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Al envés de la voz

    Cristian Piné
Al envés de la voz
2011
Cristian Piné

crpine@gmail.com
www.crpine.blogspot.com
Al envés de la voz
Voz



VII


LA palabra continúa en movimiento,
aunque quede desmembrada.
El escritor es un paciente sexador de escarabajos.
Debes caminar alrededor de los profetas.
Cerca la oración. Rodea a los colonos del nicho.
El mundo es un continuo revolverse.

No pienses en el trote del caballo transparente.
No pienses en el ácaro que guarda el beso.
No pienses en el bautizo industrial del alfabeto.
Dulce escombro en mí, no pienses en el dócil ídolo.
VI


EMETH, es tan difícil observar al insecto
perderse en el barro y decir que está perdido,
tan difícil escuchar cómo nace una tormenta
y decir que está naciendo, es muy difícil
palpar tu mano densa y decir que aún estás vivo.
Déjame enseñarte, Emeth, cómo nombrar la sangre de los ojos.
cómo apoderase de la identidad del rayo
hasta que la leve voz del volcán pueda nombrarte.

Emeth, eres el más fiel de mis hijos y por eso
quiero besar la mano densa con la que reduces el mundo
a su corteza. Déjame enseñarte cómo
las ideas se muestran torpes en la danza del destino.
En medio de ese baile estrafalario se desploman
y es tan difícil decir en voz alta
que debajo de la tierra está el silencio.
V


SIN quererlo siquiera es requerido andar
por las arterias solo y sus raíces,
cegar al origen con un brillo inmóvil
revolviéndose en el vacío inútilmente,
en el espacio en que los cuerpos no nacen ni aceleran
su latido, y sólo quieren un latido solo.

Nadie quiere un malquerido fémur
apoderándose del vientre, después la boca,
un solo fémur ocupando el espacio en que respiras,
un cuerpo solo sin querellas en la solidez
del polvo en vaporoso nombre, en el inmenso
poro donde se esconde el no tan solo dios.

Sin querencias sobre los pálidos muros
de tus huesos, te llama una mujer con dos cabezas sólo,
tan alta como si tuviera un único y torpe párpado
para huir con paso de hombre. Si quererlo todo
es estar solo, y a la vez orbitar y que te orbiten,
habitemos la casa y su ceniza, y no queramos.
IV


LA sílaba se abalanza en el poema,
exige su sitio ante la imagen
y la decolora, igual que el sol
parasita el templo y se apodera de sus ritos,
sus cadenas y sus cálices de plata.

Entonces, la enredadera habita el fuste,
el capitel aún sostiene la sílaba,
que abandona lentamente la tensión,
y se abalanza sobre el poema,
y de repente, ya no existe el templo.
III


                         Hoy no hay luna… La luna la haré cuando me muera
                                                   Carlos Edmundo de Ory



PROTÉGETE de la prisa, corta las cuerdas
de tu violín silencioso, haz tu luna con cien lenguas metálicas.
Es el momento de repetir metáforas y melodías
hasta que tu voz se afiance en el vacío.

Se avecina
un cielo de cicuta, de semillas zafias, jugosas,
juiciosas. ¿Qué más guardas, voz, en el sombrero?
Presenta esa pasta de tu todo con total
indiscreción y deja el resto en el retablo
que sobrepasa los límites verticales de tu altar.

Si ya no quedan arqueros que lancen extractos
de flecha, ni lobos
que emanen su música densa, no notaremos tus manos,
por tanto, debajo del tenue tejido de la garganta.

El cerebro está oscuro pero ya no arde,
el alma late y late pero no es de sed.
Proyecta tu luna en la frente expropiada
con un golpe traidor y no aparezcas; que nadie te encuentre
sentado en las aristas del relámpago.
II


CASI es esta sed como la simple sed del hombre
y no es exactamente el lenguaje lo que
nos despierta de un golpe súbito con la piedra
tallada a hueso y voces; y tampoco la sed
puede representar la carencia de las ondas
con ondas atrapadas en la frase, en el párpado
inacabado. Ya no creas que todo es letra,
que no hay electricidad que te sacuda a cada
rato, que no hay abejas delante de la sombra,
ni vuelo detrás de los movimientos del sol.

El viento no es espacio hasta que se detiene,
la idea ya es idea antes de aquella danza
maniática del feto, sin importar apenas
que el hombre es prisionero del solo discurrir,
y con la boca abierta, por donde el pensamiento
se convierte en hormiga voladora y cayera.
No discurras por la sed. No sólo tener manos,
es mejor imaginar que nada te detiene
para volver al suelo, que los compartimentos
azules del cerebro nunca estancan ni tocan
el recuerdo con guantes desechables de piel.
¡Que el cerebro no acote la caída del ciego!

¿No eres capaz de sentir el choque de las almas,
el olor de la amnesia? No hay razón, no tenemos
que abandonar el cuerpo por la boca. No hay
culpa en intentar tomar el aliento con ambas
manos para percibir el envés de la voz.
No creas que el cielo y el infierno en una mano
arden, no creas que la idea en el lenguaje
cabe, no estés vestido con la piel de los muertos.
Que el muerto no se cubra con la piel del que vive
prueba que sólo existe la muerte y algo más.
No hay nada que conozca el bálsamo del hombre,
la herida de la sangre, el cráneo de la mente.
No hay nada que sepamos más allá de los límites:
nacimiento y deshielo. Si todo esto retorna,
¡Nada se puede saber! El número aproxima
el sudor y la verdad, como la roca imanta
el cuchillo y el vientre por su similitud.
El embrión atrae la madre hacia su círculo
repleto de sangre y sed en torno a la palabra
que no puede extenderse para abarcar el cosmos
en plena expansión hasta el desmayo, hasta ver
con gran vértigo como la idea sobrevive.
I


DE cara al árbol, su sabor es predecible:
una fórmula antigua de musgo y sombra
por donde transcurre una breve hilera
de ceniza. Y todo lo demás
hiede a lobo, y todo lo demás se yergue.

Como si de verdad taparas
tus ojos con las hojas secas,
el árbol cae silencioso.

¿Quién te creerá cuando al volver la vista, el verbo
se haga barro sobre tus rodillas?

¿Quién te creerá al decir que me encontraste
tembloroso detrás de la corteza?
Obstáculo



VII


SOY demasiado tímido para ponerme a planear
por encima del tumulto -prisionero
en la avenida abierta y desplomada,
cercado por su propio peso, escarnecido
como un títere inservible y subterráneo-.

Siempre se expropia el envés de las palomas
cuando sobrevuelan sin riendas el mar ralentizado,
y yo tengo el cráneo inmóvil como cualquier
paloma. Y también vuelvo a las plazas para huir
de las sombras esbeltas como estacas,
de los obeliscos hundiéndose en el polvo de caliza
-sudor del punto muerto de la luz-.

Dejé de tartamudear por timidez
perdí la costumbre muda por miedo al hombre
y a su densa indiferencia, abandoné las alturas
para que no me confundieran con el pájaro
presuroso que imanta la lluvia y atrae
el satélite terrible de las tardes.
VI


EN la insigne cena familiar no falta
nadie. Han venido los de fuera, los de la luna,
los del centro del ADN, replegados,
los rubios, los mellizos, los que llevan gemelos,
los ahogados en el río jugando al panta rei,
al yonohesido, a la gallinita ciega.

La más pequeña corta la carne con sus encías,
como un adorable carnívora iniciándose en lo pálido
y lo fatal, iniciándose en el arte solar de los cuchillos.
Su grito cerámico queda lejos del patriarca,
que preside la mesa con total seguridad,
elevando su voz por encima del crepitar del entrecot.

En el brindis regurgita la piel de los que no están
y se entorpece con tanta lengua y tanta
recolección de dientes. Es el perfecto intermediario
entre lo que no es barro y lo que no existe;
conecta la flema o la infancia, y mientras,
grita y derrama todo lo que arde sobre todo.

Otros tienen rabo, o agitan la corbata,
o profetizan la ausencia. Son sabios de la manta
y el mantel, falsos caciques de la idea.
Mascan ceniza y la escupen, mastican sin gesto
que pueda delatar su lengua de talco. Es fácil oír
su bramido apagado si te acercas lo suficiente.

También hay mujeres solteras caminando
descalzas por el filo del metal ausente. Tienen
edad suficiente para saber que no hay herida
que rechacen los gusanos. Se acomodan
los dientes en cada sonrisa y en cada suspiro
distribuyen el aire tibio por sus pechos.

En la cena familiar no falta nadie, han venido
todos, vendrán siempre que se les invoque.
V


INSISTENTE arañaba las puertas de cobre
el invisible animal que quiere formar parte
del aire joven que hincha los cadáveres
y atrapa una palabra en su mandíbula.
Regresar e ingresar, como verbos idénticos
en la mente virgen del animal,
son sólo resistentes espirales del recuerdo,
la memoria en que no ha sido azul aroma.

La ciudad se interpone y le hace animal,
vuelve los relojes de cobre imprescindibles,
conserva el polvo en vidriosos triángulos.
El animal nunca ha sido incendio,
ni nada que se parezca a la ruina inquieta.
A su alrededor espera la derrota y es consciente
de que podría reinventar sus dientes blancos,
aquellos que tiritan con frecuencia y frío.
IV


LA sílaba ensalzaba el paseo de la azada
gigante por los días, el golpe maternal
entre los hombros, la voz pausada y terminal
del hombre que te asiste cuando de pronto horada
debajo de la herida la arena eternizada.
Caía por sí mismo el sarpullido de sal,
daba paso la muerte a un nuevo y animal
instinto, revolviendo los cuerpo sobre cada
uno de los pasillos de barro que conducen
a la sacra aparición sobre el labio del gesto.
Es ése el gesto que no me invoca ni ha invocado
el sobrecogimiento. No habrá voces que crucen
la ruina tierna y joven, pues sólo queda el resto
de viejas quemaduras y un dios resucitado.
III


                                                 la cofia era de perlas
                                                 cultivadas los guantes
                                                 de gasa la sonrisa
                                                 del carmín de tu tía
                                                            Aníbal Núñez



LA cofia era de perlas y no había
conciencia de luz sobre o bajo el pecho;
Dios se reflejaba en el anillo, dorado como el desengaño.
De tan blancos se tiznaban los vestidos,
de correr como si en el templo no estuvieran
los niños erigidos como estacas. Defectuoso
el que no persiga la palabra desgastada, decayendo
hasta el susurro de las viejas.

