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   Me lo dijo el bosque
    Fermín apenas había cumplido seis años. Vivía con sus padres y sus hermanos
    Juan y Ramón, en un pueblo cercano a un bosque de niebla, en lo alto de una
    montaña, donde crecían orquídeas y helechos y volaban los quetzales. El pequeño
    no podía disfrutar de esas imágenes porque era ciego de nacimiento. Sus padres lo
    habían llevado a la ciudad más cercana para darle tratamiento, pero el médico les
    había dicho que su problema no tenía cura.
    Con todo y eso el pequeño llevaba una vida normal y estudiaba gracias a la lectura
    en voz alta que hacían sus familiares. Los demás habitantes lo respetaban, pero no
    le tenían el mismo aprecio que a los niños con vista normal, pues sentían que no
    podría ayudarlos en las faenas del campo. No sabían que, al carecer de vista,
    Fermín había desarrollado más de lo normal sus otros sentidos: su olfato era más
    refinado, su oído detectaba sonidos imperceptibles para los demás y sus dedos
    podían percibir cambios sutiles en los objetos. Su mejor amigo era el bosque de
    niebla. Cuando sus manos percibían la humedad del musgo en los troncos
    informaba: ―el bosque me dijo que va a llover‖; cuando sus oídos escuchaban un
    aleteo casi imperceptible entre las hojas, anunciaba ―Vengan: dice el bosque que el
    quetzal no tarda‖. Sus padres y sus hermanos lo escuchaban atentamente pues por
    él se enteraban de muchas cosas.
    Eran tiempos de la Revolución y los bandoleros aprovechaban para saquear los
    pueblos: montados a caballo se metían a las casas, tomaban los objetos y se robaban
    a las muchachas. Los habitantes del pueblo de Fermín se creían a salvo, pues
    pensaban que los bandoleros andaban lejos, pero en realidad los pillos planeaban
    atacarlo y andaban cerca de allí. Una mañana, paseando por el bosque, Fermín
    notó señales extrañas. Tocó los troncos y percibió la vibración de una cabalgata;
    respiró, y olió el humo de fogatas; aguzó su oído, y escuchó ecos de un corrido. ¡El
    bosque le dijo que los bandoleros iban hacia el pueblo!
   Nervioso, lo informó a los habitantes pero no le hicieron caso. Sus hermanos lo tomaron en
    serio y corrieron por las calles recomendando a todos que apagaran velas y braseros, que se
    quedaran quietos y guardaran a sus perros para que los malvados no ubicaran el pueblo.
    Orgulloso de Fermín, el bosque —con ayuda de la lluvia y la noche— produjo una espesa
    neblina que ocultó las casas entre los montes. Al acercarse, uno de los bandoleros dijo: ―Aquí
    no se ve nada pelados. ¡Era mentira lo del pueblo!‖ y se alejaron galopando. Al amanecer,
    cuando la niebla se había dispersado y la vegetación lucía radiante, Fermín se sintió feliz: los
    demás veían, sí, pero sólo él podía hablar con el bosque.

    La rana y la serpiente
    Un bebé rana saltaba por el campo, feliz de haber dejado de ser renacuajo, cuando se encontró
    con un ser muy raro que se arrastraba por el piso. Al principio se asustó mucho, pues jamás en
    su corta vida terrestre había visto un gusano tan largo y tan gordo.

    Además, el ruido que hacía al meter y sacar la lengua de su boca era como para ponerle la piel
    de gallina a cualquier rana. Se trataba en verdad de un bicho raro, pero tenía, eso sí, los colores
    más hermosos que el bebé rana había visto jamás. Este vistoso colorido alegró inmensamente al
    bebé rana y le hizo abandonar de un momento a otro sus temores. Fue así como se acercó y le
    habló.

    –¡Hola! –dijo el bebé rana, con el tono de voz más natural y selvático que encontró–. ¿Quién
    eres tú? ¿Qué haces arrastrándote por el piso?

    –Soy un bebé serpiente –contestó el ser, con una voz llena de silbidos, como si el aire se le
    escapara sin control por entre los dientes–. Las serpientes caminamos así.

