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El castillo
  la persona
Una fortaleza labrada de diamante y delicado cristal; un alcázar con puentes
levadizos, rodeado de un foso que defiende su entrada; un palacio formado
por infinitas estancias, adornado de fuentes y jardines y laberintos. Pero no
 para ser admirado pasivamente, sino para correr en él una aventura en la
      que nos jugamos la vida. Para llegar al centro, un centro que atrae
  irresistiblemente, bodega de licores deliciosos, pero sobre todo, morada
  donde habita el Amigo, el Amado: «mejores que el vino son tus amores»
                    (Cant 1, 3). Ese es el castillo de Teresa.
Y este es el ser humano, como ella lo concibe: cincelado de
   hermosura y dignidad, de grandeza y de misterio. Lleno de
gracia, por obra de Aquel que agracia cuanto mira y cuanto toca.
 Aquel que no solo espera, sino que sale al encuentro, que silba
 dulcemente como pastor para guiar los pasos extraviados y ha
  preparado de antemano la mesa para el festín del encuentro.
La persona es el castillo:
ámbito de relación con el
 Huésped que la habita.
    Pero la persona es
 también esa buscadora
 enamorada que recorre
     las moradas, que
atraviesa las estancias en
       busca del que
      ama, sorteando
dificultades, esquivando
 alimañas, orientándose
      por el silbo del
pastor..., revoloteando, tr
      ansformada en
 mariposa, cerca ya de la
 última estancia, donde
  encontrará su glorioso
            final.
Este castillo es Teresa,
    porque la historia que en él
  sucede es la suya, su aventura
 de mujer. Pero eso mismo está
     reservado para cualquiera
  que, impulsado por su mismo
anhelo, esté dispuesto a sortear
 dificultades y obstáculos. Quizá
     es más cómodo quedarse
 sentado a la puerta, esperando
    que suceda algo. Nada más
lejano del talante de esta mujer.
 Luchadora nata, como aquellos
 caballeros de las novelas que le
        robaban el sueño de
   jovencita, se adentrará en el
  castillo dispuesta a afrontar lo
             que viniera.
Y sin embargo (valga la paradoja), de este libro se desprende una certeza: avanzar
    en busca de Dios no es únicamente fruto de un empeño humano, sino, ante
     todo, la respuesta a un don. Las moradas representan a la persona como
 capacidad: el ser humano es “capaz” de Dios, puede disponerse a la acción de la
gracia que lo habita. Los símbolos que vamos a encontrar: la irresistible belleza del
    castillo que atrae..., la docilidad de la cera, la sed que empuja hacia el agua
 viva, son imágenes que nos hablan de la receptividad con que se acoge un amor
                                           mayor:
        «Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras
 fuerzas, aunque os parezca las tenéis grandes, si no os mete el mismo Señor del
                                    castillo» (Concl. 2).
Las últimas
     etapas del
    proceso, las
   moradas más
  interiores, son
  aquellas en las
que solo cabe ya
    la osadía de
dejarse llevar, de
     atreverse a
  confiar en ese
     Señor que
   seduce, y nos
lleva a donde no
      sabemos.
El castillo significa también que el acento ha de ponerse en el interior de la persona.
«No nos imaginemos huecas en lo interior» -había subrayado Teresa en Camino de
Perfección. La riqueza verdadera no reside en lo que el ser humano posee fuera de
sí. Y nada fuera de uno mismo puede obstaculizar esta aventura de encontrarse a
solas con Dios, en la morada más principal del Castillo, allí donde pasan «las cosas de
mucho secreto entre Dios y el alma» (1M 1, 3).
Ella lo expresó luminosamente en unos versos
        que pone en labios de su Señor:

            «Y si acaso no supieres
           donde me hallarás a mí,
          no andes de aquí para allí,
          sino, si hallarme quisieres
          a mí buscarme has en ti».
1. Su imagen y semejanza:
«Comprender la hermosura»
Noble o plebeyo, cristiano viejo o descendiente de judíos, indio o
colonizador, varón o mujer, clérigo o laico... La España del siglo XVI pone
 el acento en la diferencia, marcada e irreconciliable, entre unos seres
 humanos y otros. Frente a esta cultura de la segregación que divide y
margina, encontramos en Moradas una valoración nítida y sin fisuras de
          la extraordinaria dignidad de toda criatura humana.
Todos creados, como relata el Génesis, a imagen de Dios:
«Y creó Dios al ser humano a su imagen, a imagen de Dios lo creó;
                varón y mujer los creó» (Gen 1, 27).
