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ORACIONES Y MEDITACIONES
de Guillermo de Saint Thierry
Abad cisterciense, S. XII




1ª Oración:
Presciencia divina y predestinación

1. Oh profundidad de la sabiduría y de la ciencia de Dios, qué insondables son sus juicios e
irrastreables sus caminos. Porque, ¿quién ha conocido el plan del Señor o ha sido su
consejero? Te compadeces, Señor, de quien quieres; eres misericordioso con quien quieres. No
es cosa del que quiere o del que se afana sino de ti, Señor, que eres misericordioso.

2. El vaso de arcilla se escurre de las manos del alfarero, su hacedor, que repite las palabras del
Profeta: Si yo lo he modelado, yo lo sostendré. Escapa de las manos de quien lo tiene y lleva,
para caer y romperse. Y grita: ¿pero de qué se queja?; ¿quién puede resistir a su voluntad?
Pero ¿por qué me has hecho así?
Así te habla, sabiduría eterna, el barro de arcilla y barro, vaso de ignominia y de cólera,
destinado a su perdición. Tendría que estremecerse y suplicar ante ti, tú
que puedes modelar del mismo barro, vasijas de fiesta y vasijas de ignominia.

3. Las vasijas festivas y de elección, las vasijas de misericordia que destinaste para la fiesta, no
hablan así. Te reconocen como a su creador y alfarero. Ellos están en tus manos como arcilla
compacta. Ay si cayeran, se romperían en mil trozos y volverían a la nada. Lo saben; por eso no
se vuelven infieles a tu gracia.

4. Misericordia, Señor, misericordia. Tú, nuestro alfarero; nosotros, el barro. Todavía estamos
en cierta medida unidos a ti. Aún nos soportas con tu mano poderosa. Todavía dependemos
de tres de tus dedos: la fe, la esperanza y la caridad. En ellos se apoya la mole de la tierra; la
resistencia de tu santa Iglesia.
Misericordia, sostennos para no caernos de tu mano. Quema las entrañas y el corazón con el
fuego de tu santo Espíritu; y afianza lo que ya has cumplido en nosotros para que no le
estropeemos y nos volvamos al barro y a la nada.

5. Nos creaste para ti. A ti se dirigen nuestros pasos. Te reconocemos nuestro creador y
modelador. Invocamos y adoramos tu sabiduría en la disposición de todo; tu bondad y
misericordia, en su mantenimiento y conservación. Afiánzanos, tú que nos has hecho.
Afiánzanos hasta la forma perfecta de tu imagen y semejanza, pues conforme a ella nos
creaste.

6. La vasija de barro y destinada al barro te habla como el que te increpa y cae: ¿Por qué me
has hecho así? La vasija de fiesta no habla así. Cree de corazón para la justicia; en vista a su
salvación confiesa que tú eres bueno y que hiciste bien todas las cosas, a unos para la fiesta y a
otros para la ignominia. A todos les dotaste de libre albedrío para que fuesen capaces de
comportarse sin estar coaccionados por la necesidad. Con una voluntad libre logran el propio
mérito de la virtud. Porque la virtud consiste en el espontáneo asentimiento de la buena
voluntad hacia el bien.


7. En tu conocimiento absoluto sabía de antemano, sabiduría eterna, cómo se serviría cada
cual del libre albedrío; cómo se decidiría el propio destino y el de las demás cosas; y que tu
gracia estaría a disposición de quien no la malograra. Tu presciencia no coacciona a las
criaturas a ser lo que deben ser, como si necesariamente tuviese que ser así. Antes bien,
porque deben ser de una manera concreta las conoces tú antes de que existan. En modo
alguno tu presciencia puede engañarse. Tu presciencia, Señor, es tu misma sabiduría que
eternamente coexiste contigo, incluso aunque no existiese criatura alguna. En ella están desde
toda la eternidad las causas de todo lo que se hace en el tiempo y el conocimiento de la
criatura que será creada en su debido momento.

8. Todo esto para ti no era futuro, porque ya era vida en tu Verbo, consubstancial a ti mismo, y
por quien ha sido hecho todo cuanto se ha creado De la misma manera que existían en Él
como había de ser más tarde, así serían porque en Él eran ya vida. Pero vida que no fuerza a
ser de una determinada condición; sino que existen en Él porque así habían de ser. Entonces
¿qué diremos? ¿El modo futuro y temporal de su ser, va a ser la causa de su ser eterno en
Dios? Pues si no aparecen en el tiempo parece como si no pudieran existir eternamente en el
Verbo de Dios. Tu ciencia o tu presciencia, Señor, son tu misma verdad, que declara: Yo soy la
Verdad. Y como tú, Señor, por el hecho de conocer de antemano no coaccionas al futuro,
tampoco queda coaccionada tu presciencia por el futuro. Para ti, ni lo pasado ni lo futuro
cuentan; tú eres siempre lo que eres. Lo demás, pasado o futuro, es vida en tu Verbo.

9. Los malvados merodean. Hombre, escapa de la órbita del error hacia el centro de la verdad.
La vasija vuelve a su mismo barro sin forzarle la presciencia de Dios, que no ignoraba la manera
como debía ser. Más bien, sabiendo de antemano que había de ser de este modo, le
predestinó a la ruina.
10. La presciencia de Dios es su bondad, que desde toda la eternidad se ofrece a todos, aunque
no todos la acojan. Unos la reciben; otros la rechazan. Pero en nada afecta a la presciencia
divina que, como se ha dicho, en cuanto bondad de Dios se encuentra en eterna disposición de
comunicarse a todos, aun sin existir criatura alguna. Esta bondad es el Espíritu Santo, eterno
con el Padre y el Hijo. Por eso, en la creación del mundo el Espíritu del Señor se cernía sobre
las aguas , esto es, se ofrecía, se prodigaba a todos haciendo el bien y facilitando lo útil. Es lo
propio del Espíritu Santo. Pero también ahuyentaba al alma perversa, en quien no tiene acceso
la sabiduría.


11. Por eso, el conocimiento anticipado de Dios sobre la criatura con respecto a Dios se llama
presciencia; con respecto al hombre, predestinación. El mismo es a la vez elección y
reprobación. De donde no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. La
predestinación es la preparación de la gracia. La gracia, su efecto. Evita indagar el por qué uno
es elegido y otro reprobado si no quieres disparatar.



