, ¡manda carallo! Era de carácter abierto y ama-
ble, pero no consentía que nadie se le subiese a las barbas. Y el
padre de Berto le había tocado las narices más de lo que sopor-
taba su paciente educación. La entrevista concluyó con miradas
hoscas pero inflexibles. Y a buen, pocas… ¡manda carallo!
VI
–Venga, dímelo. Soy tu madre. ¿Ha sido por una niña, ver-
dad Luc?
–¡Te he dicho ochenta veces que no, mamá! ¡Y no me lla-
mes Luc! ¡Sabes que lo odio!
–Pero, entonces ¿por qué ha sido? ¡Es que no lo entiendo!
–Te lo contaré un día, ¿cuántas veces quieres que te lo repi-
ta? Ahora déjame en paz. Me duele todo.
Alberto, desde el salón, llamó a su mujer con la voz agotada
por la insistencia:
–¡Deja en paz a Lucas y ven a cenar de una veeeeeeeez!
Elvira quiso besar a su Luc, pero el chaval evitó el amor de
madre. ¿Es que no se daba cuenta de que lo que necesitaba aho-
ra era sentirse mal? –se gritó a sí mismo Lucas mientras se gira-
ba indignado hacia el otro lado de la cama. Elvira salió de la
habitación y acompañó en silencio a Alberto. Cenaron apagados
y desconcertados. Pero, tras recoger la loza, camino de su habi-
tación, Alberto le pasó un brazo por el cuello a Elvira, mientras
le susurraba con tranquilidad:
–Vamos, déjalo ya. Todos tuvimos nuestras historias a los
16 años.
25
–Tú sólo has tenido las historias que yo te permití –le res-
pondió Elvira con una sonrisa, mitad pícara, mitad agradecida.
VII
–¿Así que es un pijochuloputas y que te cae mal? ¡Pues te
jodes, imbécil! ¡Expulsado una semana! ¡Yo es que no sé cómo
me contengo y no te parto la cara, so idiota! ¿Tú sabes lo que
me cuesta pagarte ese colegio, so anormal?
Visto desde fuera, el ambiente en casa de Berto pintaba una
situación próxima al delito, con detención del supuesto parrici-
da por vejaciones y maltrato infantil. Pero los cuatro que esta-
ban sentados a la mesa de la cena estaban muy tranquilos. Sa-
bían que todo era postureo, puro teatrillo, chaparrón de verano,
mucho ruido y nueces ninguna. De hecho, Blanca, la madre de
Berto, cerró la tragicomedia apremiando a su marido en voz ba-
ja:
–¡Deja de gritar y come antes de que se te enfríen los
champiñones!
Y Ángel Lavilla se calló. Y empezó a comer con furia la
tortilla de gambas y los champiñones. Berto sonrió con los ojos
entrecerrados a su madre, mientras su hermana Clara le daba
toques con su pie por debajo de la mesa, al mismo tiempo que –
muy servicial y amable ella– le llenaba de agua el vaso al padre.
Sin embargo, ya en la cama, Berto se sorprendió al oír una riso-
tada apagada en la habitación de sus padres. ¿Qué estaría tra-
mando ese? –se preguntó mosqueado Berto, antes de intentar
dormir con los moratones de la pelea.
26
CAPÍTULO 2
I
Una semana de expulsión eran unas vacaciones extra, una
vez superados los interrogatorios paternos de rigor, el aviso de
severas medidas de castigo, la exhortación a la madurez y a la
edad y la representación teatral de sincera compunción, con ju-
ramento incluido de “tranquilos, nunca más”. Si Berto no se
equivocó aquella noche con sus aciagos presagios por la sonrisa
de hiena de su padre, Lucas había hecho de tripas corazón y ha-
bía logrado convencer a sus padres para pasar la semana en la
casa de Playa América. Quería estar solo. Pensar. Vagar (nunca
mejor dicho). Tomar determinaciones…, si se terciaba. Allí vi-
vía su abuela, una anciana de otros tiempos, que estaría encan-
tada de la compañía del nieto, y él, gracias a la intensa vida so-
cial de ella, podría disfrutar de la suficiente soledad y libertad
de movimientos que todo bachiller puede desear. De esta mane-
ra, al día siguiente, Lucas cogía el ATSA1
en la Gran Vía, junto
a la mítica tienda de muebles de nombre francés, con billete pa-
ra Panxón.
Berto Lavilla tuvo menos suerte. Su padre era un hombre
hecho a sí mismo a la viguesa, es decir, trabajando como un
animal desde que era un crío, aprendiendo un oficio los fines de
semana. Había logrado una posición acomodada con el tiempo,
gracias a la modesta empresa que había fundado donde tenía ya
empleados a otros diez fontaneros. Si algo le sobraba a su pa-
dre, eran contactos en el desagradable mundo de las cañerías y
cloacas de la ciudad. Por eso, su padre lo levantó a las siete de
la mañana, su padre le hizo desayunar con él y su padre se lo
llevó a la oficina donde se incorporaría a uno de los equipos de
la empresa fontanera, que en aquellos días andaban ocupados
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
1
	
  ATSA: Asociación de Transportistas, SA (autobuses de rutas inter-
urbanas del área metropolitana de Vigo).	
  
27
con una reforma criminal de sanitarios y desagües en una de las
colmenas de la calle Travesía de Vigo. De nada sirvieron sus
lamentos, sus ayes y dolores ni otro tipo de tretas. Su padre las
venció todas con un silogismo irónico y cruel: –mi hijo ya es un
hombre pues da puñetazos; mi hijo no quiere estudiar; así pues,
invirtamos su fuerza bruta en algo provechoso, aunque sea qui-
tando la mierda de los demás, –replicaba, risueño, a su Bertiño
del alma–. De nuevo, Ángel Lavilla, el padre de Berto, come-
tiendo delitos con su hijo y mandando la Ley de Protección del
Menor al carallo. O sea, amor de padre en estado puro: rudo pe-
ro eficaz.
II
Jaime Calero solía mirar el e-mail nada más llegar al cole-
gio. Era algo obligado para todos los profesores desde que en El
Olivo se había implantado la estrategia comunicativa de “papel
cero”. Abrió su cuenta de gmail, a donde redirigía todas sus co-
rreos y vio la carpeta de entrada. Vació las mil y una basuras
electrónicas –siempre el puñetero Viagra, a pesar del detector
de spam– y se quedó con los dos correos del Subdirector. El
primero se dirigía a todo el claustro de bachillerato, avisando de
la expulsión y las otras medidas adoptadas con los dos alumnos.
El segundo era personal:
“Jaime: me gustaría hablar contigo sobre lo que pasó ayer
con los dos alumnos expulsados. A las doce, me paso por la bi-
blioteca y hablamos. Un saludo.”
Jaime Calero comprobó que, efectivamente, a las doce de
ese día tenía guardia en la biblioteca del colegio. Se quedó mi-
rando la pantalla pensativo. Malo, malo. Mal asunto –empezó a
intuir con semblante sombrío–.
Jaime Calero hizo un repaso mental de lo acontecido en el
final del taller del día anterior, preparando su defensa. Era cierto
28
que el módulo penitente que dirigía en horario de recreo estaba
llegando a su fin. De hecho, sonó el timbre nada más concluirlo
a golpe de libreta. También era cierto que Lucas era de los po-
cos que asistían voluntariamente. Y que el chaval se había es-
forzado en crear un texto que estaba a años luz del resto… Lo
que ocurría era que el crío se había convertido en un niñato
creidillo al que había que bajar los humos con demasiada fre-
cuencia –se justificó Calero–. Y parece que se encendió con la
forma de corrección. Quizá debió ser más prudente con él… –se
lamentó con desgana–. De todas formas, su corrección no podía
provocar una pelea de gallos así. Era algo desproporcionado…
Todo el mundo sabía cuál fue el verdadero motivo de la lucha,
lo que le proporcionaba un verdadero contexto a la furia incon-
tenida… –concluyó su razonamiento, mucho más tranquilo.
Efectivamente, el avispero de los murmullos se había
desatado tan pronto como terminó el asunto en el pasillo, tras
entrar todo el mundo en sus clases. De hecho, los profesores tu-
vieron que imponerse con malas formas para volver a la norma-
lidad del trabajo y apagar los últimos chisporroteos. Pero fue
sólo un intermedio. Al finalizar las clases, ya no eran murmu-
llos sino discusiones y comentarios altisonantes a grito pelado,
entre risotadas histriónicas. Esa tarde los chats echaron humo, y
los corrillos de alumnos y madres se dispararon como un cañón
de confeti. Luego vendría la normalidad y el aire barrería los
rescoldos de la fiesta, pero, mientras tanto, ¡qué escándalo tan
fenomenal!
–Estamos tratando de comprender qué pasó ayer entre Berto
y Lucas, Jaime. Me han dicho que la salida de Sendón de tu ta-
ller fue fea, y que se enfadó con tus formas –le inquirió José
Luis Valeiras al profesor vigilante de la biblioteca.
–Creo que fui un poco brusco, y el chaval pudo sentirse he-
rido… Pero, piensa, que lo que aquí tenemos es mar de otro
fondo.
29
–Lo que no quita para que echemos más leña al fuego –
respondió, seco, Valeiras, que no quería que le despejaran balo-
nes fuera–. Además, ¿qué necesidad tenías de humillar a tu úni-
co alumno interesado? Lo conoces bien, sabes que se esforzó y
no te costaba tanto haber valorado algo su trabajo…
–Es que es un creído, un chuleta, un crío demasiado orgu-
lloso para no recibir bien otra cosa que no sean alabanzas. Me
puso de los nervios con tanta altanería y desprecio al resto de
sus compañeros… Le venía bien una cura de humildad… Ade-
más, insisto, se sacudieron por esa chica. Lo que ocurrió en mi
taller fue sólo la última gota que desbordó los muros flacos de
contención de dos arrebatados…
–Bueno… Como excusa, te libera… Pero como profesor
has sido responsable, voluntaria o involuntariamente. Nadie en
ese curso es ajeno a las disputas de Lucas y Berto por la chica,
pero me parece un riesgo grande jugar con ellas, tensar la cuer-
da de unas hormonas al rojo vivo, y temo, –y eso es lo que te
vengo a aclarar–, que hayas jugado sucio, dándole cuerda a Ber-
to en sus comentarios babosos sobre el trabajo de Lucas…
–Venga, hombre, no lo dirás en serio… ¿Estás juzgando
mis intenciones?
–Yo no juzgo nada, Jaime. Sólo te exijo que reflexiones so-
bre lo que pasó para que tengas las ideas claras, no vaya a ser
que hayas sido culpable y vuelvas a pifiarla en el futuro…
Valeiras estaba empeñado en cargarle el paquete. No sabía
muy bien cómo escurrir el bulto.
–Bueno, eso habría que verlo con más calma. ¿O es que
buscas un chivo expiatorio que presentar ante la opinión pública
en caso de que el escándalo llegue muy lejos? Como mucho,
hablaré con los dos cuando regresen y trataré de arreglarlo…
–Va a ser muy difícil que arregles nada.
30
–¿Por qué? Creo que tengo suficiente confianza con los dos
y…
–Con uno la has perdido de golpe.
–¿Con Lucas? Que no, que hablaré con él y me lo sabré ga-
nar otra vez…
–No. No querrá.
–¿Estás seguro? No hay mal que cien años dure…
–Lucas no quiere volver a tu taller. Me dijo que tiene gente
de sobra para que le ayuden, tanto aquí en el colegio, como fue-
ra…
–Insisto… Se le pasará el rebote y volverá a ser todo
igual… –dijo Calero, cada vez menos convencido. Percibió la
tensión en el Subdirector, dispuesto a dar el toque de gracia.
–No, Jaime –insistió Valeiras, y concluyó la conversación
mirando con ojos duros al profesor–. Me lo dijo con una mirada
de odio, con luz de rabia que se levanta de las tripas. Él te hace
culpable. Y ese odio tú y yo sabemos que no se cura en un cha-
val de un día para otro. Tiene que cerrar y cicatrizar la peor he-
rida que puede sufrir un adolescente: la de la confianza traicio-
nada. Él te estimaba, nunca esperaría que fueses tú quien col-
mase el vaso de la irritación. Buscaba en ti un refugio a sus lu-
chas internas, y lo vendiste… Vas a tener que olvidarte de él
por una buena temporada, ¿te enteras?
III
El origen de todos los males se llamaba Andrea Freire, un
bellezón de mujer que más que quitar el hipo lo provocaba. An-
drea Freire llevaba sólo unos pocos años en El Olivo, pero su
entrada en las aulas del prestigioso centro provocó una auténtica
conmoción, tanto en el evidente bando masculino como en el
31
sufridor femenino. Era una chica de portada de revista, de anun-
cio, una joven con rostro de modelo y proporciones escultóri-
cas. No había canon de belleza que no cumpliese a rajatabla.
Rubia rubísima, con melena suelta a medias, ojos primaverales,
nariz respingona, labios suaves, cuello alto y erguido y talle de
espectáculo festivo, Andrea era ya toda una mujer, muy segura
de sí misma, con las ideas claras y conocedora del amplio po-
tencial de su magnífica artillería. Era concienzuda, simpatiquí-
sima con todos y, al mismo tiempo, reservada hasta el misterio.
Dotada de una inteligencia práctica vivísima, anteponía intere-
ses a sentimientos, algo que la convertía en una aventajada en el
marasmo adolescente que pululaba por los dominios de El Oli-
vo. Pero no terminaba de calcular del todo su intensa actividad
de juego a cuatro bandas. En eso se le notaba la excesiva juven-
tud y la poca experiencia para mover todos los hilos de las
complicadas tramas que pretendía articular.
Por ejemplo, era consciente de haber sido una pieza clave
en la toma de una decisión terrible para los alumnos y muy ce-
lebrada por las familias: la implantación del uniforme escolar a
todos los escolares de El Olivo. No fue la única causante, pero
las otras chicas, temiendo perder terreno en el sector masculino,
empezaron a imitarla en el arte de la provocación con escotes de
mareo, minifaldas muy minis, depravados tangas multicolores y
vestidos demasiado sueltos o ceñidos. El claustro y la dirección
de El Olivo, viendo el despropósito carnicero al que se estaba
llegando, tomó la decisión de poner a todos uniforme, y en esta
tierra paz y en la otra gloria. Si los padres y profesores se con-
gratularon con la medida, los alumnos montaron en cólera, pu-
sieron el grito en el cielo, y dijeron que era una imposición
reaccionaria y de épocas retrógradas. Como no consiguieron el
apoyo de nadie, tuvieron que tragar, pero se vengaban todos los
días dando el cante con el uniforme: que si la camisa por fuera,
que si el jersey atado a la cintura, que si los zapatos negros es-
taban todos los días en el zapatero porque se me rompieron
32
ayer, que si el cinturón de tachuelas metálicas, que si pulseras y
colgantes y que si te vas a desgañitar a todas horas exigiéndome
que vaya bien vestido, puñetero reaccionario. Al final, tras dos
años de forcejeos, el uniforme dejó de ser motivo de lucha de
clases, y las críticas se dirigieron a los propios alumnos, que se
acusaban entre sí de haber provocado el desaguisado.
Tampoco calculó bien Andrea su juego afectivo con los dos
únicos chicos que tenían alguna opción temporal de ganársela.
Desde el principio, se dio cuenta de que Lucas era un hombre
guapo, refinado, elegante y sensible; lo suficientemente listo y
de buenas notas como para ser un importante recurso en las Ma-
temáticas, la Economía o la Lengua. Sus delicadas proporciones
no iban en detrimento de un cuerpo bien tallado. Y su rostro
melancólico, sus ojos de canela, y su cresta de rubio sucio le
proporcionaban una estampa atractiva, habitualmente caracteri-
zada con el epíteto de “es muy riquiño”. Pero, también desde el
principio, captó que el líder carismático era Berto, deportista
excelente, bromista hasta el dolor de pecho, muy creativo e
inesperado, con el que la vida se disfrutaba de una manera más
sorprendente y divertida. Su físico era de galán dulce de anun-
cio de perfume, muy masculino y muy suspirado por el colecti-
vo femenino.
Andrea jugaba sus bazas, según se terciase lo que le apete-
cía. Y pasó todo el curso de cuarto de ESO yendo y viniendo de
un extremo a otro, oyendo las palabras más sentidas de atercio-
pelada belleza de Lucas y riendo como una loca las ocurrencias
de un Berto, inspirado e imparable en el arte de hacer bravatas
por su primer amor, hondo hasta la médula. En el inicio de pri-
mero de bachillerato, tras un veraneo de intermitentes escarceos
con ambas partes, había intentado mantener el mismo juego, sa-
biendo que la partida se acababa el año siguiente, con la selecti-
vidad y un futuro seguro fuera de Vigo. Y, con un poco de suer-
te, mucho antes. Ahora, con el espectáculo de la pelea, se había
33
asustado. Lejos de estar encantada porque dos machos cabríos
se la disputaran a cabezazo limpio, le preocupaba no haber sido
capaz de intuir el cataclismo del escándalo. No había calculado
bien el complejo mundo desquiciado de los celos entre ambos
pretendientes, a pesar de que Berto los mostrara a gritos con pa-
labras y gestos tenebrosos, con el color de la bilis en la mirada.
Tampoco imaginó, ni de lejos, que un hombre tan equilibrado y
sereno como Lucas era capaz de ocultar una tensión que lo tenía
agarrotado por la furia y la disputa de batallas imaginarias. Y
ese desconcierto la turbó sobremanera, pues comprendió que no
dominaba, ni un poco, el difícil juego del tonteo amatorio. Aho-
ra, había quedado a la vista de todos su ambiguo proceder. Des-
de luego, aquella pelea no se le olvidaría en muchos años, pues
fue un paso importante en su conocimiento sobre el alma de los
hombres. Tenía que desarrollar la suficiente prudencia como pa-
ra superar esta nueva lección.
Por otro lado, todas las miradas femeninas, –ya de por sí
hostiles–, la reprochaban como a la harpía más grande del uni-
verso. No era la única alumna que optaba por cualquiera de los
dos partidos, y muchas la tildaban de perro del hortelano, que ni
come, ni deja comer. El vacío absoluto fue la respuesta del total
mujerío de su curso ante lo ocurrido: ni una palabra. Ni una mi-
rada más, ni siquiera de desprecio. A Andrea no le importó ex-
cesivamente. Sabía que no tardarían las aguas en volver a su
cauce, sobre todo, cuando volviesen los dos pollitos arrestados
en casa.
IV
La llegada, a media mañana, a la casa de la abuela en Playa
América fue cualquier cosa menos lo que esperaba Lucas. En el
viaje preparó la posible entrevista con su abuela, que si bien era
cierto que tenía un cariño loco por su nieto preferido, no era
menos cierto que tenía un carácter exigente y persuasivo que
34
habría que atender con cuidado esmero.
La abuela Romina era una mujer nada común. Viuda ni se
sabía desde cuándo –Lucas no llegó a conocer de manera racio-
nal a su abuelo materno–, era una mujer que desplegaba una in-
cesante actividad en su zona de residencia. Desde muy joven,
cuando estudió en la Universidad Central de Madrid, se movió
por los ambientes y corrillos culturales de la capital. Amante de
las letras, había hecho sus pinitos en el teatro y en la poesía de
salón de los años sesenta. Viajó con su marido, directivo de una
conservera de siempre en Vigo, por medio mundo. Tuvo sus
contactos políticos con algunos miembros de la disidencia espa-
ñola en Francia y Sudamérica, aunque lo dejó, a instancias de su
esposo, que no quería líos con las autoridades del momento.
Desde que se trasladó a Galicia, en el final de la década de los
años 60, se había hecho de la tierra, encantada por la sencillez
de sus gentes, su musical modo de hablar y la ternura de unas
amistades sinceras y abnegadas. Aprendió la lengua de sus ve-
cinos, instrumento imprescindible para negociar de tú a tú en el
mercado y la plaza, y en la conversación íntima y confiada. Se
enamoró de los poetas gallegos, sobre todo de los más antiguos.
Era querida y admirada por todos, pues siendo una señora se hi-
zo una más del pueblo. Congeniaba con unos y otros, y acom-
pañarla por la calle era un martirio ante los mil y un requeri-
mientos de paisanas y amigas. Trabajaba con interés en las la-
bores asistenciales de la parroquia de San Félix, especialmente
en Cáritas, una vez que consiguió superar sus conflictos entre
política y religión. Todos los años montaba un buen par de ma-
rimorenas para conseguir fondos y ropa de los lugareños y de
los miles de turistas que aparecían por el verano. La abuela
Romina estaba a punto de cumplir los setenta años, pero aparen-
taba diez o veinte menos por su vitalismo y sus buenos haceres
con la cosmética, la moda y el buen gusto. Siempre comía
acompañada, y en su casa las reuniones de mujeres tenían hora-
rio fijo semanal. Nadie que quisiese hacer algo importante en el
35
municipio podía prescindir de su consejo sabio o de su simple
apoyo, como bien sabían alcaldes, asociaciones de vecinos o
promotores varios.
Desde la parada del ATSA hasta la casa de la abuela había
que andar un trecho breve. Al llegar al despampanante chalé,
Lucas se encontró con que no le esperaba nadie. La empleada
del hogar de toda la vida, Rosina, lo recibió con un par de besos
y le dijo que le tendría preparada la comida para las dos y me-
dia, y que la señora no volvería hasta las cinco, cuando esperaba
hablar con su nieto. Lucas subió a su habitación preferida, la
que fue de su tío Carlos en otros tiempos de vida en común, y
deshizo la pequeña mochila con sus pocas pertenencias. Luego,
como aún no eran ni las doce, salió a dar una vuelta por el paseo
marítimo hasta el muelle de Panxón.
Se sentía extraño. Desubicado.
Totalmente fuera de juego, por la rutina escolar rota. Mien-
tras paseaba y contemplaba abstraído el tenue oleaje del alto
mar, se le fue la cabeza a su clase, a sus compañeros, a su acti-
vidad ordinaria. Estarían a punto de entrar en el segundo módu-
lo de la mañana, tras un extenuante recreo de alta competición,
bien en la lucha de sexos, bien en el apasionado combate depor-
tivo. Luego, tocaba clase de inglés, con la Señorita Pepis y su
encantadora ayudante nativa, a la que le tomarían el pelo y de la
que se reirían por su ingenuidad. Se vio sonriendo a nadie, en
sus recuerdos, manifestando abiertamente sus pensamientos, al
no tener más público que las gaviotas de la playa.
Se dio cuenta de que, en el fondo, estaba triste. Muy triste.
Herido en su orgullo de hijo modélico, de alumno sobresa-
liente y de todas sus muchas cualidades aumentadas por su en-
greimiento e imaginación. Lo que más le dolía, sin embargo, no
era nada de eso. Lo que le dolía de verdad, hasta el escozor ner-
vioso, era haberse fallado a sí mismo, haberse puesto al descu-
36
bierto por su falta de contención, mostrar su miseria. Haberse
alejado tanto de lo que deseaba mostrar y que todos lo aprecia-
sen: su notable madurez personal. Esa misma que ahora había
quedado en entredicho y que sólo se podría caracterizar como
idealizada y falsa.
V
Berto fue un hombre, sí señor. Viendo la probabilidad cero
de escaquearse de la tarea impuesta por el delincuente de su pa-
dre, le puso buena cara al mal tiempo, le echó arrestos al asunto
y se comportó y trabajó como un hombre. Se alegró de que su
padre lo adjudicase al equipo del Patillas, un currante divertido
y negro-agitanado del trabajo de sol a sol en tierra, mar y aire,
que respondía al nombre de Marcos. En cuanto se subió a la
furgoneta rotulada de la empresa, Berto ya había calzado un CD
de música en el equipo del coche, que el Patillas llevaba tiempo
tuneando por dentro. Los graves eran una maravilla, y los leds,
brillando a juego con el sonido del bajo, le daban un aire de dis-
coteca de pueblo de lo más molón.
–¡Eeeesssse Patillas, métele caña que nos vamos, que nos
vamos, a darle el matarile a los cagódromos de Vigo! –chilló
Berto, nada más subir al puesto de piloto el Patillas. Luego, fue
llevando durante todo el camino el compás de la música, dando
manotazos en la chapa de la puerta de la furgoneta. El Patillas
se reía, mientras intentaba prevenirlo:
–Bien, bien. Así me gusta, concho, que vayas al curro ale-
gre, porque a la media hora de destripar cañerías y váteres te
vas a cagar en todos tus muertos.
–¡Venga ya, Patillas! ¿A que te gano a currelo y saco más
cagaderos que tú, tronco?
–Por mí como si te los quieres comer con mantequilla –
respondió Patillas sin entrar al juego.
37
Lo cierto es que Berto se lo tomó como un reto personal, y
trabajó con tanto ahínco y maestría que dejó boquiabierto al res-
to del equipo.
–Quillo, ¿por qué no te viés toh loh díah, mi arma. Que zólo
con verte, uno paga entrada pa disfrutá der ezpertáculo? –le dijo
el tercer componente de la cuadrilla, un andaluz de risa perma-
nente en una boca en deconstrucción.
Total, que en el descanso de la media mañana, mientras
echaban el pitillo del placentero vicio, el proceder de Berto era
ya noticia. Y no defraudó en lo que restaba de jornada, tanto por
su animosidad como por el número de ocurrencias divertidas
con las que se despachaba a gusto, entre mazo, escoplo y llave
inglesa. Cuando al mediodía le relataron a Ángel Lavilla su
proceder, el padre pareció contrariado, pero reía para sus aden-
tros con la coña marinera de su Bertiño. Y es que Ángel, so ca-
pa de duro de película, babeaba con su hijo.
VI
Casi sin querer, llegó hasta el final de la playa, junto al
puerto de Panxón. Recortada en el azul del cielo, se distinguía
una silueta tan familiar como querida. Antón, con caballete,
pincel, boina y pipa daba rápidos brochazos sobre un supuesto
lienzo. Estaba mirando fijamente al agua y no percibió la llega-
da de su viejo discípulo de clases veraniegas de dibujo artístico.
Antón Freijanes era casi de la familia, desde los años en que la
abuela Romina lo acogió bajo su patrocinio, y lo puso como
maestro de dibujo de dos generaciones de la familia. Antón y
Lucas estaban extrañamente unidos por misteriosos lazos de
afinidad.
–¡Salve, magister del pincel de la mar! –saludó Lucas, co-
mo tenía por costumbre.
–¡Hola Lucas! ¡Espera! ¡Espera un segundo, que ahora es-
38
toy contigo! –respondió Antón sin dirigirle ni la mirada. Lucas
miró lo que hacía: con trazos enérgicos, embadurnaba de ocres
distintas zonas de papel.
–¡Sí!… ¡Sí, esto es!… Ya lo voy cogiendo… –murmullaba
en voz alta para sí–. ¿Sabes lo difícil que es pintar la mar en
movimiento, Lucas? Pues creo que lo estoy consiguiendo, jeje.
Había que aprovechar el tiempo de sol para coger esas tonalida-
des, Lucas. Pensé que ya no las volvería a ver hasta el verano
que viene… Bueno, creo que ya está. ¿Qué te parece? –
interrogó a Lucas mostrando unos apuntes incomprensibles de
acuarela.
–Pues… no sé qué decirte, la verdad.
–Claro, claro… Es que no lo comprendes. Cuando vengas a
casa lo entenderás mejor. Por cierto, ¿no tienes hoy colegio? –
cayó en la cuenta el pintor.
–Me han dado billete para una semana.
–¡Conchos, Lucas! ¿Qué has hecho, filliño?
–Una de gladiadores en el circo.
–¿De gladiadores? ¡Ah, sí! Comprendo… Tienes todavía
restos de la arena en el rostro, hercúleo amigo… Y dime…
¿merece la pena tu Penélope hasta el punto de conseguir un via-
je de regreso a Ítaca?
–No es una Penélope. Es Afrodita vestida con el uniforme
de El Olivo.
–Sin embargo, no percibo las huellas del amor en tu ros-
tro…
–No es fácil de explicar, Antón.
–Si me lo cuentas, pintaré un cuadro mitológico.
–Quizá otro día, magister. A lo mejor con unas cañas, unos
39
aparejos, buenas miñocas2
y tiempo por delante.
–Me parece bien. Te monto el plan.
–Vale, Antón. Me voy que me esperan en la casa grande pa-
ra comer.
–¡Salve, amigo!
Lucas se despidió con un movimiento sonriente de manos y
rostro, y enfiló a marchas forzadas el regreso a la casa de Playa
América.
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
2
	
