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América Pacheco
nostalgia
Esta no es una reseña.
“Algo tan trivial”
Escritora. jamericapacheco@gmail.com
Para V., con el corazón entero.
V
. sólo tenía 18 años cuando lo asesinaron a sangre
fría. Bastó un solitario balazo en el corazón para
conseguirlo; un: ¡PUM! directo, ensordecedor y le-
tal. Quienes lo conocieron vaticinaban que acabaría mal, y
la noticia de su muerte violenta no cumplió un par de mal
intencionadas profecías. La llamada que avisó a sus deudos
de la tragedia, los condujo a un lugar hostil y putrefacto del
que hay quienes nunca volvieron siendo los mismos. La
espeluznante frase: “Hija, mataron a V.” tlaqueó mis pier-
nas con demoníaca destreza. Caí como lo hacen los árbo-
les ante una avalancha de nieve. Sencillamente caí al piso
frente a mi padre. Así como mis lágrimas.
No lo vi nacer, pero casi. Tenía la misma edad de mi
hermano y ocuparon la misma cuna por meses. Si aquella
bala no le hubiera atravesado el corazón, este año ha-
bría cumplido 33 años, la edad de cristo, la del príncipe
Guillermo de Inglaterra y la de Britney Spears. No estoy
segura que V. se habría rapado furibundo ante una turba
de paparazzis, o si algún día encabezaría la grandeza
monárquica en cualquiera de sus perversas facetas. Todo
lo que sé es que muchos daríamos un dedo de la mano
derecha por haber tenido la oportunidad de verle abrazar
a un cachorro, a uno de su propia sangre, por ejemplo.
Cuenta la leyenda que comenzó a consumir drogas blandas
en la primaria, yo me enteré de sus problemas de adicción
cuando medía 1.80 y se inyectaba heroína. Durante años,
se convirtió en el secreto mejor guardado de la familia
hasta que el secreto se desbordó por sí mismo. Después
de comenzar a saquear la bolsa de su madre o el alhajero de
su hermana; hizo lo propio en la casa de sus tías, primas,
no dejó títere con cabeza. Aunque nunca se atrevió ante
esta obra mestra manera su suerte.
Tenía meses sin sentirme tan cerca de V. hasta que una
sacudida interna evitó que terminara el libro de ensayo Algo
tan trivial de Fausto Alzati Fernández (Festina Editores).
Algo tan trivial es un ensayo que puede leerse como
se te venga en gana, porque además de ser un libro, es
un soundtrack de nueve capítulos cuyos títulos arrebatan
al disco de Violator de Depeche Mode los nombre cada
uno de los tracks que lo componen (aunque pensándolo
con cautela, además de soundtrack, es un cover chingón
y los covers no son otra cosa que la resignificación pode-
rosa del pasado) y cuyo leit motiv es la adicción vivida en
huesos y angustia por el propio autor y quién detalla de
esta manera la influencia sonora que fue impregnado su
libro por esta obra mestra: “Violator es un disco impeca-
ble: 9 canciones y ninguna sobra, ni por un segundo. Es
la cumbre de la carrera de Depeche Mode. Después de
Violator hicieron otro par de discos respetables, y después
su producción mejora, quizás, pero el contenido se vuelve
soso. Ha desaparecido ya aquella crudeza neorromántica
de su lírica. Ya no hay sudor, lágrimas ni plegarias. Ya
no hay transgresión ni descubrimiento. Pero pasan los
años, y al pasar lo puedo volver a escuchar, y volver a
escuchar, de principio a fin sin desperdiciar un solo se-
gundo de mi vida”.
Algo tan trivial no es un libro de autoayuda, una adver-
tencia moralina o mucho menos un testimonial solemne.
No se trata de las confesiones de un exconsumidor con
los bolsillos colmados de sermones de autoayuda (porque
jamás, aquí o allá un consumidor será lo mismo que un
adicto, no señor, aquí hablamos de palabras mayores: los
consumidores son abetos que transpiran, los adictos son
la oquedad intangible del laberinto). Algo tan trivial es
una criatura viva que duerme con intermitencia al fondo
de la barbarie de la memoria de un sobreviviente de una
dictadura llamada demencia y fui incapaz de atravesar la
frontera de su página 83. Recordé aquel hachazo a mis
pantorrillas. De pronto palpé el sufrimiento que no del
autor, y sí de uno de los seres que más he querido en esta
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“El fuego no es lo mismo que
aquello que quema”
vida. No leí más. Tuve que enderezarme y comenzar a es-
cribir esto que tu lees aquí.