Los padres sollozaban en silencio, la niña codiciaba
los regalos y las mejillas desnutridas del izado
en la cruz. Dichoso el que se desangre al punto
de regresar al primer rito en el que la música
se desconoce y nace de la lucha en solitario
con la piedra. Dichosa sea la niña, su vestido almidonado
y su revelación mística:
“Engañarás a tus padres sobre todas las cosas”.

Y al banquete.
Y ojalá se acabe ya la ceremonia.
II


QUÉ horrible sensación no haber tenido peces
sin boca, ni alimento, ni otros peces; ni otra piel.
Qué horrible sensación no haber tenido edad
ni un parque en llamas.
¡Qué horrible sensación vivir sin miedo y sin rodillas!
Qué horrible no haber tenido sensación, qué horrible
no haber tenido hermanos, ni espirales, ni padres giratorios
¡No viajéis en dos ruedas
nunca! No desayunes y reza, inventa la superstición
como un nuevo pan y nuestro.

Juega y come naranjas negras.
Qué horrible comer naranjas negras y no mancharte
ni siquiera los zapatos.
No te manches, ¡reza bajo la cama y duerme!
Busca a tus amigos invisibles y ódialos. Qué horrible
el odio como sensación, como un caramelo
eternizándose en la boca. Horrible
es no haberse sentado sobre el suelo y no tener
el cráneo incompleto, la historia de la vida abierta
a sus cuchillos,
la lápida abierta y quieta como un número.

Qué sensación de horror no haber sido marinero,
ni pensarlo, ni haber besado a las hormigas por placer.
Qué horrible no hacer cosas
porque hay causas, simplemente, y actos que negar,
como la inmortalidad de lo que te sucede y te ocupa
afirmando el espacio. ¡Qué horrible haber tenido límites
de estanque y arena vidriada! En verdad, es horrible
no haber coleccionado rocas, ni el esqueleto de los peces
en arcas temporales,
en impenetrables círculos de cal donde los niños
ríen. ¡Qué horrible sensación no haber tenido un lápiz de ceniza!
I


TENÍA un baúl repleto de juguetes,
algunos en cruz, otros sin ojos o sin botones.
Sus miembros se enredaban como larvas
escondidas en el vientre de los árboles. En aquella
entropía del arcón cabían animales figurados
o dolientes, o esculturas primitivas afiladas
con las huellas dactilares. Estaban recubiertos
con la miel que supura la madera, con el bálsamo
amarillo que protege las rodillas. Todos
ellos deshaciéndose. Años más tarde
la peonza gira y se deshace en la palma de la mano.
Medida



VII


CUANDO hablo de la palabra, hablo del número,
de las falsas ráfagas de arena,
de la caracola con su espíritu sacrílego,
de todo lo que se haya ocultado en la melodía del azar.
Cuando hablo de mi nombre, hablo del número,
pero no del numeral redondo y perfecto como el génesis,
sino del número espontáneo que surge en los relojes de agua.

La cifra, mostrando su afilada frase
se refugia en los cartílagos,
y sirve de linterna a los infieles,
y secuencia a los niños que sobreviven
al inquietante ritual de los números primos.
Hay que acercarse más al dígito, porque al hablar
es el número el que permanece, y su unidad indivisible
y poderosa.

¡Cuando hablo de la muerte, hablo del número!
¡Cuando hablo del hombre, hablo del número!
¡Cuando hablo del miembro invisible, hablo del número!
Cuando tenga la respuesta,
tendré un número más grande y verdadero que las cosas.
VI


HAY cristales que no están hechos
para que uno quede reflejado y se contemple,
y yo me miro
en el reflejo del tren y corro a latido renqueante ,
me miro en el lodo que sustenta el charco,
me miro en las vidrieras, en cada parte
de su retina fragmentada.
V


LA sílaba es balanza de las cosas huecas,
acuna lo inmenso y lo minúsculo, acumula
el colmo de los cuerpos en ligeras nubes
que huyen o rodean nuestros ojos. Como niebla,
no llegamos con los dedos a su nombre,
pero hay cifras y preguntas y más dudas,
preguntas heridas de lomos cóncavos,
aire deslizándose bajo los pies, fluyendo
entre nuestra carne inconexa y barnizada
con la sangre que se reconoce, lamento agudo.

La sílaba mide el espesor de las palomas,
la altura de los niños, el peso de sus brazos líquidos.
En la medida del hombre está la piel del número,
ése que arrancamos, movedizos, en un gesto.
Entonces es ciencia, caricia insistente que puede
rasgar el tejido de las máquinas, rasgarlas
hasta que ya no duela perder las uñas.
Sin ángeles, sin la memoria que te inventa,
hay más cosas que palpitan y se deshacen
sobre el nombre cuya música insiste.

Hay que saber
si quedan aún más cuerpos debajo de las sílabas.
IV


SON estas ganas por descodificar el tiempo,
instinto de acabar en las fauces del espacio,
lo que estalla en la tos y va arrastrando
el ritmo de un gigante que cuenta con los dedos.

Un golpe nos empuja a crucificar la voz
con clavos distinto marcando el final del hueso;
en la mente volverá a sonar el tintineo
como un reloj de plomo cercando la oración.

La palabra, el rumor, en torno al centro
se dispondrán como lentos radios giratorios,
poleas que son golpes, que son rodar sonoro,
que son percusión de las rodillas contra el pecho.
III


LLEVO la rótula clavada, partida en dos,
a cada paso fragmentada en otros pasos.
A cada nueva piel, mi rótula
es un cristal que fluye entre la sangre.

Sólo puede reflejar el hueso líquido
de la distancia, que al consolidarse se convierte
en la visión geométrica del origen.

Hay un vacío en las rodillas que me sostiene:
el hueso contra el hueso contra el mundo grave,
rompiendo las leyes de la ciencia y el dolor.
Sólo queda la inercia a perecer y el vuelo.
II


EL gato de Schrödinger está muerto,
o quizás no, mejor
es no saberlo, es mejor dejar de deducir
el paso de la antimateria por el vientre.

En la posibilidad de lo que no ha existido
nos alcanza un maullido como una lengua de helio
que se pierde en el centro del círculo;
una duda ingrávida, un estruendo,
dos líneas paralelas alcanzándose en el infinito.

Los párpados aparecen, en el flujo
constante de los nervios. Sus discretas
ondas no se han revelado todavía.

Todo es esto y su potencial nada:
la escritura y el desmayo, el hombre
y el polvo predecible, el gato silente
y el cúmulo de vida, la muerte acumulada
y el gusto por acomodar el cuerpo en el origen.
I


ROTAN ridículas cuerdas debajo del átomo.
Su enérgico radio quizás explicaría
el rápido espasmo de los hombres, además
de la combustión espontánea bajo el lento granizo.
A este nivel descendería la nieve hacia dentro,
sepultando al intranquilo funámbulo que mantiene
y alimenta los leves filamentos de la célula.

La palidez de nuestros dioses sería entonces
la evidencia de una cifra que aún no existe,
sería la contracción de nuestros labios
un cálido instinto que responde con urgencia
al universo palpitante que nos ocupa,
nuestros párpados simétricos sólo serían
ejemplos del temblor que nos sostiene.
Generación



VII


LA sílaba en alabanza para existirte
y hacer que la piedra arda. Aparecerás
como el juego de piezas de los acantilados
para negarme la verdad, a cambio
de un registro de líneas desiguales
en la espalda.
Llevaré la cuenta del cobalto que nace
de tus dedos y me excava y me regresa.

Aunque no me haga sílaba y tú no me amordaces,
lameré tus pies
porque sé que no hay final en tus zapatos diminutos
ni hay principio en mi boca lacerada.
Aunque sé que no resides en la sílaba,
lameré tu nombre
como lame el gato su breve calavera
hasta erosionarla.
VI


BASTABAN animales lentos como la luz
para subirse a su brusco movimiento y palpitar
como un vientre vivo.
A la velocidad azul del rayo algo crepita
sobre la piel lenta,
y te recoges sobre un punto débil
como un animal sin luz y sin nombre.
V


EL desayuno del hombre simple es rico en vitaminas,
en incienso, en aceites esenciales
para el ascenso al estadio de materia;
nada de acidez, en cambio. Para
beber, cloro y colorante de agua dulce
disuelto hasta la duda, hasta que se dejen ver
los nervios que hay bajo la nieve.

Para comer, caballos de humo, fugitivos
y torpes. La mente escapa tras
el incendio y la trepanación se sirve
de frutas y mandrágora , mientras la música
hierve la cazuela y resuena hasta la distorsión.
El hombre simple, para comer, prefiere
el zumo en siete gotas musicales.
IV


MANTÉN siempre la risa, tiembla débil, animal,
deja otros dedos en la sien blanda y sensible,
resístete a la carcajada, pero nunca
te recojas en el círculo erecto, en el rostro
sin paisaje.

Deja tu sexo en el espacio intermitente,
completado con la rigidez de tus talones,
descubre tus úlceras, llagas cálidas y dulces.

Apoyados donde la ventana no es ventana,
escuchan tu risa de relámpago diminuto
y doliente.

El cerebro dispone demasiado cerca
los dos mundos: papel y plenitud, levedad
y filo, látigo y caricia con la mano áspera.