  Miñoca: lombriz empleada en el arte de pesca deportiva.	
  
40
CAPÍTULO 3
I
La abuela Romina, sentada en su amplio escritorio-secreter
de marqueterías nobles, leía con suma atención el arrugado pa-
pel rescatado de la mochila del día de autos. Llevaba puestas
sus puntiagudas gafas para ver de cerca, de cuyas patillas pen-
día un cordel de rojo cuero. Lucas estaba en frente, esperando
con aparente calma. Miraba de soslayo el severo rostro de la an-
ciana, concentrado por entero en la lectura. La abuela Romina
era experta en leer en diagonal y sorprendía a todos por su rapi-
dez. Sin embargo, en aquella soleada tarde del tercer día de
arresto en Playa América, Lucas comprobó que leía despacio,
captando todos los detalles de su relato sobre los famosos ojos
del gato. Sin levantar la cabeza del papel, comentó:
–¿Y por qué ese “¡joder con esos ojos!”? ¿Tienes que ser
grosero para parecer espontáneo?
Lucas no respondió porque la abuela no lo esperaba. Tan
sólo se arremolinó en la amplia butaca. Romina continuaba con
su corrección de inquisidora de estilo y sintaxis.
–¿“La presión de todas las circunstancias no termina de
calmarle a uno”? –se preguntó con extrañeza Romina–. ¿Cómo
te va a calmar la presión, filliño?
Terminó de leer el misterioso relato inconcluso. Todavía le
dio un repaso más, sólo por encima, antes de dictar sentencia.
–Me gusta, Luquiñas. Tiene fuerza. Está muy bien escrito…
Lucas agradeció con una sonrisa sincera el veredicto. La
verdad es que sabía que a la abuela le iba a agradar e incluso
sorprender, pero no las tenía todas consigo.
–¿Y ahora qué? ¿Cómo continúa el asunto?
–No lo sé, abuela. Tuve un arranque de inspiración la otra
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noche y me salió eso.
–Pero, ¿quieres seguir o no?
–¡Claro que quiero! Si no, no te lo habría enseñado…
–¿Y por qué crees que yo te puedo ayudar mejor que tu pro-
fesor del colegio?
–¡Ya te lo conté el primer día! Ese tío ha sido borrado de mi
disco duro: Delete files? Yes! No quiero verlo ni en pintura.
–Bien, pero comprenderás que, por mucho que te enfadases
con él, tenía razón. Si quieres escribir para el público de andar
por casa, tienes que saber que todo el mundo opinará sobre lo
que les propones… –retomó Romina la argumentación de Jaime
Calero, cortada por el timbre de fin de recreo.
–A mí lo que diga la gente de la calle me importa tres ble-
dos. Lo que me interesa de verdad es que le guste a los entendi-
dos.
–¡Ah! ¡Ya comprendo! Quieres escribir para los críticos e
iniciados, no para el vulgo.
La abuela le contó que conocía a unos cuantos escritores, y
por cierto muy afamados, que hacían precisamente eso. Y a
otros que escribían sólo para ganar premios. ¡Y lo hacían muy
bien: ganan casi todos! Aunque le advirtió de que había que te-
ner en cuenta que, al final, unos y otros eran una panda de ami-
guetes que se autoincensaban. Sin embargo, a pesar de los lau-
reles, apenas ningún mortal los leía, ni incluso los que, engaña-
dos por la publicidad grandilocuente de los medios de comuni-
cación, los compraron.
–¿Eso es lo que quieres? ¿Ser un autor de estantería?
–¡Abuela, joé, que sólo es un cuento!
–¡Luquiñas, joé, que no te enteras!… –sonrieron ambos por
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la inesperada réplica burlesca de la anciana señora–. Vamos a
ver, filliño, no es normal que un joven de tu edad escriba así. Tú
eso lo captas, ¿no? Creo que sabes escribir porque te encanta
leer. Y creo que además te gusta y sabes hacerlo… Pero tam-
bién creo que no sabes por qué escribes…
–¡Ah! ¿Pero es que hay que escribir por algún motivo? ¿No
puede ser una afición, un entretenimiento, una forma de pasar el
rato?
–¡Vamos, Luquiñas! Tú y yo sabemos mil maneras mucho
mejores de pasar el rato con dieciséis años –sonrió, picarona, la
abuela Micalea–. Tú tienes talento. Tienes un don. Y ese regalo
no lo has conseguido sólo tú con tu esfuerzo. Se ve que tienes
facilidad para hacer algo muy complejo. Es una cualidad que
sólo te pertenece en cuanto que se te ha regalado… Y, como to-
dos los dones que se nos entregan a cada uno, queda supeditado
al libre albedrío, a la caprichosa libertad del uso que queramos
hacer con él. Puedes enterrarlo en un cofre en tu mísero rincón,
y cavar y descavar cada vez que quieras recrearte con tu tesoro.
Pero también puedes correr el riesgo de hacerlo público, mos-
trándoselo a otros, aunque algún patán te diga que es una por-
quería. Entonces, muchos podrán disfrutar de él, admirarlo y
desearlo. Tú perderás una parte importante de ese tesoro tan tu-
yo porque ya no te pertenecerá en exclusiva, pero a cambio ga-
narás la riqueza de ser alguien en muchos, de formar parte im-
portante de sus vidas.
–¡Muy hermosas palabras, abuelita, aunque un poco difíci-
les de seguir con tanta metáfora! No sé… No sé si quiero escri-
bir para la gente… Quizá sea más fácil verlo desde el punto de
vista de… ¿la fama?… Pero tú me lo planteas como una forma
de servir a los demás…, sí… como una especie de darse…
Nunca había imaginado esa posibilidad…, ni esa responsabili-
dad…
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–¿Responsabilidad? No lo veas sólo como una carga, Lu-
cas, sino también como una satisfacción. Te insisto en la misma
idea de que, lo que has recibido gratis, puedes compartirlo con
quien lo quiera disfrutar contigo, aunque no gratis, evidente-
mente –sonrió Romina ante su extraño vericueto mental.
Lucas prometió a su abuela que lo pensaría. Que le daría un
par de vueltas para ver si lograba alcanzar el sentido completo a
su denso coloquio. El lunes se iba con Antón a probar la suerte
de la pesca, y tendría tiempo para reflexionar. Su abuela se le-
vantó, decidida, y le dio un besazo sonoro en la mejilla, justo
antes de salir con urgencia para la reunión del club social de
amas de casa, perfecta tapadera para la partida de tapete y lico-
res suaves de mujer.
Por su parte, el nieto aprovechó lo que restaba de tarde para
lagartear en la cercana playa, mientras pensaba sobre su anhela-
da Andrea, su extraña situación de expulsado y martirizarse, de
paso, por su comportamiento tan infantil como despreciable.
II
Berto había llegado sano y salvo al sábado. No sólo eso,
sino que se había endurecido con el esfuerzo del trabajo, y esta-
ba ya en paz con su conciencia. Creía haber pagado con creces
el enfado paterno. El sábado no había destripe de cañerías, así
que habló con su padre para que le diese algo de vuelo durante
el fin de semana. Ángel Lavilla no encontró fuerzas ni argu-
mentos para negarse. Incluso le soltó un billete de cincuenta eu-
ros sacado directamente de su cartera, mientras le decía con una
media sonrisa:
–Cógelo. Te lo has ganado.
Berto se quedó desconcertado porque era la primera vez que
su padre le aflojaba la mosca. Luego, a solas en su cuarto, su
mente se puso a enredar y empezó a quejarse por dentro como si
44
le hubieran estafado. ¡Qué cabrón explotador infantil! –se em-
pezó a gritar a sí mismo–. ¡Curro como una mala bestia y me da
una propina para pipas! ¡Y encima yo doy botes de alegría!…
Hombre, es verdad que cincuenta eurazos caídos del cielo son
un desmadre, pero es que yo soy medio gilipollas, tío. Tendría
que haberlos rechazado y, cuando terminase este suplicio, nego-
ciar con ese negrero. ¡Es que soy lelo, tío, un burro del cara-
llo!… Bueno, para, para, para. Que estás castigado, Bertito, y
que podía haberte puteado toda la semana, y encima, de gratis, y
si te gusta bien, y si no que te den. Bueno, vale, es cierto, pero
si fuese un currito de su negocio, le tendría que haber pagado un
pastonazo, sin contar con los contratos, seguridad social y toda
la leche esa. Bueno, sí, pero coño, ¿qué le quieres? Es tu viejo,
no tu jefe. Y además, majete, es la primera vez que se afloja la
billetera, incluso parecía que con gusto, que eso también hay
que valorarlo, no vaya a ser que empiece a aficionarse, el muy
cabrón…
Así estuvo un buen rato Berto, haciendo de Gollum, y mon-
tándose un lío soberbio por un billete de cincuenta euros. Lo
cierto es que le dieron cancha libre y pista despejada con una
fortuna en sus siempre arruinados bolsillos. Cuando se cansó de
discutir consigo mismo, planeó el día. Ya tendría tiempo luego
de arrepentirse –e incluso de sentirse mal– por haber puesto a
parir a su padre, pero ahora tocaba montárselo bien: a las cua-
tro, pachanguita de fútbol con los colegas en Samil, bañito in-
cluido. Vuelta a casa, arreglarse y salir con los mismos colegas
y otros que aparecerían, seguro. Llamadita a Andrea para que-
dar a las seis en la Puerta del Sol, debajo del Sireno. Marcha,
marcha y más marcha. Algún estimulante de más si se ofrecía, y
unirse al botellón de El Castro, a golpe de billete. Hoy paga el
nene, que es millonario. Y si estamos lo suficientemente bien…
Si pudiéramos rematar a gol… ¡Joder, macho, eso sería demasié
p’al body!
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Cumplió el plan a rajatabla. Efectivamente, tras el deporte
playero y chapuzón, cogió el bus Circular y se bajó en la Puerta
del Sol. Debajo del Sireno –espectro sardíneo de espanto eleva-
do un porrón de metros por dos pilastras de mármol negro–, es-
taba Andrea. Y con ella, un buen grupete de gente de clase. No
le hizo mucha gracia a Berto tanta comuna. Prefería un estar a
solas con Andrea, pero ¿qué le quieres, macho? Saludó a todos
con las manos y una sonrisa lejanas. El grupo empezó a vito-
rearlo también desde la distancia –“¡Eeeesse Bertooooo!”–, y a
aplaudirle mientras reían como unos sátiros.
Andrea se adelantó y se lanzó en sus brazos con un ternísi-
mo “¡Bertiiiiiiiiño!”, mientras se lo comía a besos. El resto del
rebaño empezó a corear un “¡Ooooooh, queeeé boooniiiitooo,
queeeé boooniiiitooo!”, entre risas y envidias. A Berto se le ace-
leró la maquinaria. Percibió el cálido contacto del cuerpo de
Andrea que lo rodeaba como una pulpesa. Y pensó estar en la
gloria, aspirando el conocido perfume exótico que le embriagó
una vez más… El tiempo, el espacio y el sonido ambiente se de-
tuvieron. Y vivió con tal intensidad ese milisegundo de felici-
dad que le pareció toda una vida, mientras volvía en sí mismo
con la algarabía del encuentro.
En el grupo estaban las Tres Gracias, como los llamaba
Conde, es decir, Iago, David y Gonzalo, con más ganas de juer-
ga que el mismo Berto. Otras parejitas, que sonreían con mirada
bobalicona, como Estefanía y Julito, Ana y Pedrito, o Claudia y
Andrés. El resto lo formaban el compacto grupo de las Gorgo-
nas –llamadas así porque siempre iban juntas y a su rollo, aun-
que no se perdieran una fiesta–, y el acostumbrado cagueta y pi-
jo Félix Lavares, que, desquiciado por el súbito follón callejero,
hacía locuras estúpidas como dar botes con las manos en alto,
gritando aquello de ¡oeéoéoéoeeeeeéoeeeéoé! Nadie entendía
por qué lo hacía.
La gente que paseaba por la zona miraba al grupo con ges-
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tos contradictorios: desde la mala cara de señoras mayores sus-
pirando por una juventud perdida, hasta el contagio alegre de
otros congéneres de especie similar. El rebaño se dirigió, bajan-
do por la calle Carral, a la zona de marcha. De local a local y ti-
ro porque me toca, fueron haciendo la ruta de la perdición, cada
vez más exaltados por brebajes ignotos y por lo atestado de los
locales, donde el cagueta Félix –al igual que los demás despare-
jados– se estaban poniendo las botas a practicar el “perdón”: no
había un buen culo ni buena delantera femeninos que no se so-
baran al grito de “¡perdón, perdón! ¡Paso! ¡Gracias!”, con el va-
so del cubata en la mano, a la altura convenida, y llevando re-
cuento de las fechorías.
El grupo fue creciendo con algunos de otras clases de pri-
mero de bachillerato y de otros cursos del colegio. Aquello pa-
recía un recreo, vamos. Lo cual no estaba nada bien, porque
luego todo el mundo comenta por aquí y por allá, y con la can-
tidad de bocazas que hay se entera hasta el apuntador. Eso era
de lo peor que tenía el colegio. Que todo el mundo cotilleaba de
todo el mundo –se lamentó Berto–. Por eso, tras un rato de bai-
les simiescos, de botes tribales y gritos de manada al ritmo de
una música más ruidosa que melódica, la recua se fue desbara-
tando y reduciendo, entre adioses de miradas turbias, risas idio-
tas y emociones en erupción.
Ya era de noche cuando enfilaron las largas cuestas del
monte-parque de El Castro. Se agradecía el fresquito tras el so-
foco del apretamiento en los tugurios. Quedaba aún la etapa fi-
nal de la fiesta, con los últimos zambombazos alcohólicos y las
primeras derrotas estomacales, todo ello en medio de un mare-
mágnum de campamento de desmadre hippy. Perdidas las Gor-
gonas, escandalizadas por tanta promiscuidad –y en el fondo fe-
lices por tener material para despotricar durante una semana al
menos–, y las Tres Gracias, que ya estaban en otros rollos alter-
nativos, quedaron las parejitas y el pringao del Félix Lavares,
47
que ya no sabía ni cómo se llamaba, ni dónde estaba, ni con
quién iba, a pesar de que montaba mucha escandalera con una
voz rota y una lengua arrastrada, ingobernable por la desajusta-
da actividad cerebral. Cuando llegaron a la falda del parque, a la
altura del Ayuntamiento de la ciudad, Claudia y Andrés, que se
iban ya de retirada, se lo llevaron a casa en un acto de extraña
solidaridad, sabiendo que Félix iba a ir dejando un reguero de
vomitonas y que iba a ser un largo trayecto de tembleques, fríos
y mareos. O sea, lo de todos los sábados.
Berto y Andrea, tras hacerse con nuevas bebidas, en vasos-
pozales de tamaño sorprendente, pronto se quedaron decidida-
mente solos. Ocultos en una zona de plantas de jardinería, esta-
ban muy juntos, muy encariñados, muy sonrientes y… ambos
muy lúcidos. Berto tenía que rematar la faena y pasar de nivel.
Andrea se mantenía alerta, y a la expectativa.
III
La tarde del sábado 22 de octubre fue una tarde de sorpresas
para Elvira Gutiérrez, la madre de Lucas. Recibió en su casa la
visita de Gloria Carrera, madre del tímido pijo y cagueta Félix
Lavares. Eran amigas desde tiempos de juventud cuando ambas
estudiaron en El Olivo, el mismo colegio de sus hijos. Tras los
inevitables rencores de dos chicas demasiado iguales en la apa-
riencia, que fueron superados por la vida misma, mantuvieron
una sincera amistad a lo largo de los años. El hecho de tener hi-
jos de la misma edad en el mismo colegio las unió aún más, y
su cercanía ganó un grado de intimidad hasta llegar a lo confi-
dencial. Juntas se lamentaban y se animaban, juntas se alegra-
ban y lo celebraban, y juntas se complementaban en el extraño
placer del cotilleo social, aportando cada una sus propios datos
pacientemente recolectados de lunes a viernes. Se sentaron en el
amplio salón con ventanales a la Plaza de España.
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–Elvira, guapa, tienes que ayudarme –se arrancó sin más
preámbulos Gloria, mientras removía el azúcar moreno en la ta-
za de porcelana con medio café denso y aromático.
–¿Qué pasa, chica?
–Es sobre Félix. Empiezo a estar preocupada por él.
–¿Preocupada, Gloria? Pero si es un encanto de niño…
–Nadie lo niega. Pero es que no lo veo centrado… Lo veo
acobardado, muy introvertido, con mucha timidez. Antes no era
así…
–Tranquila, mujer. Son las típicas cosas de los niños a esta
edad. Están en pleno pavo y tan desorientados…
–Sí, querida, pero yo veo a tu Lucas y se me cae la baba,
guapa. Porque me fijo en mi Félix y lo veo a años luz…
–Pero no te preocupes, mujer, que ya verás cómo va cam-
biando poco a poco. Es verdad que Lucas es un niño muy tran-
quilo, pero espera a que empiece a despertar… ¡Vamos, con la
que nos ha hecho esta semana, ya te digo que le empiezan a sa-
lir los cuernecillos!
–Bueno, chica, tranquila… Una pelea de críos… Al menos,
demuestra que tiene sangre en las venas, Elvirita, pero es que yo
al mío no le veo ni eso…
–Pero… ¿tan preocupante te parece?
–No sé… Estamos un poco desconcertadas… Mi madre y
yo hemos hablado a ver si nos convendría que lo viese un psicó-
logo…
–¡Hala! ¡Un psicólogo! Que exageras, mujer. Pero… pero,
¿qué os ha llevado a pensar en eso?
–Elvira, guapa, es muy fuerte esto que te voy a contar… –
mientras la miraba fijamente con ojos ensombrecidos.
49
–¿Qué pasa? –preguntó Elvira, a la que se le dispararon los
mecanismos de alarma.
–Sé que bebe como un descosido, Elvira, cariño… Estamos
en casa destrozadas…
–¿Que bebe como un descosido? ¿Quieres decir que se ha
convertido en alcohólico con sólo dieciséis años?
–No es a diario… Es sólo cuando sale con los otros chicos.
Yo creo que lo hace para desinhibirse y no parecer tan poquita
cosa…
–Mujer, todas hemos salido de marcha y hemos bebido al-
go, quizá alguna vez nos mareamos un poco, pero poca cosa
más… ¿Estás segura de que se emborracha, en plan emborra-
charse en serio?
–¡Y tan en serio! Yo creo que es que no se controla –gimió
Gloria–. Me llega a casa descolorido, tembloroso, muerto de
frío, con el estómago revuelto, siempre mascando ese odioso
chicle de menta, y, al día siguiente, con un resacón de caballo…
Elvira, por Dios, ¿qué se te ocurre? ¿Qué podemos hacer?…
Hoy ha vuelto a salir… ¡A saber cómo nos llega hoy!… He de-
jado a mi madre rezándole a todos los santos…
–¿Le has castigado sin salir? ¿Habéis hablado con él?
–Hasta el agotamiento. Siempre dice que se siente avergon-
zado, que tratará de evitarlo. Le hemos dado confianza para que
lo intente, para que se supere y sea fuerte… Pero es inútil…
Además, tampoco puedes pretender que se quede encerrado to-
dos los findes en casa…
–Ya. Ya veo. Pues chica, si es así, efectivamente igual ne-
cesitáis asesoramiento médico… No sé… Quizá sea una reac-
ción tardía a… –Elvira no se atrevió a decir lo que hubiera que-
rido decir. Todavía estaba a flor de piel el abandono del sinver-
güenza del marido de Gloria, fugado con una neumática verbe-
50
nera, y eso que hacía ya más de dos años largos de lloros, la-
mentos y consuelos. Sin embargo, Gloria no quiso tocar el tema
y siguió centrada en el hijo.
–Yo sé de qué van estas cosas, Elvira. Félix va a necesitar
mucho apoyo, y creo que si se pegase a la rueda de Lucas…, no
sé, se me ocurría…, a lo mejor es una buena ayuda… ¿Qué te
parece?
–Hombre, chica, tú sabes que Lucas es muy independien-
te… No sé si querrá estar atado a algo o a alguien. Yo puedo
hablar con él y ver si le puede echar una mano…
–Elvira, por Dios, no sabes cómo te lo agradezco… Yo creo
que le podría ayudar un montón ¿sabes, guapa? Y, sobre todo,
podrían hacer planes distintos a la dichosa salida de los fines de
semana…
–Vale, cuenta con ello, Gloria. ¡Qué peniña me dan estas
cosas, querida! ¡Es que los niños, –que mira que son buenos, los
pobres–, pero es que se ponen a hacer el idiota y nos vuelven
locas, y nos matan a disgustos como ni se imaginan! Trataré de
convencer a Lucas el martes, que es cuando vuelve de Playa
América.
–Por cierto, ¿qué tal está?
–Hablé ayer con mi madre. Lo ve tranquilo y arrepentido…
Ella no duda de que se peleó con ese otro niño por una chica…
–¡Pues claro, mujer! ¿No me digas que no sabes de qué va
la historia?
–Yo lo intuí, pero es que se me cerró en banda. Para que
luego te quejes de tu Félix… No ha querido ni tocar el tema con
nosotros…
–¡Pero si lo sabe medio Vigo, mujer! Yo sé lo que me dijo
Félix, pero me lo han corroborado mil fuentes distintas…
51
–¿Que lo sabe medio Vigo? –preguntó con gesto feo Elvi-
ra–. ¡Me dejas turulata, Gloria! ¿Cómo no me lo has dicho an-
tes? ¿A qué esperas? ¡Mira que saberlo todos menos noso-
tros…! Me parece una broma fea, chica.
–Pero, mujer, yo pensé que lo sabías todo… A ver si soy
capaz de contártelo de manera ordenada…
IV
Lucas cenó en compañía de la abuela y de Rosina. Fue una
cena para agradar al niño, a base de comida basura, delicada-
mente seleccionada con lo mejor de la carnicería de Nigrán. Lu-
cas, que no era ni estereotipado ni tonto, disfrutó de unas ham-
burguesas de ternera gallega, con denominación de origen, y
con unas patatas fritas de las de verdad, minuciosamente corta-
das en grosor milimétrico y onduladas en una fritura de aceite
de oliva.
–¡Esto sí que son burguers, Rosina, y no la basura de las de
la tele! ¡Y las patatillas, crujientes y ricas, ricas!
–¡Como siempre se hicieron, Lucas, como siempre se hicie-
ron! –respondió agradecida Rosina.
Al término del banquete, abuela y nieto se sentaron en el sa-
lón de estar. Romina miró intensamente a los ojos canela de su
nieto que, sabiendo lo que buscaban, apartó la vista.
–¡Mírame a los ojos, Luquitas! –ordenó amablemente la
abuela. Lucas los volvió poco a poco y sintió respeto por esos
ojos escrutadores, en un intento vano de ocultar lo que estaban
gritando.
–Filliño, ¿por qué estás tan molesto contigo mismo?
–Abuela, estoy defraudado conmigo mismo. ¿Acaso no has
visto estos ojos antes, abuela?
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–Sí, muchas veces. Son ojos de desconcierto, de duda, de
pasiones ardientes mal contenidas… y también ojos de falsedad,
de querer aparentar lo que no se tiene… ¿Por qué te martirizas,
filliño? No eres feliz.
–Tengo un problema que no sé cómo abordar ni resolver.
–¿Ese problema tiene nombre de chica guapa?
–Eso es sólo una parte del problema…
–Efectivamente, Luquiñas. Veo que eres más espabilado
que la mayoría de los chicos.
–Abuela, me da palo hablar contigo de esto… No te lo to-
mes a mal, pero es que preferiría aclararme yo primero…
–¡Claro que sí, hijo mío! Sólo hablaremos de lo que tú quie-
ras. Pero te voy a dar un consejo… Mañana, que te vas con
Freijanes a la mar, habla con él.
–¿De qué?
–De los dolores que llevas en el alma.
–¿Tú crees que él sabrá deshacer la madeja?
–No creo que toda. Pero sí algunos de sus nudos más gor-
dos, porque son los más fáciles de deshacer, y van despejando
el camino…
–¿Y por dónde empiezo?
–No te preocupes. Él ya lo ha intuido. Tú sólo tienes que
arrancar, y él ya mete la primera.
Lucas meditó un breve instante sobre lo que le decía su
abuela. Puestos a confiar, no era mala baza para salir del atolla-
dero. Pero Lucas tenía una pregunta interesada que hacerle a su
abuela.
–Abuela, ¿qué es la intuición? –preguntó como asustado por
53
su atrevimiento.
–Un conocimiento que tenemos casi todas las mujeres y
apenas ningún hombre…
–¿Tiene que ver con la mirada…? ¿Con lo que ven vuestros
ojos?
–Tiene mucho que ver, aunque, no lo es todo.
–Debe de ser muy chulo… Os envidio por esa forma tan
misteriosa de conocer. Me gustaría tenerlo, o al menos, cono-
cerlo un poco…
–¿Quieres que te enseñe una muestra? –preguntó con ocu-
rrencia Romina, pues tuvo una idea clarividente y repentina–.
¡Ven conmigo!
Romina se levantó rápida y llevó a su nieto a la sala de los
espejos, una estancia de otros tiempos en las que se celebraron
bailes de salón. En la pared del fondo había dos retratos de
cuerpo entero de sus abuelos, en sus tiempos de vida plena.
Romina le puso una silla delante del cuadro del abuelo.
–¡Sube, Lucas!
Al hacerlo, sus ojos quedaron a la altura de los ojos del re-
trato del abuelo. Los miró con atención, sorprendido por su
fuerte viveza.
–¿Qué ves en esos ojos, Lucas?
–Veo vida. Veo un brillo de extraordinaria fuerza… Nunca
me había fijado, y eso que he visto mil veces este cuadro…
–¿Qué más ves, Luquiñas? –insistió Romina.
–No sé… Veo muchas cosas… –contestó con un cierto es-
calofrío, desconcertado–. No lo sabría decir… Determinación,
riesgo, aventura…
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–Baja, Lucas. Has visto mucho para ser la primera vez…
–¿Tú ves todo lo que tienen esos ojos, abuela?
–¡Claro que lo veo! Lo vi mil veces en vida de tu abuelo y
quedó ahí, en el cuadro, perfectamente reflejado…
–¡Joé, abuela! ¿Y tú crees que el que lo pintó sabía todo
eso?
–No. No lo sabía todo. Pero intuyó mucho y lo dejó ahí
plasmado.
–¿Era el pintor uno de esos “apenas ningún hombre”?
–¡Ya lo creo! Y tú lo conoces mucho, Luquiñas… Te vas
mañana de pesca con él.
V
Andrea se sacudió de forma brusca a Berto. El querido
“Bertiiiiiiño” no era más que un manojo de nervios mal conte-
nidos, que había empezado a trabajarse la faena con delicadeza
cero. Andrea detectó que la maquinaria del chaval se había
puesto en marcha y ya no habría manera de que se parara por sí
misma. Y es que no estaba segura. No.
No lo estaba.
Era cierto que le gustaba Berto, tanto como otros muchos
antes. Pero no tenía la seguridad completa de que fuese él el
elegido. Para poder acceder a sus pretensiones tenía que tener
una seguridad tal que no podría quedar ningún resquicio para la
duda. Y como no era el caso, decidió frenar al autómata que se
iba acelerando solo. Era el momento de cortar en seco, antes de
que ella misma se descontrolase y de que él empezase a cruzar
terrenos vedados.
–¡Estate quieto, animal, que me haces daño! –le dijo con
55
fuerza Andrea…
–Perdona, es que no me controlo… –respondió sorprendido
Berto, excusándose con cara de pena, pero volviendo a insistir.
Andrea se apartó de sus manos desquiciadas y se puso de pie,
rápida. Berto se vio palpando la hierba de la loma de El Castro.
Indignado, le gritó:
–¿Pero qué haces, tía? ¡Que se me va a cortar el rollo!
–¡Por mí como si se te corta la respiración, so cerdo! –
respondió Andrea con un enfado muy bien disimulado.
–¡A ver, Andrea, mujer! ¡Ven, anda!
–¡Que te den, capullo! –y se fue, con paso rápido, con cara
de enfado, y bajando a toda máquina hacia el asfalto, camino de
casa, indignadísima.
–¡Espera, Andrea, espera! ¡Que te acompaño…!
–¡Ni se te ocurra! ¡Anda y que te zurzan, so pedorro! –
respondió ya lejos Andrea, inalcanzable. Al menos, esta vez ella
había calculado bien.
Berto se quedó idiotizado, alelado, fuera del mundo. No en-
tendía nada. Empezó a dar vueltas por la zona sin sentido. Co-
gió el vaso-pozal medio lleno de mejunje halitoso, y se lo bebió
de penalti. Luego, lo tiró a sus espaldas y se fue a casa, mientras
murmullaba un eterno “manda huevos, joder, manda huevos”
que le duró toda la noche.
56
CAPÍTULO 4
I
El lunes fue el gran día de la estancia de Lucas en Playa
América. A las ocho de la mañana estaba montado en el coche
de Antón Freijanes, camino de San Adrián de Cobres, en el in-
terior de la ría de Vigo, más allá del puente de Rande. El coche
de Freijanes era una especie de caótico almacén de restos con-
tradictorios: los aparejos de pesca se entremezclaban con las
pinturas y la ropa, y uno se podía encontrar un pincel en el bote
de las rapalas3
, o un tubo de óleo en la caja de los plomos. Ha-
bía libretas diseminadas por todo el coche con viejos apuntes de
inspiración inútil, de las que podían pender sin ningún problema
una potera4
, un trozo de sedal mal guardado o los restos aplas-
tados de una miñoca entre dos láminas de papel. Lo más curioso
de todo es que Freijanes tenía, dentro de ese caos, una especie
de orden; mejor habría que decir que tenía un mapa mental y
una memoria prodigiosa del habitáculo del coche.
Al llegar al muelle, les esperaba un amigo de Freijanes que
salía con otros dos marinos en un mejillonero. Iban a pasar la
mañana en una batea, propiedad del cultivador, y les recogería a
la vuelta de faenar, al final de la mañana. Andar por una batea
no es fácil para el novel: compuesta por varios flotadores enor-
mes de metal, la estructura se extiende con vigas grandes de
madera y otras finas transversales. Siempre hay que pisar en las
intersecciones de las finas con las más anchas, pero hay que ha-
cerlo con decisión para no dedicarse a hacer equilibrios. El ver-
dín del moho, o las mismas cagadas de gaviota, la hacen a veces
resbaladiza de derrape y susto, pero no hay problema si uno se
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
3
	
  Rapala: arte de pesca con forma de pez del que penden anzuelos de
tres púas.	
  
4
	
  Potera: arte de pesca del choco y calamar con forma de pez y cola
con corona de púas.	
  
57
mueve con voluntad. El agua queda un metro más abajo y caer-
se es hacerse fijo una avería de dolor indescriptible, además del
frío remojón, claro. Ni Antón ni Lucas tenían problemas con los
desplazamientos por el inestable armazón, pero todo cuidado
era poco. Se dirigieron a la zona de uno de los flotadores de me-
tal coloreado de azul, y fueron descargando el material de pes-
ca, apoyando cañas, aparejos, cubos y mochillas en las maderas
altas. Se fueron al inicio de la batea. Como el día iba despejado
y el agua estaba nítida, vieron la cadena, florecida de algas, que
sujetaba la estructura, hundiéndose en el verde del fondo. Ha-
bría unos veinte metros de profundidad.
–Hoy vamos a ir con camarón, Lucas, que me da buena es-
pina –comentó Antón. Y dicho esto, sacó un pequeño cubo con
agua de mar lleno de quisquillas.
–¿A qué hora es la pleamar, tiburón? –empezó con las bro-
mas Lucas.
–Nos queda hora y media de subida, pezqueñín. Luego, po-
cas posibilidades… De retirada casi.
–¿Y estás seguro con el camarón, viejo lobo? ¿No te habrá
comido el tarro algún guasón que se reserva para él lo que no
quiere que cojas tú?
–Es posible, pero llevan una semana a muerte con la bicha
transparente. ¿Sabes cómo se mete el anzuelo?
–Espero no haberlo olvidado… El sedal tiene que salir por
detrás, en medio de la cola ¿no?
–Es lo básico, chaval. Si no pasa bien, no trabaja nada y
pierdes el tiempo como un capirote.
Armadas las dos cañas con el cebo y un plomo del uno, sol-
taron lastre al fondo de la mar, a ambos lados de la cadena. Se
sentaron en las maderas, con los pies colgando, separados unos
dos metros. A Lucas le parecía mucha distancia para hablar, pe-
58
ro, en medio de la ría, no importaba andar a gritos. Le gustaba
bailar el cebo, porque le faltaba paciencia, hecho que sorprendía
a Freijanes, mucho más inmóvil. Lucas decidió arrancar la con-
versación.
–Antón –dijo en una voz imposible para la confidencia–
¿quieres que te cuente por qué estoy de baja escolar o no?
–Concéntrate en la pesca, Lucas. Tenemos hora y media pa-
ra hacer algo. Luego ya me cuentas tus batallas de Tirios y Tro-
yanos.
Lucas se quedó un poco trastornado. ¿Hora y media? Más le
valía que empezasen a picar porque si no… no sabía si iba a ser
capaz de contenerse tanto tiempo.
–¡Ah! ¿Tenéis hambre, eh guapas? –dijo Freijanes al notar
unos tímidos tironcillos de vibración en la caña.
–¿Qué pasa, te pican ya?
–¡Por ahí andan, de desayuno!
–Pues a mí ni las ganas…
–Levanta el sedal para ver si tienes bien el camarón. Si es-
tán ahí abajo, y tienen hambre, no le hacen ascos a nada.
Lucas recogió el sedal con rapidez. Le fastidiaba que estu-
viesen allí y no sacase nada. Efectivamente, el anzuelo y el hilo
se habían movido. Recolocó la trampa carnicera y volvió a
echar a fondo. Aún no había notado que el plomo llegaba a la
arena cuando Antón gimió de contento.
–Ven con papá, guapa, ven. ¡Lucas, aquí viene la primera!
Lucas la vio tirando y forcejeando mucho antes de salir del
agua. Cuando llegó a la superficie dio dos o tres buenos coleta-
zos, y subió campaneando. Freijanes la sostuvo en la axila, la
desembarazó del aparejo y la metió en una bolsa grande de ma-
59
lla. Era un buen ejemplar de lubina, plateada y ancha como una
delicia. Pero no era una robaliza5
, que eran los trofeos a los que
aspiraba Lucas. Si la lubina de Antón había tonteado antes de
morder, la pieza que le tocó en suerte a Lucas fue súbita y vio-
lenta. Notó el tirón seco y la confirmación de que había entrado
hasta el fondo casi a la vez. Lucas gritó, porque sabía que venía
algo grande.
–¡Antón! ¡Asesino de alevines! ¡Aquí sí que viene la madre
de todas las lubinas! ¡Ostras, cómo tira, la muy bestia!
¡Paaaaaraaaa, que me revientas todo! ¿Qué es esto, Antón, que
hace más fuerza que un cachalote?
–¡Espera, Lucas, no fuerces! ¡Déjame ver! –y Antón le co-
gió la caña de las manos temblorosas–. ¡Está haciendo vela!
¡Hay que conseguir que no se vaya a las cuerdas! ¡Saca la caña
para afuera…, así, así, eso es…, ya se va hacia afuera! ¡Toda
tuya, rapaz!
Lucas cogió la caña con ansiedad. De vez en cuando, daba
un tirón hacía arriba, y después la dejaba ir. Desde luego, había
picado bien. Siguió forcejeando con la pieza un buen rato, y el
pez empezó a agotarse. Siguió subiendo y empezó a intuir una
forma plana y redondeada. Parecía una choupa6
, pero bastante
grande. Cuando logró sacarlo, Antón se lo confirmó:
–¡Bien, Lucas! ¡Tú dedícate a las choupas, que yo sigo con
las lubinas! –ironizó Freijanes.
–¡Vale, por mí te puedes dedicar a las lorchas7
, bufón! –
respondió con sorna similar Lucas–. Además, que sepas que los
lomos de una choupa, y más de este calibre, no te las cambio
por ninguna sardinilla de esas que pescas tú.
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
5
	
  Robaliza: lubina grande.	
  
6
	
  Choupa: pez similar a la dorada.	
  
7
	
  Lorcha: pez de fondo feo, pequeño y despreciado.	
  