Ser humano varón y
mujer: ambos están
      llamados a
    emprender la
         misma
búsqueda, imantad
   os por el mismo
 Amor, convocados
al mismo banquete:
 «Que tampoco no
  hemos de quedar
   las mujeres tan
  fuera de gozar las
riquezas del Señor»
   –afirmará en las
Meditaciones sobre
 los Cantares (1, 8).
Asegurar la «gran capacidad» de la mujer es
algo, ciertamente, contestatario en su tiempo, cuando prevalecía la
 idea de la inferioridad racional en las mujeres. Con ello se concluía
   que eran fácilmente engañadas en la oración, pues carecían del
necesario discernimiento y resultaban especialmente proclives a ser
                       tentadas por el demonio.
Hermosura, dignidad y gran capacidad. Esas tres cualidades las percibe
Teresa y las deja consignadas ya desde el primer párrafo de Moradas.
 En el libro de los Proverbios encontró ella un verso que le resonó con
fuerza; en él se decía que Dios «gozaba con los hijos de los hombres»
                               (Prov 8, 31).




Dios se regocija, disfruta estando con cada criatura. Teresa quiere que
    sus hermanas carmelitas, y cualquiera que tenga acceso a este
 tratado, caiga en la cuenta de que todo ser humano –también por el
hecho de ser imagen de Dios, que es comunidad-Trinidad–, es creado
               para la relación: con el Otro, con los otros
Un ser humano que Teresa descubre como un misterio, trasunto del Misterio
que es el mismo Dios. Nunca se le acabará de conocer de un modo absoluto.
  Al constatar esa grandeza, necesariamente, brota la alabanza al que es el
origen, el Creador. Y su belleza no se puede perder, aunque sí puede dejar de
  verse, cuando la persona opta por la tiniebla, y no por la luz, a la que está
  llamada. Torciendo su camino, abusando de su libertad, la persona puede
                        elegir el mal y malograr la vida.
• «…se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún
  fundamento, que es: considerar nuestra alma como un castillo todo
  de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos,
  así como en el cielo hay muchas moradas; que, si bien lo
  consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un
  paraíso adonde dice Él tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece
  que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan
  limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa
  con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran
  capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros
  entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como
  no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos
  crió a su imagen y semejanza. Pues, si esto es como lo es, no hay
  para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este
  castillo; porque, puesto que hay la diferencia de él a Dios que del
  Criador a la criatura, pues es criatura, basta decir Su Majestad que
  es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran
  dignidad y hermosura del ánima» (1M 1, 1).
2. Conocimiento propio:
«Veo secretos en nosotros mismos»
No es un castillo de siete estancias
  solamente. Tiene un millón, que es
     como decir infinitas. Y no están
colocadas en hilera, sino a la manera
de las hojas que rodean el cogollo de
         un palmito –dirá Teresa.
La complejidad de la persona, de este
 castillo, no permite simplificaciones.
   Teresa afirma que «tiene muchas
coberturas». Buena conocedora de la
  interioridad humana, descubre que
   en la persona hay múltiples capas
        hasta llegar a lo “muy muy
    interior”, donde son posibles las
      relaciones auténticas con uno
   mismo, con el Otro, con los otros.
«Camina lento, no te apresures, que a donde tienes que llegar es a ti mismo» –dijo
Ortega y Gasset. Y, alcanzando lo hondo de uno mismo, –descubre Teresa– es como
se llega a Dios: «El Padre está en lo escondido» –había afirmado Jesús (Mt 6, 6).
Teresa sonríe irónicamente ante aquellos que creen poder prescindir del propio
conocimiento:
             «Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en
 nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios
          y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (2M 1, 11).
Ya en la antigua Grecia, el filósofo Sócrates había
acuñado como principio de la sabiduría el lema
«conócete a ti mismo». Esto en un doble sentido:
conoce tu interior, tus cualidades, y
también, conoce tu condición, que no eres un
dios sino un ser mortal. También Teresa extraerá
del propio conocimiento la humildad, que sitúa a
la persona ante su desnuda verdad de criatura.
De ahí la importancia de «las pruebas», donde se
palpa     la   realidad      de     uno     mismo:
«¡Pruébanos, Tú, Señor, que sabes las verdades
para que nos conozcamos!» (3M 1, 9).