Recréate en la risa y mantén el nudo que te aproxima
hacia otras manos, hacia la silueta inmovible.
III


NADIE puede acercarse a la carne fugitiva,
los cuerpos se separan a zancadas decimales.
No hay nada que tocar.
La energía se destruye tan lejos del golpe
que no hay golpe, ni en el cuerpo hay ligaduras
-tu instante de embestidas torpes recompone
las entrañas y el naciente músculo del vientre-.
No hay nada que tocar,
ni siquiera hay colisión entre los huesos,
ni universos revolviéndose en el hombre.
Algo hay que nos invoca y nos limita
la distancia, nos obliga a mantener la lucha
contra el invisible golpe que al fin te ocupe.
La carne es la creencia sólo, y sin embargo,
no hay nada que tocar,
no hay un yo que se aproxime.
II


OJALÁ quedaran lejos tus talones rudos,
el torso replegado, como un manantial abierto a tus entrañas.
La carne cierra un trato impenetrable. Como un hombre,
te resistes al giro de tu sombra, a la fuerza
centrífuga que arrastra el mundo contra otros mundos.

O los caminos o la piedra; nada de muerte eventual,
nada de dormir sobre la arena, nada de ocupar el rostro
con una imagen movediza los domingos.
Se hace cada vez más rígida y pálida tu boca,
más tarde tus brutos rasgos se harán máscara.
No esperes al más tarde si hay más tarde
en la que puedas subirte a los hombros del extraño
sin que nada te importe. Aísla tu nombre obtuso
y regálaselo a los perros, tómalo y acota tus abismos.

Otros hombres se significan por sus nombres, pero debes asumir
que hay más parajes asolados debajo de los cuerpos,
además de ternura en el sonido afilado de las campanas,
cúpulas en las que se pierde tu voz grave.

Obituarios de la caricia son tus dientes. Si los miras,
hay nombres grabados, repetidos o inconclusos.
Hay algunos más cerca de la garganta,
esperando un nuevo nombre, un nombre que escape por la boca
como nace el ciervo herido, tal y como surge
el puñal por la cicatriz, palpable y sinuoso.
I


VAN al morir de la luz como luciérnagas,
se impacientan y rasgan el ínfimo tejido
de los labios, dejando a su paso una estela
de sal, evitan la duda inmóvil, doblan
por la mitad la carne y el marfil,
sostienen la creación y el equilibrio, el nudo
en que coinciden lo eterno y la cifra, y se combinan.

Destruirán, de una vez por todas, la energía,
adivinarán el brusco ritmo del contorno,
sabrán latirte, insistirán en la batalla
del tacto contra el tacto, en la contienda
del viento y el vapor, descubrirán tu imagen
aislada en la silueta del espasmo,
atravesarán el miedo como un relámpago gris.

Se deshacen mis brazos en el centro de la herida.
Obra



VII


INMEDIATAMENTE después del diluvio quedaron
los dioses de plomo ocultados y vírgenes,
reluciendo entre aquella ceniza del naufragio.

Tan sólo hay pisadas de pálidas bestias,
translúcidas bajo los templos de Dios,
que graznan y rugen y pierden los órganos entre
la tibia marea.
Algunos insectos reviven o agitan su cuerpo
para acabar hundidos en la carroña que deja la mano
piadosa del ídolo. Agonizan las madres
con sus cráneos abiertos, amoratados desde el círculo
hasta el párpado múltiple.

Tras el diluvio acumula la especie su objeto,
su objeto tallado, su objeto incorpóreo, su objeto prendido.
Hay montañas de objetos, hogueras de objetos,
húmedos objetos sobre la piedra. Hay objetos donde
solía existir la piel o la casa del hombre.

Tras el diluvio no quedó la oración. Es cierto
que hay susurros latentes y que algo cruje bajo la hierba,
pero no hay funerales tan extensos como una cicatriz,
no hay tormentas fugitivas,
no hay rastro de la ingenua mano del hombre.
VI


LA bestia más incrédula pierde su tiempo colocando
las rocas apuntadas hacia el cielo, en oración,
lanzando piedras gigantescas como símbolos
al denso fuego de la atmósfera.

En un futuro caerán, sin necesidad de invocación,
sobre el primitivo monumento de caliza.
Entonces, dejarán de ser un símbolo, un demiurgo
que lentamente imanta las estrellas.
V


SÁLVAME de la creación que vuelve al centro.
Sálvame de los flexibles rostros de las palomas.
Sálvame de los niños que mastican con dientes de plomo.
Sálvame de recomponer el cuerpo verde.
Sálvame de la metáfora inevitable
que cerca el barrizal de la memoria.
Sálvame de la música que sólo vibra en los zapatos.
Sálvame de la lengua rota de la luz.
Sálvame de tu templo elíptico y rígido,
y suelta el arco que sostiene la gravedad y el tiempo.
Sálvame de lanzar palabras a tu abismo.
Sálvame de amarte como si fueras mi esternón.
IV


LA sílaba se lanzaba a la espiral
y no dejaba rastro -de la carne del rayo
tampoco queda constancia-. El giro de la sílaba
se asociaba al ciclo, al sol, al animal herido
revolviéndose entre la hierba. Se lanzaba
el sílex,
la sílaba,
hacia las aves para evitar su migración;
al hombre para evitar que huyera de la tribu
y encontrara el valle de la resurrección de los astros
o se topara con los objetos verdaderos del lenguaje.
III


PERSONA, que te encuentras en ti misma,
hombre callado, pálida como la habitación más espaciosa
donde las hogueras desaparecen en la lejanía,
donde se desdice repentino el ruido blanco.
Persona renunciada y enunciándose. Persona, que ha vivido
bajo el foco y el espejo, y te contiene.

¿Qué podrá ser, persona? Frente helada,
siempre rugosa y transparente, tan persona.

Boca hinchada de persona que endereza
el cuerpo de tus hijos, su asimétrica sonrisa.
Persona, que abarca tu garganta con la piedra,
de ondas amplias que cupieran en los huesos,
que traspasaran la persona múltiple.

Persona, que te llama por tu nombre de persona
verdadera, que te escucha con aplomo
de fantasma para que llegue, de manera impersonal,
la blanca lucidez significándote.

Persona, que te encuentras dividida
y abandonada en la habitación intermitente.
Pensar que allí nace y te sofoca
el inquieto rumor de la persona.
II


AUNQUE parezca que no haya nada tras los hombres,
los mismo que perplejos permanecen
en la ridícula cima del rastrojo, las arterias
huyen de la carne a cada pulso.

Habría que cubrir la retaguardia al infeliz,
enterrar sus párpados bajo la cálida tierra,
limpiar su paladar con insistencia hasta que pueda verse
reflejado, crearle un dios de silicona.
I


SOLÍA desprenderme de mis dioses, arañar
el oro y su miseria, descubrirlo
con pudor y con la frente desplegada.
No necesitaba los contornos, ni mi pobre idea,
ni el vidrio, ni mi templo decadente de algodón,
ni el azar siquiera; sólo el espectáculo
de la hoguera que pudre a los perros.
No me quites el sol.

No me arranques mi pobre condición de prójimo.
Mísero y extraño el que no pueda tropezar
con su indigencia.
Todo felino de cínico espíritu pierde los huesos
buscando la humedad en el silencio, así,
quise acabar con mi sustento y mi sustancia,
para comprimir el alma bajo el lodo.

Ahora recuerdo cuando mis manos eran un cuenco
donde guardaba el misterio de la luz.
Castigo



VII


A estos debes darles una duda sin entrañas,
a estos un castigo de luz intermitente,
un león ciego; a estos les conviene
una temporada bajo el hielo, un lento
y amplio esófago; a estos dales
una plaga de pálido granizo que ocupe
sus huellas posteriores y su culpa.

A estos dales un maestro que perezca
en el camino hacia las cosas, dales el libro
triangular, un ciervo mudo por mascota.

A estos, un tejado de espuma, un patio
en el que revolver la vista; a estos trátalos
de adolescentes y apresura su carrera
a la demencia donde hay ángeles discretos,
miedos lentos. A estos refiérete por su nombre
innato y entierra sus pronombres debajo
de las cálidas iglesias, sin opción de regresar.
VI


HE visto sus mentes bajo un finísimo cartílago,
les he visto yacer en la tierra y reír,
les he visto subir a los trenes fantasma,
bendecir las comidas ácidas, drogarse
y perseguir ratones ficticios, les he visto
crecer y crecerse, y caer en el chiste
fácil de la vida, les he visto girar, girar sin dios.

Pasaban la noche presos en los jardines
reales, en El Retiro, en la orilla del vómito,
en el circo de la luz, en la Casa de Campo,
en el centro del jazz. Allí exhibían al hombre absurdo,
desnudo como una razón poderosa, difuso como
los límites etílicos del cristal. Les he visto en la Gran Vía
comulgando con su imagen.

Viraban el rumbo de las órbitas, volvían
a mirar al cielo después de tantos años
y gritaban en un acto fingido de sorpresa. Asustaban
a las niñas con la niebla que salía de sus poros,
de sus venas casi inaccesibles. Les he visto cambiar
el nombre al dolor, les he visto girar,
girar sin imagen.
V


EL caníbal no quiere dormir solo,
no quiere dejar los alfileres por el suelo,
peligroso pasatiempo de los niños
invisibles. La carne está llena de quietud,
la carne de su madre reaparece
en la hora recóndita de la sed;
la carne será carne después de todo.

Alguien duerme en la casa del caníbal
con el cuerpo alienado y reducido,
mientras el huésped alimenta a los lobos
con el lobo y afila sus colmillos contra el labio.
El temblor de sus ojos se vuelve imperturbable a la vez
que atisba la sombra entre los miembros. Ni siquiera
el caníbal quiere despertarse
sobre las leves entrañas que quedan del sueño.
IV


                          Parqués entre des bancs de chêne, aux coins d'église
                          Qu'attiédit puamment leur souffle, tous leurs yeux
                          Vers le choeur ruisselant d'orrie et la maîtrise
                          Aux vingt gueules gueulant les cantiques pieux;
                                                                   Arthur Rimbaud



FULGE un coro de hombres graves y resuenan
a través de los pilares sus preguntas cóncavas y sufren.

La escalera va anclándose en las vértebras
de su espalda y ofrecen un grito en sacrificio religioso.
Su postura es casi una crucifixión sobre el horizonte
encorvado. Ni ladrones ni profetas se reclinan,
solamente sombras emigradas. Llaman a la puerta
nudillos recogidos como luces rompiendo las ventanas,
golpeando el cedro con las manos huecas y desnudas,
con el mismo tintineo imperceptible que se escapa
de los cuencos repletos de ojos pálidos.