60
Lo cierto es que Antón se hinchó a sacar lubinas, con algu-
na que otra choupa entremezclada, y que Lucas sólo cobró otra
pieza, una lubina de tamaño medio. A la hora, los peces se can-
saron de jugar al ratón y al gato y seguir ahí era perder el tiem-
po. Freijanes se movió por el perímetro de la batea, pero fue pa-
sear en vano. En esa hora fructífera se habían levantado una do-
cena de piezas grandes y otras tantas que, por no dar el tamaño,
devolvieron a las aguas. No es que tuvieran una especial con-
ciencia ecologista. Simplemente, sabían y respetaban la mar y
sus frutos, aunque, antes de devolverlas al agua, Freijanes les
daba un beso y las despedía con palabras de cariño depredador:
–¡Un besiño, guapa! Come, crece, multiplícate, y cuando
seas un robalizón de los de foto nos volvemos a ver en esta
misma batea, dentro de un año.
Pasado un rato, Antón decidió cambiar de estrategia.
–¡Marinero! ¡Cambiamos a la rica miñoca!
Recogieron los aparejos y pusieron los nuevos, con unas
hermosas lombrices marinas que tragaron el anzuelo la mar de
bien, pues eran carnosas y duras. Las echaron con cascabel8
en
dos huecos de la malla de madera, y se sentaron apoyados en el
flotador azul a la espera de la suerte y de la estúpida voracidad
de algún pez despistado. Freijanes sacó las viandas. La pesca
abre un apetito animal porque se ha estado faenando con tensión
en el instintivo drama de la vida y la lucha por la muerte. Co-
mieron un generoso trozo de empanada de zamburiñas, mientras
bebían agua. Luego, se sentaron juntos en la cara de la batea
que daba a Rande. Lucas supo que, ahora sí, iban a hablar.
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
8
	
  Cascabel: alarma sonora que se fija a la punta de la caña y que avisa
cuando vibra.	
  
61
II
Clara, la hermana de Berto tenía la cualidad de estar siem-
pre pendiente de los demás. Desde muy pequeña, se sintió ale-
gremente atraída por atender a los suyos, por ayudar a su madre
en las tareas del hogar, por mantener el orden y la limpieza en la
casa de los Lavilla, por que todos estuviesen a gusto. Siempre
era la más rápida en coger lo que se cayese, en ir a abrir la puer-
ta, en poner la mesa o en coger el teléfono. Al principio, parecía
que se comportaba así por la vanidad de los mil cumplidos que
le hacían todos, desde el simple “gracias, guapa”, hasta el su-
perlativo de “eres la niña más buena del mundo”. Sin embargo,
Clara Lavilla sentía ese impulso desde lo más profundo de sus
entrañas, y disfrutaba sinceramente ejerciendo de criada de to-
dos. Era, sencillamente, su forma de ser. Clara era probable-
mente el principal elemento de cohesión de la familia de Berto.
Tenía tres años más que él y, con el paso del tiempo, esas
disposiciones se habían consolidado y fortalecido por la expe-
riencia y por una conciencia madura que daba sentido de felici-
dad a su vida. No cambiaría las alegrías que le proporcionaban
esta forma de ser por nada del mundo.
Menos alta que su hermano, era como él morena y simpáti-
ca. Quizá demasiado delgada, pero bien formada y con rostro
alegre de paz. A su hermano le parecía que le faltaba un poco
más de carne estratégica para entrar en el grupo de las mazizo-
rras, pero esas apreciaciones le traían sin cuidado y le servían
para llamarlo “charcutero machista”. Estaba en la universidad,
en el CUVI9
, estudiando segundo de Filología Inglesa. Se ago-
biaba sobremanera con los exámenes, a pesar de sus excelentes
calificaciones, y su madre creía que el estrés le venía a su hija
por no darles ningún disgusto con una mala calificación. Se
equivocaba Blanca. Desde segundo de bachillerato, Clara había
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
9
	
  CUVI: Siglas del Campus de la Universidad de Vigo.	
  
62
advertido que podía canalizar sus deseos de ayuda a otros en el
campo de la docencia, por lo que se determinó a realizar unos
estudios que la dirigían a esa meta y para los que no estaba es-
pecialmente dotada. Eso le llevaba a suplir con horas de estudio
y trabajo personal sus carencias.
Clara estaba preocupada con Berto y compartía lo que de-
tectaba en la vida de su hermano con su madre, mientras plan-
chaban la ropa el domingo por la tarde.
–Mamá, Berto está fatal. Está ido. ¿No lo has visto en la
comida? Tenía una cara de desterrado que no es normal. Él
siempre ha sido muy fiestero y extrovertido, y ahora está en la
pola10
más absoluta, zombi perdido…
–¿Será por lo de la pelea y la expulsión?
–Será, porque desde hace tiempo ha desconectado los chips
de la realidad.
–¡Bueno, mujer, tú tranquila, que ya se le pasará! –
respondió Blanca sin darle importancia, mientras doblaba una
camisa.
–¡Ya me lo dirás cuando lleguen las primeras notas! ¡Oirás
los juramentos en arameo de papá y tu propio disgusto! Enton-
ces, me dices que no me preocupe…
–¡Bueno! –dijo con resignación Blanca–. ¿Y qué quieres
que haga yo? ¡No podemos estudiar por él!
–He pensado que lo de Berto quizá no sea estudiar… ¿Viste
con qué ganas y alegría se iba a trabajar con los de la cuadrilla
esta semana?
	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  	
  
10
	
  Estar en la pola: localismo que significa no enterarse de nada, estar
abstraído o despistado.	
  