12. La soberbia del hombre no se oculta a la presciencia de Dios. No escaparás a su providencia
por la que eres predestinado al castigo reservado a los soberbios. Dios resiste a los soberbios,
pero da su gracia a los humildes. La soberbia es el merecimiento y el signo de la reprobación.
La humildad en cambio es el merecimiento y el signo de la elección. Que proteste si quiere la
vasija de barro: ¿Por qué me has hecho así? Es decir, ¿por qué me has predestinado a la ruina?
La Verdad le responderá: Me expresaré como lo haces tú: Sabía de antemano que habías de
ser una vasija de cólera, dispuesto para la ruina; que serías un insensato que no querías saber
nada de tu salvación; y un soberbio que se mofaría de las humillaciones. Es suficiente. Irás sin
remedio a la perdición. No puedes oponerte a mi voluntad, que derrama su misericordia sobre
quienes se reconocen miserables. Los poderosos serán duramente atormentados en su
iniquidad. Yo sólo quiero compadecerme de los humildes. Pus me compadezco de quien
quiero.

13. Continúan las protestas: Entonces, ¿por qué no me has dado la humildad? Te di lo más, el
libre albedrío; y de él te has servido para llegar a ser poderoso en malicia. Has preferido el mal
al bien. Aún más, me has inculpado tus perversiones intentando acusarme con tus mismas
excusas. No consientes que tu iniquidad te provoque una santa indignación. Irás a tu lugar,
vasija de cólera, dispuesto a la perdición




Del libro "Nuevas Semillas de
Contemplación"
Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, 1968), monje trapense, poeta y pensador
estadounidense. Está considerado como uno de los escritores sobre espiritualidad más
influyentes del siglo XX