Sus voces pasan sobre la voz, inercia lenta.
No quedan consonantes, ni cercanía, sólo salvajes
rumores sin lengua ¿Para qué tanta
lengua tantos dedos extendidos y cruzados
si no hay lluvia de mercurio ni aluvión de fe?
La iglesia es un marco de alma y lástimas
donde el hombre se hace humano
y el humano, sobre todas las cosas, santifica el grito.
III


                                              Sitting on a park bench,
                                              eyeing little girls with bad
                                              intent…
                                                                   Aqualung



SENTADO en el banco de un parque deja ver
sus intenciones. Es viejo y está solo,
sus párpados parecen castigados por la luz,
el tiempo se acumula en su papada y su orejas
son perversamente grandes.
Las jóvenes se pasean insolentes por delante. Él es viejo
y está solo, cada día más hundido en su propia piel
y cada día es más espesa su saliva,
compacta como el hielo que cuelga de los árboles.

Para él, el cuerpo es un latido que se hace doloroso.
Lava su ropa grasienta en los pantanos,
mientras el frío penetra por su nuca,
a sabiendas de que un leve escalofrío
podría agitar con violencia sus huesos
hasta deshacerse. Su libertad son las heridas
en la planta de los pies, pero es demasiado viejo
y está solo en un mundo que espera cierta resistencia
a quedarse dormido sobre un banco.
II


LA sílaba laceraba sus axilas
espesas y ulceradas como cielos finales.

El final es no llegar a su escondite
a la hora del paseo de dios por los parques,
a la hora exacta en que las campanas
lastiman y lamen el envés de los peatones.

El destino es encontrar una escalera
en la que coleccionar metales y fundirlos
como el rayo que al secarlo permanece.
Salen silenciosas las espadas por la boca.
I


LE vendaron los ojos con una estrella fósil
para no reconocerse en la estrechez del párpado,
ni reconocer al hombre que te exilia
de tu propio círculo y te hace un centro
confuso y sin azar.

Le colmaron la garganta con ruidos líquidos
por donde el grito se convierte en espiral y se revuelve
en los pulmones huecos.
Nada le quedaba para anticipar el silencio,
la inmensa tierra que señala la huella de los animales.

Le cubrieron los oídos con más huesos, más
algodón, como semilla y piedra, donde nace
el hombre que te escucha.
Agitaba el pensamiento, evitó que resonara
el espasmo de la lengua anticipándose.

Dejaron el aroma al amparo de la combustión,
del oxígeno que arde
en el vacío. Para estos límites hay máscaras
que arrebatan el último mundo en que suspenderse
o sentarse sin la preocupación eterna del símbolo.

Le enfrentaron las palmas de las manos
para que no fuera posible la creación,
ni sintiera extendiéndose
un lenguaje erigido por el dorso de la piel.
Le privaron de la imprecisión del nervio y el rayo.

Le sumergieron el cuerpo y la raíz
en el color de los locos y del fruto
suspendido en la carne.
Le arrebataron su accidente, su memoria desmembrada,
sus profundos pies, su luz abatida: objetos perdidos.
Sarcófago



VII


PODRÍA matarnos a todos si quisiera
rodeando nuestra piel con sus metales giratorios
hasta vestir la máquina del pálido uniforme
que nos unge los huesos.

Él podría decidir si ser o no la sequedad
del perpetuo día del que nacen los gusanos,
pero no pone la mirada en ningún punto,
no tiemblan sus cejas, ni se relame los dientes de plata,
ni tiene más alrededor
alrededor de su giro extenso o de su pólvora.

Podría matarnos a todos si quisiera,
sobre todo a ti que estás leyendo
y ya no te preocupas por el hierro que te sale por la boca,
sobre todo a ti que te revuelves en el código
y crees que la poesía es un revólver.
VI


CONTARÉ otra vez la fábula del perro
mudo
que almacenaba huesos en la arena
y palidecidos zapatos sin destino
durante el cálido invierno de los lobos.

Finalmente, el verano inmovilizó su cuerpo,
su piel rugosa.
Los demás animales, mudos como la ira
del hombre, dispusieron a su alrededor
el centro mismo de las cosas,

los huesos diminutos de sus patas.
V


LA sílaba es la vez última en la que alcanza
la oración a los blasfemos y a la falsa cicatriz.
El libro para salir al día, replegado como un río,
se desprende de la memoria descompuesta,
para que el reflejo turbio y seco de los astros
nos arrastre lentamente a la necrópolis.

Subamos a su barco solar y dialoguemos
con la réplica encendida de nosotros.
Subamos ahora que no hay lastre en las entrañas,
ahora que nuestras vísceras están latiendo
en la vasija decorada por los dioses.
Viajemos amparados por la sílaba final.
IV


DEVORAR la carne antes de almacenarla
es parte del rito y nos resulta extraño
que el cobre recubra la máquina, que el hombre
recubra sus heridas con el músculo herido.
Abarca el sarcófago con tu alma líquida,
con tu carne implosiva, ingrávida.
El espacio que existe entre nosotros mismos
 -a la cierta imagen de dios-
nos ubica en el dolor propio del desgarro.
¡Prensad el sarcófago!

Vierte todo lo que queda en él y respira
y deja que tu cuerpo se llene de lo que orbita
para desprenderte, después, de tus entrañas, de tu
estructura solapada de carne semanal. Deja
que es sarcófago realice su trabajo y te reafirme
en la partícula y en la finitud.
El origen o la cadena alimenticia marca los pasos
del humano entre las fauces del sarcófago,
dándole una verdadera identidad
en el nombre del polvo.
III


HABLEMOS claramente de este tema.
¿Sigue creciendo aún después su espalda
en tiernas concavidades? Seguramente habrá olvidado
la superstición: dejar los zapatos sucios
fuera de la casa a modo de señal
de un cuerpo, perpetuamente arrodillado.
Dejemos nuestros cuerpos en la silla y nada más.

Llamemos a las cosas por sus nombres
para que el vicio de la voz perdure y se convierte
en el vestido que te sobrevive.
Dejemos las etiquetas perfectamente escritas
en algún lugar del cráneo, dejemos
de vacilar ante los niños. Mirad
su nombre, su nombre concreto, atentamente.
II


                                                   A Luis Campos García



TE escribo sentado sobre el vientre
de mi espejismo, donde ya casi no quedan cuerpos
que recojan tu luz, tu palidez confusa.

Es reconfortante imaginarte recostado,
invadido por la humana duda, libre de lúcidos
fantasmas, agitando la sonrisa como si aún pudieras
llenar de aire vigoroso y tibio cada estancia
en la que te esperamos. Más desolador sería
haberte arrancado de los brazos de otras voces
con la violencia exacta de los cirujanos.

Ojalá estuvieras revolviendo los colores
en la concavidad de tu retina, en los dedos
diminutos de tu pequeña imagen, en las ropas
oscuras que cubren el Alba. Te escribo desde el vientre
aéreo de tu madre, allí donde pudieras respirar.

En la proximidad nada se inquieta,
en el destierro de la risa muere el Gesto.

Te escribo sobre el áspero Cuaderno que arranqué
de la arteria más recóndita y tuya. Obedezco
a la palabra cuando es urgente, innecesaria,
cuando va Cayendo el vuelo y ya no importa
que el aliento eleve la cadencia.

Querías que escribiera los mensajes
que dictan los falsos órganos del cuerpo
y aquí estoy tanteando el testamento último,
invocando el dolor de la herida seca,
vaticinando el vértigo que dejarás
en la distancia, atronador como la vida.
Te escribo desde la arena y la ceniza
I


FUE curioso morir de esa manera, haber caído,
volver bajo el vientre blanco del caballo,
agonizar tendido sobre la crin como el que deja
de correr por el desierto. Fue curioso sentir
el diafragma cabalgando a ritmo lento.

Nadie había llegado hasta el fuego fronterizo de la calma
donde somos materia y disparate. Allí
el aliento ya no puede con el labio incendiado,
aunque los pulmones se endurezcan
y tomen el color del polvo escondido.

¿Qué se puede esperar
de un final sin artífices,
sin alfabetos?
Yo espero quedar inmóvil tras las dunas,
donde no hay límites, ni conceptos, ni alaridos.
Índice



Voz, 3
 La palabra continúa en movimiento, 3
 Emeth, es tan difícil observar al insecto, 4
 Sin quererlo siquiera es requerido andar, 5
 La sílaba se abalanza en el poema, 6
 Protégete de la prisa, corta las cuerdas, 7
 Casi es esta sed como la simple sed del hombre, 8
 De cara al árbol, su sabor es predecible, 10


Obstáculo, 11
 Soy demasiado tímido para ponerme a planear, 11
 En la insigne cena familiar no falta, 12
 Insistente arañaba las puertas de cobre, 13
 La sílaba ensalzaba el paseo de la azada, 14
 La cofia era de perlas y no había, 15
 Qué horrible sensación no haber tenido peces, 16
 Tenía un baúl repleto de juguetes, 17

Medida, 18
 Cuando hablo de la palabra, hablo del número, 18
 Hay cristales que no están hechos, 19
 La sílaba es balanza de las cosas huecas, 20
 Son estas ganar por descodificar el tiempo, 21
 Llevo la rótula clavada, partida en dos, 22
 El gato de Schrödinger está muerto, 23
 Rotan ridículas cuerdas debajo del átomo, 24

Generación, 25
 La sílaba en alabanza para existirte, 25
 Bastaban animales lentos como la luz, 26
 El desayuno del hombre simple es rico en vitaminas, 27
 Mantén siempre la risa, tiembla débil, animal, 28
 Nadie puede acercarse a la carne fugitiva, 29
Ojalá quedaran lejos tus talones rudos, 30
 Van al morir de la luz como luciérnagas, 31

Obra, 32
 Inmediatamente después del diluvio quedaron, 32
 La bestia incrédula pierde su tiempo colocando, 33
 Sálvame de la creación que vuelve al centro, 34
 La sílaba se lanzaba a la espiral, 35
 Persona, que te encuentras en ti misma, 36
 Aunque parezca que no haya nada tras los hombres, 37
 Solía desprenderme de mis dioses, arañar, 38