El ser humano ha «conquistado» el espacio exterior, pero no su propio interior:
existe en muchas personas un temor invencible a quedarse en silencio consigo
mismas. «Acostumbrarse a soledad es gran cosa» –sentencia Teresa en Camino.
Y ella descubre la dificultad de muchos para «entrar» en el propio castillo, por
lo que viven en la superficie: vidas carentes de intimidad. Se dejan vivir por la
sociedad, sin vivir en plenitud.
Para conocerse, Teresa
propone algo más que
un narcisista mirarse a
 uno mismo. Aconseja
    “volar” –como la
abeja– a considerar la
  grandeza de Dios. Si
 estamos hechos a su
         imagen y
      semejanza, su
grandeza será también
  la nuestra. Su virtud
   despertará nuestra
     virtud dormida.
No se trata, por tanto, de permanecer en «nuestro cieno de
miserias», dando vueltas en él. Se trata de arrimarnos cada vez más
 a ese Bien que nos habita. Él no es un Dios lejano y desentendido
       de sus criaturas. Tiene su morada dentro de cada uno.
«Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas; no habéis de
entender estas moradas una en pos de otra como cosa enhilada, sino poned
los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el Rey, y
considerad como un palmito que, para llegar a lo que es de comer, tiene
muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta
pieza están muchas y encima lo mismo; porque las cosas del alma siempre
se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, (…) que no la
arrincone ni apriete; déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a
los lados; pues Dios la dio tan gran dignidad, no se estruje en estar mucho
tiempo en una pieza sola; ¡uf!, que si es en el propio conocimiento, que con
cuan necesario es esto, ¡miren que me entiendan!, aun a las que las tiene el
Señor en la misma morada que Él está, que jamás, por encumbrada que
esté, le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera: que la humildad siempre
labra como la abeja en la colmena la miel (que sin esto todo va perdido);
mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores.
Así el alma en el propio conocimiento; créame y vuele algunas veces a
considerar la grandeza y majestad de su Dios. (…)Y créanme que, con la
virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra
tierra» (1M 2, 8).
3. Humildad:
«Cimiento» de este edificio
                     Tiene mala prensa la humildad en
                 nuestro tiempo, porque se la conecta
                   falsamente con el servilismo, con la
                dependencia, con la baja autoestima.
                    Sin embargo, no es una virtud más
                entre otras, para adornar a la persona
                  espiritual. Las más de 40 referencias
              directas a la humildad en esta obra dan
               fe de la vital importancia que Teresa le
                  concede en la relación con Dios, con
                     uno mismo, con los demás. No es
                            decorado del castillo, es su
              fundamento: «todo este edificio, como
                   he dicho, es su cimiento humildad»
                                              (7M 4, 8).
Solo es posible establecer relaciones sanas desde la más honda verdad de uno
  mismo, desde el reconocimiento de la propia realidad, también de esa menos
brillante, del lado oscuro de nuestra personalidad. Aprender a integrar esa verdad
 es el cauce necesario para la relación. Y eso es la humildad, para Teresa, eso es
«andar en verdad». Así, afirma: «Quiere nuestro Señor que no pierda la memoria
                 de su ser, para que siempre esté humilde» (7M 4, 2).
El propio conocimiento –si se hace bien– desemboca en la
 humildad. Y, por eso, había escrito ella en Camino de Perfección
que la humildad es la dama del ajedrez que da jaque mate al Rey.
  Y aquí insiste: «humildad, humildad; por esta se deja vencer el
             Señor a cuanto de Él queramos» (4M 2, 9).
En una sociedad, la del siglo XVI, –y
    en una iglesia– esclavizada por la
   obsesión de la honra, la humildad
que no mira el falso reconocimiento
           social, sino la autenticidad
    humana, es camino de libertad y
       constructora de relaciones de
fraterna igualdad. Teresa aprende a
     ser humilde mirando a Cristo, el
     humilde, el humillado, el que se
  hace esclavo por amor: «Poned los
    ojos en el Crucificado» (7M 4, 8).
   La humildad llevará a dejar a Dios
 ser Dios, es decir, a dejarle tener el
protagonismo, y no decidir nosotros
por dónde nos ha de llevar. Siempre
     desde la certeza de que todo es
   regalo. La soberbia es exigente; la
   humildad, siempre es agradecida.
No queriendo nos tengan por mejores
 «Yo quisiera poder dar más a entender en este caso, mas no se puede decir.