La mujer vestida de sol
Todo lo que se ha escrito sobre la Virgen Madre de Dios me demuestra que su santidad es la
más escondida de todas. Lo que se dice sobre ella a veces nos revela más sobre quien lo dice
que sobre Nuestra Señora. Pues como Dios nos reveló muy poco acerca de ella, los seres
humanos que no saben nada de quién y qué fue la Virgen tienden a mostrarse a sí mismos
cuando tratan de a
ñadir algo a lo que Dios nos dijo de ella.
Y lo que sabemos sobre María sólo hace que la cualidad y el carácter verdaderos de su santidad
parezcan más escondidos. Nosotros creemos que su santidad fue la más perfecta después de la
de Cristo, su Hijo, que es Dios. Ahora bien, la santidad de Dios no es más que oscuridad para
nuestras mentes. Sin embargo, la santidad de la Bienaventurada Virgen María es, de algún
modo, más oculta que la santidad de Dios: porque Él al menos nos dijo algo acerca de Sí mismo
que es objetivamente válido cuando se expresa en lenguaje humano. Pero sobre Nuestra
Señora sólo nos dijo unas pocas cosas importantes –y ni siquiera así podemos comprender
plenamente lo que significan–. Pues todo lo que nos dijo sobre el alma de la Virgen se resume
en esto: que estaba absolutamente llena de la más perfecta santidad creada. Pero no tenemos
ningún medio seguro de conocer lo que esto significa en detalle. Por consiguiente, la otra cosa
cierta que conocemos acerca de ella es que su santidad está sumamente escondida.
Y, no obstante, puedo encontrarla si también yo me escondo en Dios, donde ella está
escondida. Compartir su humildad, su escondimiento y pobreza, su ocultación y soledad es la
mejor manera de conocerla; y conocerla así es encontrar la sabiduría: Qui me invenerit inveniet
vitam et hauriet salutem a Domino [Quien me encuentra, encuentra la vida y obtiene la
salvación del Señor (Pr 9,35)].
En la persona humana real y viva que es la Virgen Madre de Cristo se encuentran toda la
pobreza y toda la sabiduría de todos los santos. Todo llegó a ellos a través de ella y está en ella.
La santidad de todos los santos es una participación en la santidad de María, porque en el
orden que Dios ha establecido, quiere que todas las gracias lleguen a los hombres por medio de
ella.
Por esta razón amarla y conocerla es descubrir el verdadero significado de todo y tener acceso
a toda sabiduría. Sin ella, el conocimiento de Cristo es sólo especulación. Pero en ella se
transforma en experiencia porque Dios le dio toda la humildad y toda la pobreza, sin las cuales
no se puede conocer a Cristo. Su santidad es el silencio, el único estado en que Cristo puede ser
oído, y la voz de Dios se convierte en experiencia para nosotros mediante la contemplación de
la Virgen.
El vacío, la soledad interior y la paz, sin los cuales no podemos ser llenados de Dios, fueron
dados a María por Él para que pudiera recibirlo en el mundo, ofreciéndole la hospitalidad de un
ser que era perfectamente puro, perfectamente silencioso, y estaba perfectamente en reposo,
perfectamente en paz y centrado en la humildad más completa. Si conseguimos vaciarnos del
ruido del mundo y de nuestras pasiones, es porque ella ha sido enviada cerca de nosotros por
Dios y nos ha permitido participar en su santidad y su escondimiento.
De entre todos los santos, sólo María es, en todas las cosas, incomparable. Tiene la santidad de
todos ellos y, no obstante, no se parece a ninguno. Y, con todo, podemos decir que somos como
ella. Esta semejanza a ella no es sólo algo que desear, sino la cualidad humana más digna de
nuestro deseo: pero la razón de ello es que María, entre todas las criaturas, fue la que restauró
más perfectamente la semejanza a Dios que Dios quería encontrar, en diferentes grados, en
todos nosotros.
Es necesario, no cabe duda, hablar sobre sus privilegios como si fueran algo que podría resultar
comprensible en el lenguaje humano y podría ser medido por algún criterio humano. Es idóneo
presentarla como una Reina y actuar como si supiéramos lo que quiere decir que tiene un trono
por encima de todos los ángeles. Pero esto no debería hacer olvidar a nadie que su privilegio
más elevado es la pobreza, que su mayor gloria es haber vivido totalmente escondida y que la
fuente de todo su poder es el hecho de ser como nada en la presencia de Cristo, de Dios.
Esto lo olvidan muchas veces los propios católicos y, por consiguiente, no sorprende que los no
católicos a menudo tengan una idea completamente errónea de la devoción católica a la
Madre de Dios. Se imaginan, y en ocasiones podemos comprender cuáles son sus razones, que
los católicos tratan a la Virgen María como un ser casi divino por derecho propio, como si
tuviera alguna gloria, poder o majestad particulares que la situaran en el mismo nivel de Cristo.
Consideran la Asunción de María a los cielos como una forma de apoteosis y su condición de
Reina como una estricta divinización. Por ello su lugar en la Redención podría parecer igual al
de su Hijo. Pero esto es completamente contrario a la verdadera doctrina de la Iglesia católica,
pues olvida que la principal gloria de María está en su nada, en el hecho de ser la «Esclava del
Señor», la cual al convertirse en la Madre de Dios actuó sencillamente en amorosa sumisión a
Su mandato, en la pura obediencia de la fe. Es bienaventurada, no debido a alguna mítica
prerrogativa pseudodivina, sino en todas sus limitaciones humanas y femeninas, como una que
ha creído. Son la fe y la fidelidad de esta humilde esclava, «llena de gracia», las que le permiten
ser el perfecto instrumento de Dios, y nada más que su instrumento. La obra hecha en María
fue únicamente la obra de Dios: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí». La gloria de
María es pura y simplemente la gloria de Dios en ella; y la Virgen, más que ninguna otra
persona, puede decir que no tiene nada que no haya recibido de Él por mediación de Cristo.
En efecto, ésta es precisamente su mayor gloria: que no teniendo nada propio, no conservando
nada de un «yo» que pudiera gloriarse en algún mérito propio, no puso ningún obstáculo a la
misericordia de Dios y de ningún modo se resistió a Su amor y Su voluntad. Por ello recibió más
de Dios que ningún otro santo. Él pudo llevar a término Su voluntad perfectamente en ella y Su
libertad no fue dificultada, ni desviada de su finalidad, por la presencia de un yo egoísta en
María. Ella era y es, en el sentido más elevado, una persona precisamente porque, siendo
«inmaculada», estaba libre de toda mancha de egoísmo capaz de oscurecer la luz de Dios en su