Castigo, 39
 A estos debes darles una duda sin entrañas, 39
 He visto sus mentes bajo un finísimo cartílago, 40
 El caníbal no quiere dormir solo, 41
 Fulge un coro de hombres graves y resuenan, 42
 Sentado en el banco de un parque deja ver, 43
 La sílaba laceraba sus axilas, 44
 Le vendaron los ojos con una estrella fósil, 45

Sarcófago, 46
 Podría matarnos a todos si quisiera, 46
 Contaré otra vez la fábula del perro, 47
 La sílaba es la vez última en la que alcanza, 48
 Devorar la carne antes de almacenarla, 49
 Hablemos claramente de este tema, 50
 Te escribo sentado sobre el vientre, 51
 Fue curioso morir de esa manera, haber caído, 53
Al envés de la voz

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  • 2. Al envés de la voz 2011 Cristian Piné crpine@gmail.com www.crpine.blogspot.com
  • 3. Al envés de la voz
  • 4. Voz VII LA palabra continúa en movimiento, aunque quede desmembrada. El escritor es un paciente sexador de escarabajos. Debes caminar alrededor de los profetas. Cerca la oración. Rodea a los colonos del nicho. El mundo es un continuo revolverse. No pienses en el trote del caballo transparente. No pienses en el ácaro que guarda el beso. No pienses en el bautizo industrial del alfabeto. Dulce escombro en mí, no pienses en el dócil ídolo.
  • 5. VI EMETH, es tan difícil observar al insecto perderse en el barro y decir que está perdido, tan difícil escuchar cómo nace una tormenta y decir que está naciendo, es muy difícil palpar tu mano densa y decir que aún estás vivo. Déjame enseñarte, Emeth, cómo nombrar la sangre de los ojos. cómo apoderase de la identidad del rayo hasta que la leve voz del volcán pueda nombrarte. Emeth, eres el más fiel de mis hijos y por eso quiero besar la mano densa con la que reduces el mundo a su corteza. Déjame enseñarte cómo las ideas se muestran torpes en la danza del destino. En medio de ese baile estrafalario se desploman y es tan difícil decir en voz alta que debajo de la tierra está el silencio.
  • 6. V SIN quererlo siquiera es requerido andar por las arterias solo y sus raíces, cegar al origen con un brillo inmóvil revolviéndose en el vacío inútilmente, en el espacio en que los cuerpos no nacen ni aceleran su latido, y sólo quieren un latido solo. Nadie quiere un malquerido fémur apoderándose del vientre, después la boca, un solo fémur ocupando el espacio en que respiras, un cuerpo solo sin querellas en la solidez del polvo en vaporoso nombre, en el inmenso poro donde se esconde el no tan solo dios. Sin querencias sobre los pálidos muros de tus huesos, te llama una mujer con dos cabezas sólo, tan alta como si tuviera un único y torpe párpado para huir con paso de hombre. Si quererlo todo es estar solo, y a la vez orbitar y que te orbiten, habitemos la casa y su ceniza, y no queramos.
  • 7. IV LA sílaba se abalanza en el poema, exige su sitio ante la imagen y la decolora, igual que el sol parasita el templo y se apodera de sus ritos, sus cadenas y sus cálices de plata. Entonces, la enredadera habita el fuste, el capitel aún sostiene la sílaba, que abandona lentamente la tensión, y se abalanza sobre el poema, y de repente, ya no existe el templo.
  • 8. III Hoy no hay luna… La luna la haré cuando me muera Carlos Edmundo de Ory PROTÉGETE de la prisa, corta las cuerdas de tu violín silencioso, haz tu luna con cien lenguas metálicas. Es el momento de repetir metáforas y melodías hasta que tu voz se afiance en el vacío. Se avecina un cielo de cicuta, de semillas zafias, jugosas, juiciosas. ¿Qué más guardas, voz, en el sombrero? Presenta esa pasta de tu todo con total indiscreción y deja el resto en el retablo que sobrepasa los límites verticales de tu altar. Si ya no quedan arqueros que lancen extractos de flecha, ni lobos que emanen su música densa, no notaremos tus manos, por tanto, debajo del tenue tejido de la garganta. El cerebro está oscuro pero ya no arde, el alma late y late pero no es de sed. Proyecta tu luna en la frente expropiada con un golpe traidor y no aparezcas; que nadie te encuentre sentado en las aristas del relámpago.
  • 9. II CASI es esta sed como la simple sed del hombre y no es exactamente el lenguaje lo que nos despierta de un golpe súbito con la piedra tallada a hueso y voces; y tampoco la sed puede representar la carencia de las ondas con ondas atrapadas en la frase, en el párpado inacabado. Ya no creas que todo es letra, que no hay electricidad que te sacuda a cada rato, que no hay abejas delante de la sombra, ni vuelo detrás de los movimientos del sol. El viento no es espacio hasta que se detiene, la idea ya es idea antes de aquella danza maniática del feto, sin importar apenas que el hombre es prisionero del solo discurrir, y con la boca abierta, por donde el pensamiento se convierte en hormiga voladora y cayera. No discurras por la sed. No sólo tener manos, es mejor imaginar que nada te detiene para volver al suelo, que los compartimentos azules del cerebro nunca estancan ni tocan el recuerdo con guantes desechables de piel. ¡Que el cerebro no acote la caída del ciego! ¿No eres capaz de sentir el choque de las almas, el olor de la amnesia? No hay razón, no tenemos que abandonar el cuerpo por la boca. No hay culpa en intentar tomar el aliento con ambas manos para percibir el envés de la voz. No creas que el cielo y el infierno en una mano arden, no creas que la idea en el lenguaje cabe, no estés vestido con la piel de los muertos. Que el muerto no se cubra con la piel del que vive prueba que sólo existe la muerte y algo más.
  • 10. No hay nada que conozca el bálsamo del hombre, la herida de la sangre, el cráneo de la mente. No hay nada que sepamos más allá de los límites: nacimiento y deshielo. Si todo esto retorna, ¡Nada se puede saber! El número aproxima el sudor y la verdad, como la roca imanta el cuchillo y el vientre por su similitud. El embrión atrae la madre hacia su círculo repleto de sangre y sed en torno a la palabra que no puede extenderse para abarcar el cosmos en plena expansión hasta el desmayo, hasta ver con gran vértigo como la idea sobrevive.
  • 11. I DE cara al árbol, su sabor es predecible: una fórmula antigua de musgo y sombra por donde transcurre una breve hilera de ceniza. Y todo lo demás hiede a lobo, y todo lo demás se yergue. Como si de verdad taparas tus ojos con las hojas secas, el árbol cae silencioso. ¿Quién te creerá cuando al volver la vista, el verbo se haga barro sobre tus rodillas? ¿Quién te creerá al decir que me encontraste tembloroso detrás de la corteza?
  • 12. Obstáculo VII SOY demasiado tímido para ponerme a planear por encima del tumulto -prisionero en la avenida abierta y desplomada, cercado por su propio peso, escarnecido como un títere inservible y subterráneo-. Siempre se expropia el envés de las palomas cuando sobrevuelan sin riendas el mar ralentizado, y yo tengo el cráneo inmóvil como cualquier paloma. Y también vuelvo a las plazas para huir de las sombras esbeltas como estacas, de los obeliscos hundiéndose en el polvo de caliza -sudor del punto muerto de la luz-. Dejé de tartamudear por timidez perdí la costumbre muda por miedo al hombre y a su densa indiferencia, abandoné las alturas para que no me confundieran con el pájaro presuroso que imanta la lluvia y atrae el satélite terrible de las tardes.
  • 13. VI EN la insigne cena familiar no falta nadie. Han venido los de fuera, los de la luna, los del centro del ADN, replegados, los rubios, los mellizos, los que llevan gemelos, los ahogados en el río jugando al panta rei, al yonohesido, a la gallinita ciega. La más pequeña corta la carne con sus encías, como un adorable carnívora iniciándose en lo pálido y lo fatal, iniciándose en el arte solar de los cuchillos. Su grito cerámico queda lejos del patriarca, que preside la mesa con total seguridad, elevando su voz por encima del crepitar del entrecot. En el brindis regurgita la piel de los que no están y se entorpece con tanta lengua y tanta recolección de dientes. Es el perfecto intermediario entre lo que no es barro y lo que no existe; conecta la flema o la infancia, y mientras, grita y derrama todo lo que arde sobre todo. Otros tienen rabo, o agitan la corbata, o profetizan la ausencia. Son sabios de la manta y el mantel, falsos caciques de la idea. Mascan ceniza y la escupen, mastican sin gesto que pueda delatar su lengua de talco. Es fácil oír su bramido apagado si te acercas lo suficiente. También hay mujeres solteras caminando descalzas por el filo del metal ausente. Tienen edad suficiente para saber que no hay herida que rechacen los gusanos. Se acomodan los dientes en cada sonrisa y en cada suspiro distribuyen el aire tibio por sus pechos. En la cena familiar no falta nadie, han venido
  • 14. todos, vendrán siempre que se les invoque. V INSISTENTE arañaba las puertas de cobre el invisible animal que quiere formar parte del aire joven que hincha los cadáveres y atrapa una palabra en su mandíbula. Regresar e ingresar, como verbos idénticos en la mente virgen del animal, son sólo resistentes espirales del recuerdo, la memoria en que no ha sido azul aroma. La ciudad se interpone y le hace animal, vuelve los relojes de cobre imprescindibles, conserva el polvo en vidriosos triángulos. El animal nunca ha sido incendio, ni nada que se parezca a la ruina inquieta. A su alrededor espera la derrota y es consciente de que podría reinventar sus dientes blancos, aquellos que tiritan con frecuencia y frío.
  • 15. IV LA sílaba ensalzaba el paseo de la azada gigante por los días, el golpe maternal entre los hombros, la voz pausada y terminal del hombre que te asiste cuando de pronto horada debajo de la herida la arena eternizada. Caía por sí mismo el sarpullido de sal, daba paso la muerte a un nuevo y animal instinto, revolviendo los cuerpo sobre cada uno de los pasillos de barro que conducen a la sacra aparición sobre el labio del gesto. Es ése el gesto que no me invoca ni ha invocado el sobrecogimiento. No habrá voces que crucen la ruina tierna y joven, pues sólo queda el resto de viejas quemaduras y un dios resucitado.