No recuerdo con exactitud cuándo fue la última vez que
reseñé un libro. Razones o buenos libros no han faltado
en mi escritorio, pero nunca tengo tiempo de ponerme
a mano con todos esos buenos autores que me han
colocado en mis manos generosas viandas literarias tan
torcidas como radiantes. He prometido en el pasado a mi
editor que construiría una columna de recomendaciones
literarias, pero ¿A quién quiero engañar? No sé reseñar
libros, por lo que me amparo anticipadamente ante la
furia de su Dios que todo lo asola, extermina y penetra
para que acepten a cambio fragmentos como estos que
comparto con usted, querido lector:
“El fuego no es lo mismo que aquello que quema, pero
tampoco es ajeno a su material de combustión. Justo así
son los demonios: no son iguales a quien los padece,
pero sus voces e impulsos tampoco son ajenos al que los
sufre. Ese incendio se llevó mis ganas de fumar mota. No
porque ésta fuese mala, sino porque mi relación con esa
sustancia que no generaba adicción fisiológica estaba
dictada por la desesperación. No era ella, era yo. No co-
nocía la calma necesaria para esperar la siguiente dosis;
sentía pánico al ver que mi guardadito se iba acabando.
No angustia, pánico. Pero el incendio fue aún más gene-
roso: a su paso quemó toda una colección de fantasías
metafísicas que llevaba años coleccionando. Eran un sín-
toma. Me dejó solo ante el mundo, a secas; solo con mi
condición de adicto y la mente quebrada. Así son los
demonios, inadvertidamente generosos, a pesar de sus
métodos malditos. De otro modo no son demonios, sino
meras bestias, torpes y crueles“.
“1a. A lo largo de este ensayo he intentado articular
algunas de mis experiencias, con la ambición de que al
enunciarlas se rompa otro pedazo de
su hechizo. Deseando que, al pronun-
ciarlas, aquellas partes antes obviadas
de mis vivencias dejen, a su vez, de
señalarme a mí como uno más de sus
síntomas. Este libro no es un exorcismo;
es una declaración de amistad para mis
demonios. Porque si los lastimo, me
lastimo yo. Es así de sencillo. Esto lo
he escrito evitando cualquier nota al
pie. He procurado expresar lo que ron-
da en mi mente y no los índices de los
libros que he leído, acaso. No he pre-
tendido comprender la adicción, sólo
he procurado recordar y transmitir una
experiencia. Lo he escrito de modo algo
fragmentado, porque 8 las vivencias
son así. Mientras vivo una cosa, pienso
en otra y recuerdo otra. Las vivencias,
así como el tiempo, no son tan lineales
como a ratos nos gusta creer. Estas
páginas están llenas de errores, y no
tardará algún lisiado emocional en
corregirlos, cualesquiera que sean sus
motivaciones. Pero para su satisfacción
está Google o Wikipedia a mano; este libro, en cambio,
versa sobre una experiencia, y como tal está repleto de las
mentiras que la memoria cuenta, según el estado de áni-
mo en que lo escribí. Pero a pesar de las jugarretas de
la memoria, las distorsiones de la vanidad, mis cobardes
omisiones y la engañosa prudencia, he buscado ser franco.
Aunque con frecuencia he fallado, el ejercicio mismo de
intentarlo ha valido las madrugadas en cafés 24 horas
de esta voraz ciudad”.
“Aún me impresiona lo civilizados que son algunos
de mis amigos consumidores. Jamás tuve esa opción;
carezco de esa fibra que les indica cuándo contenerse, o
cómo divertirse atascándose, o cómo ir a trabajar al día
siguiente, o interesarse en cualquier otra cosa. Para un
consumidor, hasta para el más enganchado, drogarse es
un divertimento; para un adicto es un solemne deber“.
“1e. Nunca me gustó la coca. Sin embargo la ingerí
hasta la nausea y el hartazgo, una inyección tras otra.