ser. Era, por lo tanto, una libertad que obedecía a Dios perfectamente y en esta obediencia
encontró la consumación del amor perfecto.
El auténtico significado de la devoción católica a María hay que verlo a la luz de la Encarnación.
La Iglesia no puede separar al Hijo de la Madre. Porque la Iglesia concibe la Encarnación como
el descenso de Dios en la carne y en el tiempo, y Su gran don de Sí mismo a Sus criaturas,
también cree que la persona que estuvo más próxima a Él en este gran misterio fue la que
participó del modo más perfecto en el don. Cuando una sala está caldeada por un fuego
abierto, ciertamente no hay nada extraño en el hecho de que quienes están más cerca del
hogar reciban más calor. Y cuando Dios viene al mundo por mediación de uno de Sus siervos,
no hay nada sorprendente en el hecho de que el instrumento escogido por Él tenga la
participación mayor y más íntima en el don divino.
María, que estaba vacía de todo egoísmo y libre de todo pecado, era tan pura como el cristal
de una ventana muy limpia cuya única función es dejar pasar la luz del sol. Si nos alegramos
por esa luz, alabamos implícitamente la limpieza de la ventana. Y, naturalmente, cabría
argumentar que en tal caso podríamos olvidarnos por completo de la ventana. Esto es verdad.
Y, sin embargo, el Hijo de Dios, al vaciarse de Su majestuoso poder, haciéndose niño y
abandonándose en completa dependencia al cuidado amoroso de una Madre humana, en
cierto sentido centra nuestra atención de nuevo en ella. La Luz ha querido que nos
acordásemos de la ventana, porque le está agradecido y porque siente hacia ella un amor
infinitamente tierno y personal. Si Él nos pide que compartamos este amor, nos concede
ciertamente una gracia y un privilegio inmensos, y uno de los aspectos más importantes de este
privilegio es que nos capacita, en cierta medida, para estimar el misterio del gran amor y
respeto de Dios a Sus criaturas.
La asunción de María a los cielos por Dios no es la mera glorificación de una «Diosa Madre».
Todo lo contrario: es la expresión del amor que Dios tiene a la humanidad y una manifestación
muy especial del respeto de Dios a sus criaturas, de Su deseo de honrar a los seres que ha
creado a Su imagen y, muy particularmente, de Su estima al cuerpo que estaba destinado a ser
el templo de Su gloria. Creemos que María fue asunta al cielo porque también nosotros un día,
por la gracia de Dios, moraremos donde ella está. Si la naturaleza humana es glorificada en
María, es porque Dios quiere que sea glorificada también en nosotros, y por este motivo Su
Hijo, haciéndose carne, vino a este mundo.
Así pues, en todo el gran misterio de María, la realidad más clara es que ella no es nada por sí
sola, y que Dios se complació, por nosotros, en manifestar Su gloria y Su amor en ella.
Debido a que María es, entre todos los santos, la más perfectamente pobre y perfectamente
escondida, la que no intenta poseer absolutamente nada como propio, puede comunicar del
modo más pleno al resto de la humanidad la gracia de nuestro Dios infinitamente
desinteresado. Y nosotros Lo poseeremos del modo más verdadero cuando nos hayamos
vaciado y nos hayamos hecho pobres y escondidos como ella, asemejándonos a Él al
asemejarnos a ella.
Toda nuestra santidad depende del amor maternal de María. Las personas que ella desea que
compartan la alegría de su pobreza y sencillez, las que ella quiere que estén ocultas como ella
está escondida, son las que comparten su intimidad con Dios.
Es, por lo tanto, una gracia inmensa y un gran privilegio que una persona que vive en el mundo
en que tenemos que vivir de pronto pierda su interés por las cosas que absorben a ese mundo y
descubra en su propia alma un hambre de pobreza y soledad. Porque el más precioso de todos
los dones de la naturaleza y de la gracia es el deseo de estar escondido, de desaparecer de la
vista de los hombres, de ser tenido en nada por el mundo, de despojarse de la propia
consideración autoconsciente y de disiparse en la nada en la inmensa pobreza que es la
adoración de Dios.
Este absoluto vacío, esta pobreza y esta oscuridad contienen dentro de sí el secreto de toda
alegría, porque están llenos de Dios. La verdadera devoción a la Madre de Dios consiste en
buscar este vacío. Encontrarlo es encontrarla. Y permanecer escondido en sus profundidades es
estar lleno de Dios como ella lo está y compartir su misión de llevarlo a todos los hombres.
Todas las generaciones, pues, tienen que llamarla bienaventurada, porque todas reciben a
través de la obediencia de María toda la vida y la alegría sobrenaturales que Dios les concede.
Y es necesario que el mundo le exprese su reconocimiento, que los poetas alaben las grandes
obras que Dios ha hecho en ella y que se construyan catedrales en su nombre. Porque nuestra
fe en Dios permanecerá incompleta si no reconocemos a Nuestra Señora como la Madre de
Dios, como la Reina de todos los santos y los ángeles y como la esperanza del mundo. ¿Cómo
podríamos pedir a Dios todas las cosas que Él desea que esperemos si no sabemos,
contemplando la santidad de la Virgen Inmaculada, qué grandes cosas puede realizar en el
alma de las personas?
Y así, cuanto más escondidos estemos en las profundidades donde se descubre el secreto de la
Virgen, mayor será nuestro deseo de alabar su nombre en el mundo y de glorificar, en ella, al
Dios que la convirtió en Su resplandeciente tabernáculo. Ahora bien, no confiemos totalmente
en nuestro talento para encontrar las palabras con que ensalzarla: pues aunque pudiéramos
cantar en su honor como hicieron Dante o san Bernardo, podríamos decir poco sobre ella, en
comparación con la Iglesia, que es la única que sabe enaltecerla como conviene y se atreve a
aplicarle las palabras inspiradas que Dios dedica a Su sabiduría. De esta manera la
encontramos viva en el seno de la Escritura y, si no sabemos descubrirla también oculta en el
Antiguo Testamento, en todos los lugares y en todas las promesas que conciernen a su Hijo, no
comprenderemos plenamente la vida que late en las Escrituras.
Ella es la que, en los últimos días, está destinada, por la misericordia delegación de Dios, a
manifestar el poder que Él le ha concedido, debido a su pobreza, y a salvar a los últimos
supervivientes en las ruinas del mundo calcinado. Pero si la última era del mundo, por la
perversidad de los hombres, va a ser probablemente la más terrible, también será por la
clemencia de la Bienaventurada Virgen María, para los pobres que hayan recibido la
misericordia de Dios, la más victoriosa y la más gozosa.