  • 16. III la cofia era de perlas cultivadas los guantes de gasa la sonrisa del carmín de tu tía Aníbal Núñez LA cofia era de perlas y no había conciencia de luz sobre o bajo el pecho; Dios se reflejaba en el anillo, dorado como el desengaño. De tan blancos se tiznaban los vestidos, de correr como si en el templo no estuvieran los niños erigidos como estacas. Defectuoso el que no persiga la palabra desgastada, decayendo hasta el susurro de las viejas. Los padres sollozaban en silencio, la niña codiciaba los regalos y las mejillas desnutridas del izado en la cruz. Dichoso el que se desangre al punto de regresar al primer rito en el que la música se desconoce y nace de la lucha en solitario con la piedra. Dichosa sea la niña, su vestido almidonado y su revelación mística: “Engañarás a tus padres sobre todas las cosas”. Y al banquete. Y ojalá se acabe ya la ceremonia.
  • 17. II QUÉ horrible sensación no haber tenido peces sin boca, ni alimento, ni otros peces; ni otra piel. Qué horrible sensación no haber tenido edad ni un parque en llamas. ¡Qué horrible sensación vivir sin miedo y sin rodillas! Qué horrible no haber tenido sensación, qué horrible no haber tenido hermanos, ni espirales, ni padres giratorios ¡No viajéis en dos ruedas nunca! No desayunes y reza, inventa la superstición como un nuevo pan y nuestro. Juega y come naranjas negras. Qué horrible comer naranjas negras y no mancharte ni siquiera los zapatos. No te manches, ¡reza bajo la cama y duerme! Busca a tus amigos invisibles y ódialos. Qué horrible el odio como sensación, como un caramelo eternizándose en la boca. Horrible es no haberse sentado sobre el suelo y no tener el cráneo incompleto, la historia de la vida abierta a sus cuchillos, la lápida abierta y quieta como un número. Qué sensación de horror no haber sido marinero, ni pensarlo, ni haber besado a las hormigas por placer. Qué horrible no hacer cosas porque hay causas, simplemente, y actos que negar, como la inmortalidad de lo que te sucede y te ocupa afirmando el espacio. ¡Qué horrible haber tenido límites de estanque y arena vidriada! En verdad, es horrible no haber coleccionado rocas, ni el esqueleto de los peces en arcas temporales, en impenetrables círculos de cal donde los niños ríen. ¡Qué horrible sensación no haber tenido un lápiz de ceniza!
  • 18. I TENÍA un baúl repleto de juguetes, algunos en cruz, otros sin ojos o sin botones. Sus miembros se enredaban como larvas escondidas en el vientre de los árboles. En aquella entropía del arcón cabían animales figurados o dolientes, o esculturas primitivas afiladas con las huellas dactilares. Estaban recubiertos con la miel que supura la madera, con el bálsamo amarillo que protege las rodillas. Todos ellos deshaciéndose. Años más tarde la peonza gira y se deshace en la palma de la mano.
  • 19. Medida VII CUANDO hablo de la palabra, hablo del número, de las falsas ráfagas de arena, de la caracola con su espíritu sacrílego, de todo lo que se haya ocultado en la melodía del azar. Cuando hablo de mi nombre, hablo del número, pero no del numeral redondo y perfecto como el génesis, sino del número espontáneo que surge en los relojes de agua. La cifra, mostrando su afilada frase se refugia en los cartílagos, y sirve de linterna a los infieles, y secuencia a los niños que sobreviven al inquietante ritual de los números primos. Hay que acercarse más al dígito, porque al hablar es el número el que permanece, y su unidad indivisible y poderosa. ¡Cuando hablo de la muerte, hablo del número! ¡Cuando hablo del hombre, hablo del número! ¡Cuando hablo del miembro invisible, hablo del número! Cuando tenga la respuesta, tendré un número más grande y verdadero que las cosas.
  • 20. VI HAY cristales que no están hechos para que uno quede reflejado y se contemple, y yo me miro en el reflejo del tren y corro a latido renqueante , me miro en el lodo que sustenta el charco, me miro en las vidrieras, en cada parte de su retina fragmentada.
  • 21. V LA sílaba es balanza de las cosas huecas, acuna lo inmenso y lo minúsculo, acumula el colmo de los cuerpos en ligeras nubes que huyen o rodean nuestros ojos. Como niebla, no llegamos con los dedos a su nombre, pero hay cifras y preguntas y más dudas, preguntas heridas de lomos cóncavos, aire deslizándose bajo los pies, fluyendo entre nuestra carne inconexa y barnizada con la sangre que se reconoce, lamento agudo. La sílaba mide el espesor de las palomas, la altura de los niños, el peso de sus brazos líquidos. En la medida del hombre está la piel del número, ése que arrancamos, movedizos, en un gesto. Entonces es ciencia, caricia insistente que puede rasgar el tejido de las máquinas, rasgarlas hasta que ya no duela perder las uñas. Sin ángeles, sin la memoria que te inventa, hay más cosas que palpitan y se deshacen sobre el nombre cuya música insiste. Hay que saber si quedan aún más cuerpos debajo de las sílabas.
  • 22. IV SON estas ganas por descodificar el tiempo, instinto de acabar en las fauces del espacio, lo que estalla en la tos y va arrastrando el ritmo de un gigante que cuenta con los dedos. Un golpe nos empuja a crucificar la voz con clavos distinto marcando el final del hueso; en la mente volverá a sonar el tintineo como un reloj de plomo cercando la oración. La palabra, el rumor, en torno al centro se dispondrán como lentos radios giratorios, poleas que son golpes, que son rodar sonoro, que son percusión de las rodillas contra el pecho.
  • 23. III LLEVO la rótula clavada, partida en dos, a cada paso fragmentada en otros pasos. A cada nueva piel, mi rótula es un cristal que fluye entre la sangre. Sólo puede reflejar el hueso líquido de la distancia, que al consolidarse se convierte en la visión geométrica del origen. Hay un vacío en las rodillas que me sostiene: el hueso contra el hueso contra el mundo grave, rompiendo las leyes de la ciencia y el dolor. Sólo queda la inercia a perecer y el vuelo.
  • 24. II EL gato de Schrödinger está muerto, o quizás no, mejor es no saberlo, es mejor dejar de deducir el paso de la antimateria por el vientre. En la posibilidad de lo que no ha existido nos alcanza un maullido como una lengua de helio que se pierde en el centro del círculo; una duda ingrávida, un estruendo, dos líneas paralelas alcanzándose en el infinito. Los párpados aparecen, en el flujo constante de los nervios. Sus discretas ondas no se han revelado todavía. Todo es esto y su potencial nada: la escritura y el desmayo, el hombre y el polvo predecible, el gato silente y el cúmulo de vida, la muerte acumulada y el gusto por acomodar el cuerpo en el origen.
  • 25. I ROTAN ridículas cuerdas debajo del átomo. Su enérgico radio quizás explicaría el rápido espasmo de los hombres, además de la combustión espontánea bajo el lento granizo. A este nivel descendería la nieve hacia dentro, sepultando al intranquilo funámbulo que mantiene y alimenta los leves filamentos de la célula. La palidez de nuestros dioses sería entonces la evidencia de una cifra que aún no existe, sería la contracción de nuestros labios un cálido instinto que responde con urgencia al universo palpitante que nos ocupa, nuestros párpados simétricos sólo serían ejemplos del temblor que nos sostiene.
  • 26. Generación VII LA sílaba en alabanza para existirte y hacer que la piedra arda. Aparecerás como el juego de piezas de los acantilados para negarme la verdad, a cambio de un registro de líneas desiguales en la espalda. Llevaré la cuenta del cobalto que nace de tus dedos y me excava y me regresa. Aunque no me haga sílaba y tú no me amordaces, lameré tus pies porque sé que no hay final en tus zapatos diminutos ni hay principio en mi boca lacerada. Aunque sé que no resides en la sílaba, lameré tu nombre como lame el gato su breve calavera hasta erosionarla.
  • 27. VI BASTABAN animales lentos como la luz para subirse a su brusco movimiento y palpitar como un vientre vivo. A la velocidad azul del rayo algo crepita sobre la piel lenta, y te recoges sobre un punto débil como un animal sin luz y sin nombre.
  • 28. V EL desayuno del hombre simple es rico en vitaminas, en incienso, en aceites esenciales para el ascenso al estadio de materia; nada de acidez, en cambio. Para beber, cloro y colorante de agua dulce disuelto hasta la duda, hasta que se dejen ver los nervios que hay bajo la nieve. Para comer, caballos de humo, fugitivos y torpes. La mente escapa tras el incendio y la trepanación se sirve de frutas y mandrágora , mientras la música hierve la cazuela y resuena hasta la distorsión. El hombre simple, para comer, prefiere el zumo en siete gotas musicales.
  • 29. IV MANTÉN siempre la risa, tiembla débil, animal, deja otros dedos en la sien blanda y sensible, resístete a la carcajada, pero nunca te recojas en el círculo erecto, en el rostro sin paisaje. Deja tu sexo en el espacio intermitente, completado con la rigidez de tus talones, descubre tus úlceras, llagas cálidas y dulces. Apoyados donde la ventana no es ventana, escuchan tu risa de relámpago diminuto y doliente. El cerebro dispone demasiado cerca los dos mundos: papel y plenitud, levedad y filo, látigo y caricia con la mano áspera. Recréate en la risa y mantén el nudo que te aproxima hacia otras manos, hacia la silueta inmovible.