63
–¡Yo lo tengo claro, chica! Pero tu padre dice que hoy, sin
el bachillerato no vas a ningún sitio… Una vez que lo acabe,
que haga una FP o que trabaje en la empresa… Tanto me da.
–El problema de papá es que es de piñón fijo. Y se le ha
metido en la mollera que Berto tiene que hacer el bachillerato
por narices. No me parece justo que ni le pidiese su opinión a
Berto ni que le preguntara qué quería hacer.
–¡Ah, claro, ya salió la juventud revolucionaria! ¿Crees que
tu padre es injusto por pedirle a Berto que aguante un par de
años, que luego se le abren mil puertas con los ciclos de forma-
ción profesional? Aunque no lo parezca, es amor sincero de pa-
dre que quiere lo mejor para su hijo, no de viejo gruñón oxida-
do…
–¿Cuánto de sincero tiene ese amor sin contar con el pare-
cer de Berto? ¿Se puede asesorar a alguien imponiéndole algo?
¿No podemos estudiar por él, decías? Mucho me temo que no
os va a quedar otra opción…
–¡Vamos, Clara! –alzó el tono, Blanca, sin indignarse–.
¡Hablas de tu hermano como si lo tuviésemos en trabajos forza-
dos! Él tiene capacidad de sobra para hacer bachillerato y lo que
se proponga. ¡Lo que no se puede consentir es que no lo haga
por vagancia o porque le cueste! Luego, con el paso de los años,
nos lo echaría en cara… nos preguntaría que por qué no le obli-
gamos a estudiar y ser alguien con una vida con más oportuni-
dades… ¿Sabes lo que le costó a tu padre hacer lo que ha hecho
en su vida? ¡Se pasa el día lamentándose de no haber podido es-
tudiar! ¡Yo no quiero que Berto pueda decir eso nunca! Y, si
para conseguirlo, tengo que forzarle, lo haré sin caer en la pena
tonta de que le hago sufrir. ¡Eso sólo es blandenguería de ma-
dres tontas!
Clara se quedó pensativa. No imaginaba que sus padres ac-
tuaran con tanta perspectiva, viendo el futuro desde las exigen-
64
cias y la realidad del presente. Quizás tuvieran razón, porque lo
que estaba claro es que Berto había sacado la ESO sin despei-
narse, y el bachillerato no era para tanto. El planteamiento del
ciclo superior de formación profesional era un destino óptimo
para su hermano. Clara entrevió también lo duro que tendría
que ser para su madre obligar a Berto, hacerle sufrir, por su
bien. Tendría que reflexionar sobre esta nueva lección de la es-
cuela pedagógica de la vida.
–¡Es probable que tengas razón, mamá! Pero algo tenemos
que hacer con Berto porque así, como va, no saca el bachillerato
ni aunque le toque en una tómbola –apuntó Clara, implicándose
tanto con Berto como con la postura de sus padres.
III
Alberto y Elvira estaban en el sofá grande de la sala de es-
tar, con la televisión encendida pero ignorada, y hablando de las
revelaciones de Gloria de la tarde anterior.
–¡Tenemos que tener cuidado con estas cosas, Alberto! ¡No
podemos ser los últimos en enterarnos!
–¡Bueno! A veces pasa… Lo importante es que no nos
vuelva a ocurrir.
–¿Has visto esta mañana cómo nos miraban todos los cono-
cidos? ¿No has visto el cinismo en sus rostros alegres cuando
nos saludaban tan corteses?
–La gente es feliz con estas cosas por la envidia, cariño. En
el fondo, les molesta que nuestra vida sea tan… ¿deslumbrante?
Somos gente respetable… Y tenemos un hijo que ellos no lo
tendrían ni en sueños. Por eso se alegran tanto de verle caer una
vez. Son unos hipócritas, ven la mota en nuestra ojo y no ad-
vierten el estiércol en el que se rebozan sus hijos…
–Bueno, Tito, tampoco te pases… Sé que estás tan dolido
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  • 1.
  • 2. 1
  • 3. 2
  • 4. 3 Y, sin embargo, contento Javier Arcas González
  • 5. 4
  • 6. 5 Ita et lingua modicum quidem membrum est et magna exul- tat. Ecce quantus ignis quam magnam silvam incendit. Iacobus 3, 5
  • 7. 6
  • 8. 7 Índice Capítulo 1 9 Capítulo 2 29 Capítulo 3 45 Capítulo 4 64 Capítulo 5 83 Capítulo 6 101 Capítulo 7 116 Capítulo 8 131 Capítulo 9 147 Capítulo 10 166 Capítulo 11 186 Capítulo 12 199 Capítulo 13 218 Capítulo 14 235 Capítulo 15 261 Capítulo 16 282 Capítulo 17 321 Capítulo 18 321 Capítulo 19 336 Capítulo 20 354 Capítulo 21 374 Capítulo 22 398
  • 9. 8 Capítulo 23 417 Capítulo 24 440 Capítulo 25 458
  • 10. 9 CAPÍTULO 1 I “Lo peor de todo son esos ojos. Unos ojos de gato como los faros de un coche de luciérnaga. Unos faros acuchillados en la diana central por una lanza de jíbaro. Unos ojos fijos, apun- tando, insistentes. –¡Joder con esos ojos! El lugar es de pelícu- la de gángsters, de la mafia más mafiosa, junto al mar. Sólo dos focos parten la oscuridad en dos reflejos paralelos, rielantes, difusos sobre la negra superficie del siempre inquieto mar os- curo: por un lado, la luna, allá arriba, jugando al escondite en- tre nubes rápidas; por otro, la solitaria luz de la esquina de un edificio del puerto, colgada al aire, agarrada sólo por un su- puesto casquillo y un paraluz con forma de boina. Montones de cajas y palés negros, apoyados contra el opaco edificio. Y, en un recoveco, en lo hondo de una gruta de maderas perforadas, esos ojos. Eso es lo malo de las esperas. Que uno ya está de por sí in- quieto en un paraje de película de terror. Que uno anda un po- co mosca con cualquier movimiento, ruido o cambio de luz que juega con las sombras fantasmales. Que uno está en alerta má- xima, porque el mero hecho de estar en un sitio así, a las dos de la mañana, supone haber cometido tantos crímenes en el códi- go civil particular de su familia que ya da pánico todo. Y en- tonces, en la tensa espera, uno va y descubre esos ojos. Al prin- cipio, se nota cómo viene el escalofrío de detrás para adelante, muy rápido, pero lo suficientemente lento como para apreciarlo en todo su recorrido. Luego, el cosquilleo, frío, que sube por la espalda hasta la nuca. Después, el ejercicio de contención para no salir palpitando del lugar. Y toda una demostración de aguante, hasta que se serena el bombeo cardíaco, el palpitar del corazón, sentido con fuerza en las sienes. Y uno se obliga a mirar a eso que lo ha puesto al borde del pánico. Y se tranqui- liza cuando comprende que son los ojos de un gato. Y es que no
  • 11. 10 paran de mirar. Y, aunque uno sabe lo que es, la presión de to- das las circunstancias no termina de calmarle a uno. Y está mo- lesto con esos ojos romboides, y, a la vez, embriagado por la fascinación de un poder que uno no posee. –¡Joder con esos ojos! Pero hay un instante de despiste, un microsegundo que uno no mira a esos ojos, y, de repente, descubre que se han ido. Que, en un instante, han dejado de ser círculos perfectos para convertirse en elipses. Y que se han apagado. Sin más. Y entonces es cuando uno sabe que ha llegado la hora.” Lucas terminó de leer su texto pero permaneció con los ojos pegados al papel. Luego, su mirada fue tomando altura, lenta- mente, hasta enfocar al resto de la clase. Silencio. Muchos le miraban directamente. Otros no, ensimismados en su nada, abu- rridos de ese ejercicio. –Bueno, ¿qué os ha parecido? ¡Quiero comentarios ya! – bramó Jaime Calero, el profesor, desde su posición elevada por la tarima crujiente. Exigió la atención de los disidentes. Sin em- bargo, como siempre, la primera respuesta del auditorio fue el silencio. Lo volvió a intentar con una de sus muletillas más re- currentes: –¡Veeeeenga, vaaaaamos, hombre! –Lo de “rielantes” un poco repipí, ¿no? –comentó con gesto adusto Laura Gil, una preciosidad morena con melena de anun- cio, que también se recreaba en ir por la vida de crítica culta la- tiniparla, pero en plena etapa de pavo total. –¡Tremenda tirada de la moto…! –acertó a gruñir el alumno del fondo, tras un denodado esfuerzo por combinar las cuatro palabras de su estrecho léxico. –Creo que la descripción del momento de pánico es buena;
  • 12. 11 a mí me ha empezado a dar el canguelillo, jiji. Menuda chorra- da..., por unos ojos de gato, jiji… –se atrevió a afirmar, sonro- jado, el tímido Félix Lavares, que tenía fama de pijo y de cague- ta. Se trataba de los primeros y tímidos comentarios para que la gente se soltase. En seguida, el profesor Calero orientaría la discusión por aspectos más interesantes. Al menos, eso era lo que esperaba el autor del texto. –¿”Joder con esos ojos”? Tú te obsesionas, macho. ¿Y la parida esa de “faros de coche de luciérnaga”? ¡Menuda paliza! – seguía insistiendo el desparramado del fondo, más interesado en montar follón que en establecer una conversación seria. Seguro que estaba allí por castigo... –Pues a mí me estaba empezando a interesar. Me gustaría saber cómo sigue… –acertó a comentar una alumna de primero de bachillerato, llamada Silvia Cameselle, que compartía curso con Lucas, aunque era de otro grupo. –Yo creo que es una mezcla de película de suspense y co- media de adolescentes, jejeje –apuntó Félix, animado al ver que nadie le había partido la cara por haber hablado en la primera ocasión. –A mí me mola toda la movida que has utilizado de parale- lismos, tío, te lo has currao como un poeta… ¡No sé qué pintas aquí, pringao! –terminó de apuntillar, con voz de falsete, el anormal de siempre. Y así hasta el infinito. Jaime Calero observaba con interés al alumno que permanecía encima de la tarima, mirando imper- térrito a sus críticos. Él sólo esperaba una opinión, la del profe- sor, pues el resto de los participantes eran pura basura. Desqui- ciados aburridos, que estaban por obligación en el Taller, y no por devoción como él. A todos los paquetes del colegio los cas- tigaban con la asistencia obligatoria a estudios y clases de re-
  • 13. 12 fuerzo en los recreos, como este Taller de Escritura Creativa. –¿Qué te parecen las opiniones de tus compañeros, Lucas? –le interrogó, malicioso, Jaime Calero. –Lógicas –comentó el aprendiz de narrador, sin mover un músculo de la cara. –¿Lógicas? ¿A qué viene eso? –Los dos sabemos por qué están aquí –contestó Lucas al profesor, mirándolo de reojo, y de manera sibilina. –¿Y eso invalida sus opiniones? –¿Usted qué cree? –le contestó, categórico, Lucas. –Creo que lo primero que tienes que aprender es a aceptar las críticas. –Sí, profe, pero de gente cualificada… –respondió Lucas, levantando ligeramente las cejas. –Todas las personas están siempre cualificadas para opinar sobre algo que les propongas –contraatacó Jaime Calero. –No es mi público. –Pues entonces, yo tampoco lo soy –concluyó el profesor de forma brusca, dando un manotazo mientras cerraba su libre- ta–. Podéis recoger. En ese mismo instante sonó el timbre de fin de recreo largo, o también conocido como del comedor. Todos los participantes en el taller sonrieron de manera maligna por el inesperado fin de la sesión. Lucas notó cómo le hervía la sangre. Vuelta a las aulas. Humillado, Lucas se fue encendiendo camino de su clase. ¡Anda y que le den morcilla al muy idiota! –empezó a mascullar para sus adentros. Para un alumno que tiene interesado, encima
  • 14. 13 lo acosa. Todas las personas, aunque sean la mierda más mier- denta del mundo pueden opinar sobre lo que tú les propongas. ¡Venga ya! Va a seguir con el taller tu padre. Así entre los dos os lo pasaréis tope guay aguantando a ese reducto de cloaca. Con estos pensamientos, Lucas se fue haciendo mala sangre por el pasillo. Barullo de fin de recreo largo en colegio de pago. Hordas de alumnos, con toda la excitación de un fin abrupto de diver- sión, subiendo por las escaleras entre empujones, chillidos, más empujones, palmadas, carreras y grupitos femeninos de fin de conversación. Lucas Sendón se incorporó a la riada del desaba- rajuste, que sólo empezaba a ordenarse al término de su bulli- cioso recorrido, cuando alcanzaban sus respectivas clases. Mi- raba a la masa con desprecio. Se sintió fuera de juego entre la chusma que hedía a sudor y vociferaba. Como la plebe romana rugía por las hediondas callejas de la Urbs, –se dijo a sí mismo. Él ya no era así. Al menos, eso deseaba. Él ya había madurado. Estaba en primero de bachillerato. Ya no tenía entre sus prioridades hacer el borrego. Ya no encontraba gozo en mez- clarse con la riada impersonalizada. Él quería trascender su ado- lescencia por superación, con ideales nobles, con deseos de ser alguien. Destacar del montón. Demostrar que era… un intelec- tual, por ejemplo. Por eso, el despecho del profesor Calero se venía a sumar al hondo pesar que sentía por compartir su exis- tencia con la recua de sus compañeros de estudios. Una nube de negras formas amenazaba rayos y truenos sobre su cabeza. ¡Ay del primero que osase invocar su ira! Como un Zeus encendido en viscosa cólera, descargaría la más odiosa de sus artes: el re- lámpago de la ironía más hiriente. La humillación con la que se sufre días enteros... ¡Hasta que se percibe todo el alcance de la mala leche escondida entre inocentes palabras!
  • 15. 14 Entró en la clase e ignoró a todos. Sacó sus apuntes de Geografía y empezó a pintarrajear, abstraído, el mapa mudo. II Gerardo Conde, más que correr, volaba hacia la clase de primero de bachillerato. Acababa de terminar su vigilancia en el sorprendente soleado patio de octubre, y subía las escaleras de tres en tres. De paso, había entrado como una centella en su mi- núsculo despacho para coger el material de la clase y, cerrando el pestillo de la puerta desde dentro, salió a la misma velocidad. No era nuevo en el oficio y sabía lo mucho que se jugaba lle- gando puntual al aula. Era prioritario hacer acto de presencia. La fama de Gerardo Conde entre el alumnado era bastante bue- na, pues se le consideraba un hombre justo. Trabajaba con pa- sión. Era metódico. Dominaba la clase. Tenía voz de actor de cine y atrapaba a su público como un encantador de serpientes. Sus exámenes eran motivo de orgullo para los alumnos, pues no regalaba ni la hora, aunque era raro que alguien le suspendiera. Era coruñés y ejercía de tal: elegante –siempre trajeado–, con sorna fina e irónica, tenía la clase y el tono humano de un polí- tico seductor: todas las alumnas del colegio suspiraban por él a escondidas (o no tanto). Entró en la clase de primero con la misma velocidad que traía y saludó con un ¡buenas tardes! bas- tante rutinario. Ni se imaginó el zapatiesto con el que se iba a topar. –Saquen sus libros y abran por la página 32 –ordenó al pu- pilaje nada más dejar sus papeles encima de la mesa–. Como saben, hoy vamos a trabajar con un documento estadístico de población. Vamos a leer los datos. Vamos a ver las variables y los aspectos técnicos en los que tenemos que fijarnos. Vamos a interpretarlos y a hacer una hermosa exposición sobre su conte- nido. El alumnado protestó ligeramente. ¡Tampoco había que ir
  • 16. 15 tan rápido, hombre, que no se trataba de acabar el temario en diciembre! –pensó más de uno–. Aun así, fueron metiéndose en el trabajo. Gerardo Conde les enseñaba a ver el gráfico, a en- tender qué mostraba, a saber dónde buscar lo relevante para luego comentarlo. Casi todos los alumnos le seguían, aunque sudando, y no pocos con la lengua fuera. –Bien. Ya sabéis lo que hay que hacer y cómo –se concedió el tuteo Gerardo, tras el esfuerzo expositivo–. Ahora os toca trabajar a vosotros, en absoluto silencio. Lo corrijo con nota en diez minutos. Tras los breves suspiros de siempre, los futuros analistas de índices de población se enfrascaron en el análisis. Ruidos secos de hojas que van y vienen, buscando información y teoría, y ruidos sordos de piruetas de bolígrafos sobre manos tensas de estudiantes con los cerebros echando humo. Gerardo Conde se sentó en la silla del profesor y repasó su propio ejercicio. Le- vantó la vista y observó, justo por el hueco que dejaban el límite de sus gafas y sus propias cejas. A pesar del desenfoque de la miopía, tenía nitidez suficiente para verificar que todo el grupo estaba entregado a la tarea. ¿Todo? Evidentemente, no. Siem- pre, al igual que la vieja conocida aldea gala de sus tebeos de infancia, había quien se resistía una y otra vez ante el invasor. Las Tres Gracias (nombre con el que se designaba a los tres re- petidores de curso) ignoraban un trabajo que ya conocían del año anterior y cuchicheaban entre ellos, de manera tan imper- ceptible que asustaba su dominio en ese arte; Estefanía y Julio disimulaban de mala manera su recién estrenado amor de inicio de curso, más pendientes de guiñarse sonrisitas que de trabajar; y Berto, otro clásico, que a esas alturas de la vida ya estaba per- dido, mirando sorprendido cómo los demás trabajaban, sin comprender qué resortes les impulsaban a hacer una tarea como aquella. O sea, lo de siempre –concluyó Gerardo Conde–. Al volver la mirada al libro, vio el tenue reflejo de algo que
  • 17. 16 no cuadraba en su organizada perspectiva de la clase. Levantó la cabeza entera y se fijó en Lucas Sendón. Era evidente que al- go fallaba. Estaba ido, pintarrajeando un mapa de ayer y de siempre, y no estaba trabajando. Se levantó y se dirigió con pa- sos mudos hacia la segunda mesa de la segunda fila. Lucas lo vio venir y un chispazo de furia iluminó por un instante sus ojos lejanos. Sin embargo, no se movió. Gerardo le hizo un gesto in- terrogatorio con la cabeza, mirándolo de nuevo por la ranura miope de su ángulo visual. Lucas hizo un gesto feo con los la- bios. Un gesto que parecía de desprecio –pasa de mí, tío, que no tengo ganas de seguirte el rollo– pero que parecía significar otra cosa. Conde se dirigió en voz baja al chico, como no queriendo alertar a nadie. Cosa que, evidentemente, no consiguió. –¿Qué pasa, Lucas? –le preguntó casi sin mover los labios. –No me encuentro bien – le respondió con mala cara. –¿Estás mal? –Sí. –¿Te puedo ayudar en algo? –¿Qué tal dejándome en paz? –dijo ahora Lucas con un ros- tro nuevo, como de furia. –No me parece una respuesta muy adecuada, ¿no te parece? –preguntó sorprendido Gerardo, alzando lo suficiente la voz como para que toda la clase se enterase (de hecho, afloraron va- rias cabezas entre un mar de hombros). –Es que hoy no me parece estar para dar contestaciones adecuadas –contestó con suficiencia Lucas, haciendo un mala- barismo mental que no le hizo gracia a Conde. –¿Cómo? ¿No sólo no hace su trabajo sino que encima se molesta porque me intereso por usted? –replicó Gerardo Conde, alzando ya demasiado la voz.
  • 18. 17 Lucas advirtió el cambio del tuteo al tratamiento de corte- sía: mal asunto, pero sonrió. Lo estaba esperando para descargar su veneno. Es que Lucas, en aquel martes 18 de octubre, a las 15:10 h., ya le daba todo igual. Había dado la guerra por perdi- da. Estaba dispuesto a autodestruirse. Por lo tanto, la última ba- talla iba a ser serena, sin agobios, sin molestarse ni a parecer nervioso. –¿Y a cuál de sus dos naturalezas pronominales le debo su interés? ¿Al colega cómplice tuteador, Dr. Jekyll, o al ilustre y frío tratador de cortesía, Mr. Hyde? –interrogó con una sonrisa hiriente y babosa, sabiendo que había disparado su última bala, mientras oía el revuelo de sonrisas mal contenidas del resto del grupo. La broma con respecto a Conde era vieja, pero las cir- cunstancias eran óptimas. A Gerardo le entró la erupción. –¿Tú chaval estás idiota o qué? ¡Fuera de clase! ¡Es intole- rable esta falta de respeto! ¡Váyase directamente al despacho del Subdirector! –impetró Gerardo Conde, rojo como la grana. Lucas se levantó. Cogió su mochila y se fue de la clase con aire de cansado. A sus espaldas, sonó un “¡pero qué pringao!” del subnormal del Berto, por lo que no tardó en seguir a Lucas al pasillo. Se fue entre risas e intentos de Conde por mantener el orden. Lucas lo esperaba en el pasillo con la caldera a cien. Ber- to, al cerrar la puerta, ni lo vio. La primera bofetada no la sintió hasta que una onda expansiva de picor recorrió toda su mejilla en círculos concéntricos. Su cerebro captó entonces lo ocurrido, cuando aún resonaba el eco del golpe. Percibió el olor del enemigo en su lateral y se volvió rugiendo, dispuesto a matar. Pelearon como dos gallos de corral, porque cuando dos quinceañeros se pegan con rabia se dan a muerte. Centran toda su energía en hacer daño. Elevan hasta lo impensable su umbral del dolor para aguantar y seguir sacudiendo. Casi todos sus mo- vimientos son espasmódicos, irracionales, autómatas. Por eso se