Saquemos de aquí, hermanas, que, para conformarnos con nuestro Dios y
Esposo en algo, será bien que estudiemos siempre mucho de andar en esta
verdad. No digo solo que no digamos mentira, que en eso, ¡gloria a Dios!, ya veo
que traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa, sino que
andemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras
pudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo que
somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que es
nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y así tendremos en poco este
mundo, que es todo mentira y falsedad y, como tal, no es durable» (6M 10, 6).

 Humildad es andar en verdad
 «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de
esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo
sino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar
en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la
miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo
entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. ¡Plega a
Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio
conocimiento, amén!» (6M 10, 7).
Texto:
AMOR CON AMOR. Páginas escogidas de
   las Moradas de Teresa de Jesús.
          Madrid, Editorial de
 Espiritualidad, 2012, 150 págs. 43-54

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El castillo interior

  • 1. El castillo la persona
  • 2. Una fortaleza labrada de diamante y delicado cristal; un alcázar con puentes levadizos, rodeado de un foso que defiende su entrada; un palacio formado por infinitas estancias, adornado de fuentes y jardines y laberintos. Pero no para ser admirado pasivamente, sino para correr en él una aventura en la que nos jugamos la vida. Para llegar al centro, un centro que atrae irresistiblemente, bodega de licores deliciosos, pero sobre todo, morada donde habita el Amigo, el Amado: «mejores que el vino son tus amores» (Cant 1, 3). Ese es el castillo de Teresa.
  • 3.
  • 4. Y este es el ser humano, como ella lo concibe: cincelado de hermosura y dignidad, de grandeza y de misterio. Lleno de gracia, por obra de Aquel que agracia cuanto mira y cuanto toca. Aquel que no solo espera, sino que sale al encuentro, que silba dulcemente como pastor para guiar los pasos extraviados y ha preparado de antemano la mesa para el festín del encuentro.
  • 5. La persona es el castillo: ámbito de relación con el Huésped que la habita. Pero la persona es también esa buscadora enamorada que recorre las moradas, que atraviesa las estancias en busca del que ama, sorteando dificultades, esquivando alimañas, orientándose por el silbo del pastor..., revoloteando, tr ansformada en mariposa, cerca ya de la última estancia, donde encontrará su glorioso final.
  • 6. Este castillo es Teresa, porque la historia que en él sucede es la suya, su aventura de mujer. Pero eso mismo está reservado para cualquiera que, impulsado por su mismo anhelo, esté dispuesto a sortear dificultades y obstáculos. Quizá es más cómodo quedarse sentado a la puerta, esperando que suceda algo. Nada más lejano del talante de esta mujer. Luchadora nata, como aquellos caballeros de las novelas que le robaban el sueño de jovencita, se adentrará en el castillo dispuesta a afrontar lo que viniera.
  • 7. Y sin embargo (valga la paradoja), de este libro se desprende una certeza: avanzar en busca de Dios no es únicamente fruto de un empeño humano, sino, ante todo, la respuesta a un don. Las moradas representan a la persona como capacidad: el ser humano es “capaz” de Dios, puede disponerse a la acción de la gracia que lo habita. Los símbolos que vamos a encontrar: la irresistible belleza del castillo que atrae..., la docilidad de la cera, la sed que empuja hacia el agua viva, son imágenes que nos hablan de la receptividad con que se acoge un amor mayor: «Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas, aunque os parezca las tenéis grandes, si no os mete el mismo Señor del castillo» (Concl. 2).
  • 8. Las últimas etapas del proceso, las moradas más interiores, son aquellas en las que solo cabe ya la osadía de dejarse llevar, de atreverse a confiar en ese Señor que seduce, y nos lleva a donde no sabemos.
  • 9. El castillo significa también que el acento ha de ponerse en el interior de la persona. «No nos imaginemos huecas en lo interior» -había subrayado Teresa en Camino de Perfección. La riqueza verdadera no reside en lo que el ser humano posee fuera de sí. Y nada fuera de uno mismo puede obstaculizar esta aventura de encontrarse a solas con Dios, en la morada más principal del Castillo, allí donde pasan «las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (1M 1, 3).
  • 10.
  • 11. Ella lo expresó luminosamente en unos versos que pone en labios de su Señor: «Y si acaso no supieres donde me hallarás a mí, no andes de aquí para allí, sino, si hallarme quisieres a mí buscarme has en ti».
