1. De ésta saldrás, hijo
Por Diego Piedrahíta
- Aguanta un poco, hijo mío, aguanta por favor!
Fueron las palabras más tristes pronunciadas por un padre desesperado, seguidas de gritos de
auxilio que clamaban por la aparición inmediata de una ambulancia.
Las miradas del vecindario se posaban sobre mi angustia, desde ventanales a medio abrir evitando
que su curiosidad fuera descubierta en medio de la madrugada y de su tranquilidad, propia de
aquel amanecer dominical, pero interrumpida por mis pasos apresurados sin dirección fija buscando
un medio de transporte.
El taxi llegó, quizás enviado por Dios, o por algún vecino condolido por mi situación de la que fuese
testigo durante mis caminatas vespertinas con mi pequeño hijo y su madre. Esa rutina diaria que
sugerida por nuestro médico de cabecera le haría mucho bien a nuestro bebé, para que tuviera las
fuerzas necesarias para pronto caminar por sí mismo.
Abracé con cuidado a mi ser amado y acomodé su frágil cuerpo en el auto; apoyé su rostro en mi
hombro y tomé su mano, como todas aquellas tardes en que lenta y cuidadosamente, tras de mí,
recorría el vecindario anhelando una nueva vida.
Con el auto en marcha acaricié su rostro pálido y sudoroso, y a través del vidrio trasero vi cómo
nuestra casa se alejaba rápidamente de mi vista, y sabía que al regresar a ella mi vida ya no sería
la misma. Las sirenas improvisadas que por momentos desentonaban al paso de vías en mal estado
que tomáramos como atajos, y donde los altibajos agravaban más la condición de mi pequeño,
contrastaban con la actitud parca de aquel conductor. Su mirada indolente a través del retrovisor
reflejaba tal vez la costumbre de cargar en el asiento trasero historias similares que, posiblemente
como ésta, estarían cargadas de plegarias y de indiscutibles razones para valorar la vida.
2. Mientras yo, rogando a Dios nos concediera fuerzas para soportar el eterno recorrido, sentía cómo
mis ojos se tornaban cada vez más húmedos, y de los que caían lágrimas a medida en que con
angustia me acercaba aún más a ese momento y lugar temidos.
Y fue ese ruido aturdidor el que anunció a la entrada del hospital la llegada de un paciente más,
uno de alto riesgo. Bajé como pude de aquel auto amarillo, tal vez del mismo color de mi
semblante, y entregué a los enfermeros de turno la vida de mi más valioso tesoro.
Con un repentino temblor en las piernas, al ver cruzar por esa puerta blanca, en una camilla, a mi
ser amado envuelto en sondas y sábanas, caminé angustiosa y desesperadamente hasta llegar a
ese frío pasillo, rodeado de muchos otros hombres y mujeres que por diferentes circunstancias
también allí se encontraban, cada uno con sus angustias, sus pesares y sus ansiedades.
Una silla tan fría como mi valor por presenciar lo que adentro ocurría me acompañó durante pocos
pero largos minutos, hasta ese momento en que a lo lejos creí reconocer el rostro de aquel galeno
a quien le confiara el cuidado de mi primogénito por los últimos meses. Y aunque no le parecí
extraño al pasar cerca de mi angustiada presencia, intenté ponerme en pie para encomendarle mi
felicidad, mi futuro, mas no tuve el valor de pronunciar palabra alguna, pues él mismo me había
preparado también para este momento, al reconocer mi poca fortaleza para afrontar tal realidad.
- Doctor Arbeláez, al quirófano, por favor! - Se escuchó por los altoparlantes.
Esa voz me inquietó aún más, pues al salir con mi esposa e hijo mes tras mes de ese ya conocido
consultorio, donde nos informaban del estado de nuestro bebé, sólo atinábamos a hablar días y
noches enteras de la alimentación, cuidados, tratamientos y caminatas diarias sugeridos por aquel
doctor, aquel doctor Arbeláez.
- Ya está allí, es hora, lo sé por el compromiso pactado de asistir a mi niño cuando el inevitable
momento llegara - pensé. Y sacando de mi bolsillo aquella fotografía de mi pequeño que por
semanas se había convertido en mi amuleto, trataba de descifrar lo que su tierno y confuso rostro
3. intentaba expresar, mientras que cada vez con más corazonadas llegaban a mi mente tantos planes
que mi esposa y yo tuviéramos para con nuestro amado Jerónimo.
- “Mi niño, vamos a escuchar un lindo cuento, el de la vaquita, sí, ese que tanto te gusta”.
Eran las palabras de mi esposa, quien como un ritual sagrado no escatimaba esfuerzos para
proporcionarle también bellas melodías y así asegurarse de que allí estuviera, a través de sus
movimientos al compás de la música.
Yo, entre tanto, intentaba no dirigir la mirada a esa puerta, donde ese vistoso letrero “Urgencias”
parecía recordarme que era esto lo que en realidad estaba viviendo, una urgencia inevitable en
aquel lugar donde se contrastan las dos realidades del hombre: la vida y la muerte.
Opté por continuar recordando cuántos planes hice para con mi retoño, cuántos cuidados por verlo
caminar, crecer y vivir. Cuántos pequeños trajes allí colgados en su colorida habitación, rodeados
de muñecos tan tiernos como su rostro, el que aún no podía descifrar, pues unos días esparcía
alegría con sus esporádicas sonrisas, y otros simplemente no dejaba ser visto, ocultándose con sus
manitas como queriendo dejar a la incertidumbre su verdadera condición.
Pasaban los minutos y con más ímpetu se apoderaban de mi mente esos planes de ser un padre
como muchos pero ejemplar como pocos; aquel que tendiera la mano a su hijo para levantarlo del
piso, o de la adversidad; para rescatarlo del acecho del “coco”, o de la sociedad; para verle tomar
tranquilamente sus sopitas, o sus decisiones; Y era justo ahora, luego de pocos meses ejerciendo
con orgullo mi rol de padre, aprendiendo a amar sin condición, que anhelé profundamente tenerlo
y llevarlo conmigo de regreso a casa, a disfrutar de esa colorida habitación dispuesta para la
felicidad que aún en su rostro no veíamos reflejada; pero esta vez con el deseo de verle sin las
ataduras que por meses le habían hecho permanecer conectado a su fuente de oxígeno para
preservar su vida.
4. El tic tac del reloj de pared en frente mío contrastaba con el de mi corazón, que latía con más
celeridad cuando sus manecillas me indicaban que la hora estaba llegando.
- Señor, le ruego que esté preparado, el doctor está a punto de salir – interrumpió una de las
enfermeras, mientras cabizbajo imploraba a Dios por su misericordia.
Se escuchó un fugaz gemido salir de la habitación contigua; mis ojos se aguaron aún más, una
corazonada me decía que mi pequeño estaba ya abriendo sus ojos a un mundo inimaginable para
él, rodeado de ángeles, de luces, de paz. Y sin perder de vista la fotografía que aún sujetaba en mi
mano, logré entrever cómo el doctor salía de aquella temible habitación, acompañado por dos de
sus auxiliares, quienes tomándome de la mano me dirigieron allí, adentro; y viendo a mi ser amado
en aquella fría camilla, con vestigios de sangre en su vestido blanco, pero con un rostro de
satisfacción, solté la ecografía de mi mano para al fin abrazar y besar a mi hijo, mientras mi
esposa, recobrándose, decía:
- Mi amor, ya nació nuestro bebé!