    –¿Quieres que te enseñe?

    –¡Sí, sí! –exclamó el bebé rana, impulsándose hacia arriba con sus dos larguísimas
    patas traseras, en señal de alegría. El bebé serpiente le dio entonces unas cuantas
    clases del secreto arte de arrastrarse por el piso, en el que ninguna rana se había
    aventurado hasta entonces. Luego de un par de horas de intentos fallidos, en los
    que el bebé rana tragó tierra por montones y terminó con la cabeza clavada en el
    suelo y sus largas patas agitándose en el aire, pudo por fin avanzar algunos metros,
    aunque de forma bastante cómica. –Ahora yo quiero enseñarte a saltar. ¿Te
    gustaría? –le preguntó el bebé rana a su nuevo amigo.
    –¡Encantado! –repuso el bebé serpiente, haciendo remolinos en el suelo, de la
    emoción.
    Y el bebé rana le enseñó entonces al bebé serpiente el difícil arte de caminar
    saltando, en el que ninguna serpiente se había aventurado hasta entonces. Para el
    bebé serpiente fue tan difícil aprender a saltar como para el bebé rana aprender a
    arrastrarse por el piso. Fueron precisas más de dos horas para que el bebé serpiente
    pudiera despegar del suelo por completo su larguísimo cuerpo. Al fin lo logró,
    pero se veía tan gracioso cuando se elevaba, y chapoteaba tan fuertemente entre el
    barro después de cada salto, que los dos amigos no podían menos que reírse a
    carcajadas.
    Así pasaron toda la mañana, divirtiéndose como enanos y burlándose
    amistosamente el uno del otro. Y hubieran seguido todo el día si sus respectivos
    estómagos no hubieran empezado a crujir, recordándoles que era hora de comer.

    –¡Nos vemos mañana a la misma hora! –dijeron al despedirse. –¡Hola
    mamá, mira lo que aprendí a hacer! –gritó el bebé rana al entrar a su casa.
    Y de inmediato se puso a arrastrarse por el piso, orgulloso de lo que había
    aprendido.
    –¿Quién te enseñó a hacer eso? –gritó la mamá rana furiosa, tan furiosa
    que el bebé rana quedó paralizado del susto. –Un bebé serpiente de
    colores que conocí esta mañana –contestó atemorizado el bebé rana.
    –¿No sabes que la familia serpiente y la familia rana somos enemigas? –
    siguió tronando mamá rana–.Te prohíbo terminantemente que te vuelvas
    a ver con ese bebé serpiente. –¿Por qué?
    –Porque las serpientes no nos gustan, y punto. Son venenosas y
    malvadas. Además, nos tienen odio.
    –Pero si el bebé serpiente no me odia. Él es mi amigo –replicó el bebé
    rana, con lágrimas en los ojos.
    –No sabes lo que dices. Y deja ya de quejarte, ¿está bien? El bebé rana no
    probó ni una sola de las deliciosas moscas que su mamá le tenía para el
    almuerzo. Se le había quitado el hambre y no entendía por qué. (Lo que
    pasaba era que estaba triste y no lo sabía). Cuando el bebé serpiente llegó
    a su casa, le ocurrió algo similar. –¿Quién te enseñó a saltar de esa manera
    tan ridícula? –le preguntó su mamá, parándose en la cola de la rabia.
   –Un bebé rana graciosísimo que conocí esta mañana. –¡Las ranas y
    las serpientes no pueden andar juntas! ¡Qué vergüenza! ¡La
    próxima vez que te encuentres con ese bebé rana, mátalo y
    cómetelo!
    –¿Por qué? –preguntó el bebé serpiente, aterrado.
    –Porque las serpientes siempre han matado y se han comido a las
    ranas. Así ha sido y tiene que seguir siendo siempre. Ni falta hace
    decir cómo se sintió el bebé serpiente de sólo imaginarse matando
    a su amigo y luego comiéndoselo como si nada.
   Al día siguiente, a la hora de la cita, el bebé rana y el bebé
    serpiente no se saludaron. Se mantuvieron alejados el uno del
    otro, mirándose con desconfianza y recelo, aunque con una
    profunda tristeza en el corazón. Y así ha seguido siendo desde
    entonces.