  • 19. 18 yerran tantos golpes, cada uno de ellos fatal para el contrario si lo alcanzara, y no se matan porque Dios no quiere. El cerebro se atasca y sólo transmite una orden: tumbar al contrario, derrum- barlo, quitárselo de encima. Derrotarlo. Luego…, luego ya se verá. Si no cae uno pronto, terminan los dos reventados por los suelos, o bamboleándose en precario equilibrio sobre sus dos patas traseras, respirando entre estertores de sangre y sofoco, desorden de ropa rota y pelo enmarañado. En esa posición se encontraban Lucas y Berto, tras los vanos intentos de Conde por separarlos. Al ruido de la pelea, y el barullo de los compañeros de cla- se, fueron acudiendo profesores y más alumnos de otras aulas del mismo pasillo. Lucas y Berto se tentaron con mirada torva, en silencio, una última vez, y finalmente decidieron dejarlo en tablas. Sus cerebros volvían ya a emitir señales a sus respectivas inteligencias. Se hizo el silencio total en el pasillo, con todas las miradas yendo y viniendo de uno a otro combatiente. Se oyeron unos pasos al final del pasillo, unos tacones agudos aunque ba- jos. Unos tacones de respeto. La gente se hizo a ambos lados del pasillo y todas las cabe- zas se giraron hacia la menuda figura de la directora del colegio. –¡Virgen Santa! –fue lo único que llegó a decir, con cara de espanto, al contemplar el final del primer acto de la grotesca tragedia. III A los dos alumnos les cayó una semana de expulsión tem- poral y un mes de trabajos en beneficio de la comunidad esco- lar. Mal rollo lo de “beneficio de la comunidad escolar”; a ver en qué lo concretaban luego –pensó Lucas–. La decisión la to- mó la Dirección del Colegio El Olivo junto con el Consejo Es-
  • 20. 19 colar del centro, en una minúscula y contundente reunión en la que todas las partes estuvieron de rápido y mutuo acuerdo. Has- ta el punto de que apenas llegó el representante de Personal No Docente, le pasaron la hoja para que firmase y punto final. También acordaron informar a las familias “para que promovie- sen un diálogo con sus hijos sobre la inutilidad de la violencia” y advertirles, de paso, que la gravedad de los sucesos no era tan grave, salvo que volviera a repetirse, “en cuyo caso, se informa- ría a la Autoridad Competente, y se abriría un Expediente San- cionador”. Eso, de manera oficial. Pero, de manera extraoficial, la cosa era mucho más seria. El Olivo era un colegio con un prestigio más que notable en la ciudad de Vigo. No sólo por sus más de cuarenta años de vida pegado a las faldas del alto de Puxeiros, sino porque sus miles de antiguos alumnos ocupaban muchos de los puestos más rele- vantes de la localidad. Decir El Olivo en Vigo era hablar de la industria naval y pesquera, de la industria del automóvil, de la empresa privada y de los ejes técnicos que hacían mover el en- granaje industrial y comercial de la ciudad. Era hablar del Círculo Mercantil, de la Cámara de Comercio y del Puerto. Era hablar, finalmente, de política y de cargos oficiales. Y ese prestigio se lo había ganado a pulso. No se lo había regalado nadie. Nacido, como casi todo en Vigo, por iniciativa de un grupo particular de familias emprendedoras, había sido el primer colegio de la ciudad que había implantado una nueva metodología, basada en el trato personalizado de alumnos y pa- dres. Y toda esa historia y ese prestigio estaban encarnados en la figura de su actual directora, Laura Jáudenes, que llevaba más de 30 años al pie del cañón. –Tenemos un protocolo y lo aplicaremos –le dijo Laura Jáudenes al Subdirector de Bachillerato en el amplio despacho
  • 21. 20 de la comandante en jefe. –Por supuesto, Laura. Esperemos que todo quede en una anécdota más… –¿Cómo hemos llegado a esto, José Luis? –interrogó con ojos preocupados al Subdirector, buscando una explicación y pasando al coloquio más personal con el que era su mano dere- cha desde hacía más de una década. –Como sabes, los tiempos cambian, y, por desgracia, hoy no es un hecho tan extraordinario… –¡No en nuestro colegio! –respondió con enfado Laura–. Tenemos, y me aseguro personalmente de que se aplican, todos los medios para evitar un enfrentamiento como el de hoy: ha- blamos con las familias, hablamos con los alumnos, los aten- demos uno a uno, les hacemos planes personales de mejora, nuestros compañeros se desloman a hacer cursos de asesora- miento y orientación, tienen tutores grupales, tienen tutor per- sonal… –Laura paró a coger aire y seguir con su dura queja que ganaba en volumen y dolor conforme avanzaba–. ¡Y sé que se hace bien! ¡Por Dios, José Luis! ¿Cómo se pueden reventar la cara dos niñatos después de todo lo que hacemos para que sean personas decentes? ¿En qué estamos fallando? José Luis Valeiras sonrió, tratando de tranquilizar la excesi- va preocupación de Laura Jáudenes. Siempre ha habido peleas en un colegio, tampoco es para tanto –se dijo Valeiras. ¿No se estaría volviendo demasiado mayor? –No les fallamos en nada. No somos nosotros los culpables y tú lo sabes tan bien como yo. No carguemos con más parte de culpa que la que nos corresponde. –Está bien. Aplicaremos el protocolo y esperemos que no trascienda mucho el incidente. ¿A qué hora vienen las familias de esos chicos? Quiero encargarme personalmente.
  • 22. 21 –Ni se te ocurra –le cortó de manera brusca José Luis Valei- ras–. El protocolo dice que soy yo quien habla con ellos… –¡Dichoso protocolo! Sabes que para mí los problemas del colegio son demasiado míos y… –…para eso está el protocolo. Para que la directora no se tome como algo personal lo que no lo es. Lo siento. Lo haré yo. ¡Y no admito réplicas! –concluyó José Luis con una sonrisa pa- cificadora, mientras negaba con su larga mano. –Habla con sus tutores personales, José Luis, por lo que más quieras. –Eso también lo contempla el protocolo. No te olvides de que el noventa y cinco por cien del protocolo lo escribiste tú – dio por zanjada la cuestión el Subdirector–. Anda, vamos, que tenemos que seguir con lo de los horarios de los becarios. Olvi- da esta historia. IV Elvira Gutiérrez estaba tomando un café con su secretaria personal en la Sala de Juntas del despacho cuando le sonó el móvil. Lo cogió molesta por esa intromisión en su breve des- canso, antes de arremeter contra una dura tarde de trabajo. Des- lizó su mano de revista de manicura en el bolso de piel y sacó su teléfono. Vio el nombre del colegio El Olivo en la pantalla y tuvo un ligero sobresalto. Descolgó con rapidez. –¿Sí? –dijo al auricular, con voz clara y rápida. –¿Elvira? Soy José Luis Valeiras, del colegio de Lucas… –¡Hombre José Luis! ¿Qué tal estás? –sonrió Elvira a nadie presente en la sala. –Muy bien… Verás, te llamo porque no he encontrado a Alberto y…
  • 23. 22 –¿Ha pasado algo? –preguntó Elvira preocupada por el tono del Subdirector y por la ausencia telefónica de su marido. Valeiras le explicó lo sucedido. Elvira estaba atónita. –No me creo lo que me cuentas, José Luis, de verdad, es que me estás dejando a cuadros. ¿Dónde está Lucas? –Tranquila. Está conmigo. Lo ha visto el médico y no tiene nada. Unos arañazos y los nudillos despellejados… –¡Dios mío, por favor, José Luis…! ¡No sé qué decir! –No digas nada. Son cosas de chavales. Mira… tenéis que venir al colegio y hablamos con calma… Lucas te espera aquí. Está ya tranquilo. –Vale, vale. Un millón de gracias, José Luis. A ver si en- cuentro a Alberto y vamos para allá –propuso Elvira mientras caía en la cuenta de que su intensa tarde de trabajo saltaba por la borda. Elvira Gutiérrez se puso en marcha como una máquina ges- tora limpia y eficaz. Localizó en un minuto a su marido Alberto, lo desembarazó de otra tarde similar a la suya en el mismo des- pacho de abogados, y condujo el cuatro por cuatro con suavidad pero con firmeza por la Avenida de Madrid. Su marido tampoco entendía cómo había hecho su hijo lo que decían que había he- cho, y trataba de encontrar una lógica mientras repetía “no en- tiendo nada”. En realidad, Alberto no hablaba más que para sí mismo. Cuando entraron en el despacho de Valeiras, las miradas de padres e hijo se cruzaron. Su madre advirtió la preocupación de Lucas en un milisegundo. Intuyó la consternación de su hijo, más preocupado por lo que se avecinaba que por los golpes que había recibido. Ella quiso tranquilizarlo con una mirada de pena y calma. Su padre lo miró más inquisitivo que severo y con una sonrisa a modo de mueca. Valeiras les volvió a relatar el suceso
  • 24. 23 y las medidas adoptadas. –¿Una semana? Por Dios, Valeiras, ¿cómo que una sema- na? –saltó Elvira como una tigresa–. No estoy de acuerdo, José Luis, me parece ridículo. No. No puede ser… ¿Qué hago con mi hijo una semana en casa? Me trasladas el problema a mí. Te la- vas las manos, y me complicas la vida. ¿Te parece educativo apartarlo una semana? ¿Cuándo te ha dado mi hijo un proble- ma? El dulce rostro de Elvira se había contraído en un gesto feo de enfado, tras haber estado tensa durante el relato más porme- norizado de las hazañas de su hijo. Lucas intervino y cortó de raíz la inútil protesta. –¡Déjalo, mamá! Tiene razón. Yo empecé y merezco el cas- tigo. Luego lo hablamos –le dijo con voz segura Lucas a su ma- dre. V –¡Expulsado una semana! –gritó, sañudo, el padre de Berto, media hora más tarde, cuando le tocó el turno de comparecen- cia–. ¡No estoy de acuerdo! ¡No señor! ¿Qué quiere usted que haga yo con mi hijo una semana en casa? Mire usted, yo me en- cargo de castigarlo como se debe, pero no me lo mande una se- mana para casa porque eso es darle vacaciones, ¿me entiende usted? O si no, me lo puede castigar aquí por las tardes, por ejemplo hasta las ocho de la tarde, y darle un escarmiento… Cualquier cosa menos enviármelo para casa de vacaciones, ¡manda carallo! –Lo que usted quiere es que yo castigue a los profesores del colegio hasta las ocho de la tarde para que vigilen a su hijo, después de haber hecho lo que ha hecho. Eso es lo que quiere usted. Usted es su padre. Usted lo matriculó en este colegio. Y usted estuvo de acuerdo con la normativa de convivencia que le
  • 25. 24 dimos en su día. No tengo nada más que decir. A José Luis no le había tocado una papeleta fácil aquel mar- tes 18 de octubre. Nunca lo era cuando había que mandar a al- guien para casa, ¡manda carallo! Era de carácter abierto y ama- ble, pero no consentía que nadie se le subiese a las barbas. Y el padre de Berto le había tocado las narices más de lo que sopor- taba su paciente educación. La entrevista concluyó con miradas hoscas pero inflexibles. Y a buen, pocas… ¡manda carallo! VI –Venga, dímelo. Soy tu madre. ¿Ha sido por una niña, ver- dad Luc? –¡Te he dicho ochenta veces que no, mamá! ¡Y no me lla- mes Luc! ¡Sabes que lo odio! –Pero, entonces ¿por qué ha sido? ¡Es que no lo entiendo! –Te lo contaré un día, ¿cuántas veces quieres que te lo repi- ta? Ahora déjame en paz. Me duele todo. Alberto, desde el salón, llamó a su mujer con la voz agotada por la insistencia: –¡Deja en paz a Lucas y ven a cenar de una veeeeeeeez! Elvira quiso besar a su Luc, pero el chaval evitó el amor de madre. ¿Es que no se daba cuenta de que lo que necesitaba aho- ra era sentirse mal? –se gritó a sí mismo Lucas mientras se gira- ba indignado hacia el otro lado de la cama. Elvira salió de la habitación y acompañó en silencio a Alberto. Cenaron apagados y desconcertados. Pero, tras recoger la loza, camino de su habi- tación, Alberto le pasó un brazo por el cuello a Elvira, mientras le susurraba con tranquilidad: –Vamos, déjalo ya. Todos tuvimos nuestras historias a los 16 años.
  • 26. 25 –Tú sólo has tenido las historias que yo te permití –le res- pondió Elvira con una sonrisa, mitad pícara, mitad agradecida. VII –¿Así que es un pijochuloputas y que te cae mal? ¡Pues te jodes, imbécil! ¡Expulsado una semana! ¡Yo es que no sé cómo me contengo y no te parto la cara, so idiota! ¿Tú sabes lo que me cuesta pagarte ese colegio, so anormal? Visto desde fuera, el ambiente en casa de Berto pintaba una situación próxima al delito, con detención del supuesto parrici- da por vejaciones y maltrato infantil. Pero los cuatro que esta- ban sentados a la mesa de la cena estaban muy tranquilos. Sa- bían que todo era postureo, puro teatrillo, chaparrón de verano, mucho ruido y nueces ninguna. De hecho, Blanca, la madre de Berto, cerró la tragicomedia apremiando a su marido en voz ba- ja: –¡Deja de gritar y come antes de que se te enfríen los champiñones! Y Ángel Lavilla se calló. Y empezó a comer con furia la tortilla de gambas y los champiñones. Berto sonrió con los ojos entrecerrados a su madre, mientras su hermana Clara le daba toques con su pie por debajo de la mesa, al mismo tiempo que – muy servicial y amable ella– le llenaba de agua el vaso al padre. Sin embargo, ya en la cama, Berto se sorprendió al oír una riso- tada apagada en la habitación de sus padres. ¿Qué estaría tra- mando ese? –se preguntó mosqueado Berto, antes de intentar dormir con los moratones de la pelea.
  • 27. 26 CAPÍTULO 2 I Una semana de expulsión eran unas vacaciones extra, una vez superados los interrogatorios paternos de rigor, el aviso de severas medidas de castigo, la exhortación a la madurez y a la edad y la representación teatral de sincera compunción, con ju- ramento incluido de “tranquilos, nunca más”. Si Berto no se equivocó aquella noche con sus aciagos presagios por la sonrisa de hiena de su padre, Lucas había hecho de tripas corazón y ha- bía logrado convencer a sus padres para pasar la semana en la casa de Playa América. Quería estar solo. Pensar. Vagar (nunca mejor dicho). Tomar determinaciones…, si se terciaba. Allí vi- vía su abuela, una anciana de otros tiempos, que estaría encan- tada de la compañía del nieto, y él, gracias a la intensa vida so- cial de ella, podría disfrutar de la suficiente soledad y libertad de movimientos que todo bachiller puede desear. De esta mane- ra, al día siguiente, Lucas cogía el ATSA1 en la Gran Vía, junto a la mítica tienda de muebles de nombre francés, con billete pa- ra Panxón. Berto Lavilla tuvo menos suerte. Su padre era un hombre hecho a sí mismo a la viguesa, es decir, trabajando como un animal desde que era un crío, aprendiendo un oficio los fines de semana. Había logrado una posición acomodada con el tiempo, gracias a la modesta empresa que había fundado donde tenía ya empleados a otros diez fontaneros. Si algo le sobraba a su pa- dre, eran contactos en el desagradable mundo de las cañerías y cloacas de la ciudad. Por eso, su padre lo levantó a las siete de la mañana, su padre le hizo desayunar con él y su padre se lo llevó a la oficina donde se incorporaría a uno de los equipos de la empresa fontanera, que en aquellos días andaban ocupados                                                                                                                           1  ATSA: Asociación de Transportistas, SA (autobuses de rutas inter- urbanas del área metropolitana de Vigo).  
  • 28. 27 con una reforma criminal de sanitarios y desagües en una de las colmenas de la calle Travesía de Vigo. De nada sirvieron sus lamentos, sus ayes y dolores ni otro tipo de tretas. Su padre las venció todas con un silogismo irónico y cruel: –mi hijo ya es un hombre pues da puñetazos; mi hijo no quiere estudiar; así pues, invirtamos su fuerza bruta en algo provechoso, aunque sea qui- tando la mierda de los demás, –replicaba, risueño, a su Bertiño del alma–. De nuevo, Ángel Lavilla, el padre de Berto, come- tiendo delitos con su hijo y mandando la Ley de Protección del Menor al carallo. O sea, amor de padre en estado puro: rudo pe- ro eficaz. II Jaime Calero solía mirar el e-mail nada más llegar al cole- gio. Era algo obligado para todos los profesores desde que en El Olivo se había implantado la estrategia comunicativa de “papel cero”. Abrió su cuenta de gmail, a donde redirigía todas sus co- rreos y vio la carpeta de entrada. Vació las mil y una basuras electrónicas –siempre el puñetero Viagra, a pesar del detector de spam– y se quedó con los dos correos del Subdirector. El primero se dirigía a todo el claustro de bachillerato, avisando de la expulsión y las otras medidas adoptadas con los dos alumnos. El segundo era personal: “Jaime: me gustaría hablar contigo sobre lo que pasó ayer con los dos alumnos expulsados. A las doce, me paso por la bi- blioteca y hablamos. Un saludo.” Jaime Calero comprobó que, efectivamente, a las doce de ese día tenía guardia en la biblioteca del colegio. Se quedó mi- rando la pantalla pensativo. Malo, malo. Mal asunto –empezó a intuir con semblante sombrío–. Jaime Calero hizo un repaso mental de lo acontecido en el final del taller del día anterior, preparando su defensa. Era cierto
  • 29. 28 que el módulo penitente que dirigía en horario de recreo estaba llegando a su fin. De hecho, sonó el timbre nada más concluirlo a golpe de libreta. También era cierto que Lucas era de los po- cos que asistían voluntariamente. Y que el chaval se había es- forzado en crear un texto que estaba a años luz del resto… Lo que ocurría era que el crío se había convertido en un niñato creidillo al que había que bajar los humos con demasiada fre- cuencia –se justificó Calero–. Y parece que se encendió con la forma de corrección. Quizá debió ser más prudente con él… –se lamentó con desgana–. De todas formas, su corrección no podía provocar una pelea de gallos así. Era algo desproporcionado… Todo el mundo sabía cuál fue el verdadero motivo de la lucha, lo que le proporcionaba un verdadero contexto a la furia incon- tenida… –concluyó su razonamiento, mucho más tranquilo. Efectivamente, el avispero de los murmullos se había desatado tan pronto como terminó el asunto en el pasillo, tras entrar todo el mundo en sus clases. De hecho, los profesores tu- vieron que imponerse con malas formas para volver a la norma- lidad del trabajo y apagar los últimos chisporroteos. Pero fue sólo un intermedio. Al finalizar las clases, ya no eran murmu- llos sino discusiones y comentarios altisonantes a grito pelado, entre risotadas histriónicas. Esa tarde los chats echaron humo, y los corrillos de alumnos y madres se dispararon como un cañón de confeti. Luego vendría la normalidad y el aire barrería los rescoldos de la fiesta, pero, mientras tanto, ¡qué escándalo tan fenomenal! –Estamos tratando de comprender qué pasó ayer entre Berto y Lucas, Jaime. Me han dicho que la salida de Sendón de tu ta- ller fue fea, y que se enfadó con tus formas –le inquirió José Luis Valeiras al profesor vigilante de la biblioteca. –Creo que fui un poco brusco, y el chaval pudo sentirse he- rido… Pero, piensa, que lo que aquí tenemos es mar de otro fondo.