  • 12. 1. Su imagen y semejanza: «Comprender la hermosura»
  • 13. Noble o plebeyo, cristiano viejo o descendiente de judíos, indio o colonizador, varón o mujer, clérigo o laico... La España del siglo XVI pone el acento en la diferencia, marcada e irreconciliable, entre unos seres humanos y otros. Frente a esta cultura de la segregación que divide y margina, encontramos en Moradas una valoración nítida y sin fisuras de la extraordinaria dignidad de toda criatura humana.
  • 14. Todos creados, como relata el Génesis, a imagen de Dios: «Y creó Dios al ser humano a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gen 1, 27).
  • 15. Ser humano varón y mujer: ambos están llamados a emprender la misma búsqueda, imantad os por el mismo Amor, convocados al mismo banquete: «Que tampoco no hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor» –afirmará en las Meditaciones sobre los Cantares (1, 8).
  • 16. Asegurar la «gran capacidad» de la mujer es algo, ciertamente, contestatario en su tiempo, cuando prevalecía la idea de la inferioridad racional en las mujeres. Con ello se concluía que eran fácilmente engañadas en la oración, pues carecían del necesario discernimiento y resultaban especialmente proclives a ser tentadas por el demonio.
  • 17. Hermosura, dignidad y gran capacidad. Esas tres cualidades las percibe Teresa y las deja consignadas ya desde el primer párrafo de Moradas. En el libro de los Proverbios encontró ella un verso que le resonó con fuerza; en él se decía que Dios «gozaba con los hijos de los hombres» (Prov 8, 31). Dios se regocija, disfruta estando con cada criatura. Teresa quiere que sus hermanas carmelitas, y cualquiera que tenga acceso a este tratado, caiga en la cuenta de que todo ser humano –también por el hecho de ser imagen de Dios, que es comunidad-Trinidad–, es creado para la relación: con el Otro, con los otros
  • 18. Un ser humano que Teresa descubre como un misterio, trasunto del Misterio que es el mismo Dios. Nunca se le acabará de conocer de un modo absoluto. Al constatar esa grandeza, necesariamente, brota la alabanza al que es el origen, el Creador. Y su belleza no se puede perder, aunque sí puede dejar de verse, cuando la persona opta por la tiniebla, y no por la luz, a la que está llamada. Torciendo su camino, abusando de su libertad, la persona puede elegir el mal y malograr la vida.
  • 19. • «…se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún fundamento, que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas; que, si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos crió a su imagen y semejanza. Pues, si esto es como lo es, no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo; porque, puesto que hay la diferencia de él a Dios que del Criador a la criatura, pues es criatura, basta decir Su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran dignidad y hermosura del ánima» (1M 1, 1).
  • 20. 2. Conocimiento propio: «Veo secretos en nosotros mismos»
  • 21. No es un castillo de siete estancias solamente. Tiene un millón, que es como decir infinitas. Y no están colocadas en hilera, sino a la manera de las hojas que rodean el cogollo de un palmito –dirá Teresa. La complejidad de la persona, de este castillo, no permite simplificaciones. Teresa afirma que «tiene muchas coberturas». Buena conocedora de la interioridad humana, descubre que en la persona hay múltiples capas hasta llegar a lo “muy muy interior”, donde son posibles las relaciones auténticas con uno mismo, con el Otro, con los otros.
  • 22. «Camina lento, no te apresures, que a donde tienes que llegar es a ti mismo» –dijo Ortega y Gasset. Y, alcanzando lo hondo de uno mismo, –descubre Teresa– es como se llega a Dios: «El Padre está en lo escondido» –había afirmado Jesús (Mt 6, 6). Teresa sonríe irónicamente ante aquellos que creen poder prescindir del propio conocimiento: «Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (2M 1, 11).
  • 23. Ya en la antigua Grecia, el filósofo Sócrates había acuñado como principio de la sabiduría el lema «conócete a ti mismo». Esto en un doble sentido: conoce tu interior, tus cualidades, y también, conoce tu condición, que no eres un dios sino un ser mortal. También Teresa extraerá del propio conocimiento la humildad, que sitúa a la persona ante su desnuda verdad de criatura. De ahí la importancia de «las pruebas», donde se palpa la realidad de uno mismo: «¡Pruébanos, Tú, Señor, que sabes las verdades para que nos conozcamos!» (3M 1, 9). El ser humano ha «conquistado» el espacio exterior, pero no su propio interior: existe en muchas personas un temor invencible a quedarse en silencio consigo mismas. «Acostumbrarse a soledad es gran cosa» –sentencia Teresa en Camino. Y ella descubre la dificultad de muchos para «entrar» en el propio castillo, por lo que viven en la superficie: vidas carentes de intimidad. Se dejan vivir por la sociedad, sin vivir en plenitud.