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  • 2. Me lo dijo el bosque Fermín apenas había cumplido seis años. Vivía con sus padres y sus hermanos Juan y Ramón, en un pueblo cercano a un bosque de niebla, en lo alto de una montaña, donde crecían orquídeas y helechos y volaban los quetzales. El pequeño no podía disfrutar de esas imágenes porque era ciego de nacimiento. Sus padres lo habían llevado a la ciudad más cercana para darle tratamiento, pero el médico les había dicho que su problema no tenía cura. Con todo y eso el pequeño llevaba una vida normal y estudiaba gracias a la lectura en voz alta que hacían sus familiares. Los demás habitantes lo respetaban, pero no le tenían el mismo aprecio que a los niños con vista normal, pues sentían que no podría ayudarlos en las faenas del campo. No sabían que, al carecer de vista, Fermín había desarrollado más de lo normal sus otros sentidos: su olfato era más refinado, su oído detectaba sonidos imperceptibles para los demás y sus dedos podían percibir cambios sutiles en los objetos. Su mejor amigo era el bosque de niebla. Cuando sus manos percibían la humedad del musgo en los troncos informaba: ―el bosque me dijo que va a llover‖; cuando sus oídos escuchaban un aleteo casi imperceptible entre las hojas, anunciaba ―Vengan: dice el bosque que el quetzal no tarda‖. Sus padres y sus hermanos lo escuchaban atentamente pues por él se enteraban de muchas cosas. Eran tiempos de la Revolución y los bandoleros aprovechaban para saquear los pueblos: montados a caballo se metían a las casas, tomaban los objetos y se robaban a las muchachas. Los habitantes del pueblo de Fermín se creían a salvo, pues pensaban que los bandoleros andaban lejos, pero en realidad los pillos planeaban atacarlo y andaban cerca de allí. Una mañana, paseando por el bosque, Fermín notó señales extrañas. Tocó los troncos y percibió la vibración de una cabalgata; respiró, y olió el humo de fogatas; aguzó su oído, y escuchó ecos de un corrido. ¡El bosque le dijo que los bandoleros iban hacia el pueblo!
  • 3. Nervioso, lo informó a los habitantes pero no le hicieron caso. Sus hermanos lo tomaron en serio y corrieron por las calles recomendando a todos que apagaran velas y braseros, que se quedaran quietos y guardaran a sus perros para que los malvados no ubicaran el pueblo. Orgulloso de Fermín, el bosque —con ayuda de la lluvia y la noche— produjo una espesa neblina que ocultó las casas entre los montes. Al acercarse, uno de los bandoleros dijo: ―Aquí no se ve nada pelados. ¡Era mentira lo del pueblo!‖ y se alejaron galopando. Al amanecer, cuando la niebla se había dispersado y la vegetación lucía radiante, Fermín se sintió feliz: los demás veían, sí, pero sólo él podía hablar con el bosque. La rana y la serpiente Un bebé rana saltaba por el campo, feliz de haber dejado de ser renacuajo, cuando se encontró con un ser muy raro que se arrastraba por el piso. Al principio se asustó mucho, pues jamás en su corta vida terrestre había visto un gusano tan largo y tan gordo. Además, el ruido que hacía al meter y sacar la lengua de su boca era como para ponerle la piel de gallina a cualquier rana. Se trataba en verdad de un bicho raro, pero tenía, eso sí, los colores más hermosos que el bebé rana había visto jamás. Este vistoso colorido alegró inmensamente al bebé rana y le hizo abandonar de un momento a otro sus temores. Fue así como se acercó y le habló. –¡Hola! –dijo el bebé rana, con el tono de voz más natural y selvático que encontró–. ¿Quién eres tú? ¿Qué haces arrastrándote por el piso? –Soy un bebé serpiente –contestó el ser, con una voz llena de silbidos, como si el aire se le escapara sin control por entre los dientes–. Las serpientes caminamos así. –¿Quieres que te enseñe?