  • 30. 29 –Lo que no quita para que echemos más leña al fuego – respondió, seco, Valeiras, que no quería que le despejaran balo- nes fuera–. Además, ¿qué necesidad tenías de humillar a tu úni- co alumno interesado? Lo conoces bien, sabes que se esforzó y no te costaba tanto haber valorado algo su trabajo… –Es que es un creído, un chuleta, un crío demasiado orgu- lloso para no recibir bien otra cosa que no sean alabanzas. Me puso de los nervios con tanta altanería y desprecio al resto de sus compañeros… Le venía bien una cura de humildad… Ade- más, insisto, se sacudieron por esa chica. Lo que ocurrió en mi taller fue sólo la última gota que desbordó los muros flacos de contención de dos arrebatados… –Bueno… Como excusa, te libera… Pero como profesor has sido responsable, voluntaria o involuntariamente. Nadie en ese curso es ajeno a las disputas de Lucas y Berto por la chica, pero me parece un riesgo grande jugar con ellas, tensar la cuer- da de unas hormonas al rojo vivo, y temo, –y eso es lo que te vengo a aclarar–, que hayas jugado sucio, dándole cuerda a Ber- to en sus comentarios babosos sobre el trabajo de Lucas… –Venga, hombre, no lo dirás en serio… ¿Estás juzgando mis intenciones? –Yo no juzgo nada, Jaime. Sólo te exijo que reflexiones so- bre lo que pasó para que tengas las ideas claras, no vaya a ser que hayas sido culpable y vuelvas a pifiarla en el futuro… Valeiras estaba empeñado en cargarle el paquete. No sabía muy bien cómo escurrir el bulto. –Bueno, eso habría que verlo con más calma. ¿O es que buscas un chivo expiatorio que presentar ante la opinión pública en caso de que el escándalo llegue muy lejos? Como mucho, hablaré con los dos cuando regresen y trataré de arreglarlo… –Va a ser muy difícil que arregles nada.
  • 31. 30 –¿Por qué? Creo que tengo suficiente confianza con los dos y… –Con uno la has perdido de golpe. –¿Con Lucas? Que no, que hablaré con él y me lo sabré ga- nar otra vez… –No. No querrá. –¿Estás seguro? No hay mal que cien años dure… –Lucas no quiere volver a tu taller. Me dijo que tiene gente de sobra para que le ayuden, tanto aquí en el colegio, como fue- ra… –Insisto… Se le pasará el rebote y volverá a ser todo igual… –dijo Calero, cada vez menos convencido. Percibió la tensión en el Subdirector, dispuesto a dar el toque de gracia. –No, Jaime –insistió Valeiras, y concluyó la conversación mirando con ojos duros al profesor–. Me lo dijo con una mirada de odio, con luz de rabia que se levanta de las tripas. Él te hace culpable. Y ese odio tú y yo sabemos que no se cura en un cha- val de un día para otro. Tiene que cerrar y cicatrizar la peor he- rida que puede sufrir un adolescente: la de la confianza traicio- nada. Él te estimaba, nunca esperaría que fueses tú quien col- mase el vaso de la irritación. Buscaba en ti un refugio a sus lu- chas internas, y lo vendiste… Vas a tener que olvidarte de él por una buena temporada, ¿te enteras? III El origen de todos los males se llamaba Andrea Freire, un bellezón de mujer que más que quitar el hipo lo provocaba. An- drea Freire llevaba sólo unos pocos años en El Olivo, pero su entrada en las aulas del prestigioso centro provocó una auténtica conmoción, tanto en el evidente bando masculino como en el
  • 32. 31 sufridor femenino. Era una chica de portada de revista, de anun- cio, una joven con rostro de modelo y proporciones escultóri- cas. No había canon de belleza que no cumpliese a rajatabla. Rubia rubísima, con melena suelta a medias, ojos primaverales, nariz respingona, labios suaves, cuello alto y erguido y talle de espectáculo festivo, Andrea era ya toda una mujer, muy segura de sí misma, con las ideas claras y conocedora del amplio po- tencial de su magnífica artillería. Era concienzuda, simpatiquí- sima con todos y, al mismo tiempo, reservada hasta el misterio. Dotada de una inteligencia práctica vivísima, anteponía intere- ses a sentimientos, algo que la convertía en una aventajada en el marasmo adolescente que pululaba por los dominios de El Oli- vo. Pero no terminaba de calcular del todo su intensa actividad de juego a cuatro bandas. En eso se le notaba la excesiva juven- tud y la poca experiencia para mover todos los hilos de las complicadas tramas que pretendía articular. Por ejemplo, era consciente de haber sido una pieza clave en la toma de una decisión terrible para los alumnos y muy ce- lebrada por las familias: la implantación del uniforme escolar a todos los escolares de El Olivo. No fue la única causante, pero las otras chicas, temiendo perder terreno en el sector masculino, empezaron a imitarla en el arte de la provocación con escotes de mareo, minifaldas muy minis, depravados tangas multicolores y vestidos demasiado sueltos o ceñidos. El claustro y la dirección de El Olivo, viendo el despropósito carnicero al que se estaba llegando, tomó la decisión de poner a todos uniforme, y en esta tierra paz y en la otra gloria. Si los padres y profesores se con- gratularon con la medida, los alumnos montaron en cólera, pu- sieron el grito en el cielo, y dijeron que era una imposición reaccionaria y de épocas retrógradas. Como no consiguieron el apoyo de nadie, tuvieron que tragar, pero se vengaban todos los días dando el cante con el uniforme: que si la camisa por fuera, que si el jersey atado a la cintura, que si los zapatos negros es- taban todos los días en el zapatero porque se me rompieron
  • 33. 32 ayer, que si el cinturón de tachuelas metálicas, que si pulseras y colgantes y que si te vas a desgañitar a todas horas exigiéndome que vaya bien vestido, puñetero reaccionario. Al final, tras dos años de forcejeos, el uniforme dejó de ser motivo de lucha de clases, y las críticas se dirigieron a los propios alumnos, que se acusaban entre sí de haber provocado el desaguisado. Tampoco calculó bien Andrea su juego afectivo con los dos únicos chicos que tenían alguna opción temporal de ganársela. Desde el principio, se dio cuenta de que Lucas era un hombre guapo, refinado, elegante y sensible; lo suficientemente listo y de buenas notas como para ser un importante recurso en las Ma- temáticas, la Economía o la Lengua. Sus delicadas proporciones no iban en detrimento de un cuerpo bien tallado. Y su rostro melancólico, sus ojos de canela, y su cresta de rubio sucio le proporcionaban una estampa atractiva, habitualmente caracteri- zada con el epíteto de “es muy riquiño”. Pero, también desde el principio, captó que el líder carismático era Berto, deportista excelente, bromista hasta el dolor de pecho, muy creativo e inesperado, con el que la vida se disfrutaba de una manera más sorprendente y divertida. Su físico era de galán dulce de anun- cio de perfume, muy masculino y muy suspirado por el colecti- vo femenino. Andrea jugaba sus bazas, según se terciase lo que le apete- cía. Y pasó todo el curso de cuarto de ESO yendo y viniendo de un extremo a otro, oyendo las palabras más sentidas de atercio- pelada belleza de Lucas y riendo como una loca las ocurrencias de un Berto, inspirado e imparable en el arte de hacer bravatas por su primer amor, hondo hasta la médula. En el inicio de pri- mero de bachillerato, tras un veraneo de intermitentes escarceos con ambas partes, había intentado mantener el mismo juego, sa- biendo que la partida se acababa el año siguiente, con la selecti- vidad y un futuro seguro fuera de Vigo. Y, con un poco de suer- te, mucho antes. Ahora, con el espectáculo de la pelea, se había
  • 34. 33 asustado. Lejos de estar encantada porque dos machos cabríos se la disputaran a cabezazo limpio, le preocupaba no haber sido capaz de intuir el cataclismo del escándalo. No había calculado bien el complejo mundo desquiciado de los celos entre ambos pretendientes, a pesar de que Berto los mostrara a gritos con pa- labras y gestos tenebrosos, con el color de la bilis en la mirada. Tampoco imaginó, ni de lejos, que un hombre tan equilibrado y sereno como Lucas era capaz de ocultar una tensión que lo tenía agarrotado por la furia y la disputa de batallas imaginarias. Y ese desconcierto la turbó sobremanera, pues comprendió que no dominaba, ni un poco, el difícil juego del tonteo amatorio. Aho- ra, había quedado a la vista de todos su ambiguo proceder. Des- de luego, aquella pelea no se le olvidaría en muchos años, pues fue un paso importante en su conocimiento sobre el alma de los hombres. Tenía que desarrollar la suficiente prudencia como pa- ra superar esta nueva lección. Por otro lado, todas las miradas femeninas, –ya de por sí hostiles–, la reprochaban como a la harpía más grande del uni- verso. No era la única alumna que optaba por cualquiera de los dos partidos, y muchas la tildaban de perro del hortelano, que ni come, ni deja comer. El vacío absoluto fue la respuesta del total mujerío de su curso ante lo ocurrido: ni una palabra. Ni una mi- rada más, ni siquiera de desprecio. A Andrea no le importó ex- cesivamente. Sabía que no tardarían las aguas en volver a su cauce, sobre todo, cuando volviesen los dos pollitos arrestados en casa. IV La llegada, a media mañana, a la casa de la abuela en Playa América fue cualquier cosa menos lo que esperaba Lucas. En el viaje preparó la posible entrevista con su abuela, que si bien era cierto que tenía un cariño loco por su nieto preferido, no era menos cierto que tenía un carácter exigente y persuasivo que
  • 35. 34 habría que atender con cuidado esmero. La abuela Romina era una mujer nada común. Viuda ni se sabía desde cuándo –Lucas no llegó a conocer de manera racio- nal a su abuelo materno–, era una mujer que desplegaba una in- cesante actividad en su zona de residencia. Desde muy joven, cuando estudió en la Universidad Central de Madrid, se movió por los ambientes y corrillos culturales de la capital. Amante de las letras, había hecho sus pinitos en el teatro y en la poesía de salón de los años sesenta. Viajó con su marido, directivo de una conservera de siempre en Vigo, por medio mundo. Tuvo sus contactos políticos con algunos miembros de la disidencia espa- ñola en Francia y Sudamérica, aunque lo dejó, a instancias de su esposo, que no quería líos con las autoridades del momento. Desde que se trasladó a Galicia, en el final de la década de los años 60, se había hecho de la tierra, encantada por la sencillez de sus gentes, su musical modo de hablar y la ternura de unas amistades sinceras y abnegadas. Aprendió la lengua de sus ve- cinos, instrumento imprescindible para negociar de tú a tú en el mercado y la plaza, y en la conversación íntima y confiada. Se enamoró de los poetas gallegos, sobre todo de los más antiguos. Era querida y admirada por todos, pues siendo una señora se hi- zo una más del pueblo. Congeniaba con unos y otros, y acom- pañarla por la calle era un martirio ante los mil y un requeri- mientos de paisanas y amigas. Trabajaba con interés en las la- bores asistenciales de la parroquia de San Félix, especialmente en Cáritas, una vez que consiguió superar sus conflictos entre política y religión. Todos los años montaba un buen par de ma- rimorenas para conseguir fondos y ropa de los lugareños y de los miles de turistas que aparecían por el verano. La abuela Romina estaba a punto de cumplir los setenta años, pero aparen- taba diez o veinte menos por su vitalismo y sus buenos haceres con la cosmética, la moda y el buen gusto. Siempre comía acompañada, y en su casa las reuniones de mujeres tenían hora- rio fijo semanal. Nadie que quisiese hacer algo importante en el
  • 36. 35 municipio podía prescindir de su consejo sabio o de su simple apoyo, como bien sabían alcaldes, asociaciones de vecinos o promotores varios. Desde la parada del ATSA hasta la casa de la abuela había que andar un trecho breve. Al llegar al despampanante chalé, Lucas se encontró con que no le esperaba nadie. La empleada del hogar de toda la vida, Rosina, lo recibió con un par de besos y le dijo que le tendría preparada la comida para las dos y me- dia, y que la señora no volvería hasta las cinco, cuando esperaba hablar con su nieto. Lucas subió a su habitación preferida, la que fue de su tío Carlos en otros tiempos de vida en común, y deshizo la pequeña mochila con sus pocas pertenencias. Luego, como aún no eran ni las doce, salió a dar una vuelta por el paseo marítimo hasta el muelle de Panxón. Se sentía extraño. Desubicado. Totalmente fuera de juego, por la rutina escolar rota. Mien- tras paseaba y contemplaba abstraído el tenue oleaje del alto mar, se le fue la cabeza a su clase, a sus compañeros, a su acti- vidad ordinaria. Estarían a punto de entrar en el segundo módu- lo de la mañana, tras un extenuante recreo de alta competición, bien en la lucha de sexos, bien en el apasionado combate depor- tivo. Luego, tocaba clase de inglés, con la Señorita Pepis y su encantadora ayudante nativa, a la que le tomarían el pelo y de la que se reirían por su ingenuidad. Se vio sonriendo a nadie, en sus recuerdos, manifestando abiertamente sus pensamientos, al no tener más público que las gaviotas de la playa. Se dio cuenta de que, en el fondo, estaba triste. Muy triste. Herido en su orgullo de hijo modélico, de alumno sobresa- liente y de todas sus muchas cualidades aumentadas por su en- greimiento e imaginación. Lo que más le dolía, sin embargo, no era nada de eso. Lo que le dolía de verdad, hasta el escozor ner- vioso, era haberse fallado a sí mismo, haberse puesto al descu-
  • 37. 36 bierto por su falta de contención, mostrar su miseria. Haberse alejado tanto de lo que deseaba mostrar y que todos lo aprecia- sen: su notable madurez personal. Esa misma que ahora había quedado en entredicho y que sólo se podría caracterizar como idealizada y falsa. V Berto fue un hombre, sí señor. Viendo la probabilidad cero de escaquearse de la tarea impuesta por el delincuente de su pa- dre, le puso buena cara al mal tiempo, le echó arrestos al asunto y se comportó y trabajó como un hombre. Se alegró de que su padre lo adjudicase al equipo del Patillas, un currante divertido y negro-agitanado del trabajo de sol a sol en tierra, mar y aire, que respondía al nombre de Marcos. En cuanto se subió a la furgoneta rotulada de la empresa, Berto ya había calzado un CD de música en el equipo del coche, que el Patillas llevaba tiempo tuneando por dentro. Los graves eran una maravilla, y los leds, brillando a juego con el sonido del bajo, le daban un aire de dis- coteca de pueblo de lo más molón. –¡Eeeesssse Patillas, métele caña que nos vamos, que nos vamos, a darle el matarile a los cagódromos de Vigo! –chilló Berto, nada más subir al puesto de piloto el Patillas. Luego, fue llevando durante todo el camino el compás de la música, dando manotazos en la chapa de la puerta de la furgoneta. El Patillas se reía, mientras intentaba prevenirlo: –Bien, bien. Así me gusta, concho, que vayas al curro ale- gre, porque a la media hora de destripar cañerías y váteres te vas a cagar en todos tus muertos. –¡Venga ya, Patillas! ¿A que te gano a currelo y saco más cagaderos que tú, tronco? –Por mí como si te los quieres comer con mantequilla – respondió Patillas sin entrar al juego.
  • 38. 37 Lo cierto es que Berto se lo tomó como un reto personal, y trabajó con tanto ahínco y maestría que dejó boquiabierto al res- to del equipo. –Quillo, ¿por qué no te viés toh loh díah, mi arma. Que zólo con verte, uno paga entrada pa disfrutá der ezpertáculo? –le dijo el tercer componente de la cuadrilla, un andaluz de risa perma- nente en una boca en deconstrucción. Total, que en el descanso de la media mañana, mientras echaban el pitillo del placentero vicio, el proceder de Berto era ya noticia. Y no defraudó en lo que restaba de jornada, tanto por su animosidad como por el número de ocurrencias divertidas con las que se despachaba a gusto, entre mazo, escoplo y llave inglesa. Cuando al mediodía le relataron a Ángel Lavilla su proceder, el padre pareció contrariado, pero reía para sus aden- tros con la coña marinera de su Bertiño. Y es que Ángel, so ca- pa de duro de película, babeaba con su hijo. VI Casi sin querer, llegó hasta el final de la playa, junto al puerto de Panxón. Recortada en el azul del cielo, se distinguía una silueta tan familiar como querida. Antón, con caballete, pincel, boina y pipa daba rápidos brochazos sobre un supuesto lienzo. Estaba mirando fijamente al agua y no percibió la llega- da de su viejo discípulo de clases veraniegas de dibujo artístico. Antón Freijanes era casi de la familia, desde los años en que la abuela Romina lo acogió bajo su patrocinio, y lo puso como maestro de dibujo de dos generaciones de la familia. Antón y Lucas estaban extrañamente unidos por misteriosos lazos de afinidad. –¡Salve, magister del pincel de la mar! –saludó Lucas, co- mo tenía por costumbre. –¡Hola Lucas! ¡Espera! ¡Espera un segundo, que ahora es-
  • 39. 38 toy contigo! –respondió Antón sin dirigirle ni la mirada. Lucas miró lo que hacía: con trazos enérgicos, embadurnaba de ocres distintas zonas de papel. –¡Sí!… ¡Sí, esto es!… Ya lo voy cogiendo… –murmullaba en voz alta para sí–. ¿Sabes lo difícil que es pintar la mar en movimiento, Lucas? Pues creo que lo estoy consiguiendo, jeje. Había que aprovechar el tiempo de sol para coger esas tonalida- des, Lucas. Pensé que ya no las volvería a ver hasta el verano que viene… Bueno, creo que ya está. ¿Qué te parece? – interrogó a Lucas mostrando unos apuntes incomprensibles de acuarela. –Pues… no sé qué decirte, la verdad. –Claro, claro… Es que no lo comprendes. Cuando vengas a casa lo entenderás mejor. Por cierto, ¿no tienes hoy colegio? – cayó en la cuenta el pintor. –Me han dado billete para una semana. –¡Conchos, Lucas! ¿Qué has hecho, filliño? –Una de gladiadores en el circo. –¿De gladiadores? ¡Ah, sí! Comprendo… Tienes todavía restos de la arena en el rostro, hercúleo amigo… Y dime… ¿merece la pena tu Penélope hasta el punto de conseguir un via- je de regreso a Ítaca? –No es una Penélope. Es Afrodita vestida con el uniforme de El Olivo. –Sin embargo, no percibo las huellas del amor en tu ros- tro… –No es fácil de explicar, Antón. –Si me lo cuentas, pintaré un cuadro mitológico. –Quizá otro día, magister. A lo mejor con unas cañas, unos
  • 40. 39 aparejos, buenas miñocas2 y tiempo por delante. –Me parece bien. Te monto el plan. –Vale, Antón. Me voy que me esperan en la casa grande pa- ra comer. –¡Salve, amigo! Lucas se despidió con un movimiento sonriente de manos y rostro, y enfiló a marchas forzadas el regreso a la casa de Playa América.                                                                                                                           2  Miñoca: lombriz empleada en el arte de pesca deportiva.  
  • 41. 40 CAPÍTULO 3 I La abuela Romina, sentada en su amplio escritorio-secreter de marqueterías nobles, leía con suma atención el arrugado pa- pel rescatado de la mochila del día de autos. Llevaba puestas sus puntiagudas gafas para ver de cerca, de cuyas patillas pen- día un cordel de rojo cuero. Lucas estaba en frente, esperando con aparente calma. Miraba de soslayo el severo rostro de la an- ciana, concentrado por entero en la lectura. La abuela Romina era experta en leer en diagonal y sorprendía a todos por su rapi- dez. Sin embargo, en aquella soleada tarde del tercer día de arresto en Playa América, Lucas comprobó que leía despacio, captando todos los detalles de su relato sobre los famosos ojos del gato. Sin levantar la cabeza del papel, comentó: –¿Y por qué ese “¡joder con esos ojos!”? ¿Tienes que ser grosero para parecer espontáneo? Lucas no respondió porque la abuela no lo esperaba. Tan sólo se arremolinó en la amplia butaca. Romina continuaba con su corrección de inquisidora de estilo y sintaxis. –¿“La presión de todas las circunstancias no termina de calmarle a uno”? –se preguntó con extrañeza Romina–. ¿Cómo te va a calmar la presión, filliño? Terminó de leer el misterioso relato inconcluso. Todavía le dio un repaso más, sólo por encima, antes de dictar sentencia. –Me gusta, Luquiñas. Tiene fuerza. Está muy bien escrito… Lucas agradeció con una sonrisa sincera el veredicto. La verdad es que sabía que a la abuela le iba a agradar e incluso sorprender, pero no las tenía todas consigo. –¿Y ahora qué? ¿Cómo continúa el asunto? –No lo sé, abuela. Tuve un arranque de inspiración la otra