  • 24. Para conocerse, Teresa propone algo más que un narcisista mirarse a uno mismo. Aconseja “volar” –como la abeja– a considerar la grandeza de Dios. Si estamos hechos a su imagen y semejanza, su grandeza será también la nuestra. Su virtud despertará nuestra virtud dormida.
  • 25. No se trata, por tanto, de permanecer en «nuestro cieno de miserias», dando vueltas en él. Se trata de arrimarnos cada vez más a ese Bien que nos habita. Él no es un Dios lejano y desentendido de sus criaturas. Tiene su morada dentro de cada uno.
  • 26. «Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas; no habéis de entender estas moradas una en pos de otra como cosa enhilada, sino poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el Rey, y considerad como un palmito que, para llegar a lo que es de comer, tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta pieza están muchas y encima lo mismo; porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, (…) que no la arrincone ni apriete; déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a los lados; pues Dios la dio tan gran dignidad, no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola; ¡uf!, que si es en el propio conocimiento, que con cuan necesario es esto, ¡miren que me entiendan!, aun a las que las tiene el Señor en la misma morada que Él está, que jamás, por encumbrada que esté, le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera: que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel (que sin esto todo va perdido); mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores. Así el alma en el propio conocimiento; créame y vuele algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. (…)Y créanme que, con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra tierra» (1M 2, 8).
  • 27. 3. Humildad: «Cimiento» de este edificio Tiene mala prensa la humildad en nuestro tiempo, porque se la conecta falsamente con el servilismo, con la dependencia, con la baja autoestima. Sin embargo, no es una virtud más entre otras, para adornar a la persona espiritual. Las más de 40 referencias directas a la humildad en esta obra dan fe de la vital importancia que Teresa le concede en la relación con Dios, con uno mismo, con los demás. No es decorado del castillo, es su fundamento: «todo este edificio, como he dicho, es su cimiento humildad» (7M 4, 8).
  • 28. Solo es posible establecer relaciones sanas desde la más honda verdad de uno mismo, desde el reconocimiento de la propia realidad, también de esa menos brillante, del lado oscuro de nuestra personalidad. Aprender a integrar esa verdad es el cauce necesario para la relación. Y eso es la humildad, para Teresa, eso es «andar en verdad». Así, afirma: «Quiere nuestro Señor que no pierda la memoria de su ser, para que siempre esté humilde» (7M 4, 2).
  • 29. El propio conocimiento –si se hace bien– desemboca en la humildad. Y, por eso, había escrito ella en Camino de Perfección que la humildad es la dama del ajedrez que da jaque mate al Rey. Y aquí insiste: «humildad, humildad; por esta se deja vencer el Señor a cuanto de Él queramos» (4M 2, 9).
  • 30.
  • 31. En una sociedad, la del siglo XVI, –y en una iglesia– esclavizada por la obsesión de la honra, la humildad que no mira el falso reconocimiento social, sino la autenticidad humana, es camino de libertad y constructora de relaciones de fraterna igualdad. Teresa aprende a ser humilde mirando a Cristo, el humilde, el humillado, el que se hace esclavo por amor: «Poned los ojos en el Crucificado» (7M 4, 8). La humildad llevará a dejar a Dios ser Dios, es decir, a dejarle tener el protagonismo, y no decidir nosotros por dónde nos ha de llevar. Siempre desde la certeza de que todo es regalo. La soberbia es exigente; la humildad, siempre es agradecida.
  • 32. No queriendo nos tengan por mejores «Yo quisiera poder dar más a entender en este caso, mas no se puede decir. Saquemos de aquí, hermanas, que, para conformarnos con nuestro Dios y Esposo en algo, será bien que estudiemos siempre mucho de andar en esta verdad. No digo solo que no digamos mentira, que en eso, ¡gloria a Dios!, ya veo que traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa, sino que andemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y así tendremos en poco este mundo, que es todo mentira y falsedad y, como tal, no es durable» (6M 10, 6). Humildad es andar en verdad «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo sino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. ¡Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén!» (6M 10, 7).
  • 33. Texto: AMOR CON AMOR. Páginas escogidas de las Moradas de Teresa de Jesús. Madrid, Editorial de Espiritualidad, 2012, 150 págs. 43-54