EL CANTAR DE LOS CANTARES
COMO PAN ESPIRITUAL
San Bernardo de Claraval




"Sermones sobre el Cantar de los Cantares. Obras Completas de San Bernardo. Tomo V".
Traducción de Iñaki Aranguren. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1987.

I. 1- A Vosotros, hermanos, deben exponerse otras cosas que a los mundanos, o al menos
de distinta manera. A ellos debe ofrecerles leche y no comida, el que en su magisterio
quiera atenerse al modelo del Apóstol (1). Pero también enseña con su ejemplo a presentar
alimentos más sólidos para los espirituales, cuando dice: "Hablamos no con el lenguaje del
saber humano, sino con el que enseña el Espíritu, explicando temas espirituales a los
hombres de espíritu". E igualmente: "Con los perfectos exponemos un saber escondido",
como pienso que ya sois vosotros sin duda. A no ser que os hayáis entregado en vano
durante tanto tiempo a la búsqueda de las cosas espirituales, dominando vuestros sentidos
y meditando día y noche la ley de Dios. Abrid la boca no para beber leche, sino para
masticar pan. Salomón nos ofrece un pan magnífico y muy sabroso por cierto: me refiero al
libro titulado el Cantar de los Cantares. Si os place, pongámoslo sobre la mesa y
partámoslo.
2- Si no me engaño, la gracia de Dios os ha enseñado suficientemente a conocer este
mundo y despreciar su vacío mediante la palabra del Libro del Eclesiastés. ¿Y el Libro de los
Proverbios? ¿No habéis hallado en él la doctrina necesaria para enmendar e informar
vuestra vida y vuestras inclinaciones? Saboreados ya estos dos libros en los que habéis
recibido del arca del amigo los panes prestados, acercaos también a tomar este tercer pan,
el que mejor sabe.
Hay dos únicos vicios o al menos lo más peligrosos que luchan contra el alma: el vano amordel
mundo y el excesivo amor de sí mismo. Estos dos libros combaten esa doble peste: uno
cercena con el escardillo de la disciplina toda tendencia desordenada y todo exceso de la
carne. El otro aclara agudamente con la luz de la razón el engañoso brillo de toda gloria
mundana, diferenciándolo certeramente del oro de la verdad.
Es decir, entre todos los afanes mundanos y deseos terrenos, opta por temer a Dios y
seguir sus mandatos. Y con toda razón. Porque ese temor es el principio de la verdadera
sabiduría; y esa fidelidad, su culminación. Al fin, sabido es que la sabiduría auténtica y
consumada consiste en apartarse de todo mal y hacer el bien. Además, nadie puede evitar
el mal adecuadamente sin el temor de Dios, ni obrar el bien sin observar los mandamientos.
3- Superados, pues, estos dos vicios con la lectura de ambos libros, nos encontramos ya
preparados para asistir a este diálogo sagrado y contemplativo que, por ser fruto de
entrambos, sólo puede confiarse a espíritus y oídos muy limpios.
II. De no ser así, si antes no se ha enderezado la carne con el esfuerzo de la ascesis,
sometiéndola al espíritu, ni se ha despreciado la ostentación opresiva del mundo, es indigno
que el impuro se entrometa en esta lectura santa. Como la luz invade in útilmente los ojos
ciegos o cerrados, así el hombre animalizado no percibe lo que compete al espíritu de Dios.
Porque el Santo Espíritu de la disciplina rehuye el engaño de toda vida incontinente y nunca
tendrá parte con la vaciedad del mundo, porque es el Espíritu de la verdad. ¿Podrán tener
algo en común el saber que baja de lo alto y el saber de este mundo que es necedad a los
ojos de Dios, o la tendencia a lo terreno, que significa rebeldía contra Dios? Pienso, por eso,
que ya no tendrá motivos para murmurar el amigo que esté de paso entre nosotros, cuando
haya tomado este tercer pan.
4- Mas, ¿quién lo partirá? Está aquí el dueño de la casa: reconoced al Señor en el partir del
pan. ¿Quién más a propósito? No seré yo quien caiga en la osadía de arrogármelo. Dirigíos
hacia mí, sí, pero no lo esperéis de mí. Yo soy uno de los que esperan; mendigo como
vosotros el pan para mi alma, el alimento de mi espíritu. Pobre e indigente, llamo a la
puerta del que abre y nadie cierra, ante el profundísimo misterio de este diálogo. Los ojos
de todos están aguardando, Señor; los niños piden pan y nadie de lo da Lo esperan todo de
tu bondad. Señor, piadoso, parte tu pan al hambriento, si te place, aunque sea con mis
manos, pero con tu poder.
Nota 1: Se refiere a San Pablo y el texto correspondiente que hallaréis en su Epístola
Primera a los Corintios