  • 4. –¡Sí, sí! –exclamó el bebé rana, impulsándose hacia arriba con sus dos larguísimas patas traseras, en señal de alegría. El bebé serpiente le dio entonces unas cuantas clases del secreto arte de arrastrarse por el piso, en el que ninguna rana se había aventurado hasta entonces. Luego de un par de horas de intentos fallidos, en los que el bebé rana tragó tierra por montones y terminó con la cabeza clavada en el suelo y sus largas patas agitándose en el aire, pudo por fin avanzar algunos metros, aunque de forma bastante cómica. –Ahora yo quiero enseñarte a saltar. ¿Te gustaría? –le preguntó el bebé rana a su nuevo amigo. –¡Encantado! –repuso el bebé serpiente, haciendo remolinos en el suelo, de la emoción. Y el bebé rana le enseñó entonces al bebé serpiente el difícil arte de caminar saltando, en el que ninguna serpiente se había aventurado hasta entonces. Para el bebé serpiente fue tan difícil aprender a saltar como para el bebé rana aprender a arrastrarse por el piso. Fueron precisas más de dos horas para que el bebé serpiente pudiera despegar del suelo por completo su larguísimo cuerpo. Al fin lo logró, pero se veía tan gracioso cuando se elevaba, y chapoteaba tan fuertemente entre el barro después de cada salto, que los dos amigos no podían menos que reírse a carcajadas. Así pasaron toda la mañana, divirtiéndose como enanos y burlándose amistosamente el uno del otro. Y hubieran seguido todo el día si sus respectivos estómagos no hubieran empezado a crujir, recordándoles que era hora de comer.
  • 5. –¡Nos vemos mañana a la misma hora! –dijeron al despedirse. –¡Hola mamá, mira lo que aprendí a hacer! –gritó el bebé rana al entrar a su casa. Y de inmediato se puso a arrastrarse por el piso, orgulloso de lo que había aprendido. –¿Quién te enseñó a hacer eso? –gritó la mamá rana furiosa, tan furiosa que el bebé rana quedó paralizado del susto. –Un bebé serpiente de colores que conocí esta mañana –contestó atemorizado el bebé rana. –¿No sabes que la familia serpiente y la familia rana somos enemigas? – siguió tronando mamá rana–.Te prohíbo terminantemente que te vuelvas a ver con ese bebé serpiente. –¿Por qué? –Porque las serpientes no nos gustan, y punto. Son venenosas y malvadas. Además, nos tienen odio. –Pero si el bebé serpiente no me odia. Él es mi amigo –replicó el bebé rana, con lágrimas en los ojos. –No sabes lo que dices. Y deja ya de quejarte, ¿está bien? El bebé rana no probó ni una sola de las deliciosas moscas que su mamá le tenía para el almuerzo. Se le había quitado el hambre y no entendía por qué. (Lo que pasaba era que estaba triste y no lo sabía). Cuando el bebé serpiente llegó a su casa, le ocurrió algo similar. –¿Quién te enseñó a saltar de esa manera tan ridícula? –le preguntó su mamá, parándose en la cola de la rabia.
  • 6. –Un bebé rana graciosísimo que conocí esta mañana. –¡Las ranas y las serpientes no pueden andar juntas! ¡Qué vergüenza! ¡La próxima vez que te encuentres con ese bebé rana, mátalo y cómetelo! –¿Por qué? –preguntó el bebé serpiente, aterrado. –Porque las serpientes siempre han matado y se han comido a las ranas. Así ha sido y tiene que seguir siendo siempre. Ni falta hace decir cómo se sintió el bebé serpiente de sólo imaginarse matando a su amigo y luego comiéndoselo como si nada.  Al día siguiente, a la hora de la cita, el bebé rana y el bebé serpiente no se saludaron. Se mantuvieron alejados el uno del otro, mirándose con desconfianza y recelo, aunque con una profunda tristeza en el corazón. Y así ha seguido siendo desde entonces.