  • 42. 41 noche y me salió eso. –Pero, ¿quieres seguir o no? –¡Claro que quiero! Si no, no te lo habría enseñado… –¿Y por qué crees que yo te puedo ayudar mejor que tu pro- fesor del colegio? –¡Ya te lo conté el primer día! Ese tío ha sido borrado de mi disco duro: Delete files? Yes! No quiero verlo ni en pintura. –Bien, pero comprenderás que, por mucho que te enfadases con él, tenía razón. Si quieres escribir para el público de andar por casa, tienes que saber que todo el mundo opinará sobre lo que les propones… –retomó Romina la argumentación de Jaime Calero, cortada por el timbre de fin de recreo. –A mí lo que diga la gente de la calle me importa tres ble- dos. Lo que me interesa de verdad es que le guste a los entendi- dos. –¡Ah! ¡Ya comprendo! Quieres escribir para los críticos e iniciados, no para el vulgo. La abuela le contó que conocía a unos cuantos escritores, y por cierto muy afamados, que hacían precisamente eso. Y a otros que escribían sólo para ganar premios. ¡Y lo hacían muy bien: ganan casi todos! Aunque le advirtió de que había que te- ner en cuenta que, al final, unos y otros eran una panda de ami- guetes que se autoincensaban. Sin embargo, a pesar de los lau- reles, apenas ningún mortal los leía, ni incluso los que, engaña- dos por la publicidad grandilocuente de los medios de comuni- cación, los compraron. –¿Eso es lo que quieres? ¿Ser un autor de estantería? –¡Abuela, joé, que sólo es un cuento! –¡Luquiñas, joé, que no te enteras!… –sonrieron ambos por
  • 43. 42 la inesperada réplica burlesca de la anciana señora–. Vamos a ver, filliño, no es normal que un joven de tu edad escriba así. Tú eso lo captas, ¿no? Creo que sabes escribir porque te encanta leer. Y creo que además te gusta y sabes hacerlo… Pero tam- bién creo que no sabes por qué escribes… –¡Ah! ¿Pero es que hay que escribir por algún motivo? ¿No puede ser una afición, un entretenimiento, una forma de pasar el rato? –¡Vamos, Luquiñas! Tú y yo sabemos mil maneras mucho mejores de pasar el rato con dieciséis años –sonrió, picarona, la abuela Micalea–. Tú tienes talento. Tienes un don. Y ese regalo no lo has conseguido sólo tú con tu esfuerzo. Se ve que tienes facilidad para hacer algo muy complejo. Es una cualidad que sólo te pertenece en cuanto que se te ha regalado… Y, como to- dos los dones que se nos entregan a cada uno, queda supeditado al libre albedrío, a la caprichosa libertad del uso que queramos hacer con él. Puedes enterrarlo en un cofre en tu mísero rincón, y cavar y descavar cada vez que quieras recrearte con tu tesoro. Pero también puedes correr el riesgo de hacerlo público, mos- trándoselo a otros, aunque algún patán te diga que es una por- quería. Entonces, muchos podrán disfrutar de él, admirarlo y desearlo. Tú perderás una parte importante de ese tesoro tan tu- yo porque ya no te pertenecerá en exclusiva, pero a cambio ga- narás la riqueza de ser alguien en muchos, de formar parte im- portante de sus vidas. –¡Muy hermosas palabras, abuelita, aunque un poco difíci- les de seguir con tanta metáfora! No sé… No sé si quiero escri- bir para la gente… Quizá sea más fácil verlo desde el punto de vista de… ¿la fama?… Pero tú me lo planteas como una forma de servir a los demás…, sí… como una especie de darse… Nunca había imaginado esa posibilidad…, ni esa responsabili- dad…
  • 44. 43 –¿Responsabilidad? No lo veas sólo como una carga, Lu- cas, sino también como una satisfacción. Te insisto en la misma idea de que, lo que has recibido gratis, puedes compartirlo con quien lo quiera disfrutar contigo, aunque no gratis, evidente- mente –sonrió Romina ante su extraño vericueto mental. Lucas prometió a su abuela que lo pensaría. Que le daría un par de vueltas para ver si lograba alcanzar el sentido completo a su denso coloquio. El lunes se iba con Antón a probar la suerte de la pesca, y tendría tiempo para reflexionar. Su abuela se le- vantó, decidida, y le dio un besazo sonoro en la mejilla, justo antes de salir con urgencia para la reunión del club social de amas de casa, perfecta tapadera para la partida de tapete y lico- res suaves de mujer. Por su parte, el nieto aprovechó lo que restaba de tarde para lagartear en la cercana playa, mientras pensaba sobre su anhela- da Andrea, su extraña situación de expulsado y martirizarse, de paso, por su comportamiento tan infantil como despreciable. II Berto había llegado sano y salvo al sábado. No sólo eso, sino que se había endurecido con el esfuerzo del trabajo, y esta- ba ya en paz con su conciencia. Creía haber pagado con creces el enfado paterno. El sábado no había destripe de cañerías, así que habló con su padre para que le diese algo de vuelo durante el fin de semana. Ángel Lavilla no encontró fuerzas ni argu- mentos para negarse. Incluso le soltó un billete de cincuenta eu- ros sacado directamente de su cartera, mientras le decía con una media sonrisa: –Cógelo. Te lo has ganado. Berto se quedó desconcertado porque era la primera vez que su padre le aflojaba la mosca. Luego, a solas en su cuarto, su mente se puso a enredar y empezó a quejarse por dentro como si
  • 45. 44 le hubieran estafado. ¡Qué cabrón explotador infantil! –se em- pezó a gritar a sí mismo–. ¡Curro como una mala bestia y me da una propina para pipas! ¡Y encima yo doy botes de alegría!… Hombre, es verdad que cincuenta eurazos caídos del cielo son un desmadre, pero es que yo soy medio gilipollas, tío. Tendría que haberlos rechazado y, cuando terminase este suplicio, nego- ciar con ese negrero. ¡Es que soy lelo, tío, un burro del cara- llo!… Bueno, para, para, para. Que estás castigado, Bertito, y que podía haberte puteado toda la semana, y encima, de gratis, y si te gusta bien, y si no que te den. Bueno, vale, es cierto, pero si fuese un currito de su negocio, le tendría que haber pagado un pastonazo, sin contar con los contratos, seguridad social y toda la leche esa. Bueno, sí, pero coño, ¿qué le quieres? Es tu viejo, no tu jefe. Y además, majete, es la primera vez que se afloja la billetera, incluso parecía que con gusto, que eso también hay que valorarlo, no vaya a ser que empiece a aficionarse, el muy cabrón… Así estuvo un buen rato Berto, haciendo de Gollum, y mon- tándose un lío soberbio por un billete de cincuenta euros. Lo cierto es que le dieron cancha libre y pista despejada con una fortuna en sus siempre arruinados bolsillos. Cuando se cansó de discutir consigo mismo, planeó el día. Ya tendría tiempo luego de arrepentirse –e incluso de sentirse mal– por haber puesto a parir a su padre, pero ahora tocaba montárselo bien: a las cua- tro, pachanguita de fútbol con los colegas en Samil, bañito in- cluido. Vuelta a casa, arreglarse y salir con los mismos colegas y otros que aparecerían, seguro. Llamadita a Andrea para que- dar a las seis en la Puerta del Sol, debajo del Sireno. Marcha, marcha y más marcha. Algún estimulante de más si se ofrecía, y unirse al botellón de El Castro, a golpe de billete. Hoy paga el nene, que es millonario. Y si estamos lo suficientemente bien… Si pudiéramos rematar a gol… ¡Joder, macho, eso sería demasié p’al body!
  • 46. 45 Cumplió el plan a rajatabla. Efectivamente, tras el deporte playero y chapuzón, cogió el bus Circular y se bajó en la Puerta del Sol. Debajo del Sireno –espectro sardíneo de espanto eleva- do un porrón de metros por dos pilastras de mármol negro–, es- taba Andrea. Y con ella, un buen grupete de gente de clase. No le hizo mucha gracia a Berto tanta comuna. Prefería un estar a solas con Andrea, pero ¿qué le quieres, macho? Saludó a todos con las manos y una sonrisa lejanas. El grupo empezó a vito- rearlo también desde la distancia –“¡Eeeesse Bertooooo!”–, y a aplaudirle mientras reían como unos sátiros. Andrea se adelantó y se lanzó en sus brazos con un ternísi- mo “¡Bertiiiiiiiiño!”, mientras se lo comía a besos. El resto del rebaño empezó a corear un “¡Ooooooh, queeeé boooniiiitooo, queeeé boooniiiitooo!”, entre risas y envidias. A Berto se le ace- leró la maquinaria. Percibió el cálido contacto del cuerpo de Andrea que lo rodeaba como una pulpesa. Y pensó estar en la gloria, aspirando el conocido perfume exótico que le embriagó una vez más… El tiempo, el espacio y el sonido ambiente se de- tuvieron. Y vivió con tal intensidad ese milisegundo de felici- dad que le pareció toda una vida, mientras volvía en sí mismo con la algarabía del encuentro. En el grupo estaban las Tres Gracias, como los llamaba Conde, es decir, Iago, David y Gonzalo, con más ganas de juer- ga que el mismo Berto. Otras parejitas, que sonreían con mirada bobalicona, como Estefanía y Julito, Ana y Pedrito, o Claudia y Andrés. El resto lo formaban el compacto grupo de las Gorgo- nas –llamadas así porque siempre iban juntas y a su rollo, aun- que no se perdieran una fiesta–, y el acostumbrado cagueta y pi- jo Félix Lavares, que, desquiciado por el súbito follón callejero, hacía locuras estúpidas como dar botes con las manos en alto, gritando aquello de ¡oeéoéoéoeeeeeéoeeeéoé! Nadie entendía por qué lo hacía. La gente que paseaba por la zona miraba al grupo con ges-
  • 47. 46 tos contradictorios: desde la mala cara de señoras mayores sus- pirando por una juventud perdida, hasta el contagio alegre de otros congéneres de especie similar. El rebaño se dirigió, bajan- do por la calle Carral, a la zona de marcha. De local a local y ti- ro porque me toca, fueron haciendo la ruta de la perdición, cada vez más exaltados por brebajes ignotos y por lo atestado de los locales, donde el cagueta Félix –al igual que los demás despare- jados– se estaban poniendo las botas a practicar el “perdón”: no había un buen culo ni buena delantera femeninos que no se so- baran al grito de “¡perdón, perdón! ¡Paso! ¡Gracias!”, con el va- so del cubata en la mano, a la altura convenida, y llevando re- cuento de las fechorías. El grupo fue creciendo con algunos de otras clases de pri- mero de bachillerato y de otros cursos del colegio. Aquello pa- recía un recreo, vamos. Lo cual no estaba nada bien, porque luego todo el mundo comenta por aquí y por allá, y con la can- tidad de bocazas que hay se entera hasta el apuntador. Eso era de lo peor que tenía el colegio. Que todo el mundo cotilleaba de todo el mundo –se lamentó Berto–. Por eso, tras un rato de bai- les simiescos, de botes tribales y gritos de manada al ritmo de una música más ruidosa que melódica, la recua se fue desbara- tando y reduciendo, entre adioses de miradas turbias, risas idio- tas y emociones en erupción. Ya era de noche cuando enfilaron las largas cuestas del monte-parque de El Castro. Se agradecía el fresquito tras el so- foco del apretamiento en los tugurios. Quedaba aún la etapa fi- nal de la fiesta, con los últimos zambombazos alcohólicos y las primeras derrotas estomacales, todo ello en medio de un mare- mágnum de campamento de desmadre hippy. Perdidas las Gor- gonas, escandalizadas por tanta promiscuidad –y en el fondo fe- lices por tener material para despotricar durante una semana al menos–, y las Tres Gracias, que ya estaban en otros rollos alter- nativos, quedaron las parejitas y el pringao del Félix Lavares,
  • 48. 47 que ya no sabía ni cómo se llamaba, ni dónde estaba, ni con quién iba, a pesar de que montaba mucha escandalera con una voz rota y una lengua arrastrada, ingobernable por la desajusta- da actividad cerebral. Cuando llegaron a la falda del parque, a la altura del Ayuntamiento de la ciudad, Claudia y Andrés, que se iban ya de retirada, se lo llevaron a casa en un acto de extraña solidaridad, sabiendo que Félix iba a ir dejando un reguero de vomitonas y que iba a ser un largo trayecto de tembleques, fríos y mareos. O sea, lo de todos los sábados. Berto y Andrea, tras hacerse con nuevas bebidas, en vasos- pozales de tamaño sorprendente, pronto se quedaron decidida- mente solos. Ocultos en una zona de plantas de jardinería, esta- ban muy juntos, muy encariñados, muy sonrientes y… ambos muy lúcidos. Berto tenía que rematar la faena y pasar de nivel. Andrea se mantenía alerta, y a la expectativa. III La tarde del sábado 22 de octubre fue una tarde de sorpresas para Elvira Gutiérrez, la madre de Lucas. Recibió en su casa la visita de Gloria Carrera, madre del tímido pijo y cagueta Félix Lavares. Eran amigas desde tiempos de juventud cuando ambas estudiaron en El Olivo, el mismo colegio de sus hijos. Tras los inevitables rencores de dos chicas demasiado iguales en la apa- riencia, que fueron superados por la vida misma, mantuvieron una sincera amistad a lo largo de los años. El hecho de tener hi- jos de la misma edad en el mismo colegio las unió aún más, y su cercanía ganó un grado de intimidad hasta llegar a lo confi- dencial. Juntas se lamentaban y se animaban, juntas se alegra- ban y lo celebraban, y juntas se complementaban en el extraño placer del cotilleo social, aportando cada una sus propios datos pacientemente recolectados de lunes a viernes. Se sentaron en el amplio salón con ventanales a la Plaza de España.
  • 49. 48 –Elvira, guapa, tienes que ayudarme –se arrancó sin más preámbulos Gloria, mientras removía el azúcar moreno en la ta- za de porcelana con medio café denso y aromático. –¿Qué pasa, chica? –Es sobre Félix. Empiezo a estar preocupada por él. –¿Preocupada, Gloria? Pero si es un encanto de niño… –Nadie lo niega. Pero es que no lo veo centrado… Lo veo acobardado, muy introvertido, con mucha timidez. Antes no era así… –Tranquila, mujer. Son las típicas cosas de los niños a esta edad. Están en pleno pavo y tan desorientados… –Sí, querida, pero yo veo a tu Lucas y se me cae la baba, guapa. Porque me fijo en mi Félix y lo veo a años luz… –Pero no te preocupes, mujer, que ya verás cómo va cam- biando poco a poco. Es verdad que Lucas es un niño muy tran- quilo, pero espera a que empiece a despertar… ¡Vamos, con la que nos ha hecho esta semana, ya te digo que le empiezan a sa- lir los cuernecillos! –Bueno, chica, tranquila… Una pelea de críos… Al menos, demuestra que tiene sangre en las venas, Elvirita, pero es que yo al mío no le veo ni eso… –Pero… ¿tan preocupante te parece? –No sé… Estamos un poco desconcertadas… Mi madre y yo hemos hablado a ver si nos convendría que lo viese un psicó- logo… –¡Hala! ¡Un psicólogo! Que exageras, mujer. Pero… pero, ¿qué os ha llevado a pensar en eso? –Elvira, guapa, es muy fuerte esto que te voy a contar… – mientras la miraba fijamente con ojos ensombrecidos.
  • 50. 49 –¿Qué pasa? –preguntó Elvira, a la que se le dispararon los mecanismos de alarma. –Sé que bebe como un descosido, Elvira, cariño… Estamos en casa destrozadas… –¿Que bebe como un descosido? ¿Quieres decir que se ha convertido en alcohólico con sólo dieciséis años? –No es a diario… Es sólo cuando sale con los otros chicos. Yo creo que lo hace para desinhibirse y no parecer tan poquita cosa… –Mujer, todas hemos salido de marcha y hemos bebido al- go, quizá alguna vez nos mareamos un poco, pero poca cosa más… ¿Estás segura de que se emborracha, en plan emborra- charse en serio? –¡Y tan en serio! Yo creo que es que no se controla –gimió Gloria–. Me llega a casa descolorido, tembloroso, muerto de frío, con el estómago revuelto, siempre mascando ese odioso chicle de menta, y, al día siguiente, con un resacón de caballo… Elvira, por Dios, ¿qué se te ocurre? ¿Qué podemos hacer?… Hoy ha vuelto a salir… ¡A saber cómo nos llega hoy!… He de- jado a mi madre rezándole a todos los santos… –¿Le has castigado sin salir? ¿Habéis hablado con él? –Hasta el agotamiento. Siempre dice que se siente avergon- zado, que tratará de evitarlo. Le hemos dado confianza para que lo intente, para que se supere y sea fuerte… Pero es inútil… Además, tampoco puedes pretender que se quede encerrado to- dos los findes en casa… –Ya. Ya veo. Pues chica, si es así, efectivamente igual ne- cesitáis asesoramiento médico… No sé… Quizá sea una reac- ción tardía a… –Elvira no se atrevió a decir lo que hubiera que- rido decir. Todavía estaba a flor de piel el abandono del sinver- güenza del marido de Gloria, fugado con una neumática verbe-
  • 51. 50 nera, y eso que hacía ya más de dos años largos de lloros, la- mentos y consuelos. Sin embargo, Gloria no quiso tocar el tema y siguió centrada en el hijo. –Yo sé de qué van estas cosas, Elvira. Félix va a necesitar mucho apoyo, y creo que si se pegase a la rueda de Lucas…, no sé, se me ocurría…, a lo mejor es una buena ayuda… ¿Qué te parece? –Hombre, chica, tú sabes que Lucas es muy independien- te… No sé si querrá estar atado a algo o a alguien. Yo puedo hablar con él y ver si le puede echar una mano… –Elvira, por Dios, no sabes cómo te lo agradezco… Yo creo que le podría ayudar un montón ¿sabes, guapa? Y, sobre todo, podrían hacer planes distintos a la dichosa salida de los fines de semana… –Vale, cuenta con ello, Gloria. ¡Qué peniña me dan estas cosas, querida! ¡Es que los niños, –que mira que son buenos, los pobres–, pero es que se ponen a hacer el idiota y nos vuelven locas, y nos matan a disgustos como ni se imaginan! Trataré de convencer a Lucas el martes, que es cuando vuelve de Playa América. –Por cierto, ¿qué tal está? –Hablé ayer con mi madre. Lo ve tranquilo y arrepentido… Ella no duda de que se peleó con ese otro niño por una chica… –¡Pues claro, mujer! ¿No me digas que no sabes de qué va la historia? –Yo lo intuí, pero es que se me cerró en banda. Para que luego te quejes de tu Félix… No ha querido ni tocar el tema con nosotros… –¡Pero si lo sabe medio Vigo, mujer! Yo sé lo que me dijo Félix, pero me lo han corroborado mil fuentes distintas…
  • 52. 51 –¿Que lo sabe medio Vigo? –preguntó con gesto feo Elvi- ra–. ¡Me dejas turulata, Gloria! ¿Cómo no me lo has dicho an- tes? ¿A qué esperas? ¡Mira que saberlo todos menos noso- tros…! Me parece una broma fea, chica. –Pero, mujer, yo pensé que lo sabías todo… A ver si soy capaz de contártelo de manera ordenada… IV Lucas cenó en compañía de la abuela y de Rosina. Fue una cena para agradar al niño, a base de comida basura, delicada- mente seleccionada con lo mejor de la carnicería de Nigrán. Lu- cas, que no era ni estereotipado ni tonto, disfrutó de unas ham- burguesas de ternera gallega, con denominación de origen, y con unas patatas fritas de las de verdad, minuciosamente corta- das en grosor milimétrico y onduladas en una fritura de aceite de oliva. –¡Esto sí que son burguers, Rosina, y no la basura de las de la tele! ¡Y las patatillas, crujientes y ricas, ricas! –¡Como siempre se hicieron, Lucas, como siempre se hicie- ron! –respondió agradecida Rosina. Al término del banquete, abuela y nieto se sentaron en el sa- lón de estar. Romina miró intensamente a los ojos canela de su nieto que, sabiendo lo que buscaban, apartó la vista. –¡Mírame a los ojos, Luquitas! –ordenó amablemente la abuela. Lucas los volvió poco a poco y sintió respeto por esos ojos escrutadores, en un intento vano de ocultar lo que estaban gritando. –Filliño, ¿por qué estás tan molesto contigo mismo? –Abuela, estoy defraudado conmigo mismo. ¿Acaso no has visto estos ojos antes, abuela?
  • 53. 52 –Sí, muchas veces. Son ojos de desconcierto, de duda, de pasiones ardientes mal contenidas… y también ojos de falsedad, de querer aparentar lo que no se tiene… ¿Por qué te martirizas, filliño? No eres feliz. –Tengo un problema que no sé cómo abordar ni resolver. –¿Ese problema tiene nombre de chica guapa? –Eso es sólo una parte del problema… –Efectivamente, Luquiñas. Veo que eres más espabilado que la mayoría de los chicos. –Abuela, me da palo hablar contigo de esto… No te lo to- mes a mal, pero es que preferiría aclararme yo primero… –¡Claro que sí, hijo mío! Sólo hablaremos de lo que tú quie- ras. Pero te voy a dar un consejo… Mañana, que te vas con Freijanes a la mar, habla con él. –¿De qué? –De los dolores que llevas en el alma. –¿Tú crees que él sabrá deshacer la madeja? –No creo que toda. Pero sí algunos de sus nudos más gor- dos, porque son los más fáciles de deshacer, y van despejando el camino… –¿Y por dónde empiezo? –No te preocupes. Él ya lo ha intuido. Tú sólo tienes que arrancar, y él ya mete la primera. Lucas meditó un breve instante sobre lo que le decía su abuela. Puestos a confiar, no era mala baza para salir del atolla- dero. Pero Lucas tenía una pregunta interesada que hacerle a su abuela. –Abuela, ¿qué es la intuición? –preguntó como asustado por