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Oraciones y meditaciones sobre la presciencia divina

  • 1. ORACIONES Y MEDITACIONES de Guillermo de Saint Thierry Abad cisterciense, S. XII 1ª Oración: Presciencia divina y predestinación 1. Oh profundidad de la sabiduría y de la ciencia de Dios, qué insondables son sus juicios e irrastreables sus caminos. Porque, ¿quién ha conocido el plan del Señor o ha sido su consejero? Te compadeces, Señor, de quien quieres; eres misericordioso con quien quieres. No es cosa del que quiere o del que se afana sino de ti, Señor, que eres misericordioso. 2. El vaso de arcilla se escurre de las manos del alfarero, su hacedor, que repite las palabras del Profeta: Si yo lo he modelado, yo lo sostendré. Escapa de las manos de quien lo tiene y lleva, para caer y romperse. Y grita: ¿pero de qué se queja?; ¿quién puede resistir a su voluntad? Pero ¿por qué me has hecho así? Así te habla, sabiduría eterna, el barro de arcilla y barro, vaso de ignominia y de cólera, destinado a su perdición. Tendría que estremecerse y suplicar ante ti, tú que puedes modelar del mismo barro, vasijas de fiesta y vasijas de ignominia. 3. Las vasijas festivas y de elección, las vasijas de misericordia que destinaste para la fiesta, no hablan así. Te reconocen como a su creador y alfarero. Ellos están en tus manos como arcilla
  • 2. compacta. Ay si cayeran, se romperían en mil trozos y volverían a la nada. Lo saben; por eso no se vuelven infieles a tu gracia. 4. Misericordia, Señor, misericordia. Tú, nuestro alfarero; nosotros, el barro. Todavía estamos en cierta medida unidos a ti. Aún nos soportas con tu mano poderosa. Todavía dependemos de tres de tus dedos: la fe, la esperanza y la caridad. En ellos se apoya la mole de la tierra; la resistencia de tu santa Iglesia. Misericordia, sostennos para no caernos de tu mano. Quema las entrañas y el corazón con el fuego de tu santo Espíritu; y afianza lo que ya has cumplido en nosotros para que no le estropeemos y nos volvamos al barro y a la nada. 5. Nos creaste para ti. A ti se dirigen nuestros pasos. Te reconocemos nuestro creador y modelador. Invocamos y adoramos tu sabiduría en la disposición de todo; tu bondad y misericordia, en su mantenimiento y conservación. Afiánzanos, tú que nos has hecho. Afiánzanos hasta la forma perfecta de tu imagen y semejanza, pues conforme a ella nos creaste. 6. La vasija de barro y destinada al barro te habla como el que te increpa y cae: ¿Por qué me has hecho así? La vasija de fiesta no habla así. Cree de corazón para la justicia; en vista a su salvación confiesa que tú eres bueno y que hiciste bien todas las cosas, a unos para la fiesta y a otros para la ignominia. A todos les dotaste de libre albedrío para que fuesen capaces de comportarse sin estar coaccionados por la necesidad. Con una voluntad libre logran el propio mérito de la virtud. Porque la virtud consiste en el espontáneo asentimiento de la buena voluntad hacia el bien. 7. En tu conocimiento absoluto sabía de antemano, sabiduría eterna, cómo se serviría cada cual del libre albedrío; cómo se decidiría el propio destino y el de las demás cosas; y que tu gracia estaría a disposición de quien no la malograra. Tu presciencia no coacciona a las criaturas a ser lo que deben ser, como si necesariamente tuviese que ser así. Antes bien, porque deben ser de una manera concreta las conoces tú antes de que existan. En modo alguno tu presciencia puede engañarse. Tu presciencia, Señor, es tu misma sabiduría que eternamente coexiste contigo, incluso aunque no existiese criatura alguna. En ella están desde toda la eternidad las causas de todo lo que se hace en el tiempo y el conocimiento de la criatura que será creada en su debido momento. 8. Todo esto para ti no era futuro, porque ya era vida en tu Verbo, consubstancial a ti mismo, y por quien ha sido hecho todo cuanto se ha creado De la misma manera que existían en Él como había de ser más tarde, así serían porque en Él eran ya vida. Pero vida que no fuerza a ser de una determinada condición; sino que existen en Él porque así habían de ser. Entonces ¿qué diremos? ¿El modo futuro y temporal de su ser, va a ser la causa de su ser eterno en Dios? Pues si no aparecen en el tiempo parece como si no pudieran existir eternamente en el Verbo de Dios. Tu ciencia o tu presciencia, Señor, son tu misma verdad, que declara: Yo soy la Verdad. Y como tú, Señor, por el hecho de conocer de antemano no coaccionas al futuro, tampoco queda coaccionada tu presciencia por el futuro. Para ti, ni lo pasado ni lo futuro cuentan; tú eres siempre lo que eres. Lo demás, pasado o futuro, es vida en tu Verbo. 9. Los malvados merodean. Hombre, escapa de la órbita del error hacia el centro de la verdad. La vasija vuelve a su mismo barro sin forzarle la presciencia de Dios, que no ignoraba la manera como debía ser. Más bien, sabiendo de antemano que había de ser de este modo, le predestinó a la ruina.
  • 3. 10. La presciencia de Dios es su bondad, que desde toda la eternidad se ofrece a todos, aunque no todos la acojan. Unos la reciben; otros la rechazan. Pero en nada afecta a la presciencia divina que, como se ha dicho, en cuanto bondad de Dios se encuentra en eterna disposición de comunicarse a todos, aun sin existir criatura alguna. Esta bondad es el Espíritu Santo, eterno con el Padre y el Hijo. Por eso, en la creación del mundo el Espíritu del Señor se cernía sobre las aguas , esto es, se ofrecía, se prodigaba a todos haciendo el bien y facilitando lo útil. Es lo propio del Espíritu Santo. Pero también ahuyentaba al alma perversa, en quien no tiene acceso la sabiduría. 11. Por eso, el conocimiento anticipado de Dios sobre la criatura con respecto a Dios se llama presciencia; con respecto al hombre, predestinación. El mismo es a la vez elección y reprobación. De donde no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros. La predestinación es la preparación de la gracia. La gracia, su efecto. Evita indagar el por qué uno es elegido y otro reprobado si no quieres disparatar. 12. La soberbia del hombre no se oculta a la presciencia de Dios. No escaparás a su providencia por la que eres predestinado al castigo reservado a los soberbios. Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes. La soberbia es el merecimiento y el signo de la reprobación. La humildad en cambio es el merecimiento y el signo de la elección. Que proteste si quiere la vasija de barro: ¿Por qué me has hecho así? Es decir, ¿por qué me has predestinado a la ruina? La Verdad le responderá: Me expresaré como lo haces tú: Sabía de antemano que habías de ser una vasija de cólera, dispuesto para la ruina; que serías un insensato que no querías saber nada de tu salvación; y un soberbio que se mofaría de las humillaciones. Es suficiente. Irás sin remedio a la perdición. No puedes oponerte a mi voluntad, que derrama su misericordia sobre quienes se reconocen miserables. Los poderosos serán duramente atormentados en su iniquidad. Yo sólo quiero compadecerme de los humildes. Pus me compadezco de quien quiero. 13. Continúan las protestas: Entonces, ¿por qué no me has dado la humildad? Te di lo más, el libre albedrío; y de él te has servido para llegar a ser poderoso en malicia. Has preferido el mal al bien. Aún más, me has inculpado tus perversiones intentando acusarme con tus mismas excusas. No consientes que tu iniquidad te provoque una santa indignación. Irás a tu lugar, vasija de cólera, dispuesto a la perdición Del libro "Nuevas Semillas de Contemplación"