  • 30. III NADIE puede acercarse a la carne fugitiva, los cuerpos se separan a zancadas decimales. No hay nada que tocar. La energía se destruye tan lejos del golpe que no hay golpe, ni en el cuerpo hay ligaduras -tu instante de embestidas torpes recompone las entrañas y el naciente músculo del vientre-. No hay nada que tocar, ni siquiera hay colisión entre los huesos, ni universos revolviéndose en el hombre. Algo hay que nos invoca y nos limita la distancia, nos obliga a mantener la lucha contra el invisible golpe que al fin te ocupe. La carne es la creencia sólo, y sin embargo, no hay nada que tocar, no hay un yo que se aproxime.
  • 31. II OJALÁ quedaran lejos tus talones rudos, el torso replegado, como un manantial abierto a tus entrañas. La carne cierra un trato impenetrable. Como un hombre, te resistes al giro de tu sombra, a la fuerza centrífuga que arrastra el mundo contra otros mundos. O los caminos o la piedra; nada de muerte eventual, nada de dormir sobre la arena, nada de ocupar el rostro con una imagen movediza los domingos. Se hace cada vez más rígida y pálida tu boca, más tarde tus brutos rasgos se harán máscara. No esperes al más tarde si hay más tarde en la que puedas subirte a los hombros del extraño sin que nada te importe. Aísla tu nombre obtuso y regálaselo a los perros, tómalo y acota tus abismos. Otros hombres se significan por sus nombres, pero debes asumir que hay más parajes asolados debajo de los cuerpos, además de ternura en el sonido afilado de las campanas, cúpulas en las que se pierde tu voz grave. Obituarios de la caricia son tus dientes. Si los miras, hay nombres grabados, repetidos o inconclusos. Hay algunos más cerca de la garganta, esperando un nuevo nombre, un nombre que escape por la boca como nace el ciervo herido, tal y como surge el puñal por la cicatriz, palpable y sinuoso.
  • 32. I VAN al morir de la luz como luciérnagas, se impacientan y rasgan el ínfimo tejido de los labios, dejando a su paso una estela de sal, evitan la duda inmóvil, doblan por la mitad la carne y el marfil, sostienen la creación y el equilibrio, el nudo en que coinciden lo eterno y la cifra, y se combinan. Destruirán, de una vez por todas, la energía, adivinarán el brusco ritmo del contorno, sabrán latirte, insistirán en la batalla del tacto contra el tacto, en la contienda del viento y el vapor, descubrirán tu imagen aislada en la silueta del espasmo, atravesarán el miedo como un relámpago gris. Se deshacen mis brazos en el centro de la herida.
  • 33. Obra VII INMEDIATAMENTE después del diluvio quedaron los dioses de plomo ocultados y vírgenes, reluciendo entre aquella ceniza del naufragio. Tan sólo hay pisadas de pálidas bestias, translúcidas bajo los templos de Dios, que graznan y rugen y pierden los órganos entre la tibia marea. Algunos insectos reviven o agitan su cuerpo para acabar hundidos en la carroña que deja la mano piadosa del ídolo. Agonizan las madres con sus cráneos abiertos, amoratados desde el círculo hasta el párpado múltiple. Tras el diluvio acumula la especie su objeto, su objeto tallado, su objeto incorpóreo, su objeto prendido. Hay montañas de objetos, hogueras de objetos, húmedos objetos sobre la piedra. Hay objetos donde solía existir la piel o la casa del hombre. Tras el diluvio no quedó la oración. Es cierto que hay susurros latentes y que algo cruje bajo la hierba, pero no hay funerales tan extensos como una cicatriz, no hay tormentas fugitivas, no hay rastro de la ingenua mano del hombre.
  • 34. VI LA bestia más incrédula pierde su tiempo colocando las rocas apuntadas hacia el cielo, en oración, lanzando piedras gigantescas como símbolos al denso fuego de la atmósfera. En un futuro caerán, sin necesidad de invocación, sobre el primitivo monumento de caliza. Entonces, dejarán de ser un símbolo, un demiurgo que lentamente imanta las estrellas.
  • 35. V SÁLVAME de la creación que vuelve al centro. Sálvame de los flexibles rostros de las palomas. Sálvame de los niños que mastican con dientes de plomo. Sálvame de recomponer el cuerpo verde. Sálvame de la metáfora inevitable que cerca el barrizal de la memoria. Sálvame de la música que sólo vibra en los zapatos. Sálvame de la lengua rota de la luz. Sálvame de tu templo elíptico y rígido, y suelta el arco que sostiene la gravedad y el tiempo. Sálvame de lanzar palabras a tu abismo. Sálvame de amarte como si fueras mi esternón.
  • 36. IV LA sílaba se lanzaba a la espiral y no dejaba rastro -de la carne del rayo tampoco queda constancia-. El giro de la sílaba se asociaba al ciclo, al sol, al animal herido revolviéndose entre la hierba. Se lanzaba el sílex, la sílaba, hacia las aves para evitar su migración; al hombre para evitar que huyera de la tribu y encontrara el valle de la resurrección de los astros o se topara con los objetos verdaderos del lenguaje.
  • 37. III PERSONA, que te encuentras en ti misma, hombre callado, pálida como la habitación más espaciosa donde las hogueras desaparecen en la lejanía, donde se desdice repentino el ruido blanco. Persona renunciada y enunciándose. Persona, que ha vivido bajo el foco y el espejo, y te contiene. ¿Qué podrá ser, persona? Frente helada, siempre rugosa y transparente, tan persona. Boca hinchada de persona que endereza el cuerpo de tus hijos, su asimétrica sonrisa. Persona, que abarca tu garganta con la piedra, de ondas amplias que cupieran en los huesos, que traspasaran la persona múltiple. Persona, que te llama por tu nombre de persona verdadera, que te escucha con aplomo de fantasma para que llegue, de manera impersonal, la blanca lucidez significándote. Persona, que te encuentras dividida y abandonada en la habitación intermitente. Pensar que allí nace y te sofoca el inquieto rumor de la persona.
  • 38. II AUNQUE parezca que no haya nada tras los hombres, los mismo que perplejos permanecen en la ridícula cima del rastrojo, las arterias huyen de la carne a cada pulso. Habría que cubrir la retaguardia al infeliz, enterrar sus párpados bajo la cálida tierra, limpiar su paladar con insistencia hasta que pueda verse reflejado, crearle un dios de silicona.
  • 39. I SOLÍA desprenderme de mis dioses, arañar el oro y su miseria, descubrirlo con pudor y con la frente desplegada. No necesitaba los contornos, ni mi pobre idea, ni el vidrio, ni mi templo decadente de algodón, ni el azar siquiera; sólo el espectáculo de la hoguera que pudre a los perros. No me quites el sol. No me arranques mi pobre condición de prójimo. Mísero y extraño el que no pueda tropezar con su indigencia. Todo felino de cínico espíritu pierde los huesos buscando la humedad en el silencio, así, quise acabar con mi sustento y mi sustancia, para comprimir el alma bajo el lodo. Ahora recuerdo cuando mis manos eran un cuenco donde guardaba el misterio de la luz.
  • 40. Castigo VII A estos debes darles una duda sin entrañas, a estos un castigo de luz intermitente, un león ciego; a estos les conviene una temporada bajo el hielo, un lento y amplio esófago; a estos dales una plaga de pálido granizo que ocupe sus huellas posteriores y su culpa. A estos dales un maestro que perezca en el camino hacia las cosas, dales el libro triangular, un ciervo mudo por mascota. A estos, un tejado de espuma, un patio en el que revolver la vista; a estos trátalos de adolescentes y apresura su carrera a la demencia donde hay ángeles discretos, miedos lentos. A estos refiérete por su nombre innato y entierra sus pronombres debajo de las cálidas iglesias, sin opción de regresar.
  • 41. VI HE visto sus mentes bajo un finísimo cartílago, les he visto yacer en la tierra y reír, les he visto subir a los trenes fantasma, bendecir las comidas ácidas, drogarse y perseguir ratones ficticios, les he visto crecer y crecerse, y caer en el chiste fácil de la vida, les he visto girar, girar sin dios. Pasaban la noche presos en los jardines reales, en El Retiro, en la orilla del vómito, en el circo de la luz, en la Casa de Campo, en el centro del jazz. Allí exhibían al hombre absurdo, desnudo como una razón poderosa, difuso como los límites etílicos del cristal. Les he visto en la Gran Vía comulgando con su imagen. Viraban el rumbo de las órbitas, volvían a mirar al cielo después de tantos años y gritaban en un acto fingido de sorpresa. Asustaban a las niñas con la niebla que salía de sus poros, de sus venas casi inaccesibles. Les he visto cambiar el nombre al dolor, les he visto girar, girar sin imagen.
  • 42. V EL caníbal no quiere dormir solo, no quiere dejar los alfileres por el suelo, peligroso pasatiempo de los niños invisibles. La carne está llena de quietud, la carne de su madre reaparece en la hora recóndita de la sed; la carne será carne después de todo. Alguien duerme en la casa del caníbal con el cuerpo alienado y reducido, mientras el huésped alimenta a los lobos con el lobo y afila sus colmillos contra el labio. El temblor de sus ojos se vuelve imperturbable a la vez que atisba la sombra entre los miembros. Ni siquiera el caníbal quiere despertarse sobre las leves entrañas que quedan del sueño.
  • 43. IV Parqués entre des bancs de chêne, aux coins d'église Qu'attiédit puamment leur souffle, tous leurs yeux Vers le choeur ruisselant d'orrie et la maîtrise Aux vingt gueules gueulant les cantiques pieux; Arthur Rimbaud FULGE un coro de hombres graves y resuenan a través de los pilares sus preguntas cóncavas y sufren. La escalera va anclándose en las vértebras de su espalda y ofrecen un grito en sacrificio religioso. Su postura es casi una crucifixión sobre el horizonte encorvado. Ni ladrones ni profetas se reclinan, solamente sombras emigradas. Llaman a la puerta nudillos recogidos como luces rompiendo las ventanas, golpeando el cedro con las manos huecas y desnudas, con el mismo tintineo imperceptible que se escapa de los cuencos repletos de ojos pálidos. Sus voces pasan sobre la voz, inercia lenta. No quedan consonantes, ni cercanía, sólo salvajes rumores sin lengua ¿Para qué tanta lengua tantos dedos extendidos y cruzados si no hay lluvia de mercurio ni aluvión de fe? La iglesia es un marco de alma y lástimas donde el hombre se hace humano y el humano, sobre todas las cosas, santifica el grito.