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“Las vivencias, así como el tiempo, no son tan
lineales como a ratos nos gusta creer”
Composición VIII, de Wassily Kandinsky
Sin poder salir del baño. O ya fuera de éste, y sin poder
siquiera afinar la guitarra, pero intentándolo de todos
modos. Y luego otra dosis, y luego otra. Todo para ter-
minar aterrorizado, encerrado, escuchando a través de
la puerta. Y no escuchaba lo que había del otro lado de
la misma, sino lo que temía que hubiera en algún rincón
de mi cabeza. En estado de pánico. O para intentar re-
banarme las venas entre delirios, alucinando que así ex-
pulsaría la sangre contaminada de mi cuerpo. Tirar lo que
quedaba de papel al escusado, aterrorizado, indignado.
Todo para despertar a media tarde, deshecho, y bajarlos
brazos por el borde de la cama –porque amanecía con los
brazos adormecidos de tanto arpón–. Todo para empezar
a convencerme poco a poco de ir por más. Corrijo, la
coca me gustaba. Lo blanco del polvo, el modo en que
adormece las encías y, sobre todo, el olor cuando la cu-
chara se calienta y se evapora un poquito de perico con
el agua. No poder parar. Inyectarme
cada cinco minutos. La cuchara, la
vela prendida, la soledad, el ritual,
la jeringa. La aguja traspasando la
piel, la sangre entrando, el efecto
inmediato, la taquicardia, el zumbi-
do en los oídos.
Me encanta la coca; sólo que no
me gustan sus efectos en mí“.
“Me encantan sus efectos; sólo
que no me gustan las consecuencias.
La repetición obligada sin espacio
para la incertidumbre, sin lugar para
la sorpresa, sin espacio para sentir,
sin sitio alguno para la vida y todo
su grotesco caos. Igual que cualquier
miembro de una secta.
No, no me gustaba la coca; sólo
que la morfina ya no bastaba. Ha-
bía que mezclarla con algo. La morfi-
na ya quitaba solamente el asco, las
ganas de vomitar y la insoportable
densidad del ser –aquella tortuosa
invasión de la vida y todas sus pe-
queñas irritaciones que van sumando
hasta hacer que todo sea dolor–.
Pero ya no sentía la morfina, sólo su contraste después
de una y otra dosis de coca. Arriba, arriba, abajo, abajo.
Cada día igual al anterior, sólo un poco peor.
“Me da gusto que haya personas que disfruten la coca,
y hasta lo hagan incluso socialmente. Que se compartan
una raya. Lo mío era no poder salir del baño o encerrar-
me en una esquina del clóset con la TV en estática y sin
volumen. Abandoné incluso la música que me mantuvo
vivo, por utilizar el cerebro y los sentidos con cualquier
otra droga, por no poder despegarme de la aguja. Una
dosis y la que sigue y la que sigue y la que sigue. Un
monolito. Una postración.
“La adicción está diseñada para eso, para que te arro-
dilles, para que te abandones. ¿Quién, alguna vez, ha
pedido dinero afuera del supermercado, inventando que
tu auto se quedó sin anticongelante, todo para comprar
una jeringa, porque la que traías ya no tenía filo?”
Bueno, I´ve been there. Aunque a diferencia de Fausto
o V., nunca caminé en los zapatos del adicto, a cambio
fui la jeringa. Y lo fui más de una vez.
En ocasiones la memoria viene a tomar el té de las cua-
tro con el recuerdo de V. dentro de una caja de galletas.
Si pudiera pedir, elegiría que no me visitara la imagen
de la ultima vez que lo abracé, justo una semana antes de
morir. Prefiero recordar a mi primo a los cuatro años,
corriendo como poseído en casa de mis padres. También
pediría volver el tiempo a ese día para tomarlo del brazo
y prevenirlo de lo que vendría después. Quisiera abrazar
ese cuerpecillo frágil y rogarle que tuviera cuidado, que
no corriera, que nada malo le pasaría si tan sólo frenara
un poco la velocidad de su torbellino, que no me gustaría
verle llorar, sangrar, escapar, no volver. Le diría: Reach
out and touch faith. Una, dos, quizás diez veces é