  • 4. Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, 1968), monje trapense, poeta y pensador estadounidense. Está considerado como uno de los escritores sobre espiritualidad más influyentes del siglo XX La mujer vestida de sol Todo lo que se ha escrito sobre la Virgen Madre de Dios me demuestra que su santidad es la más escondida de todas. Lo que se dice sobre ella a veces nos revela más sobre quien lo dice que sobre Nuestra Señora. Pues como Dios nos reveló muy poco acerca de ella, los seres humanos que no saben nada de quién y qué fue la Virgen tienden a mostrarse a sí mismos cuando tratan de a ñadir algo a lo que Dios nos dijo de ella. Y lo que sabemos sobre María sólo hace que la cualidad y el carácter verdaderos de su santidad parezcan más escondidos. Nosotros creemos que su santidad fue la más perfecta después de la de Cristo, su Hijo, que es Dios. Ahora bien, la santidad de Dios no es más que oscuridad para nuestras mentes. Sin embargo, la santidad de la Bienaventurada Virgen María es, de algún modo, más oculta que la santidad de Dios: porque Él al menos nos dijo algo acerca de Sí mismo que es objetivamente válido cuando se expresa en lenguaje humano. Pero sobre Nuestra Señora sólo nos dijo unas pocas cosas importantes –y ni siquiera así podemos comprender plenamente lo que significan–. Pues todo lo que nos dijo sobre el alma de la Virgen se resume en esto: que estaba absolutamente llena de la más perfecta santidad creada. Pero no tenemos ningún medio seguro de conocer lo que esto significa en detalle. Por consiguiente, la otra cosa cierta que conocemos acerca de ella es que su santidad está sumamente escondida. Y, no obstante, puedo encontrarla si también yo me escondo en Dios, donde ella está escondida. Compartir su humildad, su escondimiento y pobreza, su ocultación y soledad es la mejor manera de conocerla; y conocerla así es encontrar la sabiduría: Qui me invenerit inveniet vitam et hauriet salutem a Domino [Quien me encuentra, encuentra la vida y obtiene la salvación del Señor (Pr 9,35)]. En la persona humana real y viva que es la Virgen Madre de Cristo se encuentran toda la pobreza y toda la sabiduría de todos los santos. Todo llegó a ellos a través de ella y está en ella. La santidad de todos los santos es una participación en la santidad de María, porque en el orden que Dios ha establecido, quiere que todas las gracias lleguen a los hombres por medio de ella. Por esta razón amarla y conocerla es descubrir el verdadero significado de todo y tener acceso a toda sabiduría. Sin ella, el conocimiento de Cristo es sólo especulación. Pero en ella se transforma en experiencia porque Dios le dio toda la humildad y toda la pobreza, sin las cuales no se puede conocer a Cristo. Su santidad es el silencio, el único estado en que Cristo puede ser oído, y la voz de Dios se convierte en experiencia para nosotros mediante la contemplación de la Virgen. El vacío, la soledad interior y la paz, sin los cuales no podemos ser llenados de Dios, fueron
  • 5. dados a María por Él para que pudiera recibirlo en el mundo, ofreciéndole la hospitalidad de un ser que era perfectamente puro, perfectamente silencioso, y estaba perfectamente en reposo, perfectamente en paz y centrado en la humildad más completa. Si conseguimos vaciarnos del ruido del mundo y de nuestras pasiones, es porque ella ha sido enviada cerca de nosotros por Dios y nos ha permitido participar en su santidad y su escondimiento. De entre todos los santos, sólo María es, en todas las cosas, incomparable. Tiene la santidad de todos ellos y, no obstante, no se parece a ninguno. Y, con todo, podemos decir que somos como ella. Esta semejanza a ella no es sólo algo que desear, sino la cualidad humana más digna de nuestro deseo: pero la razón de ello es que María, entre todas las criaturas, fue la que restauró más perfectamente la semejanza a Dios que Dios quería encontrar, en diferentes grados, en todos nosotros. Es necesario, no cabe duda, hablar sobre sus privilegios como si fueran algo que podría resultar comprensible en el lenguaje humano y podría ser medido por algún criterio humano. Es idóneo presentarla como una Reina y actuar como si supiéramos lo que quiere decir que tiene un trono por encima de todos los ángeles. Pero esto no debería hacer olvidar a nadie que su privilegio más elevado es la pobreza, que su mayor gloria es haber vivido totalmente escondida y que la fuente de todo su poder es el hecho de ser como nada en la presencia de Cristo, de Dios. Esto lo olvidan muchas veces los propios católicos y, por consiguiente, no sorprende que los no católicos a menudo tengan una idea completamente errónea de la devoción católica a la Madre de Dios. Se imaginan, y en ocasiones podemos comprender cuáles son sus razones, que los católicos tratan a la Virgen María como un ser casi divino por derecho propio, como si tuviera alguna gloria, poder o majestad particulares que la situaran en el mismo nivel de Cristo. Consideran la Asunción de María a los cielos como una forma de apoteosis y su condición de Reina como una estricta divinización. Por ello su lugar en la Redención podría parecer igual al de su Hijo. Pero esto es completamente contrario a la verdadera doctrina de la Iglesia católica, pues olvida que la principal gloria de María está en su nada, en el hecho de ser la «Esclava del Señor», la cual al convertirse en la Madre de Dios actuó sencillamente en amorosa sumisión a Su mandato, en la pura obediencia de la fe. Es bienaventurada, no debido a alguna mítica prerrogativa pseudodivina, sino en todas sus limitaciones humanas y femeninas, como una que ha creído. Son la fe y la fidelidad de esta humilde esclava, «llena de gracia», las que le permiten ser el perfecto instrumento de Dios, y nada más que su instrumento. La obra hecha en María fue únicamente la obra de Dios: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí». La gloria de María es pura y simplemente la gloria de Dios en ella; y la Virgen, más que ninguna otra persona, puede decir que no tiene nada que no haya recibido de Él por mediación de Cristo. En efecto, ésta es precisamente su mayor gloria: que no teniendo nada propio, no conservando nada de un «yo» que pudiera gloriarse en algún mérito propio, no puso ningún obstáculo a la misericordia de Dios y de ningún modo se resistió a Su amor y Su voluntad. Por ello recibió más de Dios que ningún otro santo. Él pudo llevar a término Su voluntad perfectamente en ella y Su libertad no fue dificultada, ni desviada de su finalidad, por la presencia de un yo egoísta en María. Ella era y es, en el sentido más elevado, una persona precisamente porque, siendo «inmaculada», estaba libre de toda mancha de egoísmo capaz de oscurecer la luz de Dios en su ser. Era, por lo tanto, una libertad que obedecía a Dios perfectamente y en esta obediencia encontró la consumación del amor perfecto. El auténtico significado de la devoción católica a María hay que verlo a la luz de la Encarnación. La Iglesia no puede separar al Hijo de la Madre. Porque la Iglesia concibe la Encarnación como el descenso de Dios en la carne y en el tiempo, y Su gran don de Sí mismo a Sus criaturas, también cree que la persona que estuvo más próxima a Él en este gran misterio fue la que participó del modo más perfecto en el don. Cuando una sala está caldeada por un fuego abierto, ciertamente no hay nada extraño en el hecho de que quienes están más cerca del hogar reciban más calor. Y cuando Dios viene al mundo por mediación de uno de Sus siervos, no hay nada sorprendente en el hecho de que el instrumento escogido por Él tenga la participación mayor y más íntima en el don divino.
  • 6. María, que estaba vacía de todo egoísmo y libre de todo pecado, era tan pura como el cristal de una ventana muy limpia cuya única función es dejar pasar la luz del sol. Si nos alegramos por esa luz, alabamos implícitamente la limpieza de la ventana. Y, naturalmente, cabría argumentar que en tal caso podríamos olvidarnos por completo de la ventana. Esto es verdad. Y, sin embargo, el Hijo de Dios, al vaciarse de Su majestuoso poder, haciéndose niño y abandonándose en completa dependencia al cuidado amoroso de una Madre humana, en cierto sentido centra nuestra atención de nuevo en ella. La Luz ha querido que nos acordásemos de la ventana, porque le está agradecido y porque siente hacia ella un amor infinitamente tierno y personal. Si Él nos pide que compartamos este amor, nos concede ciertamente una gracia y un privilegio inmensos, y uno de los aspectos más importantes de este privilegio es que nos capacita, en cierta medida, para estimar el misterio del gran amor y respeto de Dios a Sus criaturas. La asunción de María a los cielos por Dios no es la mera glorificación de una «Diosa Madre». Todo lo contrario: es la expresión del amor que Dios tiene a la humanidad y una manifestación muy especial del respeto de Dios a sus criaturas, de Su deseo de honrar a los seres que ha creado a Su imagen y, muy particularmente, de Su estima al cuerpo que estaba destinado a ser el templo de Su gloria. Creemos que María fue asunta al cielo porque también nosotros un día, por la gracia de Dios, moraremos donde ella está. Si la naturaleza humana es glorificada en María, es porque Dios quiere que sea glorificada también en