  • 44. III Sitting on a park bench, eyeing little girls with bad intent… Aqualung SENTADO en el banco de un parque deja ver sus intenciones. Es viejo y está solo, sus párpados parecen castigados por la luz, el tiempo se acumula en su papada y su orejas son perversamente grandes. Las jóvenes se pasean insolentes por delante. Él es viejo y está solo, cada día más hundido en su propia piel y cada día es más espesa su saliva, compacta como el hielo que cuelga de los árboles. Para él, el cuerpo es un latido que se hace doloroso. Lava su ropa grasienta en los pantanos, mientras el frío penetra por su nuca, a sabiendas de que un leve escalofrío podría agitar con violencia sus huesos hasta deshacerse. Su libertad son las heridas en la planta de los pies, pero es demasiado viejo y está solo en un mundo que espera cierta resistencia a quedarse dormido sobre un banco.
  • 45. II LA sílaba laceraba sus axilas espesas y ulceradas como cielos finales. El final es no llegar a su escondite a la hora del paseo de dios por los parques, a la hora exacta en que las campanas lastiman y lamen el envés de los peatones. El destino es encontrar una escalera en la que coleccionar metales y fundirlos como el rayo que al secarlo permanece. Salen silenciosas las espadas por la boca.
  • 46. I LE vendaron los ojos con una estrella fósil para no reconocerse en la estrechez del párpado, ni reconocer al hombre que te exilia de tu propio círculo y te hace un centro confuso y sin azar. Le colmaron la garganta con ruidos líquidos por donde el grito se convierte en espiral y se revuelve en los pulmones huecos. Nada le quedaba para anticipar el silencio, la inmensa tierra que señala la huella de los animales. Le cubrieron los oídos con más huesos, más algodón, como semilla y piedra, donde nace el hombre que te escucha. Agitaba el pensamiento, evitó que resonara el espasmo de la lengua anticipándose. Dejaron el aroma al amparo de la combustión, del oxígeno que arde en el vacío. Para estos límites hay máscaras que arrebatan el último mundo en que suspenderse o sentarse sin la preocupación eterna del símbolo. Le enfrentaron las palmas de las manos para que no fuera posible la creación, ni sintiera extendiéndose un lenguaje erigido por el dorso de la piel. Le privaron de la imprecisión del nervio y el rayo. Le sumergieron el cuerpo y la raíz en el color de los locos y del fruto suspendido en la carne. Le arrebataron su accidente, su memoria desmembrada, sus profundos pies, su luz abatida: objetos perdidos.
  • 47. Sarcófago VII PODRÍA matarnos a todos si quisiera rodeando nuestra piel con sus metales giratorios hasta vestir la máquina del pálido uniforme que nos unge los huesos. Él podría decidir si ser o no la sequedad del perpetuo día del que nacen los gusanos, pero no pone la mirada en ningún punto, no tiemblan sus cejas, ni se relame los dientes de plata, ni tiene más alrededor alrededor de su giro extenso o de su pólvora. Podría matarnos a todos si quisiera, sobre todo a ti que estás leyendo y ya no te preocupas por el hierro que te sale por la boca, sobre todo a ti que te revuelves en el código y crees que la poesía es un revólver.
  • 48. VI CONTARÉ otra vez la fábula del perro mudo que almacenaba huesos en la arena y palidecidos zapatos sin destino durante el cálido invierno de los lobos. Finalmente, el verano inmovilizó su cuerpo, su piel rugosa. Los demás animales, mudos como la ira del hombre, dispusieron a su alrededor el centro mismo de las cosas, los huesos diminutos de sus patas.
  • 49. V LA sílaba es la vez última en la que alcanza la oración a los blasfemos y a la falsa cicatriz. El libro para salir al día, replegado como un río, se desprende de la memoria descompuesta, para que el reflejo turbio y seco de los astros nos arrastre lentamente a la necrópolis. Subamos a su barco solar y dialoguemos con la réplica encendida de nosotros. Subamos ahora que no hay lastre en las entrañas, ahora que nuestras vísceras están latiendo en la vasija decorada por los dioses. Viajemos amparados por la sílaba final.
  • 50. IV DEVORAR la carne antes de almacenarla es parte del rito y nos resulta extraño que el cobre recubra la máquina, que el hombre recubra sus heridas con el músculo herido. Abarca el sarcófago con tu alma líquida, con tu carne implosiva, ingrávida. El espacio que existe entre nosotros mismos -a la cierta imagen de dios- nos ubica en el dolor propio del desgarro. ¡Prensad el sarcófago! Vierte todo lo que queda en él y respira y deja que tu cuerpo se llene de lo que orbita para desprenderte, después, de tus entrañas, de tu estructura solapada de carne semanal. Deja que es sarcófago realice su trabajo y te reafirme en la partícula y en la finitud. El origen o la cadena alimenticia marca los pasos del humano entre las fauces del sarcófago, dándole una verdadera identidad en el nombre del polvo.
  • 51. III HABLEMOS claramente de este tema. ¿Sigue creciendo aún después su espalda en tiernas concavidades? Seguramente habrá olvidado la superstición: dejar los zapatos sucios fuera de la casa a modo de señal de un cuerpo, perpetuamente arrodillado. Dejemos nuestros cuerpos en la silla y nada más. Llamemos a las cosas por sus nombres para que el vicio de la voz perdure y se convierte en el vestido que te sobrevive. Dejemos las etiquetas perfectamente escritas en algún lugar del cráneo, dejemos de vacilar ante los niños. Mirad su nombre, su nombre concreto, atentamente.
  • 52. II A Luis Campos García TE escribo sentado sobre el vientre de mi espejismo, donde ya casi no quedan cuerpos que recojan tu luz, tu palidez confusa. Es reconfortante imaginarte recostado, invadido por la humana duda, libre de lúcidos fantasmas, agitando la sonrisa como si aún pudieras llenar de aire vigoroso y tibio cada estancia en la que te esperamos. Más desolador sería haberte arrancado de los brazos de otras voces con la violencia exacta de los cirujanos. Ojalá estuvieras revolviendo los colores en la concavidad de tu retina, en los dedos diminutos de tu pequeña imagen, en las ropas oscuras que cubren el Alba. Te escribo desde el vientre aéreo de tu madre, allí donde pudieras respirar. En la proximidad nada se inquieta, en el destierro de la risa muere el Gesto. Te escribo sobre el áspero Cuaderno que arranqué de la arteria más recóndita y tuya. Obedezco a la palabra cuando es urgente, innecesaria, cuando va Cayendo el vuelo y ya no importa que el aliento eleve la cadencia. Querías que escribiera los mensajes que dictan los falsos órganos del cuerpo y aquí estoy tanteando el testamento último, invocando el dolor de la herida seca, vaticinando el vértigo que dejarás en la distancia, atronador como la vida.
  • 53. Te escribo desde la arena y la ceniza
  • 54. I FUE curioso morir de esa manera, haber caído, volver bajo el vientre blanco del caballo, agonizar tendido sobre la crin como el que deja de correr por el desierto. Fue curioso sentir el diafragma cabalgando a ritmo lento. Nadie había llegado hasta el fuego fronterizo de la calma donde somos materia y disparate. Allí el aliento ya no puede con el labio incendiado, aunque los pulmones se endurezcan y tomen el color del polvo escondido. ¿Qué se puede esperar de un final sin artífices, sin alfabetos? Yo espero quedar inmóvil tras las dunas, donde no hay límites, ni conceptos, ni alaridos.
  • 55. Índice Voz, 3 La palabra continúa en movimiento, 3 Emeth, es tan difícil observar al insecto, 4 Sin quererlo siquiera es requerido andar, 5 La sílaba se abalanza en el poema, 6 Protégete de la prisa, corta las cuerdas, 7 Casi es esta sed como la simple sed del hombre, 8 De cara al árbol, su sabor es predecible, 10 Obstáculo, 11 Soy demasiado tímido para ponerme a planear, 11 En la insigne cena familiar no falta, 12 Insistente arañaba las puertas de cobre, 13 La sílaba ensalzaba el paseo de la azada, 14 La cofia era de perlas y no había, 15 Qué horrible sensación no haber tenido peces, 16 Tenía un baúl repleto de juguetes, 17 Medida, 18 Cuando hablo de la palabra, hablo del número, 18 Hay cristales que no están hechos, 19 La sílaba es balanza de las cosas huecas, 20 Son estas ganar por descodificar el tiempo, 21 Llevo la rótula clavada, partida en dos, 22 El gato de Schrödinger está muerto, 23 Rotan ridículas cuerdas debajo del átomo, 24 Generación, 25 La sílaba en alabanza para existirte, 25 Bastaban animales lentos como la luz, 26 El desayuno del hombre simple es rico en vitaminas, 27 Mantén siempre la risa, tiembla débil, animal, 28 Nadie puede acercarse a la carne fugitiva, 29
  • 56. Ojalá quedaran lejos tus talones rudos, 30 Van al morir de la luz como luciérnagas, 31 Obra, 32 Inmediatamente después del diluvio quedaron, 32 La bestia incrédula pierde su tiempo colocando, 33 Sálvame de la creación que vuelve al centro, 34 La sílaba se lanzaba a la espiral, 35 Persona, que te encuentras en ti misma, 36 Aunque parezca que no haya nada tras los hombres, 37 Solía desprenderme de mis dioses, arañar, 38 Castigo, 39 A estos debes darles una duda sin entrañas, 39 He visto sus mentes bajo un finísimo cartílago, 40 El caníbal no quiere dormir solo, 41 Fulge un coro de hombres graves y resuenan, 42 Sentado en el banco de un parque deja ver, 43 La sílaba laceraba sus axilas, 44 Le vendaron los ojos con una estrella fósil, 45 Sarcófago, 46 Podría matarnos a todos si quisiera, 46 Contaré otra vez la fábula del perro, 47 La sílaba es la vez última en la que alcanza, 48 Devorar la carne antes de almacenarla, 49 Hablemos claramente de este tema, 50 Te escribo sentado sobre el vientre, 51 Fue curioso morir de esa manera, haber caído, 53