  • 54. 53 su atrevimiento. –Un conocimiento que tenemos casi todas las mujeres y apenas ningún hombre… –¿Tiene que ver con la mirada…? ¿Con lo que ven vuestros ojos? –Tiene mucho que ver, aunque, no lo es todo. –Debe de ser muy chulo… Os envidio por esa forma tan misteriosa de conocer. Me gustaría tenerlo, o al menos, cono- cerlo un poco… –¿Quieres que te enseñe una muestra? –preguntó con ocu- rrencia Romina, pues tuvo una idea clarividente y repentina–. ¡Ven conmigo! Romina se levantó rápida y llevó a su nieto a la sala de los espejos, una estancia de otros tiempos en las que se celebraron bailes de salón. En la pared del fondo había dos retratos de cuerpo entero de sus abuelos, en sus tiempos de vida plena. Romina le puso una silla delante del cuadro del abuelo. –¡Sube, Lucas! Al hacerlo, sus ojos quedaron a la altura de los ojos del re- trato del abuelo. Los miró con atención, sorprendido por su fuerte viveza. –¿Qué ves en esos ojos, Lucas? –Veo vida. Veo un brillo de extraordinaria fuerza… Nunca me había fijado, y eso que he visto mil veces este cuadro… –¿Qué más ves, Luquiñas? –insistió Romina. –No sé… Veo muchas cosas… –contestó con un cierto es- calofrío, desconcertado–. No lo sabría decir… Determinación, riesgo, aventura…
  • 55. 54 –Baja, Lucas. Has visto mucho para ser la primera vez… –¿Tú ves todo lo que tienen esos ojos, abuela? –¡Claro que lo veo! Lo vi mil veces en vida de tu abuelo y quedó ahí, en el cuadro, perfectamente reflejado… –¡Joé, abuela! ¿Y tú crees que el que lo pintó sabía todo eso? –No. No lo sabía todo. Pero intuyó mucho y lo dejó ahí plasmado. –¿Era el pintor uno de esos “apenas ningún hombre”? –¡Ya lo creo! Y tú lo conoces mucho, Luquiñas… Te vas mañana de pesca con él. V Andrea se sacudió de forma brusca a Berto. El querido “Bertiiiiiiño” no era más que un manojo de nervios mal conte- nidos, que había empezado a trabajarse la faena con delicadeza cero. Andrea detectó que la maquinaria del chaval se había puesto en marcha y ya no habría manera de que se parara por sí misma. Y es que no estaba segura. No. No lo estaba. Era cierto que le gustaba Berto, tanto como otros muchos antes. Pero no tenía la seguridad completa de que fuese él el elegido. Para poder acceder a sus pretensiones tenía que tener una seguridad tal que no podría quedar ningún resquicio para la duda. Y como no era el caso, decidió frenar al autómata que se iba acelerando solo. Era el momento de cortar en seco, antes de que ella misma se descontrolase y de que él empezase a cruzar terrenos vedados. –¡Estate quieto, animal, que me haces daño! –le dijo con
  • 56. 55 fuerza Andrea… –Perdona, es que no me controlo… –respondió sorprendido Berto, excusándose con cara de pena, pero volviendo a insistir. Andrea se apartó de sus manos desquiciadas y se puso de pie, rápida. Berto se vio palpando la hierba de la loma de El Castro. Indignado, le gritó: –¿Pero qué haces, tía? ¡Que se me va a cortar el rollo! –¡Por mí como si se te corta la respiración, so cerdo! – respondió Andrea con un enfado muy bien disimulado. –¡A ver, Andrea, mujer! ¡Ven, anda! –¡Que te den, capullo! –y se fue, con paso rápido, con cara de enfado, y bajando a toda máquina hacia el asfalto, camino de casa, indignadísima. –¡Espera, Andrea, espera! ¡Que te acompaño…! –¡Ni se te ocurra! ¡Anda y que te zurzan, so pedorro! – respondió ya lejos Andrea, inalcanzable. Al menos, esta vez ella había calculado bien. Berto se quedó idiotizado, alelado, fuera del mundo. No en- tendía nada. Empezó a dar vueltas por la zona sin sentido. Co- gió el vaso-pozal medio lleno de mejunje halitoso, y se lo bebió de penalti. Luego, lo tiró a sus espaldas y se fue a casa, mientras murmullaba un eterno “manda huevos, joder, manda huevos” que le duró toda la noche.
  • 57. 56 CAPÍTULO 4 I El lunes fue el gran día de la estancia de Lucas en Playa América. A las ocho de la mañana estaba montado en el coche de Antón Freijanes, camino de San Adrián de Cobres, en el in- terior de la ría de Vigo, más allá del puente de Rande. El coche de Freijanes era una especie de caótico almacén de restos con- tradictorios: los aparejos de pesca se entremezclaban con las pinturas y la ropa, y uno se podía encontrar un pincel en el bote de las rapalas3 , o un tubo de óleo en la caja de los plomos. Ha- bía libretas diseminadas por todo el coche con viejos apuntes de inspiración inútil, de las que podían pender sin ningún problema una potera4 , un trozo de sedal mal guardado o los restos aplas- tados de una miñoca entre dos láminas de papel. Lo más curioso de todo es que Freijanes tenía, dentro de ese caos, una especie de orden; mejor habría que decir que tenía un mapa mental y una memoria prodigiosa del habitáculo del coche. Al llegar al muelle, les esperaba un amigo de Freijanes que salía con otros dos marinos en un mejillonero. Iban a pasar la mañana en una batea, propiedad del cultivador, y les recogería a la vuelta de faenar, al final de la mañana. Andar por una batea no es fácil para el novel: compuesta por varios flotadores enor- mes de metal, la estructura se extiende con vigas grandes de madera y otras finas transversales. Siempre hay que pisar en las intersecciones de las finas con las más anchas, pero hay que ha- cerlo con decisión para no dedicarse a hacer equilibrios. El ver- dín del moho, o las mismas cagadas de gaviota, la hacen a veces resbaladiza de derrape y susto, pero no hay problema si uno se                                                                                                                           3  Rapala: arte de pesca con forma de pez del que penden anzuelos de tres púas.   4  Potera: arte de pesca del choco y calamar con forma de pez y cola con corona de púas.  
  • 58. 57 mueve con voluntad. El agua queda un metro más abajo y caer- se es hacerse fijo una avería de dolor indescriptible, además del frío remojón, claro. Ni Antón ni Lucas tenían problemas con los desplazamientos por el inestable armazón, pero todo cuidado era poco. Se dirigieron a la zona de uno de los flotadores de me- tal coloreado de azul, y fueron descargando el material de pes- ca, apoyando cañas, aparejos, cubos y mochillas en las maderas altas. Se fueron al inicio de la batea. Como el día iba despejado y el agua estaba nítida, vieron la cadena, florecida de algas, que sujetaba la estructura, hundiéndose en el verde del fondo. Ha- bría unos veinte metros de profundidad. –Hoy vamos a ir con camarón, Lucas, que me da buena es- pina –comentó Antón. Y dicho esto, sacó un pequeño cubo con agua de mar lleno de quisquillas. –¿A qué hora es la pleamar, tiburón? –empezó con las bro- mas Lucas. –Nos queda hora y media de subida, pezqueñín. Luego, po- cas posibilidades… De retirada casi. –¿Y estás seguro con el camarón, viejo lobo? ¿No te habrá comido el tarro algún guasón que se reserva para él lo que no quiere que cojas tú? –Es posible, pero llevan una semana a muerte con la bicha transparente. ¿Sabes cómo se mete el anzuelo? –Espero no haberlo olvidado… El sedal tiene que salir por detrás, en medio de la cola ¿no? –Es lo básico, chaval. Si no pasa bien, no trabaja nada y pierdes el tiempo como un capirote. Armadas las dos cañas con el cebo y un plomo del uno, sol- taron lastre al fondo de la mar, a ambos lados de la cadena. Se sentaron en las maderas, con los pies colgando, separados unos dos metros. A Lucas le parecía mucha distancia para hablar, pe-
  • 59. 58 ro, en medio de la ría, no importaba andar a gritos. Le gustaba bailar el cebo, porque le faltaba paciencia, hecho que sorprendía a Freijanes, mucho más inmóvil. Lucas decidió arrancar la con- versación. –Antón –dijo en una voz imposible para la confidencia– ¿quieres que te cuente por qué estoy de baja escolar o no? –Concéntrate en la pesca, Lucas. Tenemos hora y media pa- ra hacer algo. Luego ya me cuentas tus batallas de Tirios y Tro- yanos. Lucas se quedó un poco trastornado. ¿Hora y media? Más le valía que empezasen a picar porque si no… no sabía si iba a ser capaz de contenerse tanto tiempo. –¡Ah! ¿Tenéis hambre, eh guapas? –dijo Freijanes al notar unos tímidos tironcillos de vibración en la caña. –¿Qué pasa, te pican ya? –¡Por ahí andan, de desayuno! –Pues a mí ni las ganas… –Levanta el sedal para ver si tienes bien el camarón. Si es- tán ahí abajo, y tienen hambre, no le hacen ascos a nada. Lucas recogió el sedal con rapidez. Le fastidiaba que estu- viesen allí y no sacase nada. Efectivamente, el anzuelo y el hilo se habían movido. Recolocó la trampa carnicera y volvió a echar a fondo. Aún no había notado que el plomo llegaba a la arena cuando Antón gimió de contento. –Ven con papá, guapa, ven. ¡Lucas, aquí viene la primera! Lucas la vio tirando y forcejeando mucho antes de salir del agua. Cuando llegó a la superficie dio dos o tres buenos coleta- zos, y subió campaneando. Freijanes la sostuvo en la axila, la desembarazó del aparejo y la metió en una bolsa grande de ma-
  • 60. 59 lla. Era un buen ejemplar de lubina, plateada y ancha como una delicia. Pero no era una robaliza5 , que eran los trofeos a los que aspiraba Lucas. Si la lubina de Antón había tonteado antes de morder, la pieza que le tocó en suerte a Lucas fue súbita y vio- lenta. Notó el tirón seco y la confirmación de que había entrado hasta el fondo casi a la vez. Lucas gritó, porque sabía que venía algo grande. –¡Antón! ¡Asesino de alevines! ¡Aquí sí que viene la madre de todas las lubinas! ¡Ostras, cómo tira, la muy bestia! ¡Paaaaaraaaa, que me revientas todo! ¿Qué es esto, Antón, que hace más fuerza que un cachalote? –¡Espera, Lucas, no fuerces! ¡Déjame ver! –y Antón le co- gió la caña de las manos temblorosas–. ¡Está haciendo vela! ¡Hay que conseguir que no se vaya a las cuerdas! ¡Saca la caña para afuera…, así, así, eso es…, ya se va hacia afuera! ¡Toda tuya, rapaz! Lucas cogió la caña con ansiedad. De vez en cuando, daba un tirón hacía arriba, y después la dejaba ir. Desde luego, había picado bien. Siguió forcejeando con la pieza un buen rato, y el pez empezó a agotarse. Siguió subiendo y empezó a intuir una forma plana y redondeada. Parecía una choupa6 , pero bastante grande. Cuando logró sacarlo, Antón se lo confirmó: –¡Bien, Lucas! ¡Tú dedícate a las choupas, que yo sigo con las lubinas! –ironizó Freijanes. –¡Vale, por mí te puedes dedicar a las lorchas7 , bufón! – respondió con sorna similar Lucas–. Además, que sepas que los lomos de una choupa, y más de este calibre, no te las cambio por ninguna sardinilla de esas que pescas tú.                                                                                                                           5  Robaliza: lubina grande.   6  Choupa: pez similar a la dorada.   7  Lorcha: pez de fondo feo, pequeño y despreciado.  
  • 61. 60 Lo cierto es que Antón se hinchó a sacar lubinas, con algu- na que otra choupa entremezclada, y que Lucas sólo cobró otra pieza, una lubina de tamaño medio. A la hora, los peces se can- saron de jugar al ratón y al gato y seguir ahí era perder el tiem- po. Freijanes se movió por el perímetro de la batea, pero fue pa- sear en vano. En esa hora fructífera se habían levantado una do- cena de piezas grandes y otras tantas que, por no dar el tamaño, devolvieron a las aguas. No es que tuvieran una especial con- ciencia ecologista. Simplemente, sabían y respetaban la mar y sus frutos, aunque, antes de devolverlas al agua, Freijanes les daba un beso y las despedía con palabras de cariño depredador: –¡Un besiño, guapa! Come, crece, multiplícate, y cuando seas un robalizón de los de foto nos volvemos a ver en esta misma batea, dentro de un año. Pasado un rato, Antón decidió cambiar de estrategia. –¡Marinero! ¡Cambiamos a la rica miñoca! Recogieron los aparejos y pusieron los nuevos, con unas hermosas lombrices marinas que tragaron el anzuelo la mar de bien, pues eran carnosas y duras. Las echaron con cascabel8 en dos huecos de la malla de madera, y se sentaron apoyados en el flotador azul a la espera de la suerte y de la estúpida voracidad de algún pez despistado. Freijanes sacó las viandas. La pesca abre un apetito animal porque se ha estado faenando con tensión en el instintivo drama de la vida y la lucha por la muerte. Co- mieron un generoso trozo de empanada de zamburiñas, mientras bebían agua. Luego, se sentaron juntos en la cara de la batea que daba a Rande. Lucas supo que, ahora sí, iban a hablar.                                                                                                                           8  Cascabel: alarma sonora que se fija a la punta de la caña y que avisa cuando vibra.  
  • 62. 61 II Clara, la hermana de Berto tenía la cualidad de estar siem- pre pendiente de los demás. Desde muy pequeña, se sintió ale- gremente atraída por atender a los suyos, por ayudar a su madre en las tareas del hogar, por mantener el orden y la limpieza en la casa de los Lavilla, por que todos estuviesen a gusto. Siempre era la más rápida en coger lo que se cayese, en ir a abrir la puer- ta, en poner la mesa o en coger el teléfono. Al principio, parecía que se comportaba así por la vanidad de los mil cumplidos que le hacían todos, desde el simple “gracias, guapa”, hasta el su- perlativo de “eres la niña más buena del mundo”. Sin embargo, Clara Lavilla sentía ese impulso desde lo más profundo de sus entrañas, y disfrutaba sinceramente ejerciendo de criada de to- dos. Era, sencillamente, su forma de ser. Clara era probable- mente el principal elemento de cohesión de la familia de Berto. Tenía tres años más que él y, con el paso del tiempo, esas disposiciones se habían consolidado y fortalecido por la expe- riencia y por una conciencia madura que daba sentido de felici- dad a su vida. No cambiaría las alegrías que le proporcionaban esta forma de ser por nada del mundo. Menos alta que su hermano, era como él morena y simpáti- ca. Quizá demasiado delgada, pero bien formada y con rostro alegre de paz. A su hermano le parecía que le faltaba un poco más de carne estratégica para entrar en el grupo de las mazizo- rras, pero esas apreciaciones le traían sin cuidado y le servían para llamarlo “charcutero machista”. Estaba en la universidad, en el CUVI9 , estudiando segundo de Filología Inglesa. Se ago- biaba sobremanera con los exámenes, a pesar de sus excelentes calificaciones, y su madre creía que el estrés le venía a su hija por no darles ningún disgusto con una mala calificación. Se equivocaba Blanca. Desde segundo de bachillerato, Clara había                                                                                                                           9  CUVI: Siglas del Campus de la Universidad de Vigo.  
  • 63. 62 advertido que podía canalizar sus deseos de ayuda a otros en el campo de la docencia, por lo que se determinó a realizar unos estudios que la dirigían a esa meta y para los que no estaba es- pecialmente dotada. Eso le llevaba a suplir con horas de estudio y trabajo personal sus carencias. Clara estaba preocupada con Berto y compartía lo que de- tectaba en la vida de su hermano con su madre, mientras plan- chaban la ropa el domingo por la tarde. –Mamá, Berto está fatal. Está ido. ¿No lo has visto en la comida? Tenía una cara de desterrado que no es normal. Él siempre ha sido muy fiestero y extrovertido, y ahora está en la pola10 más absoluta, zombi perdido… –¿Será por lo de la pelea y la expulsión? –Será, porque desde hace tiempo ha desconectado los chips de la realidad. –¡Bueno, mujer, tú tranquila, que ya se le pasará! – respondió Blanca sin darle importancia, mientras doblaba una camisa. –¡Ya me lo dirás cuando lleguen las primeras notas! ¡Oirás los juramentos en arameo de papá y tu propio disgusto! Enton- ces, me dices que no me preocupe… –¡Bueno! –dijo con resignación Blanca–. ¿Y qué quieres que haga yo? ¡No podemos estudiar por él! –He pensado que lo de Berto quizá no sea estudiar… ¿Viste con qué ganas y alegría se iba a trabajar con los de la cuadrilla esta semana?                                                                                                                           10  Estar en la pola: localismo que significa no enterarse de nada, estar abstraído o despistado.  
  • 64. 63 –¡Yo lo tengo claro, chica! Pero tu padre dice que hoy, sin el bachillerato no vas a ningún sitio… Una vez que lo acabe, que haga una FP o que trabaje en la empresa… Tanto me da. –El problema de papá es que es de piñón fijo. Y se le ha metido en la mollera que Berto tiene que hacer el bachillerato por narices. No me parece justo que ni le pidiese su opinión a Berto ni que le preguntara qué quería hacer. –¡Ah, claro, ya salió la juventud revolucionaria! ¿Crees que tu padre es injusto por pedirle a Berto que aguante un par de años, que luego se le abren mil puertas con los ciclos de forma- ción profesional? Aunque no lo parezca, es amor sincero de pa- dre que quiere lo mejor para su hijo, no de viejo gruñón oxida- do… –¿Cuánto de sincero tiene ese amor sin contar con el pare- cer de Berto? ¿Se puede asesorar a alguien imponiéndole algo? ¿No podemos estudiar por él, decías? Mucho me temo que no os va a quedar otra opción… –¡Vamos, Clara! –alzó el tono, Blanca, sin indignarse–. ¡Hablas de tu hermano como si lo tuviésemos en trabajos forza- dos! Él tiene capacidad de sobra para hacer bachillerato y lo que se proponga. ¡Lo que no se puede consentir es que no lo haga por vagancia o porque le cueste! Luego, con el paso de los años, nos lo echaría en cara… nos preguntaría que por qué no le obli- gamos a estudiar y ser alguien con una vida con más oportuni- dades… ¿Sabes lo que le costó a tu padre hacer lo que ha hecho en su vida? ¡Se pasa el día lamentándose de no haber podido es- tudiar! ¡Yo no quiero que Berto pueda decir eso nunca! Y, si para conseguirlo, tengo que forzarle, lo haré sin caer en la pena tonta de que le hago sufrir. ¡Eso sólo es blandenguería de ma- dres tontas! Clara se quedó pensativa. No imaginaba que sus padres ac- tuaran con tanta perspectiva, viendo el futuro desde las exigen-
  • 65. 64 cias y la realidad del presente. Quizás tuvieran razón, porque lo que estaba claro es que Berto había sacado la ESO sin despei- narse, y el bachillerato no era para tanto. El planteamiento del ciclo superior de formación profesional era un destino óptimo para su hermano. Clara entrevió también lo duro que tendría que ser para su madre obligar a Berto, hacerle sufrir, por su bien. Tendría que reflexionar sobre esta nueva lección de la es- cuela pedagógica de la vida. –¡Es probable que tengas razón, mamá! Pero algo tenemos que hacer con Berto porque así, como va, no saca el bachillerato ni aunque le toque en una tómbola –apuntó Clara, implicándose tanto con Berto como con la postura de sus padres. III Alberto y Elvira estaban en el sofá grande de la sala de es- tar, con la televisión encendida pero ignorada, y hablando de las revelaciones de Gloria de la tarde anterior. –¡Tenemos que tener cuidado con estas cosas, Alberto! ¡No podemos ser los últimos en enterarnos! –¡Bueno! A veces pasa… Lo importante es que no nos vuelva a ocurrir. –¿Has visto esta mañana cómo nos miraban todos los cono- cidos? ¿No has visto el cinismo en sus rostros alegres cuando nos saludaban tan corteses? –La gente es feliz con estas cosas por la envidia, cariño. En el fondo, les molesta que nuestra vida sea tan… ¿deslumbrante? Somos gente respetable… Y tenemos un hijo que ellos no lo tendrían ni en sueños. Por eso se alegran tanto de verle caer una vez. Son unos hipócritas, ven la mota en nuestra ojo y no ad- vierten el estiércol en el que se rebozan sus hijos… –Bueno, Tito, tampoco te pases… Sé que estás tan dolido