nosotros, y por este motivo Su Hijo, haciéndose carne, vino a este mundo. Así pues, en todo el gran misterio de María, la realidad más clara es que ella no es nada por sí sola, y que Dios se complació, por nosotros, en manifestar Su gloria y Su amor en ella. Debido a que María es, entre todos los santos, la más perfectamente pobre y perfectamente escondida, la que no intenta poseer absolutamente nada como propio, puede comunicar del modo más pleno al resto de la humanidad la gracia de nuestro Dios infinitamente desinteresado. Y nosotros Lo poseeremos del modo más verdadero cuando nos hayamos vaciado y nos hayamos hecho pobres y escondidos como ella, asemejándonos a Él al asemejarnos a ella. Toda nuestra santidad depende del amor maternal de María. Las personas que ella desea que compartan la alegría de su pobreza y sencillez, las que ella quiere que estén ocultas como ella está escondida, son las que comparten su intimidad con Dios. Es, por lo tanto, una gracia inmensa y un gran privilegio que una persona que vive en el mundo en que tenemos que vivir de pronto pierda su interés por las cosas que absorben a ese mundo y descubra en su propia alma un hambre de pobreza y soledad. Porque el más precioso de todos los dones de la naturaleza y de la gracia es el deseo de estar escondido, de desaparecer de la vista de los hombres, de ser tenido en nada por el mundo, de despojarse de la propia consideración autoconsciente y de disiparse en la nada en la inmensa pobreza que es la adoración de Dios. Este absoluto vacío, esta pobreza y esta oscuridad contienen dentro de sí el secreto de toda alegría, porque están llenos de Dios. La verdadera devoción a la Madre de Dios consiste en buscar este vacío. Encontrarlo es encontrarla. Y permanecer escondido en sus profundidades es estar lleno de Dios como ella lo está y compartir su misión de llevarlo a todos los hombres. Todas las generaciones, pues, tienen que llamarla bienaventurada, porque todas reciben a través de la obediencia de María toda la vida y la alegría sobrenaturales que Dios les concede. Y es necesario que el mundo le exprese su reconocimiento, que los poetas alaben las grandes obras que Dios ha hecho en ella y que se construyan catedrales en su nombre. Porque nuestra fe en Dios permanecerá incompleta si no reconocemos a Nuestra Señora como la Madre de Dios, como la Reina de todos los santos y los ángeles y como la esperanza del mundo. ¿Cómo podríamos pedir a Dios todas las cosas que Él desea que esperemos si no sabemos, contemplando la santidad de la Virgen Inmaculada, qué grandes cosas puede realizar en el alma de las personas? Y así, cuanto más escondidos estemos en las profundidades donde se descubre el secreto de la
  • 7. Virgen, mayor será nuestro deseo de alabar su nombre en el mundo y de glorificar, en ella, al Dios que la convirtió en Su resplandeciente tabernáculo. Ahora bien, no confiemos totalmente en nuestro talento para encontrar las palabras con que ensalzarla: pues aunque pudiéramos cantar en su honor como hicieron Dante o san Bernardo, podríamos decir poco sobre ella, en comparación con la Iglesia, que es la única que sabe enaltecerla como conviene y se atreve a aplicarle las palabras inspiradas que Dios dedica a Su sabiduría. De esta manera la encontramos viva en el seno de la Escritura y, si no sabemos descubrirla también oculta en el Antiguo Testamento, en todos los lugares y en todas las promesas que conciernen a su Hijo, no comprenderemos plenamente la vida que late en las Escrituras. Ella es la que, en los últimos días, está destinada, por la misericordia delegación de Dios, a manifestar el poder que Él le ha concedido, debido a su pobreza, y a salvar a los últimos supervivientes en las ruinas del mundo calcinado. Pero si la última era del mundo, por la perversidad de los hombres, va a ser probablemente la más terrible, también será por la clemencia de la Bienaventurada Virgen María, para los pobres que hayan recibido la misericordia de Dios, la más victoriosa y la más gozosa. EL CANTAR DE LOS CANTARES COMO PAN ESPIRITUAL San Bernardo de Claraval "Sermones sobre el Cantar de los Cantares. Obras Completas de San Bernardo. Tomo V". Traducción de Iñaki Aranguren. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1987. I. 1- A Vosotros, hermanos, deben exponerse otras cosas que a los mundanos, o al menos de distinta manera. A ellos debe ofrecerles leche y no comida, el que en su magisterio quiera atenerse al modelo del Apóstol (1). Pero también enseña con su ejemplo a presentar alimentos más sólidos para los espirituales, cuando dice: "Hablamos no con el lenguaje del saber humano, sino con el que enseña el Espíritu, explicando temas espirituales a los
  • 8. hombres de espíritu". E igualmente: "Con los perfectos exponemos un saber escondido", como pienso que ya sois vosotros sin duda. A no ser que os hayáis entregado en vano durante tanto tiempo a la búsqueda de las cosas espirituales, dominando vuestros sentidos y meditando día y noche la ley de Dios. Abrid la boca no para beber leche, sino para masticar pan. Salomón nos ofrece un pan magnífico y muy sabroso por cierto: me refiero al libro titulado el Cantar de los Cantares. Si os place, pongámoslo sobre la mesa y partámoslo. 2- Si no me engaño, la gracia de Dios os ha enseñado suficientemente a conocer este mundo y despreciar su vacío mediante la palabra del Libro del Eclesiastés. ¿Y el Libro de los Proverbios? ¿No habéis hallado en él la doctrina necesaria para enmendar e informar vuestra vida y vuestras inclinaciones? Saboreados ya estos dos libros en los que habéis recibido del arca del amigo los panes prestados, acercaos también a tomar este tercer pan, el que mejor sabe. Hay dos únicos vicios o al menos lo más peligrosos que luchan contra el alma: el vano amordel mundo y el excesivo amor de sí mismo. Estos dos libros combaten esa doble peste: uno cercena con el escardillo de la disciplina toda tendencia desordenada y todo exceso de la carne. El otro aclara agudamente con la luz de la razón el engañoso brillo de toda gloria mundana, diferenciándolo certeramente del oro de la verdad. Es decir, entre todos los afanes mundanos y deseos terrenos, opta por temer a Dios y seguir sus mandatos. Y con toda razón. Porque ese temor es el principio de la verdadera sabiduría; y esa fidelidad, su culminación. Al fin, sabido es que la sabiduría auténtica y consumada consiste en apartarse de todo mal y hacer el bien. Además, nadie puede evitar el mal adecuadamente sin el temor de Dios, ni obrar el bien sin observar los mandamientos. 3- Superados, pues, estos dos vicios con la lectura de ambos libros, nos encontramos ya preparados para asistir a este diálogo sagrado y contemplativo que, por ser fruto de entrambos, sólo puede confiarse a espíritus y oídos muy limpios. II. De no ser así, si antes no se ha enderezado la carne con el esfuerzo de la ascesis, sometiéndola al espíritu, ni se ha despreciado la ostentación opresiva del mundo, es indigno que el impuro se entrometa en esta lectura santa. Como la luz invade in útilmente los ojos ciegos o cerrados, así el hombre animalizado no percibe lo que compete al espíritu de Dios. Porque el Santo Espíritu de la disciplina rehuye el engaño de toda vida incontinente y nunca tendrá parte con la vaciedad del mundo, porque es el Espíritu de la verdad. ¿Podrán tener algo en común el saber que baja de lo alto y el saber de este mundo que es necedad a los ojos de Dios, o la tendencia a lo terreno, que significa rebeldía contra Dios? Pienso, por eso, que ya no tendrá motivos para murmurar el amigo que esté de paso entre nosotros, cuando haya tomado este tercer pan. 4- Mas, ¿quién lo partirá? Está aquí el dueño de la casa: reconoced al Señor en el partir del pan. ¿Quién más a propósito? No seré yo quien caiga en la osadía de arrogármelo. Dirigíos hacia mí, sí, pero no lo esperéis de mí. Yo soy uno de los que esperan; mendigo como vosotros el pan para mi alma, el alimento de mi espíritu. Pobre e indigente, llamo a la puerta del que abre y nadie cierra, ante el profundísimo misterio de este diálogo. Los ojos de todos están aguardando, Señor; los niños piden pan y nadie de lo da Lo esperan todo de tu bondad. Señor, piadoso, parte tu pan al hambriento, si te place, aunque sea con mis manos, pero con tu poder. Nota 1: Se refiere a San Pablo y el texto correspondiente que hallaréis en su Epístola Primera a los Corintios